Capítulo
IV
LA RECTA DEL SPRINT
El luto oficial que se decretó en todo el país establecía que quedaban suspendidas las clases en todos los centros docentes, incluidos los universitarios. Así que de Pamplona viajé a Madrid con ánimo de vivir de cerca los acontecimientos históricos del fin de una época. Cuando sólo faltaban tres días para mi regreso al potro de tortura pamplonés, donde mi ánimo se maceraba sumergido en un mar de intransferibles dudas apologéticas, fui a ver a Adolfo a su despacho de la UDPE. Fue el viernes 28 de noviembre. La recuerdo, sin duda, como una de las conversaciones más raras que jamás tuve con él. Yo acudía, taciturno y malherido, al encuentro de un regazo comprensivo y paternal y me encontré con un interlocutor, también taciturno y malherido, que no andaba sobrado de medicamentos sentimentales. El resultado fue que él se empeñó en darme lo que a mí no me interesaba —información política— y yo en demandarle el apoyo moral que él no me podía dar. Los dos, creo, nos dimos cuenta de cuál era la situación. Y los dos hicimos un estimable esfuerzo por colocarnos en el papel adecuado. Balbucí gemidos íntimos de dolor que me acechaban en el alma. Y en vista de eso, él echó mano de su recurso preferido cuando quería humanizarse delante de mí: el recuerdo de mi padre.
—No sabes lo que lo echo de menos. Cuando tu hermano me llama por teléfono y mi secretaria me dice «Le llama Fernando Herrero», el cuerpo todavía me da un trallazo.
Me habría gustado decirle que el sentimiento de orfandad que pudiera sentir, aunque fuera sólo en el terreno político, no me interesaba gran cosa porque allí el único gran huérfano era yo, y no en lo político, que después de todo no deja de ser un aspecto circunstancial del ser humano, sino en lo vital. Pero no se lo dije. Tampoco le dije lo que en realidad había ido a decirle: que por favor me adoptara, en sentido figurado, y que cubriera el hueco, el socavón que se había abierto en mi entraña afectiva. A cambio le presté toda la atención que pude a su lamento político.
—Me han dicho que estoy descartado para el nuevo Gobierno. No se fían de mí. Dicen que soy demasiado hablador.
—¿Pero quién va a nombrar a los nuevos ministros, el Rey o Arias?
—Aún no está claro que Arias vaya a ser el presidente del Gobierno.
—Y si eso aún no está claro, ¿cómo es posible que ya se sepa quién puede ser ministro y quién no? ¿No es una decisión del presidente?
—Ése es el problema. Quieren dárselo todo hecho al Rey.
¿Quiénes?
—El peor de todos es Armada.
Tengo que aclarar, en este punto, que yo entonces no sabía quién era Armada y pasó algún tiempo hasta que lo averigüé. Ahora, con carácter retroactivo, entiendo muy bien que entre Adolfo y el propio Armada, uno de los grandes intrigantes de la corte de Juan Carlos, las relaciones hubieran sido siempre tan tensas. He leído en numerosos trabajos históricos que las desavenencias entre ambos surgieron cuando Adolfo se enteró de que el general, estando aún en la Casa del Rey, había hecho gestiones a favor de Alianza Popular, el partido de Fraga, utilizando papel oficial del Palacio de la Zarzuela. Yo sé, sin embargo —y aporto aquí el dato para lo que pueda valer—, que las fricciones venían de antes. Adolfo nunca le perdonó a Armada que en aquellos momentos en que se estaba gestando el primer Gobierno de la monarquía orillara su nombre y diera pábulo a su reputación de chismoso.
En el transcurso de la conversación, Adolfo me contó que no tenía más valedor que Torcuato Fernández-Miranda, a quien el Rey quería nombrar presidente de las Cortes a pesar de que sus asesores se lo desaconsejaban. Ya sea porque lo que me dijo surgía de una afección de súbito pesimismo, o bien porque yo lo escuchaba con oídos de pesadumbre, o a lo mejor por ambas cosas al mismo tiempo, lo cierto es que su relato me trasladó la imagen de un rey prisionero de sus validos. No podía hacer nada de lo que quería: ni despedir a un presidente al que detestaba, Carlos Arias, ni poner al frente de las Cortes a quien había sido su preceptor durante largo tiempo, Fernández-Miranda. Si al menos conseguía lo segundo, las posibilidades de supervivencia de Adolfo crecerían, pero las cosas no pintaban bien. Nada bien.
Después he sabido que al mismo tiempo que yo hablaba con Adolfo, aquel viernes de finales de noviembre, el Rey le ofreció a Arias, en un ejercicio de valores entendidos, su continuidad en la Presidencia del Gobierno a cambio de que le ayudara a conseguir que los consejeros del Reino apoyaran el nombramiento de Fernández-Miranda como presidente de las Cortes. Al parecer, Arias, cuando se sintió confirmado en el puesto, le dijo al Rey: «Confie en mí. Yo haré las gestiones. Vuestra Majestad no tiene por qué intervenir ni desgastarse. Yo hablaré con quien sea necesario. Me parece que Torcuato es la persona indicada».
No sé si fue en esa reunión, o en otra a los pocos días, cuando el Rey le pidió a Arias que diera entrada en el nuevo Gobierno a los principales referentes del sector más abierto del sistema para que el primer gesto de la monarquía, restaurada por la voluntad de Franco, no cayera como un jarro de agua fría sobre el clamor social de apertura democrática. En atención a la demanda regia subieron a escena los nombres de Fraga, Areilza y Garrigues padre (no confundir con su hijo Joaquín), y acaso otros más, de segundo nivel, emparentados con la democracia cristiana o la tecnocracia, como Alfonso Osorio o Leopoldo Calvo-Sotelo. Adolfo aún no era referente de ningún grupo político, y al que pertenecía, más por biografía que por convicción —el Movimiento— ya estaba representado por Solís, que a su larga hoja de servicios a la causa falangista unía la nostálgica condición de haber sido el último nombramiento de Franco. Era imposible que Arias prescindiera de su concurso. Así se lo dijo a Fernández-Miranda el 8 de diciembre, durante una entrevista que ambos mantuvieron a solas.
—¿Por qué no nombras secretario general del Movimiento a Adolfo Suárez, que fue en el que tú pensaste a la muerte de Herrero? —le preguntó Torcuato.
—No es posible —respondió Arias—, ya me gustaría. Sabes que en efecto era mi candidato. Pero a Solís le nombró el Caudillo. Me lo pidió expresamente. Sería muy feo prescindir de él ahora. Parecería un acto contra el Caudillo.
Fernández-Miranda era un hombre astuto. Quería que Adolfo estuviera en el Gobierno porque necesitaba un ministro afecto, de su confianza, capaz de serle más leal a él que a su presidente. Sin embargo, al mismo tiempo sabía que no podía exhibir demasiado interés en influir a favor de nadie porque la desconfianza de Arias le cerraría el camino.
—Pero yo —repuso Torcuato— no te digo que prescindas de Solís.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Arias.
—Da una larga cambiada.
—¿Una larga cambiada?
En este punto de la conversación es donde la astucia de Fernández-Miranda se revela más portentosa: él sabía que Arias tenía problemas con Fernando Suárez, ministro de Trabajo, por culpa de una cierta incompatibilidad de caracteres. Arias se quejaba de la aspereza del trato que dispensaba a los demás ministros. Lo consideraba una fuente de tensiones y conflictos. Quería quitárselo de en medio, pero cargándole a otro el mochuelo de la decisión.
—Una larga cambiada, sí: Pepe Solís a Trabajo y Adolfo Suárez a Secretaría General.
Arias, naturalmente, le compró la mercancía. Así podría decirle a Fernando Suárez que fueron Torcuato y el Rey quienes le habían empujado a sustituirle. Adolfo, de carambola, acababa de subirse al tren del primer Gobierno de la monarquía.
Me enteré del nombramiento de Adolfo el día 11 de diciembre, por la noche, viendo el telediario de TVE, y al instante me invadió una doble sensación, bastante equilibrada, de alegría y tristeza. Por una parte, la exaltación de Adolfo era una magnífica noticia, digna de una celebración en toda regla; por otra parte, el hecho de que yo me hubiera enterado del gran suceso como una persona más, por los circuitos informativos convencionales, me provocó una ingrata sensación de abandono, a la que opuse resistencia sin pérdida de tiempo. Descolgué el teléfono y llamé a Luis Ángel de la Viuda, entonces director del diario Pueblo, para pedirle que me dejara felicitar a Adolfo a través de su periódico. No sé si lo que me llevó a tomar esa iniciativa fue afán de notoriedad —creo que no— o más bien búsqueda de gratitud. Una felicitación privada se habría sustanciado con un afectuoso acuse de recibo, tan convencional como todos los que, por docenas, Adolfo estaría prodigando durante esas horas. Yo buscaba algo más. Quería algo más. No por vanidad —creo que no—, sino por llamar su atención. Necesitaba que volviera sus ojos hacia mí, que se fijara en mi abandono, y que lo colmara con el cariño que en el fondo yo le estaba reclamando. Luis Ángel se portó muy bien y me pidió una declaración que, al día siguiente, publicó en un recuadro bajo el título «Luis Herrero Tejedor habla de Adolfo Suárez»: «Estoy muy contento. No he podido ver a Adolfo desde que conozco su nombramiento, pero tengo la certeza, aunque no haya podido decírselo personalmente, de que sabe que estoy emocionado, tanto como lo estuve cuando se produjo el nombramiento de mi padre, hace nueve meses, porque le quiero entrañablemente. Fue de los mejores amigos de mi padre, el hombre que siempre creyó en él, el hombre que conoció en su auténtica dimensión su pensamiento político. Y aunque por encima de todo ello, porque él tiene su modo personalísimo de hacer las cosas y no ha de estar atado más que a sus propias convicciones, tengo la absoluta seguridad de que será un gran ministro. Yo apuesto por él».
Por fin, aprovechando las vacaciones de Navidad, fui a verle a los pocos días al mismo despacho del número 44 de la calle de Alcalá que había ocupado mi padre nueve meses antes. Tuve que esperar unos minutos en una sala de visitas porque el sastre le estaba tomando medidas para hacerle unos trajes nuevos. Solía escribir el periodista Pedro Rodríguez que Adolfo vestía los trajes mejor cortados del Régimen, y seguramente estaba en lo cierto. Para Adolfo, su aspecto externo era una cuestión primordial. Lo cuidaba hasta la exageración. Debe de haber algo genético en eso, porque todo el mundo dice que lo heredó de su padre, salta a la vista que se lo legó a su hijo y aún lo conserva él mismo, instintivamente, a pesar de la devastación que la demencia ha provocado en su personalidad. Hoy en día aún distingue si los zapatos que calza su intelocutor son de mejor hechura que los suyos y se enfada por ello.
—Haces bien en renovar el ropero —bromeé nada más saludarle—, te veo más fofo. Debe de ser que el poder te sienta mal.
—¡De eso nada! —refutó sonriente—. Ayer le eché una pelea a mi peluquero y hoy me ha llamado para decirme que está en tratamiento del cuello y de los hombros. Soy un atleta, chaval.
Su humor, desde luego, había mejorado una barbaridad desde la última vez que nos vimos a finales de noviembre. En unos sillones de cuero color café con leche hablamos largo y tendido de lo divino y de lo humano. Aunque, la verdad sea dicha, más de lo primero que de lo segundo. No había muchas personas más a las que yo pudiera contarles cómo iban mis truculentas batallas interiores entre el bien y el mal.
—No es justo tener que enfrentarse a los veinte años al problema más gordo que se te puede presentar en la vida —exageré sin ser en absoluto consciente de que lo hacía.
—No, hombre, no —intervino él—. Tendrás problemas mucho mayores en tu vida…
—Eso no me tranquiliza nada —protesté.
La conversación se fue deslizando hacia el terreno de la orfandad personal que tanto me obsesionaba. A diferencia de lo que había ocurrido el 28 de noviembre, él estuvo receptivo y consolador. Asumió el papel de padre adoptivo que yo le demandaba. Y, para meterse en ese nuevo papel sin defraudar ninguno de los tópicos al uso, me preguntó por las notas. Le dije lo primero que me vino a la cabeza.
—No seas idiota y no repitas el error que cometí yo —me dijo—. Debes formarte bien. Tienes que ser un ministro que brille con luz propia.
—Yo no sé si tengo vocación política —le dije.
—Yo creo que sí que la tienes —me cortó—. Y tu padre también lo creía. Siempre decía que, de sus seis hijos, tú eras el único con vocación política.
Cuando le llegó el turno al repaso de la actualidad me dijo que estaba atravesando un campo de minas. Tenía enfrente a la gente del Movimiento porque no había sido nunca falangista ni había formado parte de sus conspiraciones para hacer progresar al Régimen desde la idea de la Revolución Pendiente. No tenía «formación azul» de ninguna especie. Además, había colaborado con los tecnócratas, que eran sus grandes enemigos. Por otro lado, en el Gobierno su perfil aún era bastante plano, porque la atención de la opinión pública se había centrado, básicamente, en la actividad que desplegaban Fraga y Areilza. A pesar de todo, su ambición no había decaído en absoluto. Todo lo contrario. Quedó patente cuando me contó la comida que acababa de tener con Girón en el restaurante Casa Mariano, ya desaparecido, en la carretera de La Coruña.
—Ha pedido mi apoyo —me dijo— para que sea presidente del Gobierno Alejandro Rodríguez de Valcárcel.
—¿Y tú qué le has dicho?
—Que ni hablar de eso. El presidente tiene que ser alguien que respete el Movimiento, pero que no esté tan identificado con él.
—¿Y cómo se lo ha tomado?
—Fatal. Me ha preguntado si me estaba postulando yo y le he contestado que, desde luego, lucharé con todas mis fuerzas para conseguirlo.
De este fragmento de la conversación se desprenden dos conclusiones inevitables: la primera, desde luego, que Adolfo seguía empeñado en ser presidente del Gobierno y no hacía nada para ocultarlo. Y la segunda, que el puesto de Arias estaba en almoneda. La primera no era de dominio público, pero la segunda, sí. Pronto se vio que Arias, incapaz de entender que el terreno de juego había cambiado tras la muerte de Franco, se alejaba definitivamente de los planteamientos de la Corona. El Gobierno, acéfalo, aparecía dividido entre dos autoridades morales, la de Fraga y la de Areilza, que pugnaban por capitanear, cada uno con su proyecto propio, las reformas políticas que todo el mundo, menos los inmovilistas nostálgicos del franquismo, consideraba necesarias. Mientras tanto, la oposición se impacientaba y exigía la ruptura total. El ambiente social se caldeó extraordinariamente. España entera bullía en huelgas promovidas por la extrema izquierda y el Partido Comunista a través de Comisiones Obreras. A mediados de enero de 1976 se paralizaron un buen número de servicios públicos —taxis, Correos, Metro, Telefónica, Renfe— y el Gobierno no tuvo más salida que militarizar algunos de ellos.
Que el Rey andaba buscando ya por esas fechas un candidato para sustituir a Arias en la Presidencia del Gobierno, según se desprende de los testimonios que han ido dejando los protagonistas de la época, era un secreto a voces entre la clase política mejor informada. Es muy probable, además, que Torcuato Fernández-Miranda le hubiera dicho a Adolfo que si jugaba sus bazas con prudencia tenía bastantes posibilidades de ser el elegido. Desde luego, de que eso era así en la cabeza del presidente de las Cortes no cabe ninguna duda. Antes incluso de ser presidente de las Cortes, pero ya con el Rey en el trono, le dio al ex ministro Gonzalo Fernández de la Mora —uno de los mejores intelectuales españoles durante el franquismo— una pista fundamental si se analiza con carácter retrospectivo.
—Supongo que serás el sustituto de Arias.
—De ningún modo —respondió Torcuato—. Hay que ver a más largo plazo. Ahora la fórmula ideal es que yo sea presidente de las Cortes y del Consejo del Reino.
—¿Quién es tu candidato para presidir el Gobierno?
—Alguien que haga lo que yo le diga. Pero no te esfuerces, porque no lo adivinarás.
Yo me malicio que Adolfo barruntaba por dónde iban los tiros de Fernández-Miranda, aunque sólo puedo aportar una prueba muy circunstancial para respaldar mi teoría. Me la brindó el propio Adolfo durante un almuerzo que tuve con él, en el comedor de la última planta de Alcalá, 44, el día 26 de marzo. Lo que me dijo, textualmente, fue lo siguiente: «A lo mejor este verano soy ministro de Información. Ya me han insinuado algo».
Al oírlo pensé (y así lo anoté en mi cuaderno de notas) que me estaba anunciando una posible crisis de Gobierno, pero confieso que la idea del relevo de Arias ni se me pasó por la cabeza. Claro que, bien mirado, había algo de ilógico en lo que me dijo: ¿por qué le ilusionaba la idea de ser ministro de Información —y era evidente que estaba ilusionado cuando me lo dijo— si la cartera que él ocupaba era mucho más importante? Desgraciadamente, no anduve rápido de reflejos.
Aquella comida con Adolfo, por lo demás, resultó abundantísima en pequeñas confidencias políticas. Llegué media hora tarde y, mientras me disculpaba, advertí por su gesto que estaba contrariado. Pensé que era por mi culpa, pero él trató de quitarme esa idea de la cabeza dirigiendo su invectiva contra Girón, el jefe de los ultras, por la actitud inmovilista que exhibía durante las sesiones de la comisión mixta Gobierno-Consejo Nacional. Tratándose de Adolfo, la explicación podía ser cierta o no. Si el culpable de su enojo hubiera sido mi retraso, él nunca lo habría reconocido. No tenía sentido molestar a un interlocutor con el que, en todo caso, estaba abocado a compartir las siguientes dos horas. Su acendrado sentido del pragmatismo —y de las buenas formas— se lo habrían impedido. Además, detestaba dar la imagen de poco dominio temperamental. Yo nunca fui testigo de ningún arrebato de furia. Al contrario, solía domeñar sus malos humores descarando gestos de amabilidad. El beneficiario, en aquella ocasión, fue el jefe de su secretaría particular, Aurelio Sánchez Tadeo. Mientras nos acompañaba hacia el comedor, Adolfo le preguntó por las condiciones económicas de su contrato. A Aurelio, tal vez porque yo estaba presente, la pregunta le azoró un poco y no se atrevió a contestarla abiertamente.
—¿Pero es verdad que estás cobrando menos que Fulano? —preguntó Adolfo.
—Sí, ministro.
—Bueno, pues recuérdame esta tarde que le echemos un vistazo a ese asunto para dejarlo arreglado, porque no es justo que te tengamos en esas condiciones.
—Gracias, ministro.
Sánchez Tadeo había sido amigo de la infancia de Adolfo. Vivieron en la misma casa de Ávila. Adolfo, con razón, le llamaba «Tadeo el Feo». Sin embargo, en el ámbito profesional, incluso en situaciones tan poco públicas como aquélla —solos los tres camino del comedor— ni el uno apeaba al otro del tratamiento ministerial, ni el otro le daba al uno margen para que lo intentara. Cuando nos quedamos solos, a Adolfo ya no le quedaba rastro alguno de contrariedad en el rostro. Se ha dicho muchas veces, y es verdad, que Adolfo se alimentaba a base de tortilla francesa y café con leche. Por desgracia, no puedo añadir ningún adorno a esa leyenda culinaria, que no pasará precisamente a los anales epicúreos. En todo caso, más bien a los cuaresmales. Gustavo Pérez Puig me contó que, en una ocasión, Adolfo se comió una lubina podrida. Estuvo malo varios días. En el momento de comerla no supo distinguir por el sabor que estaba en mal estado. Desde luego, no comía por placer. Sólo lo hacía por necesidad.
—¿De verdad está Girón tan cavernícola en la comisión mixta? —le pregunté.
—Mucho. No hay manera de convencerle de la necesidad de ninguna reforma. Menos mal que López Bravo, que lo está haciendo muy bien, se ha convertido en la horma de su zapato. Le planta cara y, a veces, incluso es capaz de dejarlo callado.
—Bueno, si el único obstáculo es Girón, la cosa no es tan grave —opiné.
—Y Oriol —añadió él—. Desde fuera está haciendo un daño tremendo. Es un desastre. Nefasto en sus concepciones políticas.
No sé muy bien de dónde venía la enemistad de Adolfo con Antonio Oriol, pero debo decir que nunca le oí, ni antes, ni entonces, ni después, hablar bien de él. Todo lo contrario. Y me llama la atención porque Oriol era buen amigo de mi padre. Aunque sólo hubiera sido por amistad sobrevenida, las relaciones entre ambos deberían haber sido más cordiales de lo que eran. La prueba gráfica de lo que digo es que el 13 de junio de 1975, cuando sacaron a hombros el féretro de mi padre del Consejo Nacional, los dos portadores de la primera fila eran Adolfo a un lado y Oriol al otro. Pero según parece ahí se acababa su patrimonio común.
—¿Y Fraga?
—En la comisión mixta no habla mucho, y en el Gobierno no hace todo lo que quiere. Hay un equilibrio: él a un lado y yo en el otro. No son posturas lejanas, pero sí distintas.
Estoy seguro de que si Fraga hubiera escuchado esa respuesta habría tronado, inflamado de ira, contra la arrogancia de su joven colega. Fraga siempre ha mirado hacia abajo a la mayoría de sus iguales, a los que rara vez les concedía esa condición. A Adolfo, en concreto, siempre lo ninguneó. No habría permitido que se les colocara a ambos en el mismo plano, y menos aún como fuerzas equivalentes de una síntesis política. Hay una anécdota de esa época que refleja muy bien cuál era su actitud. A mediados de junio, cuando sólo faltaban dos semanas para la defenestración de Carlos Arias, Fraga fue a ver al Rey. La conversación derivó, como casi todas por aquellas fechas, en un cuchicheo de nombres a tener en cuenta en el futuro inmediato. El Rey le citaba los ministerios uno a uno y su interlocutor mencionaba a las personas que, a su juicio, mejor encajaban en cada demarcación ministerial. Cuando le llegó el turno al departamento de Información y Turismo, Fraga citó los nombres de Jesús Aparicio Bernal y Manuel Jiménez Quílez, estrechos colaboradores suyos durante etapas anteriores. Cuando el Rey creyó que ya había terminado con la lista de sugerencias, Fraga, precipitadamente, enmendó un supuesto olvido:
—¡Ah, sí! —dijo—. Y un tal Suárez o algo así.
No está mal la ironía si tenemos en cuenta que Fraga y Adolfo llevaban más de seis meses compartiendo la mesa del Consejo de Ministros. Pero volvamos a la comida. Lo que estaba en el ambiente de esos días, más allá de los secretos que unos pocos trajinaban en la penumbra, era la delicada situación económica del país y el renqueante progreso de la reforma política. Sobre el problema económico me habló mucho más que de costumbre, pero no porque le hubiera dado de repente un arrebato de interés por la materia, sino porque le preocupaba que se pusiera en peligro la estabilidad necesaria para llevar a cabo la transición política.
—Ahora —me dijo— en lo político tenemos las riendas bien amarradas, pero no hay que dormirse, porque los comunistas saben que quizá estén perdiendo su última oportunidad de arrumbar el sistema.
El ministro de Hacienda de la época era Juan Miguel Villar Mir. Deduzco que Adolfo y él no debían de llevarse demasiado bien a tenor de la anécdota que me contó. Durante uno de los últimos Consejos de Ministros Villar defendió la aprobación de un paquete de medidas económicas. Cuando hubo terminado su defensa, y para asombro de todos los presentes, Adolfo pidió la palabra.
—No sé mucho de economía —dijo—, pero quiero preguntarle a mi colega si esas medidas que acaba de exponer van a garantizar la creación de empleo, el recorte de la inflación y la estabilidad del mercado.
Villar Mir respondió afirmativamente. Adolfo, entonces, dirigiéndose hacia el presidente Arias, dijo:
—Solicito que esta respuesta conste en acta porque exigiré responsabilidades.
Villar Mir, según el relato que me hizo Adolfo, se revolvió en su asiento y acolchó con un montón de adversativos su rotunda afirmación inicial. Tal fue la cosa que, al parecer, varios ministros pidieron la palabra y suscitaron un inopinado debate económico que derivó en la convocatoria de un inmediato Consejo de Ministros extraordinario de carácter monográfico. El programa legislativo que salió del debate extraordinario se estaba discutiendo en las Cortes por aquellas fechas y había recibido un total de siete enmiendas a la totalidad. La prensa, en general, se inclinaba a pensar que los procuradores lo rechazarían.
—¿Y qué pasará si eso sucede? —le pregunté a Adolfo.
—Pues que Villar tendrá que dimitir y marcharse a su casa. Se abrirá una crisis de Gobierno y no descarto la caída de Arias.
La transcripción de mis notas, por lo que se refiere al capítulo económico de la conversación, llega hasta aquí. No tengo memoria de ningún gesto de Adolfo que me permita ahora, a toro pasado, sacar conclusiones interesadas. Sin embargo, nadie me quitará de la cabeza que la combinación de los dos elementos más llamativos del episodio gastronómico (la insinuación de que en verano podía cambiar de cartera y la referencia explícita a la posible caída de Arias) conduce inexorablemente a la conclusión de que Adolfo tenía algo más que un simple pálpito sobre cuál iba a ser el papel político que se le avecinaba. Añádase a esto el hecho documentado de que Torcuato Fernández-Miranda llevaba para entonces más de un mes entero considerando a Adolfo el sustituto idóneo de Arias —así consta en el libro De la ley a la ley, publicado por Pilar y Alfonso Fernández-Miranda— y el fundamento de la sospecha quedará debidamente acreditado. Claro que a mí me faltaba nariz para oler tan lejos. Lo fácil, en mi situación, era fijarse en lo obvio. Y lo obvio, estando donde estábamos, era la reforma política en curso. Cuando le saqué el tema me dijo que las asociaciones se iban a llamar partidos políticos, pero matizó enseguida que no serían partidos a la manera europea: «No serán cauces únicos de participación política —me aclaró—. La familia, el municipio y el sindicato, los pilares básicos de la democracia orgánica, se mantendrán como vías de representación y de participación. Pero como esos cauces ya no son suficientes, habrá asociaciones. O partidos. ¡Que les llamen como quieran!».
También me dijo que la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento se iba a reformar, aunque sólo en aspectos formales. Al repasar las anotaciones de mi cuaderno me ratifico en la idea, por otra parte poco original, de que el guión de la Transición se fue escribiendo improvisadamente un poco cada día. Estamos a menos de tres meses del nombramiento de Adolfo como presidente del Gobierno y su discurso sobre algunos puntos esenciales de la reforma política, como la legalización de los partidos o la derogación de los Principios del Movimiento, aún no había adquirido la ambición necesaria. Los historiadores, para explicar este hecho, suelen dar por sentado que Adolfo no llegó a la Presidencia del Gobierno con ideas propias y que se limitó a impulsar dócilmente las iniciativas, legislativas y políticas, que le dictó al oído Torcuato Fernández-Miranda, verdadero y único artífice de los planos de la Transición. Como ya he explicado anteriormente, este libro no pretende ser un riguroso relato histórico, sino una crónica sentimental basada en vivencias personales, así que no entraré en disputa con los que ven las cosas de aquel modo. Es posible que tengan razón. Por mi parte, yo me limito a sugerir que un reparto de papeles tan radical —Torcuato, el ventrílocuo; Adolfo, el muñeco— no cuadra con la personalidad de Adolfo. Y tampoco se ajusta del todo, como luego se verá, al devenir de algunos acontecimientos.
Otra cosa distinta, y ésa sí absolutamente diáfana, es que Torcuato buscó siempre a un candidato que estuviera dispuesto a seguirle la corriente sin rechistar. Por eso le dijo a Gonzalo Fernández de la Mora, ya en el mes de diciembre, que el presidente del Gobierno iba a ser alguien que estuviera dispuesto a hacer lo que él le dijera. En febrero Fernández-Miranda ya tenía bastante claro que la persona ideal para el cargo era Adolfo. El 8 de marzo, durante una cena de los dos matrimonios en casa de Adolfo, salió a relucir la inaplazable necesidad del relevo de Arias. Adolfo le dijo al presidente de las Cortes:
—El único posible eres tú. No hay otro.
Fernández-Miranda le mantuvo la mirada, y con ánimo exploratorio le replicó:
—¿Por qué no tú?
«Su reacción me impresionó —escribió Torcuato en su diario— pues no dijo, ni por cortesía, “Hombre, no”. Se calló, lo aceptó como posible y se hizo rápidamente a la idea». Este pasaje de las anotaciones de Fernández-Miranda siempre me ha llamado la atención porque demuestra bastante bien, según creo, hasta qué punto los políticos de la época se desconocían entre sí. Ya he sacado a relucir en varias ocasiones un rasgo característico y constante de la personalidad de Adolfo: nunca ocultó, disimuló o aminoró su ambición política. No veía nada malo en ella. Las personas que le quisieron de verdad —y perdón por poner a mi anciana madre como ejemplo— siempre valoraron ese rasgo de forma positiva. Torcuato, en cambio, lo acogió con franca desconfianza. Días después, volvió a escribir: «Sigo creyendo que A. Suárez ofrece ventajas para la operación, pero no me gusta la facilidad con que acepta esa posible responsabilidad; no ha vuelto a su tesis “Tú eres el único” desde la cena en que mis palabras debieron sonarle como las de las brujas de Macbeth». A pesar de sus dudas, que nunca llegarían a disiparse del todo, como nunca se disipa del todo la niebla en Asturias, Fernández-Miranda estaba cada vez más convencido de que Adolfo era la persona idónea, pero aún tenía que convencer al Rey. Todavía no se había atrevido a decírselo.
En abril, por fin, se armó de valor. La prueba irrefutable —y además caligráfica— de que esto es así se encuentra en el diario de Carmen Díez de Rivera, que recoge, en la primera semana de abril, la siguiente anotación: «Juan Carlos piensa sobre la posibilidad de que Suárez sea presidente. Le preocupa que haya sido vicesecretario general del Movimiento con Franco, incluso que se hubiera puesto la camisa azul, y su ministerio actual. Duda. Es obvio que Torcuato anda con este tema».
Por desgracia, las anotaciones que dejó escritas Fernández-Miranda no aportan mucha información sobre los pormenores de la primera conversación con el Rey en la que el nombre de Adolfo salió a relucir como candidato. Las notas se limitan a dejar constancia de que el Rey, en abril de 1976, barajaba, por este orden, siete posibles sustitutos de Carlos Arias: Areilza, Fraga, Letona, Pérez de Bricio, Federico Silva, López Bravo y Adolfo. No hay detalles del diálogo entre ambos. Sólo queda claro que Torcuato defendió a Adolfo («Un presidente disponible es mejor que un presidente cerrado desde su posición inicial») y que el Rey le respondió: «Yo a Adolfo lo encuentro muy verde. ¡Y sabes que le quiero mucho!».
No obstante, Fernández-Miranda, como buen asturiano, es decir, como buen oso, era terco y había llegado a la conclusión intelectual de que Adolfo era, de los siete de la lista del Rey, y a pesar de estar el último, el mejor candidato posible. Y no porque fuera un gran amigo suyo, que no lo era, sino porque encajaba como el guante a la mano en el retrato-robot que él mismo había confeccionado después de haberle dado mil vueltas a la cabeza. Aparte de una inequívoca vocación democratizadora, que se daba por sentada, el candidato elegido debía reunir, a juicio de Torcuato, dos condiciones indispensables: carencia de proyecto propio y gran capacidad de diálogo y de seducción. En definitiva, tenía que ser «un leal servidor de un proyecto ajeno, dispuesto a ejecutar con disciplina las directrices recibidas». O dicho en román paladino, un mandao simpático; alguien a quien hoy día, coloquialmente, llamaríamos un pelele. Claro que Torcuato Fernández-Miranda hilaba más fino y en sus notas no le llamaba así; se refería a él como alguien «disponible y no cerrado, abierto a las indicaciones directivas». Los eufemismos, en política, casi siempre tratan de ennoblecer los conceptos más zafios. Salta a la vista que el perfil de marras no encajaba con casi ninguno de la lista: en Areilza y Federico Silva, porque incumplían la primera condición (la de no tener proyecto propio); en Letona y Pérez de Bricio porque incumplían la segunda (capacidad de seducción); y en Fraga, porque incumplía las dos. Sólo se salvaban de la quema López Bravo y Adolfo. Ambos, curiosamente, eran socios supernumerarios del Opus Dei —una condición que al Rey le molestaba porque no quería en la Presidencia del Gobierno a nadie que estuviera ligado a lo que él consideraba un grupo confesional— y formaron parte de la terna que confeccionó en su momento el Consejo del Reino.
Desde el mismo momento en que se abrió el baile de nombres, o acaso precisamente por eso, el Rey entró en una crisis de ansiedad. No soportaba a Arias, pero no se atrevía a pedirle la dimisión. Vivía angustiado, apenas dormía, le dolía la cabeza, estaba irascible y, con frecuencia, devolvía la comida. El 19 de abril le dijo a Fernández-Miranda: «El otro día grité a la Reina delante de Mondéjar y Armada, y es que estoy dominado por una irritación terrible. No duermo. Por las noches me paseo por todo el palacio. Parezco un fantasma. Esto no puede seguir así. Y creo que lo que más me irrita es que pienso que Arias me puede. Y esto, cojones, no es así, tú lo sabes».
El 29 de mayo, Carmen Díez de Rivera escribió en su diario: «A Juan Carlos le duele la cabeza. Cena en Casa Pedro con sus compañeros de aviación. Tiene tal dolor de cabeza, tras la entrevista con Arias, que devuelve la cena».
El rastro del cuadro sintomático de la ansiedad regia, como se ve, está debidamente contrastado. Arias, por su parte, no ocultaba tampoco su animadversión hacia el Rey. Ni siquiera cuando estaba ante él. No le dejaba hablar, no le escuchaba, se mostraba engreído. Un día le dijo: «Sin mí, el poder estaría arrojado a la calle».
No es fácil imaginar una situación de mayor descomposición política. Arias habitaba en un mundo irreal. Vivía de reojo en el pasado. En su despacho tenía un pequeño retrato del Rey y, frente a él, un retrato gigantesco de Franco. No buscaba un cambio real, sólo le preocupaba la apariencia del cambio. Anhelaba un cierto entendimiento con los hombres que se movían en la oposición, pero se negaba a hablar con ellos. Solía contar Alfonso Osorio, ministro de Arias antes de ser vicepresidente del primer Gobierno de Adolfo, que un día le propuso que recibiera a José María Gil Robles, tal vez el más derechista de los hombres de la oposición contraria al régimen de Franco, y que Arias le contestó: «¿Franco recibiría a Gil Robles? ¿Verdad que no? Pues yo tampoco».
Por el contrario, el Rey, en las antípodas de Arias, recibió sin secretismos a Gil Robles el 5 de mayo. Cuando Arias se enteró dijo en voz alta: «¿A qué juega el Rey? Se ha olvidado de su miedo cuando la muerte del Caudillo. Un día me canso y me voy y entonces todo se vendrá abajo».
La referencia al miedo es interesante porque, si se fuerza la interpretación, sugiere crípticas referencias a asuntos turbios. ¿Acaso los hubo? Vaya por delante que lo desconozco en absoluto, aunque la ocasión me permite reproducir un rumor que hizo cierta fortuna en la época. Se decía por entonces que Arias, ministro de la Gobernación antes que presidente del Gobierno si nos atenemos al criterio cronológico de su biografía política, guardaba la transcripción de algunas conversaciones telefónicas que don Juan Carlos, aún en vida de Franco, había mantenido desde el Palacio de la Zarzuela. Los rumores no especificaban si se trataba de conversaciones políticas o de carácter personal. El príncipe —cuando aún lo era— no siempre se caracterizó por haber sido todo lo prudente que debería. He aquí, por ejemplo, tres piezas de un puzzle nada difícil de componer para un lector avisado: primera pieza, alguien llama por teléfono a Carmen Díez de Rivera y, un día de junio, le dice en inglés: «I’m a man after all before being what I am. I simply adore you». Carmen —segunda pieza del puzzle— anota: «¡Qué indignación! Si no fuera porque…». La tercera pieza se encuentra en otra anotación, al día siguiente, justo antes de consignar una conversación con el Rey: «“Nadie me da calabazas como tú me das”. De eso, estoy segura».
Anécdotas expansivas aparte, si Carlos Arias guardaba las cintas de conversaciones comprometidas de Juan Carlos, Rey o príncipe, lo cierto es que no las utilizó. Que las esgrimiera como amenaza es algo que no me consta, y aunque yo no lo descartaría, la lógica de las cosas no parece ir en esa dirección: si Arias espiaba al Rey tenía que estar al cabo de la calle del interés que éste mostraba por apartarlo de la Presidencia del Gobierno. Y, sin embargo, no lo estaba. Al contrario. A más de un ministro le dijo: «Estoy atornillado a este sillón por ley, y contra esto nada puede el Rey».
Arias, por lo tanto, se sentía fuerte. Pero la realidad era distinta. Todos los ministros menos dos, Carro Martínez y Valdés Larrañaga, le habían vuelto la espalda. Estaba aislado. Tenían de él una pésima opinión, tan variable que cada día lo percibían como un presidente distinto; le temían por sus frecuentes accesos de cólera, no hablaba bien de nadie y se creía imprescindible.
A Adolfo sólo le escuché hablar una vez de Arias durante esos días. Fue el 2 de julio, al día siguiente de que se hiciera pública su dimisión como presidente del Gobierno. Me dijo que había estado hablando con él largo y tendido poco más de un mes antes y que lo había encontrado en una posición imposible. No disimulaba el desprecio que sentía por el Rey. Según me contó, le llegó a decir: «Es como un niño pequeño. No dice nada más que tonterías».
La opinión de Adolfo, compartida por la abrumadora mayoría de los ministros, era que Arias había estado caminando durante los últimos meses como dice la tradición que caminó san Lamberto después de haber sido decapitado por su señor: con la cabeza cogida entre las manos hasta llegar a la iglesia de Santa Engracia. Arias estaba muerto, pero él no lo sabía. El Rey, sumido en un mar de dudas, tardó mucho en asestarle el golpe definitivo. Tenía pánico a que se resistiera a abandonar el puesto y fuera necesario forzar una votación dramática en el Consejo del Reino. A veces se animaba y parecía dispuesto a pedirle la dimisión, pero entonces se encasquillaba en las palabras que debía formular para pedírselo. Abril y mayo fueron para él meses de tortura interna que a punto estuvieron de minarle la salud de por vida. El culmen del enfrentamiento entre ambos se alcanzó el 26 de abril, cuando la revista Newsweek publicó unas declaraciones del Rey al periodista belga Arnaud Borchgrave. Aunque el semanario presentó las declaraciones como el resumen de una conversación privada, sin frases entrecomilladas, esa cautela no bastó para evitar que se desatara un tormentón de padre y muy señor mío en cuanto la transcripción del artículo llegó a España: «Juan Carlos está seriamente preocupado con la resistencia de la derecha al cambio político. Él cree que la hora de la reforma ha llegado, pero el presidente Carlos Arias Navarro, un remanente de los días de Franco, ha demostrado más inmovilidad que movilidad. En opinión del Rey, Arias es un desastre sin paliativos porque se ha convertido en el estandarte del poderoso grupo de leales a Francisco Franco conocido como el Búnker».
Arias, claro, montó en cólera y estuvo varios días sin llamar al Rey.
Entre tanto, Torcuato Fernández-Miranda seguía tratando de vencer la inicial resistencia regia a la candidatura de Adolfo. A pesar de que el 22 de abril, durante una audiencia en el Palacio de la Zarzuela, el Rey habló de Adolfo como posible candidato a presidente del Gobierno delante de dos ministros, Carlos Pérez de Bricio y Francisco Lozano, lo cierto es que aún no estaba convencido de su idoneidad. Fernández-Miranda escribió en su diario: «Al Rey le está siendo muy útil, pero no acaba de verlo». Nunca he sabido —porque nunca tuve el acierto de preguntárselo— si Adolfo conocía la reserva mental con que el Rey acogía su nombre cada vez que Torcuato lo ponía en liza. Lo que si sé es que siguió jugando sus cartas para llegar al sprint de la carrera de candidatos en disposición de ganarla. Por eso se empeñó tanto en ser elegido, en el mes de mayo, miembro del otrora distinguido club de «los 40 de Ayete», algo así como el núcleo duro del Consejo Nacional del Movimiento, la agrupación de consejeros que, con carácter vitalicio, debía velar por la continuidad del Régimen, los cancerberos de la ortodoxia, los elegidos de Franco. Cuando uno de ellos moría se elegía al sustituto por rigurosa votación del Consejo. En mayo le tocaba el turno a la elección del sustituto de José Antonio Elola Olaso, un legendario falangista que fundó el Frente de juventudes y ocupó durante muchos años la Delegación Nacional de Educación Física y Deportes. El candidato mejor situado para hacerse con el puesto era el marqués de Villaverde, yerno de Franco, pero Adolfo, inopinadamente, irrumpió en la competición. Sus amigos, sin éxito, trataron de convencerle para que no diera esa batalla, utilizando dos argumentos de aplastante sentido común: el primero, que los consejeros de Ayete se decantarían por el yerno de su mentor antes que por un joven ministro sin pedigrí falangista; y segundo, y fundamental, que significarse a esas alturas como miembro del sector más rancio del franquismo no sólo no le iba a ayudar a estar bien colocado de cara al futuro político inmediato, sino todo lo contrario. Adolfo, en cambio, razonaba justo al revés. Dado que el sustituto de Arias tenía que ser preseleccionado por acendrados franquistas —todos los consejeros del Reino lo eran—, lo mejor que él podía hacer era cargarse de argumentos para convencerles de la idoneidad de su preselección. De ese modo demostró una vez más que su olfato tenía más ámbito de cobertura que el del resto de sus coetáneos. Y a continuación demostró que también tenía más audacia. El presidente del Gobierno, o sea, Carlos Arias, le dijo:
—No te presentes, Adolfo. Villaverde te gana seguro. Ha enviado telegramas a todos los consejeros invocando la memoria de su suegro y solicitándoles el voto. Eres ministro, y además del Movimiento; una derrota se interpretaría como una especie de moción de censura contra ti y a mí me colocaría en una situación incómoda.
—No te preocupes, Carlos —le replicó Adolfo—. No voy a perder. Pero si pierdo, al día siguiente te presento la dimisión.
Y no perdió. Contra todo pronóstico sacó seis votos más que el marqués de Villaverde.
El 9 de junio —en vista de la actitud esquiva de los pesos pesados del Gobierno, que se desentendieron del asunto—, Adolfo defendió en las Cortes la Ley de Asociaciones Políticas. Una vez más, lo que para otros era un marrón, para Adolfo, con mejor vista que el resto, significaba una magnífica oportunidad política. Y supo aprovecharla. Hizo un discurso descaradamente democrático que fue aplaudido por la oposición, denostado por los franquistas recalcitrantes y, sobre todo, muy bien valorado por el Rey. La verdad es que casi nadie se esperaba que uno de los ministros de perfil más bajo del Gobierno, eclipsado por las sombras alargadas de los tres ministros apabullantes (Fraga, Areilza y Garrigues), y situado además en el puente de mando de los restos del partido único, hiciera un alegato tan valiente, abierto y comprometido a favor de la legalización de los partidos políticos. Ya no habló, como había hecho delante de mí dos meses antes, de la complementariedad de las vías de participación de la democracia orgánica —familia, municipio y sindicato— ni se esforzó por marcar distancias con los partidos de corte europeo. Ante unas Cortes elegidas bajo el régimen anterior, reclamó un cambio sin riesgo, una reforma profunda y ordenada, el pluralismo político, una cámara elegida por sufragio universal, y las libertades públicas de expresión, reunión y manifestación. Explicó su propósito de interpretar lo que el país deseaba para acomodar el derecho a la realidad, haciendo posible la paz civil por el camino del diálogo. En sus últimas palabras, antes de una cita de Machado, acuñó una frase que hizo fortuna y que enseguida se convirtió en el escudo de armas de su bandera política en la cabecera del Gobierno: «Elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal». Con esa frase, y acaso sin ser consciente del todo, Adolfo se subió definitivamente al carro de la historia. El país empezó a fijarse en él, y lo que todavía es más importante a los efectos que nos ocupan, el Rey se convenció de que Torcuato Fernández-Miranda estaba en lo cierto cuando le describía como el mejor candidato posible para sustituir a Arias. Sólo una semana después del discurso, el 13 de junio, Juan Carlos le dijo a Carmen Díez de Rivera que Adolfo era el candidato. La anotación que dejó escrita la joven amiga del Rey en su diario no ofrece dudas: «8.15 de la noche. Me habla de la crisis. Suárez, candidato. Y me explica el cómo…».
El 1 de julio era la fecha que el Rey y Torcuato habían elegido para consumar el cese de Carlos Arias por dos razones tácticas: primero, porque ese día el Rey y el presidente se tenían que ver las caras en el Palacio Real durante la ceremonia de presentación de credenciales de nuevos embajadores —lo que ahorraba la necesidad de una convocatoria ex profeso que habría podido poner en guardia al cesante— y después porque esa misma tarde estaba prevista una reunión ordinaria del Consejo del Reino, lo que permitía que las deliberaciones sucesorias se iniciaran cuanto antes, sin dejar margen de tiempo suficiente a posibles concertaciones defensivas del Búnker. Hay varias versiones sobre la frase que utilizó Juan Carlos para pedirle que se fuera. La más extendida —yo se la he oído contar a Alfonso Osorio— es también la más cruel. Afirma que el Rey recibió a Arias con estas palabras a modo de saludo: «Me hace feliz que vengas a presentarme la dimisión».
Cualquiera que fuera la fórmula utilizada, lo que es seguro es que no fue fruto de la improvisación. El Rey había ensayado muchas veces su papel en aquella escena. Torcuato Fernández-Miranda lo ha dejado escrito en sus notas.
—No sé cómo pedirle la dimisión —le dijo a su antiguo preceptor ya en el mes de abril—. Continuamente dice que él es presidente porque así lo quiso el Caudillo, que él pensó dejarlo y que yo he sido quien le ha comprometido en una tarea que ahora ha de concluir, ha de llevarla hasta el final.
—Tenéis que pedirle la dimisión, de modo claro y directo, de modo preciso, y dejarlo sin salida —le aconsejó Torcuato.
—¿Y si se niega? ¿Y si dice que no, que él ya no la presenta, que si lo creo conveniente que le dé el cese, pero que él no dimite?
—Yo le diría algo así: tu labor ha llegado al fin de sus posibilidades. La nueva situación exige otro presidente del Gobierno. Espero de tu patriotismo que me presentes la dimisión. Es necesario. Lo he pensado muchas veces y es necesario…
—No es fácil, no es fácil —interrumpió el Rey.
—Yo no saldría de un planteamiento así. Cuando diga esto y lo otro, decir sólo: «Lo comprendo, pero es necesario». Y por mucho que él diga, no salir de esto: «Sí, pero es necesario».
—No es fácil, no es fácil. ¿Y si pese a todo se niega?
Sin embargo, Arias, como ha quedado dicho, no se negó. El Rey contaría después que se portó «como un caballero». Salió del Palacio Real, ya dimitido, y se fue a comer con García Hernández. Aunque la comida estaba acordada de antemano, la conversación, como es lógico, ya no fue la que estaba inicialmente prevista. Arias le dijo a su vicepresidente que el Rey le acababa de cesar. Sólo faltaban dos horas para que diera comienzo la reunión del Consejo del Reino. Apenas les dio tiempo a hacer media docena de llamadas. Era demasiado tarde para organizar la reacción. La mayoría de los ministros se enteraron de la noticia durante la reunión del Consejo Extraordinario que se convocó a primeras horas de la tarde.
El comportamiento de Adolfo durante el tiempo que transcurre desde ese instante hasta que es oficial su nombramiento arroja la imagen de un hombre que ha estudiado con mucho detenimiento la situación y que sabe qué es lo que debe hacer y decir en cada momento. Para entender mejor a qué me refiero hay que partir del hecho de que Adolfo sabía que él era la persona elegida por el Rey. Aunque a mí no me consta que el Rey se lo hubiera dicho directamente —lo lógico es pensar que sí—, hay pruebas documentales que demuestran que el Rey, al menos, se lo dijo a Carmen Díez de Rivera. Ella anotó en su diario el día 24 de junio: «Ya está hecho que el señorito sea director de orquesta». Y el día 25: «Llama Suárez, nervioso con su dirección de orquesta». Es un hecho, por tanto, que Adolfo estaba al cabo de la calle. Nervioso, pero informado. Sabía lo que tenía que hacer, y lo hizo con extrema habilidad.
Su primer objetivo era asegurarse la colaboración de Alfonso Osorio, a quien había decidido nombrar vicepresidente de su primer Gobierno. La relación entre ambos era muy buena. Habían hecho buenas migas durante los seis meses que compartieron la mesa del Consejo de Ministros. Osorio, como miembro destacado de la familia democristiana, ya le había hecho de introductor de embajadores entre sus conmilitones, llevándole a cenar con ellos varias veces. La última, en casa de Ignacio Coca, el día 4 de mayo. Lo que Adolfo pretendía era formar un gobierno homologable con los europeos, así que necesitaba el concurso demócrata cristiano. Necesitaba a Osorio y a los ministros que éste pudiera reclutar. Pero cabía la posibilidad de que, una vez conocido su nombramiento como presidente, Osorio se echara atrás. Los preteridos no suelen aceptar de buena gana la superioridad del elegido, como se encargarían de demostrar pocas horas más tarde los comportamientos de Fraga y Areilza. Adolfo necesitaba comprometer la colaboración de Osorio antes de que la noticia fuera pública, y además sin hacerle partícipe de ella. Cualquier filtración podía ser letal para sus intereses. En esas circunstancias, Adolfo decidió aprovechar el escaso margen de maniobra que le quedaba poniendo en marcha su técnica preferida: la adulación. En la madrugada del día 3 de julio, durante más de cuatro horas, Adolfo conversó en su casa de Puerta de Hierro con Osorio.
—Yo sólo veo dos candidatos probables: tú y yo —mintió Adolfo.
—¿Y Fraga? —le preguntó Osorio.
—Imposible. Con él, el Rey pasaría a ser una figura decorativa.
—¿Y Areilza?
—Es imposible que el Consejo del Reino le vote a no ser que el Rey haga un esfuerzo que ni debe ni quiere hacer. Yo sólo veo dos candidatos probables —insistió Adolfo— que somos tú y yo.
—Yo creo que todo apunta hacia ti —le respondió el democristiano.
—¿Pase lo que pase iremos juntos hasta el final? —le propuso Adolfo.
—Pase lo que pase.
Ya estaba. Alfonso Osorio se había comprometido con él sin necesidad de mayores confidencias. Desde luego, no le había dicho toda la verdad. No le había dicho que el bacalao ya estaba vendido, que el sustituto de Arias ya tenía nombre y que en ningún caso ese nombre iba a ser Alfonso Osorio. Pero tampoco le había mentido del todo: le había dicho que su nombramiento —el suyo propio— era probable. Y eso sí que era cierto. Halagando la vanidad de su interlocutor había conseguido lo que se proponía. Conviene guardar esta estratagema en la memoria si se quiere llegar al conocimiento profundo de cómo era Adolfo, porque la repetiría muchas más veces a lo largo de su vida. Recuerdo que en una ocasión, en el verano de 2000, fuimos a ver a Adolfo a su casa de Palma de Mallorca, Jaume Matas, Eduardo Zaplana, su mujer Rosa, Pedro J. Ramírez y yo. Matas, presidente del Gobierno autónomo balear, le preguntó:
—¿Qué consejo le darías a Aznar para que pastoree bien la mayoría absoluta que acabamos de ganar?
—Que halague las vanidades —respondió Adolfo sin vacilar.
Por mi parte, estoy seguro de que ése habría sido también su consejo si la pregunta hubiera sido cómo pastorear un gobierno sin mayoría absoluta. Pero sigamos con el comportamiento de Adolfo durante las horas inmediatas al cese de Arias. Yo me enteré de la noticia, como casi todos, por los medios de comunicación la tarde del día 1 de julio. Enseguida llamé a Adolfo por teléfono: «Si quieres, ven mañana a comer a casa y comentamos juntos la situación», me dijo.
Y acepté enseguida. Lo encontré de un humor excelente y sin rastro alguno de haber dormido muy pocas horas. Claro que ese detalle yo lo desconocía. Estaba solo porque Amparo se había ido a Ibiza con el matrimonio Alcón. Alguna vez, mucho tiempo después, Adolfo comentó en voz alta, delante de Amparo —la verdad es que no sé si en serio o en broma—, que había mandado a su mujer a Ibiza porque era gafe y no quería que se estropeara la operación que estaba en curso. Por lo demás, cuatro de sus cinco hijos estaban repartidos entre Ávila y una finca cerca de Madrid. Su hija Mariam andaba por casa con unas amigas, pero no comió con nosotros.
—La situación de Arias —me dijo— era insostenible. Su desprecio por el Rey había llegado a rebasar todos los límites razonables. Decía que era como un niño pequeño que no decía nada más que tonterías. Le ocultaba sus discursos y a veces estaba una semana entera sin llamarle por teléfono para demostrar su enfado. Todos los ministros sabíamos que esa situación no podía durar.
—¿Y quién crees tú que será el sustituto de Arias? —le pregunté.
—El mejor candidato sería el general Gutiérrez Mellado —dijo él después de fingir que calibraba la respuesta durante algunos segundos.
Como mi sorpresa no fue fingida, se le encendió en el rostro una sonrisa irónica. Lo que yo supongo ahora es que le divertía jugar conmigo al despiste, pero en aquel momento creí que la sorna se debía a que yo no sabía quién era ese general. No había oído hablar de él en toda mi vida. Me explicó a grandes rasgos su biografía. Me dijo que era uno de los pocos generales demócratas que había en el Ejército y concluyó, para darle cuerpo argumental a su monumental engaño, que en los tiempos que íbamos a vivir, de cambio político y transición a la democracia, hacía falta un general de fuertes convicciones liberales para impedir que las Fuerzas Armadas obstaculizaran el proceso. Y confieso que yo, claro, me lo creí. Su razonamiento estaba cargado de lógica y a mí me faltaban entendederas para saber que un militar al frente del Gobierno era, posiblemente, la peor opción de todas las posibles en aquel momento concreto. No sé por qué llevó su respuesta a mi pregunta a ese extremo tan imaginativo. Tal vez sólo por divertimento o por alejar el balón de su área todo lo posible para que la conversación no se aproximara en ningún momento a la verdad de lo que estaba sucediendo. Tal vez dijo lo primero que se le ocurrió, quién sabe.
Para mí era suficiente halago el privilegio de estar comiendo a solas con él. En ningún momento le vi nervioso ni demostró ansiedad o preocupación. Todo lo contrario: lo encontré más relajado que nunca y de un humor impecable. Cuando terminamos de comer le acompañé en su coche al Consejo Nacional del Movimiento, en la Plaza de la Marina Española. El coche se detuvo en un semáforo. La gente nos miraba.
—¿Ves a esa gente? —me preguntó—. Se ríen de mí porque sólo me faltan unas horas para que deje de ser ministro y piensan que estoy dándome el último paseo en el coche oficial.
Sonreí. Me llamaba la atención que bromeara con cosas que él siempre se había tomado tan a pecho, pero la verdad es que no sospeché. Cuando llegamos a su despacho se acercó a su mesa y buscó unos papeles debajo de la escribanía. Los tomó con una mano y, meciéndolos en el aire, me preguntó: «¿Quieres conocer la composición de mi gobierno?». Le dije que sí inmediatamente, como un resorte, tratando de sobreponerme a la perplejidad que me había producido su pregunta. Miró alternativamente a los papeles y a mis ojos, a punto de salirse de las cuencas, y después de unos segundos de compás de espera que yo quise interpretar como síntoma de duda, dobló los papeles y se los guardó en el bolsillo interior de su americana. Cambió exageradamente el tono de voz y dijo: «¡Ya me gustaría a mí nombrar a los ministros! Lo que te he enseñado —mintió— era la lista de gobernadores civiles que íbamos a nombrar en el próximo Consejo de Ministros».
Me seguía sorprendiendo su afán por las bromas estando como estaba en el umbral de la cesantía, pero tampoco sospeché. Sólo puedo decir en mi descargo que yo sólo tenía entonces veinte años y un colmillo muy poco retorcido. Volvimos a su coche. Él se bajó en el edificio de Alcalá, 44, y yo seguí hasta mi casa, a donde llegué sin tener ni la más remota noción de lo cerca que había estado aquella tarde del foco de la noticia.
Al mismo tiempo, en la Carrera de San jerónimo, los consejeros del Reino comenzaron a deliberar sobre la terna de candidatos que debían elevar al Rey para cubrir la vacante de Arias. Las discusiones duraron dos días.
Adolfo estuvo toda la mañana del día 3 de julio en su casa, con la única compañía de Carmen Díez de Rivera, que era la única persona ante la que no tenía que disimular. Ella tenía línea directa con el Rey, hablaba con él casi a diario y estaba al cabo de la calle de toda la operación desde el principio. Pero también supo ser discreta. Un día, a principios de junio, le dijo a Aurelio Delgado:
—Ya sé quién va a ser el nuevo presidente del Gobierno.
—¿Quién? —le preguntó Lito.
—No te lo puedo decir. Pero si quieres te lo anoto en un papel, lo guardo en un sobre y te lo doy si me prometes que no lo abres hasta que el nombramiento sea oficial.
—Te lo prometo.
Y así lo hicieron. Lito me aseguró que tuvo varias veces la tentación de abrir el sobre, pero que no lo hizo hasta que el nombramiento de su cuñado fue oficial. Carmen, naturalmente, acertó en el pronóstico.
El 3 de julio Adolfo estaba nervioso, pero aún tenía el buen humor que yo le había notado el día anterior. Carmen Díez de Rivera se desplomó sobre el sofá del cuarto de estar de la casa de Adolfo y se hizo polvo los riñones.
—¡Qué demonios! ¿Qué clase de sofá es éste, Adolfo?
—Son cosas de Amparo para ahorrar.
—Pues dile que romperse el coxis sale más caro.
Los dos rieron de buena gana. Entre tanto, los teléfonos no paraban de sonar. La clase política estaba ávida de rumores. Carmen, sin identificarse, contestaba las llamadas. A medida que pasaba el tiempo, Adolfo se iba poniendo más nervioso.
—¿Y si el Rey ha cambiado de idea? —le preguntó a Carmen.
—Que no, estate tranquilo —le respondió ella.
—Ya sabes cómo es.
—Ya verás como no. Todo saldrá bien.
Aproximadamente a las seis de la tarde sonó el teléfono de mi casa. Era Antonio Herrero Losada, director de Europa Press y padre de mi gran amigo Antonio Herrero Lima. Me dijo que había rumores de que Adolfo iba en la terna. La agencia de noticias Cifra había distribuido un teletipo con los nombres de Adolfo, Areilza y López Bravo. Le dije la verdad: que no tenía ni idea pero que trataría de enterarme. Con las piezas de mi conversación del día anterior pugnando aún por encajar en mi cabeza llamé a casa de Adolfo nada más colgar a Antonio. Respondió María Elena, la bondadosa y fiel niñera de sus cinco hijos.
—El señor no puede ponerse —me dijo—. Está eligiendo unas fotos para la prensa.
¿Fotos? ¿Prensa? ¿Filtraciones a la agencia Cifra? La cabeza me empezó a dar vueltas. La lista de presuntos gobernadores civiles, el buen humor de Adolfo cuando estaba a un telediario de abandonar el poder… ¿Qué diablos estaba pasando? ¿Sería posible que…? Llamé a Antonio Herrero y le dije que Adolfo estaba eligiendo fotos.
—Vete inmediatamente a su casa —me dijo— y cuéntame todo lo que veas allí.
Así lo hice. Ni corto ni perezoso me fui a la calle de San Martín de Porres, número 53, en el primer taxi que encontré libre.
Pocos minutos antes Carmen Díez de Rivera —aún en casa de Adolfo— seguía contestando el teléfono. Entró otra llamada. Cuando reconoció a su interlocutor dijo:
—Señor…
Al oírlo, Adolfo se lanzó sobre el auricular.
—Señor…
—¿Qué estás haciendo, Adolfo? —le preguntó el Rey.
—Estoy mirando papeles y arreglando el despacho de casa —le respondió—. ¿Quiere algo de mí?
—En realidad, no. Sólo quería saber cómo estabas —le dijo burlonamente el Rey.
La conversación se terminó ahí. Frases protocolarias, despedida y cierre. Adolfo se quedó de piedra, convencido de que algún obstáculo inesperado, finalmente, se había interpuesto en su camino hacia la Presidencia del Gobierno. Aún no se había repuesto del disgusto cuando el teléfono volvió a sonar.
—¿Puedes venir a verme? —quiso saber el Rey.
—Claro que sí, señor —dijo Adolfo, desconcertado.
—Ven. Te espero en palacio.
Al colgar el auricular por segunda vez en pocos minutos, su rostro era otro. Radiante como una novia se volvió hacia Carmen Díez de Rivera y le dijo:
—Dice que vaya a verle. No quiero coger el Mercedes blanco porque habrá periodistas. Iré en el 127 de Amparo. Espérame aquí hasta que vuelva.
—No —le replicó Carmen—. En cuanto corra la noticia vendrán todos los medios y no es bueno que sepan que yo estoy aquí.
Cuando Adolfo llegó al Palacio de la Zarzuela el ayudante militar le pidió que esperara unos minutos a que el presidente de las Cortes abandonara el despacho del Rey.
«Veo salir del despacho del Rey a Torcuato Fernández-Miranda. El ayudante me dice entonces que pase y así lo hago. Pero en el despacho no parecía haber nadie. El Rey se había escondido detrás de la puerta y me dice: “Te quiero pedir un favor”. Yo, en ese momento, pensé que me iba a decir que no me enfadara por no ser presidente o algo así, que era muy joven y esas cosas. Y la verdad es que me dijo que si hacía el favor de aceptar ser presidente del Gobierno. Y yo, en lugar de pronunciar una frase histórica, pronuncié otra que no voy a repetir pero que venía más o menos a decir: ¡Por fin, ya era hora!». Así recordó Adolfo el momento de su encuentro con Juan Carlos durante una entrevista concedida a la periodista Victoria Prego. En la versión que me dio a mí sólo hay un detalle distinto. A mí me dijo que detrás de la puerta del despacho no sólo estaba escondido el Rey. También estaba Torcuato. Y, eso sí, me confesó la literalidad de la frase con que acogió el encargo regio. No dijo, en efecto: «¡Por fin, ya era hora!». Lo que dijo fue: «¡Sí que habéis tardado en pedírmelo! ¡Si no me lo pedís, os mato!».
Del resto de la conversación me contó pocas cosas. Acaso sólo una interesante: que el Rey no le pidió que hiciera ministro a nadie, salvo a Francisco Lozano, que en aquel momento era ministro de Vivienda. Sin embargo, hubo algo que no me contó, pero que doy por cierto. Me apostaría cualquier cosa a que el Rey, durante ese encuentro, le sugirió que ya que su pertenencia al Opus Dei no era excesivamente conocida, tratara de ocultarla a la opinión pública. Para llegar a esa conclusión me baso en dos hechos que, debidamente conectados, aportan luz suficiente. El primero es que el Rey no quería dar la sensación de que el nuevo Gobierno estaba controlado por alguno de los grupos a los que se le atribuía poder fáctico. Así se lo había dicho a Torcuato Fernández-Miranda varias veces. Y por si había dudas, así se lo dijo también a Laureano López Rodó, con nombres y apellidos, durante una audiencia en La Zarzuela el 9 de junio, es decir, menos de un mes antes de que le encargara a Adolfo la formación del nuevo Gobierno. En concreto, tal y como reflejó López Rodó en sus Memorias, lo que le dijo fue: «El problema del nuevo Gobierno está en que no digan que es del Opus Dei».
El segundo hecho me lo contó años después Javier Ayesta, director de la Oficina de Información de la Obra. Ayesta, que hablaba regularmente con Adolfo, trató de ponerse en contacto con él el mismo día 3 de julio. Y luego los días siguientes, pero no hubo forma de que respondiera a sus llamadas. Llegó a utilizar, según me dijo, la intermediación de mi hermano Fernando. Ni por ésas. Adolfo nunca más contestó a sus llamadas. Dos vocaciones habían entrado en conflicto de intereses por exigencia real y Adolfo tenía muy claro cuál de las dos debía prevalecer.
Cuando llegué a su domicilio, Adolfo ya no estaba. Fueron llegando algunos amigos. Recuerdo a Ignacio García López, Fernando Abril y Sancho Gracia. Otros no superaron el filtro que, de común acuerdo con Adolfo, José Luis Graullera había establecido en su propia casa, situada dos pisos más abajo. Mientras su mujer repartía limonada entre los asistentes, él prodigaba disculpas: «El presidente está muy ocupado y no os puede recibir, pero os prometo que le diré que habéis venido a saludarle», les decía uno a uno a los desconsolados visitantes.
Adolfo llegó a las nueve de la noche, al volante del Seat 127 azul de Amparo. Tuvo que disminuir la velocidad para no llevarse por delante al tropel de periodistas que se arracimaban en la puerta del aparcamiento. Bajó la ventanilla y conversó brevemente con ellos:
—Les pido su colaboración, aunque entiendo que su obligación es estar aquí y entrevistarme. No olviden que no soy ajeno a su profesión: trabajé cuatro años en Televisión Española. Pero ahora, por favor, les ruego que me disculpen.
—¿Qué le preocupa más de la actual situación? —preguntó el adelantado de turno.
—Muchas cosas. El momento actual es trascendental, pero aún no he tenido tiempo de ordenar mis ideas. Dentro de unos días, probablemente el lunes, celebraré una rueda de prensa para notificar las líneas directrices del Gobierno.
—¿Cómo se ha desarrollado su entrevista con el Rey?
—Muy bien. Ha sido muy cordial.
—¿Cuánto tiempo tardará en formar gobierno?
—El necesario y el mínimo imprescindible. Mi primera preocupación es acertar. Ahora, por favor, háganse cargo de la situación y permitan que entre en mi domicilio.
Los que estábamos dentro le abrazamos al verle llegar. Estaba completamente feliz. A cada uno nos dedicó algún saludo especial. Cuando me llegó el turno, dijo: «Este cargo no era para mí, era para tu padre. Era él, y no yo, quien debía haber sido presidente del Gobierno».
Los teléfonos no paraban de sonar. Me pidió que atendiera las llamadas y que tomara nota de los recados. Se fue a cambiar. Se puso un niqui de color azul y unos pantalones vaqueros. En su despacho, contiguo al cuarto de estar y separado de éste por unas puertas correderas, hizo algunas llamadas desde el teléfono oficial. Llamó a Carlos Arias, sin apearle el tratamiento de presidente, y tuvo con él una conversación cordial de varios minutos. Luego llamó a los otros dos políticos que componían la terna elaborada por el Consejo del Reino. Primero, a Gregorio López Bravo: «Gregorio, tú tenías más méritos que yo para haber sido el elegido», le dijo. Por último se puso en contacto con Federico Silva, con quien estuvo más frío, según cuenta el propio Silva en sus memorias: «Me llamó Adolfo Suárez para mandarme fríamente un abrazo. Esto fue todo. Hasta entonces siempre me había saludado al estilo falangista y militar: “A tus órdenes”. Su situación había cambiado y era lógico que cambiara también su saludo».
Como el teléfono particular no paraba de sonar, yo iba y venía a la cocina para tomar nota desde allí de los que llamaban. Aproveché la circunstancia para llamar a Antonio Herrero Losada y contarle detalladamente lo que ocurría, las llamadas que Adolfo había hecho y las personas que estábamos en su domicilio. Gracias a la información que le facilité —Adolfo me habría matado allí mismo si me hubiera descubierto convertido en espía de la prensa— la agencia Europa Press sacó varios teletipos que, al día siguiente, fueron reproducidos por todos los periódicos.
Al rato de la llegada de Adolfo sonó el timbre de la puerta. Me pidió que fuera a abrir, y al reconocer a Luis Ángel de la Viuda grité como un macero palaciego: «¡Acaba de llegar el futuro ministro de Información!». La idiotez me costó una bronca de padre y muy señor mío. En un momento en que nos quedamos solos en la cocina, Adolfo me dijo con tono ya de presidente del Gobierno: «No vuelvas a decir algo así. Entre otras cosas, porque él lo espera, pero no va a ser ministro. Ni de Información ni de nada».
La tertulia doméstica se prolongó hasta las once o las doce de la noche. Adolfo estuvo especialmente cariñoso con Fernando Abril. Dijo que tenía la mejor cabeza que él había conocido. Aunque a preguntas de alguno de los presentes dijo que aún no había tenido tiempo de pensar lo que iba a hacer, yo sabía que estaba mintiendo. Me acordé de la lista de nombres que guardaba en su escribanía del Consejo Nacional y del comentario que me acababa de hacer sobre Luis Ángel de la Viuda. Era evidente que llevaba tiempo dándole vueltas al Gobierno que iba a presidir.