V

Marla

Cuando Ahriel terminó de hablar, Ubanaziel frunció el ceño, pensativo, pero no dijo nada. Los dos ángeles permanecieron en silencio durante unos instantes, hasta que el Consejero comentó:

—De modo que un niño. Un bebé mestizo.

Ahriel asintió, sin dar más detalles. Ubanaziel tardó un poco en volver a hablar y, cuando lo hizo, su voz sonó severa y reflexiva:

—En toda nuestra historia —dijo— muy pocos ángeles han mezclado su sangre con la de los humanos. No son como nosotros, Ahriel. Están dominados por sus pasiones, son débiles, mezquinos y egoístas. Por eso los ángeles debemos vigilarlos; porque, sin nosotros, habrían convertido nuestro mundo en una réplica del infierno. ¿Qué encontraste en ellos que te resultara tan fascinante?

—En uno de ellos —puntualizó ella—. No vale la pena que te lo explique, Consejero. No lo entenderías.

Ubanaziel no se molestó por el comentario. Sólo le dirigió una larga y profunda mirada y respondió:

—Ponme a prueba.

Ahriel, sin embargo, eludió la pregunta, con evidente incomodidad.

—En Gorlian —dijo—, no había tanta diferencia entre ángeles y humanos. Allí, todos éramos lo mismo: poco menos que animales.

Era el único argumento, pensó, que el Consejero podía comprender. No se avergonzaba de su relación con Bran, del amor que había sentido por él. Habían vivido muchas cosas juntos, y lo único que lamentaba era que el joven, por muy humano que hubiera sido, no estuviese ya a su lado.

—Y concebiste un hijo —concluyó Ubanaziel—. Un niño que nació nueve meses después de que tu amante humano muriera. Pero, si lo abandonaste, ¿por qué quieres ir ahora a buscarlo?

—En su día hice lo que me pareció lo más correcto. Gorlian es un lugar espantoso para cualquier niño. —«Especialmente para el hijo de la Reina de la Ciénaga», pensó, pero no lo dijo—. Creí que lo más piadoso era abandonarlo a su suerte, evitar que viviera una existencia repleta de violencia y miseria. Pero no tuve valor para matarlo, y alguien lo encontró. Durante un tiempo, creí que, si cuidaban de él, si nadie llegaba a conocer su verdadera identidad, quizá podría tener una oportunidad… Sin embargo, tiempo después me llegaron rumores de que el hombre que lo atendía había muerto. Deduzco que, sin nadie que lo protegiera, mi hijo murió también. Llegué a pensar que sería lo mejor. Pero años después… llegaron Kendal y Kiara, y descubrí que había una oportunidad de escapar de Gorlian. Durante toda nuestra fuga no dejé de preguntarme si había hecho lo correcto. Si de veras existía una posibilidad, aunque fuese mínima, de huir de aquel lugar, entonces había cometido un terrible error condenando a mi hijo sólo porque yo había perdido la esperanza. Por eso he decidido que debo volver, y llevármelo conmigo, sacarlo de allí.

—Pero dices que probablemente esté muerto…

—Casi con toda seguridad. Nació en Gorlian, y su cuidador murió cuando él era aún muy pequeño. No tuvo ninguna oportunidad. Y, sin embargo, si hay una posibilidad, por remota que sea, de que siga con vida…

La voz de Ahriel se apagó. Ubanaziel la contempló con gravedad.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces?

Ahriel sacudió la cabeza.

—No tengo ni idea. Desde que entré en Gorlian ha transcurrido casi un año en nuestro mundo, pero allí dentro pasaron años enteros, quizá una década, probablemente más. Y hace ya varios meses que escapé. Si mi hijo sigue vivo, tal vez sea ya adulto. No puedo saberlo.

—Y Marla está al corriente de todo esto —añadió Ubanaziel a media voz.

Ella entrecerró los ojos.

—Esa bruja… —siseó—. Nos estuvo observando todo el tiempo. Le gustaba contemplar cómo sufrían sus prisioneros, cómo luchaban por sobrevivir. Me espió durante mi confinamiento en Gorlian, y cuando la arrojé al infierno me dio a entender que sabía algo acerca de mi hijo. Eso me hizo pensar que quizá estuviese vivo todavía. En cualquier caso, sin ella no encontraré jamás esa maldita bola de cristal.

—Mal asunto —dijo el Consejero, moviendo la cabeza.

—¿Por qué?

—Porque quizá ella trató de engañarte para que no la dejaras a merced de los demonios. Tal vez mintió, y tú no tienes modo de saberlo. Sin embargo, ella sí tiene claro que la necesitas. Y, por lo que me has contado, es lista y muy retorcida. Además, lleva meses atrapada en el infierno, así que estará desesperada. Si intuye que te tiene en sus manos, seguirá jugando contigo hasta conseguir lo que quiere de ti.

—¿Lo que quiere de mí?

—Que la saques del infierno. Créeme: a estas alturas, ya no desea ninguna otra cosa.

Ahriel no dijo nada. Ubanaziel se puso en pie.

—Vamos a buscar a ese tal Furlaag. Por el camino, quiero que pienses en todo lo que me has contado y que asumas que probablemente hablaremos de ello. Si Marla lo sabe, los demonios también, y tratarán de usado contra ti. No se lo permitas. No dejes que te manipulen ni que vuelvan tus sentimientos en tu contra. Y déjame negociar a mí.

Ahriel asintió, pero no añadió nada más. Aliviada de que la conversación hubiese terminado, se levantó también y miró a su compañero, esperando instrucciones. Él la obsequió con una torcida sonrisa muy poco angélica.

—Seguiremos caminando —dijo.

—¿Caminando? —preguntó ella, desorientada—. ¿Por qué? Ya sabemos hacia dónde tenemos que dirigirnos. ¿Por qué no ir volando?

—Porque aún tienes que curtirte un poco más en el infierno, Ahriel —fue la respuesta.

Ella reprimió una mueca de disgusto y fingió que le era indiferente. Pero su corazón ardía de impaciencia, y Ubanaziel lo notó.

—A eso precisamente me refiero —dijo—. Tu estancia en Gorlian te ha enseñado muchas cosas, pero te ha hecho olvidar otras. Recuérdalo: los humanos no tienen ninguna posibilidad en el infierno. En toda la historia, sólo los ángeles hemos podido salir victoriosos de un enfrentamiento contra los demonios. Si no recuperas algo de la serenidad angélica que has perdido, no sobrevivirás aquí. Estas criaturas te confundirán y corromperán como si fueses una humana cualquiera.

Ahriel no pudo reprimir una risa amarga.

—¿Una humana cualquiera? —repitió—. Ojalá lo fuera. Tal vez así las cosas serían más sencillas.

—Tal vez en nuestro mundo —replicó el Consejero—, pero no en el infierno.

Ahriel frunció el ceño, molesta.

—Sigo sin entender qué es lo que esperas de mí. ¿Que vuelva a ser la que era antes de Gorlian? Me temo que eso es imposible. He vivido demasiadas cosas.

—Lo que quiero es que te conozcas y que te aceptes a ti misma, Ahriel. Y sé que, aunque aparentas estar muy segura de lo que haces, y de quién y cómo eres, en el fondo de tu corazón continúas dudando.

Ella adoptó una mueca desdeñosa, pero no respondió. Ubanaziel había reemprendido la marcha, y Ahriel no tuvo más remedio que seguirlo.

Abandonaron la sombra de las montañas y se adentraron en una vasta llanura. La tierra estaba totalmente yerma y agrietada, y de las profundas simas que se abrían en ella se oían murmullos y bisbiseos.

—Demonios menores —dijo Ubanaziel, con cierto disgusto.

—¿No podemos evitarlos? —preguntó Ahriel, incómoda—. Si echamos a volar…

—No —atajó el Consejero.

Ella se resignó y trató de ignorar a las criaturas que moraban en las grietas, pero no podía evitar mirarlas de reojo cuando se asomaban a contemplarlos. A veces era sólo un movimiento fugaz; en ocasiones, unos ojos brillantes que los espiaban un instante para desaparecer en cuanto ella volvía la cabeza. Pero, a medida que avanzaban, los diablillos se hacían más atrevidos. Los vio asomar las cabezas y observarlos con una maliciosa sonrisa; los vio, incluso, acodarse en el borde de la sima, alargar las garras hacia ellos, tratando de tocarlos, sacarles la lengua, burlones y hacerles muecas groseras.

Los había de todas clases, algunos más grandes que otros, rechonchos y escuálidos, con rostros picudos o rollizos, con cuernos o sin ellos, de piel escamosa o peluda, con ojos saltones o minúsculos como botones, con largas lenguas bífidas, con colas restallantes… una muchedumbre de pequeños y repulsivos demonios, que trepaban unos sobre otros y asomaban la cabeza por encima de los bordes de las grietas sólo para poder echarles un vistazo y revolver los ojos como locos, con carcajadas histriónicas.

Pero lo peor no era lo que hacían, sino las cosas que decían. Pese a que Ahriel se esforzaba por ignorarlos, ellos, de alguna manera, atinaban cada vez más en sus comentarios:

—Ángeles…

—… ¿Qué hacen aquí?

—Buscando humanos, sin duda…

—Ssssí, humanos…

—… no saldrán vivos de aquí…

—… no deberían haber venido…

—Es por algo que les importa mucho, ¿verdad que sí?

—Oh, sí…

—Tan, tan importante…

—… Y frágil. Algo que hay que proteger, que está en peligro…

—Algo… o alguien…

—¿Quién será la infortunada criatura?

—… un niño, quizá…

—Sí, la chica ángel tiene aspecto de estar buscando a un niño…

—¿Un bebé? ¿Un bebé ángel?

—Nooo, un niño ángel sabría cuidar de sí mismo…

—¿Un niño humano, pues?

—Nooo, un niño humano no preocuparía tanto a un par de ángeles…

Ahriel cerró los ojos un momento. De alguna manera, los diablillos estaban hurgando en su mente y en su corazón, extrayendo recuerdos, ideas, o tal vez sólo sentimientos… Pero ¿por qué la molestaba tanto que lo hicieran? ¿Por qué le dolía que hablaran del tema? Ella ya conocía su propia historia; no le estaban descubriendo nada que no supiera ya. Y, sin embargo…

… Sin embargo, le dolía. Comprendió entonces que aquello era lo que trataba de evitar Ubanaziel. «Es mi vida», pensó Ahriel. «Sé por qué estoy haciendo lo que hago, y sé por qué sucedió todo aquello. No tengo razones para ocultarlo ni para avergonzarme de ello».

De modo que decidió que ya había aguantado bastante; que ya era hora de asumir quién era. Se plantó frente al último demonio que había hablado, sobresaltándolo, y lo miró a los ojos:

—Busco a mi hijo —declaró, con calma—. En realidad, busco a la única persona que puede decirme dónde encontrarlo. Mi hijo no es del todo ángel, pero tampoco es del todo humano. Lo abandoné una vez, y estoy dispuesta a recuperarlo. Y mataré a todo aquel que se interponga en mi camino. ¿Tienes algo más que añadir?

El diablillo siseó, incómodo, pero no tardó en esbozar una sonrisa maliciosa.

—¿Medio humano? ¿Qué clase de ángel tendría un hijo medio humano?

Ahriel entornó los ojos.

—Yo —respondió—. ¿Algún problema?

Desenvainó la espada y la clavó en el suelo, frente a él. El demonio retrocedió, alarmado, pero aún se atrevió a decir:

—Naturalmente, un ángel valiente y compasivo… salvarás del infierno a tu informante, ¿no?

Una fugaz visión de Marla iluminó los recuerdos de Ahriel, pero ella respiró hondo y dijo solamente:

—No. Está aquí porque es el camino que ella eligió. Ya hice todo lo que estuvo en mi poder para salvarla, pero ella decidió conscientemente qué hacer con su vida. Y ahora carga con las consecuencias. No es culpa mía. ¿O insinúas, acaso, que debería sentirme culpable?

Ahriel no había alzado la voz, pero había un indudable matiz de amenaza en sus palabras. El diablillo abrió la boca, pero no encontró nada más que decir. Ella giró en redondo, abarcando a todos los demonios con la mirada.

—¿Alguien tiene algo más que decir? Algo que yo no sepa, para variar —esperó, pero, aparte de algunos gruñidos y siseos furiosos, no obtuvo respuesta—. Es lo que sospechaba —asintió—. Os recomiendo, entonces, que no os molestéis en gastar saliva. Lo que he venido a hacer al infierno no os concierne a vosotros, y estáis empezando a aburrirme con vuestros lloriqueos. ¿Me he expresado bien?

Nuevos murmullos y bufidos. Ahriel asintió de nuevo, satisfecha, y se volvió hacia Ubanaziel.

—Podemos continuar —dijo.

Para su sorpresa, el Consejero sonreía.

—Bien, Ahriel —aprobó—. Esto es exactamente lo que quería que hicieras. Espero que seas capaz de guardar una buena parte de ese aplomo para cuando hablemos con Furlaag. Y ahora —añadió—, es hora de volar, por fin.

Ella reprimió un suspiro de alivio. Sentía que había superado alguna especie de prueba, pero, en el fondo, no le parecía tan complicado plantar cara a los diablillos ahora que Ubanaziel conocía su secreto. Y, aunque no lo dijo, temía tener que volver a hablar del tema delante de un demonio poderoso como Furlaag… y delante de Marla.

Se esforzó por recordarse a sí misma que lo que le había dicho al diablillo no era ningún farol. Había vivido largos años en Gorlian y no sentía ninguna pena por Marla. Al menos, no por la Marla a la que ella misma había arrojado al infierno. Pero, por alguna razón, aquel lugar tenía la virtud de despertar sus más profundos recuerdos, y no podía evitar verla en su mente cuando era una niña, inocente aún. Sacudió la cabeza, desplegó las alas y emprendió el vuelo, siguiendo a Ubanaziel.

Los ángeles se zambulleron en la luz rojiza de aquel extraño mundo, abandonando la planicie agrietada y los centenares de diablillos que los observaban con odio desde las simas. Volaron hacia el horizonte, en la dirección que les había indicado el demonio del desfiladero. Dejaron atrás la llanura, y también un impresionante abismo que parecía insondable. Durante su vuelo no vieron poblaciones de ningún tipo, ni siquiera construcciones aisladas. Cuando Ahriel le preguntó a Ubanaziel si los demonios no levantaban ciudades, éste le respondió que eran criaturas tan violentas que terminaban por arrasar cualquier cosa que hubiesen construido antes, por lo que ya no se molestaban en hacerlo.

Finalmente, poco antes de llegar a una cadena de montañas semejante a un montón de huesos gigantescos, Ubanaziel comenzó a planear en círculos. Ahriel lo imitó, y poco después, ambos aterrizaban de nuevo.

—Si nos fiamos de las indicaciones del diablillo —dijo el Consejero—, debemos de estar llegando a nuestro destino.

Ahriel echó un vistazo. Frente a ellos se abría un camino bordeado por altísimas rocas puntiagudas similares a enormes colmillos. Lo que había al fondo se perdía en una misteriosa neblina del color de la sangre.

—Muy acogedor —comentó, pero Ubanaziel le dirigió una mirada severa.

—No vamos de excursión, Ahriel.

—Ya lo sé —replicó ella, frunciendo el ceño—. Ésta es la guarida de Furlaag, ¿no? Pues encontremos a Marla y salgamos de aquí de una vez.

—Paciencia. No lo eches todo a perder. Y recuerda…

—Sí, lo sé: que te deje hablar a ti.

Con un suspiro exasperado, Ahriel enfiló el camino, dejando atrás a Ubanaziel. El Consejero le dirigió una mirada inquisitiva, pero la siguió.

Se adentraron en la bruma rojiza y siguieron la senda, en medio de un inquietante silencio. A medida que avanzaban, el ambiente se volvía cada vez más opresivo. Aquella sensación de maldad se hacía más y más intensa, como si estuviera concentrada en el lugar que los aguardaba al final del camino. Y, cuando Ahriel empezaba a temer que acabaría por estallar de la tensión, el sendero los condujo hasta una inmensa hondonada. Arrugó la nariz, con disgusto. El infierno entero tenía un leve olor acre, que no llegaba a ser del todo desagradable. Pero en aquel lugar en concreto, el hedor se intensificaba hasta volverse casi insoportable. El olor de los demonios, pensó; y entonces la niebla se abrió lo bastante como para que los ángeles pudieran distinguir dos cosas: en primer lugar que, a su alrededor, las paredes rocosas formaban multitud de salientes sobre los que se acomodaban docenas de demonios, no diablillos, sino demonios de verdad, que los observaban con la mirada cargada de maldad; y, en segundo lugar, que al fondo, sentado en un trono de piedra, los aguardaba una criatura antigua y poderosa, cuya astucia y crueldad superaban a todo cuanto Ahriel había conocido hasta entonces, incluyendo a los sectarios, a los prisioneros de Gorlian, a los engendros y a la propia Marla.

Cuando se levantó del trono, Ahriel comprobó que, a diferencia del Devastador, los contornos de aquel demonio estaban perfectamente definidos. No era simplemente una sombra; era real, y exhibía una poderosa musculatura y una larga cola, unos ojos amarillos que relucían como llamas, dos cuernos combados y un par de enormes alas negras. Cuando les sonrió, enseñó todos los dientes en una mueca sarcástica y feroz.

Furlaag.

Ahriel lanzó una mirada a su compañero, inquieta. Los demonios no estaban allí reunidos por casualidad. Los estaban aguardando. Y, por buenos combatientes que fueran, los dos ángeles no podrían salir vivos de aquella asamblea si ellos decidían atacarlos todos a la vez.

Pero Ubanaziel permanecía sereno, ignorando los murmullos y risas de los demonios, y aquella sensación de malevolencia pura que rezumaba de ellos. Sólo tenía ojos para Furlaag, que volvió a sonreír y dijo:

—Dos ángeles nos honran con su presencia. Qué grata sorpresa.

Los demonios rieron. Ahriel tenía la molesta impresión de que estaban aguardando a que se iniciara alguna clase de espectáculo, en el cual ellos eran la principal atracción. Y hubo otra cosa que no le gustó nada: que, a diferencia del Devastador, un demonio fuerte y poderoso, pero con pocas luces, aquel Furlaag parecía inteligente… y Ahriel sabía que los enemigos inteligentes eran los más peligrosos.

—No es necesario que finjas sorprenderte, Furlaag —dijo Ubanaziel, con calma—. Ya sabías que veníamos. Y también sabes por qué.

Furlaag volvió a acomodarse en el trono.

—Ah, vaya. No te andas con rodeos, ¿eh? No nos conocemos, pero he oído hablar de ti… Ubanaziel, el Guerrero de Ébano. ¿No fuiste tú quien derrotó a mi hermano Vartak?

Ahriel entornó los ojos, pero procuró que aquélla fuera su única reacción. Por dentro, sin embargo, comenzaba a estar molesta. Ubanaziel había insistido mucho en conocer los detalles de su pasado y de su búsqueda, pero le había ocultado su propia historia. No obstante, permaneció callada, aguardando su respuesta.

El Consejero se encogió levemente de hombros.

—Es posible —dijo—. Ha pasado mucho tiempo.

—Pero aquí te recordamos, Ubanaziel. El único ángel que vino al infierno y regresó a su mundo para contarlo. ¿Tienes intención de repetir la hazaña?

—No he venido a pelear, Furlaag —declaró él, y sus palabras provocaron un estruendoso coro de carcajadas entre el auditorio—. Estamos buscando a alguien, aunque me imagino que ya estás enterado.

—Ah, sí —sonrió el demonio—. Las noticias circulan deprisa en el infierno. Por eso me he tomado la libertad de sacar a mi esclava del foso a donde la había arrojado —mientras hablaba, hizo una seña con una de sus largas garras, y una figura desgarbada se precipitó hacia ellos, surgiendo de las entrañas de la niebla roja. Dio un par de pasos torpes antes de tropezar y caer de bruces ante los ángeles. Logró arrastrarse hasta los pies de Ahriel antes de que ella la reconociera.

Era Marla.

O, mejor dicho, era apenas una sombra de lo que había sido Marla. Estaba escuálida, y su indomable pelo rojo caía ahora, en mechones lacios y mugrientos, sobre su rostro pálido y demacrado, marcado por oscuras ojeras. Su cuerpo temblaba bajo los harapos, y sus pies descalzos estaban sucios y cubiertos de cortes y llagas.

La que antaño había sido la orgullosa reina de una gran nación parecía ahora la más miserable de las pordioseras.

Ahriel se esforzó por no sentir compasión. Sin embargo, cuando Marla alzó la mirada hacia ella, una mirada repleta de terror y angustia, sintió que algo le oprimía el corazón.

—Ahriel —gimió—. Ahriel, ¿eres tú? ¿Has venido a rescatarme?

Su voz sonaba esperanzada y a la vez incrédula, como si los ángeles fueran sólo un hermoso sueño, una visión creada por los demonios para atormentarla y que se desvanecería en cuanto volviera a mirarla. Por eso, tal vez, alargó unas manos sucias y temblorosas hacia ella y se aferró a sus tobillos.

—Ahriel —repitió, maravillada al ver que era real, y empezó a sollozar incontrolablemente.

El ángel no respondió. Se limitó a apartar la mirada de ella, tratando de parecer indiferente. Recordó los largos años en Gorlian, su propio miedo, su angustia, mientras se arrastraba por el fango de la Ciénaga, huyendo de los engendros, mutilada, incapaz de volar, menos que un ángel y poco más que una humana. Recordó la muerte de Bran, la guerra por el control de Gorlian, y que Marla había estado contemplando todo aquello desde la comodidad de su palacio en Karishia, obviamente disfrutando con el sufrimiento ajeno.

—Es ésta la humana a la que habíais venido a buscar, ¿no es verdad? —dijo Furlaag, con una larga sonrisa—. Es una de mis esclavas favoritas. La que mejor chilla cuando la torturamos —añadió, y se rio a carcajadas.

Ahriel no pudo evitar volver a mirar a Marla, y leyó en sus ojos un terror tan profundo que necesitó de toda su fuerza de voluntad para alzar la cabeza y permanecer impasible.

—Tenemos escasez de humanos en el infierno —prosiguió el demonio—, así que, mientras no nos mandéis más, nos contentamos con los que hay, y cuando se mueren se nos acaba la diversión. Por eso intentamos que nos duren. Esta está bastante deteriorada, pero aún vivirá mucho tiempo, porque es joven y fuerte. Comprenderéis —añadió— que no estoy dispuesto a deshacerme de ella, sin más.

—No será necesario —respondió Ubanaziel—. Sólo hemos venido a hacerle un par de preguntas. Después, nos marcharemos y podrás quedártela.

Furlaag se rio de nuevo.

—Y yo que pensaba que los ángeles erais bondadosos y compasivos —comentó—. Cuánto han cambiado las cosas desde la última vez que visité vuestro mundo. Sin embargo, aquí no estamos del todo aislados. Había oído decir que esta humana en concreto fue educada por ángeles. Por un ángel en particular —añadió, y clavó la mirada de sus ojos ocres en Ahriel—. Me resulta difícil creer que estés dispuesta a abandonarla a su suerte. Cualquiera habría pensado que pasar diecisiete años velando por ella habría hecho nacer algún tipo de afecto en tu corazón de piedra, ángel. Pero, claro, yo soy sólo un demonio y no soy quién para hablar de afecto, ¿verdad?

Ahriel se estremeció interiormente, pero no habló, ni tampoco desvió la mirada.

—Se actuó con justicia —respondió Ubanaziel—. La humana está donde debe estar. Además, si tuviésemos que llevárnosla, lucharíamos por ella, y alguien podría salir herido —añadió, con calma; pero Ahriel detectó un leve tono de amenaza en sus palabras.

Furlaag se encogió de hombros.

—Sigue siendo mi esclava y necesitaréis mi permiso para hablar con ella —y tiró de una cadena invisible que obligó a Marla a echarse hacia atrás, con brusquedad; la joven abrió los ojos y manoteó, desesperada, pero menos de un instante después ya caía como un fardo a los pies del demonio, que hundió sus largas uñas en su cabello desgreñado. Ahriel respiró hondo cuando vio los hombros de Marla sacudidos por un sollozo.

Ubanaziel enarcó una ceja.

—Sólo vamos a hacerle un par de preguntas.

—No trates de engañarme, ángel. La información que buscas es importante. De lo contrario, no habrías venido al mismo infierno a buscarla. Sé muy bien cuál es la política de los tuyos con respecto a este lugar y a los de nuestra especie. Si tan valioso es lo que esta humana puede contaros… tan valioso como para cruzar el infierno por ello… entonces yo también quiero mi parte.

—Ya conoces esa información —replicó el Consejero—. No pretendas hacerme creer que nos has dejado venir hasta aquí sin haber interrogado a Marla al respecto.

El demonio sonrió de nuevo.

—En efecto, sé que todo esto tiene que ver con una bola de cristal —miró a Ahriel cuando lo dijo, pero ella permaneció inalterable—. Una bola de cristal que contiene un mundo en su interior. Ese mundo ha desaparecido y lo estáis buscando… porque el hijo de un ángel ha quedado atrapado en él.

—Esa es una de las razones —respondió Ubanaziel—, pero no la única, ni la más importante. Si fuese un asunto personal, el Consejo Angélico jamás habría aprobado este viaje.

Sin embargo, Furlaag seguía mirando fijamente a Ahriel.

—No sabes quién te acompaña, ¿verdad, Consejero? —dijo—. ¿Te ha contado toda la verdad? ¿Te ha dicho que es una criatura cruel y sanguinaria que ha matado por el simple placer de hacerlo?

Ahriel no pudo evitar estremecerse, y miró a Ubanaziel; pero él no apartaba los ojos del demonio.

—Sí —prosiguió Furlaag—. Lleva el alma teñida en sangre. Una vez, ángel, ella fue como nosotros… y le gustó la experiencia.

Ahriel apretó los dientes. Todo era cierto; en Gorlian había sido una asesina, había disfrutado matando y haciendo daño a otros reclusos. Así se había ganado una reputación y el respeto de todos ellos, pero, ante todo, lo había hecho como venganza por la muerte de Bran, a quien aún echaba muchísimo de menos, todos los días. Y, aunque su sed de sangre se había mitigado tiempo atrás, el dolor causado por aquella pérdida no se había apagado aún. Ahriel intuía que en cualquier momento ese dolor podía volver a reconvertirse en odio, podía volver a conducirla por el camino de la violencia. La herida no estaba curada, ni mucho menos.

Y Furlaag lo sabía. Había llegado a lo más profundo de su alma y había visto más lejos que ningún otro demonio.

—Quizá quieras quedarse en el infierno, con nosotros —le dijo el demonio, sonriendo—. Con los que somos como tú. El odio, el deseo de venganza, la sed de sangre… no son cualidades muy angélicas, ¿verdad?

—Estás gastando saliva inútilmente —comentó Ubanaziel, volviendo a atraer la atención del demonio, ante el alivio de Ahriel—. Estamos aquí para interrogar a Marla y no vamos a discutir sobre ningún otro asunto. Y, volviendo al tema que estábamos tratando, no veo en qué puede beneficiarte la información que buscamos. Nos limitaremos a preguntarle al respecto y después nos marcharemos. Créeme: no tenemos ninguna intención de arrebatártela…

—¡No! —lo interrumpió un grito desgarrado.

Ángeles y demonios miraron, sorprendidos, a Marla, que se revolvía a los pies de Furlaag, con desesperación.

—¡No les diré nada! —chilló ella—. ¡No hablaré, a menos que me lleven con ellos!

Furlaag pareció desconcertado un momento. Después se echó a reír, y todos los demonios lo secundaron.

—La humana no es tonta, ¿eh? —dijo—. Sabe lo que le conviene. No va a hablar a cambio de nada, y es evidente que yo no os la voy a regalar.

—No la queremos —dijo Ubanaziel—. En nuestro mundo no ha dado más que problemas, y nadie la echa de menos.

Eran unas palabras duras, y Ahriel vio cómo Marla se encogía al escucharlas. Sin embargo, sacó fuerzas para alzar la cabeza y volver a gritar:

—¡Os ayudaré! ¡Os diré todo lo que queréis saber si me sacáis de aquí! ¡Ahriel! —llamó, tendiendo las manos hacia ella—. ¡Por favor!

Ahriel quiso sostenerle la mirada, pero no fue capaz. Desvió la cabeza hacia un lado para romper el contacto visual. Sin embargo, Marla no bajó los brazos. Furlaag la contemplaba, divertido.

—Ya la habéis oído —dijo, encogiéndose de hombros con un suspiro teatral—: no hablará, a no ser que os la llevéis con vosotros. No pongas esa cara, Ubanaziel: en el fondo, es lo que la dama está deseando, ¿no? Ella sabe que cualquiera puede cometer errores… cualquiera… Y lo sabe por experiencia, ¿verdad?

En realidad, el rostro de Ahriel seguía impasible, pero su corazón latía con fuerza, y descubrió que, en efecto, quería rescatar a Marla de allí. Encerrarla en prisión, tal vez, ponerla a disposición de la justicia angélica, pero no permitir que pasara el resto de su vida en el infierno. Como Furlaag había dicho, podía ser una vida muy larga. Los demonios se asegurarían de ello.

Ubanaziel dejó escapar un leve suspiro resignado.

—Muy bien, Furlaag. ¿Qué es lo que quieres por ella?

Los ojos amarillos del demonio relucieron, divertidos.

—Un poco de espectáculo solamente. Una buena pelea, como las de antes, ¿recuerdas? Hace mucho que no se ve ninguna por aquí.

Por primera vez, el rostro inalterable de Ubanaziel se deformó en un rictus de rabia, pero fue tan fugaz que Ahriel pensó que lo había imaginado.

—Una pelea —repitió—. Veo que el infierno continúa fiel a sus tradiciones. ¿Y cuál es el trato?

Furlaag rio, y con él, todo el auditorio. Sin contestar a la pregunta, bramó:

—¡Vultarog!

Y todos los demonios rugieron y golpearon sus asientos de roca, mostrando su conformidad. Entonces, una enorme sombra se alzó entre la neblina y avanzó hasta detenerse junto al trono de Furlaag.

Era el demonio más grande que Ahriel había visto nunca. Le sacaba varias cabezas a Ubanaziel, tenía cuatro brazos anchos como troncos, una larga y sinuosa cola y una cabeza erizada de espinas. Sus ojillos rojos relucían, sedientos de sangre, cuando gruñó a los ángeles y les mostró una boca plagada de colmillos.

—Vultarog es nuestro campeón —proclamó Furlaag, satisfecho—. Ubanaziel lo recuerda. ¿Verdad que sí?

—Quizá —respondió el Consejero con indiferencia; pero Ahriel notó que temblaba levemente.

Furlaag volvió a reír.

—Como en los viejos tiempos —proclamó—. Ángel contra demonio. Si cae mi campeón, os llevaréis a mi esclava.

—¿Y si gana él? —quiso saber Ubanaziel.

—En tal caso, deberás quedarte con nosotros… para siempre. Es una oferta generosa —añadió Furlaag, sonriendo—. He dejado fuera del premio a la dama —señaló, haciendo una breve inclinación hacia Ahriel—. Y eso que ha demostrado en el pasado tener una cierta… afinidad con nosotros.

Los demonios seguían bramando, ansiosos de contemplar la pelea. Ahriel pasó por alto las últimas palabras de Furlaag y se volvió hacia su compañero con urgencia.

—Ubanaziel… —susurró, pero él no la escuchaba.

—A muerte, imagino —dijo.

—Naturalmente —asintió Furlaag—. Veo que recuerdas bien nuestras normas.

—No podría haberlas olvidado —masculló el ángel, pero sólo Ahriel lo oyó—. Muy bien —añadió, alzando la voz—. Lucharemos a muerte: si venzo yo, saldremos los tres del infierno, incluida Marla. Si caigo, Marla y yo nos quedaremos, pero Ahriel se irá. ¿Es correcto?

—¡Ubanaziel, no! —exclamó Ahriel, incapaz de permanecer más rato callada—. ¡Tiene que haber otra manera!

—No la hay —aseguró el ángel—. Estamos en el infierno, y aquí se juega según sus normas. ¿Es correcto? —volvió a preguntar.

Vultarog volvió a bramar, y se golpeó el pecho con dos brazos, mientras que con los otros dos enarbolaba una inmensa hacha doble, que volteó en el aire con pericia. Los demonios lo aclamaron, enardecidos.

Furlaag alzó la mano, y la multitud calló para escuchar lo que tenía que decir.

—Es correcto —asintió, pero detuvo a Ubanaziel con un gesto cuando éste desenvainaba su propia espada—, salvo por un detalle. Tú no lucharás. Lo hará ella —añadió, señalando a Ahriel con un dedo ganchudo. Los de la otra mano se enredaban en el cabello rojo de Marla—. Por la libertad de tu protegida, ángel. ¿No juraste una vez que la defenderías con tu propia vida?

—Eso fue hace mucho tiempo —gruñó ella—, pero lucharé. Por la libertad de los presos de Gorlian —declaró, clavando una larga mirada en Marla.

—Un momento —interrumpió Ubanaziel—. Esto no es justo. Es su primera pelea en el infierno.

Furlaag rio a carcajadas.

—¿Justo? —repitió—. ¿Quién ha hablado de justicia? Estás en el infierno, ángel. Aquí no existe eso que vosotros llamáis justicia.

—Quiero ser yo quien luche contra tu campeón, Furlaag —insistió el Consejero—. Déjala fuera de esto.

Los demonios lo abuchearon. Ahriel advirtió que Ubanaziel temblaba, como si detrás de las condiciones de Furlaag hubiera una trampa que sólo él era capaz de ver.

—Soy yo quien decide las reglas —le recordó el demonio, desdeñoso—. O aceptáis mis condiciones, o podéis marcharos del infierno… sin Marla… y sin esa bola de cristal que estáis buscando.

Ahriel rechinó los dientes.

—Sea —aceptó en voz alta, y los demonios bramaron, encantados.

—Espera, Ahriel —la detuvo Ubanaziel—. No sabes lo que haces.

Pero ella clavó en él una larga mirada, límpida y profunda.

—¿Tenemos otra opción?

Ubanaziel abrió la boca para responder, pero no encontró argumentos. Y eso, lejos de satisfacer a Ahriel, la preocupó. Hacía un rato que había notado que su compañero había perdido el aplomo inicial.

—¿Y tú? —le preguntó en voz baja—. ¿Qué te pasa a ti? ¿Qué es lo que no me has contado?

El Consejero apretó los dientes y sacudió la cabeza.

—No es momento para recordar batallas del pasado —murmuró, y Ahriel se aproximó más a él para escuchar mejor sus palabras entre los bramidos de los demonios—. Creo que cometes un gran error, Ahriel. Creo que hemos perdido la negociación, y que deberíamos marcharnos sin esa bola de cristal, porque el precio que piden por ella es demasiado alto. Pero, si has decidido luchar, no puedo detenerte.

Ahriel inclinó la cabeza.

—Gracias…

—No me las des —cortó Ubanaziel con brusquedad, y ella advirtió, sorprendida, un destello de sufrimiento en sus ojos negros—. No las merezco. Debería obligarte a abandonar, y si tuviera un mínimo de decencia, créeme, lo haría. Porque no tienes idea…

—Eso ya lo has dicho —interrumpió ella, impaciente—. Me has forzado a hablar de mi pasado, pero tú no quieres hablar del tuyo, así que acabemos de una vez. Oblígame, si crees que puedes, a abandonar el infierno sin luchar. Pero no trates de convencerme por las buenas, porque no estoy ya segura de tener razones para confiar en ti.

Ubanaziel acusó el golpe, pero se recobró y asintió con aplomo.

—Sea —dijo—. Pero ten cuidado. Mucho, mucho cuidado.

Ahriel no respondió. Le dio la espalda y encaró a Vultarog, bastante segura de sí misma. Los demonios bramaron, y su campeón lanzó un largo y profundo grito de guerra. Seguía enarbolando la doble hacha, pero ahora, además, sostenía una pesada maza en su tercera mano, y volteaba un enorme mangual con la cuarta. Sin embargo, Ahriel no tenía miedo. La inquietaba más la aprensión de Ubanaziel que la inminente pelea. En Gorlian había luchado contra engendros el doble de grandes que aquel demonio, con garras y colmillos que hacían que las tres armas de Vultarog pareciesen juguetes en comparación.

—No voy a marcharme —oyó murmurar a Ubanaziel, a sus espaldas—. Estaré aquí, pase lo que pase. No te abandonaré.

Ahriel pensó que era un comentario extraño, viniendo de él, y eso la preocupó todavía más. El Consejero no se estaba comportando como de costumbre… ¿desde cuándo? Había aguantado, impasible, el escrutinio de los demonios y las acusaciones de Furlaag. Incluso la noticia de que debía jugarse la libertad de Marla en una pelea. No; lo que le había hecho perder la calma había sido la idea de que Ahriel debía luchar en su lugar.

¿Temía por su vida? No parecía propio de Ubanaziel dudar de su capacidad como guerrera. De ser así, habría estado preocupado desde el principio.

Pero no tuvo tiempo de seguir pensando en ello. Desenvainó su espada, y Furlaag anunció, con voz potente:

—Que comience la pelea.

Ahriel trató de ignorar el clamor de la multitud de demonios, y se esforzó por centrar al máximo sus sentidos, por no permitir que la niebla roja la cegara ni que el olor la distrajera.

Vultarog gruñó, haciendo rechinar todos los dientes. Ahriel no le respondió; se limitó a seguir mirándolo fijamente, seria y serena, y concentrada al máximo, dadas las circunstancias. El demonio se arrojó sobre ella, con un bramido, alzando el hacha sobre su cabeza. Ahriel lo esquivó con habilidad y lanzó una estocada hacia el pecho de la criatura; pero la hoja de su espada chocó contra la maza, y aún tuvo que hacer un quiebro brusco para esquivar un golpe del mangual. Se retiró un poco para analizar la situación. Era obvio que no iba a ser tan sencillo como había previsto. Su cuerpo, entrenado desde muy joven en la batalla, reaccionaba instintivamente con los movimientos que había empleado siempre en aquel tipo de duelos. Si el enemigo alzaba el arma por encima de su cabeza, dejaba el pecho desprotegido. Pero, naturalmente, y como acababa de comprobar, aquello no funcionaba con enemigos con más de un par de brazos.

El demonio chasqueó la lengua, entre risitas desagradables. Parecía bastante seguro de que el ángel no tenía nada que hacer contra él. Ahriel anotó mentalmente el dato; podría serle de utilidad.

Vultarog hizo amago de atacar de nuevo, y Ahriel retrocedió con agilidad. El demonio sonrió y la estudió con atención. No parecía dudar de su victoria, pero el ángel advirtió que estaba calibrando la mejor forma de llevarla a cabo. Los dos rivales se observaron mutuamente, dando vueltas en círculo. Los espectadores rugieron con impaciencia.

Entonces, el demonio atacó, y esta vez de verdad. Ahriel alzó la espada para detener el golpe del hacha, y al mismo tiempo dio un salto hacia atrás, batiendo las alas, lo que la impulsó lejos de su rival. Los demonios la abuchearon.

Vultarog avanzó de nuevo, con rapidez, sorprendiendo al ángel, que lo había imaginado mucho más lento. Ahriel sólo pudo, nuevamente, retroceder para esquivar sus armas, y se maldijo por ello. Tomando la iniciativa, lanzó un ataque, encadenando varios golpes seguidos, y obligó a Vultarog a detenerla y a echarse hacia atrás para esquivar el letal filo de su espada. El auditorio bramó, mostrando su aprobación. Envalentonada, descargó un nuevo golpe, pero el demonio detuvo su espada con uno de los filos del hacha, y la empujó con tanta fuerza que Ahriel, cogida por sorpresa, perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Se echó hacia un lado en el preciso momento en que el hacha caía sobre ella, y se puso en pie de un salto. Reculó, observando a su rival con precaución y más respeto. Tenía que encontrar un punto débil, un lugar vital donde clavar su espada para que aquella criatura no volviera a levantarse. Pero sus cuatro brazos armados constituían no sólo una amenaza manifiesta, sino una defensa casi perfecta. Su única oportunidad, comprendió, era ganarle la espalda.

Vultarog la miró, casi riéndose, seguro de que su victoria era cuestión de tiempo. Ahriel respiró hondo y preparó su siguiente movimiento. Aferró bien la espada, simulando lanzar un ataque, pero al mismo tiempo batió las alas y se elevó por encima del demonio para atacarle por detrás. Aquella estrategia había funcionado con el Devastador.

Pero, para horror de Ahriel, Vultarog no cayó en la trampa. Cuando descendió sobre él, dispuesta a clavar su espada en la espina dorsal del demonio, se encontró con que él se había dado la vuelta sorprendentemente rápido, y sus cuatro brazos armados la estaban esperando. Con un golpe brutal, Vultarog desvió la espada de Ahriel y la desequilibró un momento. Y, antes de que ella pudiera entender lo que estaba pasando, los brazos del demonio se habían cerrado sobre su cuerpo, atrapándola en un abrazo letal.

El ángel jadeó, con angustia, mientras se sentía oprimida contra el demonio, sus alas aplastadas contra su pecho, sus brazos pegados al cuerpo. Oyó el grito de ansiedad de Ubanaziel, pero apenas fue consciente de él. Riendo, Vultarog la estrechó con más fuerza, y Ahriel empezó a quedarse sin aire. Jadeó otra vez, luchando por liberarse, pero los brazos del demonio, como enormes tenazas, la tenían totalmente inmovilizada. La presión aumentó; Ahriel sintió que se le nublaba la vista y que sus costillas estaban a punto de estallar. Pero su mano derecha aún sostenía su espada, y se aferró, entre el dolor y la desesperación, a la idea de que no podía, no debía soltarla. Si había una oportunidad, por mínima que fuera, de salir con vida de aquella batalla, tenía que conservar su arma.

Los demonios rugían, exigiendo a su campeón que la apretase más y más, que la pulverizase entre sus brazos como quien oprime un huevo con los dedos. Ahriel gimió, sintiendo que estaba a punto de romperse. Percibía el aliento fétido del demonio sobre su cabeza y, cuando él sacó su larga lengua bífida para lamer, con parsimonia, el cuello desnudo del ángel, ella se estremeció de asco y de rabia. Y eso, quizá, fue lo que le devolvió las fuerzas que creía haber perdido. Con un brusco movimiento, lanzó la cabeza hacia atrás, y comprobó, no sin satisfacción, que golpeaba la mandíbula entreabierta del demonio, obligándole a morderse la lengua dolorosamente. Vultarog aulló y la soltó, y Ahriel se apresuró a alejarse de él, sintiendo cómo el aire volvía a llenar sus pulmones. Inspiró profundamente, agradecida, sin importarle ya el hedor de los demonios. Retrocedió cuanto pudo, recuperando el resuello y sacudiendo sus alas para desentumecerlas, sin perder de vista al demonio.

Vultarog se volvió hacia ella, escupiendo sangre. Ya no se reía. Estaba furioso y, aunque eso significaba que tendría más prisa por matarla, para dejar clara su superioridad en aquel combate, también quería decir que la ira podía inducirlo a cometer algún error.

Durante los instantes siguientes Ahriel, consciente de que aún no se había recuperado del todo, se limitó a esquivar los enfurecidos ataques de su rival, o a rechazarlos, cuando no podía evitarlo, mientras pensaba, frenéticamente, cómo salir de aquella situación. Vultarog era demasiado rápido, eso estaba claro. No podría ganarle la espalda con tanta facilidad como había supuesto, y no se atrevía a intentarlo de nuevo. Si el demonio volvía a aprisionarla entre sus brazos, no sería capaz de escapar otra vez. Si al menos lograse hacerle perder el equilibrio…

Perder el equilibrio.

Se hizo la luz en la mente de Ahriel. Recordó cómo ella misma había visto mermada su capacidad de lucha al caer en Gorlian con las alas atadas. Había tardado mucho tiempo en aprender a moverse sin contar con ellas, cargando con su peso muerto a la espalda. No se hacía ilusiones al respecto: no podría cortarle las alas a Vultarog por mucho que lo intentara. Sin embargo, aunque el demonio tenía cuatro brazos y era mucho más grande que ella, había algo más, algo que lo hacía diferente a ella. Algo que podía utilizar en su favor.

La siguiente vez que Vultarog atacó, ella no se limitó a esquivar, sino que le respondió, y leyó en sus ojos un destello de salvaje alegría. Ahriel procuró que su rostro permaneciese inexpresivo, y trató de golpear su pecho de nuevo. Un enemigo más inteligente habría comprendido que tenía que haber algún truco, que Ahriel no podía ser tan estúpida como para insistir en una estrategia que no tenía ninguna posibilidad de éxito. Pero Vultarog, infravalorándola una vez más, dio por sentado que estaba desesperada y ya no pensaba con claridad. De modo que cerró los brazos, protegiendo su pecho, y se olvidó del resto del cuerpo.

«Ahora», pensó Ahriel y, rápida como el rayo, hizo un quiebro y descargó la espada al costado del demonio. Éste creyó, en un primer momento, que el ángel había errado el golpe, y un rugido de triunfo nació en su garganta; pero no llegó a brotar de ella. En su lugar, lo que lanzó al cielo fue un aullido de pánico y dolor.

Porque la espada de Ahriel había segado limpiamente su larga cola.

El ángel dio un salto atrás y se agachó para esquivar el mangual, que pasó a escasos centímetros de su cabeza.

Ciego de rabia y dolor, Vultarog la buscó con la mirada y se abalanzó hacia ella, dispuesto a matarla de una vez por todas. Pero, como Ahriel había previsto, el no contar ya con su cola lo hizo desequilibrarse ligeramente, dejando un hueco, apenas perceptible, entre sus cuatro brazos. «Ahora», se dijo Ahriel por segunda vez.

Instantes más tarde, su espada se hundía en el pecho del demonio, atravesando su corazón y segando su vida para siempre.

Ahriel permaneció de pie un momento, con las alas caídas, la cabeza gacha y la espada ensangrentada en la mano, junto al cuerpo de Vultarog, mirándolo casi sin verlo, apenas consciente del caos que había desatado sobre ella. Todos los demonios rugían y aullaban; la mayoría de ellos la insultaban o amenazaban, con sus enormes puños en alto; pero había algunos que golpeaban el suelo, bramando su aprobación, celebrando la caída de Vultarog, e incluso llegó a producirse alguna trifulca entre unos y otros. Ninguno, sin embargo, se atrevió a descender a la arena para atacar a Ahriel: debían esperar a que hablara Furlaag.

El demonio seguía sentado en su trono, con la barbilla apoyada sobre su puño, reflexionando, aparentemente tranquilo, pero su cola batía el suelo con irritación.

Ahriel no se dio cuenta de todo esto. De pronto, las piernas le temblaron, las fuerzas la abandonaron y cayó al suelo de rodillas, manchando su túnica con la sangre del demonio.

«Lo he conseguido», fue lo único que pudo pensar, por fin. Sintió que alguien tiraba de ella para ponerla en pie, y se encontró con la mirada de Ubanaziel.

—Yo… —empezó ella, pero él no la dejó continuar. La estrechó en un fuerte y largo abrazo que dejó a Ahriel sin aliento y la confundió todavía más. ¿Qué estaba pasando? Aquélla no era una conducta propia de ángeles, y mucho menos, de un Consejero como Ubanaziel.

Pero no tuvo tiempo de preguntárselo. Furlaag se levantó, con brusquedad, y gritó:

—¡Silencio todo el mundo! ¡Silencio, os digo!

Y sus palabras tuvieron el mágico poder de acallar el bullicio y detener la pelea. Con los ojos aún reluciendo de furia y su cola azotando el suelo como si fuera un látigo, el demonio agarró a Marla por el cabello y la arrojó hacia Ahriel con violencia.

—Es tuya —declaró.

Instintivamente, el ángel tendió los brazos a la muchacha para que no cayera al suelo. Cuando la alzó para verla de cerca, descubrió que se había desmayado.

—Mal negocio —dijo Furlaag—. He perdido una esclava humana y, lo que es peor, también he perdido a mi campeón. ¿Qué es lo que he ganado a cambio?

—Un espectáculo —respondió Ubanaziel. Parecía calmado, pero su voz vibraba de ira—. Un cruel y macabro espectáculo.

—Como los de antaño, ¿eh? —se rio el demonio—. Teniendo en cuenta lo que se dice de ti, me sorprende que te hayas quedado a verlo hasta el final.

Por alguna razón, las palabras de Furlaag causaron una honda impresión en Ubanaziel, como si le hubiese disparado un dardo al corazón. Ahriel lo miró, preocupada. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Por qué parecía a punto de desfallecer ahora que estaban tan cerca de su objetivo? Deseó que él respondiese con una de sus rápidas y serenas réplicas, pero el Consejero no dijo nada.

—Quizá —añadió Furlaag con envenenada suavidad— también tú tengas más de demonio de lo que quieres admitir.

Ubanaziel se irguió y le devolvió una mirada llena de ira, pero no respondió a la provocación.

—Hemos cumplido tus condiciones —dijo—. Nos llevamos a la joven humana. En cuanto a ti, Furlaag, tienes lo que te merecías. Si hubieses aceptado mi primera oferta, aún conservarías a Vultarog, y, posiblemente, también a Marla.

El demonio ladeó la cabeza y lo observó con astucia.

—Vuelves a hablar de justicia, Ubanaziel. Todavía no has aprendido nada.

—Tú, en cambio, sí que has aprendido algo hoy —replicó él.

Furlaag se rio, pero no dijo nada más. Ubanaziel cargó con Marla, dio media vuelta y se encaminó hacia la salida. Ahriel, aún aturdida, lo siguió, sintiendo la mirada de docenas de demonios en su nuca. Sabía que, en cualquier momento, aquellas criaturas podían abalanzarse sobre ellos y matarlos a los tres. Habían hecho un trato, pero nada impedía que rompieran su palabra y acabaran con ellos. En Gorlian, desde luego, habría sido así.

Inquieta, aferró con fuerza el pomo de su espada, que aún no había envainado, y miró a Ubanaziel, aguardando algún tipo de señal. Pero el Consejero se limitaba a avanzar, imperturbable, y Ahriel supuso que no exageraba al decir que los demonios debían respetar los pactos.

Porque salieron de la guarida de Furlaag todavía vivos, y llevando con ellos a Marla.

Ubanaziel aguardó hasta que llegaron al final del sendero y dejaron atrás a los demonios para volverse hacia su compañera y decir:

—Ya está, podemos marcharnos. ¿Preparada?

Ahriel reaccionó.

—¿Cómo?

—Voy a pronunciar la palabra de apertura de la puerta. Puedo hacerlo desde cualquier lugar, pero no me pareció prudente elegir para ello el centro de una reunión de demonios.

Ella lo miró, desconcertada.

—¿Y eso es todo? ¿Nos vamos?

Ubanaziel asintió.

—A no ser que Furlaag cambie de idea, o que se le ocurra proponernos otro pacto más ventajoso para él, sí, nos vamos.

Ahriel dudó un momento, pero finalmente asintió. El Consejero, aún cargando con Marla, murmuró en voz baja la fórmula de apertura, y el portal se materializó ante ellos, creando un agujero entre ambas dimensiones, que no tardó en agrandarse lo suficiente como para que pudieran pasar.

Lo atravesaron con celeridad, y se vieron, de nuevo, en su propio mundo, en el cráter del volcán de Vol-Garios.

Ahriel agradeció infinitamente la frescura de la noche estrellada que los recibió. Se volvió, sin embargo, para asegurarse de que el infierno había quedado bien atrás, y respiró, aliviada, al ver que el portal se había cerrado, y la lápida volvía a estar muda y fría. Habían abandonado el infierno, y habían cerrado la puerta tras ellos.

—Por fin —suspiró, aliviada, pero Ubanaziel negó con la cabeza.

—Ha sido demasiado fácil —comentó, contemplando el pálido rostro inerte de Marla.

—¿Fácil? —se enfadó Ahriel—. ¡Por poco me mata ese monstruo de cuatro brazos! ¿Sabes lo que dicen en Gorlian? Si la suerte te sonríe, no la cuestiones, porque no volverá a hacerlo por segunda vez. Puede que haya resultado fácil para ti, pero…

Se interrumpió cuando él le dirigió una mirada terrible.

—No sigas por ahí —le advirtió—. No sabes de qué estás hablando.

—¿Y por qué no me lo cuentas, para variar?

Ubanaziel miró a su alrededor. Descubrió un par de tiendas no muy lejos de allí, y los restos de una hoguera.

—Se han quedado a esperarnos —dijo.

Ahriel recordó, de pronto, a Kendal y a Kiara. Parecía que había pasado una eternidad desde que se habían despedido de ellos.

—Pero ¿no les dijiste que volvieran a casa?

—Ya conoces a los humanos.

Habían bajado la voz instintivamente. Sabían el daño que Marla había hecho al pueblo de Saria, y no estaban seguros de que ellos vieran con buenos ojos su regreso.

—Será mejor no despertarlos —dijo Ahriel—. Ya hablaremos con ellos por la mañana.

—Estoy de acuerdo —asintió su compañero—. Ahora, lo más importante es asegurarnos de que Marla está bien.

Ahriel dejó escapar un bufido desdeñoso.

—A mí no me importa…

—Pero a mí, sí —cortó él—. Si muere, no podrá darnos la información que necesitamos.

Ahriel calló y miró a Marla, inquieta. La joven seguía desvanecida en brazos del ángel, y parecía más frágil y desvalida que nunca. Su respiración, débil e irregular, parecía a punto de apagarse en cualquier momento. Ubanaziel tenía razón: si no se ocupaban de Marla, ella moriría, y sus esfuerzos por sacarla del infierno no habrían servido para nada.

Buscaron un lugar resguardado, lo bastante lejos de las tiendas como para no despertar a Kiara y Kendal con sus voces. Ubanaziel desplegó su manto sobre el suelo y tendió a Marla sobre él. Después, la tomó de las manos e inició el círculo de curación.

Ahriel lo observó en silencio. Cuando la energía curativa ya fluía entre ambos de forma automática, dijo:

—¿Me vas a contar lo que ha pasado en el infierno?

—¿Qué ha pasado? —murmuró Ubanaziel, distraído, sin mirarla siquiera.

—Lo sabes muy bien. Me sermoneaste sobre todo eso de conservar la calma, de aceptarme a mí misma, de no ofrecer al enemigo un punto débil… y has sido tú el que ha perdido los nervios delante de esa mole. ¿Qué te ha pasado? O, mejor dicho… ¿qué te pasó la última vez que visitaste el infierno?

Ubanaziel suspiró. Finalizó el círculo de curación y, tras comprobar que Marla se sumía en un tranquilo sueño reparador, se volvió hacia Ahriel y dijo:

—Supongo que te debo una explicación.

—Sí, me la debes.

El ángel suspiró otra vez y se acomodó junto a Marla.

—Sucedió hace mucho tiempo —dijo—. Nunca había hablado de ello con nadie. Claro que tampoco había tenido la necesidad de regresar al infierno desde entonces.

Hizo una pausa, meditabundo. Ahriel aguardó en silencio a que continuara.

—Entonces yo era aún un joven guerrero, uno de los mejores, si me permites decirlo. Pero también era impaciente, y un poco vanidoso, y, como todos los jóvenes, creía que estaba a salvo de todo. En aquel tiempo estábamos en guerra contra los demonios, y en particular, contra uno llamado Vartak, que había sido invocado por un grupo de humanos inconscientes. Vartak y los suyos cruzaron la puerta del infierno y nos desafiaron. Y vencimos en aquella batalla, obligándolos a retirarse.

»Sin embargo, yo no me conformé con verlos huir, y los seguí hasta el mismo infierno para matar a Vartak… obligando a mi compañero, Naradel, a acompañarme.

Calló de nuevo, y Ahriel inspiró hondo, adivinando cómo seguiría la historia.

—No tuvimos ninguna oportunidad. Fui capturado por los demonios, por el mismo Vartak, y Naradel acudió a rescatarme. Y Vartak lo obligó a pelear, ante cientos de demonios, para salvar mi vida. Escogió a su campeón más poderoso para aquella pelea, ese Vultarog al que has derrotado hoy. El trato era que, si Naradel vencía, me dejaría en libertad… pero sólo a mí: él tendría que quedarse. Y eso sólo si vencía. Si Vultarog lo derrotaba, nos matarían a los dos. Hiciera lo que hiciese, Naradel estaba condenado, pero aun así aceptó pelear.

»La pelea fue eterna, y estoy convencido de que los demonios hicieron trampa. Porque de pronto, sin ninguna razón aparente, Naradel tropezó y cayó al suelo. Su rival no aprovechó para rematarlo entonces, al contrario. Lo inmovilizó y comenzó a torturarlo lenta y cruelmente.

Se le quebró la voz. Ahriel se estremeció.

—Te obligaron a mirar —murmuró.

Ubanaziel asintió.

—Desde el principio. Todavía recuerdo las carcajadas de Vartak mientras su esbirro le arrancaba las plumas de las alas a Naradel, una por una. Después, se las cortaron, y él seguía vivo y consciente cuando lo hicieron —cerró los ojos, con una mueca de dolor—. Sus gritos aún resuenan en mis peores pesadillas.

—¿Y qué pasó entonces? —se atrevió a preguntar Ahriel.

—Me enfurecí y logré librarme de mis captores, que estaban entretenidos con su espectáculo —pronunció la palabra con amargura y repugnancia—. Recuperé mi arma y maté a Vartak a traición, pero no pude salvar a Naradel. Ni siquiera lo intenté. Escapé volando y lo dejé allí… Y regresé a Aleian de milagro. Pero lo dejé atrás, Ahriel, y eso es algo que jamás me he perdonado.

—No podrías haber hecho otra cosa —dijo ella, impresionada—. Y, si él aceptó pelear, fue porque quería que tú salieras con vida de allí.

Ubanaziel sacudió la cabeza.

—El Consejo me consideró un héroe por haber acabado con la amenaza —prosiguió—, y honraron a Naradel junto con todos los demás caídos en aquella guerra. Pero nunca confesé a nadie la verdad: que lo había abandonado, como una rata cobarde. Que no merezco el puesto en el Consejo que me ofrecieron después, y que me vi obligado a aceptar.

—¿Por qué lo aceptaste, si no te consideras digno de él? —inquirió Ahriel, con suavidad.

—Porque era la única forma de asegurarme de que no volveríamos a repetir los errores del pasado. De que ningún otro ángel abriría nunca la puerta del infierno. Y por eso te he acompañado: porque sabía que lo harías de todos modos, con nuestro permiso, o sin él.

Ahriel calló. Ubanaziel se incorporó un poco, y su rostro volvía a ser de piedra cuando dijo:

—Ahora ya lo sabes. Ya sabes por qué me comporté de forma tan extraña ante Furlaag. No esperaba que tuviera una relación tan estrecha con Vartak, ni tampoco que nadie me recordara. Y ahora comprendes que no ha sido casual que él te obligara a pelear contra ese demonio. Lo hizo a propósito para obligarme a revivir aquella pesadilla. ¿Te sientes mejor ahora?

—No —reconoció Ahriel, compungida—. Pero gracias por contármelo. Lo siento mucho.

—Y también sabes —añadió él— por qué te dije que te comprendía muy bien. También yo sé lo que es abandonar a alguien, dejarlo atrás… y perderlo. Pero yo lo viví hace mucho tiempo, y tu herida, en cambio, es mucho más reciente. Y sé lo que se siente: la furia, el odio, el dolor, la impotencia… cosas que la mayoría de los ángeles jamás han experimentado. Yo pasé por todo ello, y sé lo destructivos que pueden llegar a ser esos sentimientos si se canalizan mal.

—Entiendo —murmuró ella.

Ubanaziel volvió la cabeza hacia Marla, que abría los ojos lentamente. La mantuvieron echada cuando se incorporó, con un grito, tratando de escapar de un peligro invisible.

—Tranquila, Marla —dijo el Consejero—. Todo está bien. Te hemos sacado del infierno.

Los ojos castaños de Marla se abrieron de par en par, incrédulos. Miró a Ubanaziel, y luego a Ahriel.

—A cambio de información —le recordó ella, con cierta dureza—. Hemos cumplido nuestra parte del trato, y ahora te toca cumplir a ti. ¿Dónde está Gorlian?

Poco a poco, Marla pareció volver a la realidad. Miró a los ángeles de nuevo.

—Cumpliré lo pactado —dijo, con voz temblorosa—, lo prometo. Pero, por favor, no me llevéis con ellos otra vez… no me entreguéis a los demonios…

—¿Dónde está Gorlian, Marla? —insistió Ahriel.

Ella inspiró hondo, tratando de calmarse.

—En la Fortaleza —murmuró.

—¿La Fortaleza? —repitió el ángel, frunciendo el ceño—. ¿Te refieres al castillo de Karishia? Ya lo he registrado de arriba abajo, y allí no hay…

—No, no, no —cortó ella. Le entró un ataque de tos y su débil y escuálido cuerpo se convulsionó con violencia—. La Fortaleza Negra. La sede de la Hermandad de la Senda Infernal. Esos a los que tú llamabas los Siniestros.

Ahriel entornó los ojos, tratando de reprimir su ira. Aquella secta… Los mismos que le habían inmovilizado las alas, los mismos que habían despertado al Devastador, que habían creado Gorlian y todos los engendros que contenía… Alzó a la joven reina por el cuello y la sacudió sin miramientos.

—¿Dónde está esa Fortaleza Negra? ¿Dónde puedo encontrarlos?

—Para —la detuvo Ubanaziel—. Déjala respirar.

Marla cerró los ojos un momento e inspiró hondo, tratando de recuperarse.

—No podrías encontrarla por ti misma ni aunque te dibujase un mapa —murmuró—. Está protegida por una magia poderosa… Por eso sigue siendo secreta. Si quieres llegar hasta ella, tendré que acompañarte.

Las dos cruzaron una larga mirada. Pese al deterioro físico, Marla seguía conservando aquella fuerza interior que la caracterizaba, y Ahriel se preguntó si debía fiarse de ella. Comprendió que no tenía otra alternativa, pero procuró que Marla no se diera cuenta de lo desesperada que se sentía.

—Nos llevarás hasta allí —dijo Ubanaziel, con severidad—, pero sigues siendo una prisionera, Marla, no lo olvides. Si cumples con tu parte y no tratas de engañarnos, no te devolveremos a Furlaag; podrás cumplir tu condena en una prisión humana. No será el castillo de Karishia, pero sí la encontrarás bastante más cómoda y segura que el infierno, incluso que esa inmunda bola de cristal que creaste para deshacerte de tus enemigos. Y eso es mucho más de lo que mereces, así que yo en tu lugar no desaprovecharía esta generosa oportunidad. ¿Lo has entendido?

Marla bajó la vista, intimidada ante la seriedad de Ubanaziel.

—Sí —musitó.