XIII

Vínculo

Mac dio un paso al frente.

—Esto puede acabar aquí y ahora, Marla —dijo—. Estamos asistiendo a algo muy parecido al fin del mundo, así que deberías aceptar que has llegado demasiado lejos en tus escarceos con la magia negra. No sigas adelante. Te conozco desde que eras pequeña y sé que…

—No sabes nada de mí —cortó ella—. Y tienes razón, he provocado el fin del mundo —se rio amargamente—. Pero todo eso ya no me importa. Por mí, el mundo puede estallar en mil pedazos con todos nosotros en él. Me da igual. ¿Y sabes por qué? Porque lo único por lo que merecía la pena vivir… —se detuvo y contempló unos instantes, con emoción contenida, el cuerpo de Shalorak, tendido a sus pies—, ya no existe —Mac fue a hablar, pero Marla lo interrumpió de nuevo—. Y es por tu culpa. ¿Acaso crees que yo quería enterarme del secreto de Shalorak? ¡Habría sido mucho más feliz ignorándolo! Pero no, maestro Karmac, tenías que volver de Gorlian para terminar de destrozar mi vida y corromper lo que más me importaba. ¿Querías vengarte de mí, querías que sufriera, querías verme humillada? Enhorabuena: lo has conseguido.

Mac la miró con cierta pena.

—Shalorak tenía que morir —dijo—. Era la única forma de salvar nuestro mundo.

Marla ladeó la cabeza.

—¿De veras? —echó un vistazo por la ventana, pero todo parecía seguir igual; a lo lejos, la oscura sombra alada de un demonio surcaba el firmamento—. Bueno, pues Shalorak ya está muerto y yo no noto ningún cambio.

Zor y sus compañeros también se habían percatado de ello. «Eso es que Ubanaziel no ha logrado derrotar a Furlaag aún», pensó el muchacho. «O que estábamos equivocados con respecto al conjuro de vinculación».

—No era la única condición —dijo Mac—. Aún hay otra cosa que hemos de hacer para resolver todo esto, Marla, pero lo importante es que existe una esperanza. Eres ambiciosa, pero nunca pretendiste llevar al mundo hasta su destrucción total.

Ella rio de nuevo.

—No trates de engañarme. Sé muy bien que no hay salvación para ninguno de nosotros. Pero hay algo que quiero hacer antes de morir, y es acabar con aquellos que lo han echado todo a perder. Y, aunque probablemente ya no vuelva a ver a Ahriel, sí puedo vengarme de ti, mi odiado maestro.

—Sé razonable, Marla. Estás sola. Somos tres contra ti…

Mac no terminó de hablar. Una fuerza invisible lo lanzó contra la pared, impidiéndole respirar.

—Olvidas —dijo Marla torvamente— que yo también he estudiado los secretos de la magia negra. Que, aunque puede que no tenga tanto talento como Shalorak, llevo también mucho tiempo practicando… y que aprendí no sólo de ti… sino también de Fentark.

Ahriel iba a alzar el vuelo cuando una voz la detuvo, llamándola por su nombre. Se volvió y vio llegar a un ángel que se acercaba volando con elegancia. Reconoció a Lekaiel antes de que ella aterrizara a su lado en la cornisa.

La Consejera también había padecido los efectos de la situación. Portaba un escudo que llevaba grabado el símbolo de la ciudad y esgrimía una espada ligera y afilada. Su cabello blanco, habitualmente peinado de forma impecable, le caía sobre el hombro derecho en una trenza medio deshecha. Tanto ésta como su túnica estaban salpicadas de sangre.

Sus ojos violetas, sin embargo, relucían llenos de ira.

—¡Creí haber dejado claro que debías quedarte encerrada! ¡Creí haber entendido que no pensabas oponer resistencia!

Ahriel recordó de golpe que pesaba sobre ella un juicio y una posible condena a muerte.

—Era Ubanaziel —se justificó—. De algún modo logró sobrevivir a la apertura de los portales y había regresado para luchar contra Furlaag, el demonio que ha guiado a las huestes infernales a la batalla.

Lekaiel ahogó una exclamación de sorpresa.

—Entonces, ¿es cierto lo que dicen? ¿Ubanaziel está vivo?

Ahriel asintió.

—Pensé que necesitaría algo de ayuda y salí de la celda…

—… de la habitación en la que te teníamos recluida —corrigió Lekaiel, frunciendo el ceño.

—¡Lo que sea! —se impacientó Ahriel—. Simplemente, no podía quedarme quieta. No cuando todo esto es en gran parte culpa mía. No después de creer que Ubanaziel estaba muerto.

Lekaiel entornó los ojos y la observó con atención, calibrando la sinceridad de sus palabras.

—Hay ángeles que afirman haber visto a Ubanaziel huyendo de la batalla y abandonándonos a nuestra suerte. Y empiezo a creer que es algo más que un rumor sin fundamento.

Ahriel apretó los dientes. Recordó la historia que le había contado el propio Ubanaziel acerca de su primera experiencia en el infierno, y pensó que la vida tenía extrañas ironías. Entonces había sido aclamado como a un héroe, cuando en realidad había desertado como un cobarde. En cambio, ahora que iba a correr un riesgo incalculable para salvarlos a todos, todo el mundo lo recordaría como poco menos que un traidor.

—Ha derrotado a Furlaag —replicó, señalando a sus pies.

Lekaiel bajó la mirada y vio el cuerpo descabezado del demonio en lo que quedaba de la Sala del Consejo.

—Por la Luz y el Equilibrio —exclamó, horrorizada; pareció darse cuenta entonces del estado en el que se encontraba el edificio, y volvió a mirar a Ahriel con ojos llameantes—. ¿Cómo…?

—Eso no es lo más importante ahora —cortó ella—. Ubanaziel no ha huido de la batalla: se dirige al infierno porque está convencido de que allí encontrará la forma de devolver a todos los demonios a su dimensión y salvar así lo que queda de la ciudad. Pero es una locura, prácticamente un suicidio.

Lekaiel se apoyó sobre su escudo y suspiró con cansancio; sin embargo, pareció que las noticias la aliviaban en parte, probablemente porque le resultaba difícil creer que Ubanaziel pudiera haberlos traicionado.

—¿Por qué estás tan segura de ello? Ubanaziel siempre ha sido un ángel muy sensato, y nadie conoce el infierno como él. Quizá deberías confiar más en su criterio.

—Porque no ha querido que lo acompañase. Me ha encomendado otra misión…

—¿De veras? —interrumpió Lekaiel—. ¿Y es importante esa misión?

Ahriel dudó. Si su teoría era correcta y Shalorak seguía con vida, entonces era crucial acabar con él. Si se equivocaba, o si el hechicero estaba muerto, entonces su viaje a Karish sería en vano. Apretó los dientes.

—Lo ignoro, Consejera. Todo lo que sé es que se ha ido solo, y, por vital que sea lo que me ha ordenado que haga, no puedo, no debo…

—Ahriel —cortó ella—. Debes obedecer. Ubanaziel es tu superior. Ya sabes lo que eso significa.

—Sí: seguir sus órdenes sin cuestionarlas —murmuró Ahriel.

Había habido una época en que ella estaba de acuerdo con aquella forma de pensar. Pero esos tiempos quedaban muy atrás.

—No puedo —concluyó, desplegando las alas— voy a ir tras él, lo quiera o no. Si de su incursión en el infierno depende la salvación de nuestro mundo, no debería haber ido solo. Y, en cualquier caso, yo ya no tengo nada que perder. Prefiero morir peleando a su lado que…

—… ¿que ejecutada por el Consejo?

Ahriel guardó silencio un instante. Después, clavó en Lekaiel una mirada intensa y sincera.

—Lo que te dije antes lo mantengo, Consejera. No me opondré a mi ejecución, si eso es lo que decide el Consejo. Pero será más adelante. Si existe alguna posibilidad de ayudar a Ubanaziel, la encontraré. Se lo debo. Y, si salimos con vida, juro que volveré para cumplir con mi castigo.

La Consejera abrió la boca para contestar, pero Ahriel tomó impulso y se elevó en el aire, sin aguardar respuesta.

—¡Espera! —le gritó Lekaiel; desplegó las alas y salió volando tras ella—. ¿Crees que puedes marcharte así, a jugar a ser una heroína, cuando desvelaste a los demonios la forma de llegar hasta aquí?

A Ahriel no la sorprendió que la acusara de ello. Sin embargo, se volvió y respondió, sin detenerse:

—¡No fui yo, Consejera! ¡Échale las culpas a Marla, porque nos odia a todos, y es lo suficientemente lista y retorcida como para hacer algo así!

Lekaiel no parecía muy convencida. Sin embargo, tuvo que frenarse en el aire, porque un demonio le salió al paso. Ahriel no tenía tiempo para ayudarla y, cuando oyó a sus espaldas su grito de guerra, deseó de corazón que saliera viva de aquella batalla. No soportaría otra muerte más pesando sobre su conciencia.

Remontó el vuelo todo lo que pudo para elevarse por encima de los contendientes. Esquivó a malcarados demonios y a perversos diablillos y se alejó de Aleian como una flecha, dejándolos a todos atrás, como había hecho Ubanaziel apenas unos momentos antes. Sabía que él le llevaba ventaja, pero esperaba poder alcanzarlo cerca del portal. Dudaba mucho que hubiese vuelto a Vol-Garios; recordaba la lista de lugares que Shalorak había enumerado, y sabía que la puerta más cercana a Aleian era la de Sin-Kaist.

De modo que se dirigió hacia allí, esperando no llegar demasiado tarde. «Ya me ocuparé de Shalorak después, si es que sigue vivo», se dijo, batiendo las alas con todas sus fuerzas. «Primero he de asegurarme de que ese ángel testarudo sale del infierno sano y salvo; y después, ya se verá».

Justo cuando el Loco Mac levantaba de nuevo su escudo de protección, Zor se volvió hacia la puerta y se aferró al picaporte instintivamente, en una acción desesperada. Para su sorpresa, la puerta del salón de baile se abrió hacia afuera de golpe, libre ya de la magia de Shalorak. Y todo sucedió muy deprisa. Zor y Cosa cayeron al suelo, la magia de Marla rebotó en la defensa tejida por Mac, éste se apresuró a salir del salón tras sus compañeros, tropezando con Cosa y cayendo sobre ellos… Por fortuna, para entonces el engendro se había incorporado de un salto, y se lanzó sobre la puerta para cerrarla de golpe tras ellos.

—¡Séllala! ¡Séllala! ¡Séllala! —gritó Mac, histérico, sin dirigirse a nadie en particular, mientras aferraba el picaporte con fuerza para que Marla no pudiera moverlo desde el otro lado. Luego, afortunadamente, pareció darse cuenta de que el único que podía sellar mágicamente la puerta era él, y trató de concentrarse para recordar cómo se hacía. Un chispazo azul brotó de sus dedos y recorrió el picaporte, y después toda la puerta, justo a tiempo: un instante después, algo la golpeó con violencia desde el otro lado, pero no logró hacerla temblar siquiera.

—¿Estamos a salvo? —preguntó Zor, sin poder creerlo.

—¡Qué dices! —respondió Mac con una risotada nerviosa, empujándolo hasta una ventana abierta—. ¿Cómo vamos a estar a salvo aquí? Por el momento ya hemos cumplido, chaval, así que vámonos ahora que podemos. Carga con Cosa y salid volando, rápido.

El engendro y el medio ángel se precipitaron hacia la ventana de forma automática. Sin embargo, cuando Zor tenía ya puesto un pie sobre el alféizar, se volvió hacia Mac, confuso:

—Pero, ¿y tú? ¿Qué vas a…? ¡Aaaah! —gritó, cuando su amigo, por toda respuesta, lo lanzó al vacío de un empujón. Agitó las alas y se elevó un poco en el aire, todavía pendiente de la ventana. Vio a Mac y a Cosa asomados a ella, y se preguntó si el viejo pretendería que cargara con los dos. Pero Cosa, alentada por Mac, dio un formidable salto y se enganchó a los pies de Zor, y el muchacho aleteó desesperadamente para recuperar la estabilidad y evitar caer en picado sobre el patio del palacio.

—¡Marchaos! —gritó el viejo hechicero—. ¡Buscad un sitio seguro!

—¡No me iré sin ti! —vociferó Zor; pero Cosa, aterrorizada, se retorcía como una comadreja, y el chico se vio obligado a concentrar toda su atención en mantenerse en el aire. Cuando comprendió que no aguantaría mucho tiempo, buscó con la mirada algún lugar seguro donde aterrizar. Descubrió una torre a poca distancia, y decidió que dejaría allí a Cosa y volvería a buscar a Mac.

Batió las alas con energía hasta que, finalmente, logró sobrepasar las almenas de la torre y posarse allí. Cosa se apresuró a regresar a suelo firme y corrió a aovillarse bajo la sombra de una de las almenas. «Aquí, Marla no la encontrará», pensó el muchacho. Cuando se dio la vuelta para despegar de nuevo, estuvo a punto de tropezar con el propio Mac, y lanzó un grito del susto.

—¿Pero qué…? —pudo decir; se interrumpió al ver que su amigo flotaba en el aire, a medio metro del suelo. Tenía, sin embargo, un aspecto horrible, pálido y sudoroso, y con cara de estar sufriendo unas fuertes náuseas. Cuando se desplomó como un fardo, Zor lo sostuvo entre sus brazos justo a tiempo de evitar que chocara contra el suelo.

—Es que he calculado mal —farfulló el hombrecillo—. Mucha distancia, demasiado tiempo ha pasado, sí. El hechizo me ha robado toda la energía… —calló de golpe, y un brillo de extravío se encendió en sus ojos cansados—. ¡Robar toda la energía! —repitió, y se rio como un loco.

Zor lo arrastró hasta la almena y lo sentó con cuidado, apoyándole la espalda contra la pared.

—Estás agotado —le dijo—. Si llevas tantos años sin usar la magia para nada, es normal que ahora…

—Silencio, chaval —le cortó él—. Estoy pensando.

—¡Pero…!

—¡Estoy pensando! —chilló Mac, acallando todas sus protestas.

De modo que Zor cerró la boca y aguardó, inquieto. De vez en cuando se asomaba prudentemente por entre las almenas para otear el horizonte. Estaba convencido de que Marla los perseguiría volando sin alas, igual que había hecho Mac. Hasta que se dio cuenta de que había una pequeña puerta en la torre, que daba a una escalera de caracol. Se apresuró a cerrarla, por si acaso.

—Zor, ven aquí —lo llamó entonces Mac.

El chico obedeció, extrañado de que lo llamara por su nombre, en lugar de «muchacho» o «chaval», como solía hacer. Cuando llegó junto a él se dio cuenta de que no había mejorado.

—Mmmal eccara —observó Cosa.

Tenía razón. El rostro del Loco Mac había pasado de una blanca palidez a un amarillo enfermizo. Sudaba copiosamente y hasta tenía ojeras. Zor comprendió que tenía que llevárselo cuanto antes a un lugar seguro para que pudiera descansar. Y allí, en lo alto de la torre, no estaban seguros: Marla podía encontrarlos en cualquier momento.

—Búscame un espejo —dijo entonces Mac.

Zor lo miró sin comprender.

—¿Cómo has dicho?

—Necesito un espejo. Un espejo grande, de cuerpo entero, si es posible.

—¿Y qué es un espejo?

Mac farfulló algo incoherente, bastante alterado, y lanzó una serie de risillas dementes. Luego se tranquilizó y respondió:

—¿Recuerdas cuando recorríamos hace un rato el palacio en busca de Shalorak y Marla? Pasamos por una habitación en la que había un espejo: es una superficie de cristal que te muestra tu imagen. Te has quedado embobado mirándola porque era la primera vez que te veías a ti mismo.

—¡Sí! —asintió Zor, emocionado—. Y me has explicado que en los palacios como el de Marla hay muchos, para que las damas puedan verse todos los días.

—Exacto, chaval. Bueno, pues quiero que vuelvas a entrar en el palacio, sin que te vea Marla, claro, y busques uno de esos espejos. Seguro que no te será difícil encontrarlo. Después, me lo traes hasta aquí. ¿De acuerdo?

Zor se quedó perplejo. No estaba seguro de entender mejor que antes lo que se proponía su amigo, a pesar de la aclaración.

—Mac, ya sé que vas hecho un desastre incluso para lo que es habitual en Gorlian, pero ahora no es momento de…

—¡No lo quiero para mirarme, zoquete! —chilló Mac; luego se dejó caer contra el muro, como si aquel exabrupto hubiese terminado con las pocas fuerzas que le quedaban—. Lo quiero para un conjuro.

—Pero estás agotado —observó Zor—. No te queda ni pizca de magia.

—Me recuperaré mientras vas a buscar ese condenado espejo —insistió él, tozudo—. Y cuanto más tardes, menos tiempo tendré para preparar el conjuro antes de que llegue Marla.

—¿Vas a hacer otro hechizo como el de la red que tenía que capturar a Shalorak? —dijo Zor, escéptico—. Bueno, pues no me fío. No pienso moverme de aquí hasta que me digas qué estás tramando exactamente.

Mac soltó una retahíla de insultos y palabras malsonantes, pero Zor se mantuvo firme hasta que, finalmente, el hombrecillo explicó, con una risilla nerviosa:

—Es un truco que le vi hacer a Fentark. El tipo era muy desconfiado, y temía que en algún momento alguno de los acólitos lo traicionase y tratase de entrar por la noche en su cuarto para asesinarlo o algo así. Entonces colocó un espejo cerca de su cama. Lo tenía siempre cubierto con un paño, pero podía descubrirlo en cualquier momento con sólo una mirada. Aquella persona cuya imagen se reflejara en ese espejo perdía inmediatamente todos sus poderes, porque su doble absorbía toda su magia. Y se quedaba débil y traspuesto, como yo ahora —hizo una pausa y continuó—. Cuando empecé a no estar de acuerdo con lo que él hacía, me llevó a sus estancias, me mostró el espejo, como quien no quiere la cosa, y me habló del poder que poseía. Tardé un tiempo en entender que se trataba de una amenaza velada, muchacho; y, cuando lo hice, me aseguré de investigar qué clase de conjuro había puesto en aquel azogue del demonio y cómo podía yo contrarrestarlo. Descubrí que, una vez que la imagen ha absorbido tu magia ya no hay nada que hacer, ni siquiera rompiendo el espejo. No tiene contrahechizo ni hay manera de defenderse contra eso. La única persona a la que no le afecta el conjuro es a quien lo formuló.

—De modo que quieres crear un espejo así para robarle los poderes a Marla —entendió Zor—. Pero ella debe de conocer el truco, porque también fue discípula de Fentark.

—Claro que lo conocerá, chaval, pero no importa, porque, para cuando se dé cuenta de lo que pretendemos, ya será demasiado tarde. Se habrá quedado sin magia y nosotros podremos derrotarla y salir de aquí de una vez por todas. Y ahora corre, o, mejor dicho, vuela a buscar el espejo que te he pedido. Yo me quedaré aquí con Cosa.

—¿Y si llega Marla mientras estoy por ahí?

—Mala suerte —replicó Mac, riendo como un demente.

No muy convencido, Zor los dejó solos y levantó el vuelo otra vez.

Sobrevoló el palacio de Marla, sorteando torretas, tejados y pináculos. No le extrañó comprobar que el lugar seguía estando tan vacío y silencioso como antes. Empezaba a verse alguna actividad en la ciudad, más allá de los muros del palacio; personas aterrorizadas que se deslizaban por las esquinas deprisa y en silencio, tal vez en busca de provisiones para su familia, quizá pretendiendo reunirse con seres queridos que vivían algo más lejos, para comprobar que estaban bien. Por el momento, parecía que nadie se atrevía a salir de Karishia: el recuerdo de la masacre causada por los demonios al otro lado de la muralla aún estaba reciente. Zor no sabía mucho acerca de los sistemas de poder en el mundo exterior, pero sospechaba que los ciudadanos no tardarían en recuperar algo del valor perdido y acudirían al palacio a pedirle explicaciones a Marla. En Gorlian era así: su abuelo le había contado historias de jefes de bandas que habían sido brutalmente asesinados por esbirros descontentos.

Y allí parecía vivir mucha, muchísima gente. Zor se preguntó si la magia de Marla sería capaz de defenderla de todos ellos.

Descubrió un amplio ventanal abierto en un ancho torreón que se alzaba, orgulloso, en una esquina del palacio, y consideró que estaba lo suficientemente apartado del salón de baile donde habían dejado a Marla. Se coló por él y llegó a una hermosa habitación, bien amueblada y vestida con gruesas alfombras y ricos tapices. No había en ella ningún espejo, sin embargo. Zor salió al descansillo y descendió por la escalera de caracol. La habitación del piso inferior estaba cerrada y fue incapaz de abrir la puerta, de modo que continuó descendiendo hasta llegar a un extenso corredor. Lo siguió, con cautela, y entró por la primera puerta que vio. Se trataba de la habitación de las costureras, y tenían un gran espejo de cuerpo entero en una de las esquinas. Un espejo en el que Marla se había visto reflejada docenas de veces, cuando había acudido a probarse algún traje nuevo.

Zor no tenía ni idea de esto, ni sabía qué eran todos aquellos objetos extraños, madejas de hilo y rollos de tela amontonados en un rincón de la habitación. Se limitó a inspeccionar el espejo y constatar que era demasiado grande como para llevarlo a cuestas. Con un suspiro de impaciencia, paseó la mirada por el resto de la habitación, y encontró un par de puertas más pequeñas. Una de ellas conducía a un ropero, pero la otra daba a un cuarto con dos camas. Por fortuna, también había una pequeña cómoda con un espejo de pared. Zor comprobó, satisfecho, que podía descolgarlo sin problemas y que, aunque pesaba un poco, podría cargar con él hasta la torre donde Mac y Cosa lo esperaban.

Con el espejo bajo el brazo regresó al corredor y abrió una de las ventanas para volver a salir al aire libre. Momentos más tarde, planeaba ya sobre el palacio, de regreso a la torre.

Ahriel no tuvo ninguna dificultad a la hora de localizar la puerta de Sin-Kaist. Se alzaba sobre una pequeña loma a las afueras de la ciudad, entre las ruinas de una antigua torre de vigías. Su resplandor rojizo era inconfundible y se detectaba incluso desde lejos.

El ángel sobrevoló la urbe arrasada, tratando de no mirar, intentando ignorar el hedor de la muerte y las cenizas, y finalmente aterrizó entre los restos de la torre. No había nadie alrededor. Evidentemente, los demonios que habían salido por aquella puerta se habían encargado de asesinar a todas las personas que pudieran haber encontrado por allí. Después habían caído sobre la ciudad como una bandada de vampiros sedientos de sangre y, cuando ya no habían encontrado allí nada que matar, se habían unido a Furlaag en su campaña contra los ángeles de Aleian.

Tampoco vio a Ubanaziel. Seguramente, hacía ya rato que el Consejero había cruzado aquella puerta. Y, aunque hubiese escogido otra, de todas formas las siete llevaban al mismo lugar. Así que, si todo iba como Ahriel esperaba, se encontraría con él al otro lado.

Dudó un instante, con la mirada clavada en aquella espiral de color rojo sangre que rotaba sobre sí misma con lentitud. Se estremeció, sin poderlo evitar. Su última visita al infierno no había sido una experiencia agradable, y no tenía ninguna gana de repetirla. Y, sin embargo, debía ayudar a Ubanaziel… no sólo por él, sino también porque el futuro del mundo dependía del éxito de su misión.

Inspirando hondo, Ahriel dio un par de pasos al frente y cruzó la espiral de luz escarlata.

Ubanaziel había llegado a Sin-Kaist hacía un buen rato y había traspasado el portal sin vacilación. Sospechaba que, por una vez, no iba a encontrar grandes peligros en el infierno. Prácticamente todos sus habitantes estaban en el mundo de los humanos. Al ángel se le hacía difícil creer que alguno hubiera podido quedarse atrás voluntariamente, aunque fuera para asegurar la libertad del resto de los de su especie. El altruismo no formaba parte del comportamiento habitual de aquellas criaturas.

Era más lógico que, si uno de los extremos del vínculo seguía en el infierno, se debiera a que lo habían obligado a quedarse. Y no era tan sencillo reducir a un demonio poderoso, por lo que Ubanaziel había deducido que se trataba de uno menor.

También existía una posibilidad a la que el ángel le había estado dando vueltas, y era que tal vez Fentark, el antiguo líder de la Hermandad de la Senda Infernal, no estuviese muerto después de todo. Quizá Furlaag había engañado a Marla y a Shalorak haciéndoles creer lo contrario, y el hechicero seguía allí, formando parte del conjuro que mantenía conectadas ambas dimensiones.

Esperaba tener razón. Pero, en cualquier caso, si no encontraba a nadie en el infierno, sólo cabría suponer que Ahriel estaba equivocada y que Furlaag era el demonio al que había que matar…

Una idea terrible cruzó su mente: ¿y si los demonios ya habían previsto aquello? ¿Y si habían utilizado para el conjuro a un demonio del montón, uno de los miles con los que contaban las hordas infernales? En tal caso, jamás lo encontrarían.

Ubanaziel sacudió la cabeza. No, el conjuro de vinculación era algo demasiado importante como para dejarlo en las garras de un demonio cualquiera. La lógica le decía que Furlaag habría optado por realizarlo él mismo. En tal caso, no iba a encontrar nada en el infierno. Pero más valía asegurarse.

El ángel sobrevoló las llanuras, resecas y quebradas, vacías ahora de demonios y diablillos. Batía las alas lentamente, observando con su mirada de halcón cada resquicio, cada orificio donde pudiera esconderse cualquier criatura. El infierno lo bañaba con su irritante luz rojiza, pero Ubanaziel mantenía la calma. Había tomado una decisión y estaba preparado para afrontar las consecuencias.

Divisó a lo lejos una cresta rocosa, afilada como un serrucho, y aceleró el vuelo para alcanzarla. Recordaba aquel lugar de su primera visita al infierno. Cerca de allí había matado a Vartak, el demonio que lo había capturado. No era un pensamiento agradable, pero Ubanaziel se obligó a sí mismo a revivir todo aquello, porque sentía que se lo debía a la memoria de Naradel.

Se posó sobre uno de los salientes de piedra de la cresta y miró a su alrededor. Incluso desierto y silencioso, el infierno seguía transmitiendo un aire maligno. A sus pies descubrió una hondonada rocosa de forma circular, y se estremeció. Recordaba perfectamente que allí había agonizado Naradel. Todavía podía ver a los demonios reunidos en torno a aquella especie de circo de los horrores, abucheando al ángel caído y gritando vítores en honor a su campeón, el enorme Vultarog, al que Ahriel había derrotado hacía poco. Lo único que lamentaba Ubanaziel era no haberlo matado él mismo. Pero, en cierto modo, Naradel estaba vengado: tanto Vartak como Vultarog estaban muertos, y Furlaag también había caído.

Con un suspiro de tristeza, Ubanaziel descendió hasta la hondonada y aterrizó en su centro. Cerró los ojos, con pesar. Allí era donde Naradel había muerto en medio de un terrible tormento. A pesar del tiempo transcurrido, Ubanaziel todavía se sentía culpable. Lamentaba no haber recuperado su cuerpo para que su amigo obtuviera por fin su merecido descanso eterno; lamentaba no tener un lugar al que ir a llorarle pero, sobre todo, lamentaba haberlo dejado atrás.

Y en aquel momento comprendió que, en el fondo, él no era tan diferente de Ahriel. Porque si había accedido a acompañarla al infierno, si había regresado ahora, se debía a que, muy en el fondo de su corazón, deseaba hacerlo, para volver a ver, una vez más, el lugar del que había huido cobardemente, abandonando a su suerte a Naradel.

Esbozó una sonrisa amarga. «Este asunto me ha atormentado durante décadas», pensó. «Pero ya es tiempo de que lo asuma y lo supere. Descansa en paz, Naradel».

Se irguió, dispuesto a proseguir con su exploración. Si había acudido al infierno por motivos personales, aun cuando lo hubiese hecho de forma inconsciente, entonces tenía mucha más responsabilidad en todo aquello de lo que había imaginado. Aquella idea reafirmó su decisión de continuar con su viaje hasta el final.

Desplegó las alas para alzar el vuelo de nuevo, pero una voz a sus espaldas lo detuvo. Una voz baja, rota, que, sin embargo, despertó en él recuerdos de tiempos pasados:

—Sabía que volverías.

Ubanaziel se dio la vuelta, turbado. Tras él se alzaba una extraña criatura a la que, en un primer momento, le costó reconocer. Vestía a la manera de los demonios, con ropas de cuero y piel, recubiertas de pedazos de diferentes armaduras que componían una coraza extraña y grotesca. Pero no tenía el aspecto de un demonio, sino de un hombre delgado y demacrado, de largo cabello castaño y rasgos que antaño fueron hermosos, pero que el tiempo y las penalidades habían afilado y endurecido, hasta convertirlos casi en una máscara de amargura.

Ubanaziel dio un paso atrás.

—¿Cómo…? ¿Quién…? —balbuceó.

El otro esbozó una sonrisa cargada de ironía.

—¿Tanto tiempo ha pasado que ya no me reconoces, Ubanaziel?

Y, entonces, el Guerrero de Ébano reparó en las protuberancias que nacían de la espalda de su interlocutor, como dos tristes raíces retorcidas: lo que quedaba de unas blancas alas angélicas cortadas mucho tiempo atrás.

Ubanaziel lanzó una exclamación de asombro y horror.

—¡Naradel! —musitó.

El ángel alzó la cabeza y acentuó su sonrisa.

—Veo que aún me recuerdas. Has tardado en volver a buscarme, amigo mío. ¿Qué te trae por aquí, después de tantos años?

Para su alivio, Zor descubrió que Mac y Cosa seguían donde los había dejado. Ni rastro de Marla todavía.

Sin embargo, la salud de Mac no parecía haber mejorado.

—No creo que estés en condiciones de hacer ninguna clase de magia —le dijo Zor por todo saludo, aterrizando a su lado.

—¿Me has traído el espejo? —preguntó Mac, sin hacerle caso.

—Sí, mira, aquí lo tengo. ¿Te sirve?

El hombrecillo torció el gesto.

—Es demasiado pequeño.

—Encontré otro más grande, pero no podía cargar con él hasta aquí. Tendrá que valerte éste.

Mac suspiró. Luego se le escapó una risilla nerviosa, se controló y suspiró de nuevo.

—Bueno, lo intentaré.

Trató de incorporarse, pero vaciló, y tuvo que apoyarse en Cosa.

—Mac, no tienes fuerzas para esto —dijo Zor, con firmeza—. Déjame terminar —añadió, atajando la incipiente protesta de su amigo—. Si no queda más remedio, si no se nos ocurre otra solución, lo haremos, pero antes deja que intente curarte, por lo menos. Mis habilidades como sanador no son tan impresionantes como las de Ubanaziel, porque sólo soy un medio ángel —se justificó, ruborizándose—, pero quizá logre devolverte algo de la energía perdida. Después de todo, ni siquiera estás herido, ¿no?

El Loco Mac lo miró fijamente un instante.

—Podría funcionar —dijo por fin—. Pero no tenemos tiempo para hacer las dos cosas y, si usas tu poder curativo mientras yo aplico el conjuro al espejo, puede que éste absorba parte de tu energía. ¿Estás dispuesto a permitirlo?

Zor pensó en aquella oscura y retorcida magia apropiándose de una parte de sus fuerzas y se estremeció de horror, pero asintió, decidido.

—Soy joven y fuerte, y tengo más energías que tú. Así que, si puedo prestarte unas pocas para el conjuro, me parece bien.

—De acuerdo, chaval —sonrió Mac—. Manos a la obra, pues.

—Espera —lo detuvo el chico—. ¿Estás seguro de que recuerdas cómo se hacía?

Mac se dio unos golpecitos con el dedo sobre la frente y le dedicó una carcajada perturbada.

—Todo está aquí, muchacho. La magia es como el torrente de un arroyo. Puede que el caudal quede disminuido porque se han acumulado escombros en el cauce, pero, en cuanto retiras las primeras piedras, el agua vuelve a pasar con fuerza y termina de despejar el camino.

Zor no entendió del todo la comparación, pero no puso más objeciones.

Colocaron el espejo frente al viejo mago y éste posó las manos sobre su lisa superficie. Mientras tanto, Zor se situó detrás de él y lo sujetó por los hombros. Inspiró hondo, se concentró y dejó que se iniciara el círculo de curación.

Mac notó inmediatamente la leve corriente de energía que empezó a recorrer su cuerpo. Procuró centrarse en el conjuro que tenía entre manos. Observó su propio reflejo y se vio andrajoso, viejo y enfermo. «Ah, no», se dijo. «No voy a permitir que este espejo me arrebate las pocas energías que me quedan, cuando ni siquiera lo he embrujado todavía. Es lo que me faltaba por ver».

Cerró un instante los ojos para concentrarse mientras el poder curativo de Zor seguía recorriendo su cuerpo, reconfortándolo y otorgándole parte de la fuerza que necesitaba. Y, poco a poco, su voluntad fue moldeando la magia negra para convertir el espejo en una trampa fatal para cualquier hechicero.

—Naradel —repitió Ubanaziel, mortalmente pálido—. ¿Cómo es posible? ¡Estabas muerto! ¡Esa bestia de Vultarog te mató!

El ángel sin alas ladeó la cabeza y lo contempló un instante antes de decir:

—Eso explicaría por qué me diste la espalda, naturalmente. Pero, por desgracia, sólo viste lo que querías ver. Estaba todavía vivo cuando saliste volando, Ubanaziel. Te llamé, y estoy seguro de que me oíste, pero no giraste la cabeza ni una sola vez. No hace falta decir que, evidentemente, no morí aquel día. Ni al siguiente. Tú habías matado a Vartak, así que los demonios se ensañaron conmigo y me torturaron durante… no sé, tal vez días, o quizá meses, o años… es difícil llevar la cuenta aquí, en el infierno, donde cada instante parece una eternidad…

»El caso es que por fin se cansaron o se aburrieron de mí y me dejaron en paz. Con el tiempo se han acostumbrado a verme por aquí… y, ¿para qué nos vamos a engañar? A aquellas alturas, tampoco yo tenía muchos deseos de volver. Te había visto salir huyendo del infierno y dejarme atrás, pero durante mucho tiempo abrigué la esperanza de que en realidad hubieses ido a buscar refuerzos. Cada día miraba a lo alto, esperando ver una escuadra angélica, liderada por ti, que acudiera en mi rescate —hizo una pausa, mientras los ojos de Ubanaziel se llenaban de lágrimas—. Tampoco hará falta aclarar, imagino, que con el tiempo dejé de tener esperanzas. Y a ti, ¿qué tal te va? —añadió; alzó las cejas al fijarse en el cinturón de Ubanaziel—. Vaya, muy bien, por lo que veo. Si estoy ante nada menos que un miembro del Consejo. No sabía que ahora se valoraran tanto entre los ángeles virtudes tales como la cobardía y la traición.

—Naradel… —pudo decir Ubanaziel; tenía un nudo en la garganta y una espantosa opresión en el pecho—, te juro que pensé que habías muerto cuando abandoné el infierno. Si hubiese tenido la más mínima sospecha de que seguías vivo…

—… ¿no me habrías dejado atrás? Permite que lo dude.

Ubanaziel calló un instante, rememorando la espantosa experiencia sufrida en el infierno.

—No estoy seguro. Fueron momentos muy duros para ambos… Pero, aunque puede que sea un cobarde, no soy y nunca he sido un traidor. Habría regresado para buscarte… no con una escuadra, sino con todo el ejército de Aleian. Si hubiera tenido la más mínima esperanza…

—¿Estás intentando decirme que en todo este tiempo nunca has dudado, ni un solo instante, de que estuviese muerto? ¿Nunca soñaste que existiera una pequeña posibilidad, por pequeña que fuera… de que te estuviera esperando?

Ubanaziel fue a responder; pero entonces recordó con qué tesón había buscado Ahriel a su hijo, pese a que él mismo no habría apostado por que pudiera recobrarlo nunca. Y resultó que se había equivocado. De hecho, con un poco de suerte, a aquellas alturas ambos se habrían reunido ya en el palacio de Marla. Ahriel estaría abrazando ya a su hijo perdido y aquel extraordinario muchacho podría mirar a su madre a los ojos por fin.

Naradel detectó el breve instante de vacilación de su antiguo amigo y compañero y asintió, sombrío.

—Es lo que suponía —dijo, extrayendo una espada de su cinto. Ubanaziel lo miró sin comprender, pero el guerrero que había en él lo hizo dar un paso atrás instintivamente y tensar los músculos, dispuesto a reaccionar ante cualquier amenaza.

—¿Qué estás haciendo?

Naradel le dedicó una breve carcajada.

—¿Tú qué piensas? Sé por qué has venido ahora, Ubanaziel. Después de tanto tiempo… no has venido a rescatarme… sino a matarme.

—¿De qué estás hablando? —replicó él; pero llevó una mano al puño de su espada en un acto reflejo.

—¿Todavía no lo has adivinado? Te lo explicaré, pues, ya que necesitas que te aclaren tantas cosas. Hace un tiempo, Furlaag me propuso un plan para vengarnos de los ángeles. Los demonios tienen mucho que reprocharnos, sí… Los hemos mantenido encerrados durante milenios en esta dimensión. Y yo, por mi parte, tampoco guardaba buenos recuerdos de vosotros por aquel entonces. Pero, mientras Furlaag y los suyos no veían el momento de marcharse de aquí, yo ya no tenía deseos de hacerlo. ¿Escapar del infierno? ¿Y para qué? ¿Para regresar con los míos? ¿Con aquellos que me habían abandonado a mi suerte?

Naradel escupió a los pies de Ubanaziel, pero éste apenas se percató de ello. A medida que iba entendiendo las implicaciones de lo que estaba escuchando, una sombra de horrorizada comprensión se iba apoderando de su rostro.

—Así que los demonios se han ido a destruir el mundo —prosiguió Naradel, con una carcajada—, y yo no sólo me he quedado aquí, guardándoles el fuerte, sino que además les he indicado cómo llegar hasta Aleian. Te sorprenderá que me haya pasado a su bando, pero a mí me enseñaron que los hijos del infierno eran criaturas crueles, violentas y malvadas, y que nosotros, los ángeles, éramos seres de luz, justos, bondadosos y amables. Y, ¿sabes una cosa? He descubierto que no me mintieron acerca de los demonios. Son exactamente tan viles y traicioneros como me habían contado. Y eso los honra, porque al menos no fingen ser algo distinto a lo que son. Lo cual, créeme, supone todo un alivio cuando aquellos que en teoría debían defender la paz, el bien y la justicia resultan no ser más que una pandilla de sucios traidores.

Naradel se rio otra vez, y Ubanaziel se estremeció, sin poderlo evitar.

«Se ha vuelto loco», pensó.

—Furlaag me advirtió que vendrías —concluyó Naradel—. Tú, o bien otro ángel llamado Ahriel, la que derrotó a Vultarog —sonrió de forma desagradable—, cosa que no lamento, y que desearía haber visto. Me dijo que vendríais a matarme. Pero no me importó, porque, si su plan daba resultado, el mundo quedaría arrasado, y los ángeles serían por fin derrotados, y caerían, con toda su arrogancia y prepotencia, a nuestros pies. Eso es lo que más deseo ahora mismo, Ubanaziel… ¿o debería llamarte «Consejero»? No importa, porque muy pronto ni siquiera el Consejo existirá. Un Consejo que abandona a uno de los suyos en el infierno no merece existir, sobre todo si pretende hacer creer al mundo que son los guardianes de la justicia y del Equilibrio —escupió de nuevo—. Por eso acepté su propuesta. Así que, enhorabuena. ¿Buscabas al otro extremo del vínculo entre dimensiones? Pues ya lo has encontrado —manifestó, con una amplia y desagradable sonrisa—. ¿Qué vas a hacer ahora? Has venido a salvar tu mundo, ¿no es así? Pues para ello tendrás que matarme.

—No puedes estar hablando en serio —susurró Ubanaziel.

Naradel entornó los ojos, acentuando su sonrisa, pero no añadió nada más. Lanzó un rápido y repentino ataque hacia el Guerrero de Ébano, buscando alcanzarle con su espada. Ubanaziel lo esquivó como pudo, pero no contraatacó. Naradel hizo rechinar los dientes y volvió a insistir. Sus golpes eran rápidos y elegantes, fruto de la técnica que tiempo atrás lo había hecho famoso entre los suyos como uno de los mejores espadachines de Aleian. Ubanaziel fue capaz de reconocer su estilo en aquellos movimientos, veloces y fluidos, a pesar de los años que habían pasado. Sin embargo, detectó que algo había cambiado desde entonces. Ahora Naradel peleaba con rabia, con odio.

—¿Por qué no te defiendes? —gruñó.

—No has perdido tu toque —comentó Ubanaziel, con calma, cuando la espada de su adversario estuvo a punto de alcanzarlo.

—¡Esto no es un juego!

—Nunca he dicho que lo fuera.

Ubanaziel paró una nueva estocada de Naradel y éste se vio obligado a retroceder unos pasos; pero el contraataque no llegó.

—¿Qué es lo que pretendes, entonces?

Ubanaziel inclinó la cabeza hacia un lado para esquivar la espada de su adversario.

—Lo único que sé —respondió—, es que no quiero verte morir otra vez, Naradel.

Le pareció detectar un brevísimo destello de vacilación en los ojos claros del ángel caído, que fue rápidamente sustituido por un brillo de ira. Las espadas chocaron una ve/, más y Naradel lanzó una corta carcajada.

—Cada instante que permanecen abiertas las puertas del infierno —dijo— mueren más criaturas a manos de los demonios. No sólo humanos, sino también ángeles. Eso, si a estas alturas Furlaag y los suyos no los han exterminado ya a todos.

—Furlaag está muerto.

—Qué pena —se burló Naradel—. Pero eso no impedirá que las hordas del infierno sigan masacrando tu hermoso mundo… porque ayer seguía siendo tan hermoso como lo recuerdo, ¿verdad? Ya no volverá a ser igual, qué lástima. Tú podrías hacer algo al respecto, Consejero.

—¿Y qué es lo que quieres tú? —replicó Ubanaziel—. ¿Me estás pidiendo que te mate?

—Ni por asomo. Lo que deseo es matarte yo, pero no tiene la misma gracia si no te empleas a fondo.

Ubanaziel retrocedió y contempló a su antiguo amigo un instante. Ya apenas se parecía al Naradel que había conocido. El ángel caído alzó la barbilla y le dedicó una sonrisa desdeñosa.

—¿Y bien? ¿Dejarás que tu mundo muera sólo porque no tienes el valor de pelear? ¿O harás lo que debes, por una vez en tu vida?

Ubanaziel bajó la cabeza, pero no respondió.

—Eso no es justo —resonó una voz cerca de ellos—. Ubanaziel es un Consejero noble, sensato y leal. Ha actuado siempre según lo que consideraba lo más correcto. Si cometió un error en el pasado, no cabe duda de que lo ha lamentado largamente y ha trabajado cada día para ser mejor persona y un líder digno.

Los dos ángeles contemplaron la figura que se alzaba en lo alto de la hondonada, mirándolos, muy seria, con la espada desenvainada.

—¡Ahriel! —exclamó Ubanaziel, consternado—. ¿Se puede saber qué haces aquí?

Ella sonrió.

—He venido a recordarte por qué luchamos —respondió—, y en qué creemos.

—¿En qué creemos? —inquirió Naradel, con una sonrisa socarrona.

Ahriel lo observó un momento y le pareció ver, por un instante, la imagen de lo que ella misma había sido cuando gobernaba Gorlian con mano de hierro. Un ser cruel, vengativo y resentido. Una criatura que había sufrido horriblemente y que culpaba a todo el mundo por ello.

Un ángel con las alas rotas.

Se vio a sí misma reflejada en Naradel y comprendió que no quería ser así. Quizá ya no hubiera esperanza para ella, pero no deseaba que el resto del mundo se viera arrastrado a la perdición por culpa de su dolor y su desesperación.

—Creemos en nosotros mismos —respondió—. En nuestra capacidad para cambiar el mundo. Y creemos también en las personas. Humanos, ángeles… da igual. Lo importante es ser capaces de salir adelante, no importa lo duro que parezca el camino. Ubanaziel ha venido a matarte, y no dudo que le costará mucho, pero lo hará, porque es lo que debe hacer para salvar el mundo. Y también porque, en el fondo, es lo que tú deseas. De lo contrario, no habrías accedido a formar parte de este descabellado plan. Debías de saber, desde el principio, que enviaríamos a alguien a buscar al otro extremo del vínculo. Deseabas, en el fondo, que fuera Ubanaziel. Porque hace mucho que ya no quieres seguir viviendo, y porque sabías que él te creía muerto. Le guardas rencor y querías que se viera obligado a matarte para que se sintiera atormentado por ello, tanto como sufriste tú, o más.

Naradel enarcó una ceja.

—Tú debes de ser la que derrotó a Vultarog. Felicidades, eres buena peleando. Yo también era bueno y, sin embargo, Vultarog me venció y me cortó las alas. Pero eso fue hace mucho tiempo; tanto, que ya he olvidado cómo volar.

—Eso nunca se olvida —respondió Ahriel con una amarga sonrisa.

Naradel sacudió la cabeza.

—¿Qué te hace pensar que me conoces tan bien?

—Tus actos hablan por ti —repuso Ahriel sin piedad—. Todos hacemos cosas estúpidas cuando nos sentimos dolidos para llamar la atención de las personas que nos han herido. Es el único motivo por el cual alguien con un mínimo de cerebro accedería a convertirse en el objetivo primordial del enemigo en una guerra en la que no va a poder tomar parte. ¿Me equivoco?

Naradel le dedicó una burlona reverencia que puso de relieve los muñones de sus alas. Ahriel se estremeció interiormente al verlos, pero no lo dejó traslucir.

—Y, ya que tanto sabes, ¿por qué no participas en nuestra pequeña disputa?

—Lo haré si es necesario, aunque no sea una pelea justa, si con ello salvamos lo que queda del mundo.

—No —cortó Ubanaziel—. Esto es algo entre nosotros dos. Y recuerda, Ahriel, que soy yo quien debe matarlo.

Los ojos de Naradel se centraron en la espada de su contrincante.

—El conjuro de disolución, claro. Puedo sentirlo desde aquí. ¿Desde cuándo juegas con magia negra, Ubanaziel?

Pero él no se dejó intimidar esta vez.

—Desde que tú pactas con demonios, Naradel. Con los mismos demonios que te torturaron y te cortaron las alas. Si, pese a todo ello, tú estás dispuesto a ayudarlos a destruir el mundo en el que naciste, entonces tendrás que atenerte a las consecuencias. Y tú —añadió Ubanaziel, volviéndose hacia Ahriel—, no deberías estar aquí. Te ordené que fueras al palacio de Marla, a asegurarte de que Shalorak está muerto.

Ella sacudió la cabeza, y sus cabellos negros se agitaron en torno a su rostro.

—Habrá tiempo para eso, Ubanaziel. ¿Crees que iba a permitir que vinieras solo? Os dejaré pelear y resolver vuestras diferencias, si es lo que quieres, pero no podemos jugarnos el futuro del mundo a una sola carta. Si tú caes, yo estaré aquí para recoger tu espada.

—Di que sí —se burló Naradel—. ¿Para qué vas a dejar a un ángel atrapado en el infierno, si puedes quedarte a hacerle compañía? Podrías aprender de tu amiga, Ubanaziel. Está dispuesta a sacrificarse por ti y por el resto del mundo. Oh, ¿no lo sabías? —añadió al ver el gesto de incomprensión en el rostro de ella—. ¿Es que no te has parado a pensar? ¿Qué crees que pasará si Ubanaziel consigue matarme, si resulta que el hechicero humano también ha caído? Exacto: se cerrarán todas las puertas del infierno. Cualquiera que se encuentre aquí en ese momento quedará encerrado para siempre. No pongas esa cara: es evidente que Ubanaziel lo sabía y quería ahorrarte ese horrible destino. Muy amable por su parte.

Ahriel los contempló a ambos, muda de horror.

—¿Es eso cierto? —logró decir por fin—. ¿Sabías que, si el otro extremo del vínculo se encontraba en el infierno y terminabas matándolo, quedarías atrapado aquí para siempre?

Ubanaziel no respondió, pero Ahriel leyó la verdad en su silencio y sacudió la cabeza.

—Se acabó —decidió—. Márchate de aquí y deja que yo termine vuestro asunto pendiente. Tú no puedes morir, Consejero; nuestra gente te necesita y no puede permitirse el lujo de prescindir de ti. En cambio, yo ya no tengo nada que perder, ni nada que aportar al mundo.

Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro del Guerrero de Ébano.

—Te equivocas, Ahriel —respondió—. Te ordenaré por segunda vez que te vayas a Karish y salves tu vida, y en esta ocasión me obedecerás, por tres razones: porque alguien tiene que asegurarse dé que Shalorak está muerto, porque sabes en el fondo que soy yo quien debe enfrentarse a Naradel… y porque sí te queda en nuestro mundo algo por lo que luchar. Y ya es hora de que lo sepas: tu hijo está vivo. Huyó de Gorlian justo antes de que Marla destruyera la esfera. Lo conocí en la Fortaleza Negra; me ayudó a escapar cuando se abrieron las puertas del infierno.

Ella lo miró, atónita, tratando de asimilar sus palabras.

—Eso es… imposible.

Ubanaziel se rio con suavidad.

—Puedes no creer una palabra de lo que te he dicho, Ahriel. Puedes pensar que te lo he dicho sólo para salvarte, y estarías en lo cierto, pero sólo en parte. Es verdad que tu hijo está vivo, y estaba bien, a salvo, la última vez que lo vi. Lo envié a detener a Shalorak, y deseo que haya tenido éxito, no sólo por el bien de nuestro mundo, sino porque le he cogido cariño al chico. Puedes pensar que miento, y quedarte aquí, y condenarte a una eternidad en el infierno, sin haber tenido la oportunidad de volver a ver a tu hijo siquiera un solo instante… o puedes dudar. Y, si dudas, aunque sea sólo un poco, entonces deberías marcharte de aquí ahora mismo.

Ubanaziel tenía razón: Ahriel dudaba. Dio un paso atrás, contemplando a los dos ángeles con los ojos muy abiertos, tratando de asumir la posibilidad de que su hijo pudiera haberse salvado. Luchó contra la tentación de desplegar las alas y salir volando.

—Pero… ¡pero no puedo abandonarte!

—Yo escogí mi destino cuando decidí atravesar por tercera vez la puerta del infierno, Ahriel. Tú escogiste el tuyo cuando casi provocaste el fin del mundo tratando de recuperar a tu hijo. Si ahora, después de todo lo que ha pasado, no vas volando a reunirte con él, no te lo perdonaré jamás.

Ahriel sacudió la cabeza de nuevo, con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Y hacer lo que hiciste tú? ¿Dejar a un compañero abandonado en el infierno y lamentarlo toda la vida?

—Sí, porque es lo que quiero que hagas, Ahriel. Sal de aquí, escapa y asegúrate de que Shalorak está muerto y tu hijo sigue a salvo. Ésa es tu responsabilidad. Naradel —añadió, dirigiendo una larga y profunda mirada al ángel sin alas— es la mía. Vete, Ahriel. Vete a enfrentarte a tu pasado, y deja que yo me ocupe del mío. Porque, si pierdes esta oportunidad, lo lamentarás eternamente.

Ahriel asintió por fin. Desplegó las alas y le gritó a su compañero:

—¡Te esperaré, Ubanaziel! ¡Haz lo posible por salir vivo de ésta!

El Guerrero de Ébano sonrió, pero no respondió, ni se volvió para mirarla. Oyó cómo las alas de ella batían el aire viciado del infierno al despegar, y murmuró:

—Vuela, Ahriel. Escapa de aquí y sé libre… por todos nosotros.

—¡Te esperaré al otro lado! —repitió ella desde la lejanía.

Naradel dejó escapar una breve carcajada cargada de sarcasmo.

—Otro ángel que abandona a uno de los suyos en el infierno —comentó—. No sé si sentirme reconfortado por no ser el único al que dejan atrás, o avergonzado por pertenecer a semejante raza de cobardes.

—Como gustes —respondió Ubanaziel—. Pero yo en tu lugar me sentiría avergonzado, no por el comportamiento de tu raza, sino por el tuyo propio. Cuando viniste a rescatarme admiré tu valor y tu espíritu de sacrificio, porque estabas ofreciendo tu vida a cambio de la mía. O eso me pareció entender. Sin embargo, ahora me echas en cara aquella decisión que tomaste entonces. Yo también he venido voluntariamente al infierno, y, al igual que tú cuando acudiste en mi rescate, lo he hecho siendo consciente de que no voy a salir con vida de aquí. Pero yo, a diferencia de ti, me alegro de que un compañero haya podido escapar. Prefiero caer yo solo antes que arrastrar a Ahriel conmigo. Si tú no estabas dispuesto a sacrificarte, entonces no deberías haber acudido a rescatarme entonces. Podrías haberme dejado morir en el infierno y, sin embargo, escogiste arriesgarte por mí. Y, aunque siempre me sentiré en deuda contigo por ello, jamás creí que me lo reprocharías de esta manera.

Si Naradel acusó el golpe, no lo demostró.

—Eso lo dices ahora, Ubanaziel. Es fácil ser generoso y sacrificado, es fácil hacerse el héroe cuando aún no se han probado los tormentos del infierno. Cuando lleves aquí una temporada, maldecirás a Ahriel con todas tus fuerzas.

—No lo creo —sonrió Ubanaziel.

—Puede que tengas razón. Quizá te mate yo antes de que eso ocurra, ¿verdad?

Y volvió a arremeter contra él. Pero, en esta ocasión, Ubanaziel no se limitó a defenderse. Contraatacó con fuerza, con seguridad y con maestría. Naradel tuvo problemas para rechazarlo, pero eso, lejos de molestarle, hizo brotar de sus labios una sonrisa de satisfacción.

—Por fin peleas en serio.

—Hay demasiado en juego como para no hacerlo —respondió Ubanaziel, impertérrito.

Sin embargo, su corazón sangraba por el amigo que creía haber recuperado y que, ahora empezaba a asumirlo, en realidad había perdido irremisiblemente.