X
Enfrentamiento
Shalorak se apoyó sobre la balaustrada del mirador y contempló el crepúsculo rojizo que se abatía sobre la ciudad de Karishia. A sus pies, entre el castillo y las murallas exteriores, millares de almas se ocultaban en sus casas, presas de terror y en el más absoluto silencio. Marla había ordenado cerrar las cinco puertas que daban acceso a la ciudad, y de nada habían servido los gritos y las súplicas de todos los granjeros y campesinos que habían quedado fuera. Shalorak se había encargado de reforzar la muralla con su propio poder, de modo que los pobres desgraciados no habían tenido ninguna oportunidad. Los demonios habían llegado horas antes y habían arrasado con todo lo que se extendía más allá de los muros de Karishia.
Pero no habían entrado en la ciudad.
Los labios del joven se curvaron en una suave sonrisa. Los demonios están obligados a respetar los pactos, eso le había enseñado Fentark. Pobre Fentark.
Los ciudadanos de Karishia no habían aceptado de buena gana el regreso de Marla, pero ahora no quedaba nadie que se atreviera a alzar la voz contra ella. El mundo entero estaba siendo atacado por el ejército más temible que jamás hubiese visto, y sólo los súbditos de Marla, y no todos, se verían a salvo de aquella pesadilla. Se lo agradecerían en el futuro rindiéndole su más fervorosa lealtad. Y, si cuando todo hubiese acabado, aún quedaban siervos sediciosos que sospecharan que era ella la causante de aquella catástrofe, desde luego no olvidarían que no sólo tenía de su parte el poder del mismo infierno, sino que era la única capaz de protegerlos de él. Y lo recordarían en el futuro, noche tras noche, cuando los gritos de agonía de las víctimas de aquel fatídico día resonaran en sus pesadillas. Recordarían que ninguno de ellos había tenido el valor de salir a socorrerlos, que se habían contentado con refugiarse bajo sus camas, temblando, agradeciendo a los dioses que no eran ellos quienes estaban sufriendo aquel horror al otro lado de la muralla. Sintiéndose, al mismo tiempo, avergonzados de que la desgracia ajena les resultara tan espantosamente reconfortante.
«Todos son iguales», pensó Shalorak con desprecio. «Seres débiles, cobardes y mezquinos. Demasiado timoratos como para imponer su voluntad a los demás, y demasiado miserables como para plantar cara por los suyos cuando huelen peligro. No son mejores que las ratas, después de todo».
Recordó, con desagrado, los días posteriores a la caída de Fentark en Vol-Garios. Había sido culpa de Ahriel, pero Shalorak no le guardaba rencor. Después de todo, el ángel había luchado por su vida y por aquello en lo que creía. No; a quien el joven hechicero se sentía incapaz de perdonar era a todos aquellos a quienes su maestro Fentark había llamado «hermanos». Casi todos ellos habían salido huyendo en desbandada, habían abandonado la Hermandad por la que habían jurado dar la vida, dejando a Marla y a Fentark en el infierno. Apretó los puños, irritado. Había tenido que ser él, el más joven de sus discípulos, y el más prometedor, quien se encargara de volver a levantar todo lo que su maestro había construido; de reunir a los pocos hermanos leales que quedaban; de negociar con Furlaag la liberación de Marla. Y no había sido fácil, por supuesto que no. Pero podía hacerse. La diferencia entre Shalorak y los demás era que él había decidido actuar, en lugar de refugiarse en un rincón oscuro a gimotear y a lamerse patéticamente las heridas. Después de todo lo que había logrado, ninguno de los suyos había osado disputarle el liderazgo de la Hermandad.
Sintió de pronto una presencia tras él, y se volvió para recibir a quien acababa de entrar, y una buena parte de su desprecio hacia la raza humana se esfumó nada más verla. Había muy pocas personas que merecieran los respetos de Shalorak, y Marla era una de ellas.
La contempló, extasiado. Había tomado un baño, devorado una opípara comida y dormido durante horas, y ahora se mostraba ante él, de nuevo vestida con sus ropajes principescos, y tan bella como la recordaba. Las luces del atardecer arrancaban reflejos cobrizos de su larga cabellera, y su boca esbozaba una alentadora sonrisa.
Con todo, los vestigios de la dura prueba sufrida en el infierno aún eran claramente visibles en ella. Shalorak la encontraba demasiado delgada, casi esquelética, y su rostro mostraba unas profundas y oscuras ojeras. Su mirada escondía un destello de terror irracional que probablemente nunca se apagaría del todo. Shalorak se odió a sí mismo, una vez más, por no haber podido rescatarla antes. Se sentía responsable por cada uno de los días que Marla había sufrido en el infierno.
La recibió con una sentida reverencia.
—Bienvenida seáis, mi señora, de vuelta al reino que os pertenece por derecho.
Ella sonrió y avanzó hasta situarse junto a él, en la terraza.
—Gracias, Shalorak. Y, hablando de eso, ¿qué ha sido de mi tío Bargod?
—Prisionero en las mazmorras, como ordenasteis. Aunque sigo pensando que debería ser sacrificado, por vuestra seguridad.
Marla frunció el ceño. No terminaba de acostumbrarse a la peculiar manera de hablar del joven, ni a que utilizara palabras como «sacrificar» en lugar de «ejecutar».
—Ha cuidado bien del reino durante mi ausencia.
—Ha predispuesto a la plebe contra vos, mi reina.
Marla suspiró.
—¿Y qué importa eso? A este paso, pronto ya no me quedarán súbditos a los que gobernar.
—No los necesitáis —replicó Shalorak con fervor; ante la mirada inquisitiva de Marla, añadió—: no os merecen. Deberíais reinar sobre seres leales y esforzados, criaturas perfectas, dignas de serviros, que os adoren como yo os adoro.
Ella se sintió halagada, pero trató de ocultarlo. Con todo, Shalorak reparó en el leve rubor que teñía sus mejillas cuando enarcó una ceja para decir:
—¿Criaturas perfectas? ¿Insinúas que debería reinar sobre los ángeles?
Shalorak no respondió, pero le brindó una enigmática media sonrisa.
—No quiero volver a saber nada de los ángeles —prosiguió Marla—. Ojalá se hubiesen quedado todos en su mundo más allá de las nubes y se hubiesen olvidado de los humanos. Ojalá me hubiesen dejado en paz. Lo único que me alegra de la invasión de los demonios es que van a darles su merecido a esos… esos…
—… Engreídos, severos y estirados tiranos con alas emplumadas —completó él, acentuando su sonrisa.
Hacía ya años que Marla odiaba a los ángeles en general y a Ahriel en particular. Jamás había soportado la rígida y estricta tutela del ángel, y había acabado por cansarse de verla fruncir el ceño ante el mínimo error que cometía. Tras comprender que nunca podría cumplir las expectativas de Ahriel y que tampoco tenía sentido compararse con ella, simplemente se había rendido y había buscado una vía de escape. Con el tiempo, el resentimiento hacia su protectora se había convertido en algo más intenso y profundo. Y Fentark le había ofrecido el poder y la libertad que Ahriel le negaba, abriéndole las puertas a un mundo de infinitas posibilidades. El hecho de poder escabullirse del palacio y aprender a su lado en un rincón secreto donde el ángel no podía encontrarla la hacía sentir independiente y segura de sí misma.
Además, gracias a Fentark había conocido a Shalorak. Marla apoyó la cabeza en el hombro de él y suspiró cuando sintió su brazo ciñéndole la cintura. Mientras había estado prisionera en el infierno, en las garras de Furlaag, sólo dos cosas habían mantenido viva su esperanza: el deseo de venganza y la certeza de que Shalorak la estaba aguardando en alguna parte.
Y él la había amado total e incondicionalmente desde el principio, con todos aquellos defectos e imperfecciones que eran parte de su personalidad, y que Ahriel se había esforzado tanto por corregir. Shalorak la amaba por ser como ella era. Y, aunque nunca lo habría admitido en voz alta, Marla pensaba secretamente que él era perfecto.
Juntos contemplaron el crepúsculo que se abatía sobre su ciudad, tan silenciosa que parecía un tumba. Los demonios habían arrasado con todo lo que había más allá de las murallas y después se habían marchado, pero los aterrados habitantes de Karishia aún no se atrevían a dar señales de vida. Marla sabía que las criaturas infernales se estaban reagrupando, bajo el mando de Furlaag, para atacar a los ángeles. Había muchos demonios poderosos en el infierno, y no era fácil que uno de ellos prevaleciese sobre los demás; pero Furlaag los había liberado y, al menos por un tiempo, todos lo seguirían, enardecidos, a dondequiera que los guiase, siempre que siguiera proporcionándoles cosas que destruir y criaturas a las que matar.
—¿Quién vencerá en esta batalla? —preguntó Marla, preocupada.
Shalorak se encogió de hombros.
—Es difícil de decir, pero no creo que ninguno de los dos bandos extermine totalmente al otro. Indudablemente, caerán muchos alados, de uno y otro lado. Los demonios que sobrevivan no estarán dispuestos a regresar al infierno y, cuando hayan devastado nuestro mundo, se volverán contra nosotros.
—Los demonios deben respetar los pactos —le recordó Marla.
—Pero nosotros hemos pactado con Furlaag solamente. De momento, los otros demonios lo obedecen, pero cuando este mundo ya no sea lo bastante grande para ellos, tratarán de destruir a los pocos humanos que se salvaron, no importa lo que pactara Furlaag al principio.
—Entonces, estamos condenados.
—No, mi reina —la contradijo él, con una serena sonrisa—. Tenemos dos opciones: puedo crear un pequeño mundo artificial para nosotros…
—¿Como Gorlian? —bromeó ella.
—Mucho mejor que Gorlian. Sería un paraíso privado en el que estaríamos juntos y a salvo para siempre. Un mundo hecho a vuestra medida, del que vos seríais la única y verdadera emperatriz.
—No suena mal. ¿Y cuál es la otra opción?
—Puedo abrir un portal a otro mundo lo bastante rico y próspero como para que los demonios se sientan atraídos por él. Podríamos dejar que se marcharan cuando ya no les quede mucho con lo que arrasar. Entonces, cerraría el portal tras ellos…
—… Y yo sería la soberana de un mundo muerto que tendría que reconstruir.
—Nadie dijo que fuera fácil, mi reina.
Marla calló. Su mirada se perdió en el horizonte durante unos largos instantes.
—Ha sido un precio muy alto a cambio de mi liberación, Shalorak.
—Fue lo único que aceptó Furlaag. Me ofrecí yo mismo para ocupar vuestro lugar en el infierno, pero no fue suficiente para él.
—Aun así… —empezó ella, pero Shalorak la hizo callar, sellándole los labios con su dedo índice, y la miró a los ojos, extraordinariamente serio.
—Para mí, vuestra vida y vuestra libertad no tienen precio —dijo, con suavidad—. Habría cumplido con cualquier exigencia de ese demonio… cualquiera. Y daría mi vida por vos una y mil veces sin dudarlo un instante. Sería capaz de destruir un millón de mundos con tal de manteneros a salvo, mi reina.
Ambos cruzaron una larga mirada y se besaron tierna y apasionadamente.
Encontrar la biblioteca les costó más de lo que habían previsto. Una vez de vuelta a los túneles, resultó que la memoria del Loco Mac no era tan infalible como había creído. La buena noticia era que, en efecto, la Fortaleza parecía estar totalmente desierta, de modo que subieron sin incidentes al piso superior, donde se hallaban los aposentos de los miembros de la Hermandad. La mayoría de ellos eran apenas pequeñas celdas y estaban vacíos, pero, tras asomarse a varias puertas, Mac descubrió un nuevo túnel que se les había pasado por alto al principio.
—Sabía que era por aquí —comentó, satisfecho, con una risotada estridente—. Las habitaciones de los maestros. La biblioteca no está lejos.
Los guio hasta una puerta que era en apariencia igual que todas las demás. Pero, cuanto trató de abrirla, el picaporte debió de reaccionar de alguna manera, puesto que Mac lo soltó con un grito.
—Condenados bastardos —masculló, sacudiendo la mano, como si se hubiese quemado los dedos.
Entre maldiciones y palabras malsonantes, Mac examinó la puerta y estuvo un buen rato tratando de desentrañar el hechizo que la mantenía cerrada. Finalmente, trazó un símbolo sobre la puerta y ésta se abrió con un chirrido.
—¿Lo veis? —exclamó, satisfecho—. Cada vez puedo recordar más cosas si me lo propongo…
—Deberías intentar olvidar esos conocimientos, no recordarlos —replicó Ubanaziel con frialdad.
—Tonterías —replicó el Loco Mac, entrando en la estancia—. En otras circunstancias, tal vez lo haría, pero ahora estamos en guerra y tenemos que enfrentarnos a ellos con sus mismas armas…
Se interrumpió de pronto, deteniéndose en seco, y Zor, que iba detrás, chocó contra su espalda.
—¿Qué pasa?
—Esto no es la biblioteca —balbució Mac, perplejo.
Era una cámara bastante amplia, mucho más que cualquier otro dormitorio que hubiesen visto en la Fortaleza, a pesar de que resultaba evidente que de eso se trataba. El aposento estaba dividido en varias estancias: un despacho, una alcoba, una pequeña sala de invocaciones, un estudio y un laboratorio. Todo ello parecía abandonado, como si llevara meses sin utilizarse.
—Son las habitaciones de Fentark —dijo Mac de pronto, y comenzó a curiosear entre los libros de los estantes—. Con un poco de suerte, no tendremos que registrar toda la biblioteca.
Un grito ahogado lo distrajo de su tarea. Venía del laboratorio, y un breve vistazo bastó para confirmar a Mac que Zor y Cosa habían entrado allí.
—¡Maldita sea! —se le escapó, y corrió a buscarlos—. ¡Salid de ahí inmediatamente! ¡No deberíais…!
Pero era demasiado tarde. Para cuando él y Ubanaziel se reunieron con sus compañeros en el interior del laboratorio, Zor lo contemplaba todo con ojos desorbitados de terror, y Cosa se había hecho un ovillo en el suelo, temblando.
—Pero qué… —murmuró Ubanaziel a su lado.
En el centro de la estancia había una mesa de piedra; al fondo, una chimenea con un caldero colgando sobre las cenizas. El resto de las paredes estaban forradas de estanterías abarrotadas de todo tipo de recipientes e instrumentos de formas extrañas y retorcidas. En la mayoría de los tarros sólo se guardaban polvos, líquidos y ungüentos de diversos colores y texturas; pero había también un buen número de botes de cristal de distintos tamaños cuyo contenido era bastante más macabro. En algunos de ellos había miembros de animales: ojos, uñas, garras o entrañas. En muchos otros, flotando en un líquido verdoso, había pequeñas criaturas horriblemente deformes. A pesar de que era evidente que llevaban mucho tiempo muertas, se conservaban bastante bien, y su aspecto indicaba que se trataba del resultado de una serie de experimentos fallidos: proyectos de engendros que, por un motivo o por otro, su creador había decidido conservar en tarros de cristal.
Para Mac, aquello no era ninguna novedad. Conocía el laboratorio de Fentark; allí mismo, mucho tiempo atrás, había sido testigo de cómo aquel hombre brillante y sin escrúpulos había dado vida a muchas de sus criaturas. Pero para sus compañeros resultaba un espectáculo espeluznante, especialmente para la pobre Cosa, quien había entendido muy bien que ella misma podría haber acabado en uno de aquellos botes. Incapaz de permanecer allí ni un momento más, corrió hasta la puerta de lo que parecía un armario y se encerró en su interior.
—Esto es… —murmuró Zor, pero no fue capaz de añadir nada más.
—Inmundo —completó Ubanaziel, torciendo el gesto—. Vámonos de aquí.
Mac estaba examinando los tarros, entre horrorizado y maravillado.
—Algunos de ellos casi parecen humanos —dijo—. Podrían haber sido embriones arrancados del vientre de sus madres. Si sólo…
—Ni una palabra más —atajó Ubanaziel, viendo que Zor se ponía enfermo por momentos—. Salgamos de este antro.
Encontraron a Cosa escondida en un pequeño cuarto anexo al laboratorio, acurrucada sobre un lecho de paja. Ni Zor ni el ángel prestaron atención al lugar, preocupados como estaban por abandonar el laboratorio cuanto antes; pero Mac lo contempló con curiosidad, tratando de recordar si había estado allí alguna vez. Era un cuarto a medio camino entre una celda y una habitación. En un rincón había un montón de libros viejos, y lo sorprendió comprobar que eran manuales de magia negra. Se preguntó por qué los escondería Fentark allí; parecían muy básicos. En cualquier caso, ninguno de ellos era lo que buscaba, de modo que siguió a sus compañeros de vuelta al pasillo.
—Espero que la próxima puerta que abras nos conduzca a la biblioteca —dijo Ubanaziel—. No creo que el muchacho sea capaz de soportar otro espectáculo como ése y, para ser sincero, tampoco a mí me apetece demasiado.
Mac echó un vistazo al rostro de Zor, de un enfermizo tono verdoso.
—Está bien, está bien —masculló.
Por fortuna para todos, los siguientes intentos los condujeron a estancias más agradables, y terminaron desembocando en una enorme sala abovedada cuyas paredes estaban abarrotadas de libros.
—Vaya —comentó Zor, impresionado—. No creo que nadie sea capaz de leer todo esto.
—La mayoría de los libros son sólo de consulta —respondió Mac, claramente orgulloso de la colección de la Hermandad.
Ubanaziel sacudió la cabeza.
—Nunca he sido partidario de quemar libros, pero este lugar debería arder por completo —manifestó—. Gracias a estos libros, Marla aprendió cómo crear Gorlian, y Shalorak, cómo invocar demonios. Y por todo ello nos hallamos hoy al borde de la destrucción total.
—Bueno, pero, de momento, el conocimiento que hay en estos libros podría salvarnos a todos —se defendió Mac, pasando un dedo por los lomos de los volúmenes; escogió uno y lo llevó hasta la larga mesa rectangular que presidía la estancia—. Echadme una mano, ¿queréis?
—¿Cómo? —preguntó Zor, incómodo de pronto.
—Bueno, he olvidado los títulos de la mayoría de los manuales especializados, pero podrían servir todos aquellos que lleven escritas en la cubierta palabras como «inframundo», «infierno», «invocaciones», «seres de otros planos» o «pactos demoníacos».
—Ah… vale —asintió Zor, aunque no parecía muy convencido.
Durante un buen rato, los cuatro trabajaron en silencio. Mac se sentó a la mesa, frente a un buen montón de libros, y Ubanaziel hizo lo propio, mientras Zor rebuscaba en las estanterías. Cosa se encargaba de llevar a la mesa los volúmenes que él iba escogiendo.
Pronto, Mac se dio cuenta de que la mayor parte de los libros que le entregaba no tenían nada que ver con lo que le había pedido. Desconcertado, examinó los títulos del último montón que le había acercado Cosa. Encontró una enciclopedia de plantas venenosas, el sexto volumen de un tratado de historia universal, un exhaustivo estudio de anatomía humana y animal, una extensa y sesuda disertación sobre los límites espacio-temporales de la realidad y hasta un manual de apicultura. Lo único que tenían en común aquellos libros tan dispares era su considerable grosor. Se volvió hacia Zor y le preguntó a bocajarro:
—Oye, muchacho… El viejo Dag nunca te enseñó a leer, ¿verdad?
Ubanaziel alzó la mirada del volumen que estaba leyendo, mientras Zor enrojecía hasta las orejas.
—Yo… yo… —tartamudeó.
—Está bien, está bien —cortó Mac—, no tienes por qué avergonzarte. Después de todo, eres un hijo de Gorlian. Olvidé que no habías visto un libro en tu vida.
—¡Eso no es verdad! —protestó Zor—. Mi abuelo tenía un libro… no tan grande y grueso como los que hay aquí, claro, ni tan bonito. Se lo dio un mercader de la Cordillera y él solía mirarlo a menudo y decir que ojalá hubiese aprendido a leer y pudiese enseñarme…
—Gorlian era un pozo de ignorancia —suspiró Mac—. Probablemente el viejo Dag conservara el único libro que hubo nunca allí…
—Sí —cortó Ubanaziel con sequedad—, ya veo lo mucho que añorabas esta biblioteca repleta de libros sobre magia negra.
—No todo son libros sobre magia negra —protestó Mac— y, de todos modos, te recuerdo que no serán precisamente las novelas de amor las que salvarán nuestro mundo —añadió.
Tomó una pluma que descansaba sobre el escritorio y, tras mojarla en un tintero, garabateó unas cuantas palabras en un trozo de pergamino.
—Ten —le dijo a Zor, entregándoselo—. Busca libros que tengan escritos en la tapa símbolos parecidos a éstos. ¿Podrás?
—Lo intentaré —prometió el chico, aunque al examinarlo descubrió, desalentado, que aquellos caracteres no significaban nada para él.
—Yo te ayudaré —se ofreció Ubanaziel—, siempre y cuando nuestro amigo el mago negro no se distraiga leyendo cosas que no tienen nada que ver con lo que estamos buscando —añadió, lanzando una mirada amenazante a Mac, que cerró de golpe el libro sobre estudios espacio-temporales, con expresión culpable y una breve carcajada histérica.
Zor volvió a echar un vistazo al pergamino, con un gesto tan desolado que Ubanaziel colocó una mano sobre su hombro y le dijo:
—Tranquilo, Zor; si salimos de ésta, yo mismo te enseñaré a leer, y no sólo el lenguaje humano, sino, también, los símbolos angélicos.
El chico alzó la cabeza hacia él, sin terminar de creerlo.
—¿De verdad?
El ángel asintió.
—Naturalmente. Pese a quien pese, eres hijo de un ángel y, por tanto, perteneces en parte a nuestro mundo. Eso sí —puntualizó, frunciendo el ceño—, me aseguraré de que ni tú ni nadie vuelva a acercarse a uno de estos manuales de magia negra.
Palmeó el hombro del muchacho, y Zor lo contempló con arrobada admiración.
—¿Me enseñarás también a pelear? —preguntó con timidez.
El ángel suspiró.
—Si eso es lo que quieres —accedió—. Pero el mayor logro de un ángel no consiste en ser el mejor guerrero, sino en conseguir que en el mundo en el que habita nunca sea necesario empuñar las armas.
—Vosotros dos, dejaos de filosofía y poneos a hurgar en esas estanterías, por todos los engendros de Gorlian —los riñó la voz del Loco Mac desde detrás de una enorme pila de libros—. Ya no nos queda mucho tiempo.
Y estalló en una sarta de carcajadas dementes.
Furlaag había dejado que los demás demonios se divirtieran en el mundo de los humanos durante una jornada completa. Habían asesinado, torturado y destruido a placer, y aún quedaban muchas poblaciones que arrasar. Sin embargo, a Furlaag no le convenía que los demonios saciaran su sed de sangre, no todavía. Tenían una gran batalla por delante. Seguido de sus lugartenientes más fieles, pasó toda la noche volando de una puerta del infierno a otra, llamando a sus tropas, convocándolas para su próximo objetivo: asaltar Aleian. Derrotar a los ángeles que, tanto tiempo atrás, los habían encerrado en su propia dimensión, sellando todas las salidas para que se consumieran en un mundo muerto, alimentando su odio bajo una sangrienta luz carmesí.
No necesitó esforzarse mucho para que todos lo siguieran. El ejército infernal sobrevoló todos aquellos lugares donde la horda de demonios se entretenía masacrando a toda criatura viviente, y la noticia se extendió como la pólvora. Había llegado el momento. Furlaag los reclamaba para luchar contra los ángeles.
Uno tras otro, los demonios dejaban todo lo que estuvieran haciendo y alzaban el vuelo para unirse a las huestes infernales. Así, poco a poco, ciudades y aldeas fueron librándose de aquella terrible plaga; pero en la mayoría de los casos no quedaba nadie con vida para alegrarse de ello.
Y a medida que los enclaves humanos se vaciaban de demonios, las tropas de Furlaag aumentaban en número. Cuando, por fin, cientos de miles de demonios se reunieron en el cielo, tapando las estrellas con sus negras alas de murciélago, Furlaag se detuvo y se volvió hacia los suyos. Contempló con orgullo los ojos brillantes, las garras, las colas restallantes, los colmillos que asomaban de los hocicos entreabiertos y la malevolencia que se adivinaba en las sinuosas sonrisas de los demonios. Era consciente de que aquellas criaturas no lo seguían por lealtad, ni siquiera por agradecimiento. Se habían unido a él porque su liderazgo les prometía más violencia, más sangre, más vidas que segar, más criaturas a las que destruir. En resumen: más diversión. Pero una guerra contra los ángeles era mucho más que diversión. Los habitantes de Aleian eran muy poderosos, y todos sabían que cientos, quizá miles de demonios caerían en aquella batalla. Sin embargo, allí estaban: dispuestos a luchar, no por devoción hacia su líder, ni siquiera por el placer de matar, sino por deseo de venganza. Los ángeles eran sus enemigos más directos, todos los demonios lo sabían, y estaban dispuestos a enfrentarse a ellos. Porque, y todos eran también muy conscientes de ello, probablemente no tendrían una ocasión mejor para derrotarlos.
Suspendido en el aire, batiendo lentamente las alas, Furlaag aguardó a que los últimos rezagados se uniesen a su ejército, y entonces gritó, con una voz ronca, pero pletórica de energía:
—¡Por la caída de Aleian! ¡Por el exterminio de los ángeles! ¡Seguidme, habitantes del infierno!
Y todos los demonios, como una sola garganta, rugieron su conformidad.
Como si los hubiesen escuchado, todos los ángeles de Aleian alzaron la cabeza, con el corazón repleto de inquietud.
También Ahriel presintió la catástrofe. La habían encerrado en una sala de paredes marmóreas iluminada tan sólo por el haz de luz que se filtraba por una pequeña claraboya. Pese a disponer de una cómoda cama y de un par de asientos, ella había optado por sentarse en un rincón, abrazada a sus propias rodillas, dejando pasar el tiempo. Ni siquiera la inminente batalla la hizo reaccionar. Quedó un momento con la mirada fija en el pedazo de cielo que se adivinaba a través de la claraboya, pero luego volvió a dejar caer la cabeza y a cerrar los ojos. Ya nada le importaba. Tampoco la preocupaba el resultado de la batalla. Tanto si ganaban los ángeles como si resultaban derrotados, el mundo nunca volvería a ser el mismo. Y, en cualquier caso, ella no viviría para verlo. Si no la mataban los demonios, sería ejecutada por sus propios congéneres.
Y le daba igual.
Tras la pérdida definitiva de su hijo, tras aquella serie de terribles fracasos, tras la muerte de su última esperanza, su suerte y la de su mundo le resultaban indiferentes.
Respiró hondo, apoyó la cabeza en la pared y se dejó llevar hacia un estado de semiinconsciencia. Al otro lado del muro, en las blancas calles de Aleian, los ángeles corrían a unirse a su ejército para salir al paso de las hordas infernales. Ahriel podría haberles dicho que era inútil, que llegaban demasiado tarde, que la mayor parte del mundo de los humanos había sido ya destruido, y que, aun en el caso de que vencieran en aquella batalla, se había perdido ya tanto que no valía la pena luchar.
Podría habérselo dicho, pero, ¿para qué molestarse?
Lekaiel alzó la mirada para contemplar a las escuadras angélicas que, en perfecta formación, levantaban el vuelo desde Aleian, cubriendo el cielo nocturno con un manto de blancas alas. Muchos de los suyos morirían aquel día, y la Consejera era consciente de ello. Los ángeles podrían haberse encerrado en su bella y radiante ciudad y abandonado a los humanos a su suerte, en el convencimiento de que los demonios no serían capaces de llegar hasta ellos. Pero se sentían responsables y creían que debían ayudar a los mortales, aun cuando aquella ayuda llegara demasiado tarde. Lekaiel vio cómo la quinta escuadra levantaba el vuelo. Todos ellos eran guerreros fuertes y experimentados, y se preguntó si aquello bastaría. No habían movilizado a los veteranos, ni tampoco a los más jóvenes. Había habido una larga y encendida discusión en el Consejo acerca de esto. Había quien opinaba que los ángeles debían atacar con todo lo que tenían; otros, sin embargo, pensaban que no valía la pena arriesgarlo todo para salvar a los humanos. Los ángeles estaban seguros en Aleian, y si la abandonaban todos para pelear contra los demonios, las pérdidas podrían ser incalculables. La propia especie angélica podría no recuperarse jamás.
«Me pregunto qué habría hecho Ubanaziel en esta situación», se dijo. Era un pensamiento que llevaba todo el día rondándole por la cabeza.
Lekaiel era vieja, muy vieja, aunque la radiante tersura de su piel no lo demostrara. Ella recordaba muy bien el día en que Ubanaziel había regresado del infierno, aún profundamente turbado por la pérdida de su amigo Naradel. Los ángeles habían celebrado la derrota de los demonios y el cierre de todas las puertas del infierno con festejos que habían durado semanas enteras, pero el héroe de aquella batalla no había sonreído ni una sola vez en todo aquel tiempo. Lekaiel había adivinado que el infierno había dejado una marca indeleble en el alma del Consejero, e intuyó que un terrible secreto lo torturaba noche y día. ¿Qué habría sucedido en el mundo de los demonios que tanto lo había afectado? Lekaiel no lo sabía, pero había abrigado la esperanza de que el tiempo sanaría las heridas del Guerrero de Ébano.
No había sido así. Los ángeles se habían acostumbrado a verlo serio y circunspecto y habían acabado por considerar que aquello era un rasgo inherente de su carácter, pero Lekaiel recordaba muy bien al alegre joven que se había unido a la batalla contra los demonios aquel fatídico día. Cerró los ojos un momento, echándolo de menos una vez más. Ubanaziel había sido un gran guerrero hasta el final. Lekaiel deseaba que la muerte le hubiese traído por fin la paz que tanto anhelaba su corazón. Y, sin embargo, cuan necesario habría sido en Aleian en aquel momento…
Un murmullo la distrajo de sus pensamientos. La sexta escuadra acababa de partir, y la séptima aguardaba su turno. Pero parecían inquietos y no guardaban la formación con la férrea disciplina que los caracterizaba.
—¿Qué sucede? —preguntó la Consejera a un ángel que se acercó presuroso hasta ella.
—La generala Miradiel ha mandado un mensajero desde su posición. Lo he enviado a alertar al resto del Consejo, porque es sumamente importante —se detuvo un momento, incómodo.
Lekaiel entornó los ojos. Miradiel estaba al mando de la primera escuadra, pero era demasiado pronto como para que hubiesen alcanzado aún cualquiera de las poblaciones humanas cercanas a las puertas del infierno.
—¿Qué sucede? —repitió—. Habla, por favor.
—Dicen que… bueno, dicen que han avistado al enemigo.
—¿Tan pronto? Eso es imposible.
—No, Consejera —rebatió su interlocutor; Lekaiel habría jurado que temblaba de miedo—. Los demonios han… reunido un ejército… un gran ejército. El mayor que jamás se haya visto en este mundo. Y vienen… vienen hacia aquí.
—¿Hacia Aleian? No puede ser. Ningún demonio sería capaz de seguir la ruta hasta la Ciudad de las Nubes. Las defensas de la ciudad…
—Miradiel ha enviado también a alguien para que comprobase que estaban todas en su sitio antes de dar la alarma —cortó el emisario—. No hay error posible: el círculo de protección funciona. Pero los demonios sabían cómo atravesarlo.
El color huyó completamente de las mejillas de la Consejera. Melbanel les había advertido ya de las intenciones de los demonios, pero le había parecido demasiado improbable como para ser cierto. Sin embargo… si ellos estaban en camino… si de verdad habían hallado la ruta hasta Aleian…
—¿Quiere decir eso… que alguien nos ha traicionado?
El ángel tragó saliva.
—No veo ninguna otra posibilidad —dijo.
Lekaiel entornó los ojos en una mueca de rabia.
—Ahriel —dijo solamente.
Se volvió hacia los ángeles más cercanos.
—¡Llamad a las armas a toda la ciudad! —exclamó—. ¡Reunid a todos los que puedan empuñar un arma! ¡Avisad a Yekael, Paladiel y Sidanel! ¡Que reúnan a sus escuadras y organicen la defensa de Aleian!
Desplegó las alas y, antes de batirlas para alzar el vuelo, dijo a su compañero:
—Encárgate de que los generales de todas las escuadras estén al tanto de lo que sucede —ordenó—. Después, reúnete conmigo en la sede del Consejo para presentar un informe. Si nos superan en número, como así parece, una buena estrategia podría ser lo único que nos salve del desastre.
Habló con energía y decisión, pero en el fondo de su corazón se sentía ya presa de la más completa desesperanza.
Una luna fantasmal lucía en el cielo cuando ángeles y demonios chocaron por primera vez. Las huestes infernales tenían dos ventajas de su parte: en primer lugar, eran claramente superiores en número; y en segundo lugar, que los ángeles no habían esperado encontrarlos tan pronto, ni tan cerca de su amada ciudad, por lo que su presencia los había cogido por sorpresa. La inquietud y la incertidumbre habían mermado los ánimos de los guerreros angélicos, pese a los esfuerzos de sus generales por organizar las tropas para entrar en batalla antes de lo esperado.
Los demonios se arrojaron sobre ellos en un confuso cúmulo de garras, cuernos y dientes, aullando ante el inminente placer de la batalla. Su energía y su fiereza tomaron desprevenidos a los disciplinados guerreros de Aleian. La primera escuadra fue la que más sufrió el embate de las criaturas infernales, y pronto empezaron a caer ángeles del cielo, ángeles con las alas quebradas y las blancas túnicas ensangrentadas. Los demonios parecían ser más rápidos, más fuertes y, sobre todo, imprevisibles. Muchos de ellos ni siquiera empuñaban armas: no les hacía falta. Mordían, arañaban y desgarraban, y las espadas de los ángeles parecían resbalar sobre su escamosa piel.
Confusos y aterrorizados, los ángeles de la primera escuadra se vieron superados por las hordas demoníacas, hasta que se escuchó la voz, clara y rotunda como el tañido de una campana, de la generala Miradiel:
—¡Por Aleian, guerreros! ¡Por la Luz y el Equilibrio!
Sus palabras, sencillas pero efectivas, tuvieron la virtud de recordar a los ángeles quiénes eran y para qué estaban allí.
—¡Por la Luz y el Equilibrio! —gritaron; en aquel momento, la segunda y tercera escuadras se unieron a ellos, y los ángeles lucharon con mayor brío, obligando a los demonios a retroceder un poco.
Pronto, la batalla en el cielo fue total y encarnizada. Los ángeles luchaban con total disciplina, seguros de sí mismos, de sus ideales y de la luz que brillaba en sus corazones. Luchaban por Aleian, la Ciudad de las Nubes, por los suyos y por el mundo entero, y la certeza de aquella responsabilidad les daba fuerzas para continuar. Los demonios, por el contrario, reían como locos y peleaban furiosa y caóticamente, por el simple placer de hundir sus garras en las entrañas de sus enemigos, de cortar sus hermosas cabezas, de arrancarles las alas a mordiscos. Sabían que Aleian estaba cerca, que los ángeles no habían esperado encontrarlos tan próximos a su hogar, que pronto podrían salpicar de sangre las blancas calles de la Ciudad de las Nubes. Aullaban, enardecidos por la emoción de la batalla, amenazando con cernirse como una negra nube sobre el hogar de los ángeles. Y, por encima de todos ellos, volaba Furlaag, satisfecho, sabedor de que probablemente no había nadie en todo el ejército angélico capaz de hacerle frente.
Mientras todo Aleian preparaba sus defensas, mientras los ángeles luchaban en una batalla sin cuartel, mientras docenas de criaturas aladas, de uno y otro bando, se precipitaban a tierra, heridas de muerte o ya sin vida alguna que alentase sus corazones, Furlaag contemplaba el espectáculo y reía.
—Yo no debería estar aquí —dijo Ubanaziel, cerrando de golpe un volumen y levantando una nube de polvo al hacerlo—. A estas alturas los ángeles ya habrán salido al encuentro de las huestes infernales. Y yo debería estar peleando junto a ellos.
Llevaban toda la noche examinando antiguos libros, pero no habían sacado nada en claro de ello. Al ángel no parecían afectarlo ni el hambre ni el cansancio, pero sus compañeros estaban agotados. Cosa se había dormido hacía un buen rato, hecha un ovillo, en un rincón de la sala, y Mac daba cabezadas de vez en cuando sobre los libros de hechicería. Zor estaba demasiado alterado como para pensar siquiera en dormirse, pero su estómago protestaba ruidosamente de vez en cuando.
—Estamos muy cerca —protestó Mac, pasando frenéticamente las páginas de un venerable volumen—. Ya hemos reunido mucha información, ¿no?
—No lo creo —replicó Zor—. Por el momento sólo sabemos que la única forma de tratar con demonios es establecer un pacto entre ambas partes, un pacto que tanto el demonio como el invocador están obligados a respetar. Por eso, los demonios hacen siempre todo lo posible por encontrar una fisura en el pacto que les permita revocarlo o no cumplir con todos sus términos. Aunque, la verdad, no lo entiendo muy bien —añadió, pensativo—. Si matasen al humano sin más, no habría ningún pacto que respetar, ¿no?
—Ahí está lo interesante del asunto, chaval. Cuando un humano invoca a un demonio, éste lo hará trizas de inmediato si el invocador ha cometido el más mínimo error en el ritual. Pero, si la invocación se lleva a cabo de forma correcta y se establecen los términos del pacto, el demonio no puede hacer daño al humano ni enviar a ningún otro demonio a perjudicarlo en su lugar.
—Eso quiere decir que tal vez Fentark no haya muerto en el infierno —comentó Zor—. Porque hizo un pacto con ese tal Furlaag, y Furlaag sigue vivo, ¿no? Nosotros lo vimos.
Mac negó con la cabeza.
—En el mismo infierno nadie está a salvo, hijo. A Furlaag le habría bastado con no hacer nada para que Fentark muriese a manos de cualquier otro demonio, de cien mil formas distintas. El pacto habla de no agresión; no dice nada acerca de defender a la otra parte. Por otro lado, si Fentark se vio incapaz de cumplir su parte del trato, éste pudo disolverse, sin más.
—Pero en este trato en concreto, todo ha salido como lo pactaron —hizo notar Zor—. Shalorak ha abierto las puertas del infierno a cambio de la libertad de Marla, y ambas cosas se han cumplido. Si todo está hecho, ¿cómo podríamos nosotros deshacerlo?
Mac hundió el rostro entre sus manos huesudas, desalentado.
—Se me escapa algo, se me escapa… ¿qué es lo que estoy pasando por alto?
—Los lazos entre dimensiones diferentes, mago —sonó la voz serena de Ubanaziel—. Hablas de abrir la puerta del infierno como si fuera la puerta de tu propia casa, pero olvidas que se trata de dos mundos diferentes que jamás deberían fusionarse. No basta con abrir una puerta al infierno, hay que mantenerla abierta porque, si no cumples las condiciones necesarias, se cerrará al mínimo descuido.
Mac dio una palmada sobre la mesa.
—¡Eso es! El pacto sigue vigente. Las puertas deben quedarse abiertas, no basta con abrirlas sin más. Las aberturas siguen ahí, como una herida en el tejido de la realidad, y eso se debe, probablemente, a que Shalorak continúa haciendo algo que las mantiene activas.
—Marla se trajo un objeto del infierno para impedir que se cerrara del todo la puerta de Vol-Garios —hizo notar el ángel—. Podrían haber hecho lo mismo en todas las puertas, pero no bastaría para mantenerlas abiertas durante mucho tiempo. Se requiere mucha energía, y no es un vínculo lo bastante poderoso.
Mac entornó los ojos, pensando.
—Un vínculo lo bastante poderoso… —repitió. Lanzó entonces un grito y una carcajada desquiciada y se precipitó sobre la estantería. Sus amigos lo vieron lanzar un volumen tras otro por encima de su cabeza, descuidadamente, como si no fueran más que desperdicios.
—Creo que esta vez se ha vuelto loco de verdad —murmuró Zor, y tuvo que agacharse para esquivar un libro que Mac le arrojó a la cabeza para hacerlo callar.
—¡Silencio! —chilló—. ¡Estoy cerca, muy cerca!
Ubanaziel se inclinó hacia Zor y susurró:
—Yo he de irme, pero no quiero dejarte a solas con él. Puede que haya perdido la razón del todo. Me gustaría llevarte a algún lugar donde estés a salvo, pero no sé si…
—¡Lo tengo! —aulló el Loco Mac, con una nueva risa perturbada—. ¡Guia del viajero entre dimensiones, aquí está! ¡No tenía nada que ver con las invocaciones ni con los pactos demoníacos, maldita sea su estampa! —empezó a pasar páginas frenéticamente—. «Realidades paralelas», «Deshacer el tejido de la realidad», «La magia de los portales», «Asomarse a otros mundos»… ah, aquí: «Mantener abierto un portal a otro mundo». Un portal a otro mundo, a cualquier mundo, y no sólo al infierno. Esto es lo que me tenía despistado. La apertura de un portal debilita al mago considerablemente, no digamos mantenerlo abierto. Es prácticamente imposible conservar dos dimensiones entrelazadas indefinidamente; cualquier hechicero, incluso la Hermandad entera, moriría de agotamiento. Recordad que cada una de las puertas del infierno se cobró la vida de tres acólitos sólo para abrirse del todo.
—¿Entonces…? —preguntó Zor, que lo entendía sólo a medias.
—… Aquí: «Pacto con un ser de otra dimensión» —leyó Mac en voz alta—: «Si se establece un vínculo sellado mágicamente con una criatura de otro plano, ambas dimensiones permanecerán unidas mientras la magia del vínculo no se agote» —se dejó caer sobre su asiento, desalentado—. De acuerdo, las puertas siguen abiertas en virtud de un hechizo de vinculación entre dos seres. Pero, ¿cómo se va a agotar la magia de dicho vínculo?
Ubanaziel jugueteaba con la punta de una de sus trenzas, pensativo.
—Un hechizo se disuelve con la muerte del mago que lo creó, ¿no? —dejó caer.
Mac alzó la cabeza.
—No del todo. Hay muchos conjuros que sobreviven al mago… pero, claro, son aquellos aplicados sobre objetos inertes o criaturas ajenas a él —recordó, cada vez más entusiasmado, con una carcajada desquiciada—. Cierto, cierto, no lo había pensado. Veamos… —volvió a examinar la Guía del viajero entre dimensiones—. Ah, aquí está: «La muerte de uno de los dos extremos del vínculo no basta para deshacer el pacto. Es necesario destruirlos a los dos con un conjuro de disolución».
—¿Un conjuro de disolución? —repitió Zor.
—Si no recuerdo mal, se refiere a una forma de matar a un hechicero que incluye la destrucción de cualquier hechizo que haya realizado en vida. Se pueden aplicar conjuros de disolución en armas corrientes —añadió, levantándose de un salto—, de modo que puedo encantar tu espada, Ubanaziel, para que así, cuando se la claves a Shalorak en las tripas, el vínculo se destruya.
El ángel se llevó la mano al cinto, en ademán protector.
—¿Qué dices que pretendes hacer con mi espada, mago? —preguntó, con voz peligrosamente suave.
Pero Mac no captó la indirecta. Caminaba por toda la sala, parloteando entusiasmado, dejando escapar risitas nerviosas y haciendo grandes aspavientos.
—… Y, si destruimos el vínculo, las puertas empezarán a cerrarse, las siete al mismo tiempo, provocando un poderoso efecto de succión que devolverá a todos los demonios a su dimensión. ¡Si pudiera hacerse…! Pero primero hay que averiguar quiénes son los dos extremos del vínculo…
—Ah, eso es muy fácil —intervino Zor, orgulloso de poder aportar algo por fin—. Un mago negro y una criatura del infierno, ¿no? Shalorak y Furlaag. Ellos establecieron el pacto que trajo a Marla de vuelta, así que lo lógico sería pensar que están vinculados para mantener abiertas las siete puertas del infierno.
Hubo una breve pausa.
—¡Diablos, chaval, tienes razón! —exclamó entonces Mac, dando un formidable puñetazo sobre la mesa—. ¡Eso es lo que tenemos que hacer: matar a Shalorak y a Furlaag con un conjuro de disolución!
—¿Ma-matar a Furlaag, has dicho? —tartamudeó Zor.
—De Furlaag me encargo yo —dijo Ubanaziel, entornando los ojos—. Pondré a toda mi escuadra a buscarlo, si es necesario.
—Nosotros iremos a buscar a Shalorak, pues —decidió Mac, alegremente. Pero el ángel lo agarró por el brazo y lo obligó a mirarlo a los ojos.
—Creo que subestimas a ese joven, Mac. No pienses que te resultará fácil acabar con él.
—¿Por qué? —replicó el Loco Mac, burlón—. ¿Sólo porque os puso en jaque a Ahriel y a ti? Reconócelo, Ubanaziel: lo que pasa simplemente es que no estáis acostumbrados a tratar con magia negra. Ese tal Shalorak es demasiado joven como para ser un verdadero maestro. Fentark y yo le llevamos muchísimos años de experiencia.
—Pero Fentark fue incapaz de cumplir el pacto que había hecho con los demonios, y ha sido Shalorak quien lo ha llevado a término con éxito —le recordó Ubanaziel, y Mac frunció el ceño, pensativo.
—Es verdad. ¿Cómo lo habrá hecho? Yo no recuerdo haberlo visto nunca en la Fortaleza. Su período de adiestramiento no puede haber sido muy largo. ¿De dónde ha sacado tanto poder? ¿Será que quizá tiene un talento especial para la magia negra?
—¿Se necesita tener talento para esto? —intervino Zor, interesado—. Yo creía que era cuestión de leer libros.
—Bueno, el estudio y la práctica son imprescindibles, pero hay algunas personas que tienen más facilidad que otras…
—Es suficiente —cortó Ubanaziel—. Con talento o sin él, ese chico ha desencadenado un terrible mal en nuestro mundo. Si es cierto que existe alguna posibilidad de revertir lo que ha hecho, no debemos perder tiempo. Iré en busca de Furlaag, y vosotros podéis intentar encargaros de Shalorak, pero tened mucho, mucho cuidado. De todos modos, si consigo acabar con ese demonio os enviaré refuerzos —añadió, irguiéndose, dispuesto a marcharse.
—Espera —lo detuvo Mac—. Olvidas el conjuro de disolución. Si no lo aplicamos sobre tu arma, no servirá de nada que mates a Furlaag.
Con un gesto resignado, Ubanaziel desenvainó su espada y la depositó sobre la mesa.
—Date prisa —urgió—. Y asegúrate de que eso que le vas a hacer a mi espada, sea lo que sea, puedes deshacerlo después. Le tengo mucho aprecio y no me gusta la idea de que apeste a magia negra.
Mac se rio como un perturbado.
—Faltaría más —respondió, con una exagerada reverencia.
Un rato más tarde, cuando el sol ya emergía por detrás del horizonte, Ubanaziel salía volando de la Fortaleza. Su espada rezumaba magia negra, y el simple contacto con ella le resultaba desagradable. Pero el Consejero había roto las normas antes, y conocía lo suficiente a los demonios como para saber que no tenía otra opción.
No iba solo. Cargaba a Mac a la espalda, que, por fortuna, no pesaba mucho, y junto a él volaba Zor, llevando consigo a Cosa. Menuda tropa, pensó el ángel, cansado. Un viejo mago loco, un medio ángel y un engendro. Sin embargo, eran lo único que tenía, y tendría que bastar.
Sospechaba que Shalorak y Marla habrían vuelto a Karishia, pero no tenía ni idea de dónde encontrar a Furlaag. Cuando dejara a sus compañeros en Karishia, tenía previsto regresar a Aleian y reunirse con el Consejo para examinar la situación y ponerse al día. También, con un poco de suerte, se encontraría allí con Ahriel.
Ubanaziel miró de reojo a Zor, que volaba a su lado, esforzándose por seguir su ritmo. Tenía que decírselo a Ahriel, pero decidió que no era el momento adecuado. Mac y Zor iban a enfrentarse a Shalorak, y junto a Shalorak estaría Marla. Y, aunque necesitarían toda la ayuda posible en aquella empresa, no era menos cierto que no era conveniente que ambas se reencontraran ahora, no con Zor de por medio. Ahriel era muy emocional, y todo aquello podía desestabilizarla y llevarla a cometer un error fatal que, en aquel momento, el mundo no podía permitirse.
El ángel resolvió que lo mejor sería solucionar primero el asunto de la invasión de las huestes del infierno; después, si es que sobrevivían, Ahriel podría reunirse con su hijo. Pero en aquel momento todos debían concentrarse en la tarea que tenían pendiente.
Ubanaziel se llevó la mano al pomo de su espada, sintiendo la leve e insidiosa mordedura de la magia negra que le habían imbuido. Apretó los dientes y batió las alas con fuerza, dispuesto a acudir al encuentro de Furlaag.