XIV
Redención
Al salir al corredor, Marla había encontrado el ventanal abierto y había deducido lo ocurrido. No se había dado prisa en perseguir a los prófugos de Gorlian, sin embargo. Primero había cargado con el cuerpo de Shalorak hasta su alcoba y lo había tendido sobre la cama. No sabía si le iba a sobrevivir durante mucho tiempo, pero sí tenía claro que, pese a todo, no quería dejarlo abandonado sobre el frío suelo del salón de baile. Tras depositar un último beso de despedida sobre los labios yertos del hechicero engendro, Marla había salido en busca de los fugitivos. No podían haber ido muy lejos. El Loco Mac estaba abusando de la magia, y había llovido mucho desde su última invocación. Los seres demoníacos que le habían prestado su poder tanto tiempo atrás le habían retirado su favor hacía mucho. Probablemente, cuanta más magia utilizaba, con más facilidad recordaba todo lo que había aprendido pero, al mismo tiempo, menos energía le restaba. Si un hechicero no invocaba a un demonio a menudo, acababa por utilizar sus propias fuerzas como fuente de poder, y éstas, a diferencia de la magia otorgada por las criaturas infernales, no eran ilimitadas. El viejo debía de estar en las últimas. Marla no creía seriamente que fuera una amenaza, ni tampoco que tuviese alguna forma de salir de allí. Quizá el medio ángel, el hijo de Ahriel, lograra escapar si se decidía a dejar atrás a sus amigos. Eso a Marla no le importaba en realidad. No tenía nada en contra de aquel muchacho, y no tenía sentido matarlo si Ahriel no estaba delante para verlo. Pero Mac era otra cosa. Él había destruido su única posibilidad de ser feliz junto a Shalorak, le había desvelado aquella horrible verdad que ella habría preferido no conocer. Podía llegar el fin del mundo aquella misma tarde, pero Marla no pensaba permitir que Mac escapara con vida de su palacio.
Había subido a las almenas de la muralla norte, suponiendo que cualquier conjuro de levitación no habría podido llevarlo mucho más lejos, pero ellos no estaban allí. Pensativa, alzó la mirada hacia lo alto, y entonces vio la torre. Echó un breve vistazo a la ventana por la que debían de haber salido volando y calculó la distancia entre ambos puntos. Sí; habría requerido un esfuerzo considerable por parte de Karmac, si había utilizado la magia, o incluso para el chico, si había cargado con ambos, pero existía la posibilidad de que hubiesen llegado hasta allí. En tal caso, estaban atrapados. Todos, salvo el medio ángel, que siempre podía huir volando. Pero, desde luego, sería demasiado tarde para Mac. Marla recordaba perfectamente el estado en el que se encontraba poco antes de escapar del salón de baile. Después de haber sellado la puerta y salido volando, era poco probable que le quedasen energías para realizar cualquier otro conjuro.
Sonriendo para sí, Marla volvió a entrar en el palacio y se dirigió a la pequeña escalera de caracol que conducía a la torre.
Ahriel se detuvo un instante, suspendida en el aire, cerca de la puerta que la conduciría de vuelta a su mundo. Allí estaba, la gran espiral de color rojo sangre, una de las siete que rasgaban el tejido que dividía ambas realidades. Podía cruzarla en un instante y estaría a salvo, pero había dejado atrás a Ubanaziel, y eso no podría perdonárselo. Las palabras del Consejero seguían resonando en su mente, y todavía le costaba trabajo tomárselas en serio: «Tu hijo está vivo…», había dicho. ¿Cómo era posible? Sin embargo, independientemente de que fuera o no cierto lo que le había revelado Ubanaziel, no podía dejarlo atrás. Ahriel permaneció junto a la puerta unos instantes más, aguardando al Consejero, oteando el horizonte con la esperanza de verlo aparecer en cualquier momento, batiendo las alas vigorosamente, para reunirse con ella. Naradel había dicho que, si su antiguo compañero lograba abatirlo, quedaría atrapado para siempre en el infierno, pero quizá exageraba. Tal vez las puertas no se cerrasen instantáneamente. Con un poco de suerte, tardarían un poco en desaparecer del todo, y tal vez Ubanaziel tuviese tiempo de salvarse.
Ahriel cerró los ojos, dividida entre su deseo de volar a reunirse con su hijo y su resistencia a dejar a Ubanaziel abandonado a su suerte. Después, volvió a escudriñar el horizonte.
Pero lo vio tan rojo, desierto y silencioso como antes.
Marla subió por las escaleras en silencio. Iba preparando mentalmente un hechizo letal que acabaría con la vida del viejo en un instante. Se había cansado de jugar, y sabía que las presas se tornan más peligrosas cuanto más acorraladas y desesperadas se sienten. Era hora de terminar con aquello de una vez. Rápidamente. Sin titubeos.
Llegó por fin a la estrecha puerta que llevaba al exterior. Pasó una mano suavemente por los goznes, impregnándolos de magia para que no hiciesen el más mínimo ruido —uno de los primeros hechizos que había aprendido cuando aún era apenas una niña— y, después, abrió con cuidado y se asomó al exterior.
Se topó, de pronto, con una imagen de sí misma. Al principio no se reconoció. Estaba incluso más pálida y desmejorada que cuando Ahriel la había sacado del infierno o, al menos, eso le pareció. Fue vagamente consciente de que su doble estaba llorando, y se llevó una mano a la mejilla para constatar, sorprendida, que la tenía húmeda. ¿Cuánto rato llevaba así? ¿Desde que había besado a Shalorak en su alcoba, desde que había sacado su cuerpo del salón de baile, desde que lo había matado…? Pero aquel pensamiento fue desplazado por otros dos, más urgentes y más obvios: el primero, que aquello era un espejo, y no debía haber ningún espejo en lo alto de la torre. El segundo, que algo estaba succionando su energía, dejándola vacía y débil.
Y de pronto lo comprendió todo. Vio las alas del medio ángel asomar tras el espejo que estaba sosteniendo, recordó el gran espejo que el propio Fentark guardaba en su habitación, recordó cómo funcionaba. Y, con un grito de ira y horror, se cubrió el rostro con un brazo, mientras golpeaba el cristal con el otro. Logró tomar a Zor por sorpresa, y el espejo resbaló de sus manos y cayó al suelo, rompiéndose contra las baldosas de piedra, pero ya era demasiado tarde.
Marla jadeó, aterrada, y se miró las manos. Se sentía más débil de lo que jamás había estado, incluso en sus peores momentos en el infierno. Hacía años que algo anidaba en su interior, algo cálido y oscuramente reconfortante, que la hacía sentir fuerte y segura de sí misma. Y, de pronto, ya no estaba, porque había sido absorbido por la imagen del espejo. Se tambaleó, sin fuerzas ya para mantenerse en pie, y tuvo que aferrarse al marco de la puerta para no caer. Alzó la cabeza para mirar, incrédula y desconsolada, a sus enemigos.
Allí estaba el muchacho, el hijo de Ahriel, con las alas enhiestas y dispuesto a atacar si hiciera falta, pese a que no esgrimía ningún arma (Marla recordó vagamente que su primitivo puñal de hueso había quedado hundido en el corazón de Shalorak). Sin embargo, parecía muy capaz de agredirla con los puños desnudos, y ella tuvo de pronto la certeza de que podría vencerla en aquella lucha.
Tras él, junto a las almenas, vio el cuerpo, pálido y exánime, del maestro Karmac. El engendro estaba de rodillas junto a él, gimiendo por lo bajo y acariciando los sucios cabellos del viejo. Parecía claro que el conjuro del espejo había agotado las pocas fuerzas que le restaban, pero Marla no se sintió mejor por ello. Se llevó una mano a la frente, titubeante, y estuvo a punto de perder el equilibrio y rodar escaleras abajo. Incluso el medio ángel hizo ademán de sostenerla, pero ella logró aferrarse a la puerta y sacudió sus rizos pelirrojos, tratando de pensar. Notaba cómo el chico la miraba, indeciso. Probablemente desconfiaba de ella y era consciente de que se trataba de una hechicera peligrosa; pero, al mismo tiempo, era tan evidente que se había quedado sin fuerzas que se resistía a atacar a una mujer indefensa. Sí; aquel chico podía haberse criado en Gorlian, pero en algunas cosas resultaba obvia su ascendencia angélica. Y eso, pensó Marla en un frenético instante de lucidez, podía ser su salvación.
Dejó caer la cabeza hacia adelante y dobló las rodillas, como si la debilidad que se había apoderado de ella estuviese a punto de hacerle perder el sentido; pero sólo fue una estrategia para reunir las pocas energías que le quedaban. Con un tremendo esfuerzo, dio un paso atrás, se aferró al tirador de la puerta y la empujó con todas sus fuerzas.
Zor vio, perplejo, cómo Marla le cerraba la puerta de la torre en las narices, y trató de abrirla, sin éxito.
—¡Se escapa! —advirtió.
El Loco Mac dejó escapar un leve suspiro y dijo, con un hilo de voz:
—Te advertí que no le dieras tregua, chaval.
—Parecía tan indefensa…
—Puede que haya perdido su magia y buena parte de su fuerza física, pero eso no ha acabado con su inteligencia y con su astucia, te lo dije. Si logra escapar y convencer a otro demonio para que le preste algo de su poder, estaremos perdidos.
—Vvvvammmus ddd’aqqquí —propuso Cosa, implorante, pero Mac negó con la cabeza.
—No podemos marcharnos sin hacer algo con Marla, pequeña. Porque, si la dejamos marchar ahora, quizá podamos escapar de ella por esta vez, pero no descansará hasta encontrarnos y vengarse de nosotros. Mira lo que hizo con Ahriel; la tuvo encerrada en Gorlian durante años, y eso que ella nunca llegó a hacerle daño realmente.
—Vale, vale, lo he entendido —cortó Zor—. Voy a buscarla. Tú quédate aquí e intenta descansar, ¿de acuerdo? Hablas demasiado, y eso no ayuda, precisamente.
El chico se lanzó contra la puerta con el hombro por delante, tratando de echarla abajo, pero Marla la había atrancado bien. Necesitó tres intentos para hacer saltar los goznes y, cuando por fin, con el hombro dolorido, logró asomarse a la pequeña escalera de caracol, Marla ya se había ido. Murmurando una maldición por lo bajo, Zor corrió en su busca.
Naradel y Ubanaziel se separaron y se observaron con cautela, jadeantes. Llevaban un buen rato peleando y ninguno de los dos parecía superar al otro. Ubanaziel habría supuesto que el hecho de que su contrincante hubiese perdido las alas lo dejaba en franca desventaja frente a él; sin embargo, Naradel había aprendido a luchar con aquella carencia. Sin el peso de las alas a su espalda, ahora era capaz de moverse con mucha mayor velocidad y ligereza. Y, aunque ya no podía volar, tiempo atrás él también había sido un ser alado, por lo que podía prever una buena parte de los movimientos de Ubanaziel.
Éste, por el contrario, se encontraba con que su antiguo compañero luchaba de forma ligeramente distinta, realizando ataques y esquivas que le resultaban totalmente impredecibles. Se había vuelto caótico y temerario, y ello, unido a su impecable estilo, que no había perdido del todo, lo volvía un rival mucho más peligroso.
—¿Sorprendido? —lo provocó Naradel, con una desagradable sonrisa.
Ubanaziel no respondió. Atacó otra vez, resuelto a emplear una nueva estrategia. Sabía que se trataba de algo que Naradel no esperaba y que podía llevarlo a la victoria en aquella batalla; pero también era consciente de que sólo tendría una oportunidad de llevar a cabo su plan. Si fallaba…
Se esforzó por concentrarse al máximo. Naradel respondió, contraatacando con la ligereza que lo caracterizaba, y halló un hueco en la defensa de su rival. Con una sonrisa de triunfo, clavó la espada por debajo del brazo de Ubanaziel, en uno de los pocos huecos descubiertos que dejaba su armadura.
El Guerrero de Ébano sintió cómo la espada de su contrario se hundía en su cuerpo, produciéndole un dolor indescriptible mientras su filo lo destrozaba por dentro. Trató de decir algo, pero no fue capaz. Vaciló un instante y cayó de rodillas ante Naradel. El ángel sin alas sonrió y se inclinó para sacar la espada del cuerpo de Ubanaziel. Sin embargo, en el momento en que lo hizo, algo le rompió el pecho, haciéndolo jadear de dolor. Consternado, bajó la mirada para encontrarse con la espada de Ubanaziel; incluso moribundo, el Guerrero de Ébano se las había arreglado para responder al golpe. Naradel comprendió que era una herida mortal cuando trató de hablar y la sangre se lo impidió. Cayó hacia delante, en brazos de Ubanaziel.
—Lo siento —susurró éste—. Era una treta sucia, pero no podía dejar que ganaras.
Naradel esbozó una amarga sonrisa, comprendiendo, unos instantes antes de que la luz de sus ojos de apagara para siempre, que su antiguo compañero había dejado su defensa abierta sólo para tener la oportunidad de matarlo mientras caía. Quiso responder… pero la muerte se lo llevó antes de que pudiera pronunciar una sola palabra.
El cielo rojo del infierno pareció partirse en dos, y las siete puertas empezaron a cerrarse al mismo tiempo, pero Ubanaziel no prestó atención a estas circunstancias. Acarició el cabello encrespado de Naradel y los muñones de sus alas, y después lo depositó sobre el suelo, con ternura, y le cerró los ojos.
Intentó incorporarse, pero no fue capaz. Se arrancó la espada de Naradel y sintió que su vida se escapaba de su cuerpo con ella. Alzó la mirada y vio, a lo lejos, las sombras oscuras de los demonios que regresaban al infierno, absorbidos por la fuerza de su lugar de origen. Entonces se inclinó junto al cuerpo sin vida de Naradel y cerró los ojos.
Ya estaba muerto cuando el primer demonio llegó hasta él. Una cansada sonrisa de triunfo, llena de amargura, aún adornaba sus facciones, y aquél fue el último saludo que el Guerrero de Ébano dedicó a los moradores del infierno antes de abandonarlo para siempre.
Ahriel oyó el estruendo y notó los cambios en la puerta. La espiral empezó a girar más deprisa y a empequeñecerse, mientras el tejido interdimensional se reparaba a sí mismo. «Lo ha conseguido», pensó. «Naradel está muerto y, si las puertas se están cerrando, eso significa que Shalorak también lo está». Echó un vistazo a su espalda, por enésima vez, pero no vio rastro de Ubanaziel.
Aún aguardó un rato más, y fue testigo de cómo los primeros demonios y diablillos se veían arrastrados de nuevo hacia el infierno, entre sonoras maldiciones y bramidos de odio y de rabia. Pero Ubanaziel no regresó.
Finalmente, Ahriel atravesó la puerta para salir al exterior. No le costó tanto esfuerzo como a los demonios, que trataban desesperadamente de resistirse al poderoso efecto de succión de su dimensión, porque ella no era una criatura del infierno, pero aun así tuvo que poner en juego toda su fuerza de voluntad. Una vez en su mundo, se sentó en lo alto de lo que quedaba de la torre y, con el corazón en un puño y los ojos fijos en la espiral escarlata, que seguía tragándose demonios, esperó.
Las hordas del infierno ya habían ganado las calles de Aleian, y recorrían la ciudad en una orgía de violencia y de muerte. Los pocos ángeles que aún resistían trataban de hacerles frente, pero incluso ellos eran conscientes de que se trataba de una guerra perdida.
Por esta razón se sintieron muy sorprendidos cuando, de pronto, un rugido de ira, y frustración recorrió las filas enemigas, y todos los demonios, uno detrás de otro, levantaron el vuelo.
Pero no estaban volando exactamente, observó una perpleja y agotada Lekaiel, a la vanguardia de las tropas de Aleian. Parecía como si alguna fuerza invisible los atrajera, arrancándolos de la ciudad uno a uno, como a parásitos indeseados, y arrastrándolos hacia un destino desconocido… o, quizá, no tanto. Lekaiel recordó de pronto la increíble historia que Ahriel le había contado acerca de devolver a todos los demonios a su dimensión. Entonces le había parecido poco más que una excusa para justificar la deserción de Ubanaziel, porque la idea de que existiese una posibilidad de salvar la ciudad, a aquellas alturas, le había parecido demasiado irreal.
Todavía recelosa, contempló cómo todos los demonios se retiraban de Aleian contra su voluntad, arrastrados por un torbellino invisible que los precipitaba hacia el rojizo crepúsculo que coloreaba el horizonte. Algunos de los guerreros angélicos más jóvenes los perseguían, enardecidos, pero la mayoría se quedó allí, de pie, todavía sin creer del todo lo que estaba sucediendo.
Pronto, los aullidos de los demonios se perdieron en la lejanía, y un silencio pesado, incierto, cayó sobre la Ciudad de las Nubes. Entonces los ángeles supervivientes empezaron a asumir, lentamente, lo que estaba pasando, pese a no comprenderlo del todo aún.
Aleian estaba salvada. Sin que nadie supiese todavía cómo ni por qué, los demonios se habían visto obligados a retirarse. Alguien se atrevió a lanzar un grito de alegría.
Y cientos de voces angélicas lo corearon.
En todo el mundo, miles de demonios se vieron arrastrados a través del portal más cercano a su posición. Los humanos que se habían salvado de ellos contemplaron, incrédulos, el revoltijo de alas negras y colas escamosas que surcaban los cielos, de vuelta a su dimensión.
Marla, que recorría con paso inseguro los corredores de su palacio, vio a través de una ventana a un diablillo gritando de rabia mientras algo lo succionaba violentamente hacia las montañas. Tras él llegaron otras criaturas infernales, bramando de rabia e impotencia, pero la joven no entendió del todo lo que estaba pasando hasta que algo bajo el corpiño de su vestido empezó a serpentear con violencia, sobresaltándola. Temerosa, se apresuró a sacar de debajo de su blusa el colmillo de demonio que llevaba colgado al cuello, y descubrió que una fuerza invisible tiraba de él, clavándole el cordón en la nuca y amenazando con herir su piel. Se soltó el colgante y, rápidamente, el colmillo salió volando, siguiendo a los demonios…
… De regreso a su dimensión, comprendió Marla de pronto.
Aquello significaba que Ahriel y sus amigos se habían salido con la suya y habían roto el vínculo. Las puertas del infierno se estaban cerrando de nuevo, arrastrando a sus moradores de vuelta a casa. Habían salvado el mundo.
Cerró los ojos un momento. Una parte de ella se alegraba. Había ambicionado el poder, la magia y la libertad, pero nunca había buscado la destrucción del mundo que la había visto nacer. Tampoco habría matado a Shalorak para salvarlo; al menos, no al Shalorak que ella recordaba, aquél al que tenía por un hechicero humano brillante e inteligente… antes de que le fuera revelado su vergonzoso secreto. Pero se había visto obligada a poner fin a su vida, y con ello había contribuido a salvar el mundo. Al menos, pensó, la muerte de Shalorak no había sido en vano.
Pero ella estaba condenada. Cuando todos se recobraran de la catástrofe sufrida, buscarían culpables. Y sólo quedaría Marla para responder por los crímenes de los demonios.
Tenía que escapar ahora… cuanto antes… buscar un lugar seguro…
Aún tambaleándose, se arrastró por las estancias del palacio en dirección al patio de armas. Quizá lograra alcanzar el establo y conseguir un caballo. Entonces huiría lejos, muy lejos, adonde nadie pudiera encontrarla.
A trompicones, logró llegar hasta la planta baja y abrir el portón que conducía al patio. Pero se detuvo, perpleja, antes de poder encaminarse a los establos, porque allí había gente esperándola.
Eran guerreros, a pie y a caballo, y los capitaneaba una joven amazona que Marla tardó en reconocer bajo su armadura de guerra. Por un momento, pensó que se trataba de sus propias tropas, pero detectó que varias docenas de soldados tensaban sus arcos y dirigían sus flechas hacia ella, y reconoció de pronto en sus armas el escudo de Saria.
—Volvemos a encontrarnos, Marla —dijo entonces su líder con voz serena.
—¡Kiara! —la reconoció ella, comprendiendo.
Habían ido a buscarla. Naturalmente; antes de ser arrojada al infierno, Marla había dirigido una campaña contra el reino de Saria, en la que había muerto su soberano; y su hija no se lo había perdonado. La calma regia que había mostrado en Vol-Garios el día anterior no era más que una pose: en realidad, le había faltado tiempo para reunir sus tropas y lanzar un ataque contra ella.
—Ríndete, Marla —dijo Kiara—. Estás sola.
Marla no respondió, pero miró a su alrededor, buscando una vía de escape.
—Tened cuidado con ella —advirtió Kiara a los suyos al detectar el gesto—. Es una hechicera poderosa.
«Una hechicera sin magia», pensó Marla, con amargura. Entonces sus ojos se encontraron con los de Kiara, y leyó una profunda aversión en ellos. Y recordó que Ahriel había mirado a Kiara en Vol-Garios con una aprobación que jamás había mostrado ante Marla cuando era su guardiana, y tembló de ira. No, no iba a escapar. Por muy débil que se encontrase, no les daría la satisfacción de verla vacilar. Después de todo, era la reina de Karish.
Alzó la cabeza con orgullo y dijo:
—Adelante, mátame. Has ganado, Kiara, reina de Saria.
Ella vaciló un instante, como si no esperara aquella respuesta.
—Considérate… presa —pudo decir, algo desconcertada—. Celebraremos un juicio…
—No es necesario —cortó Marla; no pensaba someterse a la humillación de ser juzgada en público, de que otras personas deliberasen acerca de su vida y sus obras—. Soy culpable. Inicié una guerra, creé una prisión mágica, traicioné a mi ángel, invoqué a demonios, torturé y asesiné al rey de Saria, y fueron mis acólitos quienes provocaron la invasión de los demonios para sacarme del infierno. Puedo seguir, si eso no es suficiente —añadió, al ver que Kiara palidecía y que sus soldados se removían, inquietos.
—Eso tendrás que repetirlo ante un jurado —insistió su captora, sin embargo.
Marla inspiró hondo y dijo:
—No voy a volver a repetirlo. Si vas a matarme, hazlo ya. Si no, me retiraré a mis aposentos —concluyó con gesto regio.
Kiara no dijo nada. Marla sonrió y, con deliberada lentitud, les dio la espalda.
—No os atreváis a dar un solo paso —sonó la voz de uno de los caballeros, fría como el acero.
La sonrisa de Marla se acentuó al advertir también una nota de temor en su tono. Irguiendo la cabeza con orgullo, adelantó un pie.
Inmediatamente oyó silbar una flecha y la sintió clavarse en su espalda. Jadeó, sin aliento, tratando de no sucumbir al dolor.
—¡Marla! —oyó que decía Kiara. Pero ella sacó fuerzas de flaqueza y, tragando saliva, siguió caminando, majestuosa y altiva hasta el final.
Fue instantáneo. En cuanto dio un par de pasos más, una docena de flechas salieron disparadas de los arcos de los guerreros sarianos e impactaron, casi al mismo tiempo, en el cuerpo de la reina Marla, acribillándolo por completo y arrebatando la vida de su oscuro corazón.
Y así, la más joven soberana de Karish, la que había experimentado con magia negra y visitado el infierno, murió, antes de cumplir los diecinueve años, sobre las baldosas del patio de su palacio, a los pies de la reina Kiara y de la aristocracia de Saria, la nación que tanto había sufrido por su causa.
Kiara alzó la mirada para ver a los demonios surcando los cielos, arrastrados por la fuerza del infierno. Después volvió a contemplar el cuerpo sin vida de Marla, erizado de flechas sarianas.
—Se acabó —dijo solamente.
Sonrió, pero no sentía la menor alegría.
Zor se había asomado a uno de los balcones mientras buscaba a Marla, y la había visto salir del palacio y encontrarse con las tropas de Kiara. Fue testigo del final de la reina y la vio caer sobre las losas de piedra. Sintió un inconmensurable alivio, pero también tuvo un extraño pensamiento: lamentó que su madre no hubiera estado allí para verlo. Después, pensó que tal vez fuera mejor así. Quizá, se dijo, Ahriel nunca había dejado de sentir un cierto cariño hacia Marla, a quien había cuidado y protegido desde su nacimiento. Se preguntó si alguna vez tendría ocasión de interrogarla al respecto.
Ahriel esperó hasta el último momento. Aguardó hasta que el último de los diablillos fue reabsorbido de nuevo a su dimensión y la puerta de Sin-Kaist se hubo cerrado del todo. Incluso después de que las heridas en el tejido interdimensional hubiesen sido completamente reparadas, y nada en el aire delatase la existencia de una abertura entre ambos mundos, Ahriel siguió esperando, encaramada a las ruinas de la torre.
Cuando por fin se convenció de que era inevitable, de que Ubanaziel no iba a volver, cerró los ojos, y un par de lágrimas surcaron sus mejillas. Entonces se puso en pie y dedicó un saludo póstumo al Guerrero de Ébano, el mejor luchador de Aleian, un Consejero sabio y leal, y uno de los ángeles más nobles e íntegros que había tenido ocasión de conocer.
—Nunca te olvidaré, Ubanaziel —le prometió—. Y, aunque mi vida no vaya a durar mucho más, me aseguraré de que todos en Aleian sepan lo que has hecho por ellos, y por el mundo entero. Honraré tu memoria, viejo amigo, y me encargaré de que los ángeles la honren también.
Pero antes de enfrentarse de nuevo a Lekaiel y al Consejo tenía algo que hacer. Debía regresar a Karish y comprobar si Ubanaziel le había dicho la verdad con respecto a su hijo. Si le había mentido, entonces lo había abandonado a su suerte en el infierno para nada. Y si no… bueno, Ahriel no se atrevía a imaginar siquiera esa posibilidad. Sería demasiado hermoso como para ser cierto.
Recordó entonces que en Karish estaba también Marla, y se sintió inquieta. Si su hijo seguía vivo, debía asegurarse de que ella no le hacía ningún daño.
Ahriel desplegó las alas y, cuando la noche ya se abatía sobre un mundo herido y cansado, alzó el vuelo de nuevo.
Zor vio desde la ventana que aquellos temibles guerreros que habían acabado con la reina Marla entraban en el palacio para inspeccionarlo, y le entró el pánico. Corrió de vuelta a la torre para reunirse con Mac y con Cosa, y cuando vio la puerta colgando sobre uno de sus goznes se arrepintió de haberla roto, porque ahora no podría cerrarla tras él.
—Ah, ya has vuelto —murmuró Mac cuando lo vio llegar—. Tengo buenas noticias, chaval: el mundo está salvado. Ubanaziel debe de haber acabado con Furlaag, porque Cosa y yo hemos visto desde aquí a un montón de demonios que… oye, ¿qué pasa? ¿Por qué estás tan nervioso?
—Marla ha muerto —anunció Zor.
Mac no pudo reprimir una convulsiva salva de carcajadas histéricas.
—Por fin los dioses hacen las cosas como deben —comentó cuando logró controlarse—. Ya era hora. Enhorabuena, Zor —añadió, dedicándole una torcida sonrisa.
—No he sido yo —replicó el chico abruptamente—. Han venido unos guerreros al palacio y la han matado, y ahora vienen hacia aquí. Los dirige una mujer; Marla la conocía, porque la ha llamado por su nombre, aunque no he llegado a oírlo bien.
El Loco Mac torció el gesto.
—El hecho de que Marla tenga tantos enemigos no me extraña lo más mínimo —murmuró—. Pero que esos tipos sean enemigos de Marla no implica necesariamente que sean amigos nuestros. Ayúdame a levantarme, chaval. Buscaremos un lugar donde escondernos de ellos hasta que regrese Ubanaziel y ponga las cosas en su sitio. Aquí estamos demasiado descubiertos.
Zor asintió, aliviado. El imponente porte del ángel le inspiraba confianza. Si Mac tenía razón, y las puertas del infierno se estaban cerrando, aquello sólo podía significar que Ubanaziel había salido airoso de su enfrentamiento con Furlaag. Pronto regresaría a buscarlos, y todo se arreglaría.
Cargó con Mac y, seguido de Cosa, descendió por la escalera de caracol en busca de un lugar seguro.
Había muchas cosas que no estaban claras. Los ejércitos de Saria habían encontrado Karish sumido en el caos más absoluto. Los demonios lo habían destrozado prácticamente todo, igual que habían hecho con los demás reinos humanos. Pero la capital era otra cosa. Las hordas del infierno no la habían tocado y, pese a ello, sus aterrorizados habitantes apenas habían opuesto resistencia a las fuerzas sarianas, que no habían tardado en ocupar la ciudad. Tras indagar un poco, Kiara se había enterado de que, en efecto, los demonios no habían traspasado las murallas en ningún momento. Los karishanos lo atribuían a la acción de Marla, que había regresado en el último momento para protegerlos con su inmenso poder.
Se preguntó qué estaba pasando exactamente. La última vez que había visto a Marla, recién rescatada del infierno, estaba en unas condiciones penosas y parecía depender por completo de Ahriel y de aquel otro ángel, Ubanaziel. La había sorprendido encontrársela, sola y aparentemente indefensa, en el patio del castillo. Y lamentaba que los acontecimientos se hubiesen precipitado, ya que, si bien el mundo sería un lugar más seguro ahora que Marla había muerto, también le habría gustado interrogarla para averiguar qué estaba sucediendo. Ni a las tropas sarianas ni a los habitantes de Karish les había pasado desapercibido el hecho de que los demonios parecían estar batiéndose en una involuntaria retirada.
Dirigió una mirada pensativa a la fachada del palacio. Quizá Ahriel estuviese en su interior. En tal caso, ella podría explicarle más detalles.
—Los karishanos dicen que a Marla la acompañaba un misterioso mago de túnica negra —le susurró Kendal—. Ten cuidado, Kiara. Puede que todavía nos aguarden muchos peligros ahí dentro.
Ella asintió, pero no respondió.
A la cabeza de un nutrido grupo de guerreros sarianos, Kiara entró en el palacio para explorarlo a fondo. Lo hallaron silencioso y desierto, y esto, lejos de tranquilizarlos, los inquietó todavía más.
Kiara se dirigió rápidamente al ala donde supuso que estarían los aposentos de Marla. Esperaba descubrir en ellos alguna pista, pero lo único que encontró fue el cadáver de un joven y atractivo hechicero tendido sobre el lecho real, con un tosco puñal de hueso clavado en el corazón.
—Esto sí que es raro —murmuró la muchacha, alzando las cejas, desconcertada.
—Todo lo que tiene que ver con Marla es raro —gruñó Kendal—. A mí no me sorprende que esa bruja se las arreglara para matar a su aliado a traición.
Kiara tampoco respondió esta vez, pero acarició la empuñadura del puñal con la yema del dedo.
—Me pregunto… —empezó, pero no finalizó la frase.
—¡Mi reina! —la llamó uno de sus caballeros desde la puerta de la alcoba—. Hemos hallado al rey Bargod encerrado en las mazmorras.
Kiara se sintió horrorizada. Había tenido ocasión de entrevistarse con el tío de Marla poco después de que ésta fuera arrojada al infierno, y le había parecido un buen hombre, aunque estaba muy delicado de salud.
—¡Sacadlo de allí de inmediato! —ordenó.
—Ya lo hemos hecho, señora. Se encuentra débil y muy aturdido, así que de momento no va a sernos de mucha ayuda.
—Hay que conducirlo a sus aposentos y cuidar de él, darle de comer, curarlo si está herido…
—Yo me encargo —le prometió Kendal—. Estoy convencido de que el servicio de este palacio no puede haber huido muy lejos. Al menos, no cuando una horda de demonios ha estado dos días sitiando la ciudad.
Kiara asintió.
Siguió explorando el palacio, flanqueada por sus hombres, hasta que toparon con algo que los puso en guardia: por una de las escaleras de servicio descendía trotando la criatura más repulsiva que habían visto jamás. Tenía un aspecto vagamente humano, pero sus largos miembros deformes le daban un *aire simiesco, y bajo la revuelta mata de pelo gris asomaba una horrible cabezota llena de bultos cuyos componentes —nariz, ojos, boca, orejas…— no parecían estar colocados correctamente, lo cual le daba una apariencia espantosa y grotesca. Los hombres de armas se quedaron un instante mirándola, horrorizados, y ella se detuvo y los observó, cautelosa, consciente de que la habían descubierto.
Sólo Kiara comprendió qué era lo que estaban contemplando. Cuando el ser dio media vuelta y trató de huir escaleras arriba, la reina de Saria gritó:
—¡Detenedla! ¡Es un engendro!
Durante su breve estancia en Gorlian había tenido la oportunidad de ver a un par de aquellas criaturas, de las que había logrado escapar gracias a la pericia y la experiencia de Ahriel, y era capaz de reconocer a una cuando la veía. Ignoraba cómo había logrado escapar aquel ser de la pequeña bola de cristal que Marla había ocultado con tanto celo, pero, después de todo, aquél era su palacio: quizá tuviera varios engendros como mascotas. Lo que sí sabía Kiara, porque Ahriel se lo había dejado muy claro, era que todos los engendros eran malignos, peligrosos y muy agresivos.
Los guerreros sarianos, por el contrario, no habían oído hablar nunca de los engendros. Pero no necesitaron que les repitieran la orden una segunda vez. Varios de ellos se precipitaron hacia la criatura, pero pronto descubrieron que era ágil y rápida, y les sería imposible alcanzarla; de modo que uno de ellos cargó una honda y arrojó el proyectil contra ella.
La bala impactó dolorosamente en la pierna derecha de la fugitiva, que lanzó un grito, tropezó con sus propios pies y cayó sobre los escalones, como un fardo desmadejado.
Pero, cuando los guerreros estaban a punto de arrojarse sobre ella para rematarla, una sombra veloz descendió volando desde lo alto de la escalera y se interpuso entre ellos y su presa. Los hombres de armas contemplaron, perplejos, a un extraño y desaliñado muchacho, vestido como un salvaje, que protegía con su propio cuerpo al repulsivo engendro. Pero lo más sorprendente de todo era que a la espalda del chico se apreciaban claramente dos grandes alas de plumas de un tono blanco sucio y desvaído. No podían ser un simple adorno, constataron los sarianos, perplejos, porque el muchacho las batía suavemente, en parte para mantener en equilibrio, en parte para expresar su ira y su indignación.
—¡Dejadla en paz! —les espetó—. ¡Ella no os ha hecho nada malo! ¿Por qué la atacáis?
El chico estaba totalmente desarmado, por lo que, a pesar de su aspecto desastrado, ninguno de los caballeros cargó contra él.
—Quita de ahí, muchacho, si no quieres sufrir daño —gruñó uno.
Pero el joven irguió las alas todavía más y dio un paso atrás, abriendo los brazos en ademán de protección.
—No la tocaréis —les advirtió—. Es mi amiga, y no ha hecho daño a nadie.
—¿Qué está sucediendo aquí? —se oyó entonces una voz femenina tras los guerreros. Ellos abrieron paso a su reina, y Kiara avanzó entre ellos. Cuando vio al chico, sus alas y su aspecto salvaje, comprendió muchas cosas de golpe.
—¡Por todos los…! —exclamó—. ¡Bajad las armas, bajad las armas! ¡Es el hijo de Ahriel!
—¿El hijo de quién, mi señora?
—¡Del ángel que me salvó! —dirigió una intensa mirada al muchacho alado y le dijo, con la voz temblorosa por la emoción—. Tu madre me protegió en Gorlian, me salvó la vida en Vol-Garios y después me devolvió mi reino. Estaré en deuda con ella para siempre, así que lo menos que puedo hacer por ti es darte la oportunidad de explicarte.
—¿Estuviste en Gorlian? —fue todo lo que pudo decir él, atónito; le parecía que Kiara estaba demasiado limpia como para haber salido de aquella esfera de cristal.
—Fue por poco tiempo —confirmó ella, asintiendo—. Escapé de allí con tu madre, pero ella juró que regresaría a buscarte, y veo que lo consiguió —añadió, con una sonrisa; Zor no se molestó en contradecirla—. Y esta criatura, ¿quién es? ¿Por qué la proteges? Ahriel me dijo que todos los engendros son violentos y peligrosos.
El muchacho bajó parcialmente un ala, y todos pudieron ver de nuevo al engendro, que los observaba con una mezcla de miedo, cautela y desafío.
—Es mi amiga —declaró Zor con firmeza—. También a mí me salvó la vida en Gorlian. Juntos hemos ayudado a derrotar a Marla y a Shalorak, y ella ha estado a nuestro lado en todo momento y se ha arriesgado por nosotros. Es buena persona, a pesar de su aspecto —Zor no fue consciente de que Cosa lo contemplaba con arrobado agradecimiento al oírse llamar «persona»—. No merece la muerte, ni tampoco que la persigan para cazarla como a una alimaña.
Y, para dar más fuerza a sus palabras, abrazó al engendro sin titubeos, gesto que provocó una mueca de repugnancia en algunos de los soldados. Otros, por el contrario, tuvieron la decencia de parecer avergonzados.
Kiara sacudió la cabeza, perpleja.
—Pero… vosotros… no entiendo nada. ¿Dónde está Ahriel? ¿Qué hacíais aquí exactamente? ¿Cómo habéis escapado de Gorlian? ¿Qué sabéis acerca de Marla y de los demonios?
—Con mucho gusto os explicaremos lo que haga falta, jovencita —sonó una voz cascada y ligeramente burlona; al alzar la mirada, los sarianos descubrieron a un hombre mugriento y maloliente como un pordiosero, contemplándolos desde lo alto de la escalera—. Si cumplís vuestra palabra y nos dais la oportunidad de explicarnos. Y, de paso —añadió, frunciendo el ceño, reflexivo—, tampoco estaría de más una buena comida, un buen baño y una buena cama… ese tipo de cosas que un pobre diablo como yo, prisionero de Gorlian, podría llevar décadas deseando. Por ejemplo —y se rio como un loco, cosa que le granjeó algunas miradas recelosas.
—También me ocuparé de esto —oyó refunfuñar Kiara a sus espaldas—, pero tendrá que aguardar su turno: estamos preparando el baño para el rey Bargod.
—Algo me dice que estas personas lo necesitan con más urgencia, Kendal —repuso ella con una sonrisa.
Cuando Ahriel llegó al palacio real de Karish, descubrió, con sorpresa, que estaba ocupado por las fuerzas sarianas. Los soldados habían retirado el cuerpo de Marla del patio de armas, de modo que el ángel no podía saber todavía en qué situación se encontraba su antigua protegida. Entró en el palacio por la puerta principal, alerta, preparada para cualquier eventualidad, pero se relajó un tanto al comprobar que los soldados parecían estar montando una guardia rutinaria.
—¿Qué está pasando aquí? —demandó—. ¿Qué ha sido de Marla y Shalorak?
—¡Ahriel! —la llamó una voz conocida, rebosante de alegría—. ¡Te estábamos esperando!
Kendal avanzaba hacia ella con una amplia sonrisa. Ahriel se relajó del todo.
—Kendal —murmuró, sonriendo a su vez—. ¿Qué hacéis aquí?
—Escapamos por poco de los demonios cerca de Vol-Garios; Kiara… quiero decir, Su Majestad sospechó que Marla podría estar implicada, así que decidió reunir al ejército y venir a ayudar.
—Llévame con ella —pidió Ahriel—. ¿Qué ha sido de Marla? —preguntó, mientras ambos echaban a andar por el corredor—. Nos la volvió a jugar en la Fortaleza y…
—Lo sabemos —asintió Kendal—. No debes preocuparte más por ella. Está muerta.
A pesar del alivio que le produjo la noticia, Ahriel no pudo evitar sentir que algo se desgarraba en su interior al escucharla.
—¿Muerta? —sacudió la cabeza, obligándose a no seguir preguntando al respecto—. ¿Y qué ha sido de Shalorak?
—También está muerto. Hemos recuperado el palacio y el rey Bargod está a salvo.
—Menos mal —suspiró Ahriel—. Temía que aún quedara trabajo por hacer.
—Queda mucho trabajo por hacer —puntualizó Kendal—. Los demonios han segado muchas vidas y han destruido buena parte de nuestro mundo. La reconstrucción llevará años enteros, y nunca nos recuperaremos del todo.
—Pero ése es un trabajo para el que los humanos no necesitáis la ayuda de los ángeles —repuso ella con una sonrisa; no mencionó, para no preocuparlo, que también Aleian estaría prácticamente en ruinas a aquellas alturas, y que su gente también había sufrido pérdidas irreparables—. Por eso no me quedaré mucho tiempo. Sin embargo, antes me gustaría despedirme de Kiara y agradecerle su ayuda.
—La encontrarás en las cocinas.
—No es un lugar donde uno esperaría encontrar a una reina.
Kendal le dedicó una amplia sonrisa.
—Tenemos unos invitados muy especiales que no podían esperar más a hincarle el diente a un buen asado —comentó solamente.
El corazón de Ahriel latió más deprisa, pero no se atrevió a preguntar más.
Cuando se acercaban a la cocina oyeron la voz de Kiara, y casi inmediatamente una segunda voz chillona que le replicó:
—¡No estoy chiflado! ¡Te digo, muchachita, que ese fiambre que tenéis arriba, por guapo que parezca, no es menos engendro que nuestra Cosa! ¡Él mismo lo admitió y…!
Se calló de golpe al ver entrar a Ahriel y a Kendal. El ángel dirigió una mirada sorprendida al viejo que discutía con Kiara.
—¿Eres… el Loco Mac? ¿Cómo puede ser? ¡Dijeron que habías muerto!
—¡Ah, no, ya estoy cansado de que me den por muerto! —chilló él—. ¡Desaparecido, como mucho, pero una Reina de la Ciénaga como tú debería ser lo bastante perspicaz como para no dar por muerto a alguien hasta que no se encuentra su cadáver! ¡Aunque haya que buscarlo en las tripas de un engendro!
El Loco Mac siguió refunfuñando, mientras Kiara corría hacia ella con una sonrisa.
—Ahriel, ¡has vuelto! Temíamos que hubieses tenido problemas con Furlaag.
—¿Cómo sabes…? —empezó ella; pero no terminó la frase, puesto que acababa de ver, sentado en un banco con la espalda apoyada en la pared, a un muchacho que trataba de rehuir su mirada.
Zor había disfrutado por primera vez en su vida de un buen baño caliente; en realidad, haría falta alguno más para arrancarle del todo la suciedad acumulada tras toda una vida en Gorlian, pero ahora presentaba un aspecto mucho más limpio, con el cabello más corto y aún húmedo, y ropas de tela suaves y ligeras. Había estado devorando un muslo de pollo, maravillado ante su delicioso sabor, pero lo había dejado a un lado al entrar Ahriel en la habitación.
Ella había reparado en las grandes alas del muchacho, mucho más blancas que antes, y se precipitó hacia él, con el corazón palpitándole con fuerza. Zor retrocedió instintivamente, pero en la cocina no había muchos sitios a dónde ir. De modo que se quedó quieto, en tensión, mientras Ahriel se inclinaba hacia él, con los ojos repletos de ansiedad. Se estremeció cuando el ángel le levantó la barbilla para mirarlo a la cara, y se vio obligado, entonces, a sostener su mirada. Trató que la suya estuviese cargada de hostilidad y desafío, pero a Ahriel aquello no pareció importarle.
—No es posible… —murmuró ella, maravillada; había tanta ternura y alegría en sus palabras que Zor frunció el ceño, desconcertado, y le dirigió una mirada cautelosa—. Te… te pareces tanto a él… —balbució el ángel, y no pudo seguir hablando. Zor, perplejo, vio cómo los duros ojos de la Reina de la Ciénaga se deshacían en lágrimas. Y, antes de que pudiera reaccionar, Ahriel lo abrazó con todas sus fuerzas, con un sollozo de felicidad.
El muchacho estaba tan sorprendido que no trató de desasirse. Ahriel seguía llorando, abrazándolo casi con desesperación, y Zor, tras un titubeo, la abrazó a su vez.
—Perdóname, mi niño… —susurró ella a su oído. Zor recordó entonces que aquélla era la misma persona que lo había abandonado cuando era apenas un bebé. Kiara le había contado que Ahriel había llevado una vida muy dura en Gorlian y probablemente lo habría hecho para evitarle sufrimientos, pero Zor la había escuchado con escepticismo. Sin embargo, en aquel momento, abrazado a Ahriel, que seguía llorando de alegría por haberlo recuperado, el chico se sintió incapaz de seguir guardando rencor.
—Madre… —pudo decir.
Ahriel lo oyó, y se apartó de él para mirarlo a los ojos.
Zor no sabía que ningún ángel era capaz de llorar como su madre lo estaba haciendo, pero, aun así, se sintió conmovido en lo más hondo. Le dedicó una tímida sonrisa, y ella, radiante de felicidad, lo besó en la frente con fervor y volvió a estrecharlo entre sus brazos.
—Mi niño… mi niño… —era lo único que podía decir.
Ni siquiera sabía todavía cómo se llamaba, ni cómo había llegado hasta allí, ni qué había hecho en todos aquellos años en que ella lo había dado por perdido. Era su hijo, y lo había encontrado, y estaba a salvo. Por fin.