VIII
Ahriel aguardó, quieta como una estatua de mármol, con la lanza en alto y los pies clavados en el fango, que le llegaba por encima de los tobillos. Detectó una leve ondulación en la superficie del lodazal, pero no se movió. Sólo cuando la onda se repitió, un poco más cerca, el ángel descargó la lanza sobre ella, rápida, certera y letal. Sacó entonces el arma del fango y observó con aire crítico lo que se agitaba en su extremo: un pez del fango, ciego, viscoso y extremadamente feo, pero más o menos comestible. Ahriel esperó a que dejara de moverse y entonces lo arrojó al morral abierto, donde se amontonaba media docena más de peces de similar tamaño. Respiró hondo y se apartó el cabello de la cara. Por un instante fugaz recordó la época en que su melena negra resplandecía como el azabache, peinada en multitud de pequeñas trenzas que ella cuidaba con mimo, rehaciendo cada mañana. Apartó aquellos pensamientos de su mente. Su pelo estaba ahora casi siempre sucio y enmarañado y, por supuesto, no tenía tiempo ni medios para hacerse un peinado más sofisticado que la gruesa y tosca trenza que le colgaba siempre medio deshecha por la espalda.
La niebla no dejaba pasar los rayos del sol aquella mañana, pero Ahriel sabía que ya era casi mediodía. Con un suspiro, salió del barrizal y recogió su morral. No se molestó en quitarse el fango de los pies mientras volvía a internarse por los riscos de la Cordillera. Sabía que se resecaría y terminaría por caer solo.
Tardó un par de horas en divisar la columna de humo que señalaba el lugar donde se alzaba su nuevo hogar. Ahriel sonrió. El fuego estaba encendido y Bran estaba en casa. No era una casa muy grande, ni muy lujosa, pero el ángel había aprendido a apreciarla con el paso de los meses. A veces llegaba a pensar que no echaba de menos su vida en el palacio real de Karishia, o en la bella y radiante Ciudad de las Nubes, donde habitaban los demás ángeles. La cabaña que compartía con Bran era pequeña, incómoda y maloliente, pero era suya. Al igual que su vida.
Hacía ya casi un año que vivía en Gorlian, y por primera vez estaba empezando a notar que su corazón se iba aligerando de un peso que siempre había estado ahí, pero que ella no había percibido hasta entonces. Hacía mucho que ya no pensaba en Marla, y casi había llegado a acostumbrarse a la idea de que no saldría nunca de allí. «¿Para qué?», se preguntó. «Nunca he podido pensar por mí misma. Siempre debía hacer lo correcto y no lo que yo quería. Siempre tenía que anteponer la vida de mi protegida a la mía propia. Aquí, en cambio, sólo debo cuidar de mí misma. Mi vida es mía.»
No era la primera vez que tenía aquellos pensamientos, pero sí fue aquélla la primera ocasión en que no trataba de reprimirlos.
La cabaña apareció finalmente ante sus ojos. La habían construido con los escasos materiales que había a su alcance, aprovechando una abertura en la cara de la montaña, lo cual la resguardaba mejor del viento y la lluvia. Ante la puerta, clavado sobre una estaca, estaba uno de los cráneos del Carnicero. Ahriel sonrió al verlo. Después de matar al engendro que aterrorizaba a toda la Cordillera mediante una ingeniosa trampa ideada por Bran, el humano se había empeñado en colocar ahí una de las cabezas, para que sirviese de advertencia a los extraños. Ahriel había discutido acaloradamente la cuestión. Estaba convencida de que no aguantaría por mucho tiempo el olor que despedía aquella cosa.
Pero resultó que Bran tenía razón. Cualquiera que se acercase a la cabaña veía la cabeza y se lo pensaba dos veces antes de meterse con las personas que habían acabado con el Carnicero. Era simple, primitivo y brutal, pero funcionaba. Y, con el tiempo, la misma Ahriel había acabado por acostumbrarse a aquella cabeza que se descomponía en la puerta de su casa.
Ahora, la cabeza del Carnicero no era más que un cráneo amarillento y pelado. Continuaba infundiendo respeto en los extraños, pero los habitantes de la casa ya lo veían como una parte más de la decoración, y apenas se fijaban en él, ni en sus enormes colmillos descarnados.
El ángel entró en la cabaña, pero no vio a Bran por ninguna parte. Sin embargo, no debía de andar lejos, puesto que se había dejado el ruego encendido. Encogiéndose de hombros, Ahriel se sentó en la puerta de la cabaña con un odre de agua pardusca y comenzó a limpiar los peces con ayuda de su daga.
—¿Ya de vuelta? —dijo una voz junto a ella.
Ahriel dio un respingo. Bran estaba a su lado, acuclillado sobre la enorme roca plana que aseguraba la pared oeste de la cabaña, mirándola con un brillo malicioso en los ojos.
—¿Dónde estabas?
—Se me había roto el pedernal, y he ido a buscar otro. ¿Por qué pones esa cara? Ya deberías estar acostumbrada a no oírme llegar. Sabes que siempre te sorprendo.
—Porque trepas como un mono y te subes a los sitios más insospechados. ¿De dónde vienes? ¿Te has descolgado por el tejado desde la cima?
Bran se sentó junto a ella y hurgó en su morral.
—¿Siete peces del fango? A ver si lo adivino… hoy toca sopa de pescado. Igual que ayer, y que anteayer…
—No esperarías una pierna de cordero… Ve a calentar agua para el puchero, anda.
—Muy bien, pero antes escucha lo que tengo que contarte. Me he enterado de que Yuba, Rando y Tora se reunieron anoche. Esos tres traman algo, alitas. Y no puede ser nada bueno.
—¿Por qué tienes que ser tan retorcido? Puede que por una vez hayan decidido pactar una tregua y dejar de mandar a sus hombres a matarse entre sí.
—¿Ese trío de cabezas huecas? —Bran sacudió la cabeza con incredulidad—. Créeme, sólo unirían sus fuerzas si oliesen sangre fresca.
—¿Y a ti quién te ha contado eso de la reunión?
—Regon; me debía un favor, así que le dije que me avisara si notaba movimiento en el campamento de Yuba.
—¿Y te fías de ese gusano embaucador?
—No; por eso me acerqué a espiar para ver si decía la verdad. Y tenía razón, Ahriel. Nunca había visto tanta gente allí. Es como si todos los habitantes de la Cordillera hubiesen decidido celebrar la misma fiesta todos a la vez.
—¿Quieres decir que tal vez han decidido atacar al Rey de la Ciénaga?
—Eso fue lo que pensé. No es la primera vez que alguien tiene la brillante idea de comenzar una guerra de territorios. Pero ya deberían haber aprendido que cuatro pandillas de brutos desarrapados, por mucho que unan sus fuerzas, no tienen nada que hacer contra la organizada corte del Rey de la Ciénaga.
—Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?
—Que yo haya tenido que enterarme por un gusano embaucador que me debía un favor.
—Y eso te ha herido en tu orgullo, ¿eh?
—¡No hablamos de mi orgullo! —replicó Bran ferozmente—. Seamos lógicos: si quieres iniciar una guerra contra el Rey de la Ciénaga, ¿dejarías de lado a dos tipos que, por muy mal que te caigan, acabaron con la Culebra y el Carnicero y tienen una daga?
Ahriel admitió que tenía razón, pero no dejó de sonreír para sus adentros. Dijera lo que dijese, a Bran le había dolido que lo ignoraran.
—Está bien —dijo suavemente—. ¿Qué propones que hagamos?
—¡Diablos, no lo sé! Reconozco que estoy desconcertado —sacudió la cabeza y, levantándose de un salto, concluyó—. Voy a calentar agua para el puchero.
Ahriel asintió, pero no dijo nada. Continuó limpiando el pescado mientras Bran entraba en la cabaña.
El humano siempre andaba revolviendo entre unos y otros, asegurándose de que siempre sabía más que nadie de lo que se cocía en todas las pandillas de la Cordillera. Tras haber escapado del Rey de la Ciénaga y haber acabado con el Carnicero, Ahriel y Bran se habían ganado el respeto de casi todos, pero el joven no podía evitar seguir estando al tanto de lo que sucedía, por si acaso. Y más de una vez eso les había salvado la vida. Porque, pese a que Ahriel hubiese preferido vivir tranquilamente y dedicarse a hacer su estancia en Gorlian lo más cómoda posible, sin meterse con nadie, lo cierto era que el Rey de la Ciénaga no había olvidado el agravio, y de vez en cuando todavía trataba de librarse de ellos. En ese sentido, los contactos que Bran tenía por todas partes los habían ayudado a salir del paso.
Ahriel terminó de limpiar los peces y los echó en un recipiente de barro. Se dio la vuelta para entrar en la cabaña, pero chocó con Bran, que salía, y los peces cayeron al suelo.
—Vaya, lo siento —dijo él; los dos se inclinaron para recoger el pescado, y volvieron a chocar—. Hoy estoy especialmente patoso. Sólo salía a decirte que el agua ya hierve.
Ahriel sonrió. Entre los dos recogieron los peces sin una palabra. Las manos de ambos se rozaron cuando fueron a coger el mismo pescado, y Ahriel se estremeció. Bran la miró.
—Ahriel…
Ella rehuyó su mirada. Terminó de recoger los peces y se levantó precipitadamente.
—Tengo que…
Pero él no la dejó marchar. La retuvo por el brazo.
—Espera, Ahriel. Tenemos que hablar.
—Éste no es un buen momento…
—Para ti nunca lo es. Escucha, Ahriel. Hace mucho que somos comp… socios —se corrigió—. Vivimos juntos porque nos costó mucho construir una sola cabaña, y no nos sentíamos con ánimos para levantar una más. Dijimos que sería como nuestra… eh… base de operaciones. Pero…
Bran inspiró hondo. Ahriel notó que había preparado aquel discurso hacía mucho tiempo y, por un confuso momento, deseó que se callase y que siguiese hablando.
—¿Qué es lo que quieres? —lo interrumpió con dureza—. No me vengas con el cuento de que te has enamorado de mí.
Bran se separó un poco de ella y la miró con una intensidad que la hizo vacilar.
—¿Y qué si así fuera?
—Sabes que no es verdad. No es posible. Tú eres humano, y yo soy un ángel. Bran suspiró, exasperado.
—Ya vuelves otra vez con lo mismo. No somos tan diferentes. Yo no tengo alas, es verdad, pero da igual, porque de todas formas tú no puedes volar.
Fue como si le hubiese dado una bofetada. Ahriel retrocedió y le dirigió una mirada dolida.
—Lo… lo siento, Ahriel —tartamudeó Bran—. Sé que no te gusta que te recuerden que…
Que llevaba un año sin despegar los pies del suelo, se dijo a sí misma Ahriel con amargura.
—No es culpa tuya —murmuró. Nuevamente, Ahriel trató de alejarse de él, pero Bran la retuvo junto a sí. Volvieron a mirarse.
—Básicamente —dijo Bran—, lo que llevo tiempo intentando decirte, Ahriel, es que, después de tanto tiempo siendo comp… socios, he estado pensando que… —se calló de pronto, perdido en la mirada de los ojos del ángel—. ¡Qué diablos! —exclamó, sacudiendo la cabeza—. Lo que quería decirte es que te quiero, Ahriel.
Ella abrió la boca para protestar, pero Bran eligió aquel momento para besarla, y Ahriel se quedó tan sorprendida que no pudo hacer nada al respecto. Cuando se separaron, el corazón del ángel latía desbocado, y ella estaba tan aterrorizada que no pudo decir palabra.
—¿Qué… qué me has hecho?
—¿Nunca te habían besado?
—N…no.
Lo miró de reojo y sintió que se ruborizaba intensamente; algo en su interior ardía como un volcán, y aquellas emociones tan difíciles de controlar la confundían y la asustaban. Sintió que tenía los ojos húmedos, y parpadeó para contener las lágrimas. No tenía muy claro qué era lo que quería o necesitaba, pero Bran parecía saberlo mejor que ella, porque la abrazó, y todo su ser agradeció aquel gesto. Ahriel cerró los ojos y apoyó la cabeza en el hombro del humano.
—¿Qué me está pasando? —murmuró.
—Probablemente, lo mismo que a mí —respondió Bran con voz ronca.
Se quedaron un momento así, abrazados, hasta que algo obligó a Ahriel a abrir los ojos, sobresaltada.
Bran le estaba acariciando las alas.
—¿Qué estás haciendo? —dijo, con una nota de pánico en su voz.
La mano de Bran se detuvo.
—Lo siento. Había olvidado que lo detestas. Me parecían tan suaves.
—¿Suaves? —repitió ella, desconsolada, recordando tiempos pasados—. Están sucias, caídas y encrespadas. No son bonitas.
—Son preciosas, Ahriel —aseguró Bran—. Pero no volveré a tocarlas si no quieres.
Ahriel calló un momento.
—No —dijo finalmente—. Puedes hacerlo. Pero con cuidado.
Bran rozó las plumas de sus alas con tanta ternura que Ahriel se estremeció entera.
—¿Te molesta?
—No. Me gusta —añadió, sorprendida.
Bran se separó un poco de ella para mirarla a los ojos, y sonrió.
Ahriel también sonrió.
Los días siguientes fueron muy confusos para Ahriel. Aquel torrente de emociones que la inundaba por dentro parecía haber acallado completamente la voz de su conciencia, que era también la voz de lo que sus mayores le habían enseñado desde su nacimiento.
Los ángeles no amaban, porque aquel tipo de emociones hacían que perdiesen objetividad.
Y, por descontado, los ángeles no amaban a los humanos.
Pero allí, en Gorlian, con Bran, todo aquello parecía haber quedado muy atrás. Ahriel llevaba tanto tiempo sin poder utilizar las alas que se había acostumbrado a ver las cosas a ras de suelo, como hacían los humanos.
Y, por el momento, sólo podía ver a Bran.
Día a día, Ahriel iba explorando poco a poco la infinidad de matices que poseía aquel sentimiento que hasta entonces le había estado vedado. Se sentía como una niña tímida e insegura, y había descubierto que llegaba a gustarle aquella sensación. Nunca había cerrado los ojos para dejarse llevar de aquella manera, pero ahora lo estaba haciendo, y sentía que, aunque quisiera, no tendría poder para obrar de otro modo.
Pero una mañana se despertó y vio a Bran dormido junto a ella, y recordó lo que había sucedido la noche anterior. Y una oleada de miedo y vergüenza la desbordó, ocultando las emociones que habían gobernado su vida en los últimos días, convirtiéndola en un bote solitario a merced de la tormenta.
Se levantó de un salto y buscó sus ropas. No se atrevió a mirar a Bran en ningún momento.
El joven despertó cuando ella ya estaba en la puerta.
—¿Ahriel? —murmuró, medio dormido—. ¿A dónde vas?
—Necesito estar sola —dijo ella—. Yo… lo siento. Adiós, Bran.
El humano percibió algo extraño en su voz, y se levantó de un salto.
—¡Espera, Ahriel! ¡No te vayas!
Salió a la puerta de la cabaña, olvidando que estaba completamente desnudo, y miró a su alrededor.
Ahriel ya se había ido.
El ángel recorrió la Cordillera sin rumbo fijo, confusa y perdida. Sentía que, en algún lugar de su corazón, su amor por Bran seguía allí, aguardando a que ella volviese a buscarlo. Pero, por el momento, la voz de su conciencia sonaba más fuerte. De alguna manera, Ahriel sentía que había traspasado un límite que jamás habría debido cruzar.
—Pero yo le quiero —dijo en voz alta.
Una parte de su ser deseaba volver corriendo a la cabaña, a buscar a Bran, y no volver a separarse de él.
La otra se encogía de miedo ante la sola idea de volver a verlo.
Al caer la tarde se encontró casualmente con el Loco Mac, que aporreaba el suelo rocoso con una piedra sin lograr arañar apenas la superficie.
—Estoy haciendo un pasadizo para escapar de aquí —le confió—. Aunque, ¿sabes lo que encontraré más abajo?
—No —dijo Ahriel en voz baja—. ¿Qué encontrarás?
—Más cristal.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
—Para escapar de aquí.
Ahriel sabía por experiencia que no valía la pena tratar de hablar con él. Aunque a veces se enfurecía y atacaba a cualquiera que se le pusiese lo bastante cerca, la mayor parte de las veces se mostraba bastante amigable, si bien lo que decía solía carecer de sentido.
—No soy humana —le dijo, sin saber muy bien por qué.
—Yo tampoco —respondió el Loco Mac.
—Pero creo que tampoco soy un ángel. Ya no.
—Nadie lo es.
—Me he comportado como un ser humano durante demasiado tiempo. Ya no puedo ser objetiva. Pero, si no soy un ángel, pero tampoco soy humana, ¿qué soy?
El Loco Mac no respondió. Seguía golpeando la roca con fe inquebrantable.
Ahriel no quiso molestarlo más. Se alejó de allí en silencio, tratando de poner en orden sus caóticos sentimientos.
«Necesito saber quién soy», pensaba todavía cuando, horas más tarde, contemplaba el cielo encapotado, sentada sobre una enorme roca.
Sintió de pronto una súbita y apremiante necesidad de volver a ver a Bran, de hablar con él, de confesarle sus dudas y sus temores. Recordó que había salido por la mañana sin decirle a dónde iba, y estaba a punto de anochecer. Sin duda estaría preocupado.
Se levantó y se encaminó con presteza a la cabaña. Entonces empezó a llover torrencialmente, y Ahriel se apresuró. Su casa tenía goteras, y siempre era necesaria la colaboración de los dos para contenerlas. Imaginó a Bran tratando de taponar todas las grietas a la vez, y sonrió. Algo en su interior se rebeló contra la idea de abandonarlo para siempre. ¿Por qué?, dijo aquella vocecita sediciosa. A nadie en Gorlian iba a importarle. De hecho, desde el primer momento todos habían dado por sentado que ellos dos eran pareja. Y en cuanto a la gente del exterior… bueno, seguramente no volvería a verlos. Y tampoco debía de importarles demasiado a los demás ángeles, puesto que la habían dejado abandonada a su suerte en Gorlian.
Cuando se acercaba a la cabaña, sin embargo, oyó un grito que la hizo detenerse, horrorizada.
Era Bran.
Ahriel echó a correr, mientras la lluvia caía sin piedad sobre ella. Cuando llegó a la cabaña descubrió a un grupo de hombres rodeando a su amigo, que se doblaba sobre sí mismo, probablemente a causa del dolor que le producía el golpe que acababan de asestarle.
Ahriel distinguió allí a Yuba y a otros dos guerreros que conocía; también había una mujer, pero no pudo identificarla porque estaba de espaldas a ella.
—¡Deteneos! —gritó, pero un trueno ahogó su voz.
Uno de los hombres tiró de Bran sin ningún miramiento hasta ponerlo en pie. Ahriel vio que Yuba alzaba el brazo. Su mano sostenía algo recto y alargado, acabado en punta.
—¡¡No!! —chilló el ángel.
Yuba descargó su arma sobre Bran, que gimió.
Cegada por la desesperación, Ahriel cayó sobre aquellos hombres desde la oscuridad. Su puñal encontró el modo de llegar hasta la espalda de Yuba, que se desplomó en el suelo, muerto. Algo rebotó sobre la roca con un sonido metálico. Ahriel lo miró, sin dar crédito a sus ojos.
Era una espada.
Se apresuró a recogerla del suelo. Miró a su alrededor, blandiéndola amenazadoramente. Los demás retrocedieron. Un relámpago iluminó el rostro de la mujer.
Se trataba de Gia.
—El Rey de la Ciénaga os quiere muertos —dijo—. Recuérdalo.
Ahriel no dijo nada. Se colocó frente al cuerpo de Bran, en ademán protector, sin dejar de mirar a los agresores. Ninguno de ellos llevaba espada.
—¿A qué esperáis? —dijo Gia—. ¡Atacad!
Los dos hombres alzaron sus garrotes y, con un grito salvaje, se abalanzaron sobre ella. Ahriel descubrió enseguida que no había perdido destreza en aquel tiempo. Con un par de movimientos acabó con ellos.
—Antes no hacía esto —le aseguró a Gia—. Sólo mataba si era completamente necesario. Antes… en otro tiempo… los habría dejado inconscientes. Pero Bran…
Gia no se movió. Ahriel sintió que algo cálido le corría por la mejilla y comprobó, sorprendida, que era una lágrima.
—¿A qué esperas? —le gritó a la mujer, rabiosa—. ¡Atácame! ¡Atácame y correrás su misma suerte!
Gia sonrió.
—Estoy desarmada. Tú tienes mi espada. Se la dejé a Yuba para que acabase con tu amigo. Me lo pidió con tanta insistencia… No por Bran, pobre diablo. Es por la espada. ¿Sabes lo que daría cualquiera de esos desgraciados por dejar de pelear con garrotes?
Ahriel no la escuchó. Se abalanzó hacia ella, ciega de ira y de dolor. Gia la esquivó hábilmente.
—Ahora no voy a pelear contigo. Pero volveremos a vernos…
Amparándose en las sombras producidas por las rocas y en la creciente oscuridad, favorecida por la lluvia, Gia desapareció.
Ahriel se quedó quieta sólo unos segundos. Después se inclinó sobre Bran y escudriñó su rostro, ansiosa.
—¿Bran?
Descubrió que todavía respiraba. Pero la herida era profunda, y probablemente le habría dañado algún órgano vital.
—Puedo curarte —le dijo—. No te preocupes, vas a ponerte bien.
—¿A… Ahriel? —dijo él con esfuerzo.
—Estoy aquí —el ángel sondeó el aura de Bran y descubrió, con horror, que la vida se le escapaba con demasiada rapidez y que, aunque iniciase el círculo de curación en aquel mismo momento, no llegaría a tiempo; se sintió tan abrumada por la pena que rompió a llorar—. Oh, Bran, siento tanto haberme marchado… No debería haber…
—No… llores, alitas —sonrió Bran con cansancio—. No es propio de ti. Tú… nunca… nunca lloras.
Ahriel se mordió el labio y colocó las manos sobre la herida de Bran, sin llegar a rozarla. Pese a que la lógica le decía que era inútil, que su amigo moriría de todas formas, comenzó a transferir energía curativa al cuerpo de él.
Bran alzó la mano para coger la de ella.
—Ha… ha sido bonito, ¿verdad? —dijo.
Ahriel se llevó la otra mano a los labios. De repente, no podía dejar de llorar. Y nunca antes, en toda su vida, había derramado una sola lágrima.
—Sí, Bran —sollozó.
—Yo… tenía razón. Tú y yo… somos iguales. Amas y lloras… igual… que yo.
—No hables, Bran. Descansa. Te pondrás bien.
—Y también… mientes —sonrió Bran.
—Yo… nunca te lo he dicho, Bran, pero… también te quiero. Quería que lo supieras.
—Ya lo sabía —susurró Bran—. Tú y yo. Somos grandes. Y nada…
—… Nada podrá pararnos —concluyó ella, con un nudo en la garganta.
El cuerpo de Bran se estremeció un momento y después quedó inmóvil. Sus ojos sin vida dejaron de enfocar el rostro de Ahriel.
El ángel sintió que algo se desgarraba en su interior algo que jamás podría ser reparado. Sabiendo que ni todas las lágrimas del mundo bastarían para expresar su dolor, gritó con toda la fuerza de sus pulmones mientras estrechaba el cuerpo de Bran entre sus brazos y lo envolvía amorosamente con sus alas, y la lluvia sobre los dos, inmisericorde.
No habría sabido decir cuánto tiempo permaneció allí, sollozando, abrazada a Bran.
Pero, cuando levantó de nuevo la cabeza, su mirada se detuvo sobre la espada que había dejado en el suelo y sus ojos relucieron con un brillo acerado.
Y decidió que, si había conocido el amor, también podía seguir los caminos del odio.