VI
Tardaron varios días más en alcanzar los límites de Gorlian. Ahriel había estado dispuesta a aguantar sin comer todo aquel tiempo, pero una tarde su vista se nubló y estuvo a punto de perder el pie cuando pasaban junto a una charca especialmente traicionera. Logró mantenerse en pie, aunque seguía algo mareada. Comprendió entonces que estaba muy débil, y que nunca llegaría a su destino en aquel estado.
«Lo hago por Marla», se recordó a sí misma cuando, aquella noche, se llevó a la boca un pescado viscoso, asado en un fuego que Bran había tardado horas en encender.
Enseguida, Ahriel descubrió que el humano tenía razón en otra cosa. Sabía a barro.
Un par de días más tarde, un silbido de Bran la despertó poco antes del amanecer. Ahriel bajó del árbol donde había pasado la noche. Reprimió un gesto de desagrado cuando sus pies se hundieron nuevamente en el barro, pero se apresuró a reunirse con su compañero.
El humano se erguía sobre un pequeño promontorio que se alzaba por encima de la Ciénaga, y contemplaba el horizonte con gesto serio. Ahriel siguió la dirección de su mirada.
Lo que vio la dejó sin aliento. En aquel momento comprendió por qué los había dejado pasar el Rey de la Ciénaga, por qué el rostro de Bran mostraba aquella expresión de profunda añoranza y desesperación al mirar a la lejanía, por qué nadie había logrado escapar de Gorlian hasta el momento y por qué nadie, ni siquiera ella, lo lograría jamás.
La Ciénaga se extendía hasta varios centenares de metros más. Y después…
—Te lo dije —musitó Bran, con la voz cargada de amargura.
—No puedo creerlo —musitó Ahriel—. Tengo que verlo.
Echó a correr hacia los límites de Gorlian. Peleó contra el barro, que insistía en retenerla en aquellos últimos metros, ignoró el cansancio, la sed, el hambre, incluso olvidó, por un momento, su responsabilidad para con Marla. Lo único que llenó su mente y su corazón fue el horror y la desesperación.
Tropezó y se levantó a duras penas. Avanzó lentamente hasta situarse en el confín último de aquella, espantosa prisión. Entonces se quedó quieta, mirando frente a sí con semblante inexpresivo. Apenas fue consciente de que Bran la había alcanzado y se había detenido tras ella.
—Te lo dije —repitió el humano.
Ahriel alzó las manos y las colocó sobre la barrera. Era fría y completamente lisa.
—Parece… parece cristal —musitó.
Pero, si lo era, debía de tener varios cientos de metros de grosor, porque no alcanzaba a distinguir qué había al otro lado. Levantó la cabeza. La muralla se elevaba hasta el infinito, perdiéndose entre las nubes. Sobrecogida, Ahriel miró a derecha e izquierda. Tampoco esta vez vio el límite.
—No hay puertas, ni aberturas —dijo Bran—. No se puede trepar por ella y, además, no tiene límite —suspiró antes de añadir— todo Gorlian está rodeado por esta barrera de cristal. Por todas partes. Incluso, por arriba.
—¿Por… arriba? —repitió Ahriel en voz baja.
—Es… como una cúpula, ¿entiendes? Una cúpula que nos rodea por todas partes y se cierra sobre nosotros. Una vez, el Loco Mac trató de llegar a lo alto —se estremeció—. Él y sus compañeros atraparon a un engendro alado, y Mac logró montarlo. Cuando regresó de su viaje, se había vuelto completamente chiflado. Dijo que incluso el sol y las nubes estaban encerrados en Gorlian. Suponemos que, por más que subió y subió, no llegó hasta los límites superiores de la prisión.
Ahriel pareció volver a la realidad.
—Pero eso es imposible. No puede existir un lugar tan grande en Karish. La gente lo conocería. Y tiene que haber una puerta… ¿por dónde entran los presos, si no?
Bran se encogió de hombros.
—Nadie recuerda por dónde entró, porque todos llegamos inconscientes. Sabes, todos los recién llegados quieren recorrer la muralla. Muchos mueren en el intento, y los que terminan regresan de nuevo al punto de partida, sin haber encontrado nada, a pesar de haber palpado cada centímetro de cristal a ras de suelo, y haber intentado romperlo de todas las formas imaginables, sin lograr hacerle un solo rasguño. También se han explorado todos los túneles de la cordillera. La mayoría conducen a la guarida de algún engendro. Así que puedes ahorrarte la molestia. Te lo he dicho: no hay salida.
Ahriel cayó de rodillas sobre el fango, desesperada. Por primera vez desde su llegada a Gorlian era consciente de que tal vez no lograse salir de allí. Y no estaba preparada para plantearse aquella idea.
—No puede ser cierto —musitó.
Bran no dijo nada.
—¡No puede ser cierto! —chilló Ahriel a la Ciénaga—. ¿Me oyes? ¡¡No es justo!!
Se levantó y echó a correr, siguiendo la muralla de cristal. Su mano se deslizaba por la pulida superficie, esperando encontrar un saliente, una abertura, cualquier cosa. Chapoteó por el barro, sin detenerse a esperar a Bran. Estaba segura de que debía de haber alguna puerta; el hecho de que los humanos no la hubiesen encontrado no demostraba nada: ella era un ángel, y podía ver más allá.
Pero, precisamente por eso, sabía que Bran tenía razón. Aunque no quisiera aceptarlo.
Siguió corriendo a lo largo de la muralla, hasta que el fango retuvo su pie un momento más de lo que ella había calculado, y cayó cuan larga era sobre el lodazal. Entonces, la verdad la golpeó como una maza. Era inútil. Por increíble que pareciera, Gorlian estaba en el interior de una inmensa cúpula de cristal. Enorme. Perfecta. Sin fisuras. Podía recorrer la muralla de cabo a rabo, hasta regresar al punto de partida, como había dicho Bran. Y no encontraría nada.
Ahriel se incorporó un poco y se sentó sobre el barro, con la espalda apoyada en el cristal, y trató de poner en orden sus ideas. No se movió ni siquiera cuando Bran llegó a su altura y se sentó junto a ella.
—Pero tiene que haber alguna forma —musitó el ángel.
—Si la hubiera, la habríamos descubierto ya. La gente que llega aquí muere aquí. Algunos han nacido en esta prisión. Son pocos, pues los niños no sobreviven mucho tiempo. Pero aquellos que sobrevivieron saben que morirán también aquí, igual que sus hijos, si los tienen.
—Pero eso no es posible. Si esta prisión la creó la reina Marla… ella tiene sólo diecisiete años, ¿comprendes?
—El tiempo no pasa igual en Gorlian, Ahriel. Hasta los más ancianos de este lugar recuerdan a la reina Marla. Su nombre se pronuncia como una maldición desde hace muchas generaciones. Es una leyenda oscura, un cuento de terror para asustar a los hijos de Gorlian cuando son niños. ¿Cómo te explicas eso?
—Estás mintiendo.
—No lo hago. Y tú lo sabes. Tal vez, en el exterior, hayan pasado pocos años desde que Gorlian se creó. Dos, tres, quizá cuatro. Pero han sido siglos de miseria para los prisioneros de la reina Marla.
Ahriel fue a replicar, pero vio la mirada de Bran, llena de odio, y dijo:
—Ella cambiará. Es una niña. Se ha equivocado. Malas compañías, gente poco recomendable… pero regresaré junto a ella y la conduciré por el buen camino.
Bran soltó un bufido de incredulidad.
—No durarás mucho aquí si no cambias de actitud.
Ahriel le lanzó una mirada penetrante.
—¿Qué te importa a ti? ¿Por qué me has acompañado, si sabías que no había escapatoria? ¿Quieres venderme al Rey de la Ciénaga? No soy fácil de atrapar…
—Lo sé. No, es sólo que… tuve una idea al ver tus alas.
Bran alargó la mano para rozarlas, pero Ahriel retrocedió y le clavó una mirada de advertencia.
—Nunca te atrevas a tocar mis alas —dijo.
Bran retiró la mano con una sonrisa burlona.
—De acuerdo, de acuerdo. Verás, esa cosa que te han puesto en las alas… No sé lo que es, pero lo odias porque no te deja volar.
—No es sólo eso —respondió Ahriel enseguida—. Me hace daño. Ataca mi alma y mi aura, y por eso me quema también la piel.
Se estremeció, y comprendió que hacía mucho tiempo que deseaba hablar de ello con alguien. Pero Bran no la estaba escuchando.
—Bueno, pues pensé —prosiguió— que puede que te hayan inmovilizado las alas por crueldad, pero puede que no. Tal vez lo hicieron por alguna razón. Para impedir que escaparas, por ejemplo.
Ahriel se volvió hacia Bran, sorprendida.
—Y eso querría decir que hay una manera de escapar… volando. ¿No es así?
—Ésa era mi idea.
—Pues olvídala. No puedo sacarme esto de encima. Ya lo he intentado.
—No has tenido mucho tiempo para intentarlo. Conozco una persona que tal vez te pueda ayudar.
Ahriel lo miró fijamente.
—¿Por qué haces todo esto?
—Porque puede reportarme algún tipo de beneficio. Si escapas, me llevarás contigo: me diste tu palabra. Y, si no lo haces y has de quedarte en Gorlian, prefiero tenerte como aliada. Al fin y al cabo, atrapaste a muchos de los criminales que pululan por aquí. Podrías con ellos otra vez si nos diesen problemas. Por otro lado, tú eres una recién llegada y nadie conoce Gorlian como yo, así que podemos ser socios y los dos saldríamos ganando. Con tu fuerza y mi ingenio seremos invencibles.
—Pero también puede que la combinación de tu debilidad y mi estupidez nos lleve al desastre —replicó Ahriel ácidamente—. No, gracias. No necesito un socio.
—Estoy seguro de que cambiarás de opinión —se levantó de un salto—. Y ahora, ¡andando! Tenemos mucho que hacer.
Ahriel lo miró, pero se quedó donde estaba.
—No me gusta moverme sin saber a dónde voy.
—¿Confías en mí, sí o no?
—Todavía no. ¿A dónde quieres llevarme? No me estás diciendo toda la verdad.
El humano bufó con impaciencia.
—Al diablo, ¿sabes? Estoy harto de ser tu criado y que no me lo agradezcas siquiera. Rescato a la señorita Ahriel una noche tormentosa y la acojo en mi casa, pero, ¿qué he obtenido a cambio? ¡Desconfianza! Atravieso toda la Ciénaga y llevo a la señorita Ahriel sana y salva hasta la muralla, pero, ¿he oído una palabra de reconocimiento? Noooo, la señorita Ahriel es demasiado estirada y sólo piensa en Marla por aquí, Marla por allá… ¿Quieres más? Me presento ante el Rey de la Ciénaga y doy la cara por la señorita Ahriel, arriesgando mi propia piel, pero…
—Eso es —cortó Ahriel, frunciendo el ceño—. ¿Es así como engañas a la gente? ¿Con palabrería inútil? Ya sé qué es lo que no marcha bien. Quieres que volvamos a ver al Rey de la Ciénaga.
Bran abrió la boca para replicar, pero no le salieron las palabras.
—Pierdes el tiempo —dijo Ahriel—. No voy a volver allí.
—¡Pero hicimos un trato con él!
—Tú hiciste un trato con él. Y no pienso…
—¡Un trato gracias al cual todavía estás viva! —estalló Bran—. ¡Todavía no tienes idea de dónde has ido a parar, ángel! ¡Estás en Gorlian, Ahriel, y aquí hay unas reglas! Si no regresamos y juras fidelidad al Rey de la Ciénaga, ¡nos matarán! Me he arriesgado por ti y… oh, olvídalo. No sé para qué me molesto. No vas a escucharme, así que de todos modos estoy muerto. ¡Maldita sea! Debí dejarte ahí tirada en aquel charco en lugar de llevarte a mi casa.
—No te hagas la víctima. Lo hiciste porque esperabas sacar un beneficio.
—Pero lo hice, ¿no? Y te he ayudado desde entonces. ¿No te sientes en deuda conmigo? ¿Dónde está tu sentido del honor? ¿Vas a permitir que el Rey de la Ciénaga ponga precio a mi cabeza porque lo convencí para que te dejara cruzar sus dominios, y tú no has cumplido tu parte del trato? ¡No es justo!
Las últimas palabras de Bran restallaron en su cabeza como el golpe de un látigo. Le gustase o no, tenía razón. Pero su orgullo se rebelaba ante la idea de jurar fidelidad a un rey de criminales y, por otro lado, había algo en aquel misterioso individuo que le daba mala espina…
—Podemos retrasar esa visita al Rey de la Ciénaga.
—¿Qué? ¿Estás loca? Debemos ir enseguida; de lo contrario, se sentirá agraviado y …
—Si ese amigo del que me has hablado puede quitarme el cepo, eso no tendrá importancia. Cuando pueda volver a volar, las cosas serán diferentes.
Bran la miró. Ahriel le devolvió una mirada serena, y el humano suspiró.
—Está bien, tú ganas otra vez. ¿Pero cómo me habré metido en este lío? Pensaba que los ángeles solucionaban problemas, pero tú los creas, más que otra cosa…
Sin dejar de rezongar, el humano echó a andar a través del lodazal. Reprimiendo una sonrisa, Ahriel lo siguió.
Cuando Ahriel vio la cabaña de Dag, lo primero que pensó fue que flotaba sobre la ciénaga. Construida sobre una enorme plataforma de madera y amarrada a los árboles más cercanos, daba la sensación de que la vivienda se balanceaba sobre el fango traicionero. Al acercarse más se dio cuenta de su error: la plataforma se sostenía sobre cuatro pilares de madera que se hundían en el lodo, y seguramente estaban firmemente clavados en terreno sólido.
La cabaña en sí tampoco era gran cosa: construida a base de madera y cañas, su tejado estaba cubierto por una serie de pieles superpuestas; ninguna de ellas pertenecía a un animal que Ahriel pudiese reconocer. «¿Por qué es este lugar tan diferente a todo cuanto conozco?», se preguntó. «¿De dónde salen todas esas bestias monstruosas?».
—¿Sabes por qué Dag tiene algo parecido a una casa? —dijo Bran a Ahriel en voz baja; y, sin esperar respuesta, contestó—. Porque lleva aquí más años de los que nadie puede recordar. Ha tenido mucho tiempo para luchar contra la Ciénaga. Y esto es lo que ha conseguido. Muchos podrían echarlo de aquí, matarlo, sin más. Y muchos matarían por poder dormir en un lugar seco todas las noches. Pero aquí todos respetan al viejo Dag.
—¿Por qué?, ¿por las canas? —a Ahriel se le hacía difícil imaginar que aquellos criminales que vivían como animales mostrasen un mínimo de respeto por los ancianos.
Bran movió la cabeza.
—No, simplemente, porque sabe.
—¿Sabe? ¿Qué es lo que sabe?
Pero Bran no respondió.
Subieron a la plataforma, y Ahriel agradeció apoyar los pies en un lugar seco.
—¿Quién anda ahí? —dijo una voz desde el interior.
—Soy Bran. Vengo con alguien.
Hubo un breve silencio.
—Pasad. Pero sacudios un poco el barro antes de entrar, o vais a ponerlo todo perdido.
Los dos se apresuraron a hacer lo que decía el dueño de la casa. Entonces Bran abrió la delgada puerta de cañas y pasó al interior de la cabaña. Ahriel lo siguió.
La casa del viejo Dag era similar a la de Bran en la cordillera: demasiado pequeña y con poco espacio para muebles y objetos, que se amontonaban unos encima de otros. Su dueño los observaba desde un rincón, donde se hallaba sentado sobre un jergón.
—Perdonad que no me levante —tosió el viejo—. La artritis me está matando. Es la humedad, ¿sabéis?
—Deberías haberte ido a vivir a la cordillera —le reprochó Bran, sentándose junto a él.
—Tonterías —rezongó Dag—. Ese lugar está muerto.
—Pero está seco. Cualquier día pisarás donde no debes, y el fango se te tragará.
—Y cualquier día tú darás un paso en falso y te despeñarás —gruñó el anciano—. Bueno, escupe: ¿a qué has venido?, ¿y quién es tu amiga? Una recién llegada, por lo que veo… —Dag se inclinó hacia ella—. Acércate…
Ahriel se acuclilló para que sus ojos quedaran a la altura de los del viejo.
—Es un ángel —empezó Bran—. Se llama…
—Ahriel —dijo Dag, sorprendido.
Ahriel retrocedió un paso.
—¿Me conoces?
—Por supuesto. ¿No lo recuerdas? No sé cuánto tiempo habrá pasado para ti ahí fuera, pero para mí, en Gorlian, han sido cincuenta largos años…
Ahriel lo miró con mayor atención, y lanzó una exclamación consternada.
—¡Dagar! —dijo; nunca olvidaba un nombre, ni una cara—. Pero no es posible. Fue hace dos años. ¡Y tú entonces tenías apenas veinte!
El anciano soltó una risa floja.
—Si hubieses venido aquí hace cuarenta, treinta, veinte años… te habría matado nada más verte. Pero ahora soy viejo, ángel, y mi odio se apagó hace tiempo.
—Te recuerdo —dijo Ahriel con frialdad—. Mataste a un hombre.
Dag se encogió de hombros.
—Me sorprendió robando en su casa. Lo cierto es que no tuve tiempo de arrepentirme: me enviasteis a Gorlian de inmediato. Desde entonces he matado a muchos hombres más. Ésa es la idea de la justicia que tiene la reina Marla: encerrar a todos los criminales juntos en un lugar desolado para que se maten entre sí.
Ahriel palideció de ira, pero no dijo nada.
—De modo que han pasado dos años ahí fuera —prosiguió Dag—. Bueno, no me sorprende. Eso no hace más que confirmar mi teoría de que Gorlian es una prisión creada mediante la magia. Las leyes espacio-temporales que rigen este lugar son distintas a las de fuera. Y los engendros…
—¡Los engendros! —repitió Ahriel—. ¿Qué sabes de ellos?
Dag rio por lo bajo.
—Yo fui quien les puso ese nombre. Los engendros, sabes, no pertenecen a Gorlian. Aparecen de la noche a la mañana, y no se reproducen entre ellos porque cada uno es único. A ellos les sucede como a nosotros: son elementos que el mundo exterior no quiere ver. Los arrojan a Gorlian, igual que a los criminales. Porque la misma magia desquiciada que creó Gorlian sigue creando engendros en el exterior. Con qué objetivo… no lo sé. Tengo la teoría de que ahí fuera hay alguien que experimenta con magia prohibida.
—¿Los engendros son experimentos fallidos? —murmuró Ahriel.
—Criaturas mutadas mediante una magia desvirtuada y cruel.
Ahriel recordó el terrible sufrimiento que padecía el horrendo gusano que la había atacado en la cueva.
—No puedo creer que no lo supieras —dijo Dag, mirándola fríamente.
Ahriel sostuvo su mirada.
—No lo sabía —dijo—. Ni siquiera sabía cómo era Gorlian hasta que vine aquí.
—Aunque así fuera, Ahriel, éste no es un buen lugar para el ángel de la reina Marla. Te matarán.
—No si jura fidelidad al Rey de la Ciénaga —intervino Bran—. Pero no quiere hacerlo.
—Hum, el Rey de la Ciénaga es astuto. Sabe que puedes traerle problemas y quiere tenerte bien atada. Y creo que lo ha conseguido.
—No lo ha conseguido —replicó Ahriel—. Sólo yo soy dueña de mi destino.
—Y la reina Marla, claro —añadió Bran, de mal talante.
Ahriel lo ignoró. Dag se acarició la barba, pensativo.
—Ese orgullo… todavía no has recibido el Golpe, ¿verdad?
—¿El Golpe?
—Llamamos así al momento en que un recién llegado comprende que no hay manera de escapar. Entonces, todo su mundo se viene abajo. Su orgullo se cae a pedazos. Sus últimas esperanzas mueren sin remedio. Muchos no llegan a asimilar la idea de que van a quedarse aquí para siempre. Algunos enloquecen. Otros se quitan la vida. Pero la mayoría aprende… Yo fui uno de los primeros presos de Gorlian. Perdí la esperanza y el orgullo, pero no las ganas de saber. He explorado todos los rincones de este lugar, he hablado con todos los que llegaban, he estudiado todas las posibilidades. He aprendido a vivir en Gorlian, pero en cincuenta años no he descubierto la manera de escapar. ¿Por qué crees tú que vas a ser diferente?
—Porque soy un ángel —repuso Ahriel.
Dag abrió la boca para replicar, pero ella dijo:
—Mira.
Se dio la vuelta y le mostró sus alas para que pudiese ver el cepo.
—Ya veo —murmuró Dag.
Ahriel sintió que la mano del viejo se acercaba al cepo y se estremeció.
—No me toques las alas —le advirtió.
Dag no lo hizo. Sus dedos rozaron el cepo. Apartó la mano enseguida.
—Magia negra —dijo solamente.
—Yo no puedo verlo. ¿Qué… qué aspecto tiene?
—Es una serpiente, hecha de algún tipo de metal. De color oscuro. Enrosca sus anillos en torno a tus alas y no permite que las muevas. Es un material muy frío al tacto.
—Pero a mí me quema —murmuró Ahriel—. ¿Habías visto antes algo parecido?
—No. Yo sólo soy un pobre diablo, Ahriel. Sólo sé lo que las calles me enseñaron en mi niñez, y lo que luego he aprendido en Gorlian durante los últimos cincuenta años.
—Pero tú sabes cosas —intervino Bran.
—Porque miro a mi alrededor. Miro y aprendo. Y me pregunto: ¿por qué?
—Has dicho que esto es magia negra —dijo Ahriel—. ¿Qué sabes de la magia negra?
—Que es la forma más corrupta de toda la magia.
—No abundan los magos en nuestro mundo. Las leyendas dicen que antaño proliferaron en la tierra, pero el tiempo los diezmó a todos.
—La magia no muere, ángel. Sólo aguarda el momento apropiado para resurgir.
—Alguien la ha hecho resucitar en Karish —intervino Bran, sombrío—. Un grupo de personas que han reavivado ese poder y lo han corrompido. Y todo ello con el consentimiento de la reina Marla.
—Pero ella no es mala en el fondo —se apresuró a replicar Ahriel—. Las malas compañías…
—¡Deja de decir eso! —cortó Bran—. ¿Por qué no reconoces de una vez que ella es la retorcida inteligencia que está detrás de todo esto?
—¡¡Cómo te atreves!! La reina Marla…
—¡Silencio los dos! —atajó Dag—. Ahriel, yo creía que los ángeles juzgabais a las personas por sus actos. ¿Por qué Marla es diferente? ¿Por qué en su caso importan más sus motivos que sus acciones?
—Porque ella es joven. Se ha equivocado…
—También yo era joven cuando fui enviado a Gorlian. Mi primer «error» costó la vida a un hombre, y he pagado por ello el resto de mi vida. Los «errores de juventud» de Marla han costado la vida a mucha gente, y tú todavía la disculpas. ¿Por qué? ¿Porque ella es una reina, y yo era sólo un ratero?
Ahriel calló. Sus ojos se encontraron con los de Bran, y leyó en ellos rabia y rencor.
—No te molestes, Dag —dijo él—. Para ella, las cosas son blancas o negras. Y nosotros estaremos siempre en el bando de los malos.
—Nadie es perfecto, Ahriel —añadió, mirando al ángel—. Ni siquiera tú. ¿Quién eres tú para juzgarnos?
—Ya basta, Bran… —empezó Dag, pero Ahriel alzó la mano.
—No, déjalo. Tiene razón. Me he equivocado. Cuando salga de aquí…
—¿Qué? —gruñó el joven—. ¿Qué vas a hacer? ¿Sacarnos a todos de Gorlian y liderar una revolución contra la reina Marla? ¿Vas a matarla con tus propias manos? ¿O todavía quieres creer que volverá al sendero del bien si le das unos cuantos azotes?
—No voy a matarla —dijo Ahriel—. No puedo.
—¿Por qué no? Como ha dicho Dag, enviaste a muchos criminales a una muerte segura en Gorlian. ¿Porqué ella no…?
—Porque es mi protegida. No pude secundarla en sus planes cuando los descubrí, y por eso me envió aquí. Pero tampoco puedo… tampoco puedo enfrentarme a ella. Hice un juramento y… pero no, vosotros no lo entendéis.
—No hará falta que lo entendamos, Ahriel —dijo Dag—, porque no vas a poder enfrentarte a ella. Estás en Gorlian: no hay escapatoria. Los dos se volvieron para mirarle.
—¿Por qué no? —dijo Bran—. Sus alas… —Pensaste que le habían inmovilizado las alas para evitar que escapase, ¿no es cierto? Bien, puede que tengas razón. Pero eso no cambia para nada el hecho de que no puede volar. Por tanto, no puede escapar.
Un pesado silencio cayó sobre la casa del viejo Dag.
—Pero… yo creí que tal vez tú… —balbució finalmente Bran.
—¿Que yo podría quitarle a Ahriel el cepo que aprisiona sus alas? —rio Dag—. Puede que sepa mucho sobre Gorlian, muchacho, pero sigo siendo un pobre diablo que ni siquiera sabe leer. No, Ahriel. Si la magia negra cerró ese cepo, sólo la magia negra podrá abrirlo de nuevo. Pero estoy seguro de que eso tú ya lo sabías. Ahriel no dijo nada. Dag tenía razón: sí, lo sabía. En el fondo de su corazón, lo había sabido desde el principio: sólo aquel que le había puesto el cepo podía quitárselo de nuevo.
Estaba atrapada en Gorlian. Para siempre.
—Necesito estar sola —dijo bruscamente. Se levantó y salió de la cabaña.
—¡Estupendo! —gruñó Bran, de mal humor—. ¡Me he jugado el cuello por nada!
—No por nada —le contradijo Dag—. Si ella abre los ojos y acepta la realidad como es, hará grandes cosas aquí. Ahriel es la criatura más extraordinaria que jamás ha pisado Gorlian. Sólo que aún no lo sabe.
—Permíteme dudarlo —refunfuñó Bran.
—Oh, pero tú también lo sabes, amigo mío —rio el viejo—. De lo contrario, no la habrías ayudado. Y el Rey de la Ciénaga también lo sabe.
En el exterior de la cabaña, Ahriel se había sentado sobre la plataforma y reflexionaba sobre todo lo que había vivido en los últimos días. Su mundo se había vuelto del revés. Su vida había dado un vuelco inesperado, había experimentado un cambio tan profundo que creía que jamás llegaría a asimilarlo del todo. Hundió el rostro entre sus manos. Apenas unos días antes todo estaba claro, todo tenía sentido. Su misión era su vida. Su destino estaba ligado al de Marla, hasta que ella muriera.
Ahora estaba prisionera en un lugar que parecía más un mal sueño que una prisión. Para siempre.
Ahriel suspiró. Hasta aquel momento, la idea de que saldría de allí para regresar con Marla había sido lo único que la había mantenido en pie. Pero ahora…
¿Cómo podría sobrevivir allí? Siempre había creído estar por encima de los seres humanos. Ahora tendría que aprender a vivir como un animal: chapoteando en aquel barrizal, durmiendo en agujeros pestilentes, alimentándose de sapos y peces viscosos o de carne de engendro, viviendo entre delincuentes embrutecidos…
No, nunca podría.
Se miró las alas, con tristeza. Caían por su espalda, lacias y sucias, sin la menor gracia. Se preguntó si algún día volvería a alzarlas para volar de nuevo, blancas como la espuma de mar.
«Acostúmbrate a la idea», dijo una voz en su cabeza, cruelmente. «Nada va a cambiar.» Ahriel apretó los puños. La irritante voz le recordaba a la de Bran. Sintió una oleada de rabia: aquel humano la sacaba de quicio. Trató de controlarse. Se preguntó, con amargura, qué había sido del ángel imperturbable que impartía justicia con serenidad y rectitud. «Ahora se arrastra por una ciénaga, cubierta de barro», dijo de nuevo la voz. Ahriel sintió de pronto algo parecido al odio, y la intensidad de aquel sentimiento la asustó. Logró serenarse de nuevo.
Los ángeles no odiaban. Los ángeles no amaban. Aquellas emociones eran propias de seres humanos, pero no de criaturas como Ahriel. Las emociones distorsionaban la visión ecuánime y objetiva del ángel. Los sentimientos impedían pensar y juzgar con claridad.
«¿Quién eres tú para juzgarnos?», había dicho Bran.
Ahriel suspiró de nuevo, asustada. Tenía dudas. Estaba perdida y sola. No sabía qué hacer. Nunca antes había experimentado aquella sensación, y no le gustaba.
También era demasiado humana, porque los ángeles nunca dudaban. Siempre sabían cuál era la opción correcta en cada momento, y actuaban en consecuencia.
«No soy… humana», se recordó a sí misma.
Casi había logrado controlar su miedo cuando percibió un movimiento a la derecha. Lo observó con el rabillo del ojo, sin moverse, aparentemente concentrada en ajustar a los pies su calzado de pieles. No tardó en hacerse cargo de la situación.
Aún esperó unos segundos más antes de levantarse, tranquila, y entrar en el interior de la cabaña.
Halló a Dag y a Bran discutiendo sobre un mapa trazado sobre una piel seca de algo irreconocible.
—Nos tienen rodeados —informó con voz neutra—. He contado seis personas, aunque puede haber más. Todavía no han dado la cara, pero se están acercando.
Dag miró con gravedad a sus dos visitantes.
—Es la gente del Rey de la Ciénaga. Os han encontrado.
—Está bien, está bien —gruñó Bran—. Trataré de solucionar este lío. Si nos mostramos razonables, tal vez…
—No voy a jurarle fidelidad a ese tipejo —dijo Ahriel.
—Eso no es precisamente mostrarse razonable —opinó Bran—. Veamos, hemos ofendido al Rey de la Ciénaga, así que ahora ha puesto precio a nuestras cabezas, y el número de individuos que estarían dispuestos a cobrar ese precio asciende a… ¡¡todo bicho pensante en Gorlian¡¡ —chilló, furioso—. ¿Es que todavía no te das cuenta, maldita sea? ¡¡¡Estamos muertos!!!
—No grites —replicó Ahriel—. Te van a oír.
—Muy bien, entonces dime, ¿cuál es tu genial idea para sacarnos de este atolladero?
—Vamos a luchar.
—¿Con palos y estacas? Muy inteligente por tu parte, alitas. Bien, ahora atiende. Tengo una idea mejor. Sospecho que no te va a gustar pero, por una vez en tu vida, escucha y obedece. Nuestra vida depende de que esto salga bien.