IX
En los días siguientes corrió por la Ciénaga un inquietante rumor. Varios hombres y mujeres habían aparecido muertos, y nadie sabía quién era el responsable, porque nadie que lo hubiera visto había sobrevivido para contarlo. Al principio se barajó la posibilidad de que un nuevo engendro, especialmente violento, hubiese llegado a Gorlian y estuviese sembrando el terror entre sus habitantes. Pero los que habían visto los cuerpos de cerca habían llegado a la conclusión de que las heridas parecían estocadas, y los cortes eran demasiado limpios para haber sido producidos por garras o colmillos. Y los más avispados se percataron enseguida de que el asesino era un ser inteligente, pues el camino que llevaba, dejando una estela de muertos a su paso, lo conducía, directamente y sin lugar a dudas, a la corte del Rey de la Ciénaga.
El tirano se encontraba entre los pocos perspicaces que se dieron cuenta de esta circunstancia. Su intuición le decía, además, que, fuera lo que fuese aquello que se acercaba, había venido a buscarlo a él y, probablemente, al matar a aquellas personas no hacía sino eliminar obstáculos que se interponían en su camino. En cuanto a la identidad del asesino, el Rey de la Ciénaga no podía sino especular. Tenía muchos enemigos, pero ninguno, que él supiera, tan letal.
En los días sucesivos envió a sus mejores hombres a detener a la muerte que se acercaba, pero ninguno de ellos regresó. Entretanto, protegió su corte con un buen destacamento de guardia, al mando del cual puso a Gia. La mujer tenía sus propias sospechas al respecto, pero no dijo nada a nadie, porque la idea le parecía demasiado descabellada.
Finalmente, una tarde lluviosa, la muerte se presentó en la corte del Rey de la Ciénaga. Los guerreros de Gia cerraron filas en torno a la montaña donde estaba situada la morada de su líder, blandiendo las nuevas armas que éste les había proporcionado, y que, pese a ello, no estaban al alcance de todos. Dagas, espadas, hachas y sables relucieron a la luz de las antorchas, preparadas para recibir a la figura alta que avanzaba a través del lodazal con la misma seguridad que si pisase una calzada empedrada.
El recién llegado no se inmutó. Sacó su propia espada, y las sospechas de Gia se confirmaron.
Atacaron todos a la vez, pero lo cierto era que pocos de ellos sabían realmente manejar una espada. Su contrincante, en cambio, era un experto, y se movía con mucha más seguridad y convicción que ellos. Algunos arrojaron sus armas y huyeron. Otros cayeron heridos o muertos: Al final, no quedó nadie en pie.
Excepto Gia.
Cuando el recién llegado se disponía a subir por el empinado camino que conducía a la entrada, la mujer le cerró el paso.
—Volvemos a vernos, Ahriel —dijo con voz neutra.
El intruso alzó la cabeza. Gia entrevió su rostro a la débil luz que emergía de la entrada de la caverna, y a duras penas pudo disimular su sorpresa.
Era Ahriel, pero estaba muy cambiada. El cabello, sucio y encrespado, enmarcaba un rostro que antaño había sido puro y frío como el mármol, pero que ahora era una máscara de odio. Y sus ojos…
—No voy a dejarte pasar —dijo Gia resueltamente; pero algo en su interior se estremecía de terror.
—Entonces tendré que matarte —replicó Ahriel, impávida.
Descargó la espada contra su oponente; Gia alzó su arma para detener el golpe, y los dos aceros chocaron sobre ellas.
La lucha fue intensa, pero breve. Gia había aprendido a luchar con espada tiempo atrás, antes de llegar a Gorlian, pero no era rival para Ahriel. Pronto, el arma de la mujer cayó al suelo, y ella se vio acorralada contra la pared rocosa, con el filo de la espada de Ahriel rozándole el cuello.
—Explícate —dijo solamente.
Gia se mordió el labio inferior.
—¿Te refieres a…?
—Me refiero a todo. ¿De dónde salen las armas? ¿Por qué las tiene el Rey de la Ciénaga?
—¿Por qué no se lo preguntas a él?
—Porque no voy a esperar a escuchar sus respuestas. Habla, Gia. Cuanto más hables, más tiempo vivirás.
Gia respiró hondo.
—Te has equivocado de bando, Ahriel. Deberías haberte unido a nosotros. El rey…
La espada se clavó un poco más en su piel, y Gia jadeó.
—Las armas —repitió Ahriel impasible.
—No… lo sé —murmuró ella—. Hay alguien que trafica con ellas. Se las vende al Rey de la Ciénaga.
—¿Quién?
—No… no tengo ni idea. Nadie lo conoce, excepto el Rey de la Ciénaga.
—¿Y qué obtiene ese traficante a cambio de las armas?
—Tampoco lo sé.
—Las bandas de la Cordillera se unieron para matarnos a Bran y a mí, ¿verdad? Les prometisteis armas a cambio de nuestros cadáveres.
—Les prometimos que les daríamos armas para mataros —confesó Gia; gruesas gotas de sudor perlaban su frente—. Aun así, no se atrevían a enfrentarse a vosotros, de modo que recluté a algunos hombres…
—Ratas cobardes —corrigió Ahriel con un gruñido—. Nos vigilabais, ¿verdad? Esperasteis a que yo me alejara de la cabaña.
Gia no dijo nada. Algo en la mirada de Ahriel le decía que no sería una buena idea mencionar a Bran, de manera que no lo hizo.
Ahriel agarró a Gia por el brazo y la arrojó al suelo, lejos de sí. Ella se incorporó un poco y miró a su alrededor en busca de una vía de escape. Pero Ahriel bloqueaba la entrada del corredor, y sólo podía avanzar hacia el interior de la corte que, como ella sabía muy bien, sólo tenía un acceso.
—Tú has matado a todas esas personas —susurró Gia—. Se supone que eres un ángel, no puedes…
—No —cortó Ahriel—. Te equivocas. No soy un ángel. Y ahora —la apuntó de nuevo con la espada; la punta del arma rozó el pecho de Gia—, ve al Rey de la Ciénaga y dile que Ahriel lo quiere muerto. Recuérdalo.
Gia se levantó a duras penas y echó a andar por el corredor, sintiendo que la mirada de Ahriel le quemaba en la nuca.
Encontró la corte completamente desierta, y sintió que se le encogía el estómago. Todos habían huido o habían sido asesinados por Ahriel. Pero ella sabía que el Rey de la Ciénaga seguía allí, porque Ahriel había ido a buscarlo a aquel lugar, y Gia sospechaba que, si su señor hubiese escapado, el ángel no estaría allí.
Cuando entró en la sala del trono, sus sospechas se confirmaron; al fondo, sentado entre las sombras, como acostumbraba, se hallaba la oscura figura del Rey de la Ciénaga.
—Señor —dijo Gia, inclinándose ante él—. Ahriel está aquí.
—Gia —respondió él con voz gutural— ¿se han ido todos?
—Si, señor.
—¿Por qué te has quedado?
Gia vaciló. Podría haberle dicho que creía en él; que, a pesar de sus métodos autoritarios y a menudo brutales, su sistema hacía funcionar la Ciénaga, y que ella necesitaba el orden y la seguridad que sólo aquella corte podía darle en el salvaje mundo de Gorlian. Podría haberle dicho todo esto, pero no lo hizo.
—Me ha enviado a comunicaros un… mensaje.
—¿De veras?
—Sí, señor. Ha dicho… «Dile al Rey de la Ciénaga que Ahriel lo quiere muerto.»
Se encogió sobre sí misma, esperando un estallido de ira, pero la reacción de su señor la sorprendió. Primero lo vio convulsionarse silenciosamente, y después oyó un curioso sonido parecido a un gorgoteo. Tardó un poco en ciarse cuenta de que el Rey de la Ciénaga se estaba riendo.
—¿Eso ha dicho? —dijo finalmente el monarca—. No sabía que los ángeles tuviesen ese sentido del humor tan peculiar.
—Con… todos mis respetos, señor… me parece que no era una broma. Yo…
Calló de pronto, porque algo la atravesó por la espalda, produciéndole un profundo dolor. Se le nubló la vista y cayó al suelo. Lo último que oyó fue la voz fría y acerada de Ahriel:
—Tengo otro mensaje para ti, Gia: Bran te quiere muerta.
El Rey de la Ciénaga observó la escena desde su trono, sin inmutarse. Ahriel alzó la mirada hacia él.
—He venido a matarte —dijo solamente.
—¿En serio? ¿Y por qué? ¿Por Bran? ¿Crees que es justo que toda mi gente haya tenido que pagar por la muerte de una sabandija?
Ahriel entrecerró los ojos peligrosamente.
—No me importa que no sea justo. Ya no creo en la justicia.
—Ah… de modo que actúas por venganza…
Ahriel no se molestó en responder. Blandió su espada y avanzó hacia el trono.
—¿Por qué no das la cara, rey de pacotilla?
La figura del trono se convulsionó de nuevo.
—¿De veras quieres verme la cara, Ahriel? —rio.
Se levantó de su asiento y avanzó hacia la luz. Ahriel descubrió entonces que caminaba de manera peculiar, como a pequeños saltos, y que era extraordinariamente grueso. Entonces alzó una mano deforme para retirarse la capucha, y de pronto Ahriel no quiso ver lo que se ocultaba debajo.
Pero ya era demasiado tarde. Ahriel no pudo reprimir una exclamación de sorpresa, asco y horror.
El Rey de la Ciénaga era un enorme sapo verrugoso. Su piel, del mismo color que el barro de la ciénaga, era blanda y viscosa. Sobre la cabeza llevaba una especie de corona hecha con ramas trenzadas de árbol del fango.
Sus ojos saltones miraron a Ahriel como si se estuviesen riendo de ella.
—¿Sorprendida?
—¡Eres un engendro!
—Gracias —dijo el sapo—, pero lo cierto es que tengo poco que ver con esas pobres bestias contrahechas y atormentadas. Como habrás podido comprobar, soy un ser inteligente.
—No me digas —replicó Ahriel con sarcasmo—. Inteligente o no, eres un engendro al fin y al cabo, y supongo que ya sabes lo que hago con las criaturas como tú.
—Un motivo más para matarme, ¿no?
Ahriel no respondió. Alzó la espada y arremetió contra él, pero el sapo, de un poderoso salto, se plantó lejos de su alcance. Ahriel se volvió hacia él, dispuesta a intentarlo de nuevo. Pero el Rey de la Ciénaga abrió su enorme boca sin labios y lanzó hacia ella algo rojizo y pegajoso, parecido a una serpiente. Cuando Ahriel comprendió de qué se trataba, ya era demasiado tarde: el Rey de la Ciénaga había enroscado su larguísima lengua en torno a ella, y la atraía hacia sí.
Ahriel se debatió, furiosa, tratando de librarse del viscoso abrazo y evitando mirar la boca abierta del engendro. Pero la lengua del Rey de la Ciénaga le inmovilizaba los brazos, y no podía utilizar la espada.
El Rey de la Ciénaga rio y tiró un poco más, abriendo la boca al máximo para tragarse a Ahriel. Ella, sin embargo, no estaba asustada; la ira bullía en su interior como un volcán en erupción, y en aquellos momentos no pensaba en el peligro que corría, sino en el odio que sentía hacia aquel ser monstruoso que había ordenado la muerte de Bran y que, por si fuera poco, pretendía comérsela a ella también.
Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Ahriel saltó hacia el Rey de la Ciénaga con los pies por delante, y logró golpear uno de los ojos bulbosos. La criatura rugió de dolor; Ahriel no se detuvo a pensar que, tiempo atrás, jamás habría tratado de cegar a su oponente, porque ella creía en la lucha limpia y leal.
Pero eso había sido mucho tiempo atrás. Las cosas habían cambiado, el mundo había cambiado, y Ahriel había cambiado con él.
Saltó de nuevo y consiguió encaramarse sobre la cabeza del Rey de la Ciénaga, que trató de sacársela de encima, saltando de un lado para otro, intentando aplastarla contra el techo de la caverna. Ella clavó los talones en la resbaladiza piel del sapo; teniendo en cuenta que tenía los brazos inmovilizados, aguantó bastante bien. El Rey de la Ciénaga tiró de ella con más fuerza, pero Ahriel logró liberar sus brazos del asfixiante lazo y alzó la espada sobre él. El sapo rodeó la cintura del ángel con la lengua y consiguió sacarla de su espalda, arrojándola al suelo, frente a sí. La espada cayó cerca de ella.
—Es inútil —gorgoteó, mientras Ahriel tanteaba a su alrededor, tratando de recuperar su espada—. Vas a morir.
Saltó sobre ella, pero Ahriel rodó hacia la derecha y cogió la espada.
La levantó justo a tiempo.
Con un desagradable sonido, el Rey de la Ciénaga cayó sobre la espada erecta, que abrió un enorme tajo en su barriga resbaladiza.
El sapo cayó a un lado; de su garganta salió un sonido ronco. Giró sus globos oculares hacia Ahriel.
Ella se alzaba junto a él, serena e impasible.
—¿De dónde sacas las armas? —quiso saber—. ¿Quién te las proporciona, y a cambio de qué?
—Mi creador —jadeó el Rey de la Ciénaga—. Él me da las armas para que pueda gobernar sobre Gorlian.
—No te creo —le espetó Ahriel—. ¿Por qué iba nadie a preocuparse por algo como tú?
—Porque yo soy la más perfecta de sus creaciones. Soy el único que posee inteligencia… y algo parecido a un alma.
—¿Por qué estás aquí, entonces?
—Porque éste es mi hogar. Y, por más que lo intentes, nunca será el tuyo.
Ahriel hizo caso omiso de sus palabras.
—¿Quién te creó? —exigió saber—. ¿Fueron los mismos que arrojan a Gorlian los desechos de sus experimentos? ¿Ésos que practican magia prohibida?
El Rey de la Ciénaga rio, y su risa sonó como un extraño borboteo. Ahriel blandió la espada sobre él.
—¡Habla o morirás!
—Voy a morir de todas formas —susurró el Rey de la Ciénaga—. Como ese gusano de Bran, ¿verdad?
Ahriel descargó la espada sobre él y la hundió en su cuerpo verrugoso con todas sus fuerzas. El Rey de la Ciénaga abrió al máximo sus ojos saltones y dejó escapar un último jadeo.
Ahriel se quedó quieta junto a él, mirando al engendro con semblante ausente e inexpresivo. Entonces, lentamente, se agachó y recogió la tosca corona de ramas que se le había caído al Rey de la Ciénaga durante su enfrentamiento. Después, dio media vuelta y, arrastrando tras de sí el cuerpo del engendro, salió de la sala.
Avanzó por la corte desierta sin pensar en nada. Por fin había vengado a Bran. Todos los responsables de su muerte habían sido eliminados.
Pero no se sintió mejor por ello. Sólo mucho más cansada y extrañamente vacía, como si la muerte del Rey de la Ciénaga hubiese acabado con sus deseos de vivir.
Cuando salió al aire libre, se detuvo un momento en la entrada de la caverna que había sido la corte del Rey de la Ciénaga y miró a su alrededor.
Todavía llovía. Varios presos de Gorlian estaban allí, chapoteando en el barro. Algunos regresaban tras haber huido al verla. Otros acababan de recobrar el conocimiento y se incorporaban, desconcertados.
Pero todos, sin excepción, alzaron la mirada hacia ella cuando percibieron su presencia. Ahriel levantó los brazos, y todos vieron que sostenía en alto el cadáver del Rey de la Ciénaga, que ahora parecía un pellejo húmedo y desinflado bajo la lluvia. Un relámpago iluminó la figura del ángel mostrando su presa a los antiguos súbditos del engendro, y muchos de ellos no pudieron reprimir un estremecimiento. En ese momento, Ahriel arrojó el cuerpo al lodazal, y el Rey de la Ciénaga cayó sobre el fango con un sonoro chapoteo. Nadie se atrevió a pronunciar una sola palabra. Allí, en lo alto de la colina, bajo la lluvia, Ahriel presentaba un aspecto temible y amenazador.
Entonces, lentamente, alzó la otra mano y colocó sobre su propia cabeza la corona del soberano del fango.
—Ahora —dijo en voz alta para que todos la oyeran—, yo soy la Reina de la Ciénaga.