XI. ¡ENGAÑADOS!

«Los Jaguares», descargados de un gran peso, hablaban todos a un tiempo. Y las chicas, una a cada lado de Paulssen, le miraban como a un héroe de leyenda. ¡Ahí era nada! ¡El hombre que iba a librarles de sus preocupaciones!

Slater les indicó la salita. Apoyó luego la escopeta en la pared y se encaró con los «Jaguares» mayores:

—¿Seguro que puedo hacerle entrega de las ampollas?

—Desde luego. Pero tráigalas con mucho cuidado —le indicó Héctor—. Estamos demasiado alegres para darnos un susto.

—¿Quiere que le ayudemos? —preguntó Paulssen.

—No, gracias; tomen asiento, por favor, vuelvo en seguida. Si acaso… Héctor, acompáñame.

Héctor se adentró con él en la cocina y la Miss tomó asiento en una silla, junto a la mesa, luego de asegurarse de que Oscar estaba abrazado al cuello de Tristán. Parecía satisfecha, lo mismo que Paulssen, lo mismo que el resto de los muchachos.

Y de pronto, una llamada de alerta, como una lucecita apenas visible, en el cerebro de Julio. Se pasó la mano por los ojos… estaba nervioso, habían sido dos días de una tensión espantosa y, por último, aquella tarde…

Diez minutos después, Slater y Héctor entraban en la salita. Llevaban entre los dos, con todo cuidado, un cesto de palma, que colocaron sobre la mesa. Las ampollas estaban en hileras, sobre capas de algodón.

Visiblemente excitado, el nórdico se alzó de la silla, inclinándose sobre el cesto. Miss Spencer hizo lo propio. La luz de la lámpara caía directamente sobre ellos.

—¿Destruirá aquí mismo las ampollas? —preguntó Héctor.

—No, no… necesito un compuesto químico y tengo que hacerlo con mucho cuidado.

—Estas ampollas han de ser destruidas aquí —objetó Slater con brusquedad—. No se puede andar por el mundo con ellas.

—Exactamente, amigo. He traído un maletín con todo lo necesario y esta misma noche quedarán destruidas.

—¿Por qué no ha traído el maletín con el material? —insistió el viejo.

—La verdad, ignoraba si ustedes tenían esto dispuesto, pero no se preocupe, porque todo se hará bien. En mi habitación del hotel hay una suntuosa bañera de mármol que puede resistir perfectamente el ácido neutralizante. Lo llevaré con mucho cuidado. El señor Medina ya conoce mis planes…

¿Qué ocurría? ¿Qué era aquella presión en su espalda? Viendo a Julio con el cañón de la escopeta de Slater apoyando por la boca en la espalda del forastero, la Miss gritó:

—¡Julio! ¿Te has vuelto loco?

—¡No se mueva, nórdico de pega! Y usted tampoco, vieja bruja —lanzó Julio en dirección a la gobernanta.

Slater, que en un primer momento pareció sorprendido, se arrojó de pronto contra la mujer, sujetándola por los brazos, cuando ella, hecha un basilisco, trataba de lanzarse contra Julio. Héctor y Raúl, por la costumbre de apoyar las acciones de cualquiera de «Los Jaguares», hicieron lo propio con el nórdico, aunque él se debatía, tratando de librarse.

—Julio, ¿qué viento te ha picado? —le reprochó Sara—. ¿Por qué de repente…?

No completó la frase. Julio, con un golpetón en la coronilla de Paulssen, le obligó a bajar la cabeza. Luego le escarbó el pelo y, mostrando las raíces, dijo:

—Mi padre me anunció a un nórdico, para que yo supiera que el hombre que iba a llegar era rubio. Y ha llegado un rubio de pega. Hace un instante, cuando estaba bajo la lámpara, he visto que su pelo era teñido. ¿Tiene cuerdas, Slater? Pues amarre a este hombre. Y tú, Tristán, vigila la casa y avisa si alguien se acerca.

—¿Y yo? ¿Qué tengo que ver yo con este nórdico o lo que sea? —se quejó la Miss—. No lo conocía hasta hace una hora, que se presentó preguntando por vosotros.

—Puede que no lo conociera anteriormente, vieja bruja —le lanzó Julio sin nada del respeto prometido para ella—, pero la avaricia que reflejaban sus ojos, cuando se ha inclinado sobre el cesto, me ha hecho ver claro. ¿Recuerdan que no comprendimos de qué modo se supo el hallazgo de las ampollas del «Tauro»? Nadie se fue de la lengua y «ellos» sólo sabían lo que yo contaba a papá en la carta. Porque ella, cuando yo la leí a mis compañeros, estaba escuchando bajo la ventana. Ella avisó a Kitchen y a toda su pandilla de criminales. Seguro que andaba por aquí haciendo fechorías, quizá como parte de la banda de traficantes de drogas.

Para «Los Jaguares», la parte más convincente del relato de Julio era que, en efecto, la Miss había estado escuchando la lectura de la carta bajo la ventana. ¡Era el único modo de que se hubiera sabido!

Slater estaba bien provisto del grueso cable que usaba para atracar su barca amarrada al embarcadero y, poco después, los dos eran inofensivos, aunque seguían jurando su inocencia.

Julio se dirigió al teléfono y solicitó una conferencia con el Waldorf Astoria de Nueva York. ¡Con tal de que el señor Medina estuviera en él…!

¡Estaba!

—Hola, papá. Veo que has cumplido tu palabra. El flaco señor Paulssen ya está aquí.

—Julio, más respeto… ya sé que tiene un poco de barriga, pero no tanta. ¿Todo va bien?

Julio no quería preocuparle ni pasarse de la raya, por si el teléfono estaba intervenido.

—Sí, muy bien, pero estamos deseando tenerte aquí. Que sea cuanto antes.

—Será muy pronto, hijo. Ya he solucionado aquí todo para poder ausentarme. A ver si os portáis bien con el señor Paulssen. ¿Ha tenido buen viaje?

—No se lo he preguntado. Sí, supongo que sí…

Cuando colgó el teléfono, Julio se encaró con el hombre de pelo teñido.

—¿Qué han hecho ustedes con el auténtico Paulssen? ¡Digan inmediatamente dónde podemos encontrarlo!

—¡Estás loco! ¡No hay más Paulssen que yo!

—¡Mentira! Paulssen es un hombre rubio y algo barrigón y usted es moreno y hueso puro.

Slater, sin gastar más palabras, se apresuró a llevarse las ampollas. Minutos después regresaba, diciendo:

—Sospecho que si este par de pájaros continúan aquí, no tardarán en atacar la casa.

—Podemos llamar a… la… policía… —apuntó Verónica, pero sin mucha esperanza.

—No sé hasta qué punto podemos fiarnos —intervino el viejo—. Os aseguro que el «socio» de Kitchen no abandonará el despacho por si se produce alguna llamada; ya se las arreglará para que los policías honrados que pueda haber allí no se enteren.

—Eso significa que estamos sin defensa posible —alegó Sara.

La alegría del triunfo de momentos antes se iba esfumando. La situación seguía siendo comprometida.

Slater fumaba con calma más aparente que real.

—Bueno, muchachos, la cuestión sigue siendo la misma: se trata de destruir las ampollas cuanto antes…

—Pero para eso necesitamos al verdadero Paulssen y no sabemos dónde está —le recordó Héctor.

Julio, pensativo, paseaba arriba y abajo, tropezando con los muebles. Raúl empezó a decir:

—Podríamos tratar de encontrarlo o que éstos…

Oscar le tapó la boca con la mano:

—Calla, no distraigas a Jul, que está pensando.

El paciente y bondadoso Raúl, por una vez, explotó:

—Aquí no hay nada que pensar —apartó la mano del chico, sin contemplaciones—. Hay que actuar. Tenemos a este par de pájaros, ¿no? ¡Pues adelante! ¡Que hablen y digan dónde está el químico! Así es como se gana tiempo.

El hombre de pelo teñido se echó a reír:

—No lo esperéis. Si dentro de un rato no hemos regresado donde Kitchen nos espera, ellos vendrán.

Quitándose la pipa de la boca, Slater se encaró con «Los Jaguares».

—Tomad una decisión, muchachos. ¿Hacemos nosotros fosfatina a este mago de los tintes o nos dejamos avasallar?

«Los Jaguares» se acercaron unos a otros para consultar, como era su costumbre en los momentos graves. Quizá pudieran hacer hablar a la inglesa y a aquel individuo usando la violencia física, pero la formación moral del grupo no podía admitirlo. Si les atacaban, se defenderían con todas sus fuerzas, pero eran incapaces de inferir daño a quien no podía defenderse.

—Votación, «Jaguares» —pidió Héctor, tomando la iniciativa—. ¿Hacemos fosfatina a la pareja hasta que hablen, o no?

—No —saltó impetuosamente Verónica.

—No —dijeron a un tiempo Sara y Raúl.

—¡Jo… qué grupo de gelatina! —protestó Oscar—. Yo iba a decir que sí a la fosfatina de los otros, que es preferible a la mía, pero siempre lo fastidiáis todo. Ahora ya no habrá mayoría… ¡qué asco! Y de los «micobrios», ¿qué?

—Lo siento, Oscar —dijo Héctor—, habrá mayoría porque también yo digo no.

—¡Peste y peste! —pateaba el chico.

—Un momento, «Jaguares» —se interfirió Julio, mirando de reojo a los prisioneros—, podemos considerar el caso y no adoptar soluciones radicales, sino fórmulas flexibles…

—¿Quieres hablar bien y no hacernos discurrir, Jul? —volvió a protestar Oscar.

Slater seguía el debate con gran interés. Y también los prisioneros, que no parecían acobardados:

—Sugiero el pacto… —añadió Julio.

—¿No ves que ellos no quieren? —le recordó Raúl.

—Es porque no saben la fuerza persuasoria que poseemos. Tú, mico y todos vosotros, incluyéndole a usted, Slater, ¿no harían donación de ciertas cosas a cambio del químico que destruya las ampollas?

—¡Diablos, sí! —contestó precipitadamente el viejo.

Sara y Verónica suspiraron. ¡Era tan romántico el hallazgo del tesoro del galeón…!

—Vaya por el pacto… —dijeron a una.

—Vaya por el pacto —dijeron también los demás.

Héctor se aproximó a los prisioneros.

—Poseemos un tesoro: será de ustedes dos siempre que consigamos al verdadero Paulssen.

El hombre de pelo teñido y la mujer se miraron:

—Es una patraña —dijo ella.

Él fue más práctico. Quería ver el tesoro para poder decidir. Slater, luego de consultar con los muchachos, fue en su busca.

Y poco después, bajo la lámpara, los doblones de oro, los collares, brazaletes, camafeo, sortijas y el bello crucifijo de oro centelleaban. También centelleaban los ojos antes fríos e incoloros de la Miss.

—Esto nos conviene más que lo otro —dijo ella, con gesto odioso.

—Aguarda, Amelia: tendremos esto y lo «otro». Esto nada más que para ti y para mí. No podemos traicionar a Kitchen; no acabaríamos bien.

—Entonces… ¿es mejor no ceder?

—Tenemos buenos aliados. Lo tendremos todo…

Slater se llevó el tesoro, ayudado por Héctor, que le dijo:

—Si tuviéramos la más remota idea del lugar al que han llevado al verdadero Paulssen… Pero creo que la casa estará vigilada y no nos permitirán salir…

—Te contaré algo que no sabes: un tío abuelo mío fue contrabandista y bajo la casa hay un túnel que sale al acantilado…

Volvieron a la salita. Héctor tropezó con la mirada de Julio y los dos se fueron a la cocina. El último supo entonces la existencia del túnel del contrabandista.

Con sus manos en los hombros de su compañero, el mayor de los Medina murmuró:

—¿Tienes idea aproximada del lugar que ocupa la casa de Kitchen?

—No, aunque me pareció percibir el rumor del mar al estrellarse contra los acantilados. No lo sentí más que un momento… bueno, aquella noche el mar era una balsa de aceite.

—Y hoy ruge la tempestad… y sopla el viento con fuerza, ¿no lo oyes? De todas formas, sabemos dos cosas: que la casa se hallaba a un cuarto de hora del recodo de la carretera, a una velocidad de unos sesenta kilómetros… menos en el último tramo: a juzgar por los saltos del vehículo no había camino…

—Creo que no rodamos a sesenta kilómetros, sino a bastante menos. Subimos una cuesta muy dura —le rebatió Héctor.

—¿No te parece que son suficientes datos? ¿Qué esperamos para buscarla?

—Tienen un yate. Quizá tengan prisionero a Paulssen en él.

—En tal caso, el yate estará en el puertecito. Esta noche es imposible permanecer en el mar sin exponerse a estrellarse contra los acantilados.

—Bueno, tenemos dos posibilidades. Vamos a llamar a Slater. Tiene que sostenerse sea como sea aquí con los prisioneros hasta que volvamos.

Mientras unos se quedaban de guardia en la salita, los otros iban reuniéndose en la cocina con Héctor y Julio.

Al escuchar los proyectos de ambos, Verónica cerró los ojos.

—Noté un olor a algo… creo que era guano o algo parecido.

Era otro dato a tener en cuenta. Luego consultaron con Slater, informándole sobre la posible ubicación de la casa. ¿Conocía alguna que estuviera en alto y se llegara a través de un terreno pedregoso?

—Hay dos de esas características: una exactamente sobre el acantilado y la otra alejada unos cien metros.

—¿Sabe si cerca de ellas anidan los albatros o gaviotas?

—Hacia el Oeste de la que está colgada sobre el acantilado, casi a media distancia entre ambas, van a anidar.

Convinieron todavía algunos detalles, así como el reparto de fuerzas. Raúl se quedó para defender la casa con Slater, por si fuera necesario, y los dos mayores tomaron el camino del túnel.