X. EL ATAQUE DEL TIBURÓN
Una intensa preocupación embargaba al grupo que descendía la colina llevando las bicicletas por el manillar. Hasta les costaba hablar. Y el tener la certeza de que iban a recibir ayuda, aunque era un alivio, no les devolvía la calma.
En el punto donde el sendero se ensanchaba, volvieron a montar en las bicis.
A medio camino, Sara preguntó a Héctor, que pedaleaba a su lado:
Suponiendo que esta mañana acabaseis de reunir las ampollas, ¿volveréis al fondo del mar?
—Si ha llegado el nórdico, no; de lo contrario, sí, para que «ellos» crean que no hemos concluido el trabajo y así ganar tiempo.
—Es curioso… no hemos vuelto a verlos…
No eran precisas más explicaciones. Los otros le entendieron. Se refería a Kitchen, el policía, los otros dos negros…
—Mejor —murmuró Verónica con semblante sombrío—. Ya me aterra bastante tener que ver a Jonás durante la comida. Me quita el apetito.
Oscar había recibido la orden de no separarse para nada de Miss Spencer. La amenaza del día que fueron llevados ante el brutal Kitchen no había podido olvidarla.
—Me gustaría poder encontrar el lugar a que nos llevaron prisioneros…
Lo dijo Julio y con ello provocó una explosión de malhumor en Sara. ¡Ella no quería acordarse de aquel chamizo!
Encontraron a Slater aguardándoles en el embarcadero. Su rostro parecía de piedra, con la pipa entre los labios, mirando la línea lejana donde se unían mar y cielo. Pero Héctor creyó ver un parpadeo nervioso en sus ojos.
Aquella mañana no revisó la barca. Sin duda lo había hecho antes de que llegaran y Tristán saltó hacia ellos.
Bien pensado, no protegían demasiado bien a Slater. Aquella mañana había salido solo de casa.
De pronto, Verónica se estremeció: Slater se apoyaba en lo que de lejos les había parecido un bastón. ¡Pero se trataba de una escopeta de caza!
—¿Te asusta esto? Soy buen cazador y a veces me gusta acertarle a un ave. Tengo licencia, no creas…
Fingieron aceptarlo con naturalidad.
Aquella mañana trabajaron de firme. Empezaban a odiar la bóveda formada por el galeón y todo aquel asunto. Y la idea del tesoro que atesoraban no les compensaba en absoluto, aunque Julio les aseguraba que su padre querría conservar algo para todos ellos y dejar el resto en poder de las autoridades de la isla.
Empezaron las inmersiones por turno. A mediodía, cuando Slater y Raúl, terminando el último turno, se izaron a la barca, el primero murmuró:
—Todo listo… hemos terminado, salvo que deseéis apoderaros de toda la carga del «Coruña».
—Yo no lo deseo —susurró Sara, abrigándose con la toalla, porque estaba helada, a pesar del fuerte calor.
Los demás se manifestaron en igual sentido. Tenían ya las veinte cajas y pasadas las cuarenta monedas de oro, además de otra cadena de oro en la que iban ensartadas tres soberbias sortijas, un brazalete y un par de pendientes muy largos, realmente regios.
—Si esta tarde no viniéramos —susurró Héctor—, «ellos» supondrían la verdad y no nos concederían ni un minuto para entregarles las ampollas. De modo que tendremos que volver, siempre que no haya llegado el químico amigo del señor Medina y disponga otra cosa.
A última hora, recordando a Melisa, trataron de capturar un pez. Y lo lograron, pero no un pez de plata, sino azulado, vulgar y con… cara de pez.
Melisa, que estaba en el embarcadero, se sintió bastante desilusionada, aunque Miss Spencer se lo alabó mucho.
—¿No ha llegado nadie al hotel preguntando por nosotros? —le preguntó Julio—. Es posible que coincidamos con un amigo de papá aficionado a sumergirse en estas aguas.
—Venimos directamente de la playa —explicó la Miss.
Al llegar al hotel preguntaron en recepción y la respuesta fue negativa.
—¿Qué os sucede? Os veo tristes, decepcionados… —dijo la Miss, mirando de uno en uno a los muchachos.
—Empezamos a hartarnos de barca y submarinismo —dijo Sara.
—Yo tengo ganas de ir de excursión —dijo Oscar, con acento caprichoso.
—Bueno, ya iremos de excursión —le respondió su hermano—, pero esta tarde volveremos al mar. Resulta que estamos haciendo unos estudios de la refracción de la luz sobre las masas de coral y nos faltan algunas notas…
—¡Qué interesante! —exclamó la Miss.
—¿Puedo ir con vosotros esta tarde? Yo estoy harto de Melisa y Miss Spencer no ha tenido ayer ni una hora libre. Se pasó el tiempo pendiente de mí —dijo Oscar.
—Eres un pegote, pero ¡qué se le va a hacer…! —replicó su hermano.
Cuando se levantaron de la mesa, los muchachos se encaminaron hacia la salida, para dirigirse a la cabaña.
—Voy a tomar café en el salón, muchachos. Luego iré con vosotros —dijo Miss Spencer.
Iban despacio y pudieron ver a Jonás atender a su gobernanta y a la mamá de Melisa, que se le había unido.
Oscar quería saber. Era muy pequeño para inmiscuirse en una cuestión tan grave, pero como ya estaba al tanto de todo…
—Sí, ya está listo —se limitó a informarle Sara.
Y de pronto tuvo la sospecha, mejor dicho, seguridad de que «ellos» lo sabían. Con voz temblorosa, lo comunicó a sus compañeros. Los demás habían tenido igual intuición.
—¡Vaya! —exclamó Héctor—. ¡A ver si vais a fallar ahora! El temor os hace ver la situación con pesimismo. No hablamos nada en ninguna parte, ni en la cabaña ni siquiera por ahí. Sólo lo hemos hecho en descampado y lo menos posible y asegurándonos de que estábamos en terreno despejado, como ahora.
No le faltaba razón y se tranquilizaron en parte.
Estuvieron viendo la tele en la salita, junto a la Miss, pero se les notaba distraídos.
A las cuatro se despidieron de la gobernanta, dispuestos a bajar al embarcadero. Slater se hallaba ya en la «María», fumando con aire distraído.
—Veo que viene también el pequeño. Bueno, es igual, que venga…
—¿Es que no le agrada que esté aquí? —preguntó Verónica.
—Por lo menos, Tristán, el pobre animal, está loco de alegría, pero alguien notará hoy que no nos comportamos como ayer…
Cerca de los arrecifes, un yatecito blanco acababa de pasar dejando una estela de espuma. En el lugar de siempre, Slater echó el ancla.
Ninguno tenía deseos de sumergirse, pero había que hacerlo. De pronto, Tristán, con las orejas en alto, empezó a olfatear y a gruñir.
—¿Qué le pasa? —preguntó Oscar.
—A lo mejor se contagia de nuestra inquietud —comentó Verónica.
Héctor y Julio, como siempre, hacían el primer turno de inmersión. Revisaron el equipo, se ajustaron el correaje con la botella y desaparecieron a la vista de los de la embarcación. Tristán sacó la cabeza por encima de la borda y empezó a mover la cola y aullar largamente. De vez en cuando volvía la cabeza para mirar a Slater.
Éste dejó la pipa y empezó a ponerse el traje de goma. Los ladridos de Tristán se hacían acuciantes.
—¡Algo sucede abajo! —exclamó Slater—. Lo comprobaré.
Rápidamente, Raúl se ajustó el correaje con otra botella, sin perder tiempo en colocarse el traje, aunque sí el cinturón de pesas de plomo y la mascarilla, ajustando rápidamente el tubo a la válvula y siguió a Slater.
Tristán continuaba ladrando aparatosamente.
Cuando Julio y Héctor llegaron al fondo, patalearon un poco para avanzar y llegar a la masa de coral bajo la cual se hallaba la cavidad del galeón. Inmediatamente, una sombra grande y silenciosa, les interceptó la luz.
Héctor levantó la cabeza y vio… ¡un tiburón! Estaba a menos de cuatro metros de distancia, moviéndose de derecha a izquierda, entre ellos y la masa coralina. Julio, que iba a lo suyo, no debió enterarse.
Héctor, por un momento, perdió la cabeza, pero pronto recordó las advertencias de Slater para un caso similar y su primera intención fue la de dejarse caer al fondo y permanecer inmóvil. ¡Pero no podía, porque el tiburón seguía a Julio! ¿Cómo avisarle?
No tenía otra remedio que patalear y acercarse rápidamente. Le vino al pensamiento el extraño temor que todos habían sentido desde por la mañana… Antes de que llegara hasta su compañero, Julio se volvió. Pudo ver el terror en sus ojos. Había perdido la cabeza y trataba de regresar a la superficie removiendo con fuerza el agua, pero el gran escualo le ganaba en rapidez. Casi había llegado a tocarlo… Con una voltereta sobre sí mismo, Julio pasó bajo él, desorientándolo por un instante. Ya no cabía tumbarse en la arena, sino luchar.
Héctor extrajo su cuchillo del cinturón y se dispuso al ataque. Pero estaba nervioso y no hizo más que pinchar al monstruo cerca de la cola, enfureciéndolo.
Se libró como pudo del coletazo, aunque el movimiento que éste produjo le envió un metro más allá.
De nuevo el monstruo se encaminaba hacia Julio, que intentó ganar la oquedad, para refugiarse al otro lado. El agujero no permitía el paso del tiburón, pero éste le había seguido y acechaba situado a lo largo de la masa de coral, contra la que lanzó su furia, imprimiéndole fuertes coletazos. Luego se volvió, recordando sin duda que había otra presa y Héctor creyó que todo había terminado para él.
Pero entonces, una masa se destacó de la arena y una mano armada con un largo cuchillo se destacó por un instante. El agua empezó a teñirse de verde…
El monstruo arreciaba en sus coletazos. Héctor decidió ayudar a su salvador y entonces divisó vagamente a Julio saliendo de la oquedad y marchando hacia allí. Alguien más le cayó sobre la cabeza. Durante unos instantes, hizo prodigios de habilidad para hurtarse a los coletazos y, sobre todo, las temibles fauces y pudo pasar bajo el tiburón. El agua se volvía cada vez más borrosa y más verde. Pero no estaba solo atacando. De pronto le empujaron y salió hacia un lado. Entonces descubrió a Slater y a Raúl, con sus cuchillos en la mano, teñidos de verde. También el suyo lo estaba. Slater les hacía señas de que el peligro había pasado. Y no quiso ni ver los estertores últimos del tiburón. Seguido de sus compañeros, se dispuso a emerger, pero Slater le señaló otro lugar donde el agua se iba aclarando, luego de presentar un tono más oscuro. Una masa de carne flotaba a escasos metros de la arena del fondo.
Tristán, que ladraba desesperadamente, se calló de pronto al aparecer la cabeza de su amo. Tres cabezas más surgieron casi al mismo tiempo. Sara, Verónica y Oscar tuvieron que aguardar unos minutos antes de enterarse de lo que había sucedido abajo. Por su parte, Julio, Raúl y Héctor no intentaron dárselas de valientes: estaban pálidos y temblorosos.
—El tiburón no ha venido a buscaros porque sí —dijo Slater, volviéndose a poner la pipa en los labios—. Alguien le ha arrojado abundante carnaza para atraerlo. Una res recién muerta. Supongo que ha sido el yate que nos precedía y luego ha desaparecido tras la otra línea de arrecifes.
Héctor trató de afirmar su voz, diciendo:
—Slater, gracias. Sin su ayuda, no sé dónde estaría…
—Dale las gracias a este buen muchacho —señalaba a Raúl—, porque la potencia de su brazo atacando al tiburón ha sido un factor de gran ayuda.
Soplaba un viento tan fuerte, cuya violencia iba en aumento, que Slater decidió dar la vuelta y regresar sin pérdida de tiempo al embarcadero.
—Se avecina un huracán, muchachos. Volvemos a casa.
Las chicas no podían ni hablar, de puro impresionadas. Oscar, con gesto aterrado, se abrazaba a Tristán. En el embarcadero de la «María», generalmente desierto, aguardaban dos personas: se trataba de Miss Spencer y un desconocido alto, de cabello muy rubio, un poco largo.
—¿Qué ha ocurrido? ¡Parecen asustados! —exclamó la Miss.
—Nos atacó un tiburón —le gritó Oscar, confundiendo la realidad.
Ella hizo muestras de horror y luego recordó al hombre alto. Entonces lo presentó:
—El señor Paulssen, amigo del señor Medina. Acaba de llegar al hotel y, como tenía interés en conoceros, he tenido mucho gusto en traerlo aquí.
¡El nórdico y «Los Jaguares» se precipitaron a estrecharle las manos, locos de alegría! ¡Al fin les sucedía algo agradable!
—Encantado, señor Paulssen —dijo Julio—. Le presento al señor Slater, nuestro amigo, que nos ha librado ya de más de un compromiso serio bajo el agua.
El nórdico, sonriendo, estrechó la mano del curtido hombre de mar.
—¡Qué alegría! ¡Ahora ya estamos a salvo! —gritó Oscar, fuera de sí—. ¿Nos librará de los «micobrios», verdad, señor Paulssen?
—Desde luego; para eso he venido.
Como Miss Spencer mirase a unos y a otros como si se hubieran vuelto locos, Héctor le dijo:
—Descuide, Miss Spencer; el encuentro con el tiburón no nos ha trastornado el juicio. Contra nuestra voluntad, hemos tenido que guardar en secreto un hallazgo que casualmente hicimos en los fondos marinos de los arrecifes. Se trata de algo sumamente peligroso, que no debiera existir, pero que el señor Paulssen se compromete a destruir sin el menor peligro, ¿no es así?
El nórdico afirmó y Miss Spencer dejó escapar exclamaciones para todos los gustos, quejándose de que la hubieran tenido en la ignorancia de hechos tan graves.
—¿Está ya todo? —preguntó Paulssen.
—Todo —replicó Héctor—. Slater, ¿podemos ir a su casa?
—Desde luego…
Dejó pasar a todos y se quedó el último, con su pipa en los labios y su escopeta de caza en la mano.