VIII. LA HORA DE LAS GRAVES DECISIONES

La risa amarga se transformó en cólera. A los muchachos les pareció que era un hombre distinto el que tenían ante sí. Les miraba con rabia antes de barbotar:

—¡Mentecatos, más que mentecatos! ¡Os habéis ido de la lengua!

—Un momento, eso mismo podríamos preguntarle a usted. Le aseguro que nosotros no hemos hablado con nadie de nuestros descubrimientos, pero ellos lo sabían, lo sabían todo: que hay veinte cajas, con doce ampollas cada una…

—Todos aquí han oído la historia, esa historia que contó el superviviente del «Tauro», pero con el paso de los años se ha convertido en leyenda. Nadie ya buscaba esas ampollas. ¿Cómo sabían que habéis encontrado siete cajas?

—No sabían lo de las siete cajas, sino de una —repuso Julio—. Y eso significa que usted le ha confiado el hallazgo a alguien…

—¡Yo no hablo con nadie, centellas!

—Pues salvo ese detalle, lo sabían todo… —opuso Héctor.

—¿Todo? ¿También el hallazgo del galeón?

Julio adelantó la mano. Una suposición cobraba fuerza en su mente.

—Un momento… cuando ellos nos han pedido que les entregáramos las ampollas, amenazando con retener a mi hermano caso de negarnos, yo he pretendido pactar, quiero decir, negar el hallazgo de las ampollas. Les he contado que hemos descubierto un galeón español con idea de contentarlos con él y que nos dejaran en paz y lo han tomado a cuento.

—O sea, que no sabían lo del doblón, ni lo de la sortija y el medallón…

Como los muchachos negaran, Slater entrecerró los ojos, pensativo. Como para sí, murmuró:

—Ignoraban esto e ignoraban que tuviéramos siete cajas.

—Nosotros no las tenemos, las tiene usted —le recordó Julio.

—Exacto. El oro español podéis llevároslo ahora mismo, pero las ampollas no, ¿entendido? No sabréis dónde están. Mi inútil vida no tenía objeto y ahora la tiene. Sea como sea, impediré que las ampollas vayan a poder de Kitchen. Es un miserable que no se detiene ante nada, ni siquiera ante el crimen. En realidad lo suyo es el comercio de drogas, un comerciante muy floreciente que abarca todas estas costas, con una banda bien organizada y mucha gente situada en puestos importantes trabajando para él.

—Pero… ese policía… Trabaja para los servicios secretos… —insistió Héctor.

—Allá tú si te lo crees: yo no. Es un policía vendido a Kitchen.

Se hizo un silencio tenso. Observando a aquel hombre, Julio hubiera jurado que era honrado. Slater no cesaba de repetir como perdido en sus pensamientos:

—Ni lo de las siete cajas ni lo del galeón… Kitchen no estaría dispuesto a perder una sola moneda o joya antigua… Luego no saben más que de lo hallado por la mañana…

—No lo hemos contado a nadie —insistía Héctor.

Julio adelantó su cabeza hacia el viejo, por encima de la mesa:

—En efecto, no lo hemos contado, pero yo le he escrito a mi padre a Nueva York, detallándole lo que nos ha sucedido esta mañana. ¿Cree que han podido interceptar mi carta? Yo mismo la he puesto en el correo, certificada y con sello de avión…

—No es fácil… desde luego, no lo es. Casi diría que es imposible, aunque, claro, le falta el casi… —repuso Slater—. Bien, muchachos, será mejor que os dirijáis a la primera parada de taxis, pongáis las bicis sobre él y regreséis al hotel. No os pido que confiéis en mí, pero sí que desconfiéis de Kitchen y de todos sus cómplices…

—El caso es… que las chicas quieren irse —explicó Héctor.

—Pero no podemos hacerlo hasta que mi padre regrese o nos envíe dinero. No tenemos tanto como para los billetes de avión, pagar el hotel y pagarle a Miss Spencer y… a usted —terminó Julio.

—Por mí no importa. Ahora os digo que corréis un gran peligro. Ellos no se detendrán ante nada. En fin, es una pena que no podamos terminar el trabajo todos juntos. Sin embargo, os digan lo que os digan, tened fe en el viejo Slater. Un momento, llevaos los tres objetos que guardo en el sótano. En cuanto a las ampollas, no os diré dónde las tengo. Únicamente si el señor Medina trae un químico competente que las destruya sin peligro, las entregaré. Por lo demás, mientras aliente, todo será inútil.

—Slater, yo… quiero creer en usted y el corazón me dice que puedo confiar. Sin embargo, todo esto nos ha desorientado —murmuró Julio.

—Lo comprendo… no es para menos —repuso el viejo con sonrisa triste—. Vamos al sótano.

—No, no… —dijo Héctor, avergonzado—. Hasta mañana.

—Yo saldré al mar a la hora convenida. Si os decidís… Mi opinión es que tenéis un margen de tiempo. Ellos esperan las veinte cajas y aunque pueden contratar un equipo de buceadores, tendrían que dar parte del botín, quiero decir, de lo que la potencia que sea les pague por el invento del químico. Y con vosotros están más seguros. Os tienen atrapados. Ahora mismo saben que estáis aquí. Y confían en caer sobre todo el hallazgo. Están tan seguros que se inquietan menos de lo que suponéis.

El viejo salió al camino con Tristán a su lado, luego de echar la llave a la puerta y guardársela en el bolsillo.

—¿No tiene miedo de vivir en esta casa aislada? —preguntó Héctor.

—Sólo será lo que Dios quiera. Tengo a Tristán, que me avisa siempre que llega alguien y yo sé defenderme.

Les acompañó un rato, hasta llegar a lugar habitado, y regresó a su casa entre las sombras.

Los muchachos tenían la impresión de haber producido un pesar al viejo con su desconfianza y tampoco se sentían muy felices en aquel momento, aparte su desorientación. Ya no sabían qué creer y en quién podían confiar. De algo se hallaban bien ciertos: estaban amenazados. ¿Por qué? ¿Por quién? ¿Sería Kitchen tan peligroso como Slater suponía?

Cerca ya del hotel, al que llegaron sin tropiezos, Héctor confió a su compañero sus temores:

—¿Qué te parece si enviamos a las chicas y a tu hermano con Miss Spencer fuera de aquí?

—También se me había ocurrido. Por gusto, huiría a toda velocidad, pero, si realmente ese líquido es tan importante y tan mortífero como parece, toda mi vida me despreciaría por… por…

—Sí, te comprendo —afirmó Héctor.

—De todas formas, esta noche trataré de comunicar con papá. Lo más disimuladamente posible le diré que aquí han surgido complicaciones y que espero su consejo.

Encontraron a sus compañeros y a Miss Spencer aguardándoles en uno de los saloncitos del hotel y la mujer no podía ocultar su disgusto. Aparte de que habían llegado retrasados para la cena, su autoridad era nula con la pandilla y así lo manifestó:

—Honradamente, muchachos, tengo la impresión de estar aprovechándome de un dinero que no gano. En realidad, no ejerzo ninguna vigilancia sobre vosotros. La verdad, me habéis resultado muy rebeldes.

Héctor aceptó el reproche y procuró componer un rostro amistoso.

—Por lo que respecta a nosotros no le falta razón, Miss Spencer. Cierto que el señor Medina la contrató pensando no precisamente en nosotros, sino en las chicas y Oscar. ¿Será tan amable de velar por ellos en todo momento?

—Suponiendo que pueda echarles la vista encima… No deseo otra cosa. Me habéis hecho pasar un día horrible. No quiero pensar en cómo me sentiría si os sucediese algo…

La gobernanta parecía de pronto mucho más comprensiva y Héctor empezó a pensar si no debían confiarse a ella. Después de todo, era una garantía para Verónica, Sara y Oscar.

Pero Julio debió leer sus pensamientos y con la mirada negó. No tenía nada en contra de la Spencer, pero hasta no aclarar sus ideas no debían confiar…

Antes de pasar al comedor solicitó una conferencia con el «Waldorf Astoria», de Nueva York, y quedaron en avisarle en cuanto hubiera línea.

Como no habían podido hablar a solas con Raúl, Oscar y las chicas, se les veía a éstos bastante curiosos por el resultado de sus gestiones desde el momento de separarse.

No habían hecho más que sentarse a la mesa, cuando llamaron a Julio al teléfono.

No tuvo suerte. Su padre no se hallaba en el hotel y supuso que localizarlo iba a ser difícil. Claro que al día siguiente recibiría su carta y él tomaría alguna determinación. Pero ¿y si ésta no llegaba a su destino?

Cuando regresaba a la mesa, tropezó en la puerta con Jonás.

—Cuidado —susurró éste—. La rebeldía se paga cara y vosotros, a pesar de nuestras recomendaciones, no sólo habéis ido a ver a la policía, sino también a Slater.

—A Slater tenemos que seguir viéndolo de todas formas, si hemos de hacer lo que ustedes quieren.

—Desde luego, pero sin confiar en él y pasándonos a nosotros toda la información. Se mire por donde se mire, no tenéis escapatoria.

Siguió adelante con su bandeja, y Sara, que había podido observar la breve conversación desde el ángulo de la mesa que ocupaba, empezó a morderse los labios.

Nada más volver a la cabaña dijeron que estaban cansados y se retiraron a sus respectivas habitaciones, mientras que Miss Spencer se quedaba en la salita, viendo la televisión.

Muy pronto las luces de los dormitorios se apagaron una tras otra, lo que podía parecer bastante raro, tratándose de «Los Jaguares», que en esta ocasión tenían bastantes cosas por tratar. Pero no se debe olvidar que todas las puertas daban a la salita.

La noche era cálida y las ventanas permanecían abiertas.

Por la del cuarto ocupado por Héctor y Julio saltaron dos sombras. Raúl susurró:

—Aquí estamos…

—Jo… nos morimos de curiosidad y de… miedo —confesó Oscar.

—Hablad bajo. Os esperábamos —susurró el jefe de «Los Jaguares».

—¿Qué habéis hecho? —quiso saber Raúl.

—Aguardemos a las chicas. No tardarán en caer por aquí y nos evitaremos las repeticiones…

En aquel mismo instante, temblando, torpemente, otras dos sombras trepaban sobre el alféizar. La luna sacó destellos de oro al cabello de Verónica y brillo plateado a los cristales de las gafas de Sara.

—¡Ssss… sss…!

Julio les tapó las bocas con las manos. Luego, por señas, indicó a todos que le siguieran de puntillas hasta el pequeño cuarto de baño que tenía el dormitorio, al igual que los otros. Abrió la ducha y mientras todos trataban de ponerse a resguardo del agua, Julio susurró:

—Sabemos que estamos vigilados, las ventanas son bajas y… hablaremos aquí. Nadie escuchará nuestras palabras. Debemos darnos prisa y evitar los comentarios inútiles. Va por ti, mico.

—Jo… Jul… uno, que es tan discreto…

Una mano cayó sobre la boca del chico. Héctor y el mayor de los hermanos hicieron el relato de lo sucedido desde que se separaron en el camino del hotel.

—Resumiendo —concluyó Héctor—. La situación es grave y debemos tomar una determinación conjunta.

—Creí que nos marcharíamos inmediatamente —susurró Verónica, secándose el agua de la cara con el brazo.

—Hemos pensado en eso, pero Julio y yo, tras meditarlo, no lo creemos oportuno para… nosotros.

—¿Proponéis que nos dividamos? ¿Marchar unos y quedarse otros? —saltó Sara. En la oscuridad, su voz sonaba belicosa, aunque les constaba a los otros que había estado llorando y que lo que secaba de la cara no era precisamente agua, pues se resguardaba con las cortinas del baño.

—Podéis ir a otro lugar de las Bahamas con la señorita Spencer —propuso Julio—. Es una de las cosas que quería decirle a papá, pero no estaba.

—¡Qué chorrada! Eso de las divisiones no va conmigo. Vámonos todos —sentenció Oscar.

—Tú te callas, mico.

—¿Tengo voz y voto o no tengo voz y voto? —preguntó.

—Lo tienes —le tranquilizó Verónica que le sabía aterrado. Por lo menos, tanto como ella.

—Vayamos por orden. ¿Comunicamos a Miss Spencer lo que está sucediendo? Votación —pidió Héctor.

Se produjeron tres «sí» rápidos: los de Raúl, Verónica y Oscar.

—No —barbotó Sara—. Esa histérica que está a punto de caer en una crisis nerviosa en cuanto ve a un perro de lejos no nos evitaría ningún peligro y aumentaría nuestras dificultades.

—Iba a dar mi voto afirmativo, pero Sara me ha convencido —decidió Julio.

—No estoy de acuerdo ni con unos ni con otros —Héctor cerró un momento la ducha. Se oía una música procedente del televisor. La abrió de nuevo—. Esperemos a ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Otra votación: ¿Se confía o no se confía en Slater?

—Sí se confía —dijo Oscar el primero—. Un hombre tan bueno… Tristán lo sabe, de lo contrario no le querría tanto.

—Pero Tristán quiere al que le da de comer —empezó a porfiar Verónica—. Propongo fingir que confiamos en él, pero observarle sin que lo parezca.

—¡Vaya! Eres más astuta de lo que suponía —dijo Héctor, que votó con Verónica y también Raúl, como era de esperar.

—Me abstengo —siguió Julio.

Empujaron a Sara para que se decidiese. Estaba confusa a cuenta de todo aquello de los servicios secretos. Y entonces los rostros de Kitchen y Jonás se presentaron en su mente y un escalofrío le recorrió la espalda:

—Estoy a favor de Slater —dijo decidido Oscar.

—¿Queda entendido? —resumió Héctor—. Retrasamos el momento de sincerarnos con Miss Spencer y continuaremos nuestro trato normal con Slater… en apariencia. Bien, hemos dejado fuera de debate las cuestiones más importantes y hay que plantearlas. ¿Quién quiere marcharse?

—Yo —zanjó Oscar. Si le llamaban niño pequeño que se lo llamasen, no era cosa de hacerse el mayor a cambio de comprometer el pellejo.

—Bien, mico; tienes las ideas claras, no se puede negar —dijo su hermano.

—Bien mirado, esta cuestión de la guerra química o bacteriológica es algo demasiado fuerte para nosotros. Estoy con Oscar —decidió Verónica.

Nuevo empujón a Sara, que trató de afirmar su voz:

—Yo… me hubiera gustado mucho actuar de acuerdo con mis principios morales, pero creo que… sí, me adhiero a lo propuesto por los dos votantes.

—Has quedado muy bien —susurró Julio por un lado de la boca—. ¿Raúl…?

La primera intención del grandón muchacho había sido la de apoyar a la parte más débil de «Los Jaguares», pero de un modo vago intuía que su respuesta tenía bastante importancia y se salió por la tangente.

—¿Y vosotros dos?

—Me quedo —dijo Héctor.

—Ídem de ídem —Julio.

—Entonces me… quedo también.

Sara saltó como si le hubiera mordido una víbora. Olvidó la precaución de sostener la cortina del baño y en un instante se quedó hecha una sopa.

—¡No estoy de acuerdo! ¿Qué es eso de que unos se queden y otros se marchen? ¿Y nuestro «uno para todos y todos para uno?». Por gusto me iría ahora mismo; el sentido común me está pidiendo a gritos que actúe con sentido común, pero resulta que las divisiones me gustan tan poco como a Oscar.

—Tu sentido común es estupendo —le dijo Héctor—, sigue sus consejos.

—No, si vosotros os quedáis.

Los tres mayores estaban un tanto apabullados.

—No tenemos derecho a haceros correr este peligro —dijo Héctor—, pero tampoco lo tenemos a abandonar un arma tan peligrosa en poder de los primeros malvados que se apoderen de ella.

—Esos «micobrios» acabarán por destruirnos a todos…

Nadie corrigió al pequeño. Todos habían callado, enfrentándose desesperadamente a la realidad a través de su conciencia. Estaban viviendo el instante más grave de sus jóvenes vidas y lo sabían.

Transcurrían minutos eternos.

—Me gustaría que las chicas y Oscar se fueran, pero nosotros debemos quedarnos —articuló Raúl con serena gravedad.

Otra pausa. Verónica nunca supo de dónde sacó el valor para puntualizar:

—Sigamos todos juntos… por lo menos hasta tener noticias del señor Medina.

—Eso ha de ser mañana mismo, de una forma u otra —replicó Julio—. Nosotros estaremos en el embarcadero por la mañana.