V. UNA MISTERIOSA CAVIDAD BAJO EL CORAL

Entre las transparentes aguas azules, Slater pudo ver dos figuras oscuras, inmóviles, contemplando con indudable alivio el largo cuerpo del murénido que yacía a sus pies. Y el alivio se le contagió también al viejo. ¡De modo que habían sabido dar cuenta de su enemigo…!

Y se dijo que eran unos muchachos fuera de serie. Raúl conservaba un cuchillo en la mano.

El animal, por cuya cabeza salía todavía sangre verde, mediría cerca de los dos metros de longitud y tenía la piel gruesa y dura. Parecía gris azulado, pero Slater sabía que en realidad era verde y que el moco amarillo que le recubre inducía a error.

Si esperaban parabienes gesticulantes por parte del viejo, los muchachos se equivocaron. Por señas, les indicó la conveniencia de seguir el trabajo. Y lo hicieron hasta agotar las posibilidades, pero no tuvieron suerte y regresaron a la superficie, dando por terminada la búsqueda de la mañana.

—¿Qué pasó con la morena o lo que fuera? —preguntó Sara con voz nerviosa en cuanto vio la primera cabeza sobresalir del agua.

—Nos sorprendió —explicó Héctor—. Del primer coletazo me tiró: con el segundo se me enroscó al cuerpo como una serpiente, inmovilizándome el brazo derecho. En fin, que durante unos instantes me sentí francamente pesimista. Pero entonces vi que nuestro forzudo se disponía al ataque, cuchillo en mano y, aunque no confiaba mucho en su puntería, el caso es que a la primera acertó con el blanco… —Héctor sonreía, echando a broma el incidente, como era su costumbre en los momentos difíciles, logrando así acabar con la tensión.

—Slater —dijo Julio—. ¿No resulta rara esa oquedad en el coral?

—¡Hum…! No es corriente, pero tampoco es la primera vez que esto ocurre a lo largo de los arrecifes. A veces los animales trabajan sobre restos, instalan su colonia y puede haber alguna parte no tan sólida como a primera vista pueda parecer. Lo cierto es que las morenas aprovechan esos huecos para permanecer ocultas y atacar de improviso a sus futuras víctimas.

Con los nervios a flor de piel, Verónica protestó:

—¿Por qué tenéis que volver a bucear en este lugar? ¿Y por qué tenemos que seguir buscando ese horrible líquido mata gentes? Soy de la opinión que debemos abandonar.

—¡Cobardica! —le reprochó Julio.

Slater parecía distraído mientras se libraba del equipo, pero giró en redondo de pronto, encarándose al grupo:

—Abandonar… es muy cómodo de decir. ¿Queréis que esa cosa macabra sea encontrada por personas sin escrúpulos? Si no lo hacéis vosotros lo haré yo solito. Y, desde luego, con menos probabilidad que con vuestra cooperación. Por otra parte, éste es un lugar pequeño donde todo se sabe y cuando alguien observe que vengo a sumergirme de continuo en este lugar, sospecharán que pasa algo extraño. En cambio, un grupo de jovenzuelos como vosotros puede pasar totalmente inadvertido sin levantar sospechas. En fin, debéis decidir vosotros.

Se produjo un silencio tenso. Pasados unos segundos, Héctor lo rompió:

—Compañeros, la cuestión es grave y no debe decidir uno solo: la decisión ha de ser conjunta, como siempre y a mano alzada. ¿Quién está a favor de buscar las ampollas?

Su mano se levantó con la última palabra: Raúl y Julio hicieron lo propio. Las chicas, con los labios prietos y las miradas rencorosas, se mantuvieron inmóviles. Oscar, de pronto, había decidido calzarse y se ponía una sandalia con toda parsimonia.

—Bien, ha habido empate —resumió Héctor—. Después de esto, la solución no es más que una: que ellas dos y Oscar se queden en la playa o donde prefieran y nosotros prosigamos los trabajos.

Tras los cristales de sus gafas, los ojos de Sara parecían despedir llamaradas:

—¿Qué os habéis creído? ¿Somos o no somos un grupo unido? ¡Lo que sea de unos que sea de los otros! ¡Se acabó! Nosotras vendremos también y ayudaremos en todo lo que sea posible…

—¡Eso! —gritó Verónica, golpeando las tablas del piso de la barca con su pie descalzo.

La sandalia parecía presentar dificultades.

—Gracias, chicas —dijo Héctor—. En cuanto a Oscar, creo que todos preferimos que no sea de la partida. Para que no se aburra, puede jugar con Melisa.

Si el mayor de «Los Jaguares» había pretendido zafarse del pequeño, como así era, cometió un error mayúsculo. El menor de los Medina, rojo de indignación, se irguió cuan alto era y algo más, alzando los talones.

—¡Eso es muy bajo! ¡Siempre me estás «mospreciando»!

—Mico, se dice menospreciando… —opuso su hermano.

—¡No me corrijas, porque todo el mundo me entiende! —protestó el chico, con harta razón—. Iré donde vayáis vosotros. Y os advierto que Tristán me está dando la razón. Miradlo y lo comprobaréis.

Podía parecer una de sus jactancias, pero no era muy seguro. El perro aulló, moviendo la cabeza.

Slater, que no había vuelto a mediar en la discusión, había hecho girar a la «María» y regresaba al embarcadero. Antes de saltar a tierra, advirtió:

—Muchachos, el éxito de nuestra empresa radica en la discreción. No habléis de esto donde puedan oíros. A nadie, ¿entendido?

—Bueno, quizá Miss Spencer sí debiera saberlo… —objetó Verónica.

—Creo que no. En fin, allá vosotros.

Miss Spencer no sabrá nada —aseguró Julio—. Tiene todo el aspecto de esas mujeres que sufren ataques de histeria. Se pondría nerviosa y lo echaría todo a rodar.

—Otra cosa —añadió el viejo barquero antes de separarse de ellos—. El hallazgo es vuestro, pero si no os importa podría guardarlo yo en mi casa. Aparte de su aislamiento, nadie va hasta allí y estará seguro.

«Los Jaguares» aceptaron la propuesta y luego de quedar citados en el embarcadero para las cuatro y media; volvieron a sus bicis y empezaron a pedalear colina arriba.

En el camino encontraron a la señora Sanders, que también regresaba al hotel con su hijita. La niña hizo muecas a Oscar, poniéndose el pulgar en la nariz y abriendo los dedos ostensiblemente:

—Malo… tonto… no has venido a jugar conmigo.

—Calla, Melisa —dijo su madre—. Ya sé que habéis estado practicando el submarinismo. Al salir de mi cabaña he visto a la señora que os acompaña en lo más alto del acantilado seguir todos vuestros movimientos con unos binoculares. Os cuida muy bien.

Las dejaron atrás y echaron pestes contra los buenos oficios de la gobernanta.

—Según como sean sus binoculares —dijo Héctor—, ha podido vernos salir del agua con algo en las manos…

—Bueno, si indaga podemos contarle el cuento de la morena y algo así —zanjó Julio—, no creo que sea para tanto.

—Me han tenido con el alma en un hilo, jovencitos —dijo la Miss nada más echarles la vista encima—. Esto de las inmersiones se ha acabado.

«Los Jaguares» protestaron en todos los tonos, asegurando que sumergirse en aquellas aguas pacíficas y claras era un placer que no querían desaprovechar. Les gustaba más que nada y ya que tenían el permiso del señor Medina…

Viéndose desbordada, la Miss sentenció:

—Ya que tengo tan poca amabilidad a mi alrededor, me sacrificaré. Si han de volver, iré yo también.

A «Los Jaguares» les había decepcionado la afirmación de la señorita. Y cuando entraron en la cabaña para arreglarse, Héctor susurró que había que evitar que les acompañara y Oscar se brindó con petulancia:

—Tristán y yo lo lograremos…

Durante la comida, la Spencer estuvo dedicada a indagar sobre lo que habían hecho y visto durante la mañana. «Los Jaguares», con bastante habilidad, le hablaron de la sangre verde de Raúl, de la preocupación de Slater respecto a ellos y que incluso también se había sumergido: del mero que les seguía, de los sargos que salían de las grietas… y nada de la morena, puesto que ella empezaba a ponerse severa.

—El señor Slater nos espera esta tarde. Nos hemos divertido mucho —dijo Oscar. Y, con su carita inocente, lo que él decía siempre era inocente.

Acabada la comida regresaron a la cabaña. Julio se encerró en el dormitorio para escribir y la Miss se tumbó en una hamaca, a la sombra de un grupo de palmeras.

Luego, poco a poco, los muchachos la dejaron sola. Tenían prisa por saber si Julio había explicado bien a su padre la gravedad de la situación que les planteaba el peligroso hallazgo.

—¿Me tenéis por disminuido mental? —protestó Julio—. Bueno, os leeré la carta y si creéis que debe añadirse algo…

—Espera, cerraré la puerta —Sara lo hizo así y luego todos se agruparon en torno a la mesa junto a la que el mayor de los dos hermanos se hallaba sentado.

La lectura se hizo en voz recatada, pero tranquila. Cierto que la ventana estaba abierta, pero la Miss se hallaba al otro lado de la casa y la explanada aparecía vacía.

Se aprobó la carta, con una única objeción de Héctor:

—Añade una postdata: pídele que telefonee en cuanto haya decidido algo y que lo que diga únicamente tú puedas entenderlo, en el supuesto de que alguna telefonista estuviera a la escucha.

Y se añadió la postdata. Aquella tarde, los seis muchachos y la gobernanta pedalearon hasta la oficina de correos, a tiempo de que la carta saliera aquel mismo día en avión hacia Nueva York. Y la certificó para mayor seguridad.

Seguidamente, se dirigieron al embarcadero. Minutos más tarde llegaba Slater con su inseparable Tristán. Oscar corrió hacia el perro, se abrazó a su cuello, le acarició la cabeza… Cuando lo soltó, el mastín se fue derecho hasta la Spencer, ladrando de modo escalofriante. Espantada, ella emprendió la retirada, seguida muy de cerca por las respetables fauces del animal.

Todos a un tiempo llamaban a Tristán que, en el último instante, desdeñó la presa.

—Me siento incapaz de ir a ninguna parte con ese chucho detrás de mí. Muchachos, id sin mí, pero no volváis tarde.

En los ojos juveniles se reflejaba el regocijo y un cierto airecillo de triunfo. Y poco después, estaban en el mismo lugar de la mañana. Los tres jaguares mayores y Slater se dispusieron a la inmersión.

—Muchachitas —dijo el hombre— os dejo a Tristán. Es un buen guardián, ya lo sabéis. Y estad listas a recibir lo que podamos encontrar. Y con mucho cuidado…

Héctor le contó lo de los binoculares de la Miss.

La burlaremos, si se le ocurre vigilar, aunque posiblemente se cansará pronto de estar de centinela. He preparado unas bolsas de lona y saldremos del agua protegiéndolas con nuestras espaldas. La quilla de la «María» impedirá la visión por el otro lado.

Se llevaron la bomba, linternas y el resto del material, incluidos los cuchillos.

Aquella tarde hubo suerte. Empezaron por atrapar un pergo e introducirlo por la cavidad que había habitado la morena; si tenía compañía, el cebo la haría salir. Con Slater al lado y el brazo firme de Raúl, no le temían.

Ningún monstruo marino acudió al reclamo y siguieron ahondando bajo el coral. Luego Slater pasó al otro lado a ras del hoyo y pronto sacó una mano, haciendo señas de que alguno le siguiera. Y como Julio se consideraba el descubridor de la cavidad, introdujo por él su largo y delgado cuerpo.

La luz de la linterna de Slater alumbraba un espectáculo sorprendente: sobre sus cabezas había una especie de bóveda rematando una cavidad de unos seis metros de largo por tres de ancho. De la arena emergían numerosos objetos: un tenedor, un jarro de cobre… una palangana de porcelana…

Julio pensó que la cueva debía tener varios orificios de comunicación, ya que unos pececillos plateados danzaban cómodamente por allí. Lo mismo que su compañero, empezó a recoger cosas. De la arena emergía algo pesado y tiró con fuerza, encontrándose con un trozo de ancla entre las manos. A través de la mascarilla miraba con sorpresa a Slater. ¡No cabía duda! ¡Aquéllos eran los restos del «Tauro»!

Con parte del hallazgo entre las manos, fue a reunirse con los de fuera. Los otros dos parecían atónitos y contentos. Luego Héctor le siguió a la oquedad, mientras Raúl se quedaba de guardia. Colgados del cuello llevaban los sacos de lona.

Los tres empezaron a escarbar con las manos. Héctor echó a su saco un trozo de metal, una cuchara… Slater, de pronto, les mostró algo: ¡una caja mejor conservada que la que Julio encontrara por la mañana, conteniendo las ampollas que ya conocían!

Se había dedicado a escarbar junto al coral, en la parte correspondiente al hoyo que por la mañana practicaron por el otro lado.

Héctor, por su parte, recogió varios trozos de cuaderna, algunos mejor conservados que otros. Al rato, Slater ordenó la subida, señalando hacia arriba.

Para los tres de la barca el tiempo había sido eterno. ¿Qué sucedía allá abajo? Sara se mordía las uñas sin compasión y Verónica, que no podía con su inquietud, acabó por arrojarse al agua con gafas de bucear y nadar en torno a la embarcación, zambulléndose de vez en cuando durante unos instantes para indagar lo que pasaba.

—¡Ya vuelven! —gritó de pronto en dirección a Sara.

Oscar y Tristán se lanzaron hacia la borda. A pesar de su nerviosismo, todos hicieron lo que se les había recomendado y tendieron las manos a los submarinistas para ayudarles a subir (pero no hacia los sacos), hasta el momento en que ellos ponían su pie en la «María», con todo género de precauciones, para resguardar su peligrosa carga. Por otra parte, las cajas conservaban los cartones, aunque convertidos en pasta, pero siempre era una salvaguarda para el cristal.

—¡Lo han encontrado! —exclamó Oscar, abrazado a Tristán lleno de alegría por el éxito.