Capítulo tercero

—¿Os habéis confundido, o es que he oído mal? —preguntó Regino a Marullo girando su carnosa cabeza de un modo tan aparatoso que el peluquero estuvo a punto de cortarle a pesar de su pericia.

—Ni lo uno ni lo otro —replicó Marullo—. La acusación contra la vestal Cornelia es cosa hecha. El correo de Pola trajo ayer la noticia. DDD parece muy interesado. Si no, no habría dado la orden antes de su partida, sino que habría esperado a su regreso. —Regino farfulló algo, sus pesados y soñolientos ojos bajo la abultada frente parecían más pensativos que nunca, y antes de que el peluquero hubiera terminado su trabajo le hizo un gesto impaciente para que se alejase.

Pero después, a solas con el amigo, fue incapaz de hablar. Se conformó con mover lentamente la cabeza y encogerse de hombros. No necesitaba decir nada, Marullo le entendía perfectamente aun sin palabras; también a él el acontecimiento lo dejaba anonadado. ¿No tuvo bastante DDD con el revuelo que se armó cuando, de las seis vestales, decidió procesar a esas dos, las hermanas Oculatae? ¿No tenía bastante con el desencanto que se respiraba tras la campaña sármata, no precisamente brillante? Por Hércules, ¿qué se creía que iba a conseguir rescatando esas anticuadas y brutales leyes y acusando de impudicia a la vestal Cornelia?

Chascando los doloridos dientes, Junio Marullo miró con sus agudos ojos azul grisáceo al amigo que resoplaba disgustado. Adivinaba sus pensamientos hasta en sus más nimios detalles.

—Sí —replicó—, el desencanto es patente, en eso tenéis razón. Al hombre de la calle le parece que el desenlace de la campaña sármata ha sido poco brillante, a pesar de haber sido un éxito en toda regla. Pero tal vez sea precisamente por eso. Nuestros queridos senadores falsearán el resultado de la guerra y lo convertirán en una derrota. La vestal Cornelia está emparentada con la mitad de la nobleza. Es posible que Varriguita crea poder amedrentar a la aristocracia si ven que se atreve a acusar a la propia Cornelia.

—¡Pobre Cornelia! —exclamó Regino por toda respuesta. Ambos veían ahora ante sí el delicado aunque fresco y alegre rostro de la muchacha, que contaba veintiocho años; bajo el cabello oscuro, casi negro, la recordaban sonriente en su palco de honor del circo o desfilando a la cabeza de las otras cinco vestales hacia el Templo de Júpiter, alta, esbelta, intocable, afable y segura de sí, sacerdotisa, doncella, gran dama.

—Hay que admitir —opinó finalmente Marullo— que desde el levantamiento de Saturnino se siente con derecho a aplicar contra sus enemigos cualquier medio que se le antoje eficaz.

—En primer lugar, éste no es eficaz —le replicó Regino—, y en segundo, no creo que este proceso esté dirigido contra el Senado. DDD sabe tan bien como nosotros que podría adoptar medidas menos peligrosas. No, querido, sus razones son más simples y más profundas. Sencillamente, está descontento del resultado de la campaña y quiere justificar su cometido por otras vías. Ya me parece escucharlo llenándose de grandes palabras: «El siglo de Domiciano brillará inconmensurable gracias a estos ejemplos de virtud y piedad». Me temo —concluyó suspirando— que a veces hasta él se cree lo que dice.

Guardaron silencio durante unos minutos. Después Regino preguntó:

—¿Se sabe ya a quién han elegido como cómplice de la infeliz Cornelia?

—No oficialmente —replicó Marullo— aunque Norban sí lo sabe. Sospecho que Crispín tiene algo que ver con esto.

—¿Nuestro Crispín? —exclamó incrédulo Regino.

—No es más que una sospecha —replicó al punto Marullo—. Norban no le ha dicho nada a nadie, como es natural; lo he deducido de ciertas miradas, de determinados gestos.

—Vuestras sospechas —admitió Regino sondeando pensativo la boca con la lengua— suelen tener la cualidad de ser acertadas. Sería una pena que Norban fuese capaz de entregar a sus sabuesos a esa encantadora criatura, a Cornelia, sólo por los celos que le inspira el egipcio.

En parte por no querer entregarse a ninguna clase de sentimentalismo, en parte por costumbre, Marullo se hizo el frívolo.

—Una pena —dijo— que no hayamos caído en la cuenta de que Cornelia no sólo es vestal, sino también una mujer. Pero, ¡por Hércules!, al verla subir al Capitolio con ese vestido pesado, blanco, pasado de moda, hasta un materialista confeso como yo se preguntaba qué habría bajo ese vestido. Y eso que a mí lo que me atrae son las cosas sagradas y prohibidas. Una vez, en una época muy movida de mi vida, estuve liado con la pitonisa de Delfos. No era particularmente bella y estaba ya un poco ajada, el placer que me daba no guardaba proporción con el peligro que corríamos; lo que realmente me atraía era su carácter sagrado. No debimos dejar escapar a una muchacha como Cornelia, no debimos dejarla en manos de Crispín.

Aunque por lo general no era pacato, Claudio Regino no se dejó tentar por ese tono. Mientras se inclinaba quejumbroso para atarse las cintas de las sandalias que habían vuelto a soltársele, dijo:

—DDD nos está poniendo difícil seguir teniéndole simpatía.

—Tened paciencia con él —quiso persuadirlo Marullo—. Tiene muchos enemigos. Ha cumplido ya cuarenta y dos —meditó buscando con sus inquisitivos ojos los soñolientos del amigo—. Aunque me temo que es casi seguro que le sobreviviremos.

Regino se asustó. Lo que acababa de decir Marullo era tan acertado, y tan osado, que no debería habérselo dicho ni a un amigo tan íntimo. Pero, ya que Marullo había ido tan lejos, Regino no quiso refrenarse.

—Un poder como ése —dijo tratando de dominar la clara y poderosa voz— es como una enfermedad; una enfermedad que no tarda en devorar incluso la vida de un hombre fuerte.

—Sí —dijo Marullo casi susurrando—, el espíritu de un hombre necesita unos cimientos endiabladamente firmes para soportar tal cúmulo de poder. DDD ha aguantado ya bastante. Desde el golpe de Saturnino está —buscó la palabra— muy raro.

—Y eso —le replicó Regino— que precisamente en ese asunto tuvo una suerte inconcebible.

—César y su suerte —dijo sentencioso Marullo—. Pero tanta suerte no la aguanta nadie.

—César —comentó Regino pensativo— vivió hasta los cincuenta y seis antes de que lo abandonase su suerte.

—Lo siento por él —dijo Marullo un tanto enigmático. Regino le replicó:

—Yo lo siento por Cornelia.

—¡No se atreverá! —estalló de pronto el senador Helvid. Estaban comentando el envío de nuevas tropas al noroeste que por fuerza seguirían al tratado de paz, y lo que el iracundo Helvid soltaba tan súbitamente no tenía nada que ver con esa cuestión. A pesar de ello, todos sabían a qué se refería, porque, aunque se hablase de otros asuntos nadie dejaba de darle vueltas a la ofensa que pensaba infligir el emperador a la vestal Cornelia y, con ella, a toda la nobleza.

Domiciano había ofendido muchas veces a los cuatro hombres y las dos mujeres reunidos en la casa de Helvid. Allí estaban Gratila, la hermana, y Fannia, la esposa de Cepio, al que aquél había mandado ajusticiar. Y todos eran amigos y confidentes del príncipe Sabino y de Aelio, y de los nueve senadores que murieron con Cepio por su participación en el fracasado golpe de Saturnino. Pero asesinar a esos hombres, o proceder si llegase a hacerlo contra los allí presentes, tales actos de violencia tenían un sentido y una finalidad. La persecución de Cornelia, sin embargo, no era más que un capricho soez e insensato. ¡Que ese macho cabrío licencioso de Domiciano toque a Cornelia, a nuestra dulce y pura Cornelia! Allá donde fuese despertaba la sensación de que el mundo no estaba perdido si quedaba ella. ¡Y precisamente a ella ha de atacarla ese monstruo!

Sin que tuvieran que comentarlo largamente era lo ejemplar del procedimiento lo que indignaba a los cuatro hombres y dos mujeres reunidos en la casa de Helvid. Si Domiciano, que personificaba el vicio, llegaba a acusar falsamente por impudicia y a ejecutar a la noble Cornelia, ello representaría la sima de la perversión en que se hundía Roma. No había nada en el mundo capaz de detenerlo. Bajo su gobierno la aristocracia se sumía en la vulgaridad.

—No se atreverá —todos se consolaban con esas palabras desde el día en que el rumor llegó a sus oídos. Pero ya se habían sosegado muchas otras veces con palabras similares. Cada vez que oían hablar de algún nuevo y desvergonzado propósito del emperador, se decían: no osará, el Senado y el pueblo no tolerarán semejante atrevimiento. Pero, sobre todo desde el frustrado alzamiento de Saturnino, no se detenía ante nada, y el Senado y el pueblo de Roma lo habían tolerado todo. Los turbaba el recuerdo de todas esas derrotas, y trataban de apartarlas de su mente. «No se atreverá». Ponían su esperanza en esas palabras que con tanta vehemencia y seguridad profería ahora el senador Helvid.

Pero entonces abrió la boca el más joven de los congregados, el senador Publio Cornelio.

—Se atreverá —dijo— y nosotros callaremos. Lo aceptaremos sin rechistar. Y haremos bien, pues es lo único que podemos hacer en estos tiempos.

Fannia le replicó, sin embargo:

—Yo no quiero callar, no debemos callar.

Allí estaba con su rostro color tierra, valiente y siniestro, surcado de arrugas, mirando colérica a Publio Cornelio, ya que él estaba directamente emparentado con la vestal amenazada y su sino debería importarle más que a ningún otro. Y casi le hizo lamentar lo que acababa de decir. Ante personas más próximas a su talante habría podido expresarse así, pero no en presencia de la vieja Fannia. Era hija de Peto, cuyos ideales republicanos le valieron la muerte en tiempos de Nerón, y viuda de Cepio, condenado por Domiciano tras el frustrado golpe de Saturnino. Cada vez que hablaba Fannia lo asaltaba la duda de si no se equivocaría al considerar virtuoso ese silencio que la razón justificaba por tantos motivos, y si no lo sería más la proclividad al martirio patente en ella.

Lentamente volvió la cara, ajada y triste a pesar de su juventud, hacia unos y otros. Únicamente el comedido Decián le envió una tímida mirada de aprobación. Cornelio trató, sin muchas esperanzas, de probar lo perjudicial de cualquier gesto precisamente en ese asunto de la vestal Cornelia. El pueblo amaba y respetaba a Cornelia. Un juicio contra ella, o incluso su ejecución, no supondría para el pueblo, como posiblemente deseaba Domiciano, un tributo a los dioses, sino sencillamente algo inhumano, un sacrilegio. Pero si ellos, los de la facción senatorial, se oponían, convertirían ese asunto, que se presentaba como puramente humano, en un problema político.

Decián asintió.

—Me temo —dijo— que nuestro Cornelio tiene razón. No podemos hacer otra cosa que callar.

Pero no pronunció esas palabras con la objetividad y la moderación que lo caracterizaban, sino con tal deje de dolor y desesperanza que los demás alzaron la vista consternados.

Ocurría que Decián había recibido un mensaje de Cornelia. Una liberta de Cornelia, una tal Melita, se lo había hecho llegar. Trastornada, la muchacha le había referido que durante la fiesta de Bona Dea había ocurrido algo terrible en la casa de Volusia, la esposa del cónsul. Decián no había podido deducir del confuso relato de Melita en qué consistía ese hecho; lo cierto era que Melita estaba implicada y que la vida de Cornelia corría un grave peligro. El calmo y ya no tan joven senador Decián amaba a la vestal Cornelia y había creído percibir que también su sonrisa florecía y que se volvía más afable cuando ella lo miraba. Se trataba de un amor sereno, callado y prácticamente inviable. Resultaba muy difícil, casi imposible, acercarse a Cornelia, y cuando abandonase la casa de Vesta él sería ya un anciano. Lo había conmovido profundamente que solicitase su ayuda. En nombre de su ama y amiga, Melita le había rogado que la sacase de Roma, que la ocultase. Él hizo todo lo que estuvo en su mano por ayudarla: la envió por medio de gentes de confianza a su propiedad de Sicilia, donde la esclava vivía ahora, escondida; y probablemente con ella había desaparecido el principal testigo en el que podrían haberse apoyado los enemigos de Cornelia. Pero si Domiciano estaba decidido a acabar con ella de poco valía contar con un testigo más o menos; la justicia nada tendría que decir, sino únicamente el odio y la arbitrariedad. Al escuchar a Cornelio lo asaltó con una fuerza irresistible ese sentimiento de impotencia, y su pesar se reflejó en sus palabras.

Pero Fannia no reparó ni en el pesar de Decián ni en la sensatez de Publio Cornelio. Con la cara ocre, endurecida por el rigor y los pesares, permanecía allí sentada.

—No podemos callar —dijo obstinada, y su voz les llegó rotunda de aquel rostro antiquísimo—, sería un crimen y una vergüenza.

Eso está muy bien sobre el papel, pensó Publio Cornelio satisfecho, y prolongará sin duda la tradición heroica de la familia. Pero en mi obra no dará más que para un personaje incidental; no hará historia.

Sin embargo, a pesar de su espíritu crítico, no pudo evitar admirar a la mujer que destacaba, valiente e insensata, entre sus coetáneos, y lamentar su propia cordura.

Gratila, hermana del fallecido Cepio, una dama de cierta edad, sosegada, distinguida, algo regordeta, asintió a las palabras de su cuñada.

—Sensatez —dijo burlona—, precaución, política. Todo eso está muy bien. ¿Pero cómo puede alguien con corazón tolerar a la larga las monstruosidades de Domiciano sin responderle? Soy una mujer sencilla, no entiendo nada de política y desconozco la ambición. Pero se me revuelven las entrañas cuando pienso qué dirán de nosotros las futuras generaciones, nuestros hijos y nietos, si dejamos que prevalezca este régimen de la mentira y la violencia sin rechistar.

—¿Cuándo terminaréis vuestra biografía de Peto, querido Prisco? —habló de nuevo Fannia—. ¿Cuándo aparecerá? Es para mí una profunda satisfacción ver que hay alguien que no calla; que al menos hay alguien que habla y no oculta su amargura.

Al ser apelado de ese modo, Prisco alzó los ojos y volvió la cabeza totalmente calva de uno a otro, comprobando que todos lo miraban pendientes de su respuesta. Prisco pasaba por ser el jurista más excelso del Reino, era famoso por sopesar cuidadosamente los pros y los contras. Por ello, no desconocía los méritos de Domiciano en el gobierno del Imperio, pero tampoco la arbitrariedad y la irresponsabilidad de su régimen personal, las numerosas violaciones del derecho que había perpetrado, a los que sólo podía referirse en el círculo de sus amigos más íntimos, viéndose obligado a callarlos ante los demás si no quería verse involucrado en un caso de lesa majestad. Pero ante su conciencia había dado con una solución. Callaba, pero no del todo. Ponía de manifiesto su amargura en una obra histórica: la biografía del gran Peto Trasea, padre de Fannia. Lo atraía enormemente reproducir con la mayor objetividad, despojada de todo rasgo legendario, la vida de ese republicano a quien Nerón mandó ajusticiar por su talante liberal y a quien la leyenda había encumbrado, y poner de relieve cómo Peto Trasea, aun despojado de toda mitología, había sido un gran hombre digno de la admiración que se le profesaba. Fannia le proporcionaba mucho material para su obra, un cúmulo ingente de detalles precisos desconocidos hasta la fecha.

Esa biografía casi conclusa estaba destinada únicamente al propio autor y a sus amigos más cercanos, y ante todo a Fannia. Publicar semejante obra bajo el régimen de Domiciano suponía jugarse posición y fortuna, e incluso la vida, y jamás se le habría ocurrido hacerlo. Si ahora Fannia anunciaba que él, Prisco, no callaría, que no pondría coto a su amargura, se trataba sin duda, por decirlo suavemente, de una exageración y de un malentendido. En cierto modo era eso lo que pretendía. Poner coto a su amargura, guardar el libro en un arcón era precisamente lo que pensaba hacer, y su único objetivo al escribirlo había sido aliviar su corazón. No esperaba poder publicarlo. Hacerlo no habría supuesto más que un gesto testimonial, y Publio Cornelio tenía razón al afirmar que semejantes gestos no servían para nada, que no cambiarían las cosas, que la literatura nada podía contra el poder.

Esto era lo que pensaba Prisco. Pero entonces vio cómo todos lo miraban expectantes, vio el rostro estricto y tenso de Fannia: supo que todos lo considerarían un cobarde si se arredraba y no tuvo valor para pasar por cobarde. Mientras su conciencia le reprochaba: ¿qué estás haciendo, insensato?, su boca dijo aguda y cortante:

—No, no ocultaré mi amargura.

Y antes de concluir la frase ya lamentaba haberla pronunciado.

¿Para qué quiere imitar a Peto?, se preguntó apenado Decián. Publio Cornelio también pensó: otro loco, otro héroe. Y, en tono amargo, proclamó:

—Cosa de hombres es superarse; cosa de hombres es también callar en estos tiempos para poder sobrevivir a ellos.

La cara vieja, ocre, ajada de Fannia era una pura máscara de desdén y rechazo.

—Pobre Cornelia —dijo, y con expresión exigente preguntó a Publio Cornelio—: ¿Tendréis al menos el valor de uniros a nosotros cuando visitemos a vuestro tío Léntulo?

El anciano padre de Cornelia se había retirado tiempo atrás de la vida pública y permanecía en su propiedad sabina; una visita conjunta como aquélla constituiría una manifestación contra el emperador.

—Me temo —opinó Publio Cornelio insensible a la ironía de Fannia— que no seremos bien recibidos. Mi tío tiene muchas penas, y le gustan muy poco las personas.

—¿De modo que no vendréis? —preguntó Fannia.

—Iré —replicó con fría amabilidad Publio Cornelio.

El pobre Prisco tiene que publicar su biografía, se dijo, y yo tengo que unirme a esa estúpida comitiva sólo porque así lo quiere esta esposa de héroe. Todo es en vano. Nuestra es la honra, pero Domiciano tiene el ejército y las masas. ¡Ah, siniestra impotencia!

Aún era invierno cuando Domiciano regresó. Se conformó con presentar el laurel ante Júpiter Capitolino y prescindió de los grandes honores públicos. En el Senado se oyeron acres bromas en torno a ello. Marullo y Regino pensaron que Domiciano no lo tenía fácil. Si celebraba un triunfo se burlaban de cómo falseaba una derrota; si renunciaba al triunfo pensaban que la derrota había sido tan grave que hasta él la reconocía.

Como buen conocedor del alma humana, Domiciano, en lugar de hacer que le rindieran tributo, organizó un gran reparto de regalos cuyos costes debían descontarse de su parte en el botín sármata. Todos los ciudadanos residentes en Roma recibieron algo. Cuando se trataba de asuntos como ése, el emperador era extraordinariamente generoso y no le importaba que semejante liberalidad supusiese un gasto millonario. Por otra parte, el reparto probaría lo ingente del botín sármata.

Se sentó en el trono del salón con columnas de Minucio; su diosa predilecta Minerva sobre su cabeza; a su alrededor sus funcionarios, escribas y oficiales. La muchedumbre se agolpaba ante la puerta; todo el que acudía recibía su tablilla de arcilla, plomo o bronce, y, si el azar favorecía su posición en la lista, de plata u oro. Entre ellas había también bonos para regalos muy cuantiosos. ¡Qué júbilo se desataba en el que lo recibía! ¡Cómo ensalzaba entonces, casi de corazón, al amo y dios Domiciano, dicha de Roma y de todo su pueblo! Y no sólo el afortunado glorificaba al emperador, sino también sus amigos y parientes, sí, todos se sentían felices, pues todos contaban con las mismas probabilidades de recibirlo y, si no era hoy, tal vez la próxima vez les sonriera la fortuna. Así, el reparto de Domiciano se convirtió en un triunfo tan glorioso como habría podido serlo el desfile más suntuoso.

El emperador lo contemplaba todo al amparo de su sabia Minerva. En esos siete años había engordado mucho, su rostro estaba encarnado e hinchado. Permanecía allí inmóvil, semejante a un dios, disfrutando de la aclamación de su pueblo. Los que habían recibido la tablilla de oro tenían derecho a besarle la mano. Se la tendía sin dedicarles ni una mirada; pero nadie lo tomó por un orgullo desmesurado, también así se consideraban benditos. Los senadores tuvieron que morderse los labios y reconocer que el pueblo —o la plebe, como ellos lo llamaban— amaba a su amo y dios Domiciano.

Al día siguiente concluyeron los festejos con una exhibición en la arena flavia, en el Coliseo, el circo más grande del mundo, construido por el hermano de Domiciano. Se lanzaban monedas al aire; mediante una ingeniosa maquinaria propulsaban sobre la arena a airosos y divertidos geniecillos que repartían tablillas entre la gente; al final incluso apareció la propia diosa de la abundancia, Liberalitas, vertiendo dádivas de su cuerno: bonos firmados por el emperador que daban derecho a terrenos, privilegios, cargos bien pagados. El júbilo era infinito, y su brillo no quedó mermado porque se aplastaran mujeres y niños en el forcejeo del reparto.

Domiciano ofreció esa misma tarde un banquete en honor del Senado y sus amigos. Distinguió a muchos con un par de palabras corteses, pero su ingenio misantrópico confería un tono siniestro a algunas de sus frases. Al juez supremo Aper, por ejemplo, primo del fracasado general insurrecto Saturnino, le comentó con su voz clara y aguda la alegría que habían experimentado las masas en el reparto de regalos. El entusiasmo de las masas había sido un espectáculo digno de verse; aún más, tal vez, que el que pudieron contemplar entonces, cuando se exhibió en el Foro la cabeza del sedicioso Saturnino. Después habló de nuevo de su suerte, que por fin parecía acompañarlo tras su victoria sobre Saturnino. El golpe, cuidadosamente preparado, fracasó por una casualidad; una helada repentina impidió que las tropas bárbaras de Saturnino cruzaran el río helado y se unieran, como habían convenido, al general insurrecto. Sí, constató Domiciano, su fortuna era comparable a la del gran Julio César. Desde luego, ese afortunado César terminó cayendo bajo la daga de sus enemigos.

—Nosotros, los príncipes —opinó frívolo y hierático en medio de un grupo— no lo tenemos fácil. Si atrapamos a nuestros enemigos a tiempo, antes de que lleven a cabo su malévolo plan, se nos reprocha habernos inventado sus criminales proyectos con el único fin de quitárnoslos de encima. Sólo se da crédito a las conjuras dirigidas contra nosotros cuando hemos muerto. ¿Qué opináis vos, mi Prisco, y vos, Helvid?

No pronunció ni una palabra sobre sus intenciones en el asunto de la vestal Cornelia, y difícilmente podían sacarse conclusiones del hecho de que una de sus primeras acciones tras el regreso hubiera sido castigar otro delito religioso cometido por un hombre insignificante.

Sucedió que un liberto, un tal Lido, había satisfecho sus necesidades estando borracho en uno de esos pequeños pozos que solían abrir para enterrar los rayos, pues cada rayo caído en un lugar público y extinto en él debía recibir sepultura al igual que los vivos para conjurar mayores desventuras. Por tanto, allí donde había caído se removía la tierra, y los sacerdotes realizaban un sacrificio con cebollas, cabellos humanos y peces vivos —seres vivientes de las tres esferas—, y a continuación hacían introducir en lo más profundo una especie de sarcófago sobre el que, con su mismo contorno, se entibaba el pozo en forma de cuadrado hasta llegar a la superficie, donde se grababa la inscripción: «Aquí se ha enterrado un rayo». No lejos de la Puerta Latina había una de esas tumbas, que databa de los tiempos del emperador Tiberio, y en tal santuario había hecho sus necesidades el infeliz Lido. El emperador lo llamó ante los tribunales en su calidad de Sumo Pontífice. Lo condenaron a recibir unos cuantos latigazos, perdió sus bienes y se le prohibieron el fuego y el agua de Italia.

Pocos días después Domiciano convocó una reunión de los pontífices máximos, el Colegio de los quindecenvires, en el Albano, su residencia. La invitación se realizó, como siempre, en el mayor secreto. Sin embargo, todo el mundo se enteró de ello —tal vez así lo deseaba el emperador—, y cuando los sacerdotes emprendieron camino hacia el Albano todo Roma los contempló al borde de la Via Albana, pues había pocas ocasiones de verlos, y despertaban gran curiosidad y cierto sentimiento de pudor. En particular, el flamen encargado de los sacrificios en honor a Júpiter era el habitante más curioso y particular de Roma. En las pocas ocasiones en que abandonaba su vivienda lo hacía precedido de un lictor que proclamaba su llegada, y todo el que se cruzaba en su camino debía dejar su actividad porque se acercaba el flamen de Júpiter; allí donde iba era fiesta e imperaba el sacro pudor, no se le permitía ver a ningún trabajador ni a ningún hombre armado o encadenado. Su vida era difícil y santa. En cuanto despertaba debía ponerse el atuendo propio de su cargo y sólo podía despojarse de él al acostarse para dormir. Éste consistía en una gruesa túnica de lana que debía confeccionar la propia esposa del flamen, y en una capucha de piel blanca y puntiaguda coronada por una borla y rodeada de una rama de olivo y un hilo de lana. Nunca, ni siquiera en su propia casa, podía deponer tal distinción. Su cuerpo no podía ser rozado por nada que estuviera atado o anudado, su vestido debía sujetarse con una abrazadera, y hasta su anillo de sello debía estar cortado. Debía llevar siempre consigo un pequeño palo para mantener alejada a la gente, pues estaba por encima de cualquier contacto humano.

Por ello, el pueblo se agolpaba deseoso de verlo a él y a los otros miembros del Colegio pontificio. Reinaba una gran excitación. Todos sabían que estaba en juego el destino de Cornelia, la vestal, la preferida de Roma.

Lo terrible de las sesiones que celebraba el Colegio era que en todos los casos de delitos contra la religión podía fallar a su antojo. No tenían necesidad de escuchar a acusados ni a testigos, y únicamente debían responder ante los dioses. El acusado estaba enteramente a su merced, aunque su cometido era únicamente dilucidar si el encausado era culpable o no; la pena quedaba en manos del Senado. Pero dado que éste no podía contradecir una condena del tribunal de los sacerdotes, y como las leyes dictaban penas muy claras, a aquél sólo le correspondía la ingrata tarea de hacer cumplir la condena impuesta por el tribunal religioso.

Con espanto, aunque con un placer morboso, esa tarde se comentó en susurros el fallo del Colegio de los quindecenvires: había declarado a la vestal Cornelia culpable de impudicia.

Para este delito, impudicia de una vestal, la bárbara costumbre de los antepasados imponía un castigo igualmente bárbaro. La culpable era atada ante el Aventino a una red de mimbre, donde se la azotaba, y a continuación se la emparedaba en una celda donde se la dejaba morir lentamente con algo de comida y una lámpara.

Antes del reinado de Domiciano no se había acusado de impudicia a ninguna vestal en ciento treinta años. Fue Domiciano quien resucitó tal procedimiento contra las hermanas Oculatae; pero no permitió que cumplieran la pena impuesta, sino que la suavizó dejando que las propias hermanas eligiesen el modo de su muerte.

¿Qué hará ahora? ¿Qué ocurrirá con la adorable y venerada Cornelia? ¿Se atreverá?

Al marcharse los miembros del Colegio pontificio esa tarde no quedaron en el amplio palacio del Albano más que el emperador y el gran chambelán Crispín.

Crispín languidecía en su despacho, ocioso, roído por una tensión abrumadora. DDD no le había llamado a su presencia en todo el día, y ahora esperaba temeroso que lo hiciese. El chambelán, por lo general tan elegante, parecía destrozado. ¿Dónde quedaba su altiva indiferencia, esa indolencia que confería un aspecto tan arrogante a la fina y larga cara? Ahora esa cara parecía nerviosa, desencajada, y no expresaba otra cosa que miedo.

No podía dejar de pensar en lo ocurrido, no lo entendía, no se entendía a sí mismo. ¿Qué espíritu perverso le había inspirado la insensata idea de asistir a los misterios de Bona Dea disfrazado de mujer? Cualquier niño habría podido decirle que, por grande que fuera su amistad, DDD jamás se lo perdonaría. Toleraría cualquier otro pecado, pero no un sacrilegio. Y eso que no había sido su intención ofender a los dioses; se deslizó furtivamente en la fiesta de Bona Dea porque no veía otro medio de acercarse a Cornelia. Así lo hizo en su día Clodio, ese sofisticado personaje de la época de Julio César, para acercarse a la inaccesible esposa de César. Y Clodio tuvo suerte. Pero eran otros tiempos, más liberales. Nuestro DDD, por el contrario, no entendía de bromas cuando se trataba de religión.

¿Pero qué pruebas tienen contra él, en realidad? Nadie lo vio entonces, cuando se coló vestido de mujer en la fiesta de Bona Dea, a la que ningún hombre puede asistir. Sólo esa Melita podría testificar contra él, la liberta que lo había ayudado. Pero ha desaparecido, y la propia Cornelia es la primera interesada en callar. No, no hay pruebas contra él. ¿O sí? Norban tiene mil ojos, y cuando se trata de él, de Crispín, se agudizan aún más por el odio.

Había creído que con el regreso del emperador su situación se aclararía, pero nada se aclaró; DDD se mostraba cordial y relajado, como siempre, pero él lo conocía, sabía que eso no quería decir nada, y aquella abrumadora presión seguía atormentándolo. No dejaba de sentir que de un momento a otro se abriría la tierra y lo engulliría. Su hermoso rostro carecía de expresión; tenía que contenerse para no quedarse mudo de pronto en medio de una conversación, ensimismado; el plato más suculento, la mujer más sofisticada, el muchacho más bello carecían de encanto para él. No se fijaba siquiera en los vestidos que le presentaba su camarero; su peluquero se confundía de perfume sin que él lo advirtiese. Sus amigos ya no lo eran, y de noche, en su cama, lo asaltaba una visión aterradora, siempre la misma. Se veía a sí mismo en el mercado de ganado amarrado a un bloque de piedra y azotado hasta la muerte, como prescribía la ley. Lo extraño de todo ello era que los diez mil espectadores tenían su propio rostro, e incluso el funcionario que dirigía la ejecución y el verdugo tenían su cara, y todos hablaban con su voz. Se escuchaba a sí mismo —y eso era lo que más lo aterrorizaba— en su propio griego elegante, sibilante, gastando amargas bromas sobre las insoportables y mortales torturas a que lo sometían y sobre su horrible muerte.

Ese día, en el Albano, durante las deliberaciones del Colegio de los quindecenvires, la sensación de su futura aniquilación fue aún más abrumadora, como si una montaña avanzase y se inclinase lentamente sobre él para enterrarlo; llegó a ser tan palpable que en ocasiones le robaba el aliento. Vagaba por los interminables corredores de palacio, por el amplio parque, los delicados jardines, los invernaderos, entre las jaulas de los animales, sin ver nada; si alguien le hubiera preguntado dónde había estado no habría podido decírselo.

Después se hizo de noche, y contempló desde un escondite cómo se alejaban los miembros del tribunal sacerdotal. Algo en él, un resto del viejo Crispín, percibió con infantil socarronería el esfuerzo que debían hacer para que no se les cayeran los ridículos gorros blancos de piel al subirse a la carroza. Pero al mismo tiempo el nuevo Crispín, el que temblaba ante el peligro que lo amenazaba, pensaba en lo que habrían decidido.

Ahora languidecía en su despacho lleno de una ira impotente al pensar que dependía únicamente de ese desaliñado muchacho condenarlo a un final vergonzoso y cruel a él, al gran Crispín, al omnipotente ministro del emperador. ¿Lo habrá hecho? ¿Se habrá atrevido? Sus manos eran las de un muerto, su cabeza giraba en torno a una única pregunta: ¿me ha condenado? ¿Se habrá atrevido?

Por fin lo llamaron a presencia de Domiciano. Al camarero que lo ayudó a ponerse la túnica de gala con los altos zapatos le dio burdas y apresuradas indicaciones, pero la voz no lo obedecía, y cuando él mismo se sujetó y anudó el vestido le temblaban las manos, y al avanzar tras los criados y las antorchas por los largos pasillos le temblaban las rodillas. Se esforzaba en seguir con la vista la grotesca sombra que lo acompañaba y olvidar así su miedo para aparecer relajado ante el emperador. Al pensar en él no llamaba ya a Domiciano DDD, sino el emperador.

Éste estaba tendido en camisón en un amplio diván; parecía cansado, laxo, carnoso. Le tendió la mano y Crispín la besó con cuidado para que la pintura de sus labios no la manchase.

—Ha sido un día muy duro —le dijo Domiciano bostezando—. Sí —afirmó—, hemos tenido que condenarla. Ha sido un duro golpe para mí. He tenido que hacerme cargo de una ciudad y un Imperio en un estado lamentable. Parece un jardín asilvestrado; segamos y segamos, y no logramos que deje de crecer la mala hierba por doquier. ¿Por qué estás tan callado, querido Crispín? ¡Dime algo reconfortante! El amo y dios Domiciano está hoy deseoso de que lo consuelen sus amigos.

Crispín no sabía qué pensar de todo ello. Si habían condenado a Cornelia era sólo por su culpa, por lo que había ocurrido en la fiesta de Bona Dea, y él, Crispín, era cómplice. ¿Qué buscaba entonces el emperador? ¿Quería gastarle una de esas horrendas bromas suyas?

—Ya veo —continuó Domiciano— que te has quedado sin habla. Lo entiendo. Desde los tiempos de Cicerón no se ha vuelto a ejecutar a ninguna vestal. Además, bajo mi reinado, primero las hermanas Oculatae, y ahora ésta. Los dioses me lo están poniendo difícil.

Crispín le preguntó entonces con una voz que le sonó extrañamente ajena:

—¿Había alguna prueba?

El emperador sonrió. Fue una sonrisa larga y profunda en la que el chambelán leyó su perdición.

—¿Pruebas? —preguntó al tiempo que se encogía de hombros y levantaba las manos con las palmas vueltas hacia Crispín—. ¿A qué te refieres, querido? Nuestro Norban ha reunido una serie de datos, indicios, como se dice en la jerga de los juristas, indicios concluyentes. ¿Pero de qué valen las pruebas? Si se hubiera solicitado el testimonio de Cornelia y del hombre y la mujer que Norban ha designado como cómplices habrían presentado pruebas en contra igualmente concluyentes. ¿Qué son las pruebas? —Se levantó y se inclinó ante Crispín, que seguía allí sentado, rígido y frío, y le soltó confianzudo—: Hay una única prueba. Y ésa pesa mucho más que todo lo que puedan aducir Norban contra Cornelia y Cornelia y sus cómplices en su favor. También a los sacerdotes de mi Colegio les ha parecido decisiva. Y es que —a ti te lo puedo decir, mi querido Crispín— no estoy contento con el resultado de la campaña sármata. Los dioses no han bendecido mis armas. ¿Y por qué no? Pues por eso —exclamó incorporándose de pronto—, por eso, porque esta ciudad de Roma está llena de pecado y de inmoralidad. Cuando Norban me comunicó lo que había ocurrido en la fiesta de Bona Dea se me abrieron los ojos. Entonces supe por qué la empresa sármata no dio los resultados que esperaba. ¿Qué piensas tú, mi querido Crispín? Dímelo abiertamente, desahógate: ¿no te parece que es una prueba concluyente?

—Sí —farfulló Crispín; también él se había levantado de un salto al ponerse en pie el emperador y permanecía ante él con las rodillas temblorosas, tambaleándose levemente; el moreno de su fino rostro destacaba verdoso bajo el maquillaje—. Sí, sí —balbució sin poder contenerse—, ¿pero quiénes son, si puedo preguntarlo, sus cómplices?

—Ah, ésa es otra cuestión —respondió artero el emperador sin deponer su tono familiar—. Naturalmente, se trata de los sucesos del día de la fiesta de Bona Dea. Pero tú ya sabes de qué se trata —opinó como de pasada, con toda naturalidad, y un escalofrío recorrió la espalda de Crispín cuando el emperador le espetó ese «Pero tú ya sabes de qué se trata»—. Lo que ha hecho el tipejo que mancilló la festividad —continuó Domiciano— no es en realidad más que una necia imitación de la jugada de Clodio en tiempos de Julio César. Y precisamente por eso me cuesta creer lo que me cuenta nuestro Norban, por muy fiable que sea la documentación que aporta. Sencillamente, no me puedo creer que en nuestra Roma, en mi Roma, se le haya podido ocurrir a alguien semejante sandez. No lo entiendo. Los prohombres de antaño fueron capaces de perdonar a un Clodio: pero mi tribunal sacerdotal, mi Senado —eso tiene que saberlo cualquiera, por muy mermada que esté su inteligencia—, yo y mis jueces no perdonamos semejante crimen.

Crispín sintió entonces que sus fuerzas lo abandonaban; sus miembros cedieron y se desplomó ante el emperador.

—Soy inocente, mi amo y dios Domiciano —gimió de rodillas; y repitió una y otra vez llorando, suplicando: «Soy inocente».

—Ya, ya —dijo el emperador—. Entonces Norban está equivocado. O bien te ha calumniado. Ya, ya. Muy interesante. Eso es muy interesante.

Y de pronto, con la cara encendida al ver que Crispín manchaba su camisón con la pintura de sus mejillas y sus labios, estalló:

—¡Y encima te atreves a manchar mi camisón con tus vulgares labios, escoria humana, hijo de una perra y de un cochero borracho!

Cogió aliento, se alejó de Crispín, que se retorcía en el suelo, y se puso a caminar de un lado a otro farfullando para sí:

—Así se lo agradecen a uno que los saquemos del fango. Mi Cornelia. Le arruinan a uno lo mejor que tiene. Mancillan a sus hijas. Probablemente no sabías, tú, a quien los dioses le han dado un huevo hueco por cabeza, que las vestales son mis hijas, las hijas del Sumo Pontífice. Posiblemente ni siquiera entiendes lo que has hecho, desecho de egipcio. Has vulnerado mi lazo de unión con los dioses, carroña, tres veces maldito. Y no es la primera vez que me desacreditas ante los dioses.

Y entonces aquel vengador de pocos reflejos se desquitó soltándole lo que había callado durante siete años.

—¡Fuiste tú, ser pestilente, escoria, loco infeliz, quien me metió en ese litigio con el dios Yahvé entonces, hace siete años! ¿Y quién tuvo la culpa de que dejase esperar tanto tiempo al Doctor Supremo? Era tu deber recordarme que debía recibirlo. ¡Y ahora encima mancillas a mi vestal, prevaricador, chacal, egipcio inmundo!

Crispín se había arrastrado hasta un rincón. El emperador fue hacia él jadeante, carnoso, imponente. Crispín se pegó a la pared y el emperador le dio un puntapié. Su pie calzado con la sandalia no tenía bastante fuerza, el puntapié no pudo dañarlo. A pesar de todo, Crispín lanzó un grito, y su grito era sincero. El emperador levantó el labio con desprecio.

—El chacal no tiene ni una gota de valor —dijo volviéndole la espalda.

Pero al instante volvió a abalanzarse sobre él, se inclinó sobre aquel hombre deshecho en lágrimas, y en voz baja, susurrando, muy cerca de su oído, le preguntó:

—¿Y cómo fue? ¿Al menos lo disfrutaste? ¿Cómo es la virgen Cornelia? ¿Sentiste un gran placer? ¿Te supo bien? ¿Sabía de otra manera que las demás esa santa? ¡Dímelo, dímelo!

Crispín no pasaba de farfullar:

—Pero si no sé nada, yo soy… —el emperador se levantó y le espetó altanero:

—Bien, ya veo: Norban te ha calumniado y eres inocente, no sabes nada. Ya me lo has dicho antes. Está bien.

Y, sin mirarlo, le ordenó despectivo:

—Puedes marcharte. Te quedarás en tu aposento. Y te aconsejo que te bañes. Te has puesto perdido, miserable.

—¡Perdóname, mi amo y dios Domiciano! —le rogó de nuevo el egipcio—. ¡Regálame la vida y te lo agradeceré como nadie te lo ha agradecido nunca!

—¡Qué montón de escoria! —replicó Domiciano como si hablase para sí, con un gesto de indecible repugnancia. Y para concluir le ordenó—: ¡No entiendo por qué no acabas con tu vida! ¿Me oyes? Pero no serás capaz de hacerlo.

Crispín ya estaba en la puerta. Domiciano le explicó retomando su tono imperial:

—Por lo que se refiere a tu vida, la decisión no depende de mí. Una vez pronunciado el dictamen del Colegio de los quindecenvires queda en manos del Senado.

Mientras el emperador pronunciaba esas palabras con la mayor crueldad y con la altivez de un juez apareció de pronto el enano Sileno, escondido hasta entonces en un rincón, y se puso detrás del emperador imitando su actitud. Y, en los días que siguieron, cada vez que Crispín pensaba en Domiciano el enano se le unía en su recuerdo, pues ésa fue la última vez que el ministro Crispín tuvo ante sí al emperador Domiciano, y esas palabras pomposas e irónicas fueron las últimas que escuchó de sus labios.

La celda de Cornelia era la segunda de la izquierda. Como todas las demás, seis en total, estaba amueblada con sencillez, y sólo una cortina la separaba de la gran sala que conducía al comedor.

Hacía ya algunas semanas que el flamen de Júpiter le había comunicado en nombre del emperador que había sido relevada de sus funciones y que no se le permitía abandonar su celda. Al otro lado de la cortina oía cómo seguían viviendo su vida las demás vestales. El servicio de Vesta estaba reglamentado en sus más nimios detalles: la recogida del agua destinada al sacrificio con los jarros puntiagudos que no debían tocar jamás el suelo, el vertido de ese agua bendita, la vigilancia del fuego sagrado y virginal; cada paso y cada gesto realizado en aquel sencillo santuario rebosante de tradiciones estaba prescrito. Cornelia conocía cada detalle del transcurso del día, sabía a cuál de sus hermanas correspondía ahora la vigilancia, quién debía realizar éste o aquel sacrificio, quién preparar la harina ritual. Sabía que con su partida las tres hermanas que se habían incorporado al santuario después de ella subían un grado en el escalafón. Pronto, en cuanto regrese el emperador, presentarán como candidatas a veinte muchachas menores de diez años pertenecientes a las familias de más abolengo, y una será elegida para sustituirla a ella, a la Cornelia repudiada. Servir a Vesta era uno de los mayores honores que concedían los dioses y el Reino. Las hijas de las familias más antiguas trataban de obtenerlo, había muchas rencillas y celos en liza por quién sería llamada y elegida. ¿Llegará a saber Cornelia quién la sustituirá?

Quienquiera que sea la elegida, Cornelia ya la envidia por poder llevar la vida que hasta ahora ha sido la suya. Su vida ha sido muy hermosa. Hace ahora justo veinte años que vive en el santuario, años monótonos estrictamente ordenados hora a hora, casi minuto a minuto. Y, a pesar de todo, qué variados han sido los días de esa vida, cuán sosegados, similares y, sin embargo, en continuo cambio. Una se sentía como un río dirigido, regulado y protegido, todo obedecía a una ley superior.

La serena y pía alegría que el pueblo percibía en el rostro de Cornelia cuando las vestales presidían el cortejo de las fiestas más insignes; esa serena y pía alegría que la convirtió en la preferida de la ciudad, aún más que las otras cinco, no era una máscara. Desde el día en que la trajeron, con ocho años de edad, a la casa de Vesta, se había sentido bien allí. La opresión que de vez en cuando experimentaban las demás, sobre todo cuando eran jóvenes, en la penumbra de la sagrada morada no la había sentido ella. No había sentido ningún temor cuando su padre Léntulo la entregó con gran ceremonia al emperador —se trataba de Vespasiano— en su calidad de Sumo Pontífice ni cuando, con infantil afán, repitió la fórmula que el hombre pronunciaba con una sonrisa taimada: su promesa a la diosa y al Imperio de mantener el espíritu y el cuerpo inmaculados. Después, durante diez años, la vigiló la amable y seria priora Junia. Las diversas actividades que debían realizar no eran difíciles, pero sí numerosas; para conjurar el riesgo de que el Estado padeciese la ira de la diosa debían evitar cometer el menor error. Pero diez años eran mucho tiempo, durante el cual se podía llegar a saber todo de modo que resultase tan natural como respirar. Cornelia aprendió con ahínco; le agradaba el sencillo sentido que ocultaban los gestos y costumbres. Aprendió a recoger el agua con los jarros puntiagudos, a vigilar el fuego y a mantenerlo respetando las estrictas normas; aprendió a tejer coronas para adornar con ellas en la festividad de Vesta los asnos gris claro que les llevaban los molineros; aprendió a preparar la harina ritual que debía proteger a las mujeres de todo mal y toda enfermedad. Sus numerosos deberes eran fáciles de cumplir, pero debían realizarse con dignidad y belleza, pues muchas de estas tareas se desempeñaban ante los ojos de todo el pueblo. Cuando las vírgenes de Vesta subían los escalones del Capitolio, cuando ocupaban sus asientos honoríficos en el teatro o en el circo eran ellas quienes atraían, después del emperador, la atención de las masas.

Cornelia amaba las costumbres y se gustaba en sus apariciones en público. Nadie como ella sabía realizar su cometido con una expresión alegre y santa, como si ignorara los miles de ojos pendientes de ella. En su fuero interno experimentaba una gran alegría por suscitar esa atención y por estar segura de no decepcionarla. Le satisfacía ser la figura central de ese hermoso espectáculo sagrado, y saber que fomentaba el bien del Estado cuando se plegaba a sus obligaciones con disciplinado recogimiento la colmaba de gozo.

Ellas, las seis vírgenes de Vesta, encarnaban la sencilla gravedad y la púdica dignidad de la vieja Roma: eran las guardianas del fuego público, a quienes se les había encomendado la protección del Paladium y la realización de los actos más importantes del Imperio. La castidad y la vigilancia le resultaban a Cornelia naturales.

Las vestales ostentaban muchos títulos de importancia. A Cornelia le correspondían «amata», «predilecta», «la preferida», y era consciente de que los llevaba con justicia. Se sentía amada no sólo por los individuos, sino por los dioses, por el Senado y el pueblo de Roma. Sin duda había rencillas y celos entre las seis vírgenes obligadas a vivir bajo un mismo techo; pero incluso dentro del círculo de las hermanas era la preferida de todas.

Únicamente Tertulia sentirá una ligera satisfacción por su desgracia. Tertulia nunca la apreció. Qué mirada le lanzó, por ejemplo, cuando la designaron por sorteo para subir hasta Júpiter de la mano del emperador en los Juegos Capitolinos. Y eso que a ella esa ceremonia no le agradó demasiado. Sí, Domiciano estaba espléndido, y ella notó que su alegre y serena belleza resaltaba doblemente a su lado. A pesar de todo no se sintió dichosa, y ese día fue uno de los pocos en que sintió cierto desagrado: confusión, «turbación» lo llamaba ella. La mano del hombre con el que tuvo que subir los escalones, esa mano del emperador, del Sumo Pontífice, de su «padre», era una mano fría y húmeda, y al depositar la suya en ella sintió miedo y asco, al igual que en la fiesta de Bona Dea.

Sí, fue un presentimiento, un aviso y no una casualidad que desde siempre sintiese esa misma «turbación» con ocasión de la celebración y los preparativos de la fiesta de Bona Dea. Para las demás vestales constituía el punto culminante del año; ella en cambio experimentaba más temor que alegría a medida que se acercaba.

La fiesta se celebraba anualmente en invierno. Ejercía de anfitriona la esposa del funcionario de mayor rango del Imperio, el cónsul. Éste debía dejar a tales efectos su casa en manos de su esposa durante dos días y se le prohibía pisarla, pues a él, como a cualquier hombre, le estaba vedado el acceso a la casa bajo pena de muerte. En dicha fiesta se pronunciaban viejas fórmulas, se realizaban extraños sacrificios, se llevaban a cabo oscuras y excitantes prácticas, todo bajo la dirección de las vestales. Antes de concluir su aprendizaje, a punto de cumplir los dieciocho, su maestra Junia aleccionó a Cornelia sobre el sentido y la opinión que debía tener de tales costumbres. La Bona Dea era una pariente cercana de Baco, la diosa de la fecundidad doméstica y, como Baco el vino, tenía el sarmiento por atributo; pero su bebedizo, aunque se compusiera de vino, no se llamaba así, sino «leche de Bona Dea». La leche de Bona Dea simbolizaba la fecundidad, el amor casto, mas no por ello menos placentero. Así se lo explicaron a la novicia, y también las misteriosas y excitantes prácticas que se desarrollaban con motivo de los misterios de la diosa. Adornaban con sarmientos la casa de la primera dama del reino, que recibiría a las invitadas de la diosa; a pesar de ser invierno, había sarmientos por todas partes procedentes de los invernaderos. Las vestales recogían con los tradicionales jarros puntiagudos la leche de la diosa, el vino, tras adornarse con hojas de parra. Se abrazaban y besaban primero con estricta y rígida ceremonia, y ejecutaban después danzas sagradas en las que cada gesto estaba prescrito de antemano. Más tarde, sin embargo, en la segunda hora, los bailes se animaban, los abrazos de las mujeres se tornaban más salvajes, y más encendidos sus besos, mientras se derramaba sin medida la leche de la diosa. Conforme avanzaba la noche la fiesta se iba animando. Era una larga noche de invierno, y cuando finalmente las vestales abandonaban la casa poco antes de la salida del sol quedaban muchas mujeres tendidas en los rincones, en grupos de dos o de tres, incapaces de distinguir quién se dirigía a ellas.

En la soledad de su celda Cornelia se esforzaba a menudo por recordar con precisión lo ocurrido en la última fiesta de la diosa, que había alterado su vida por completo.

Melita, la liberta, le anunció que una mujer la aguardaba en el tocador de la anfitriona, Volusia. ¿Qué mujer es ésa?, le preguntó Cornelia. Una mujer especial, le replicó Melita, que deseaba hablar de un asunto muy particular, que venía a pedirle cierto favor, y al decir esto Melita sonrió de un modo extrañamente incitante. En realidad fue esa sonrisa la causa de que se encontrase ahora sola en esa celda, despreciada de todos y excluida del servicio de su diosa. Se había dirigido al tocador de Volusia, ligera, aunque no con la agilidad de siempre, pues ya había gozado de la leche de la diosa. Su túnica blanca se había rasgado durante el baile, su abertura dejaba entrever las piernas, y recordaba que al caminar se esforzó por mantenerla cerrada.

Le pareció curioso que, mientras caminaba hacia el tocador de Volusia, pensara en el senador Decián, ese caballero tranquilo y amable que siempre la saludaba con un respeto particular, y con algo más que respeto, aunque no tenía sentido relacionarlo con la fiesta y con los misterios de Bona Dea.

La mujer que la esperaba en el tocador de Volusia le agradó. Era alta, esbelta; con la cara morena, casi cetrina, y unos ojos y labios sabios; lo supo en cuanto la saludó con el beso de Bona Dea, y su «turbación» no tardó en intensificarse, ese extraño temor y opresión que siempre le había inspirado la fiesta de la diosa.

—Sé que es una osadía —le dijo entonces la mujer—, pero no puedo evitarlo; debo rogaros precisamente a vos, mi amada ama Cornelia, que me iniciéis y me aleccionéis en los misterios de Bona Dea, pues no encontraré reposo hasta que no los conozca.

—¿Os conozco, mi señora? —le había replicado ella. La extraña respondió:

—Sí y no —mientras la tomaba de la mano y la acariciaba como era costumbre en la festividad. Al ser abrazada Cornelia se percató de pronto de que la desconocida no tenía pechos.

En su ingenuidad, y llena como estaba de las imágenes de un tiempo remoto en que los dioses y los seres legendarios poblaban la tierra, creyó que se trataba de una amazona. Tarde, demasiado tarde tuvo conciencia de la terrible realidad. Desde luego, había oído hablar de un tal Clodio, que en tiempos del gran Julio César consiguió introducirse en la fiesta de Bona Dea disfrazado de arpista. Pero eso había sucedido en un pasado remoto, tan irreal como los tiempos de los dioses y los semidioses. Que algo así pudiera ocurrir en vida suya, en la tangible realidad de la Roma que tenía ante sus ojos, le resultaba sencillamente inimaginable.

Que sucediese la paralizó. Aún ahora la llenaba de temor. Todavía no sabía con exactitud lo que había ocurrido, se le antojaba real e irreal a un tiempo, no lo sabía, pero aún recordaba lo que sintió, cada día, a cada hora. No es que, como consecuencia de aquellos sucesos, se hubieran acumulado procesos o imágenes; eran más bien sensaciones, sentimientos, una confusión extraña y cruel, repugnancia, rechazo, y, en una salvaje mezcla, cierto deje de curiosidad.

Fue una violación, de eso estaba segura. Tal vez habría debido gritar. Pero si hubiera gritado todos habrían sabido que había mancillado la fiesta de Bona Dea, y tal presagio habría desencadenado terribles males que afectarían a la campaña militar y a todo el Imperio. Le pareció más indicado defenderse en silencio, tenaz, jadeante. Se defendió, se opuso con todas sus fuerzas, y era fuerte. Pero aquel sacrilegio inconcebible, inmenso, la tenía anonadada. La pesada túnica tradicional le impedía además moverse a sus anchas. Lo que, una vez ocurrido, más la atemorizaba fue que ese vestido sagrado quedara mancillado, literalmente mancillado, por los rastros del crimen, y también su piel.

Todo ello duró una eternidad, aunque fue muy rápido. Esa noche no reparó en las consecuencias que podía tener. No le preocupó si las demás percibían o no su aire ausente, su turbación. Sólo al día siguiente, cuando Melita fue a verla para rogarle que la salvase para salvarse a sí misma, comprendió que corría peligro. Le entregó una carta para Decián. No conocía su resultado. Sólo guardaba un vago recuerdo del breve y eterno abrazo de aquella «mujer» y de un par de frases confusas de Melita. Nadie más había hablado con ella de los acontecimientos de esa noche y de sus consecuencias. Tampoco el flamen de Júpiter le explicó por qué motivo la condenaba a permanecer recluida tras su cortina.

¿Qué será de ella? Nunca ha imaginado ninguna vestal, ni ella, otro destino que el de obtener tras su muerte una lápida con la inscripción: «La más casta, más púdica, pura y vigilante virgen Pulcra Cornelia Cosa». En lugar de eso deberá bajar a la cueva excavada frente al Aventino, pues cuando puso su mano en la de su amo y dios Domiciano durante la procesión sintió que no la amaba, y no admitirá que elija su muerte como antaño las dulces y queridas hermanas Oculatae. No, a ella la enterrarán con un jarro de agua y algo de comida, extenderán un tejido de mimbre sobre la celda en la que morirá miserablemente, y los que pasen junto al lugar lo rodearán en señal de espanto y asco.

Pero ella no ha incumplido sus votos. Todo ocurrió en contra de su voluntad, se vio arrastrada a hacerlo, no lo hizo ella. Tal vez ni siquiera ocurrió, no lo sabe, quizá sólo se lo figuró, en ese estado de «turbación». Tal vez si se ofrece ante el tribunal a someterse a la prueba lo consiga, como en su día la vestal Tucia logró recoger con el cedazo agua del río Tíber y llevárselo a los sacerdotes.

Se ha dejado llevar por su fantasía. Ha ocurrido de verdad, y no le han permitido que haga la prueba; la suerte está echada, la fortuna lo ha querido, a nadie le interesa su parecer, y será enterrada en la cueva.

Alguien levanta la cortina violentamente y una mano le alcanza una escudilla con comida y un jarro de leche. Cornelia reconoce la mano, la mano de Postumia. Los alimentos han sido preparados con amor, son sus preferidos, y los han cubierto cuidadosamente para que se mantengan calientes. Los demás la aman, se compadecen de ella. «Amata», la «amada», su título le hace justicia.

No será enterrada en la Via Atica como corresponde a una sacerdotisa, no tendrá una columna honorífica, su nombre será borrado de toda piedra y de todo papel. Sin embargo, los demás pensarán en ella a menudo con afecto, ni siquiera el odio de Tertulia podrá borrarlo. Pensarán en ella cuando preparen la harina ritual y cuando, el primero de marzo, renueven la llama de la diosa. ¡Cuánto le habría gustado vivir ese primero de marzo! Y hablarán de ella en susurros, llenas de espanto y ternura, cuando recojan el agua y la bendigan y cuando se releven en la vigilancia del fuego de Vesta.

Ese pensamiento logró calmar un poco a Cornelia, y comió con gusto las sabrosas viandas. Después se durmió, y en su joven rostro se extendió ese sosiego alegre y serio que le había granjeado el afecto y el respeto del pueblo.

Tras su regreso de la campaña sármata apenas visitaba Roma el emperador, que permanecía casi todo el tiempo en Albano. Si antes solía vagar entre las jaulas de los animales, ahora prefería pasearse por el amplio parque al que su jardinero mayor, Topiarius Felix, había despojado de su aspecto originario convirtiendo el lugar en una especie de monstruoso tapete. Se habían dispuesto allí geométricamente setos, bancales, alamedas. Largas hileras de tejos y bojedales se alzaban frágiles, recortado cada árbol para formar conos y pirámides; los cipreses se erguían finos y rígidos; había toda suerte de flores y plantas dispersos que componían letras, figuras y hasta pequeños dibujos. Los caminos de gravilla eran primorosos, las zonas despejadas del gran jardín artificial estaban empedradas. Chispeaban las fuentes y los caños. Abundaban hermosos rincones donde reposar: bancos, grutas artificiales, cenadores, troncos de árbol tallados en piedra, falsas ruinas y hasta un laberinto. Junto a los estanques repletos de cisnes y garzas los pavos reales exhibían su plumaje sobre blancas escalinatas. Columnatas adornadas con frescos delimitaban ciertas partes del jardín. Aquí y allá, alguna terraza en voladizo unía las diversas zonas del inmenso parque construido sobre colinas; puentes de madera y de piedra cruzaban los riachuelos en leve pendiente hacia la orilla del lago. Todo era frágil y rígido, grave y artificial, delicado y suntuoso.

Al pasearse por ese jardín Domiciano no podía dejar de pensar que debía ser posible domeñar todo lo vivo del mismo modo, atarlo, aplicarle determinadas normas. Si su Topiarius Felix había conseguido esas extraordinarias metamorfosis en las plantas vivas, ¿cómo no iba a lograr él, emperador de Roma, segundo Prometeo, moldear a su arbitrio a las personas, formarlas según su gusto y parecer?

El emperador vagaba por sus jardines del Albano sumido en tales meditaciones. Lo acompañaba el enano, a cierta distancia lo seguía el jardinero mayor, y un poco más atrás los porteadores de la silla de manos por si se fatigaba. Y así transcurrieron muchas horas. Contempló con satisfacción los cenadores, las grutas, toda esa naturaleza retorcida, compartimentada. Alguna vez llegaba a tocar las plantas trepadoras, la yedra, las campanillas, la rosa de pitiminí, que crecían de acuerdo con el trazado que les marcaba la voluntad del hombre. Después llamaba de nuevo al jardinero para que le explicase algún detalle y se recreaba con la descripción de cómo podía obligarse incluso a los árboles más altos y fuertes a adoptar la forma que les dictaba el sentido del orden.

Pero lo que más le gustaba era permanecer en los invernaderos. Todo allí le agradaba: la maduración falsa de los frutos, el artificial calor, el ingenioso cristal diseñado para captar los rayos del sol. Pensativo y satisfecho observaba cómo se obligaba a matorrales y árboles a dar en invierno frutos que debían florecer en verano. Se trataba de una metáfora muy de su gusto.

Descansaba medio adormilado en un invernadero sobre un camastro que había mandado instalar cuando apareció Lucía.

Sus relaciones habían empeorado de nuevo; sí, últimamente sufrían tales oscilaciones que a Lucía no le habría extrañado que Varriguita le asestase un segundo golpe, esta vez mortal.

La transformación comenzó cuando mandó ejecutar al príncipe Sabino. Domiciano lo había respetado durante mucho tiempo por deferencia hacia Julia, ante la que se sentía culpable, a pesar de que Norban había reunido en el transcurso de los años material suficiente para justificar la condena del Senado. Sólo cuando lograron demostrar de modo fehaciente la participación de Sabino en el golpe de Saturnino —Norban llegó a interceptar un escrito del irreflexivo y altivo príncipe en el que aceptaba el ofrecimiento del general de subir al trono y sustituir a Domiciano—, se había decidido el emperador a actuar. En aquel entonces Lucía cometió un grave error. Como no creía tan necio a Sabino supuso que se trataba de otro acto gratuito de Domiciano y le echó en cara haber suprimido a su primo únicamente por celos. Y, así, lo trató injustamente, lo que le dio cierta ventaja durante algún tiempo.

Pero sus relaciones con Domiciano tomaron un cariz verdaderamente peligroso tras el infausto final de Julia. Ocurrió del siguiente modo: tras la muerte de Sabino Julia se había quedado embarazada de nuevo en un momento en el que no cabía dudar de la paternidad de Domiciano. El emperador declaró que pensaba adoptar al niño y por tal razón no deseaba que naciese bastardo. Propuso un nuevo matrimonio a Julia, la cual, que ya había sufrido bastante en su primera unión los celos de Domiciano, se negó. Domiciano quiso obligarla a aceptar al hombre que le había elegido. Ella se opuso. El emperador tuvo un acceso de cólera. Hasta ese momento no había aceptado negativas más que de una única persona, de Lucía. No estaba dispuesto a admitir esas ínfulas de Julia y que, por estar embarazada, se convirtiese en una segunda Lucía. Antes renunciaría a su hijo. Tras dos violentas discusiones la obligó a abortar. Julia falleció en el transcurso de la operación.

Domiciano estaba muy afectado por la muerte de Julia, de la que se sentía culpable. Pero no quería que se lo notasen, y mucho menos Lucía, y le preguntó con su característica sorna:

—Bien, querida Lucía, ¿estarás contenta de haberte librado de Julia?

La emperatriz no había apreciado a Julia, a la que siempre trató con una altivez levemente burlona. Pero su muerte la había indignado; como mujer la exasperó el egoísmo de Domiciano, y su insolente pregunta la irritó profundamente. No se esforzó por ocultar sus sentimientos, y su cara ancha y luminosa se deformó en un gesto de repugnancia. Dijo:

—A lo que parece, tu amor no le sienta nada bien a los afectados.

Domiciano le había perdonado que lo increpara en el caso de Sabino porque su acusación era injusta y desafortunada, pero esa observación sobre Julia le dolió profundamente por certera. La hostilidad que siempre reinó en sus relaciones con Lucía se agudizó, y desde entonces había en sus abrazos tanto rencor como deseo. A Lucía aquello no le molestaba en absoluto. Pero a él le roía el alma ser incapaz de librarse de ella, se achicaba en su presencia; sus abrazos se volvieron cada vez más escasos y finalmente sus encuentros se limitaron a las ocasiones en que debían mostrarse juntos en público. Eran encuentros formales, tensos, cada cual estaba al acecho del otro. Hacía varias semanas, más de un mes, que Lucía no había visto al emperador.

Era un atrevimiento por su parte abrirse paso hasta él sin previo aviso y no le resultó fácil; lo escoltaban muchos criados y guardias y Lucía aguardaba tensa cuál sería su reacción.

—¿Tú aquí, mi querida Lucía? —la saludó él, y su tono delató que su visita constituía una sorpresa agradable. Y así era. Si Domiciano había evitado discutir con ella en los últimos meses era únicamente porque temía que le dijera ciertas verdades que no deseaba escuchar. Pero esta vez suponía que venía a causa de Cornelia —estaban emparentadas y le tenía afecto, como todos en Roma—, y en el asunto de Cornelia se sentía seguro; la perspectiva de debatir ese asunto lo llenaba de gozo.

Y, en efecto, tras un par de frases Lucía mencionó a Cornelia. Habló sin que le importase lo más mínimo la presencia de Sileno, acuclillado en un rincón, aunque se esforzó por halagar al emperador, pues tenía interés en salvar a Cornelia.

—Supongo —dijo— que lo que quieres es atemorizar al Senado. Quieres probar que no hay en el Reino nadie intocable por muy querido y respetado que sea. Además, seguramente quieres demostrar al Senado que eres un esforzado defensor de las tradiciones de Roma, mucho más que cualquiera de ellos. Pero eres demasiado inteligente para no saber que en este caso no hay proporción entre el precio y la apuesta. Lo que en el mejor de los casos ganarás no compensa lo que vas a perder de cualquier modo. ¡Perdona a Cornelia!

Domiciano sonrió.

—Una opinión muy interesante —dijo—, muy interesante. Pero te has acalorado, querida Lucía, me temo que no te sienta bien el aire de este invernadero. ¿Puedo proponerte un paseo por el jardín?

Caminaron por una avenida de plátanos; se habían quedado solos, el emperador despidió a todos con un gesto violento.

—Ya sé que se comentan muchas cosas en Roma sobre mis intenciones —dijo como de pasada—, pero tú, querida Lucía, no deberías dar crédito a esas cosas. El caso es muy sencillo. Se trata de la religión, de la moral, y de nada más. Yo me tomo muy en serio mi cargo de Sumo Pontífice. Es mi obligación salvaguardar la santidad de Vesta, su hogar. Soy capaz de perdonar cuando se trata del mío —y al decir esto le lanzó una sonrisa entre malévola y afable—, pero de ningún modo puedo hacerlo cuando se trata del hogar que representa la santidad y la perfección del orbe entero.

Quería adentrarse por uno de los caminos laterales, pero ella prefirió regresar por la avenida de plátanos y él la siguió obediente.

—¿No te das cuenta —preguntó ella— de que actúas de un modo, digamos, contradictorio? Un hombre que lleva una vida como la tuya —me cuentan que hace poco tuviste una escenita con varias mujeres en presencia del ciego Mesalino, del que te burlabas obligándolo a adivinar a quién dedicabas tus caricias y cómo eran éstas—, un hombre que lleva una vida semejante no puede erigirse en juez de la vestal Cornelia.

—De nuevo debo aconsejarte —dijo Domiciano, afable—, que no des crédito a los chimes de mis senadores. Nadie conoce mejor que tú la diferencia entre el hombre Domiciano, que llena sus escasas horas de ocio con placeres, y el amo y dios Domiciano, el Censor, a quien los dioses han encomendado vigilar la moral, las costumbres, y preservar las tradiciones del Imperio. No soy yo quien persigue a Cornelia; ni la amo ni la odio, me es completamente indiferente. Es la religión del Estado quien la acusa, el Imperio, Roma, cuya pura llama he de proteger. Debes comprenderlo, querida Lucía, y yo sé que lo haces. Sencillamente, el destino y los dioses hacen esos distingos. No todo lo que está provisto de un rostro imberbe y un regazo es igual. Una mujer que goza de la ciudadanía romana, una matrona, o incluso una vestal, se distingue del resto de las hembras del orbe. Esas hembras pueden hacer lo que se les antoje, pueden entregarse a cualquiera cual moscas al sol, pueden dejarse mancillar por quien quieran y donde quieran. Sólo existen de cintura para abajo. Pero una ciudadana romana, y más aún una vestal, sólo existe de cintura para arriba. ¡Ay de quien trate de borrar las diferencias, de confundir las medidas, de falsear el peso! El hombre Domiciano puede, si se quiere, ser enjuiciado con el mismo rasero que se usa para un porteador capadocio, pero me resisto, me niego a que se mezclen los pasatiempos a que dedico mis horas de ocio con los negocios del dios Domiciano.

Tras un rodeo sus pasos los llevaron al camino del que partieran.

—Te agradezco —replicó Lucia— tu exposición, que me ha iluminado. Pero hay una cosa que me sorprende: que no concedas a las ciudadanas romanas lo que tú te permites. ¿Por qué no ha de distinguir también la romana entre los pasatiempos de sus horas vacías y los negocios que urde como ciudadana? ¿Por qué no ha de hacer la misma distinción que haces tú, y ser ora la ciudadana romana, que existe tan sólo de cintura para arriba, ora la hembra común?

Domiciano no quiso responderle.

—Quiero que me entiendas, querida Lucía —le rogó—. Realmente es el sentido del deber de un príncipe, del Sumo Pontífice, y nada más, lo que condena a Cornelia. Deseo insuflar de nuevo a nuestra sociedad, a nuestra nobleza pervertida por toda una serie de malos gobernantes, el gusto por la rectitud, por la simplicidad y el sentido del deber que caracterizaba a nuestros ancestros. Quiero conducir a nuestro pueblo de vuelta a la religión, a la familia, a esas virtudes que consolidan el presente y garantizan nuestro futuro. Con mayor justicia que de la época de Augusto podrá decirse de la época de Domiciano: «Ningún pecado mancilla la casa pura. Derecho y moral expulsan al vicio y la impudicia. Honremos a las mujeres, pues como ellas serán su esposo e hijos. La culpa no antecede al castigo, sino que ambos caminan de la mano» —dijo recitando los nobles versos de Horacio con su voz aguda y un tanto patética.

Lucía no pudo refrenarse y estalló en una oscura y sonora carcajada.

—Disculpa —respondió—, estoy segura de que eres sincero. Pero esos versos suenan un tanto cómicos en boca del hombre que fue el amante de Julia y el esposo de Lucía.

Y, como Domiciano se sonrojase, prosiguió:

—No quiero ofenderte, te aseguro que no he venido para ofenderte. ¿Pero de verdad crees que puedes obligar a Roma a ser virtuosa con medidas administrativas? Esta Roma tal y como ha llegado a ser, esta época nuestra, la auténtica época de Domiciano, ¿crees que puedes cambiarla de arriba abajo y convertirla en la época que tú deseas? En ese caso tendrías que echar abajo la ciudad y prohibir tres cuartas partes de sus instituciones. ¿Quieres desterrar a las prostitutas? ¿Quieres prohibir el teatro, las comedias sobre los maridos cornudos? ¿Quieres borrar las aventuras amorosas de los dioses de los frescos que vemos en las casas? ¿Crees que vas a conseguir algo enterrando a Cornelia? No conozco tus pruebas, pero, sea lo que sea lo que ha hecho, mi prima tiene en su dedo meñique más castidad que tú y yo juntos. Si muere Cornelia, el pueblo sabrá lo que es la castidad. Pero, por muy firmes que sean tus leyes, al verte a ti no es precisamente la virtud lo que contempla.

—No creo que tengas razón —replicó él esforzándose por reprimir su ira y dominar su voz—. Pero sea como fuere quiero demostrar a los senadores que la nobleza no sólo confiere privilegios sino también deberes. Bien, de vez en cuando me permito alguna licencia; pero alguien tan cercano a mí como tú ha de saber que el emperador Domiciano se prohíbe mil placeres que le calientan la sangre, y que a cambio carga con mil torturas. ¿Crees acaso que fue una broma participar en la incursión sármata? Tú sientes escalofríos incluso aquí, bajo el sol de Roma; deberías haber estado allí para saber lo que es el frío. Tendrías que haber visto a esos bárbaros. Al ver los cadáveres de esos tipos en los campos de batalla, o a los prisioneros, nos percatábamos del peligro que habíamos corrido. Había que tener sangre fría para verlos correr hacia uno, a esos monstruos descomunales, a millares, con sus malditas flechas. Querida, ¿no crees que habría preferido mil veces estar contigo en la cama a cabalgar sobre un caballo vacilante por los helados campos de los sármatas? Si yo me exijo eso algo tendré que exigirles también a mis senadores.

Se detuvo. Allí estaba, bajo los árboles finamente recortados, alto, endilgándole aquel discurso:

—Ah, los señores en cambio lo tienen fácil. Su servicio al Estado consiste en repartirse al azar las provincias y saquearlas a conciencia. Pero no será así por mucho tiempo. Quien pertenezca a la primera nobleza no deberá derrochar su fuerza en aventuras amorosas o en sueños femeniles y consideraciones sobre la superstición minea o cosas así, ha de conservar sus fuerzas para el Estado. Un hombre sólo debe hacer una cosa: servir al Estado o entregarse a sus vicios. Sólo un dios como yo puede hacer las dos cosas. Una sociedad que se deja ir, que peca como lo hace la nobleza romana, deja de tener funcionarios y soldados para tener únicamente viciosos. El Reino se corromperá si la nobleza sigue pervirtiéndose de ese modo.

El rostro valiente y luminoso de Lucía mostraba esa expresión ligeramente burlona que él no soportaba.

—¿Y por eso mandas ejecutar a Cornelia? —preguntó.

—También por eso —respondió, pero sonó incontrovertible. Con una suave violencia la condujo desde aquella zona más clara del jardín hasta una gruta, llevándola hacia la sombra lejos de aquel claro día de primavera—. Quiero decirte algo, Lucía —le confió casi susurrando—. Esos dioses orientales, ese Yahvé, y el dios de los mineos me odian. Son peligrosos, y si no me pongo en guardia acabarán conmigo. Para vencerlos necesito todo el apoyo de nuestros dioses. No puedo enemistarme con Vesta. No puedo dejar impune ningún pecado contra ella. Si quiero celebrar los próximos juegos seculares ha de ser en una Roma pura. Y no pienso desviarme del camino que he emprendido. Los senadores, cuya opinión tanto te gusta repetir, me dijeron en mis primeros años que era un emperador muy estricto. Cuando desbaraté el complot de Saturnino dijeron que era cruel. Cuando hayan visto de lo que soy capaz, lo que haré en mis últimos años, les costará dar con la palabra adecuada para expresar lo que piensan de mí. Pero eso no me desviará de mi camino. Lo tengo todo previsto. Arrancaré la mala hierba. Estoy pasando revista al Senado. Acabaré con ese lío de los orientales. Más de uno lamentará haber coqueteado con la superstición oriental. Júpiter tiene en mí a un buen servidor.

Se lo dijo en voz baja, pero destilaba tal determinación, una fe tan firme y devastadora en su propósito, que Lucía no lo encontró en absoluto ridículo. Quiso salir de la gruta, afuera, hacia la luz, y él la siguió de mala gana.

—¡Bien, Varriguita, está bien! —dijo ella pasándole la mano por el pelo cada vez más ralo, y en un tono entre admirativo e irónico admitió—: En algunas cosas es posible que tengas razón. Pero no en tu propósito de acabar con Cornelia. Cornelia es la mujer más querida del Imperio. El pueblo, que te ama, te amará mucho menos si te atreves a ejecutar la pena que le has impuesto. ¡No lo hagas! ¡Lo lamentarás!

Involuntariamente trató de remover con el zapato la dura tierra, pero no lo consiguió. Sintió un ligero escalofrío. ¡Ser enterrada viva, cubierta con una red de mimbre!

Él le lanzó una sonrisa altiva y siniestra.

—No temas, querida Lucía —le dijo—. Mi pueblo seguirá amándome. ¿Quieres que hagamos una apuesta? ¿Me permitirás que te lo recuerde cuando se demuestre que tengo razón?

Por mucho que les pesase, los senadores se disponían a celebrar la sesión en la que debían dictar sentencia en el caso de la vestal Cornelia y su secuaz Crispín, a quienes el Colegio de los quindecenvires había declarado culpables. Les disgustaba tener que corroborar el dudoso fallo y confirmar con el uso de su autoridad ese acto bárbaro que, al parecer, el emperador estaba dispuesto a llevar a cabo. Pero Domiciano había anunciado que asistiría a la sesión, y esa clara amenaza hizo que los senadores acudiesen casi sin excepción.

También el pueblo parecía disgustado. Una gran muchedumbre rodeaba la Curia, donde se celebraría la reunión, y ni siquiera saludaron al emperador con aclamaciones de respeto y veneración como en otras ocasiones, sino con un emocionado susurro o con un silencio hostil.

Desde el comienzo de la sesión el Senado se mostró rebelde. El primero en pedir la palabra fue Helvid. Era su deber, explicó, comunicar a los padres convocados un hecho que alteraba sustancialmente el asunto sobre el que debían deliberar. Ya no era necesario juzgar al gran chambelán Crispín, ministro del emperador. Tenía noticias fiables de que había evitado la condena del Senado abriéndose las venas. Había muerto.

El cónsul en funciones parecía incapaz de mantener el orden. Los senadores abandonaron sus asientos hablando y gritando sin cesar. No habrían podido dar con un pretexto mejor para rehuir la ingrata tarea. El único testigo que podía haber hablado en contra de la vestal Cornelia había desaparecido, y ese hecho invalidaba el fallo del tribunal sacerdotal. ¿Cómo, entonces, podrían dictar sentencia? Con un gran esfuerzo el cónsul restableció la calma.

Mesalino trató de apaciguarlos. Con gran habilidad expuso que resultaba imposible imaginar una confesión más contundente que aquel suicidio, y que, precisamente por haber evitado la sanción uno de los culpables, había que castigar a la otra con mayor dureza ante los ojos de la ciudad y del mundo con el fin de aplacar la ira de la diosa. La inquietud iba en aumento. Fuera —las puertas debían permanecer abiertas, según la ley, para que el pueblo pudiese seguir las deliberaciones— la plebe escuchaba el debate replicando con gritos, y tanto dentro como fuera del Senado clamaban que, si alguien había pecado contra la diosa, era ese Crispín, que ahora sufría una muerte relativamente dulce que sin duda convenía al emperador.

Entre tanto, Mesalino respondía en la Curia al senador Helvid. Era incomprensible, dijo, que el Colegio de los quindecenvires no hubiera evitado con una vigilancia más estrecha el suicidio de Crispín. Ante tal arrojo los senadores miraron al emperador. Allí estaba, con el rostro encarnado, chupándose el labio superior con ahínco. Le indignaban esos insolentes senadores y su propio comportamiento: había querido proteger a Crispín y facilitarle el suicidio, pero como otras veces en ocasiones semejantes no pasó de ambiguas insinuaciones para no comprometerse ante sí mismo. Helvid concluyó: tras la extraña muerte de Crispín correspondía al Senado remitir de nuevo el asunto de la vestal Cornelia al Colegio de los quindecenvires para que lo revisase.

A continuación habló Prisco; tras el acre y emocionado discurso de Helvid la objetividad del gran jurista resultó doblemente convincente. No había ningún caso, adujo con su voz clara y cortante, que pudiera servir de precedente. La causa había sido remitida al Senado en calidad de proceso contra el gran chambelán Crispín y sus secuaces. No era posible desgajar ahora el asunto de la vestal Cornelia de la otra inculpación. Para ello se requerirían una nueva investigación y ulteriores indicaciones del tribunal sacerdotal. Por lo demás, debía admitir que, con todo el respeto que le merecía dicho tribunal, había acudido a la sesión a regañadientes. En su calidad de respetuoso observador del culto de la diosa, y siendo un hombre capaz de reconocer el sentido y la ligazón de todos los acontecimientos, desde el principio lo abrumó una terrible duda. Pues si era cierto que las vestales se habían hecho, sin quererlo, responsables de tan terrible culpa atrayendo con ello la ira de los dioses sobre el Senado y el pueblo, y sobre la cabeza del emperador, siendo así, ¿cómo había podido alcanzar el amo y dios Domiciano —afirmó esgrimiendo una lógica diabólica— una victoria tan gloriosa en su campaña sármata?

Ahí tenían, disfrazado de intachable objetividad, el escarnio más perverso y descarnado del emperador que pudieran imaginar; todo el mundo en Roma lo entendió así y se alegró de ello, y a Prisco lo embargó una profunda satisfacción al lanzar aquella frase a la sala y al orbe con su voz atronadora y cortante. Domiciano lo escuchó, Domiciano lo entendió perfectamente, y su corazón se detuvo; pero Prisco pagaría muy cara su dulce venganza, pues en ese mismo instante tuvo claro el emperador que muy pronto lo enviaría tras los pasos de Sabino y Aelio, como a todos los que se habían atrevido a insultarlo.

Mesalino pidió la palabra y se aprestó a rebatir a Prisco y a poner en su sitio al indignado Senado. Debía recordar a la insigne congregación, que con tanto ahínco trataba de salvaguardar sus derechos, que estaban a punto de crear un infausto precedente al tratar de inmiscuirse en las atribuciones de una corporación autónoma igualmente insigne. La Constitución no confería al Senado el derecho de analizar los motivos que habían llevado a los sacerdotes a emitir su dictamen. En nada incumbían esos motivos al Senado. Las dudas rebuscadas, formales y de índole puramente jurídica que había expresado el honorable senador Prisco quizá tuvieran cierto peso ante un juez profano, pero de nada valían ante el Colegio de los quindecenvires, pues su fallo se dictaba en nombre de los dioses y guiado por ellos. Una vez que se pronunciaba el Colegio su dictamen era eterno, no había apelación posible, y era deber de ellos, de los senadores, dictar sentencia basándose en su decisión.

Con gran disgusto el Senado se dispuso a hacerlo. Hubo toda una serie de propuestas para librarlos de esa responsabilidad. Y, en efecto, la versión del fallo que finalmente se adoptó achacaba toda la responsabilidad al emperador. El fallo dictaminaba que debía castigarse a la vestal Cornelia tal y como se castigó en su día a las hermanas Oculatae. Se las condenó a morir como prescribía la ley en esos casos, es decir, a ser enterradas en una cueva, al tiempo que se las encomendaba a la benevolencia del emperador, que efectivamente les permitió elegir su muerte. Así, mediante este fallo ambiguo, el Senado tuvo la habilidad de evitar condenar a Cornelia a la cruel pena, remitiendo una vez más al emperador la responsabilidad de la ejecución.

Los senadores miraron a Domiciano, asustados ante su propio atrevimiento. Como prescribía la ley, el cónsul en funciones le preguntó al emperador si en su calidad de juez supremo y Sumo Pontífice aprobaba el fallo y decretaba su ejecución. Todos miraron expectantes hacia la gran cabeza sonrosada del emperador. Norban, que se hallaba sentado detrás, un poco más abajo, se volvió hacia él para conocer su respuesta. Pero no tuvo necesidad de proclamarla. Todos vieron cómo asentía la pesada cabeza encarnada antes incluso de que Norban le preguntara.

De este modo el cónsul anunció el fallo, la corona lo aprobó, los escribas lo consignaron y el verdugo inició los preparativos.

Hasta entonces el emperador había contado con el favor de la plebe, que entendió la cruel firmeza con que había castigado el golpe de Saturnino. Pero la ejecución de Cornelia no la aprobó nadie. Los romanos protestaron. Norban trató de atajar el asunto. Pero los romanos no permitían que se les impidiese expresarse; protestaban y murmuraban cada vez más alto.

Se rumorearon ciertos detalles, conmovedores sin duda, del final de Cornelia. Se decía que, al bajar los escalones que conducían a su sepultura, se le había quedado enganchado el vestido. Un miembro del comando de ejecución quiso ayudarla a liberarlo; ella rechazó su mano con tal vehemencia que todos pudieron ver cómo su naturaleza pura rehuía cualquier contacto con un hombre. La anécdota caló tan profundamente en el corazón de las gentes que dos semanas después, al escucharse en una representación de la Hécuba de Eurípides: «Le seguía preocupando morir con la mayor dignidad», el público estalló en un largo y expresivo aplauso. También se decía que algún amigo —hubo quien mencionó a la propia Lucía— había introducido en la cueva una botellita de veneno, y que la serena y digna pureza de la vestal hizo que ni los vigilantes se atreviesen a arrebatársela. A todo ello se añadía el hecho de que, antes de morir, Crispín hubiera enviado misivas a varios amigos en las que afirmaba que moría siendo inocente. Por todo el Imperio circulaban copias de esas cartas. Nadie creía en la culpabilidad de Cornelia; en suma, se tachó al emperador de tirano implacable.

Cada día se hacía más evidente que Lucía había tenido razón y que el emperador pagaría con su popularidad la condena de Cornelia. Hasta entonces las masas habían permanecido indiferentes, incluso hostiles a los senadores de la oposición. Ahora, por el contrario, el pueblo saludaba con simpatía a las damas Fannia y Gratila allá donde fueran. Se representó una obra, Paris y Enone, llena de alusiones a las relaciones del emperador con Lucía y Julia, que alcanzó un gran éxito. En la calle los desconocidos se dirigían al senador Prisco animándolo a que publicase el discurso en favor de Cornelia que pronunció ante el Senado.

Prisco no se atrevía a tanto. Pero sí se dispuso a cumplir la promesa que hiciera a la vieja Fannia de no poner coto a su odio y dar a conocer su Vida de Peto. Entregó la obra terminada a Fannia, para quien la había escrito, y permitió que la difundiera. Pronto circularon copias por todo el Imperio.

En su obra se describía con gran claridad la vida del republicano Peto: cómo ese hombre, criado según las costumbres tradicionales romanas, al volverse insoportable la tiranía de Nerón se abstuvo de participar en las sesiones del Senado para poner de manifiesto su disconformidad. Cómo calló y calló mientras todo su ser expresaba su profundo disgusto por el devenir de los asuntos públicos. Cómo finalmente Nerón lo mandó acusar y juzgar. Cómo se abrió entonces las venas, indiferente, satisfecho incluso de no tener que seguir viviendo en esa Roma decadente, y murió haciendo gala de un valor estoico. Habían pasado veintisiete años desde entonces. En su biografía no se pronunciaba Prisco en ningún momento contra el emperador Domiciano, sino que se limitaba a reproducir fielmente y con encomiable objetividad la vida de su héroe, utilizando los datos que le había proporcionado Fannia, la hija de Peto. Sin embargo, y precisamente por su objetividad, el libro constituía una inestimable y descomunal acusación, y así fue leída y comprendida.

Si semejantes críticas se debían a la osadía de unos pocos, el Senado no tardó en lanzarse en su totalidad a una lucha abierta contra el emperador. Esto ocurrió con motivo de la caída del gobernador Ligarius.

Ligarius era uno de los favoritos de Domiciano, quien le había encomendado la administración de la provincia de Hispania; el hombre había utilizado su cargo para saquear el país sin escrúpulo alguno. Sucedió que ciertos representantes de la provincia acudieron a Roma para protestar ante el Senado contra su indigno gobernador. En otro tiempo, antes de que la fama de Domiciano se resintiese por la ejecución de Cornelia, el Senado no habría permitido que se juzgase de ese modo a un protegido del emperador. Ahora, al sentir que su poder aumentaba de día en día, no sólo obligó al emperador a que permitiese que se le encausase, sino que dio a conocer todo el asunto.

Se nombró procurador de la provincia de Hispania a Helvid, quien desplegó su magnífica oratoria y convenció al Senado, que aceptó prácticamente cada una de sus inculpaciones. Se revelaron los más nimios detalles de las extorsiones que había padecido la infortunada provincia de Hispania por parte de Ligarius, amigo y favorito del emperador. El Senado escuchó jubiloso cómo se declaraba culpable a Ligarius y se le cubría de improperios. Al cerrarse la causa era prácticamente seguro que el Senado no sólo condenaría al favorito del emperador en su próxima sesión, que se celebraría dos semanas más tarde, a restituir los bienes y dineros robados, sino que, además, confiscaría sus propiedades y dictaminaría su exilio.

Era un golpe contra Domiciano que nadie habría considerado posible un par de meses antes. Cierto que ahora las tablillas de la ley del Archivo estatal le atribuían más competencias que a ningún otro hombre desde la fundación de la ciudad, pero Domiciano sabía que no era el momento de hacer uso de tales atribuciones. Al contrario, hacía más de dos generaciones que el Senado no se atrevía a oponerse al emperador como en esos momentos.

Domiciano se encontraba en el invernadero del Albano tumbado sobre el camastro que había ordenado instalar. Meditaba sobre lo que había ocurrido y cómo habían llegado hasta ahí. ¿Acaso se había sobrepasado? ¿Tendría razón Lucía? No, no la tenía. Sólo ha de encontrar la energía necesaria para dominarse, para no devolver el golpe demasiado pronto, sino a su debido tiempo; debe encontrar la fuerza necesaria para esperar. Y de eso es muy capaz. Tiene práctica suficiente. Desde su amarga y miserable juventud ha recorrido un largo camino hasta donde está ahora.

Mucho puede alcanzarse con la debida paciencia. Es posible obligar a muchas plantas a crecer como uno quiere. Lo que no se aviene, se corta, se extermina. Ahora ha de dominarse, pero llegará el día en que le sea dado exterminar. Se siente en armonía con los dioses. A la larga se demostrará que Lucía no tenía razón.

¿A qué se debe que Roma no quiera reconocer que no tuvo más remedio que condenar a Cornelia? Sabe muy bien que ha condenado a otros cuya culpa era más que dudosa. Pero esa Cornelia era culpable: ¿por qué se empeñan en no creerlo? Tiene que haber algún modo de hacer ver a sus estúpidos e incrédulos súbditos la culpa, ya probada, de Cornelia.

Llamó a Norban. ¿No había mencionado a una tal Melita, una liberta de la vestal, que estaba al tanto de lo que había ocurrido en la fiesta de Bona Dea? ¿Dónde estaba esa Melita? ¡Qué incompetente debía de ser su ministro de policía dejándola escapar! El emperador arremetió contra Norban dedicándole terribles insultos; después quiso congraciarse con él y le pidió que apresase a la desaparecida Melita para torturarla y obtener de ella la confesión pertinente.

Norban permaneció tan impasible ante los ruegos del emperador como ante sus insultos. Allí estaba, rechoncho, la imponente cabeza descansando sobre los anchos hombros, el ridículo bucle negro sobre la estrecha frente; y sus ojos, los ojos castaños de un perro fiel aunque quizá no del todo domeñado, miraban al emperador acechantes, serviciales y ligeramente superiores.

—El amo y dios Domiciano sabe —dijo— que puede confiar en su Norban. La sacrílega Cornelia está bajo el mimbre que la condena al olvido por una culpa probada. Os proporcionaré los medios, mi amo y dios, para convencer también a la necia plebe de esa culpa.

Poco después Decián, que vivía retirado en su propiedad de Bajae, recibió el anuncio de una visita inesperada, la del senador Mesalino. Decián se preguntó inquieto qué querría de él el siniestro personaje, pero en su fuero interno lo supo en cuanto el criado citó su nombre. El tipo buscaba a Melita.

En efecto, el ciego no tardó en referirse a la vestal Cornelia.

—¡Qué lástima —se quejó Decián— que tuviera que morir esa mujer!

No era prudente hablar así, pero no pudo evitarlo; se sentía impelido a expresar su pesar por la muerte de Cornelia.

—¿No sería aún peor —preguntó Mesalino— que hubiera muerto por nada?

Ahí tenía el motivo de su visita. Decián decidió no delatar a la difunta Cornelia bajo ninguna circunstancia, pero en el mismo instante en que se lo prometió supo que le sería imposible cumplirlo.

A DDD, prosiguió entre tanto Mesalino, le había costado mucho dictar una sentencia tan dura. Sin embargo, resultaba que ciertos republicanos recalcitrantes se mostraban empeñados en arrebatar al emperador el éxito alcanzado gracias a su dureza y a Cornelia el sentido mismo de su muerte. Afirmaban que Cornelia era inocente, poniendo así en peligro la finalidad y el sentido de un fallo ejemplar: el fomento de la religión y la moralidad. Cualquier amigo sincero del Reino debía contemplar con pena semejantes manejos, tan necios como impíos.

Decián sabía que estaba en juego su vida. A pesar de todo olvidó su miedo por un instante y miró al ciego con espanto y curiosidad. Ésa era la lógica suave, lisonjera, diabólica con que esas gentes convertían sus crímenes en lo opuesto. Tal vez incluso lo conseguían; al menos, el hombre en cuyo nombre acudía a verlo creía que lo que éste afirmaba era la pura verdad.

—Cornelia irradiaba —le respondió con valentía— ese brillo que los dioses conceden a muy pocos, y por eso —concluyó con amable ambigüedad— será difícil hacer pasar su muerte por sensata.

—Hay un hombre —respondió Mesalino— que podría ayudar a nuestro amo y dios Domiciano en tal empresa. Ese hombre sois vos, querido Decián.

Con un leve movimiento de la mano, como si fuese capaz de ver la fingida indignación y la sorpresa en la cara del otro, se adelantó a su réplica, que no habría tenido el menor efecto, y prosiguió:

—Sabemos dónde se encuentra la liberta Melita. Pero no deseamos que el escándalo en torno al asunto de Cornelia vaya a más y por eso no nos haremos con ella por la fuerza. Sería muy razonable por vuestra parte, querido Decián, que nos entregaseis a la tal Melita. Os ahorraríais sufrimiento, a Melita la tortura y a nosotros el escándalo. Creo poder decir, además, que Cornelia no habría deseado otra cosa.

Decián había palidecido y fue una satisfacción para él que el ciego no pudiese percibir su palidez.

—No sé lo que queréis —replicó dominándose.

Mesalino dibujó un afable gesto de rechazo con la mano.

—Vos no sois un necio recalcitrante como algunos de vuestros amigos —le opuso—. DDD os tiene por hombre sensato y experimentado. Comprendemos que hayáis querido proteger a Cornelia. ¿Pero qué conseguiréis resistiéndoos? ¡Conservad vuestra sensatez, de la que tantas muestras habéis dado! Entregadnos a Melita, convencedla para que sea razonable y saldréis ganando. No quiero mentiros. Aunque nos la entreguéis, no podremos evitar que se os acuse de cómplice por ocultación del crimen de Cornelia. Pero, sea cual fuere el fallo del Senado, os puedo asegurar que no se os castigará más que con un exilio breve. ¡No hace falta que me contestéis ahora, querido Decián! Meditad lo que os he dicho. Estoy convencido de que llegaréis a la conclusión de que no hay otro camino. Salvad a Melita de la tortura y a vos de una muerte segura, y aprestaos hoy mismo a sacar vuestros bienes muebles de Italia, pues pasaréis dos o tres años desterrado. Os prometo que Norban no tomará buena nota de ello. ¡Creedme, el consejo que os doy es el consejo de un amigo!

Tras despedir a Mesalino, Decián se dijo que al emperador y a sus consejeros les importaba muy poco la fallecida Cornelia y que sólo perseguían recuperar la popularidad mermada de Domiciano. En cuanto el Senado no contase con el apoyo de las masas se vería obligado a renunciar a las ventajas que había alcanzado en los últimos tiempos en su pugna con el emperador. Decián lo sabía muy bien. ¿Debía ayudar al emperador a debilitar de nuevo al Senado y salvar así su vida?

No, no debía. Pero ¿qué conseguiría sacrificándose? Podía hacer desaparecer definitivamente a Melita. ¿Qué harían entonces Mesalino y Norban? Lo apresarían a él, le obligarían a confesar mediante torturas cómo y por qué motivo se había quitado de en medio a Melita. No habría ganado nada. Su muerte sólo aplazaría en unas pocas semanas la inevitable victoria del emperador sobre el Senado.

Decián informó a Mesalino del paradero de Melita. Le obligaron a guardar silencio y le prohibieron abandonar su villa de Bajae; lo vigilaban. La liberta Melita fue capturada de inmediato y en el secreto más estricto.

Domiciano sonrió satisfecho.

—Tengo buenos amigos —le dijo a Mesalino—. Tengo buenos amigos —le dijo a Norban y, en el círculo de sus consejeros privados, que se había reducido a Regino, Marullo, Annius Bassus y Norban, afirmó—: Este asunto quedará de momento entre nosotros. No presentaremos ninguna denuncia contra Decián. Dejaremos que los senadores prosigan con sus intrigas. Vamos a ver hasta dónde están dispuestos a llegar en sus alegatos contra Ligarius y contra nosotros —sonrió abiertamente—: ¡Dejemos que los enemigos del Estado corran hacia su destrucción! Podemos esperar.

Los senadores de la oposición ignoraban lo ocurrido y que el emperador podía ahora acallar los incesantes rumores en torno a la culpa de la vestal ejecutada. Por el contrario, Helvid, Prisco y el resto de sus enemigos estaban convencidos de haber restablecido la república, de haber relegado de nuevo al emperador al lugar que le asignaba la Constitución, el primero entre iguales, y que verdaderamente lo eran. Helvid se paseaba ufano, su cara ajada rejuveneció de orgullo por la victoria alcanzada. Era el gran republicano, el defensor de la causa justa; había vengado a los hispanos oprimidos por los desmanes de Ligarius y del emperador, saboreaba su éxito, se pavoneaba, y con él sus amigos del Senado, Prisco y los suyos, y los familiares del fallecido Peto, Fannia y Gratila. En dos días el Senado fallaría el asunto de Ligarius, el expoliador de la provincia de Hispania. Algunos senadores deseaban que la condena se limitase a decretar su exilio y la confiscación de sus bienes, pero ellos, los líderes de la oposición, no se van a contentar con eso: exigirán que se condene a muerte al amigo del tirano, al criminal, y lo lograrán.

Naturalmente, los ministros Regino y Marullo estaban al tanto de esos rumores. Eran veteranos con una larga experiencia a sus espaldas, que habían visto a muchos amigos y conocidos morir inesperadamente y no siempre pudieron negar su colaboración para que así ocurriera. Estaban cansados, eran bondadosos por naturaleza, conciliadores y no belicosos, y lamentaban que ahora Helvid se lanzase con tanto empeño y a ciegas hacia su muerte. A la larga no cabía salvarlo, pero ¿por qué no iba a vivir un par de años más, o al menos unos meses? Eran humanos, querían impedir que precipitase su caída.

No era infrecuente que ambos caballeros, cuya liberalidad tan bien conocían sus enemigos —ellos la denominaban lasitud—, sostuviesen conversaciones más o menos francas con ellos; conversaciones que, desde luego, se mantenían dentro del ámbito de lo puramente formal. También ahora buscaron la ocasión de hablarles. Un día antes de que el Senado fallase en el asunto de Ligarius pudieron por fin verse a solas con Helvid, Prisco y Cornelio tal y como deseaban.

—Habéis encumbrado a vuestra Hispania hasta la victoria, querido Helvid —opinó Marullo— y habéis acabado con Ligarius. No es poco, y os felicitamos por ello. ¿Pero qué más queréis? Que un hombre como nuestro Cornelio proceda con tal fogosidad nos parece lógico. Pero que lo haga un hombre de nuestra misma edad es contra natura.

Y Regino añadió con su usual tono conciliador:

—¿A qué viene esa sed de sangre? Sabéis tan bien como yo que DDD no pasará, en el mejor de los casos, de la confiscación de sus bienes y el exilio; que jamás aceptará una condena a muerte. Semejante petición no sería, por tanto, más que una farsa. ¿Lo necesitáis? Con ello no hacéis más que poner en peligro vuestra victoria.

—Quiero demostrar al Senado y al pueblo de Roma —respondió Helvid taciturno— que este régimen no vacila en confiar a criminales los cargos más relevantes del Imperio.

—Mi querido Helvid —inquirió Regino—, ¿no os parece que estáis generalizando? También en los tiempos en que el Senado gobernaba sin traba alguna hubo que condenar a más de un gobernador por prevaricación. Nos lo han contado en la escuela. Me vienen a la mente un par de discursos sobre tales asuntos, discursos sin los cuales no habríais podido redactar vuestro excelente alegato contra Ligarius.

Y Marullo lo secundó:

—Sed sinceros y reconoced que la administración de las provincias ha mejorado algo bajo este amo y dios nuestro, Domiciano. Bien, Hispania se ha topado con un tipo muy perjudicial, pero a fin de cuentas el Imperio cuenta treinta y nueve provincias, y desde que tenemos memoria no ha habido tan pocas quejas de ellas como bajo DDD. No, querido Helvid, lo que queréis hacer solicitando la pena de muerte no tiene nada que ver con la política, vuestro objetivo no es únicamente reparar ese daño; lo que os proponéis es sencillamente manifestaros en contra del régimen.

De nuevo tomó la palabra Regino:

—Convenced a vuestro amigo, querido Prisco, y aceptadlo, querido Cornelio. No beneficia a nadie presentando esa petición, ni a vosotros ni a sí mismo. Todo esto no os acarreará más que desgracias.

Habló con gran sosiego y, a pesar de ello, Prisco y Cornelio fueron capaces de reconocer la gravedad de su advertencia.

No así Helvid, quien, ebrio aún de éxito, seguía pensando en las grandes palabras.

—Naturalmente —les espetó bruscamente— que no combato a Ligarius personalmente; me da igual que se le exilie o que se le mate. Lo que quiero impedir —y eso lo sabéis muy bien— es que Roma se encarne en un solo hombre. Lucho por la soberanía de la jurisdicción del Senado. Lucho por la libertad de Roma.

Ésas eran palabras peligrosas incluso en esos días, y el prudente Cornelio trató de desviar la conversación.

—No nos soltéis un discurso, querido Helvid —dijo—. Os apartáis del asunto.

Pero Regino trató de calmar al preocupado muchacho con un gesto de la mano.

—¡No temáis, no hay peligro! —dijo sonriente. No quería dejar pasar la oportunidad de referirse a su vez al tema de la libertad, en torno al cual divagaban aquellos senadores—. Libertad —dijo repitiendo la última palabra de Helvid. Y la definió con su clara y gruesa voz—: La libertad es un prejuicio senatorial. Deseáis que Roma no se encarne en un único hombre, sino en las doscientas familias senatoriales, y a eso lo llamáis libertad. Imaginaos por un momento que alcanzáis vuestro objetivo al cien por cien. Conseguís que el Senado tenga más poder que el emperador. ¿Qué habríais ganado con ello, por Hércules? ¿Qué clase de libertad sería ésa? ¿En qué consistiría? En una lamentable confusión; en un ir y venir insensato de las doscientas familias combatiéndose entre sí, pactando, estafando, disputándose las provincias, los privilegios y los monopolios aún más de lo que lo hacen ahora. Si atendéis a vuestra razón, y no a vuestros sentimientos, deberéis admitir que semejante libertad conviene menos a la comunidad que el régimen administrado por un solo individuo que os atrevéis a despachar con el cómodo epíteto de despotismo.

Helvid quiso replicarle, pero Prisco se lo impidió, él mismo tenía mucho que decir al respecto.

—Habéis hablado con desdén de los «sentimientos» —le respondió, y su voz clara y cortante los impresionó tras haber escuchado la pastosa de Regino—. Olvidáis, no queréis percataros de cómo puede llegar a abrumar el poder de un solo individuo. Saber que mis acciones se someterán al juicio y a la conciencia de un gremio cuidadosamente seleccionado según sus méritos es para mí como aire fresco, mientras que el sentimiento que me inspira verme abocado a obedecer a uno es aire viciado.

Tampoco Cornelio fue capaz entonces de contenerse, y añadió con su voz oscura, potente, amenazadora:

—La libertad no es un prejuicio, estimado Regino, la libertad es algo muy concreto, tangible. Si he de sopesar cada palabra que pronuncio mi vida se vuelve más estrecha, me empobrezco, dejo de pensar libremente y me fuerzo contra mi voluntad a pensar únicamente lo «permitido»; me pudro, me encierro en mil y un cuidados y precauciones en lugar de mirar abiertamente hacia adelante, mi cerebro se anquilosa. En la esclavitud no hacemos sino respirar: vivir, sólo se puede vivir en libertad.

Helvid no pudo contenerse más.

—El emperador —les increpó— se esfuerza en restaurar la virtud y el decoro de Roma. Impone penas que no se aplicaban desde hace siglo y medio. ¿Qué ha logrado con ello? Cuando nos gobernaba el Senado, eso no podréis negarlo, había en Roma más moral, más virtud y más decoro.

Y Prisco agregó:

—Y más justicia.

Y Cornelio, a su vez, concluyó:

—Y más felicidad.

—Palabras, señores —dijo Regino, afable—, todo eso no son más que palabras. ¡Felicidad! ¿Acaso le exigís a un gobierno que haga feliz a sus súbditos? Con eso no hacéis sino demostrar que no estáis hechos para gobernar. ¿Le exigís moral a un gobierno, virtud, ley? Admito que nosotros somos mucho más modestos. Nosotros, Marullo y yo, damos por bueno un gobierno si consigue desterrar de este mundo el mayor número de causas de infelicidad, hambre, epidemias, guerras, un reparto excesivamente desigual de la propiedad. Si yo tuviera que elegir entre un régimen y otro, si tuviera que valorar cuál es el mejor, no me preocuparía por su nombre; me resultaría indiferente que se autodenominase democrático o despótico. Me limitaría a preguntar: ¿qué régimen me garantiza una planificación mejor, más orden, una mejor administración y economía? Exigirle más a un gobierno, pedirle justicia o felicidad, es pedirle peras al olmo. Dad a la población pan y circo en cantidades suficientes, dadle algo de carne y vino, dadle jueces y cobradores de impuestos que no sean excesivamente corruptos, e impedid que los privilegiados engorden demasiado. El resto: el derecho, la virtud y la felicidad, vienen por sí mismos. En vuestro fuero interno sabéis tan bien como yo que bajo Domiciano el ciudadano obtiene más pan, más descanso y más placer de lo que sería posible de gobernar el Senado. ¿Creéis que los cientos de millones de habitantes de este Imperio estarían dispuestos a dar parte de su pan, su descanso y su placer a cambio de vuestra «libertad»? No llegan al medio millón los que desean otra forma de gobierno.

Todos quisieron responderle. Pero Marullo se había cansado con su inútil perorata y afirmó concluyente:

—En cualquier caso, querido Helvid, os aconsejo que os alegréis de vuestro triunfo sobre Ligarius; no tentéis a los dioses y daos por satisfecho.

Y Claudio Regino añadió seco, campechano, aunque no sin énfasis:

—Creo que es un buen consejo.

Los tres senadores estaban sinceramente indignados por el cinismo de los ministros, pero los conocían lo bastante bien como para saber que su consejo era sincero. Prisco y Cornelio trataron por ello de convencer al arrojado Helvid de que se moderase y se conformase con el exilio de Ligarius, que era mucho más de lo que podrían haber creído alcanzar medio año antes. El pueblo era voluble, no debían irritar excesivamente al emperador; a fin de cuentas lo respaldaba el ejército; habían avanzado mucho, y habían tenido éxito: era el momento de detenerse. Pero Helvid persistía en su plan. Había comunicado a tantas personas que no se conformaría con que se condenase a Ligarius al exilio, que exigiría su muerte, su orgullo no le permitía retroceder ahora. Decidió no cejar en su empeño.

Y eso hizo, en efecto. El aviso de los consejeros de Domiciano lo enconó aún más y habló con mayor vehemencia, mayor contundencia que nunca. Incluso Cornelio y Prisco olvidaron sus reparos al escucharlo. Fue un gran momento. Los viejos republicanos contuvieron la respiración, los ojos les brillaban; la felicidad casi los cegaba al oír a Helvid, en un magnífico crescendo, pedir la pena más dura que preveía el derecho para el criminal Ligarius: la muerte, la muerte, y sólo la muerte.

Hacía años, desde que Domiciano subiera al trono, que la oposición del Senado había enmudecido. En los últimos meses había despertado alcanzando una victoria tras otra, y finalmente un senador se atrevía a solicitar la pena de muerte para un amigo y favorito del emperador. ¿Acaso volvían los días de libertad? El discurso de Helvid, su solicitud, fue el mayor triunfo de la oposición.

Y también el último.

Todos lo supieron en cuanto el inculpado respondió al acusador. Hasta entonces Ligarius se había comportado con modestia, como convenía a un hombre que ha sido acusado con fundamento de un grave delito. Todos esperaban, por ello, que tras aquel discurso y tal solicitud se mostrase cohibido; que, derrotado, rogase clemencia al Senado. En lugar de eso, la propuesta de Helvid no pareció turbarlo; por el contrario, sonrió al escucharla; incluso se iluminó como si hubiera estado deseando que la formulara. Sus primeras palabras revelaron que estaba seguro de no tener que cumplir jamás la pena exigida por Helvid, la aprobase o no el Senado. Su discurso no fue, desde su principio, una defensa, sino una acusación.

Todo el mundo, la ciudad y el orbe entero, dijo, conocía su crimen; lo había admitido y se había declarado dispuesto a pagarlo y a aceptar la pena que le impusiera el Senado. Pero se resistía con toda la fuerza de que era capaz contra ruegos como el de ese senador Helvid. Aún era senador y un hombre de rango consular. Como tal defendía la dignidad del Senado, que se veía amenazada por propuestas desmesuradas y contrarias a la razón, como la de Helvid. De semejante petición no emanaba ya la justa indignación por el delito, sino tan sólo el odio personal, una hostilidad salvaje, insensata, criminal. Pero no había enemistad entre él y Helvid. ¿Contra quién, entonces, contra quién se dirigía tamaña insolencia? Sin duda únicamente contra la persona más alejada de tan temible inquina, contra el amo y dios Domiciano. A él, y sólo a él, quería atacar Helvid en su persona. Su solicitud era una mera provocación, una falta de lesa majestad, y si a él, a Ligarius, no se le concedía tras la sesión de aquel día y el pronunciamiento del Senado la posibilidad de presentar una acusación por tal falta, exigía a los padres convocados, que aún eran sus colegas, no dejar impune el atrevimiento de Helvid y defender la dignidad del Senado y la buena fama del Imperio presentando una acusación contra Helvid por lesa majestad.

Era evidente que Ligarius no se habría atrevido a hablar así de no estar seguro de contar con el respaldo de los consejeros del emperador. Era evidente que Domiciano había encontrado el medio de defenderse de los ataques de los senadores. En cualquier caso, el emperador estaba decidido a no tolerar más provocaciones; probablemente también había encontrado la forma de granjearse las simpatías del pueblo. Sea como fuere, no parecía aconsejable avanzar aún más, era preferible actuar con cautela, y la propuesta de Helvid fue rechazada casi por unanimidad. Ni siquiera se aceptaron las propuestas de confiscación de bienes y exilio. Ligarius, el amigo y favorito del emperador, fue condenado únicamente a devolver las cantidades sustraídas ilegalmente a Hispania.

Y, en efecto, pronto se demostró que los senadores habían interpretado correctamente el discurso de Ligarius y que el emperador poseía las pruebas que le permitirían recuperar el respeto de las masas y relegar al Senado a su habitual impotencia.

Poco después de que dictaran la sentencia de Ligarius el Senado tuvo que ocuparse de una denuncia contra Decián. Se le acusaba de haber tratado de ocultar el delito de la vestal Cornelia, ya condenada.

El propio emperador asistió al debate del Senado. Decián no compareció. Una vez formulada la acusación, su defensor habló en su nombre:

—El senador Decián renuncia a su defensa. Estoy aquí más en calidad de mensajero que de abogado. El senador Decián desea comunicar a los padres convocados que se declara culpable del delito del que se le acusa.

Sólo se presentó una propuesta: muerte para el reo y desdoro de su memoria. Nadie se opuso. En ese momento intervino Domiciano. Rogó a los padres convocados que fuesen benévolos con el arrepentido, con el confeso. En efecto, sólo se le condenó al exilio, confiscándosele todos los bienes que poseyese en Italia.

Al marchar, el emperador amenazó a un grupo de senadores que se habían congregado en torno a Helvid y Prisco. Sonriente, levantó el dedo diciendo:

—Ved, señores: ahora hasta vuestro amigo Decián me ha exonerado de ciertas inculpaciones.

Hubo una conmoción general cuando se supo que un hombre tan justo y tan respetado como Decián había testificado a favor del emperador y contra la vestal. Incluso Melita, la amiga y liberta de Cornelia, la inculpó. Por tanto, era evidente que se había procedido injustamente al atacar a Domiciano. Pronto la indignación que había suscitado ese caso se transformó en entusiasmo. Las masas reconocieron su ingenuidad y maldijeron a la vestal Cornelia, cuya lascivia había estado a punto de costarles al Estado y a su buen emperador la benevolencia de los dioses. Alabaron a Domiciano por haber actuado con mano firme sin reparar en el rango de la persona, vengando así a la diosa. ¡Cuánto debió de costarle llevar a la propia Cornelia a los tribunales, suscitando así el odio que provocaría su condena! ¡Qué gran emperador! Finalmente resultó que la condena de Cornelia le valió ahorrarse un reparto de regalos.

Tras haberse dominado por tanto tiempo Domiciano disfrutaba ahora plenamente de su venganza. Provocó una serie de juicios que acabaron para siempre con los cabecillas del partido de la nobleza que ni su padre ni su hermano, y hasta entonces ni él mismo, se habían atrevido a tocar.

Los primeros encausados fueron los senadores Helvid y Prisco y las damas Fannia y Gratila. El delito, urdido a duras penas y con todo descaro, era de lesa majestad. Se había investigado la vida entera de los acusados y todos sus actos y palabras fueron interpretados como una ofensa al emperador. La burla más inocua que se hubieran permitido fue retorcida y falseada hasta convertirse en alta traición. Al precavido Prisco, quien, para mantenerse a salvo, había pasado muchos años en su retiro campestre, se le inculpó precisamente por su cautela; era una ofensa para el emperador que un hombre de su talento y tenacidad no se pusiese al servicio del Estado bajo su mandato. Naturalmente, la biografía de Peto fue considerada un canto subversivo que glorificaba a un rebelde, un ataque encubierto al emperador. Los acusadores no se refrenaron y abrumaron a los acusados con frías y mezquinas humillaciones. El Senado no se atrevió a resistirse. La Curia donde se reunía estaba tomada por la guardia personal del emperador. Era la primera vez desde la fundación de la ciudad que la corporación regente debía tomar resoluciones bajo la coacción de las armas.

Dos episodios de este proceso permanecieron largo tiempo en la memoria de los romanos. Por un lado, la declaración de Fannia. El acusador adujo que se rumoreaba que Prisco había escrito su escandalosa biografía de Peto por deseo suyo, de Fannia, y que ella había sido la primera en divulgarlo. Le preguntó si era cierto. Todos sabían que un «sí» le costaría su fortuna.

—Sí —replicó ella.

El acusador inquirió a continuación si había entregado a Prisco material para su libro. Todos sabían que si asentía una segunda vez se la exiliaría de Roma en el mejor de los casos; que incluso podían llegar a dictaminar su muerte.

—Sí —respondió.

A continuación se le preguntó si su cuñada Gratila, hermana de Peto, estaba al tanto de todo el asunto.

—No —replicó. La declaración de Fannia se limitó a esas tres palabras sencillas, valientes y desdeñosas: a dos «síes» y un «no» que se grabaron más profundamente en las mentes del Senado y del pueblo de Roma que el excelente discurso del acusador.

El segundo acontecimiento fue el siguiente: Helvid, sabiendo que nada podría salvarlo, aprovechó su última oportunidad de dirigirse a los romanos para pronunciar un siniestro e impresionante discurso contra el emperador, quien, según él, no lograría sustraerse a la venganza de Roma y de los dioses. Todos lo escucharon en silencio. El ciego Mesalino, en cambio, se levantó y, como si pudiese ver, avanzó entre los bancos dirigiéndose con paso seguro hacia Helvid para atacar al maldiciente con su propia mano. Pero ocurrió que por primera vez los demás trataron de detenerlo, gritándole:

—¡Este hombre vale cien veces más que tú!

Lo insultaron, y lograron que perdiera el equilibrio y se cayera.

Esos accesos de ira no impidieron, sin embargo, a los padres convocados condenar a Helvid y a Prisco a muerte, a las damas Fannia y Gratila al exilio, y a la hoguera al libro de Prisco.

Dos días después se erigió la pira donde se quemaría el libro en el que el condenado Prisco describía la vida del ajusticiado Peto. La quema tuvo lugar a última hora de la tarde. Las llamas apenas brillaron con pálido fulgor cuando se encendió, pues aún era de día, pero al caer la noche se volvieron cada vez más visibles, y más fuertes los gritos de la plebe congregada. A Prisco se le concedió asistir al acto. Lo hizo. Con la redonda y calva cabeza y los ojillos hundidos observó inmóvil cómo las llamas engullían su libro. Los ejemplares elegidos para la quema habían sido escritos en pergamino; el costoso material no le había parecido a la anciana Fannia demasiado para aquel libro, y el pergamino, rebelándose contra la aniquilación, ardía lenta y difícilmente. Prisco era un hombre frío y objetivo; a menudo había sonreído ante las metáforas y símiles que usara su amigo Helvid, pero a pesar de ello aquella visión se adornó en su mente con algunas ideas e imágenes patéticas. El fuego ilumina, el fuego purifica, el fuego es eterno, el fuego une a los hombres con los dioses y, en cierto sentido, hace al hombre más poderoso que los dioses. Seguramente su Vida de Peto perdurará más que el régimen de Domiciano y los déspotas que le sigan; pero tal vez no le siga ninguno.

Aquélla fue la última hoguera que vio Prisco, su última tarde y su última noche. También el ajado y vehemente Helvid tuvo que pagar esa misma noche la satisfacción que le produjera poder soltarle al emperador a la cara con su propuesta contra Ligarius todo su odio y su desprecio, y siguió a su padre al Hades, arrojado a él tan violentamente como éste lo fuera. Domiciano se dijo que, de vivir, sin duda el viejo Vespasiano se sentiría orgulloso de su hijo.

Una semana después las mujeres marcharon al exilio. Se las envió a una región salvaje, bárbara. A la rechoncha y mimada Gratila, acostumbrada a tener a tres esclavas ocupadas únicamente en su cuidado corporal, no le resultaría fácil convivir ahora con la vieja y siniestra Fannia en esa casa pequeña y primitiva de la fría y poco acogedora costa del Mar del Norte. Naturalmente, Fannia se llevó consigo el panegírico de Prisco a su padre. Cierto que, al dirigirse las mujeres hacia la Puerta Latina para abandonar la ciudad, muchos se congregaron al pie del camino, pero ni sus deudos revivirían ni el Ponto se transformaría por ello en Tíber.

También el senador Cornelio, el escritor, asistió a su partida. No había querido presenciar la ejecución de sus amigos y no asistió a su juicio. Fue una temeridad, aunque sólo relativa, porque tuvo la precaución de convocar a tres médicos junto a su lecho que debían dar fe de su afección pulmonar. También ahora, precavido como era, dudó si debía mezclarse entre los que saludaban a las mujeres en su último paseo. Se sobrepuso y se atrevió a hacerlo, y allí estaba, reprochándose esa innecesaria muestra de valor. Aguardó, y al verlas pasar estiró el brazo derecho saludándolas largo rato por última vez. Pero en su fuero interno pensaba: ¡qué vano, qué inútil es todo esto! ¡Pobres amigos míos, necios amigos! ¿Por qué no habéis esperado a que llegase el momento de acabar con este emperador? Entonces, tras su muerte, habríais podido formular en voz alta, abiertamente, vuestra acusación con más eficacia de lo que lo habéis hecho ahora. Pobres amigos, necios, muertos, no habéis comprendido que este tiempo únicamente tiene una exigencia: ¡sobrevivir a él! ¡Pobres mujeres estas esposas de héroes, necias, exiliadas! Vuestra única esperanza radica en que yo sea menos necio que vosotras y pueda erigiros, alguna vez, un monumento.

Cuando Domiciano hubo limpiado la ciudad de sus enemigos y de los enemigos de los dioses quiso celebrar una fiesta secular. Habían transcurrido ochocientos cuarenta y nueve años desde la fundación de la ciudad y era preciso ser muy temerario con los números para decretar que había transcurrido todo un milenio. Pero Domiciano era valiente, y así lo hizo.

Los heraldos convocaron al pueblo. El Colegio de los quindecenvires ordenó que se repartiesen los materiales con los que debía purificarse cada cual: antorchas, pez y azufre. A su vez, el pueblo entregó al Colegio pontificio las primicias de su cosecha y ganado para los dioses. El emperador ofreció sacrificios a Júpiter y a Minerva en el Campo de Marte, las matronas dirigieron en su presencia rezos a Juno, se ofreció a la tierra una trucha viva, diversos coros de jóvenes y doncellas entonaron himnos, y el emperador consagró al dios Vulcano un terreno para que en adelante protegiese a la ciudad del fuego.

Esa noche el emperador durmió con Lucía.

—¿Recuerdas —le preguntó— lo que me dijiste cuando condené a la vestal? Bien, querida Lucía, ¿quién tenía razón?

Su victoria sobre el Senado llenó por completo a Domiciano; le corroboró que había entendido correctamente su sacerdocio y su cargo en el sentido que le atribuían los dioses. Eso lo sostenía, lo elevaba, lo colmaba de dicha.

Siempre le había gustado la acción, pero ahora se tomó su trabajo y sus deberes aún más en serio. Antes, vehemente e inquieto como era, le gustaba recorrer su enorme Imperio a pesar de las fatigas, y solía vérsele un año en Britania, otro en el bajo Danubio. Ahora en cambio pasaba la mayor parte del tiempo en Roma reunido con sus ministros o sentado en su despacho.

Había elegido una pequeña habitación como gabinete de trabajo; para concentrarse debía tener a su alrededor muros estrechos, cerrados. En la soledad de esa habitación vedada lograba sumergirse plenamente en su interior. A veces, en esos momentos de recogimiento, sentía casi físicamente que era el corazón y el cerebro de ese inmenso organismo vivo que solían llamar, con un término vago y abstracto, Imperio romano. Sólo en él, dentro de él, vivía realmente el Imperio romano. Los ríos del Imperio, el Ebro, el Po, el Rin, el Danubio, el Nilo, el Éufrates, el Tigris, eran sus arterias, las del emperador; y sus cordilleras, los Alpes, los Pirineos, el Atlas, el Haemus, sus huesos; y era su propia sangre lo que calentaba y vivificaba esas regiones inacabables, sus millones de habitantes eran los poros por los que respiraba su propia vida. Esa vida mil veces multiplicada lo convertía en verdad en dios, elevándolo por encima de toda medida humana.

Pero para que ese poderoso sentimiento vital no se dispersase debía tensar su marco con mayor firmeza y minuciosidad. Tenaz, se ceñía a su plan. Que hubiera vencido al Senado rebelde era sólo el primer tramo de un camino perfectamente trazado. Ahora, tras haberse cerciorado de que contaba con la ayuda de los dioses, podía iniciar la parte más difícil de ese camino: ya estaba en condiciones de poner fin a los oscuros manejos con que lo amenazaba ese dios foráneo, maligno y misterioso que era Yahvé.

No es que quisiera atacarlo por propia iniciativa. En absoluto, eso no le correspondía a él, mero defensor de la religión. Las doctrinas de Yahvé podían subsistir: pero sólo en el pueblo de Yahvé. Si las doctrinas rebasaban sus fronteras, si comenzaban a envenenar a los romanos, tendría el deber de impedirlo; de arrancar esas doctrinas de sus corazones.

Reunió a sus ministros. Junto con Regino, Marullo, Annius Bassus y Norban elaboró un plan para expulsar a Oriente de Roma, para recluirlo de nuevo en su territorio.

En un principio se trataba únicamente de deshacerse de Jacob de Sekanja, el taumaturgo. Jacob ejercía en Roma de cabecilla del cristianismo. Toda la ciudad estaba al tanto de sus movimientos. Salía y entraba libremente de la casa del príncipe Clemente. Muchos senadores mostraban interés por él o por sus ideas con el propósito de manifestarse en contra del emperador de ese modo aún inofensivo. El pueblo miraba al taumaturgo con tímida veneración. Diecisiete personas habían visto con sus propios ojos cómo la paralítica Paulina, una liberta, se levantó y echó a andar después de que le pusiera la mano en la cabeza y murmurara un par de fórmulas arameas. Cierto que la muchacha murió ese mismo día; pero el hecho no era por ello menos milagroso, y no menos admirable el hombre que había obrado el milagro. En cualquier caso, el emperador y su ministro de policía opinaban que era preferible que Jacob de Sekanja no hiciese más milagros en su ciudad.

Pero ¿cómo se impedía a un hombre que obrara milagros?

Había, opinó decidido Norban, un medio muy eficaz.

Todos meditaron en silencio en ese medio. Regino adujo, sin embargo, que tal vez no fuese pertinente aplicar ese método tan eficaz en el caso del taumaturgo. Si lo hicieran todos pensarían que los seguidores de la religión del Estado temían al dios del taumaturgo. Lo que probablemente no amedrentaría a sus fieles, sino que reforzaría su fe en esa superstición.

Tal vez, propuso Marullo, podrían pedirle al taumaturgo que hiciera algún milagro en la corte del emperador. Así podrían controlarlo y desenmascararlo.

—¿Y quién os garantiza —objetó Bassus— que no vaya a hacer el milagro?

El emperador, sin embargo, declaró conciso:

—No quiero poner en duda la capacidad del dios Yahvé. Sólo quiero impedir que el taumaturgo siga ganando adeptos.

Marullo, que no se sintió ofendido por su observación, opinó que lo primero que debían determinar era en qué medida estaba permitida la difusión de la doctrina judía y cuándo pasaba a ser proselitismo, y, con ello, un delito.

—Si el amo y dios nos revelase su opinión al respecto —dijo— sería una bendición para todos nosotros.

Al emperador le agradaban enormemente esas distinciones formales, pseudojurídicas, y Marullo contaba con que DDD estaría encantado de definir su parecer en ese punto.

Domiciano aprovechó la oportunidad que se le brindaba.

—El judaísmo —explicó— es y seguirá siendo una religión permitida. No ignoro que esta religión niega un principio básico que liga al resto de las naciones, el principio de que la divinidad se encarna en el emperador. Mientras que todos los demás, tanto los seguidores de Isis y Mitra como los de las divinidades bárbaras de germanos y británicos, veneran y tienen por sagradas la efigie del emperador romano y sus insignias, los judíos son los únicos que no conceden validez a un precepto tan claro. Pero la tolerante Roma no tiene la menor intención de obligar a entrar en razón a ese pueblo pobre y terco, cuya debilidad se ha visto corroborada por sus funestas derrotas.

Tras ese preámbulo no pudo evitar explayarse sobre sus teorías predilectas como si se encontrase ante el Senado.

—Roma no prohíbe las creencias. Roma deja a cada cual su fe, aunque sea una fe errónea. Cada cual puede tener su dios, por muy extraño que sea. ¿Por qué no ha de tener su costumbre cada pueblo, siempre que acate nuestra ley? —declamó, y tanto Regino como Marullo constataron, regocijados, que su entusiasmo lo había arrastrado hasta el verso—. Pero —continuó Domiciano— precisamente ahí está el límite. Eso es lo que no permite Roma, que el dios de otro pueblo interfiera en el ámbito de la religión del Estado. El Sumo Pontífice de Roma no puede permitir que esos hombres orientales osen difundir su superstición por medio de burdas artimañas y propaganda. Habéis preguntado, querido Marullo, en qué medida debemos tolerar la difusión de la doctrina judía. Y yo os respondo: se permite confesarse adepto de esa doctrina y practicar sus usos a todos aquellos que para su desgracia han nacido en el seno de ese pueblo y de su fe. No se permitirá, en cambio, difundir esa superstición mediante la predicación o incluso los hechos. Quien quiera convertir a otro en acólito de la religión judía mediante la palabra, o incluso con el cuchillo de circuncidar, atenta contra la soberanía de Roma y de su emperador.

—Eso es lo que yo llamo hablar claro —dijo Marullo. Pero Claudio Regino objetó cauteloso:

—Si nos declaramos públicamente partidarios de ese principio, ¿no se nos increpará de nuevo por tener miedo de ese Yahvé y de la capacidad persuasoria de su doctrina?

—La cautela no es lo mismo que el miedo —replicó brusco Norban—. Si cierro con llave la puerta de mi casa es una precaución justificada, no temor.

Pero el sencillo soldado Bassus afirmó valiente:

—Yo sí temo a esa doctrina. Es contagiosa, He estado en Judea y he sido testigo de cómo se va extendiendo el temor al dios Yahvé y su doctrina. El Templo, «eso», infundía temor a mis soldados, los paralizaba. No es bueno dejar al ejército en manos de los predicadores de esa doctrina.

Aquella confesión los dejó perplejos.

—No me gusta oír esas cosas, querido Annius —declaró Domiciano—. Pero, sea como fuere, no deseo que se difunda esa doctrina, quiero proteger de ella a mis romanos, y prohíbo que se predique. He dicho.

—¿Qué hacemos entonces con nuestro taumaturgo? —dijo Norban secamente volviendo al punto de partida. Marullo opinó esbozando una leve sonrisa:

—Si he entendido bien al amo y dios Domiciano el taumaturgo puede seguir obrando milagros tranquilamente, pero entre sus judíos, en Judea, y no aquí, en Roma.

—Os doy las gracias, querido Marullo —respondió el emperador—. Creo que es el procedimiento adecuado.

Sin embargo, el franco Annius musitó:

—La provincia de Judea está muy próxima, muchos romanos tienen negocios allí, y hay muchos barcos yendo y viniendo. Yo preferiría tener a ese hombre más lejos. ¿Por qué no exiliarle más allá de las fronteras del Imperio? Que haga sus milagros ante los escitas o ante los partos, siempre que se aleje de los súbditos romanos.

Todos se alegraron de tener entre ellos al sencillo soldado.

Domiciano en cambio no se conformó con que la discusión se limitase al caso de Jacob de Sekanja. Sus consejeros debían saber por sí mismos que ese paso contra el taumaturgo no era más que el primero de un camino mucho más ambicioso. Y declaró:

—Para que no haya ningún malentendido precisaré una vez más. Hay tres clases de judíos. En primer lugar los que, nacidos judíos, se limitan a practicar su fe. Pueden hacerlo tranquilamente, no se les perseguirá. En segundo lugar los que hacen propaganda y buscan prosélitos. Su presencia no se tolerará ni en Italia ni en ninguna otra provincia del Imperio; habitarán exclusivamente en la provincia de Judea e incluso allí se les someterá a la vigilancia de la policía. Pero, además —hablaba lentamente, deleitándose— hay una tercera categoría de judíos, y éstos son, a mi parecer, los peores.

Se interrumpió, saboreó la expectación de sus consejeros y concluyó:

—Me refiero a los que, habiendo nacido en el seno de la religión del Estado, la niegan para seguir al dios de los judíos y ponen en duda el carácter sagrado del emperador.

—Bien, ya está todo aclarado —dijo Marullo secamente. Pero el práctico Norban sacó inmediatamente las conclusiones más obvias.

—De modo —afirmó— que empezaremos por exiliar a Jacob el taumaturgo, y a continuación presentaremos una denuncia contra el senador Glabrio.

Los otros levantaron la vista. El senador Glabrio era un hombre pacífico al que no podía achacarse hostilidad contra el régimen; que se interesase vivamente por filosofías esotéricas, sobre todo por la doctrina de los cristianos, le hacía pasar por un amable chiflado. Bassus quiso aplacarlo.

—Quizá —propuso— podríamos juzgar primero a un par de personajes insignificantes que profesen la superstición judía; sería una especie de aviso.

—Yo no perseguiría a los insignificantes —expuso Regino—, eso no haría más que perjudicar el prestigio del emperador entre las masas.

Domiciano agregó con su particular sonrisa malévola:

—Glabrio es lo bastante insignificante.

—Reuniré el material necesario para acusar al senador Glabrio por atentar contra la religión del Estado —replicó Norban.

—Sí —aprobó Domiciano un tanto lánguido—, ¡empieza por reunir el material contra Glabrio!

Todos sabían muy bien lo que significaba ese «empieza». Apuntaba muy alto; apuntaba al primo del emperador, el príncipe Clemente.

Si Sabino no había sabido resistirse a la tentación de inmiscuirse en la conjura de Saturnino, el príncipe Clemente, por el contrario, carecía de toda ambición política. Pasaba la mayor parte del tiempo lejos de Roma en su posesión etrusca, cerca de la ciudad de Cosa, en la anticuada mansión que fuera la primera propiedad de los Flavios. Lo único que Norban, quien desde luego no simpatizaba con Clemente, podía referir al emperador era que los días del príncipe transcurrían dedicados al estudio de la filosofía oriental. La doctrina de los judíos y de los mineos se dirigía a la mentalidad de esas gentes pequeñas, ya que predicaba la no resistencia y daba a conocer un reino que no era de este mundo, de modo que no podía temerse de Clemente ningún tipo de activismo políticamente peligroso.

Domiciano consideraba que tan estrecha visión estaba bien para su ministro de policía; pero él, el censor Domiciano, debía valorar de otro modo la esencia y la actitud de Clemente. Ya resultaba inaceptable que un cualquiera, un hombre de la segunda nobleza o un senador sin importancia, se aproximase a la mentalidad de los cristianos, pues los cristianos predicaban la renuncia a las cosas de este mundo y la inactividad no convenía a quienes descendían de una vieja familia romana. Pero si el príncipe Clemente, primo del emperador y, tras él, el primer hombre del Imperio, decidía profesar esa superstición y sustraerse a sus deberes con la ciudad y el Estado en lugar de ocuparse en alguna actividad militar o política sensata, esa indolencia criminal constituía un ejemplo enormemente pernicioso. ¿Cómo podía educar a sus senadores para que fuesen buenos servidores de la patria si su propio primo trataba de rehuir sus deberes?

El emperador no sólo le reprochaba su actitud en cuanto a los intereses nacionales y religiosos. Lo que lo ofendía personalmente era que ese tipo lánguido y perezoso no reconociese su carácter sagrado, su genialidad. No es que Clemente hubiera negado su divinidad abiertamente, pues incluso estaba dispuesto a sacrificar ante la efigie del emperador de acuerdo con la ley; pero Domiciano percibía en la distante y descuidada afabilidad del príncipe el escaso respeto que le merecía. A Domiciano le importaba muy poco que, por ejemplo, esa insignificante Domitila, la esposa de Clemente, lo fulminase con sus ojos fieros y secos; lo divertía más de lo que lo irritaba. Pero el desdén de Clemente lo ofendía. Probablemente porque se trataba del padre de los príncipes Constancio y Petronio, «los cachorrillos de león». Los gemelos habían cumplido ya once años, y a medida que crecían agradaban más a Domiciano; desde la muerte de Julia estaba cada vez más decidido a adoptarlos. Lo único que le molestaba de ellos era el tal Clemente. Todo lo que tenía que ver con ese hombre flemático lo molestaba; no dejaba de echarle en cara su lasitud, su pereza, encontraba siempre nuevas palabras de reproche: lo tachaba de comodón, plúmbeo, bobo, falto de energía, negligente, vago, frío, flemático, perezoso, remolón, ocioso, holgazán, pusilánime. Pero las injurias del emperador se estrellaban precisamente contra esa indolencia. Clemente acudía cuando lo llamaba, escuchaba afable sus reproches, prometía corregirse, regresaba a su posesión y se comportaba como siempre. Domiciano habría perdonado al padre de sus cachorrillos hasta una conjura contra su vida, pero no soportaba esa resistencia pasiva.

Clemente se ocupaba mucho menos del emperador que éste de él. El príncipe no era un pensador agudo. A sus cuarenta años tenía un aspecto juvenil, la delicada piel y sus ojos azul pálido bajo el cabello rubio ceniza reforzaban la impresión de estar ante un chiquillo, un inmaduro. Pero el príncipe, aunque lento de entendederas, no era superficial. Una vez que había comprendido algo le daba vueltas en la cabeza y lo consideraba largo rato hasta que se grababa profundamente en su mente y se fundía con su ser.

Lo que más le impresionaba de la doctrina de los mineos eran las oscuras profecías de las Sibilas. Los dioses, los que en esos tiempos se veneraban como dioses, se decía en sus ambiguos versos, no eran otra cosa que los espíritus de antiguos dioses y héroes muertos. Pero el dominio de esos muertos llegaba a su fin. También Roma adoraba a sus muertos, y por eso también ella caería. Tras ella llegaría el imperio del Mesías. El brazo de Roma aún era fuerte, fuertes cada uno de sus tendones y sus huesos; pero el corazón de ese poderoso cuerpo se moría lentamente, se calcificaba y no era capaz de insuflar vida a sus miembros. Por muy imponente que fuese su apariencia escondía un terrible dolor. Sus emanaciones paralizaban al orbe entero, ya no había paz ni alegría en este mundo; el placer satisfecho ya no bastaba, una profunda nostalgia de otras cosas llenaba a todo ser viviente.

Ideas y sentimientos de ese tipo ocupaban el talante sencillo del príncipe. Era amable por naturaleza, incluso alegre. Pero veía lo que ocurría en el Palatino y en el Senado bajo el prisma de los oráculos sibilinos y todo le parecía muerto y carente de sentido, y esa muerte pesaba sobre el mundo entero oprimiendo toda vida y toda dicha. Que él tuviera que formar parte de esa muerte lo volvía melancólico. Cada vez se adentraba más profundamente en el mundo de Jacob el taumaturgo y de las Sibilas, cada vez le costaba más cumplir con sus tareas de representación en la corte y en la ciudad; con el tiempo iba creciendo su anhelo de retirarse para siempre de las actividades del Palatino y vivir en paz en su mansión campestre acompañado de Domitila y los niños, de los libros y las doctrinas de la fe oriental.

Así estaban las cosas para el príncipe Clemente en la época en que Domiciano, fortalecido por su victoria sobre el Senado, se decidió a no permitir que el dios Yahvé se adentrase más en su territorio.

Como primera medida le arrebató a su amigo y preceptor, Jacob de Sekanja. El príncipe Clemente había visto marchar al exilio a muchos amigos y conocidos, pero jamás había presenciado que un hombre aceptase tal condena con la serenidad de que hizo gala Jacob. La vida en el pequeño asentamiento de Judea, que no podría abandonar nunca, no iba a serle fácil. Permanecería allí, como único cristiano entre gentiles y judíos, odiado por ambos, viviendo en la mayor estrechez tras ser despojado de sus posesiones y bajo la prohibición de que lo visitasen sus amigos o le hicieran objeto de regalos o donaciones. Pero lo sobrellevó sin una queja y marchó a la miseria y el exilio como si se entregase a un futuro dichoso.

Después vino el juicio y la ejecución del senador Glabrio, y aunque Clemente y Domitila se preocupaban muy poco por los asuntos de Estado tuvieron que reconocer que el peligro los rondaba. Domitila le habló a Clemente de ello con la seca claridad que la caracterizaba. Ella misma consideraba firme su fe, pero ahora que le faltaba la presencia y el consejo de Jacob no estaba dispuesta a soportarlo todo sin más: se defendería con todas sus fuerzas para no sucumbir a su destino. Le sorprendió enormemente encontrarse con la resuelta negativa de Clemente. El exilio de Jacob y la ejecución de Glabrio lo convencieron de que eran unos mártires. No es que se hubiera vuelto arrogante. No se sentía llamado a tomar con su propia mano la corona del martirio y atraer hacia su cabeza la venganza del emperador. Quería seguir viviendo como hasta entonces, sin oponerse ni entregarse a él de buen grado; pero también estaba firmemente decidido a no intentar salvarse como le proponía Domitila. Ocurriera lo que ocurriera, no rehuiría su sino, el que su dios le había deparado.

Aguardaba. Sabía que DDD dejaba madurar lentamente sus resoluciones y que por ello quizá tendría que esperar largo tiempo. Y entonces ocurrió que, en una conversación con el escritor Quintiliano, él mismo provocó el martirio que había querido dejar en manos de la divinidad.

Sucedió de este modo: Domiciano quería que sus futuros hijos adoptivos recibiesen una educación romana, por lo que les había designado como preceptor a Quintiliano, el gran orador, el primer estilista de su época. Éste tenía orden de mantener alejado de los chicos todo lo que no se adecuase a los futuros dirigentes del Imperio romano, aunque también debía evitar cualquier enfrentamiento con los padres. Por muy contradictorias que fuesen estas indicaciones, Quintiliano, un hombre imponente, afable, honesto y flexible aunque extraordinariamente firme, había logrado cumplirlas. Entre los padres de los muchachos y su preceptor se libraba una guerra sorda, aunque justa y digna, y, sin interponerse directamente entre los padres y los niños, Quintiliano logró hacerse con la voluntad de aquéllos con gran sutileza y prudencia.

Clemente había intentado en diversas ocasiones discutir abiertamente con él sobre la educación de sus hijos. Pero no estaba a la altura del hábil orador y estilista y, en el transcurso de una de esas conversaciones, se dejó arrastrar contra su voluntad y llegó a pronunciar palabras bastante atrevidas que brindaron al emperador la oportunidad de atacarlo.

Quintiliano le había explicado que su objetivo era enseñar a los niños lo útil, incluso por encima de la verdad. Un buen preceptor, opinaba, podía alimentar a sus discípulos con mentiras siempre que le moviese un fin noble, es decir, latino o romano.

—Como orador —afirmó— no he tenido jamás reparo en presentar observaciones dudosas ante los tribunales cuando no veía ningún otro camino que me permitiese inclinar a los jueces en favor de la causa justa.

—¿Siempre sabéis con tanta precisión —repuso el príncipe sin poder reprimirse— dónde radica la causa justa?

—En nuestro caso —replicó Quintiliano— no me cabe duda. Ante los príncipes Constancio y Petronio cabe cualquier observación que pueda contribuir a convertirlos en jefes Flavios. La causa a la que debo servir es la supervivencia y la primacía de la dinastía Flavia.

—Os envidio por esa seguridad —replicó Clemente—. La causa justa —prosiguió pensativo—. Cada cual ve en ella algo distinto. Yo, por ejemplo, estoy seguro de que el gobierno de los Flavios pasará, y con la misma certeza sé que hay otro reino que permanecerá para siempre.

Quintiliano no respondió a esa observación nada romana, que además había formulado en un pésimo latín. Clemente, sin embargo, se preguntó con qué fin había hecho esa observación; era una confesión superflua, una de esas demostraciones vanas que Jacob el taumaturgo y Domitila juzgaban severamente, pues hablar de lo divino y de la verdad sólo tenía sentido entre gentes sensibles a esa verdad.

Contrito, refirió a Domitila lo ocurrido. Ésta se asustó. Antes de marchar al exilio Jacob los había conminado a no lanzarse al martirio; a que fuesen astutos como las serpientes y tratasen de sobrevivir a «ése», al anticristo. Pero ella no se lo recordó, y tampoco se lamentó; Clemente se sintió conmovido por las devotas palabras que salieron de los finos labios de la mujer amada.

Lamentaba sinceramente haber hecho esa insensata observación. Pero si con ello conseguía acelerar los acontecimientos que le deparaba su destino, lo que era probable, en realidad lo prefería. Se sentía cada vez más cansado de los brutales e indignos manejos que percibía en torno a él y no le costaría mucho separarse de ese mundo vacuo, vicioso. Era modesto por naturaleza, no se consideraba un elegido; pero si Dios lo designaba para que diese testimonio de su existencia su «vida ociosa e indolente» tendría más sentido y brillaría con un fulgor mayor que la inquieta vida llena de hechos de DDD. Esa idea le hizo sonreír. Su espera de lo que decidiría DDD adoptó entonces la forma de una alegría confiada y, si Domitila parecía asustada, Clemente aguardaba indiferente.

Dos semanas después de la conversación con Quintiliano un correo entregó en la propiedad de Cosa un escrito en el que Domiciano rogaba a Clemente con la mayor cortesía que se presentase cuanto antes en el Palatino, pues ansiaba mantener con él una conversación íntima. Domitila palideció, sus claros ojos se quedaron absortos, y sus labios, habitualmente apretados, se entreabrieron ligeramente. Clemente supo exactamente lo que pensaba. Esas conversaciones íntimas con el emperador no anunciaban nada bueno; también con Sabino mantuvo una entrevista larga y particularmente cariñosa antes de enviarlo a la muerte.

Clemente lamentaba profundamente que Domitila no compartiese la serena alegría que lo embargaba. El rostro delicado y luminoso del cuarentón irradiaba un recogimiento casi dichoso, parecía más joven que nunca cuando se despidió de ella. Besó a los gemelos en las puras frentes, acarició sus suaves cabellos. Mis cachorrillos, pensó; a fin de cuentas, algo había aprendido de Domiciano.

Domiciano recibió a su primo en camisón. Lo aguardaba impaciente, esperaba mucho de esa entrevista. Amaba esa clase de conversaciones. Pues Clemente y Domitila no se equivocaban: tras la criminal observación de aquél, Domiciano se sentía con derecho ante Roma y ante los dioses a purificar el ambiente en torno a los muchachos, sus futuros herederos, y por ello se había decidido a condenar a muerte a Clemente y a enviar a Domitila al exilio. Pero antes quería hablar con su primo. Y, como las horas en que hablaba con los que condenaba a muerte eran sus mejores horas, se había relajado por completo para disfrutar plenamente de ella y obsequió a Clemente con un cálido recibimiento.

En primer lugar, le preguntó por su propiedad, qué resultado había tenido la nueva ley destinada a limitar el cultivo de los viñedos. Después retomó sus viejas quejas sobre el tiempo que pasaba Clemente en el campo, rehuyendo así las obligaciones propias de un príncipe romano. Una vez más le recriminó su «indolencia» y le expuso sus propias ocupaciones. Cinco días antes había tenido que asistir a la inauguración de una nueva calzada: la gran calzada que unía Sinuessa y Puteoli. Había costado un gran esfuerzo y muchos sudores esa Via Domiciana, pero ahora ya la tenían allí, facilitándoles la vida a muchos millones de seres, ahora y por siempre.

—Te felicito —respondió Clemente—. Pero —continuó pensativo, sin asomo de burla— ¿no crees que sería más importante facilitar a esos millones de seres el camino hacia Dios en lugar de hacia Puteoli?

Sonrojándose, Domiciano lanzó una mirada iracunda a su primo. Estaba a punto de caer sobre él con gritos e insultos cuando recordó que estaba en camisón precisamente porque se había propuesto no ser como Júpiter, sino muy humano. Sin duda Clemente no pretendía burlarse de él, sino que era su usual necedad y pusilanimidad las que le habían inspirado esa estúpida frase. Domiciano se contuvo. No pretendía humillar a su primo; lo que quería era que admitiese que tenía razón, pues si antes se había sentido orgulloso de estar en posesión de la verdad, ahora lo abrumaba la incomprensión con que se tropezaba por todas partes. ¿Era realmente imposible hacer partícipes a los demás de su luz? ¿Era realmente imposible convencer por ejemplo a ese Clemente? Domiciano se contuvo, por tanto, y se limitó a responder a la insolente pregunta del primo:

—¡Déjate de bromas, estimado Clemente! —y cambió de tema. Se arrellanó en el sofá y siguió hablando:

—Me han dicho que esas filosofías orientales de las que te ocupas en los últimos tiempos, que esos sabios judíos, o mejor dicho cristianos, se dirigen fundamentalmente al pueblo; que se esfuerzan por ayudar al humilde, al caído, y sus doctrinas se refieren a la masa, al pobre de espíritu, a la plebe. ¿Es así?

—En cierto sentido, sí —replicó Clemente—. Quizá sea por eso por lo que me atraen tanto.

El emperador tuvo que reprimir su irritación por una observación tan poco acertada; permaneció tumbado y prosiguió:

—Bien, me he deshecho de algunos de mis senadores, hay quien gusta de enumerarlos citando sus nombres. Pero no son demasiados, cerca de treinta, no serán más de treinta, y aunque quieran imputarme la ruina de tantos lo importante no es el número, más bien es su rango lo que da peso y realce a la lista de mis «víctimas». Por otra parte no se puede negar que la mayor parte de los bienes confiscados a las susodichas «víctimas» se ha utilizado para mejorar la vida de cientos de miles, sí, incluso de millones. Con ese dinero he evitado hambrunas y epidemias, o al menos las he paliado, así como miserias y padecimientos de parecida índole.

Regodeándose en la contemplación de sus manos, concluyó lentamente:

—Sin mi gobierno habrían perdido la vida cientos de miles de personas, quizá millones, y otros tantos ni siquiera habrían nacido de no adoptarse una serie de medidas que fueron posibles gracias a la desaparición de esos treinta.

—¿Y? —preguntó Clemente.

—Bien, atiende —replicó el emperador—. Vosotros, que os proponéis la felicidad del humilde, el bien de las masas, deberíais comprenderme precisamente por ello, deberíais respetarme, amarme. ¿Acaso lo hacéis?

—Tal vez… —replicó afable, casi humilde, Clemente—, es posible que nuestra visión de la vida y la felicidad difieran de la tuya, estimado Domiciano. Nosotros entendemos que se trata de llevar una vida que tienda hacia Dios, de una sincera preparación para el más allá.

Esto colmó la paciencia de Domiciano.

—El más allá —tronó—, el Hades. «Antes prefiero ser peón en tierra / que el amo de las sombras que han partido» —exclamó citando el Aquiles de Homero—. El Hades, el más allá —continuó—. Eso es precisamente lo que os critico. No os atrevéis a mirar la vida de frente, a haceros con ella; no hacéis más que hablar de un más allá, escurrís el bulto. No tenéis fe en vosotros, ni en los demás, ni en la pervivencia de nuestras obras. ¡Qué cobardía, qué ruin es que un Flavio dude de la pervivencia de la dinastía Flavia! ¡Pues no sucumbirá, te lo aseguro!

Y al decir esto se irguió, a pesar del camisón, y con los brazos en ángulo graznó con su voz alta y aguda los versos:

—«Jamás me iré, mucho perdurará por siempre / a pesar de la devastación». Si se le permite decir esto a un poeta, y no sin razón, ¡qué no podrá decir un emperador Flavio! Pero lo que no resistirá la devastación, lo que sucumbirá, pues jamás fue real, es el reino de tu Mesías invisible. Vivís de quimeras, sois sombras vivientes. Roma es la vida, y vuestro cristianismo la muerte.

Para su sorpresa Clemente le replicó con esa suavidad un tanto irónica con que le había tratado durante toda la entrevista:

—¿De modo que quieres enviarme al otro mundo?

Esa serena, alegre y, a su parecer, sarcástica observación lo sacó de sus casillas. Lo miró sofocado, chupando con ahínco su labio superior. Pero por última vez se dominó y se volvió hacía el otro adoptando un tono casi afable:

—Me gustaría que admitieras que te envío a la muerte porque es lo justo.

—Si es verdad que tus dioses existen —respondió Clemente con la misma serenidad inamovible, intocable, burlona—, entonces haces bien en matarme —y, tras una pausa, añadió, esta vez con mansa y penetrante entereza—: Por lo demás, me haces un favor con ello.

Mucho después de la muerte de Clemente, aún meditaba Domiciano en esas palabras, preguntándose si el hombre lo había creído realmente o si no era más que una pose.