Capítulo primero

No, lo que Josef acaba de escribir no podrá dejarlo como está. De nuevo relee sus frases sobre Saúl, el rey de los hebreos, cómo aquél, aunque se le había anunciado que encontraría la muerte y causaría la destrucción de los suyos, partió decidido a luchar. «Eso hizo Saúl», ha escrito, «demostrando con ello que los que aspiran a la gloria eterna han de actuar de igual modo». No, no deben actuar de igual modo. Precisamente ahora no debería escribir algo así. Durante esas últimas décadas, desde que fueron destruidos su Estado y su Templo, sus compatriotas muestran continuamente cierta inclinación a lanzarse a una nueva e insensata revuelta. Esa asociación secreta que desea acelerar su advenimiento, los «Fanáticos del día», ganan cada vez más adeptos e influencia. Josef no debe espolear aún más con su libro su insensato arrojo. Por mucho que lo atraiga el sombrío valor del rey Saúl debe atenerse a la razón, no a sus sentimientos; no debe presentar a ese rey ante sus judíos como un héroe digno de ser imitado.

Flavio Josefo, caballero de la segunda nobleza romana, el gran escritor cuyo busto honorífico figura en la biblioteca del Templo de la Paz, o, mejor dicho, el doctor Josef ben Matatías, sacerdote de primera categoría, oriundo de Jerusalén, deja su estilete sobre la mesa, camina de un lado a otro y acaba por sentarse en un rincón de su despacho. Permanece sentado en la penumbra; la lámpara de aceite apenas ilumina el escritorio sobre el que reposan un par de libros, algunos rollos y la escribanía de oro que le regalara el difunto emperador Tito. Tiembla de frío —pues no hay fuego que venza la gélida humedad de aquel temprano diciembre—, y, absortos, sus ojos se quedan prendidos del dorado fulgor mate.

Qué extraño que haya escrito esas frases entusiastas sobre el insensato valor de Saúl. ¿De nuevo va a dejarse llevar por la pasión? ¿Es cierto que aún no se quiere sensato ese corazón suyo cuando frisa los cincuenta, y que aún no se ha aquietado en la sosegada contemplación ahora que sólo tomará la palabra para su gran libro?

Al menos cada vez se percata más cuando se le va el estilete o la pluma. Se ha forjado a pulso la imparcialidad que requiere su gran obra, su Historia Universal del pueblo judío. Ha renunciado al ajetreo, no siente nostalgia de la bulliciosa vida que llevó. En su día se lanzó con ardiente fervor a la gran guerra de su pueblo, participó en ella, en el bando de los judíos y en el de los romanos, como político y como soldado. Ha podido analizar las circunstancias de esa guerra mejor que la mayor parte de sus contemporáneos. Ha vivido los grandes acontecimientos muy cerca del primer emperador Flavio y del segundo, como agresor y agredido, como romano, judío y ciudadano del mundo. Al fin y al cabo, ha escrito la historia clásica de esa guerra judía. Se le aclamó como a pocos, y fue humillado y denostado como pocos. Ahora está cansado de los éxitos y de las derrotas, todo ese trajín se le figura vacuo, ha reconocido que su fuerza y su tarea radican en la contemplación. Dios y el hombre no le han encomendado que haga historia, sino que ordene y conserve la historia de su pueblo; que escudriñe su sentido y exponga a la luz a sus protagonistas como advertencia y como acicate. Para eso está allí, y eso le satisface.

¿Está satisfecho? Esa hermosa y poco razonable frase sobre el rey Saúl no lo atestigua. Ronda ya los cincuenta y aún no ha encontrado la ansiada ecuanimidad.

Ha tratado de hacerse con ella por todos los medios. No se ha dejado distraer de su obra por ninguna ambición de éxito externo. Durante esos cuatro años no ha ocurrido en su vida nada notable. Vespasiano y Tito le tuvieron afecto, pero no movió ni un dedo por acercarse al que hoy es emperador, al receloso Domiciano. No, en este silencioso y retirado Josef de los últimos tiempos no queda nada del de antes, tan apasionado e inquieto.

Las frases sobre el oscuro valor del rey Saúl que acaba de consignar son bellas y arrebatadoras, y los «Fanáticos del día» las leerían entusiasmados. Pero, ¡ay!, precisamente es eso lo que deben hacer. No deben ejercitarse en el entusiasmo, sino en la razón, en la artera paciencia. Deben someterse y no osar levantar por segunda vez, y en vano, sus armas contra Roma.

¿Por qué le han venido a la pluma precisamente hoy las bellas y malditas frases sobre el rey Saúl? Lo supo en el mismo instante de escribirlas; no quiso reconocerlo, pero ahora no puede ocultárselo por más tiempo. Ha ocurrido porque ayer se encontró con Pablo, su hijo, el adolescente, el hijo de la mujer de la que se ha divorciado. Josef no quiso registrar ese encuentro, no quiso admitir que el joven con quien se cruzó a caballo era su Pablo. No quiso mirarlo mientras se alejaba, pero su corazón se había sobresaltado, y supo que era él.

El hombre sentado en la penumbra profiere un leve gemido. Cuánto luchó en su día por aquel hijo suyo, Pablo, el medio extranjero, el hijo de la griega; con cuánta culpa cargó por su causa. El joven, en cambio, ha borrado todo lo que él trató de inculcarle con aquella tímida insistencia, y ahora sólo siente desprecio por él, el padre, el judío. Josef piensa en la hora terrible en que tuvo que someterse al yugo del vencedor, cruzar bajo el arco de Tito; piensa cómo se le apareció entonces, por una fracción de segundo, la cara de su hijo Pablo. Jamás la olvidará; entre los miles de rostros desdeñosos de aquella oscura hora se le ha grabado en el corazón esa cara pálida y cetrina, delgada, hostil. No es sino el recuerdo de esa cara lo que guiaba su pluma cuando escribió esas frases sobre el rey judío Saúl.

Pues, ¡ay, cuán fácil es lanzarse al combate, aunque traiga la derrota segura, comparado con lo que tuvo que aceptar entonces! ¡Qué humillación, qué dolor inflige al corazón tener que mostrar admiración por el insolente vencedor sabiendo que esa humillación es el único servicio que cabe ya rendir al propio pueblo!

Más adelante, en cien o en mil años, lo reconocerán. Pero ahora, en este nueve de kislev del año 3847 de la creación del mundo, le consuela bien poco pensar que los que le sucederán admirarán su gesto. En sus oídos no resuena el eco de esa fama, en su corazón no queda más que el recuerdo de aquel griterío de cien mil bocas: «Miserable, traidor, perro», y, sobre ellos, la voz inaudible, y, sin embargo, más alta que las otras, de su hijo Pablo: «Mi padre, el miserable; mi padre, el perro».

Porque quería defenderse de esa voz, por eso ha escrito las frases sobre el oscuro valor de Saúl. Dulce, embriagador fue escribirlas. Dulce y embriagador dejarse llevar por su valor, sin pensar. Resulta diabólicamente difícil, y paralizador, permanecer sordo a la tentación y no oír más que la queda y nunca arrebatada voz de la razón.

El hombre, que no es un anciano, sigue allí, y la estancia en penumbra a excepción del escritorio iluminado por el candil está llena de los hechos no consumados que anhela. Pues el sosiego del que se jacta, la paz de la que disfruta aislado en medio de esa Roma ruidosa, bulliciosa, pletórica de acontecimientos, es artificial, forzada, es un engaño. Todo él es una herida de amor propio hambriento y ansia de acción. Dar que hablar, el impulso de actuar, eso sí vale la pena. Ser capaz de contar la historia del rey Saúl de tal modo que los jóvenes de su pueblo lo aclamen y se lancen entusiasmados en brazos de la muerte, como antaño, cuando él, joven y necio como era, los arrastró con su libro sobre los Macabeos. Eso estaría bien. Escribir la historia de Saúl y de David, y de los reyes y príncipes macabeos cuya sangre lleva en las venas, de modo que su hijo Pablo piense: mi padre es un hombre y un héroe. Eso estaría bien. Y la aquiescencia de su propia razón, la admiración de las generaciones venideras, no son más que humo y vanidad.

No debe pensarlo. Debe ahuyentar las visiones que lo acechan allí, en la oscuridad. Llama al criado con una palmada, ordena: ¡Luz! ¡Luz! Que prendan todas las lámparas y velas. Aliviado, siente cómo al iluminarse la estancia vuelve a ser él mismo. Ahora puede seguir los dictados de la razón, su verdadera guía.

Se sienta de nuevo al escritorio, se obliga a concentrarse. «Para que nadie piense», escribe, «que es mi intención extremar la alabanza al rey Saúl, proseguiré ahora con el verdadero objeto de mi relato». Y así lo hace, narrando con objetividad y mesura.

Llevaba cerca de una hora trabajando cuando el criado le comunicó que había venido a verle un extranjero al que no había forma de ahuyentar, un tal doctor Justo de Tiberíades.

En los últimos años Josef había visto a su gran rival literario en escasas ocasiones, y rara vez a solas. Que Justo lo buscara a una hora tan intempestiva no auguraba nada bueno.

El rostro amarillo grisáceo del hombre que en ese momento penetraba en la estancia trayendo consigo el frío y la humedad le pareció a Josef aún más duro, seco y cuajado de surcos de lo que lo recordaba. A duras penas sujetaba la vieja y desgastada cabeza sobre el cuello, espantosamente delgado. Por mucha curiosidad que sintiera por lo que iría a decirle el otro, Josef dirigió mecánicamente la vista hacia el muñón de aquel brazo izquierdo que tuvieron que amputarle tras bajarlo Josef de la cruz. Al hacerlo, bajó de la cruz a un agudo oponente que con cruel seguridad era capaz de adivinar sus puntos débiles, a un hombre que Josef siempre había temido y del que, sin embargo, jamás pudo prescindir.

—¿Qué deseáis, querido Justo? —le preguntó sin ambages tras intercambiar un par de frases.

—Quiero daros un consejo perentorio —replicó Justo—. Mirad con quién y de qué habláis en las próximas semanas. Meditad también si no habréis dicho últimamente alguna cosa que gentes malintencionadas pudieran interpretar de un modo perjudicial para vos, y en cómo podrían neutralizarse tales comentarios. En el círculo más cercano al emperador hay personas que no os quieren bien, y, al parecer, vos mismo recibís a gente cuya lealtad al Estado es dudosa.

—¿Acaso no puede uno tener trato con personas —preguntó Josef— que disfrutan de la ciudadanía romana y en las que jamás han recaído las sospechas de la autoridad?

Justo torció los finos labios.

—Se puede —replicó— en tiempo de paz. Pero ahora vale más cuidar con quién se intercambia una palabra, y no atenerse únicamente a si se le ha imputado alguna vez una culpa, sino también a si en el futuro podría acusársele de algo.

—¿Pensáis que la paz con Oriente…?

Josef no llegó a terminar la frase.

—Pienso que la paz con Oriente se ha acabado una vez más —replicó Justo—. Los dacios han cruzado el Danubio y han penetrado en el Imperio. La noticia procede del Palatino.

Josef se levantó. Le costaba ocultar lo mucho que lo había conmovido la noticia. Esa nueva guerra que se cernía, esa guerra de Oriente, tal vez tenga consecuencias insospechadas para él y para Judea. Si las legiones orientales se inmiscuyen en la lucha; si intervienen los partos, ¿no estallarán entonces los «Fanáticos del día»? ¿No osarán acometer el insensato alzamiento?

Y él, hace no más de una hora, ha ensalzado al rey Saúl, al hombre que, sabiendo que su derrota es segura, se lanza, sin embargo, a la lucha. A sus cincuenta años es un loco y un asesino, aún más de lo que lo fuera a los treinta.

—Querido Justo, ¿qué podemos hacer? —le dijo sin ocultar su preocupación, con la voz ronca por la emoción.

—Hombre, Josef, eso lo sabéis vos mejor que yo —le respondió Justo, y se mofó—: Setenta y siete son, tienen el oído del mundo, y vos sois uno de ellos. Debéis haceros oír. Debéis redactar un manifiesto tajante que disuada de cualquier precipitación. Cuanto más simple mejor. Eso sabéis hacerlo. Conocéis el lenguaje del hombre común, sois un maestro de las grandes palabras fatuas.

Su aguda voz sonó particularmente desagradable, los finos labios dibujaron una mueca, y soltó de nuevo esa desagradable risita que tanto irritaba a Josef.

Josef no se dio por aludido.

—¿Cómo vamos a combatir un sentimiento tan poderoso con palabras? —inquirió. Y—: Yo mismo deseo ir a Judea —estalló—, participar en esta revuelta haciendo lo que sea, morir combatiendo.

—No lo dudo —se burló Justo—, concuerda con vos. Cuando nos golpea alguien más fuerte devolvemos el golpe y provocamos al otro hasta que termina por aplastarnos. Pero si los «Fanáticos del día» tienen una disculpa, vos no. Vos no sois tan necio.

Y, al ver a Josef absorto, desvalido, compungido, agregó:

—¡Escribid el manifiesto! ¡No es poco lo que debéis reparar!

Al marchar Justo, Josef se sentó para seguir su consejo. Requería, escribió, más valor sobreponerse y condenar la revuelta que instigarla. Por el momento, aunque estallase la guerra en Oriente, lo que verdaderamente convenía a los judíos era proseguir con la construcción del Estado de la Ley y de los ritos, por lo que tenían la obligación de emplear todas sus fuerzas en dicha tarea. Debemos dejar en manos de Dios y de la razón conductora crear las condiciones previas para que este Estado de la Ley y de los ritos, la Jerusalén del espíritu, obtenga también un marco y una estructura visible, una Jerusalén de piedra. Aún no ha llegado el día por el cual todos nos afanamos. Un ataque armado a destiempo no haría más que posponerlo.

Escribió. Trató de insuflarse todo el entusiasmo por la razón de que era capaz, hasta que el agua le supo a vino, hasta que las frases que enunciaba le parecieron no sólo cosa del entendimiento sino asunto de su corazón. Dos veces tuvo que reponer el criado las velas y el aceite de las lámparas antes de que Josef se diera por satisfecho con su texto.

A la tarde del día siguiente Josef recibió en su casa a cuatro invitados: el fabricante de muebles Cayo Barzaarone, presidente de la comunidad agripense, representante de los judíos de Roma y hombre moderado, razonable y apreciado también en Judea; Juan de Giscala, en su día cabecilla de la guerra judía, un hombre listo y valiente que ahora traficaba con terrenos en Roma y en todo el Reino, aunque en Judea, sin embargo, aún perdurara en las mentes de los «Fanáticos del día» el recuerdo de su participación en la guerra; Justo de Tiberíades, y, por último, Claudio Regino, ministro de finanzas del emperador, de madre judía: un hombre que nunca había ocultado su simpatía por la causa de los judíos, editor de los libros de Josef y su benefactor siempre que lo necesitó.

Bajo el reinado del receloso emperador Domiciano las reuniones debían parecer realmente inocuas para no pasar por una conspiración, pues en casi todas las casas había un confidente del ministro de policía Norban. De modo que, durante la cena, los comensales se entretuvieron comentando trivialidades. Naturalmente, se habló de la guerra.

—En realidad —opinó Juan de Giscala, y su rostro moreno, afable, avispado, sonreía divertido y taimado—, en realidad este emperador no es muy guerrero para ser un Flavio.

Claudio Regino se volvió hacia él; yacía con aire desenfadado, burlones los ojos soñolientos bajo los pesados párpados y la frente abultada. Sabía que el emperador no podía prescindir de él y por ello de vez en cuando se permitía alguna insolencia. Tampoco ese día tuvo reparos en hablar delante de los criados que los atendían.

—No, DDD no es belicoso —le replicó a Juan; solían llamar al emperador DDD, anagrama de su título y nombre: Dominus ac Deus Domitianus, amo y dios Domiciano—. Sólo que, por desgracia, piensa que el manto triunfal de Júpiter no le queda mal, y el atuendo resulta un poco caro. Por menos de doce millones no puedo fabricarle un triunfo, sin contar los gastos de guerra.

Por fin, Josef dio por terminada la cena despidiendo a los criados y pudieron hablar de lo suyo. El primero en hacerlo fue Cayo Barzaarone. No creía, adujo el jovial caballero de ojos astutos, que ellos, los judíos romanos, estuvieran amenazados por la guerra que parecía avecinarse. Naturalmente, deberían mantenerse callados durante ese delicado período y evitar cualquier escándalo. Él ya había encargado oficios para rogar en su comunidad agripense por el emperador y la victoria de sus águilas y, naturalmente, el resto de las sinagogas seguirían su ejemplo.

Su discurso resultó vago, poco satisfactorio. Barzaarone habría podido hablar así ante el gremio de fabricantes de muebles que presidía, o como mucho a los miembros del consejo de su comunidad; pero en aquel lugar, ante aquellos hombres, no tenía ningún sentido cerrar los ojos y volver la espalda al peligro.

Juan de Giscala meneó la cabeza ancha y morena. Por desgracia, opinó ligeramente burlón, no todos los judíos eran tan mansos y razonables como la disciplinada comunidad agripense. También estaban, como sin duda su estimado Cayo Barzaarone no ignoraba, los «Fanáticos del día».

Esos «Fanáticos del día», constató entonces Justo con sequedad, como solía, encontrarían por desgracia apoyo en alguna expresión del Doctor Supremo Gamaliel. Y era precisamente él, el Doctor Supremo Gamaliel, presidente de la Universidad y del Colegio de Yabne, el líder reconocido de todo el pueblo judío. Por muy moderado que fuese, prosiguió Justo, el Doctor Supremo se había visto obligado a azuzar la esperanza de la pronta reedificación del Estado y del Templo, e incluso había tenido que usar alguna expresión más atrevida con el fin de que los «Fanáticos del día» no lo dejaran en la estacada. Los fanáticos recordarían eso ahora.

—El Doctor Supremo no lo tendrá fácil —concluyó.

—No nos hagamos ilusiones, señores —resumió a su modo, sin tapujos, Juan de Giscala—. Es prácticamente seguro que los «Fanáticos del día» se lanzarán a la lucha.

En realidad todos lo sabían ya; y, sin embargo, se sobresaltaron al oír a Juan constatarlo con tal objetividad. Josef miró a Juan: su cuerpo pequeño, aunque ancho y robusto, el rostro bronceado y bondadoso con el breve bigote, la nariz aplastada, los pícaros ojos grises. Sí, Juan era el campesino galileo por antonomasia, conocía su Judea desde dentro, había sido el más popular de los instigadores y líderes de la guerra judía y, por mucho que a Josef le repugnasen sus modales, no podía negar que el amor que sentía por su patria procedía de lo más hondo de su ser.

—Aquí, en Roma —quiso justificar Juan de Giscala la determinación con que se había expresado—, nos resulta difícil imaginarnos cómo conmoverá la guerra de Oriente a los habitantes de Judea. Aquí experimentamos, por decirlo de algún modo, la fuerza del Imperio romano en nuestra propia carne, nos rodea allá donde vayamos; el sentimiento de ese poder fluye ya por nuestras venas y pone coto a cualquier amago de resistencia. Pero si yo —reflexionó en voz alta, y su rostro adoptó una expresión de doloroso recogimiento que no lograba apartar de sí cierta ansiedad—, si yo no estuviese aquí, en Roma, sino en Judea, y escuchara allí la noticia de un descalabro de los romanos no respondería de mí. Naturalmente, sé a ciencia cierta que semejante fracaso no alteraría el resultado de la guerra; sé por propia experiencia adónde conduce un alzamiento semejante. Ya no soy joven. Y, a pesar de todo, siento el impulso de unirme a ellos, de lanzarme a la batalla. Yo os digo: los «Fanáticos del día» no permanecerán de brazos cruzados.

Las palabras de Juan les conmovieron.

—¿Qué podemos hacer para aplacarlos? —dijo Justo rompiendo el silencio. Hablaba con una agudeza fría, casi desagradable; pero la seriedad de su porte, lo incorruptible de su juicio, le hacía respetable, y que hubiera participado en la guerra judía, que hubiera sido colgado de la cruz por Jerusalén demostraba que no era la cobardía lo que le hacía desdeñar esa nueva empresa.

—Quizá podríamos —propuso cauteloso Cayo Barzaarone— insinuar al emperador que revoque la capitación. Habría que exponerle la conveniencia de no herir, en estos tiempos tan delicados, la sensibilidad de la población judía. Tal vez nuestro Claudio Regino pueda interceder por nosotros en ese sentido.

Pues, entre todas las medidas antijudías que se habían adoptado, el cobro de ese impuesto era lo que más les disgustaba. No se trataba únicamente de que esos dos dracmas, que constituían el impuesto obligado para el Templo de Jerusalén y que los romanos recaudaban ahora entre los judíos para mantener el Templo de Júpiter Capitolino, representasen un sarcástico recordatorio de su derrota, sino que el registro de los judíos en las llamadas «listas de judíos», su anuncio público y la recaudación del impuesto se efectuaban de un modo brutal, humillante.

—Hoy en día se requiere cierto valor, señores —dijo tras un breve silencio Claudio Regino—, para no ocultar que se simpatiza con vosotros. A pesar de ello, es posible que yo reúna ese valor y transmita al emperador la propuesta de nuestro Cayo Barzaarone. Pero ¿no creéis que si DDD se decidiera realmente a renunciar al impuesto exigirá a cambio una compensación desorbitada? En el mejor de los casos prescribirá como compensación otro impuesto especial, que resultará tal vez menos irritante para vuestra sensibilidad, pero más para vuestro bolsillo. No sé, querido Cayo Barzaarone, si preferís conservar vuestra fábrica de muebles o veros libre del impuesto judío. Yo, por mi parte, estoy dispuesto a aceptar la injuria si con ello conservo mi dinero. Un judío rico, por muy ofendido que se sienta, sigue teniendo algo de poder y de influencia, mientras que el judío pobre, aunque no se humille, no es nada.

Justo rechazó las perogrulladas de Claudio Regino y las propuestas irrealizables de Cayo Barzaarone con un movimiento de la mano.

—Lo que podemos hacer —dijo— es realmente poco. Palabras, y nada más. Poca cosa, lo sé. Pero si esas palabras se redactan con inteligencia tal vez surtan efecto. Le he sugerido al doctor Josef que redacte un manifiesto.

Todos miraron a Josef, quien callaba inmóvil; tras las palabras de Justo le pareció escuchar un ligero y acre sarcasmo.

—¿Habéis escrito ya el texto? —preguntó finalmente Juan.

Josef sacó el manuscrito de la manga de su túnica y lo leyó.

—Sin duda un manifiesto eficaz —dijo Justo cuando aquél terminó, y, a excepción de Josef, nadie percibió la ironía que subyacía en su observación.

—A los «Fanáticos del día» no les hará efecto —opinó Juan.

—Nada detendrá a los «Fanáticos del día» —admitió Justo—, y los que rodean al Doctor Supremo no necesitan ningún aviso. Pero hay personas que vacilan entre los dos partidos, gentes que dudan, y ésos tal vez se dejen aconsejar por nosotros, que vivimos aquí, en Roma, y que podemos calibrar mejor la situación. Algún efecto tendrá el escrito —insistió. Había hablado casi con vehemencia, como si quisiera convencer no sólo a los otros, sino a sí mismo. Pero ahora sintió que sus fuerzas lo abandonaban y, taciturno, añadió—: Y además, algo debemos hacer, aunque sólo sea para tranquilizar nuestra conciencia. ¿No os reconcome el corazón quedaros ahí mientras los demás corren hacia su destrucción?

Recordaba sus vanas advertencias antes y al comienzo de la guerra. También esta vez sus palabras caerían en terreno baldío, lo sabía. Pero, aunque transcurrieran veinte años, si viera que se repetía la misma situación, volvería a decirlas, por muy fuerte que fuera su convencimiento de que sus palabras sólo agitarían el aire.

—Creo —quiso incitar a los demás— que deberíamos poner nuestro nombre debajo del escrito y meditar cómo podríamos animar a otros a hacer lo mismo.

El amargo tesón de aquel hombre, de común tan retraído, les llegó al alma. A pesar de todo, el ebanista Cayo Barzaarone seguía haciéndose el remolón.

—Me parece —opinó— que no importa tanto el número de firmas como el hecho de que los firmantes posean cierto predicamento entre los jóvenes de Judea. Por ejemplo, ¿de qué sirve que figure en este manifiesto la firma de un viejo fabricante de muebles?

—Quizá no sirva de mucho —replicó Justo, y resultaba difícil percibir el disgusto que se ocultaba tras sus palabras—. Pero es necesario incluir también las firmas de personas libres de toda sospecha, aunque sólo sea para proteger al resto de los firmantes.

—Eso es cierto —afirmó Claudio Regino, tratando de acorralar al pusilánime Barzaarone—. Los agentes de nuestro ministro de policía Norban sospechan de todos, y si este manifiesto cayera en sus manos dirían que los firmantes conocían ciertas agitaciones en Judea. Cuanto menos dudosas sean las firmas del manifiesto, menos peligro correrá cada uno de los firmantes.

—No os lo penséis más, querido Barzaarone —dijo Juan de Giscala acariciándose el bigote—. No os queda más remedio que firmar.

Discutieron el modo de introducir el escrito en Judea. Entre otros muchos impedimentos estaba el hecho de que el invierno solía interrumpir el tráfico marítimo. Sólo podía encomendarse el documento a un hombre de toda confianza.

—Realmente no estoy seguro —opinó una vez más Cayo Barzaarone— de si el beneficio que obtendremos de este escrito en el mejor de los casos guarda proporción con el riesgo al que nos exponemos, nosotros y nuestra comunidad. Pues quien se aventure ahora, en invierno y en semejantes condiciones, a viajar a Judea, deberá poder aducir una buena razón para ello si no quiere llamar la atención de las autoridades.

—Sí, pero no creáis que vais a zafaros por eso, querido Cayo Barzaarone —insistió el pícaro Juan de Giscala—. Sé de un hombre que tiene poderosas razones para viajar ahora a Judea, razones que aceptarán incluso las autoridades. No cabe duda de que, como consecuencia de la guerra, los precios del suelo bajarán en Judea. En cuyo caso nos será muy útil contar con un especulador: yo mismo. Mi empresa posee amplios terrenos en Judea. Convencida de la veloz victoria de las legiones, desea aprovechar la coyuntura y completar su propiedad. ¿No es ésta una razón de peso? Enviaré a mi procurador, el elocuente Gorión, a Judea. Confiadme el escrito. No dudéis de que llegará a manos de sus destinatarios.

Firmaron. También Cayo Barzaarone acabó por escribir su nombre, titubeando, bajo el manifiesto de Josef.

Tres días después supieron, para su sorpresa, que no había sido Gorión, sino el propio Juan de Giscala quien había partido hacia Judea.

Josef subió por la escalera que conducía a las habitaciones que ocupaban Mara y los niños. Era una escalera estrecha, incómoda; todo en su casa era estrecho, incómodo, retorcido. Ya entonces, cuando Domiciano lo desalojó del bello edificio que el viejo emperador le asignara como vivienda, todos se asombraron de que un hombre tan célebre se alojase en una vivienda tan pobre, reducida y pasada de moda en el distrito nada elegante de «Baños»; pero Josef, que se había empeñado en vivir con forzada modestia, se contentó con construir un piso más. Y allí estaba, estrecha, pequeña, frágil, frente a varios puestos de buhoneros con toda clase de bártulos malolientes, indigna residencia de un hombre de su rango y de su fama.

A pesar de su sencillez, Mara no se encontró nunca a gusto en aquella casa. Quería vivir bajo el cielo; habitar en una gran ciudad entre muros de piedra iba contra su naturaleza. Y allí, entre aquellas paredes mohosas e intrincadas, en aquella habitación con el techo bajo ennegrecido, se sentía doblemente incómoda. Si por ella fuera, hacía tiempo que habrían regresado a Judea, a alguna de las propiedades de Josef.

Habían transcurrido cinco días desde el anuncio de la invasión de los dacios. Entre tanto, Josef se había reunido muchas veces con Mara, había compartido con ella la mayor parte de las comidas y habían hablado largo y tendido. Pero apenas se había referido a la guerra que parecía a punto de estallar en la frontera. Probablemente Mara no intuía las consecuencias que podrían tener para Judea los sucesos del Danubio. Pero sin duda sentía, ella que tan bien lo conocía, que tras aquella máscara de indiferencia escondía un secreto pesar.

Al subir ahora a verla se asombró de haberse esforzado tanto tiempo en ocultarle esa preocupación. Es la única persona ante la cual puede mostrarse sin pudor, tal como es. Cuando la otra se lo exigió permitió que la enviara lejos, y regresó a él cuando la llamó. Allí está cuando la necesita, y cuando lo molesta se esfuma. Ante ella puede dar rienda suelta a sus sentimientos, a su orgullo, sus dudas, su debilidad.

Retiró la cortina y penetró en la estancia. La baja sala estaba atestada de objetos de todo tipo; del techo, siguiendo una costumbre de los pueblecitos de Judea, colgaban cestas con alimentos y ropa. Los niños rodeaban a Mara: la niña Jalta y los dos varones menores, Matías y Daniel.

Josef dejaba a la hija y a los chicos al cuidado de Mara; él no sabía muy bien cómo tratar a los niños. Pero, como solía ocurrirle últimamente, también aquel día miró con una especie de conmovido asombro a Matías, el tercero de sus hijos, y, en realidad, el mayor, pues Simeón estaba muerto y Pablo más que muerto. Josef tenía sus esperanzas y sus deseos puestos en este hijo suyo, Matías. Era evidente que tenía rasgos del padre y de la madre, pero la mezcla daba por resultado algo completamente nuevo, muy prometedor, y Josef esperaba poder redimirse gracias a Matías, que alcanzaría lo que él mismo no alcanzó: ser judío y también griego, ciudadano del mundo.

Allí estaba, pues, la mujer, trabajando en un lienzo con la ayuda de una criada y contándoles una historia a los niños. Josef le rogó con un gesto que prosiguiera. De modo que siguió parloteando, y Josef escuchó un piadoso cuento un tanto insulso: trataba de un río cuya lengua entendían solamente aquellas personas que sentían auténtico temor de Dios; el río les aconsejaba lo que debían hacer y lo que no. Es un hermoso río que fluye por una tierra hermosa, su patria Israel, y algún día irá allí con los niños y, si los niños se portan bien, el río también hablará con ellos y les aconsejará.

Josef estuvo observándola mientras lo contaba. A sus treinta y dos años se había redondeado y estaba un poco ajada. No quedaba rastro del brillo lunar de su primera juventud, no había ningún peligro de que un romano la exigiera hoy para su cama como antaño el viejo Vespasiano. Pero para Josef seguía siendo lo que fue para él entonces; su rostro redondo continuaba luminoso y frágil, su estrecha frente brillaba como antaño.

A Mara se le iluminó la cara al verlo entrar. En los últimos días había notado que algo lo oprimía, y había esperado que se lo comunicase. Solía hablarle en griego, pero cuando se sentía más próximo a ella o se trataba de algo importante usaban el arameo, la lengua de la patria. Ahora, tras ordenar a los niños que se retiren, aguarda tensa en qué idioma le hablará.

Y, mira por dónde, le habla en arameo. Ya no es el hombre de antes; tiene el rostro surcado de arrugas, su barba ya no está cuidadosamente rizada: es un hombre de cincuenta años y se le nota que ha vivido mucho. También le ha hecho mucho daño, y nunca se lo ha perdonado del todo. Pero, a pesar de ello, a sus ojos sigue irradiando ese resplandor que solía envolverlo, y se siente orgullosa de que le hable.

Le habla de su encuentro con los otros y de sus temores ante un posible levantamiento. Le confía sus penas; sí, en realidad, tan sólo ahora, mientras habla, reconoce claramente lo que este peligro que amenaza a Judea remueve en él. Tiene una agitada vida a sus espaldas, llena de cumbres y abismos; pensó que por fin le sería dado vivir en paz y concentrarse en sus libros, y que comenzaría para él un plácido ocaso. En lugar de eso se avecinan nuevas pruebas y amarguras. El alzamiento de Judea, por insensato que sea, estallará; y Josef se opondrá, y de nuevo tendrá que aceptar los insultos y la vergüenza por reprimir sus sentimientos en nombre de la razón.

Mara ya le ha escuchado esa terrible letanía otras veces. Pero si antes le daba la razón incondicionalmente, pues él era sabio y ella ignorante, ahora su corazón se rebeló contra él. ¿Por qué, si sentía como los otros, actuaba de otro modo? ¿No sería mejor para todos ellos que fuera menos sabio? Era un hombre ilustre, el doctor y señor Josef, su esposo, y ella estaba orgullosa de él, pero en ocasiones, y también en ésta, pensaba que sería mucho mejor que fuera menos grande.

—Tu preocupación me oprime como si fuera mía —dijo; y después, y su espalda se arqueó relajándose, agregó en voz queda—: Tierra de Israel, mi pobre tierra de Israel.

«Tierra de Israel», dijo, en arameo. Josef la comprendía y la envidiaba. Era un ciudadano del mundo, pero estaba dividido. Ella en cambio era una sola cosa. Era uña y carne con el suelo de Judea, pertenecía a Judea, al cielo de Judea y a su pueblo, y cada vez que ella, a su modo sosegado, lo había animado a regresar allí, Josef supo que tenía razón y que él se equivocaba al negarse.

Pensó en los innumerables y alambicados argumentos que había ideado para justificar su negativa. En Judea, le explicó, su visión quedaría turbada por la cercanía de las cosas, se dejaría arrastrar por la pasión de los demás, no podría trabajar en su obra con la objetividad que constituye la premisa esencial del éxito. Pero ambos sabían que eso no era más que un pretexto. Todas las razones que aparentemente lo retenían en Roma eran meras excusas. Allí habría podido escribir mucho mejor su libro sobre Judea que aquí; habría resultado más judío, en el buen sentido. Y tal vez también tenía razón cuando decía que sería más provechoso para sus hijos crecer en Judea, a cielo abierto, que en las estrechas callejuelas de la ciudad de Roma. Esto último era dudoso, sin embargo, porque si su pequeño Matías debía ser lo que Josef proyectaba debía permanecer en Roma.

En cualquier caso, se resistía y hacía caso omiso de las humildes súplicas de Mara. Había optado por llevar una vida retirada, pero no quería renunciar a tener en torno a sí el bullicio de la ciudad de Roma. Vivir en la provincia lo habría oprimido; en Roma, aunque se encerrase en su habitación, lo consolaba la idea de que a un par de cientos de pasos tenía el Capitolio, donde latía el corazón del mundo.

Pero en su fuero interno sentía cierto disgusto, incluso un ligero sentimiento de culpa por retener a Mara en Roma.

—Pobre tierra de Israel —oyó suspirar a Mara.

—Será un invierno lleno de preocupaciones —concluyó él.

Esa noche, durante la cena, ante su esposa Dorión y su hijastro Pablo, Annius Bassus, ministro de guerra de Domiciano, se dejó llevar por sus emociones. Ante esos dos podía hablar, y que estuviera presente el preceptor de Pablo, el griego Fineas, no le molestaba. Fineas era un liberto, no contaba. Pero, por muy grande que fuera su confianza, sus relaciones con la mujer y el hijastro dejaban bastante que desear. A veces tenía la sensación de que ella no lo tomaba en serio a pesar de su inusual carrera, y de que, pese a todo su odio, recordaba con nostalgia a Flavio Josefo, a ese repulsivo intelectual judío. Era seguro que no apreciaba excesivamente al chico que le había dado a él, al pequeño Junio, mientras que admiraba y mimaba a Pablo, el hijo de Josefo. Por lo demás, ni él mismo era capaz de sustraerse al encanto que emanaba de éste.

Sí, amaba a Dorión, y amaba a Pablo. Y, por mucho que el afecto que éstos sentían por él fuese mucho menor que el suyo, eran las únicas personas ante quienes podía dar rienda suelta a su indignación, a la rabia que lo reconcomía en ese puesto bajo aquel emperador impredecible y misántropo. Y eso que Annius apreciaba sinceramente a Domiciano, lo veneraba, y DDD, aun sin ser un soldado nato, poseía cierto talento para los asuntos militares. Pero la desconfianza del emperador no tenía límites, y exigía a sus consejeros deponer a hombres válidos de los puestos adecuados y sustituirlos por otros mucho menos dotados que sólo destacaban por no despertar las sospechas del emperador.

También ahora los sombríos reparos de Domiciano ponían trabas, una vez más, a la campaña dacia. Lo lógico habría sido confiar el mando a Frontín, ingeniero y constructor de las excelentes fortificaciones que recorrían el bajo Danubio. Pero como el emperador quería impedir que Frontín se creyera imprescindible y, con ello, se soliviantara, había tenido la feliz idea de encomendar su conducción al enemigo de Frontín, el general Fusco, el osado.

Dorión no parecía interesarse mucho por su exposición, sus claros ojos verdes miraban indiferentes a Annius, o bien sencillamente al frente. También Fineas estaba como ausente, por mucho que, siendo un griego fanático, por fuerza debía de sentir cierta satisfacción al enterarse de las dificultades que entrañaba la administración del Imperio. El que se mostró más interesado fue Pablo. Contaba ahora dieciséis años, no hacía ni uno que se le había investido por primera vez con gran ceremonia la toga de adulto. Su madre habría visto con agrado que ingresase en una universidad griega, acompañado de su preceptor Fineas. Pero él mismo se esforzaba por combatir las tendencias griegas que ambos habían querido insuflarle; quería ser romano, y sólo romano. Por eso se había unido a un amigo de Annius, el coronel Juliano, un soldado extraordinario que disfrutaba de su permiso estival en Roma. Juliano se había hecho cargo del chico aconsejándole en todo lo relativo a la vida militar; pero al llegar el otoño tuvo que regresar a Judea, a su legión, la décima. Pablo habría dado la vida por poder acompañarlo; también a Annius, que era un soldado entusiasta, le habría agradado hacer de su hijastro un buen oficial. Pero Dorión se negó. Y Fineas explicó al chico a su modo elegante, quedo, y por ello eficaz, lo desabrida que sería la vida de soldado en la lejana provincia y el terrible efecto que tendría en él no empaparse antes de las costumbres griegas. Y Pablo tuvo que resignarse. Pero ahora, tras el estallido de la revuelta dacia, albergó nuevas esperanzas. Aprender el oficio de soldado en la guerra le parecía una oportunidad única que nadie le escatimaría.

De modo que escuchaba con un interés apasionado los comentarios de Annius sobre las dificultades de la campaña que acababa de iniciarse. Realmente, el frente del Danubio requería un comandante de talla, precisamente a ese Frontín, y no al botarate de Fusco. Los dacios ya no eran unos bárbaros, su rey Diurpan era un estratega nada desdeñable; las fuerzas romanas desplegadas en la región, apenas tres legiones, no bastaban para asegurar una frontera de casi mil kilómetros, y el duro invierno de aquel año dificultaba aún más la defensa, pues brindaba al atacante la posibilidad de enviar una y otra vez refuerzos sobre el Danubio helado. A ello se añadía que el rey de los dacios, Diurpan, era un hábil político, con influencias en todo Oriente y buenas perspectivas de poder batir incluso a los partos si éstos intervenían. De cualquier forma, era casi seguro que se producirían disturbios en ciertas provincias orientales que sólo toleraban el dominio romano a regañadientes, como por ejemplo Siria y, en particular, la siempre insatisfecha Judea.

Al oír las explicaciones de Annius la indiferencia de Dorión se disipó de pronto. Hacía tiempo que no sabía nada de Josef, el hombre que más había marcado su destino. Una revuelta en Judea, eso sería un acontecimiento que haría salir a Josef de su actual retiro. En su cabeza bulleron los recuerdos de lo que había vivido a su lado. Cómo aceptó ser flagelado para poder divorciarse de su ridícula mujer judía y desposarla; cómo huyeron y se recluyeron, a solas con su amor, en la casita que les prestó Tito; cómo más tarde surgieron las diferencias entre ellos; lo que había luchado por su hijo, por ese Pablo; su triunfo, toda Roma aclamándolo al erigirse su busto en el Templo de la Paz… todo eso, su odio salvaje y su fiero amor, resurgían ahora en ella, inextricables.

Incluso Fineas renunció a hacerse el indiferente cuando Annius comenzó a hablar de Judea, y su cabeza grande y pálida se sonrojó. ¡Ojalá estallase realmente la revuelta en Judea para que tuvieran que domeñar a esa tierra bárbara! ¡Ah, qué delicia! Fineas se alegraría de que los supersticiosos judíos sintieran de nuevo la fuerza del puño de Roma. Y se alegraría en particular por uno, por Josefo, su antiguo amo. Lo despreciaba, a ese Josefo, despreciaba todo lo suyo: su ridículo combate por Pablo, su orgullo y su modestia, sus creencias supersticiosas, sus éxitos baratos, su pobre griego, todo, todo. Sería estupendo que le demostraran de nuevo cuán miserable era su Judea; que volviera a experimentar lo que significaba padecer la esclavitud.

Entre aquella confusión de ideas y sentimientos de ambos, de Fineas y Dorión, se abrieron paso las palabras de Pablo:

—Eso le acarreará algunas dificultades a cierto señor —dijo Pablo. Eran palabras sencillas, pero la voz que las pronunció estaba tan llena de odio y de triunfo que Dorión se asustó, y hasta Annius Bassus alzó la mirada. También a él le desagradaba Flavio Josefo; el soldado campechano y bullicioso encontraba al judío taimado, retorcido. Pero si él, el oficial romano que había combatido a los judíos, increpaba o bromeaba en ocasiones sobre Josefo, a él le estaba permitido. También a Fineas, su liberto. Pero no les estaba permitido a los otros dos comensales: ni a la mujer que había estado casada con el judío, ni a su hijo. No era únicamente su dignidad de soldado lo que se rebelaba contra ello, también sentía que el odio excesivo de Dorión por Josef procedía de la inseguridad de sus sentimientos. Cierto que a veces le dedicaba comentarios injustos, incluso indecentes, pero después sus ojos se velaban de un modo un tanto sospechoso al oír hablar de él. Annius habría preferido que su esposa y su hijastro se hubieran desligado interiormente de aquel hombre ambiguo, de modo que ni lo amasen ni lo odiasen.

Pero, por el momento, Pablo seguía con su discurso teñido de odio. Sería fabuloso que Judea se alzase y diese motivos para aplastarla definitivamente. ¡Qué fortuna poder ir allí, participar en una expedición de castigo semejante bajo las órdenes de Juliano, su buen maestro! Cómo le dolería eso a su padre, el judío.

—¡Debéis permitirme ir a Judea! —exclamó.

Dorión volvió su fina y alargada cabeza hacia él, y sus ojos color mar sobre la chata nariz lo miraron abiertamente.

—¿A Judea? ¿Tú a Judea? —inquirió. Sonó como una negativa, pero Pablo notó que compartía su odio por el judío, su padre.

—Sí —insistió él, y sus ojos claros respondieron vehementes a la mirada escrutadora de la madre—, debo ir a Judea ahora que la cosa va a estallar. Debo purificarme.

Sus apasionadas palabras sonaron terribles: «Debo purificarme», y, a pesar de todo, incluso el simple soldado Annius entendió lo que significaban. Pablo se avergonzaba de su progenitor y quería reparar el hecho de ser hijo de semejante padre.

Pero ya estaba bien. Annius no quería seguir oyendo tales irreverencias, e intervino.

—No me gusta oír esas cosas de tu boca —lo recriminó.

Pablo notó que había ido demasiado lejos, pero no cejó, aunque moderó su tono.

—El coronel Juliano no entenderá —dijo— que no acuda ahora a Judea. No quiero perder su estima.

Dorión seguía allí sentada, delicada y frágil, relajada aunque estricta; su ancha boca, insolente, abultada en el distinguido rostro, dibujó una leve y ambigua sonrisa. Por mucho que lo irritase aquella sonrisa Annius constató lo mucho que amaba a esa mujer, que la amaría siempre. Pero ella, Dorión, dirigió la vista al preceptor de su hijo.

—¿Qué opináis vos de todo esto, querido Fineas? —le preguntó.

Aquel hombre por lo general tan sereno y elegante no logró ocultar por completo su excitación. Nervioso, encogía y estiraba los largos dedos de sus manos grandes, delgadas, pálidas hasta lo enfermizo, y no lograba mantener quietos ni los pies enfundados en sus zapatos griegos. Se sentía escindido por sentimientos contrarios. Le dolía perder definitivamente a Pablo. Amaba al hermoso y dotado chico, se había esforzado mucho en insuflarle su ser griego. No se le oculta que Pablo se le escapa poco a poco, pero le cuesta aceptar que se convierta enteramente y para siempre en un romano, y eso será inevitable si se incorpora a la legión de Judea. Por otra parte, sería un gran consuelo imaginarse el dolor que depararía a Josefo saber que su propio hijo, su Pablo, participaba en la represión de su pueblo, en el bando de los romanos. Con su profunda y armoniosa voz declaró:

—Me apenaría ver partir a nuestro Pablo rumbo a Judea, pero debo decir que en esta ocasión lo comprendo.

—Yo también lo comprendo —dijo la dama Dorión, y—: Me temo, hijo mío —dijo—, que no podré negarme por mucho tiempo.

El viaje a Judea en esa época del año resultaba azaroso, incluso peligroso. Pablo se dispuso a prepararlo con tesón y cuidado. Se sentía dichoso; nada quedaba en él de aquellos arrebatos imprevisibles, de esa pasión que tanto asustara a sus allegados. Habían desaparecido aquellas opiniones y rasgos judíos que su padre quiso insuflarle. También se evaporó el talante griego que tanto se habían esforzado por imbuirle su madre y su preceptor. Su entorno, su tiempo, habían salido victoriosos: él, el hijo del judío y de la griega, era romano de pies a cabeza.

El emperador avanzaba con paso torpe y envarado entre las jaulas de su zoológico del Albano. El palacio debía servir en principio de residencia estival, pero Domiciano se refugiaba allí en cualquier época del año. Amaba su palacio del Albano más que cualquier otra de sus posesiones; había comenzado a construir el amplio y lujoso edificio siendo aún un príncipe de escasos medios, y ahora estaba empeñado en concluirlo confiriéndole una grandeza aún mayor. El artístico parque se extendía sin que pudieran adivinarse sus límites; dondequiera que se dirigiera la vista surgían anexos.

Deslucido, con un manto de fieltro, capucha y zapatos de piel, avanzaba a grandes zancadas a lo largo de las jaulas seguido por el enano Sileno, gordo, velludo, deforme. El día era frío y húmedo, una fina niebla se había posado sobre el lago; el paisaje, ordinariamente tan colorido, parecía desvaído, las hojas de los olivos carecían de brillo. De cuando en cuando el emperador se detenía ante una jaula y contemplaba a los animales con mirada ausente.

Se alegraba de haberse decidido a abandonar el Palatino y viajar hasta allí. Se encontraba a gusto paseando en la neblina de aquel paraje invernal. El día anterior habían llegado prolijos despachos procedentes de la frontera del Danubio; la incursión de los dacios había tenido consecuencias más graves de lo que había previsto, ya no podía hablarse de meros altercados en la frontera: lo que se avecinaba allá era una guerra.

Apretó el abultado labio superior sobre el otro. Ahora él mismo se verá obligado a combatir. Una perspectiva poco agradable. No le gustan los viajes incómodos y precipitados, no le agrada montar largo rato a caballo, y ahora, en invierno, todo resulta doblemente incómodo. No, no es un soldado, no es como su padre Vespasiano y su hermano Tito. Ésos no eran más que soldados, milites transformados en gigantes. Por un instante le parece oír la voz atronadora de Tito y un estremecimiento de repulsa cruza su rostro. No, poco le importan las gloriosas victorias que no tienen continuación. Él ha afianzado sus posiciones en Germania, en Britania. Representa la culminación de la estirpe Flavia. Si ha permitido que el Senado le reconozca el título de «amo y dios Domiciano» es porque sobran razones para hacerlo.

Se detuvo ante la jaula de la loba. Se trataba de un animal extraordinariamente hermoso y fuerte; el emperador amaba especialmente a esa loba, su inquietud, aquella fiereza impredecible, su astucia y su fuerza; amaba a esa loba como emblema de la ciudad y del Imperio. Erguido, con los brazos apretados a la espada en ángulo y el vientre abultado, permaneció ante la jaula. «Amo y dios, Imperator Flavius Domitianus Germanicus», pronunció para sí, y, tras él, el enano repitió las mismas palabras ante la jaula de la loba.

Su padre y su hermano quizás alcanzaron victorias más gloriosas. Pero lo importante no son las grandes victorias sino únicamente el resultado final de una guerra. Hay generales que saben ganar batallas, pero no guerras. Lo que él ha conseguido en Germania junto con su prudente ingeniero Frontín, la erección de aquel muro para contener a los bárbaros germanos, no es espectacular, pero vale más que diez grandes victorias sin consecuencias. Los soldados Vespasiano y Tito jamás habrían comprendido ni llevado a cabo las ideas de ese Frontín.

Es una lástima que no pueda enviar a Frontín al Danubio como comandante en jefe. Pero contravendría sus principios. No debe permitir que nadie se envanezca. Los dioses no aman la arrogancia. El dios Domiciano no ama la arrogancia.

Naturalmente, es una lástima que el vigésimo quinto cuerpo del ejército haya sido aniquilado, pero también tiene su lado bueno. Bien mirado, constituye una ventaja que la causa dacia haya tomado ese cariz y que se hayan lanzado a una auténtica guerra. Pues esa guerra viene en el momento oportuno, acallará voces que no resulta demasiado fácil acallar. Esa guerra le brindará a él, al emperador, la excusa que necesita para adoptar finalmente ciertas medidas de política interior poco populares que de otro modo tendría que posponer varios años. Ahora, con el pretexto de la guerra, podrá obligar a sus díscolos senadores a hacer ciertas concesiones que jamás aceptarían en tiempos de paz.

De pronto se aparta de la jaula ante la que se había quedado absorto. No quiere dejarse tentar, no quiere soñar; su fantasía se desboca demasiado fácilmente. Es metódico, y en los asuntos de gobierno raya en la pedantería. Desea sentarse a su escritorio. Quiere anotar un par de cosas, organizarse.

—¡La litera! —ordena volviendo la cabeza por encima del hombro.

—¡La litera! —transmite el enano la orden con un graznido, y el emperador se deja llevar de vuelta al palacio. Es un buen trecho. Primero atraviesan varias terrazas de olivares, después una avenida de plátanos, más tarde los invernaderos, a continuación primorosos jardines y columnatas, pabellones, cenadores, grutas, surtidores de todo tipo. Es un parque grande y hermoso que agrada al emperador, pero hoy no tiene ojos para él.

—¡Aprisa! —ordena a los porteadores. Sólo desea trabajar.

Finalmente llega a su despacho, y ordena que no lo molesten por ningún motivo. Cierra la puerta, se queda solo. Sonríe malicioso; piensa en todos esos estúpidos rumores que circulan sobre lo que hace cuando se encierra durante días. Que ensarta moscas, dicen; que se dedica a cortar ancas de ranas, y cosas así.

Se pone manos a la obra. Pulcramente, punto por punto, anota todo lo que pretende sonsacarle al Senado con el pretexto de esta guerra. En primer lugar, quiere realizar por fin su ansiado proyecto y que lo nombren censor vitalicio, lo que le garantizará el control absoluto del presupuesto, costumbres y derecho del Estado, y, con ello, el pleno dominio del Senado, con capacidad de excluir de él a cualquiera de sus miembros. Hasta ahora se le investía de este cargo cada dos años. En estos momentos, ante el estallido de una guerra de duración impredecible, los senadores no pueden negarle esta medida, que equilibrará sus derechos. Respeta la tradición y, como es natural, no se le ocurre modificar la Constitución, que prevé la división del poder estatal entre el emperador y el Senado. No pretende anular esta sabia división: sólo desea tener la capacidad de ejercer el necesario control sobre la corporación corregente.

La guerra también brinda una excelente oportunidad para recrudecer las leyes de moralidad. Naturalmente, esos ridículos y engreídos aristócratas de su Senado se mofarán de nuevo de que condene la menor desviación en los demás mientras se permite a sí mismo cualquier capricho, todos y cada uno de esos «vicios» que castiga. ¡Insensatos! ¿Cómo va él, el dios, a quien el destino ha encomendado proteger con mano de hierro el decoro y la decencia romanos, cómo va a conocer y castigar a los hombres y sus pecados si no se digna descender, cual Júpiter, a su altura?

Formula cuidadosamente los preceptos y leyes que deben ser promulgados numerándolos, detallándolos, pergeñando escrupulosamente la justificación de cada detalle.

Después se apresta a ocuparse de la parte de su trabajo que más le agrada: la confección de una lista, no muy larga, pero de importantes consecuencias.

En el Senado hay unos noventa miembros que no ocultan su hostilidad. Lo miran por encima del hombro esos señores cuyos antepasados se remontan hasta la fundación de la ciudad y, más lejos aún, a la destrucción de Troya. Lo consideran un advenedizo. Porque su tatarabuelo dirigía una oficina de cobros y su abuelo tampoco fue famoso, por eso creen que él, Domiciano, no sabe lo que es la auténtica romanidad. Quiere demostrarles quién es más romano, si el biznieto del pequeño banquero o los tataranietos de los héroes troyanos.

Conoce bien los nombres de esos noventa señores. Noventa es un número alto, no puede consignar tantos nombres en su lista; desgraciadamente, durante su ausencia sólo podrá deshacerse de unos pocos de esos desagradables sujetos. No. Quiere proceder con cautela, no le gusta precipitarse. Pero algunos de ellos, siete, seis o, digamos, cinco, podrán figurar de cualquier modo en la lista, y la idea de que no tendrá que volver a verlos a su regreso lo confortará mientras permanezca lejos de Roma.

Por el momento, y de forma provisional, anota una larga ristra de nombres. Después se dispone a tacharlos. No le resulta fácil, y al borrar alguno que otro lanza un suspiro. Pero es un gobernador meticuloso; no quiere dejarse llevar por la simpatía o la antipatía, sino únicamente por consideraciones de política de Estado. Medita con atención cuál será más peligroso, si este hombre o aquél; si la eliminación de éste levantará más revuelo que la de aquel otro, o si la confiscación de estos bienes constituirá una mayor aportación al tesoro del Estado que la de ese otro patrimonio. Únicamente cuando constata cierto equilibrio se deja guiar en su decisión por su antipatía personal.

Revisa nombre tras nombre. Con gran pesar tacha a Helvid de nuevo de su lista. Es una lástima, pero no puede ser; por el momento, Helvid junior seguirá con vida. A Helvid senior ya lo aniquiló en su día el viejo Vespasiano. Pero llegará el día, y ojalá no sea muy lejano, en que él podrá enviar al hijo tras los pasos del padre. También es una lástima que no pueda dejar el nombre de Aelio en su lista: el hombre al que le arrebató la esposa, Lucía, su emperatriz. Ese Aelio solía llamarlo «Varriguita», nunca se dirigió a él de otra forma, no lo ha olvidado, porque tenía una barriga incipiente y muchas veces le costaba trabajo pronunciar la «b». Bien, que Aelio siga llamándolo «Varriguita» por un tiempo; también a él le llegará la hora en que se le quiten las ganas de bromear.

Por fin sólo quedan cinco nombres en la lista. Pero incluso esos cinco le parecen demasiados al emperador. Debe contentarse con cuatro. Solicitará el consejo de Norban, su ministro de policía, antes de decidir a quién enviará definitivamente al Hades.

Bien, tras concluir su tarea puede disponer libremente de su tiempo. Se levanta, se estira, va hacia la puerta y la abre. Ha olvidado la hora de la comida, absorto en su trabajo, y nadie se ha atrevido a molestarlo. Ahora quiere comer. Ha hecho venir a casi toda su corte y a medio Senado al Albano, más o menos a todos sus amigos y enemigos; antes de abandonar la capital del Imperio quiere arreglar aquí, en el Albano, todos los asuntos que le conciernen. ¿Debe buscarse compañía? ¿Debe hacer llamar a alguien para que se siente a su mesa? Piensa en todos los que han ido llegando en interminables riadas; imagina el sufrimiento, la tensa espera intentando averiguar qué decidirá el dios Domiciano. En su rostro se dibuja una sonrisa maliciosa. No, que sigan solos, quiere dejarlos solos. Que esperen todo el día, la noche entera, e incluso un día más o una segunda noche, pues el dios Domiciano meditará con gran cuidado sus decisiones y no se precipitará en nada.

Es posible que Lucía haya llegado ya a esta residencia suya del Albano: Lucía Domitia, su emperatriz. La sonrisa de Domiciano abandona su rostro al pensar en Lucía. Durante mucho tiempo no fue para ella más que el hombre Domiciano, pero después ha debido mostrarle también quién es el amo y dios Domiciano; ha tenido que eliminar a su favorito Paris y hacer que el Senado la desterrara a la isla Pandataria por adulterio. Bien está que hace tres semanas indicara al Senado y al pueblo de Roma la conveniencia de atosigarlo para que llamase de nuevo a la amada emperatriz Lucía. De hecho, se dejó ablandar y la hizo llamar. De otro modo habría debido partir a la guerra sin verla. ¿Habrá llegado ya? Si el viaje ha ido bien, debe de haber llegado. No desea demostrar lo mucho que le importa si ha llegado ya o no; ha dado orden de no ser molestado, no quiere saber de la llegada de nadie. Su corazón le dice que está allí. ¿Debe preguntar por ella? ¿Debe rogarle que coma con él? No, es el imperator, el dios Domiciano; se domina, no pregunta por ella.

Almuerza solo, deprisa, sin prestar atención a lo que come; engulle, traga los bocados ayudándose con vino. Pronto termina la extraña colación. Y ¿qué hará ahora? ¿Qué hacer para dejar de pensar en Lucía?

Fue a ver al escultor Basílides, a quien el Senado había encargado la confección de una estatua colosal del emperador. Hacía tiempo que el artista le había rogado que acudiese a ver su trabajo.

Contempló la muestra en silencio. Lo había representado a caballo portando las insignias del poder. Era un jinete notable, heroico, imperial, el que había creado el escultor Basílides. El emperador no tenía nada que objetar a la escultura, que, sin embargo, no fue de su agrado.

El jinete mostraba ciertamente sus rasgos, los de Domiciano; pero podía ser un emperador cualquiera, no necesariamente el emperador Domiciano.

—Interesante —dijo finalmente en un tono que no ocultaba su decepción.

El pequeño y escurridizo escultor Basílides, que no había dejado de observar atentamente cada gesto del emperador, le replicó:

—¿De modo que no estáis satisfecho, Majestad? Yo tampoco lo estoy. El caballo y el torso del jinete ocupan demasiado espacio, dejando en un segundo plano la cabeza, el rostro, lo espiritual.

Y, como el emperador callase, prosiguió:

—Es una pena que el Senado me encomendase representaros a caballo. Si Su Majestad me lo permite, yo propondría otra solución a los senadores. Se me ha ocurrido una idea que considero muy sugerente. He pensado en una estatua colosal del dios Marte que exhiba vuestros rasgos. Naturalmente, no estoy pensando en el Marte de siempre tocado con el yelmo. El yelmo me hurtaría gran parte de esa frente leonina vuestra. He pensado más bien en Marte en reposo. ¿Me permitís que os muestre un prototipo?

Y al ver asentir al emperador hizo que le trajeran el otro modelo.

Había representado a un hombre corpulento, pero sentado, descansando cómodamente. El dios había depuesto las armas, adelantando relajado la pierna derecha, y rodeaba con las dos manos la rodilla izquierda levantada. Un lobo yacía a sus pies, un pájaro carpintero se había posado insolente sobre su escudo. La muestra aún estaba en su primera fase, pero ya había modelado la cabeza, y esa cabeza, sí, era una auténtica cabeza de las que le gustaban a Domiciano. La frente tenía ese aire verdaderamente leonino del que había hablado el artista: recordaba la frente del gran Alejandro. Y el peinado, los breves rizos, le conferían un ligero parecido con ciertas cabezas, muy conocidas, de Hércules, el supuesto antepasado de los Flavios, un parecido que desde luego irritaría a más de un senador. La nariz sobresalía ligeramente curva. Las hinchadas fosas, la boca entreabierta, trasuntaban arrojo, voluntad de mando.

—Imaginaos, Majestad —le explicó excitado el escultor al constatar que su obra le agradaba de forma manifiesta—, el efecto que tendrá la estatua cuando la esculpamos en su verdadero tamaño. Si me permitís que ejecute mi proyecto, Majestad, esta estatua representará aún más al dios Domiciano que al dios Marte. Pues aquí no es el usual yelmo el que atrae la atención del observador, ni el voluminoso torso, sino que cada detalle está pensado para centrar su atención en el rostro, y es la expresión de ese rostro la que eleva al dios por encima de toda medida humana. Ese rostro ha de mostrar al orbe lo que significan los títulos de amo y dios.

El emperador callaba, pero con sus ojos miopes y saltones observaba su efigie con creciente agrado. Sí, es una buena idea. Marte y Domiciano hacen buena pareja. Incluso el cabello, dejarlo adentrarse levemente en la mejilla; también esa insinuación de la existencia de patillas conviene a la representación del dios Marte. Y el ceño amenazador, los ojos llenos de orgullo y de insolencia, el poderoso cuello: todos rasgos propios del dios Marte y al tiempo características que harán pensar en Domiciano. A ello se añade el decidido mentón, lo único bueno de la cabeza de su padre y, por fortuna, lo único que él, Domiciano, heredó de aquél. Tiene razón ese escultor Basílides: el título que se ha hecho conferir, el título de amo y dios, resulta fácilmente explicable a la vista de ese Marte. Como ese Marte en reposo quiere ser él, y así es: sombrío, divino, peligroso justamente en su reposo. Así quieren verlo sus aristócratas, así lo ama su pueblo, así lo aman sus soldados, y lo que Vespasiano no logró con su afabilidad ni Tito con su vehemencia, con su campechanía, lo ha logrado él, Domiciano, precisamente con su lúgubre majestuosidad.

—Interesante, muy interesante —admitió, pero esta vez en el tono adecuado, y agregó—: No lo habéis hecho nada mal, mi querido Basílides.

Le espera una larga tarde. ¿Qué puede hacer antes de irse a dormir? Si trata de imaginarse las caras de las personas que ha invitado a acudir al Albano no encuentra a nadie, por muchos que sean, cuya compañía le agrade. Sólo desea la presencia de una, pero su orgullo le impide llamarla. De modo que prefiere pasar la tarde a solas, no encontrará mejor compañía que la suya.

Ordena que enciendan todas las luces del salón de ceremonias. También hace llamar a los mecánicos para que se ocupen de la ingeniosa maquinaria de la sala, cuyos muros desplaza a su antojo y cuyo techo se alza hasta que desaparece y permite divisar el cielo. La ingeniosa maquinaria fue en su día una sorpresa destinada a Lucía. Ella no la apreció debidamente. No valoró como se merecían muchos de sus regalos.

Acompañado únicamente por su enano Sileno el emperador penetra en la amplia y luminosa sala. Su fantasía la llena con sus innumerables invitados. Se sienta, relajado; inconscientemente ha adoptado la actitud de esa estatua de Marte, y se imagina cómo permanecen sentados, o tumbados, sus invitados, diseminados por las numerosas habitaciones de su palacio, consumiéndose temerosos en la espera. Manda ampliar y menguar la sala; juguetón, ordena que eleven y vuelvan a hacer descender el techo. Después se pasea durante un rato de un lado a otro, ordena que apaguen de nuevo la mayor parte de las lámparas dejando únicamente ciertas zonas en una débil penumbra. Y vuelve a pasearse por la inmensa sala, y su sombra lo acompaña, gigantesca, y su enano lo sigue, diminuto.

¿Estará Lucía ya en el Albano?

De pronto —a pesar de todo se siente con fuerzas para emprender una nueva tarea— manda llamar a su ministro de policía Norban.

Norban se había acostado ya. La mayoría de los ministros no sabían cómo debían presentarse ante el emperador cuando éste los convocaba a horas intempestivas. Por un lado al emperador le disgustaba esperar, y por otro, se sentía ofendido si no se mostraban cuidadosamente vestidos. Norban, sin embargo, sabía que gozaba del favor de su amo, y por ello se conformó con echarse la toga ceremonial sobre la camisa de noche.

Su cuerpo no muy alto pero imponente aún exhalaba, por tanto, el calor de la cama al presentarse ante el emperador. La cabeza poderosa, cuadrada, sobre los hombros aún más fuertes, puntiagudos, no estaba peinada; el firme mentón sin afeitar parecía aún más brutal que de costumbre, y los rizos de pelo negrísimo, embadurnados de grasa y, a pesar de todo, desordenados, que según la moda al uso llevaba sobre la frente, colgaban grotescos sobre su rechoncha cara. El emperador no le tomó a mal semejante dejadez, ni siquiera se percató de ella. Se mostró afable. Aquel hombre alto rodeó los hombros del otro, mucho más bajo, y lo condujo de un lado a otro por la amplia sala en penumbra, hablándole a media voz y expresándose por medio de insinuaciones.

Le habló de que la guerra y su ausencia podrían utilizarse para desbrozar ligeramente las filas del Senado. Una vez más, en esta ocasión con Norban, repasó los nombres de sus enemigos. Él conocía sus vidas y tenía buena memoria, pero Norban conservaba en su ancha cabeza aún más datos, sospechas y certezas, argumentos en favor y en contra. El emperador se paseó con él de un lado para otro, envarado, rígido, sin soltarlo. Lo escuchaba, le lanzaba preguntas, expresaba ciertas dudas. No vacilaba en permitirle vislumbrar su interior, confiaba en él con una seguridad que procedía de un rincón secreto de su alma.

Naturalmente, Norban también mencionó a Aelio, primer esposo de la emperatriz Lucía, el senador que había bautizado a Domiciano con el nombre de Varriguita y al que Domiciano habría querido conservar a toda costa en su lista. Ese Aelio era un vividor. Había amado a Lucía, seguramente aún la amaba; también amaba las muchas otras cosas agradables con las que el destino lo había favorecido: sus títulos y privilegios, su dinero, su buen aspecto y natural dicharachero que le procuraban amigos dondequiera que fuera. Pero mucho más que todo eso amaba su ingenio, y le gustaba sacarlo a la luz. Ya bajo los primeros Flavios sus chistes le acarrearon disgustos. Bajo Domiciano, que le había arrebatado a Lucía, estaba doblemente amenazado y tenía aún más razones para domeñar su lengua. En lugar de ello se atrevía a afirmar que conocía exactamente la enfermedad de la que moriría. Esa enfermedad sería alguna feliz ocurrencia. También aquel día Norban le contó al emperador algunos de los nuevos e irreverentes chistes de Aelio. Al reproducir el último, sin embargo, se detuvo antes de llegar al final.

—¡Continúa! —le ordenó el emperador. Norban vaciló. El emperador enrojeció, insultó a su ministro, gritó, se deshizo en amenazas. Finalmente Norban le contó el final. Se trataba de un chiste tan refinado como obsceno acerca de aquella parte del cuerpo de Lucía que emparentaba, por así decir, a Aelio con el emperador. Domiciano se puso lívido—. Tienes una buena cabeza, ministro Norban —dijo finalmente no sin esfuerzo—. Lástima que te la juegues por hablar demasiado.

—Me habéis ordenado que hable, Majestad —dijo Norban.

—Poco importa —replicó el emperador, que, inesperadamente, aulló—: ¡No habrías debido repetir esas palabras, perro!

Norban no se inquietó demasiado. De hecho, el emperador no tardó en sosegarse, y continuaron hablando fríamente sobre los candidatos de la lista. Como Domiciano había temido, no podía contar con que se eliminase en su ausencia a más de cuatro enemigos del Estado; más habría sido excesivamente arriesgado. Norban, que no estaba totalmente de acuerdo con la lista del emperador, insistió en aplazar asimismo la ejecución del segundo senador que figuraba en ella. Finalmente, el emperador tuvo que tachar dos nombres de su lista de cinco, aunque a cambio Norban le concedió incluir uno nuevo, de modo que le quedaron cuatro. A esos cuatro nombres pudo añadirles por fin la letra M.

Esa misteriosa M era la inicial del nombre Mesalino, y ese Mesalino era el hombre más adusto de la ciudad de Roma. Al ser pariente del poeta Catulo descendía de una de las estirpes más antiguas del país, por lo que todos esperaban que se uniese a la oposición del Senado. En lugar de ello se puso de parte del emperador. Era rico, y no lo hacía por los pingües beneficios que extraía de acusar a éste o a aquél, incluso a amigos y parientes, de lesa majestad: lo hacía porque la perfidia le procuraba un inmenso placer. Mesalino era ciego, pero nadie lo superaba a la hora de husmear ocultas debilidades, o transformar en sospechosas inocentes afirmaciones y en criminales actos inocuos. Quien llegase a ser objeto del interés del ciego Mesalino estaba perdido: una acusación suya equivalía a una condena. El Senado tenía seiscientos miembros, cuya piel se había curtido en la Roma del emperador Domiciano, y todos sabían que quien quisiese prosperar en ella debía dejar a un lado todo escrúpulo. Pero al escuchar el nombre de Mesalino incluso los más avezados torcían el gesto. El ciego concedía importancia a que no se le recordase su ceguera; se había aprendido el camino hacia su escaño en el Senado y avanzaba entre los bancos hasta su puesto solo y como si viera. Todos tenían cuentas pendientes con ese tipo torvo y peligroso: la caída de algún familiar, de algún amigo; todos habrían disfrutado viéndolo tropezar con algún obstáculo que le recordase su ceguera. Pero nadie se atrevía a ceder a su deseo, lo rehuían, y apartaban cualquier obstáculo que se le interpusiese.

De modo que el emperador anotó la letra M tras los cuatro nombres.

Con ello había solventado la cuestión, y, en realidad, pensó Norban, DDD habría podido dejarlo regresar ahora tranquilamente a su lecho. Pero el emperador le hizo permanecer a su lado, y Norban sabía por qué. DDD estaba deseoso de oír alguna noticia de Lucía, deseaba saber de él qué había hecho Lucía en su exilio en Pandataria. Pero había perdido la oportunidad de hacerlo. No debería haberle gritado de ese modo hace un rato. Ahora Norban se cuidará muy mucho de contarle lo que quiere oír, no volverá a hacerse reo de lesa majestad. Enseñará a su emperador con sutileza a dominarse.

Era cierto que Domiciano ardía en deseos de preguntar a Norban. Pero, aunque no le ocultara nada, se avergonzaba cuando se trataba de Lucía, y no se atrevió a preguntarle. Norban, a su vez, callaba astutamente.

En lugar de hablar de Lucía refirió al emperador, en vista de que no lo dejaba marchar, toda clase de chismes de negocios y pequeñas vicisitudes políticas. También le habló de los sospechosos movimientos que se habían detectado en la casa del escritor Flavio Josefo desde el estallido de las revueltas en las provincias orientales, sí, incluso estaba en situación de mostrarle una copia del manifiesto elaborado por Josef.

—Interesante —dijo Domiciano—, muy interesante. Nuestro Josef. El gran historiador. El hombre que ha descrito y conservado nuestra guerra judía para la posteridad, el hombre en cuyas manos está repartir gloria y afrenta. Para los hechos de mi divinizado padre y de mi divinizado hermano encontró toda clase de elogios, pero conmigo ha sido más bien mezquino. De modo que ahora compone dudosos manifiestos. ¡Mira por dónde!

Y encargó a Norban que siguiese vigilando a aquel hombre, aunque sin intervenir. Él mismo se ocupará, y seguramente antes de su partida, de ese judío Josef; hace tiempo que tiene ganas de volver a hablar con él.

Lucía, la emperatriz, había llegado al Albano a última hora de la tarde. Confiaba en que Domiciano la saludaría. Que no lo hiciera pareció divertirla más que irritarla.

Mientras su espíritu presidía la entrevista de Domiciano con Norban, sin que ninguno de ellos mencionase su nombre, comía rodeada de un círculo de íntimos. No habían acudido todos los invitados, pues aunque el emperador había llamado junto a sí a Lucía nadie sabía a ciencia cierta el efecto que tendría en él que compartiesen su mesa. Nadie estaba a salvo de encontrarse con una sorpresa mortal; ya había ocurrido en alguna ocasión que el emperador se mostrase particularmente benévolo con alguien justo antes de proceder a aniquilarlo.

Los que participaban en la cena de la emperatriz se mostraban alegres, y la propia Lucía estaba de un humor excelente. Nada en ella revelaba las fatigas del exilio. Allí estaba, grande, joven, pletórica; reían los ojos quizás excesivamente separados bajo la frente pura e infantil, todo su luminoso y valiente rostro irradiaba alegría. No tenía reparo alguno en hablar de Pandataria, la isla de su exilio. Probablemente Domiciano la había desterrado a aquella isla para que sintiese el peso de las sombras de las excelsas damas que fueron proscritas antes que ella: las sombras de Agripina, de la Octavia de Nerón, de la Julia augustina. Pero en eso se había equivocado. Al evocar a aquella Julia de Augusto no pensaba Lucía en su final, sino únicamente en su amistad con Sileno y Ovidio y en los placeres que fueron la causa de aquel final.

Les refirió los detalles de su vida en la isla. En ella convivían diecisiete proscritos y cerca de quinientos nativos. Naturalmente, vivían con cierta estrechez, y también resultaba molesto ver siempre a las mismas personas en torno a uno. No se tardaba en conocer hasta sus más mínimas arrugas. La vida en aquella roca yerma, con el mar infinito a su alrededor, volvía a más de uno melancólico, adusto, y producía desagradables roces; había épocas en las que se odiaban tanto que, cual arañas encarceladas, sentían deseos de comerse unos a otros. Pero también era bueno librarse por una vez de los excesos de Roma, perder de vista algunos de sus rostros y depender tan sólo de uno mismo. Ella no había tenido malas experiencias en esa conversación consigo misma. Además, disfrutó de ciertas sensaciones de las que nada podían saber en Roma; por ejemplo, la emoción que les procuraba ver llegar cada seis semanas el barco que les traía de Roma las cartas, los diarios y todos los pequeños objetos que habían solicitado. En resumidas cuentas, afirmó, no había sido una mala época. Y al verla allí tan alegre y vivaz no resultaba difícil creerla.

Pero aún no se había dilucidado cómo viviría ahora Lucía en Roma, qué actitud adoptaría el emperador ante ella. Lo comentó sin tapujos, y también los demás se expresaron al respecto con particular franqueza: Claudio Regino, el senador Junio Marullo, y el que fuera su esposo, Aelio, al que no había tenido reparos en invitar a su mesa. Al día siguiente, opinó Aelio, Lucía sabría con seguridad lo que podía esperar en el futuro de Varriguita. Malo sería que éste expresase el deseo de encontrarse con ella a solas, pues posiblemente querría discutir. Pero probablemente Varriguita temía tanto discutir con ella como él lo temió en su día, por lo que sin duda pospondría en lo posible tal encuentro. Sí, él, Aelio, estaba dispuesto a apostar a que el emperador organizaría mañana una comida familiar, porque preferiría ver a Lucía en compañía de otros a enfrentarse con ella a solas.

Lucía por su parte no daba muestras de temer semejante confrontación. No le importaba llamarlo por su apodo y, en presencia de todos, dijo dirigiéndose a Claudio Regino:

—Más tarde quiero que me dediquéis cinco minutos, querido Regino, para que me aconsejéis sobre lo que puedo exigirle a Varriguita antes de reconciliarme con él. Si es cierto que ha engordado, como me han dicho, la cosa le saldrá más cara.

Como la mayoría de sus invitados, el propio Domiciano no durmió bien aquella noche. Seguía sin atreverse a preguntar si Lucía había llegado ya, pero una voz interior le aseguraba que sí, que estaba allí; que de nuevo dormían bajo un mismo techo.

Lamentó haber ofendido a Norban. Si no lo hubiera hecho ahora sabría lo que había hecho Lucía en su exilio de Pandataria. Eran muy pocos los hombres con los que habría podido tratar allí, y no concebía que ninguno de ellos le pudiera resultar atractivo. Pero ella era impredecible y se lo permitía todo. Quizá llegó a acostarse con alguno de esos hombres, o tal vez con algún pescador; o con cualquiera de esa morralla que poblaba la isla. Sólo que nadie se lo podía decir a excepción de Norban, a quien había cerrado la boca del modo más estúpido.

Pero, aun conociendo lo que había ocurrido en Pandataria, aunque supiera, minuto a minuto, lo que había hecho allí, no le serviría de mucho. Tenso, con una mezcla de desagrado y deseo, aguarda la conversación que mantendrá al día siguiente con Lucía. Busca frases con las que herirla, él, el altivo Domiciano, el dios, a la pecadora que, magnánimo, se digna recibir. Pero sabe de antemano que, por muy agudas que sean las frases que encuentre, ella se limitará a sonreír y al final estallará en una carcajada, esa oscura y plena risa suya; y le replicará algo como: Vamos, vamos, Varriguita, basta ya. Diga lo que diga, y haga lo que haga, está hecha de tal pasta que será incapaz de amedrentarla. Pues mientras los demás, sus insolentes aristócratas, parecen tener horchata en las venas, en ella, en Lucía, habita en verdad esa pujanza, esa fuerza de los antiguos patricios. Odia a Lucía por esa orgullosa fuerza suya, pero la necesita, la echa de menos si no la tiene a su lado. Se dice que es la diosa Roma personificada, y que sólo por eso la ama y la necesita. Pero lo que él necesita y ama es sencillamente a Lucía, la mujer y nada más. Sabe que no podrá ir al campo de batalla sin haberle besado antes la pequeña cicatriz bajo el pecho izquierdo, y que, si le permite besarla, será un regalo. Ay, a ella no puede ordenarle nada, se limita a reír; de todos los vivos que conoce es la única que no teme a la muerte. Ama la vida, toma del instante lo que éste le ofrece, pero precisamente por eso no teme a la muerte.

El emperador había convocado a primeras horas de la mañana a los consejeros más próximos a él a un consejo secreto. Los cinco caballeros que se reunieron en la sala de Hermes estaban soñolientos. Todos habrían preferido quedarse en sus camas, pero aunque en alguna ocasión pudiera ocurrir que el emperador los hiciera esperar indefinidamente, ¡ay del que se atreviese a ser impuntual con él!

A su manera, franca y ruidosa, Annius Bassus confió a Claudio Regino sus dudas sobre la futura campaña: aparentemente quería que Regino intercediese por él ante el emperador. Por una parte, opinó, DDD no consideraba digno de él, de un dios, ahorrar; de modo que el mantenimiento de la corte, y en particular las obras, requerirían grandes sumas de dinero también en su ausencia. Y, por otra parte, concedía gran importancia —rasgo heredado del padre— a que se evitasen a toda costa los descubiertos. Pero lo que se resentiría con todo ello sería la conducción de la guerra. Temía que no se enviasen suficientes tropas y material a los generales del frente del Danubio. Lo que faltase en fuerzas y medios lo sustituiría el comandante en jefe, Fusco, con su arrojo. Y ahí radicaba el mayor peligro.

—No, la administración del Estado no es asunto fácil —le replicó Regino con un suspiro—, qué me vais a decir a mí, Annius. Ayer mismo recibí un poema que me ha dedicado el poeta de corte Estacio.

Y, con una sonrisa que le cubría toda la carnosa cara sin afeitar y bizqueando irónico con los pesados ojos soñolientos, extrajo el manuscrito de la manga de su túnica de gala; sujetando el valioso poema con sus gruesos dedos lo leyó con su voz aguda y sebosa:

—A ti solo se confiere la administración de los sagrados tesoros del emperador, las riquezas de todos los pueblos, los ingresos del orbe entero. Toda la ganancia de las minas de oro de Iberia, todo lo que reluce en los altos de Dalmacia, las cosechas de Libia, lo que trae el fango del arrebatado Nilo, las perlas que sacan a la luz los buceadores del mar de Oriente, y el marfil de los elefantes del Indo a ti se confía como único administrador. Sin descanso, vigilas tenaz, y con precisa celeridad calculas lo que requieren cada día los ejércitos del Imperio, el mantenimiento de la ciudad; qué los templos, los canales; qué la conservación de la ingente red viaria. Onza a onza conoces el precio, peso y aleación de cualquier metal que, al surgir del fuego, transforma en imagen a los dioses, y al emperador en imagen, en moneda romana. El hombre del que se habla aquí soy yo —afirmó sonriente Claudio Regino, y verdaderamente resultaba un tanto cómico comparar a aquel hombre desaliñado, escéptico y carente de toda presunción, con los excelsos versos que se le habían dedicado.

El gran chambelán Crispín recorría la pequeña estancia con paso nervioso. El joven y elegante egipcio se había vestido con extremo cuidado a pesar de lo temprano de la hora. Sin duda había dedicado mucho tiempo a su arreglo: como de costumbre, olía a esencias como si se dispusiera a acompañar el cortejo fúnebre de un patricio. Los sosegados y vigilantes ojos del ministro de policía Norban lo seguían con evidente desaprobación. No le gustaba ese joven pisaverde, sentía que se mofaba de su propia grosería. Pero Crispín era una de las pocas personas contra las que Norban nada podía. Cierto que el ministro de policía conocía muchos detalles oscuros de las finanzas del derrochador Crispín. Pero el emperador sentía una inexplicable debilidad por el joven egipcio. Veía en él, ducho en todos los refinados vicios de su Alejandría, el espejo de la elegancia y del buen tono. Pues Domiciano, el defensor de la más pura tradición romana, despreciaba aquellas artes, pero Domiciano el hombre experimentaba un gran interés por ellas.

Crispín exclamó sin detenerse:

—Seguramente se tratará de nuevas leyes sobre moralidad, más estrictas. DDD no cejará hasta convertir nuestra Roma en una gigantesca Esparta.

Nadie le respondió. ¿De qué servía rumiar las cosas cien veces?

—También cabe pensar —opinó Marullo con un matinal bostezo— que nos ha convocado a causa de algún rodaballo o de una langosta.

Se refería a aquella malvada broma que el emperador se había permitido no hacía mucho, cuando, en medio de la noche, ordenó a sus ministros acudir a toda prisa a Albano para preguntarles cómo debía prepararse un rodaballo enorme que le acababan de regalar.

Los ojos del omnisciente Norban, en cuyos informes figuraban con todo lujo de detalles los actos y afirmaciones de todos y cada uno de ellos, aún seguían al irritado Crispín; eran unos ojos castaños, hasta su blanco estaba teñido de castaño, y su atenta y serena expresión recordaba los ojos de un can al acecho.

—¿Habéis descubierto algo nuevo sobre mí? —acabó por preguntarle el egipcio irritado por su mirada.

—Sí —le replicó escueto Norban—. Vuestro amigo Metio ha muerto.

Crispín se detuvo de pronto y volvió el fino, esbelto y vicioso rostro hacia Norban; en él se mezclaban la esperanza, la alegría y la preocupación. El viejo Metio era un hombre muy rico; Crispín lo había acosado hábilmente alternando las muestras de afecto y las amenazas, y el anciano terminó por acceder a dejarle una suma muy considerable en su testamento.

—Vuestra amistad no parece haberle sentado muy bien, querido Crispín —dijo el ministro de policía; todos seguían ahora su conversación—. Metio se ha abierto las venas. Por cierto, poco antes legó toda su fortuna —Norban subrayó expresamente la palabra «toda»— a nuestro querido amo y dios Domiciano.

Crispín logró mantenerse sereno.

—Siempre nos traéis buenas nuevas, querido Norban —replicó cortés.

Si aquella enorme fortuna no le correspondía a él, que recayese en el emperador, a él se lo concedía. A pesar de su retorcimiento, los cinco hombres reunidos en la pequeña sala sentían un sincero afecto por Domiciano. Pese a sus siniestros caprichos DDD fascinaba a las masas y a todos los que se le acercaban.

Claudio Regino había escuchado aquello haciendo visajes. Ahora volvió a relajarse y se recostó, desaliñado y soñoliento, en un sillón.

—Ellos lo tienen fácil —le dijo a Junio Marullo a media voz volviendo la cabeza hacia los otros tres—, son jóvenes. Vos, en cambio, Marullo, y yo, hemos logrado algo que ninguno de los amigos del emperador ha conseguido: los dos hemos superado los cincuenta.

Entre tanto, Norban había acorralado a Crispín en un rincón. A su manera, serena pero levemente amenazadora, amortiguando la pastosa voz de forma que los demás no pudieran oírle, le espetó:

—Tengo otra buena noticia para vos. Las vestales asistirán a los Juegos Palatinos. Podréis ver a vuestra Cornelia, querido Crispín.

El rostro cetrino de Crispín casi se desencajó por la sorpresa. En un par de ocasiones había expresado con cierta osadía los deseos que le inspiraba la vestal Cornelia, pero sólo ante sus íntimos, pues el emperador se tomaba muy en serio el sacerdocio y no toleraba el más leve comentario irreverente sobre sus vestales. Crispín recordaba exactamente lo que había osado decir: que aunque Cornelia se hubiera cosido a la piel aquel vestido blanco la haría suya. ¿Por qué endiablados vericuetos había llegado aquello a oídos del maldito Norban?

Finalmente los consejeros fueron conducidos al gabinete interior.

El emperador estaba sentado en una silla con alzas delante de su escritorio, rígido y primorosamente engalanado con la túnica mayestática reservada para él, y llevaba puestos los incómodos zapatos de gruesas suelas, si bien la mesa ocultaba sus pies. Le agradaba ser en todo un dios, y se limitó a replicar con un altivo y hierático asentimiento al ceremonioso y humilde saludo que le dedicaron los consejeros.

La objetividad con que condujo la reunión resultó por ello más chocante. Aunque transido del sentimiento de su carácter divino, juzgaba con un humano sentido común los motivos y argumentos que le exponían aquellos señores.

Para empezar trataron el proyecto de ley según el cual debía encomendarse para siempre al emperador el control supremo de la moralidad y el Senado limitando a lo puramente formal los derechos de la corporación corregente, con lo cual harían realidad el principio de la monarquía absoluta. Desarrollaron hasta en sus más nimios detalles estilísticos los argumentos en que basarían su proyecto. A continuación estudiaron el modo de armonizar el presupuesto de guerra con el aprobado para tiempos de paz. Por una parte, debía asignarse una suma bastante elevada al constructor Frontín para proseguir con el muro que les protegía del avance de los bárbaros germanos, y por otra era necesario conceder importantes primas y bonificaciones a los contingentes que partían hacia el frente. Pero tampoco podían detener sin más las ambiciosas obras iniciadas en la ciudad y en las provincias, so pena de mermar el prestigio del emperador. ¿En qué podían ahorrar? ¿Y dónde, en qué partidas podían elevar aún más los impuestos sin abrumar excesivamente a sus súbditos? A continuación debatieron qué medidas debían adoptar contra las provincias cuyo dominio no era tan firme, qué privilegios debían concederles o arrebatarles. Después comentaron con mayor pro[fusión en[1]] qué medida podían atemperarse los preceptos que limitaban el cultivo de la vid en favor del cereal; no deseaban que dicha reforma, tan necesaria, resultase demasiado impopular. Finalmente, se demoraron al llegar a las proyectadas leyes de moralidad: preceptos que regulaban la creciente emancipación de las mujeres, preceptos que limitaban el lujo en el vestir, decretos que debían favorecer un mayor control de los espectáculos. Una vez más, los consejeros hubieron de reconocer que no era la hipocresía lo que llevaba a Domiciano a alabar su misión sacerdotal, que lo impelía a recuperar por todos los medios a su alcance las virtudes y las tradiciones de la vieja Roma. Por esclavo que fuera de sus propios deseos irrefrenables, estaba profundamente convencido de su misión, que consistía en reconducir a su pueblo a la moralidad y a los orígenes religiosos de sus ancestros. «La virtud y el poder romano son lo mismo, lo uno no subsiste sin lo otro: una moral estricta es la base del Imperio». Allí estaba, explicándolo, una estatua parlante rígida e imperial de la que emanaba la profunda convicción de su misión, y, aunque no era la primera vez que los congregados asistían al espectáculo del dios Domiciano revelándose, aquella obsesión se les antojó levemente siniestra.

Pero, a excepción de esta última, el resto de las cuestiones fueron consideradas con la objetividad y eficacia que caracterizaban el proceder del emperador, sin resentimiento alguno contra nadie. Domiciano había sabido fundirse con sus consejeros hasta formar un solo organismo que pensaba con un único cerebro. Fue una larga sesión, todos ansiaban relajarse, pero el emperador no se concedió un respiro ni a sí mismo ni a sus asesores.

Y, tras despedir a los agotados señores, conservó a Norban a su lado. Sin duda haría bien en reposar un poco. Aún le aguardaba una agotadora comida en familia —Aelio, gran conocedor de los hombres, no se había equivocado: el emperador deseaba recibir a Lucía en el círculo familiar— y después el ansiado y temido encuentro con ella. Era precisamente por ese encuentro por lo que Domiciano deseaba hablar con su ministro de policía, el único que podía proporcionarle material —material contra Lucía— que tal vez le resultara útil en dicha conversación. Pero Norban tampoco se explayó entonces, y el emperador no osó formular la pregunta. Aguardó a que su consejero mencionara el asunto por sí mismo; era una bajeza que no informase a su emperador, incluso sin ser preguntado. Pero Norban era testarudo, y no habló.

El emperador renunció con un suspiro a saber algo de Lucía de sus labios. Pero, ya que lo tenía ante él, se decidió a preguntarle al menos por Julia. Su relación con su sobrina Julia era ambigua y cambiante. Tito, su hermano, le ofreció en su día a su hija por esposa; pero Domiciano, que entonces no pensaba más que en ser corregente, no se contentó con eso. Sin embargo, después, en parte por el odio que le inspiraba su hermano, en parte porque la hermosa lasitud y la blanda opulencia de Julia lo atraía, la poseyó por medio de argucias y violencia. Y cuando Tito casó a Julia con el primo Sabino, sí, precisamente por ello, prosiguió con aquella escandalosa relación. Ahora Tito estaba muerto y Domiciano no tenía ningún motivo para irritarlo, pero entre tanto había llegado a habituarse a la rubia, blanca y perezosa Julia. Ella lo amaba, era indudable, y él se refugiaba en ese amor cuando lo reconcomía el resentimiento por el inapelable orgullo de Lucía. Su inclinación hacia Julia dependía de cómo lo tratase Lucía.

Julia estaba embarazada. Hacía tiempo que él le había prohibido acostarse con su esposo, Sabino. Ella juraba que el niño era suyo, no de Sabino, y el hombre Domiciano gustaba de creerlo, no así el desconfiado emperador Domiciano. O tal vez el emperador Domiciano llegase a creérselo, pues nadie era capaz de engañarlo a él, al dios, pero el hombre Domiciano era desconfiado. No se avergonzó de exponer sus dudas ante Norban. Lucía le había dado un hijo, que falleció a los dos años de edad, y el médico Valens no confiaba en absoluto en que pudiera volver a darle descendencia. Sería magnífico que Julia tuviese un niño. Pero ¿quién podría decirle si el fruto que llevaba en su seno era realmente suyo? Jamás llegaría a estar completamente seguro, pues, aunque el niño tuviera rasgos flavios de cualquier tipo podían proceder de ella, de él, o de Sabino. ¿Quién disiparía sus dudas?

Norban se había entregado en cuerpo y alma al servicio de su amo, y también sentía un sincero afecto por él. Le habría alegrado enormemente que Domiciano tuviese un hijo al que poder confiar el trono.

—Tengo gente de confianza en la casa del príncipe Sabino —le explicó—, personas observadoras. No por parte de la princesa Julia, sino del príncipe Sabino. Me dicen con toda seguridad que ambos viven como primo y prima, no como esposos.

El emperador dirigió sus turbios y rígidos ojos, un tanto saltones, hacia Norban.

—Deseas consolar al amo y dios Domiciano —le replicó— porque eres amigo del hombre Domiciano.

Norban se encogió de hombros y dijo:

—No hago más que referiros lo que me han dicho personas de toda confianza.

—En cualquier caso, su mera existencia resulta irritante —opinó Domiciano— Sabino, ese altivo botarate. Es tonto por naturaleza. Que se haya vuelto tan altanero se lo debemos a Tito. Te lo aseguro, Norban, con todo su empuje, mi hermano Tito no pasaba de ser un sentimental. Mimó a Sabino por pura debilidad hacia la familia. Fue una estupidez darle a Julia por esposa.

—No me corresponde a mí —le replicó Norban— criticar al dios Tito.

—Puedes creerme —replicó impaciente el emperador—: el dios Tito hizo muchas tonterías. El orgullo de ese Sabino es verdaderamente intolerable. Raya casi en la alta traición.

—Se mantiene escrupulosamente alejado de toda actividad política —le espetó, casi lamentándolo, el ministro de policía.

—Eso es lo malo —repuso Domiciano—. Y en cambio se las da de mecenas de toda clase de intelectuales esnobs, naturalmente de la oposición.

—¿Es eso alta traición? —meditó Norban—. Creo que no basta.

—Hizo que sus criados vistiesen la librea blanca reservada al servicio del emperador —prosiguió Domiciano.

—No es bastante —insistió Norban—. Dejaron de usarla en cuanto se lo ordenasteis. No, todo eso no basta —concluyó—. Confiad en vuestro Norban, amo y dios —le dijo—. El príncipe Sabino está hecho de tal pasta que seguro que podremos buscarle las cosquillas. Y en cuanto ocurra, tal vez a vuestro regreso de la campaña, mi amo y dios, os lo comunicaré de inmediato.

Esa noche el emperador cenó primero solo, deprisa y en abundancia, pues quería saciarse para no distraerse en la mesa y poder observar atentamente a sus invitados. Éstos acudieron a la pequeña, íntima y ceremoniosa sala de Minerva. Se trataba de Lucía, los dos primos del emperador —Sabino y Clemente— con sus esposas Julia y Domitila, y los dos gemelos hijos de Clemente.

Los guardias depusieron las lanzas con un tintineo y Domiciano entró en la sala. De pronto divisó a Lucía. Su arrogante y luminoso rostro lo saludó con una sonrisa ligeramente burlona. ¡Ay, no! La estancia en la yerma isla no la había amansado, no había cambiado nada. Se alegraba de que no estuvieran a solas.

Se dirigió hacia ella con esos andares penosos y envarados de siempre y la besó como, de acuerdo con el protocolo, debía besar a todos los presentes. Se contentó con un beso breve y formal, sus labios apenas rozaron sus mejillas. Pero ella percibió bajo su toga de gala el latido desbocado de su corazón. Él habría sido capaz de renunciar a una provincia entera por saber si se había acostado con otro en la isla. ¿Por qué no se lo había preguntado a Norban? ¿Acaso temía la respuesta?

Sintió un deseo salvaje y apenas refrenable de ver la cicatriz bajo su pecho izquierdo y acariciarla suavemente. En verdad es un gran gobernante, un verdadero romano, pues consigue dominarse y volverse hacia los demás con rostro sereno mientras experimenta ese anhelo indecible.

De modo que abraza a su primo Sabino y lo besa, tal como prescribe la costumbre. Un tipo repelente ese Sabino, tan necio como engreído. Pero Domiciano confía en su ministro de policía. Llegará el día en que no tendrá que sentir la piel de Sabino junto a la suya.

A continuación se volvió hacia Julia. Nada denotaba aún su estado, pero todos estaban al tanto. Seguramente Lucía, también ella, se preguntaría si el niño era de Varriguita o del estúpido de Sabino. El rostro del emperador se tornó carmesí al encaminarse hacia Julia con los brazos a la espalda formando un ángulo, metiendo la barriga; pero eso no tenía importancia, se sonrojaba fácilmente y por cualquier motivo. Los ojos de Julia de un azul grisáceo lo miraron abiertamente, escrutándolo. En esos últimos meses no se había mostrado particularmente caprichoso, pero, como era razonable, preveía que todo cambiaría en cuanto regresase junto a Lucía. Allí estaba, pues, una auténtica flavia, llenando la estancia. Su existencia no podía negarse. ¿Pero no resultaba ligeramente vulgar comparada con Lucía? Domiciano la besó, y su blanca y fina piel, que tanto le agradara unos días antes, le pareció falta de encanto.

Después saludó con un beso y un abrazo a su primo menor, Clemente, el dulce y perezoso Clemente —como le gustaba llamarlo—, pues nunca se había interesado por la política, carecía de ambición, y la afable lasitud que revelaba todo su ser irritaba enormemente al emperador, que se tenía por garante de la esencia romana. Clemente pasaba la mayor parte del tiempo en el campo con su esposa Domitila y sus hijos gemelos. Allí practicaba la ridícula doctrina pietista de una secta judía, los llamados mineos o cristianos, que todo lo esperaban del más allá, ya que no parecían apreciar excesivamente la vida terrenal. A Domiciano esa doctrina se le antojaba repugnante, blandengue, afeminada, necia, de todo punto indigna de un romano. No, ¡por Hércules!, tampoco le gustaba su primo Clemente, quien, sin embargo, le aventajaba en una cosa, había algo que Domiciano le envidiaba: los gemelos de cuatro años Constancio y Petronio, los cachorrillos o leoncitos, como Domiciano solía llamar a aquellos chicos ágiles, blandos y fuertes. La dinastía debía sobrevivir, ése era su mayor deseo. Ni Sabino ni Clemente estaban hechos para el trono, y aún no se sabía qué ocurriría con el vástago de Julia, de modo que por el momento los gemelos eran los únicos con los que contaba Domiciano, y en su fuero interno acariciaba la idea de adoptarlos. Sólo por ellos aceptaba la presencia de su primo Clemente. Éste, que —dicho sea de paso— le correspondía en su aversión, se dejó besar y abrazar con evidente disgusto.

Su esposa, en cambio, Domitila, a quien saludó en último lugar, provocaba y regocijaba al emperador. Hija de su hermana, que falleció tempranamente, también ella mostraba ciertos rasgos típicamente flavios: cabellos rubios y un poderoso mentón. Pero era muy delgada, delgada en todos los sentidos, y también parca en palabras. Sin embargo, sus claros ojos eran muy elocuentes, incluso fanáticos. Para designar a Domiciano no usaba más que el desdeñoso epíteto de «ése» —incluso «Varriguita» era demasiado benévolo a sus ojos—, y el emperador no necesitaba a Norban para saber que Domitila veía en él a la encarnación de la maldad. Sin duda era ella quien imbuía en su débil marido aquella pasiva hostilidad, la frágil y callada dulzura de su resistencia. Sin duda era ella quien lo impelía a adherirse a aquella sospechosa secta judía. Al besarla, Domiciano la abrazó más estrechamente que al resto. No le importaba, pero quiso ir más allá del beso ceremonial, abrazando a la remisa cordial y largamente sólo para irritarla.

Durante la cena, se mostró alegre y locuaz, si bien no dejó de mofarse, como era su costumbre, de sus primos Sabino y Clemente, y de Domitila. Pero no se tomó a mal que Lucía lo ofendiese alabando su moderación, y reconociese admirada que su barriga sólo había aumentado un poquito. También expresó su preocupación por Julia, recomendándole que se cuidase dado su estado y comiese de ciertas viandas absteniéndose de otras. Pero, sobre todo, bromeó con los gemelos. Dulcemente les acarició el claro y blando cabello llamándolos «mis cachorrillos». Los príncipes se dejaban querer; aparentemente correspondían al afecto que les mostraba su tío.

—El pueblo, los soldados y los niños me quieren —constató satisfecho el emperador—. Todos los que conservan sanos sus instintos me aman.

—¿Acaso tengo yo los instintos corrompidos? —le replicó Lucía. Y Julia, afable y serena, inquirió:

—¿Significa eso que no amas a nuestro dios Domiciano, querida Lucía, o que lo amas a pesar de tus corruptos instintos?

Al terminar la comida y despedir a los comensales Domiciano se sintió con ánimos para enfrentarse a la ansiada entrevista con Lucía. A pesar de todo, cuando se quedaron a solas no supo cómo empezar. Lucía se dio cuenta, y una sonrisa cubrió su rostro. De modo que fue ella la que inició la conversación conduciéndola por los derroteros que más le convenían.

—En realidad —dijo—, debo agradecerte que me condenaras al exilio. Cuando supe que ni siquiera me enviabas a Sicilia, sino a la yerma Pandataria, me ofendí, debo reconocerlo, y temí que mi estancia fuera terriblemente aburrida. Pero, en cambio, la isla ha resultado ser toda una experiencia que no me habría gustado perderme. Condenada a tratar con una docena de proscritos y con la población proletaria indígena, descubrí que una isla tan desolada como ésa favorece mucho más la vida interior de sus moradores que el Albano, por ejemplo, o el Palatino.

De todos modos, se dijo Domiciano con acritud, le preguntaré a Norban si tuvo alguna relación y con quién.

—Cuando accediste —continuó Lucía— a llamarme, casi lo lamenté. Y eso que no voy a negar que ahora, tras la yerma Pandataria, el Albano me resulta aún más divertido.

—Debería haber aplicado más estrictamente las leyes sobre adulterio —opinó Domiciano sonrojándose—. Debí haberme deshecho de ti, Lucía.

—Eres bastante inconsecuente, mi amo y dios —le replicó Lucía sin deponer su sonrisa—. Primero me haces llamar, y después me endilgas semejante grosería. ¿No te parece un tanto primitivo proponer siempre soluciones tan sangrientas?

Se le acercó aún más, era mayor que él, y le acarició el cabello cada vez más ralo.

—Un signo de mal gusto, Varriguita —dijo—, nada propio de un hombre de casta. Por otra parte, no temo a la muerte. Creía que ya lo sabías. Si tuviera que morir ahora no me parecería un alto precio por todo lo que la vida me ha dado.

Había sabido sacar provecho de la vida, Domiciano debía admitirlo. Y era cierto que no temía a la muerte, él mismo había hecho la prueba. Y también le creía que hubiera sido capaz de disfrutar de su exilio. No, no había forma de domeñarla, no sabía imponerse. El arrojo con que defendía su proceder no dejaba de escandalizarlo, pero siempre terminaba sometiéndose a él.

Trató de mostrarse firme. No era irreemplazable, eso había quedado claro en su ausencia. ¿Acaso no se había convertido Julia en algo más que una amante? ¿No esperaba un hijo de Julia? ¿Y no había aprovechado también él su ausencia?

—Yo tampoco he perdido el tiempo, Lucía —le espetó socarrón—. Roma es ahora más grande, más poderosa, más fuerte y más virtuosa.

Lucía se limitó a reír.

—¡No te rías, Lucía! —exclamó Domiciano, y aquello sonó como un ruego y una orden—. Así es.

Y ablandándose, casi suplicante:

—También lo he hecho por ti, lo he hecho sólo por ti, Lucía.

Lucía permanecía en silencio, observándolo. Era capaz de descubrir sus rasgos más ruines y ridículos, pero también veía su fuerza y sus dotes de mando. Una cosa estaba clara: alguien que reuniera un poder tan inmenso como ese Domiciano tenía que ser un gran hombre para no perder la cabeza. No se le podía exigir que fuese razonable. Ella no lo hacía. De cuando en cuando incluso lo amaba por su locura, veía hablar y actuar en él al dios. Lo despreciaba por no ser capaz de matarla; sin embargo, durante su exilio a menudo lo había añorado. Lo observaba pensativa, con los ojos turbios: sentía deseos de acostarse con él. Pero no le cabía ninguna duda de que antes debía sonsacarle lo que se había propuesto. Después, una vez que la haya poseído de nuevo, será demasiado tarde y tendrá que pelearse con él durante años. Había meditado bien lo que quería pedirle, y el astuto Claudio Regino le había dado la razón.

—Deberías concederme por fin el monopolio de los tejares —dijo, por tanto, en lugar de responderle. Lo había amedrentado.

—Yo os hablo de Roma y de amor, y tú me pides dinero —se lamentó.

—Durante mi exilio —repuso ella— he aprendido lo importante que es el dinero. Incluso en una isla desierta me habría ahorrado muchas incomodidades, a mí y a los demás. Fue muy poco cortés por tu parte regular mis gastos. ¿Me cederás el monopolio o no, Varriguita? —dijo.

Él sólo pensaba en la cicatriz bajo su seno, henchido de rabia y deseo.

—¡Calla! —le ordenó.

—No tengo la menor intención de hacerlo —insistió ella—. Vamos a zanjarlo de una vez. Y no irás a ninguna parte antes de darme un sí rotundo. No pienses ni por un instante que has acabado conmigo enviándome a Pandataria. Sin duda creíste que no haría más que pensar en el terrible destino de Octavia o en el de la Julia de Augusto.

Él se sonrojó: precisamente ésa había sido su intención.

—Esta vez te has equivocado de plano. Y, aunque me enviases allí de nuevo, no cambiaré, y así como Julia constituye para mí un recuerdo placentero, la próxima proscrita pensará en mí con más envidia que terror.

Eran insinuaciones que le demostraban sin lugar a dudas su impotencia ante aquella mujer. Buscó una respuesta. Antes de que encontrara alguna, ella le reiteró su exigencia e, inflexible, le espetó:

—¿Crees que eres el único que necesita oropeles? Si quieres construir más alto que los que te precedieron yo también quiero beneficiarme de ello. ¿Me darás el monopolio?

Tuvo que concedérselo, y aquella noche no lo lamentó ni un solo instante.

Las determinaciones que el consejo del emperador había dado por buenas debían ser aprobadas por el Senado para convertirse en leyes. De modo que se elaboraron cuatro proyectos de ley y, pocos días después de la reunión del consejo, se convocó al Senado para debatirlos.

Allí estaban, pues, los padres convocados, adormilados en la blanca, enorme e imponente sala del Templo de la Paz. Era muy temprano; la sesión debía comenzar puntualmente a la salida del sol, pues el Senado sólo podía reunirse entre la salida y la puesta de sol y, si querían debatir y aprobar los cuatro decretos, debían aprovechar el tiempo.

Era un día gélido, los braseros no llegaban a caldear las amplias salas. Los senadores estaban dispersos, envueltos en sus mantos púrpura y sus vestidos orlados bajo la temblorosa luz de innumerables candelabros y braseros, charlando, tosiendo, ateridos; saltando para calentarse los pies enfundados en sus altos, incómodos y lujosísimos zapatos, tratando de calentarse las manos con el contenido de los recipientes que llevaban en las mangas de sus túnicas de gala.

Casi todos consideraban una humillación infernal tener que someterse a aquellas incomodidades para aprobar a bombo y platillo leyes que los despojaban de sus derechos y los dejaban a merced de Domiciano, el insolente biznieto de un funcionario de segunda. Pero ni los más valientes habrían osado ausentarse.

Aquí y allá se escuchaban —con sordina— voces irritadas.

—¡Esto es una vergüenza, un insulto! —estalló de pronto el senador Helvid, y aquel hombre alto, enjuto, apergaminado, parecía decidido a abandonar la sala. Publio Cornelio lo retuvo a duras penas.

—Entiendo perfectamente, querido Helvid —le dijo aferrándose a su manga— que no queráis mezclaros con un Senado como éste. Todos nosotros preferiríamos arrancarnos la banda púrpura antes que someternos a este emperador. Pero ¿qué conseguiríais con una salida airada? El emperador lo consideraría una insolencia y, tarde o temprano, os lo haría pagar caro. Esta vida agazapada, de sobresaltos, que vivimos, no es vida; cuántos de nosotros no preferiríamos un final brillante, espectacular. Pero no tiene sentido que muramos ostentosamente cual mártires. Sed razonable, querido Helvid. Es de suma importancia que los que aman la libertad sobrevivan a estos tiempos. Es importante que vivan, aunque sea una vida miserable.

Cornelio era mucho más joven que Helvid —era uno de los senadores más jóvenes—, pero gruesas y sombrías arrugas surcaban ya su rostro a pesar de su juventud. En lugar de convencerme él a mí, pensó mientras conducía suavemente a Helvid de regreso a su escaño, soy yo quien ha de aplacarlo. Desde luego, yo lo tengo más fácil que él. Mi deber es consignar lo que ocurre bajo el tirano. Si no me lo repitiese de continuo no podría soportar esta vida.

Por fin, pocos minutos antes de la salida del sol, llegó Domiciano. Las puertas del edificio se abrieron de par en par para subrayar el carácter público de la reunión, y el pueblo entero pudo ver al emperador alardeando en su elevado sitial. Brillaba con reflejos púrpura y dorados, decidido a no deponer esa actitud hasta el final de la reunión. Deseaba que los cuatro decretos que debían debatirse aquel día, sus decretos, se dirimiesen y aprobasen con toda pompa.

El más importante de ellos, el que atribuía al emperador el cargo de censor vitalicio, que le permitiría excluir a cualquier miembro del Senado de dicha corporación, era el tercero en el orden del día. La defensa del proyecto de ley corría a cargo del senador Junio Marullo, cuyo nombre recibiría la ley. El anciano y elegante caballero tenía un buen día y se sentía fresco. Él, que se había procurado con pasión tantas raras sensaciones, disfrutaba haciendo pagar a sus puritanos colegas el desdén y las burlas que en su día le dedicaran al «frívolo y refinado vividor». Envarados y llenos de rencor, los senadores conservadores de la facción republicana tuvieron que escuchar cómo su colega Marullo, el célebre procurador, aducía con aparente frialdad que la estabilidad de la conducción del Estado obligaba al Senado a asignar al emperador la censura vitalicia, y que la pervivencia misma del Imperio se vería amenazada si no se encomendaba ese mecanismo de control al amo y dios Domiciano.

El senador Prisco lo escuchaba con las manos ocultas en las mangas de su túnica de gala. Observaba al elocuente Marullo con los ojillos hundidos, la redonda y calva cabeza enhiesta. ¡Ah, qué bien hablaba ese Marullo! Hablaba magistralmente en favor de una causa altamente ruin. Retórico ferviente y experimentado, habría dado cualquier cosa por poder replicarle; no le habría faltado materia, y de la mejor, y lo habría expresado magistralmente. Pero mientras reinase el emperador Domiciano estaba condenado a callar. Su único y flaco consuelo era que, tras la sesión, regresaría a su casa y consignaría sus ideas por escrito. Más adelante, cuando se presentase la ocasión, se lo leería cauteloso y en un susurro a un círculo de íntimos y, si la cosa iba bien, incluso le haría llegar su manuscrito al insolente Marullo. Triste consuelo.

Al senador Helvid, hijo de aquel Helvid que el padre del emperador había ordenado ejecutar, le crujían los dientes, y se mordía los labios al escuchar las ruines y elegantes frases de Marullo. Finalmente, no fue capaz de dominarse. Olvidó las advertencias de Cornelio, y aquel hombre alto, enjuto y apergaminado se levantó y se dirigió a Marullo con una voz poderosa:

—¡Qué insolencia, burdas mentiras!

Marullo se interrumpió y dirigió los claros ojos azul grisáceo hacia el espontáneo; sí, incluso se llevó la esmeralda al ojo para verlo mejor. El emperador volvió la cabeza lentamente hacia Helvid, sonrojándose. Pero éste fue arrastrado de nuevo por Cornelio hasta su escaño, y allí permaneció sin decir nada más.

Al concluir Marullo se procedió a debatir el proyecto. El cónsul en funciones llamó a cada uno de los senadores por orden de edad y les preguntó:

—¿Cuál es vuestra opinión?

Muchos habrían querido responder: Esta ley será la ruina del Imperio y del mundo. Pero ninguno llegó a formularlo. Por el contrario, todos afirmaron obedientes:

—Convengo con Junio Marullo —y, a lo sumo, el tono de su voz delataba en algún caso vergüenza, amargura o estupor.

Durante la pausa que siguió al refrendo de este tercer decreto Helvid se lamentó ante Cornelio:

—Si a nuestros antepasados les fue dado disfrutar durante un tiempo del máximo grado de libertad posible, nosotros padecemos ahora el máximo grado de esclavitud imaginable.

Durante el debate en torno al cuarto proyecto, el último, que concernía a la nueva ley, más estricta, de moralidad, el emperador tomó la palabra. Cuando se trataba de la decencia y la tradición se sentía impelido a hablar. Y sin duda encontró frases dignas, poderosas, muy romanas para proclamar una vez más su convicción de los íntimos vínculos que unían poder y moralidad. La moralidad, explicó, era la base del Estado; el comportamiento de un hombre determinaba su inclinación y, si se mejoraba su comportamiento, si se le obligaba a actuar dignamente, virtuosamente, se enaltecían con ello su alma y su carácter. Decencia y moralidad serían las premisas de cualquier orden estatal, y la disciplina del ciudadano el fundamento del Imperio. Incluso los senadores de la oposición tuvieron que admitir que el descendiente del funcionario de segunda era capaz de expresarse con una dignidad verdaderamente regia.

A lo largo de los muros de la amplia sala circular se alineaban, con gesto adusto, las efigies de los grandes poetas y pensadores, entre los que destacaba el busto del escritor Flavio Josefo, el judío, que el emperador Tito había ordenado erigir. Levemente girada sobre el hombro, alta y altiva, enjuta, con un brillo extraño, sin ojos y llena de sabia curiosidad, la cabeza de Josefo presenciaba aquella sesión.

Finalmente se debatió y aprobó también el último proyecto de ley, y el cónsul en funciones pudo clausurar la sesión con la fórmula: «No os retendré por más tiempo, Padres Convocados».

Diez días después, como era preceptivo, se aportaron al Archivo estatal las cuatro tablillas de cobre con el texto de las cuatro nuevas leyes, con lo que obtuvieron plena validez. A partir de ese día, el Imperator Cesar Domitianus Augustus Germanicus disfrutaba del privilegio de poder expulsar a cualquier miembro del Senado de dicha corporación.

En la indigna casa de Josef apareció un día, para sorpresa de sus vecinos, un correo imperial. Entregó a Josef una invitación para presentarse al día siguiente en el Palatino.

Josef estaba más sorprendido que asustado. En los últimos años el emperador no había intercambiado con él más que un par de palabras en una o dos ocasiones, nunca más. Le llamaba la atención que ahora, poco antes de su partida, en medio del trasiego de los numerosos asuntos que reclamaban su atención, lo llamase a su presencia. ¿Acaso esa invitación o, mejor aún, ese emplazamiento guardaba relación con lo que ocurría en Judea? De camino hacia el Palatino Josef trató de ahuyentar sus temores. Dios no permitiría que le ocurriera nada antes de concluir su gran obra, la Historia Universal.

Cuando Josef fue conducido a su presencia, Domiciano lucía la túnica púrpura sobre la coraza; tras la entrevista con el judío debía recibir a una delegación de senadores y generales. De modo que allí estaba, apoyado en una columna; el bastón de mando, símbolo de su poder, permanecía junto a él sobre una mesita. La sala no era espaciosa, lo que subrayaba su imponente figura. Josef recordaba muy bien a Domiciano de la época en que era un don nadie, un inútil, cuando su hermano Tito lo llamaba «Frutito». Pero, a su pesar, vio fundirse al hombre con la efigie de uno de los muchos bustos que lo rodeaban; había dejado de ser el «Frutito»: ahora era Roma.

El emperador se mostró muy cordial.

—¡Acercaos, querido Josefo! —le espetó—. ¡Acercaos más! ¡Venid!

Lo observaba con sus grandes ojos miopes.

—Hace tiempo que no se oye nada de vos, querido Josefo —dijo—. Os habéis convertido en un hombre de paz. ¿Habéis permanecido en Roma todo este tiempo? ¿Os dedicáis en exclusiva a vuestra literatura? ¿En qué estáis trabajando ahora? ¿Seguís con la historia de nuestra época?

Y, sin darle tiempo a responder, le preguntó esbozando una leve y maliciosa sonrisa:

—¿Habéis pensado ya en describir qué efecto tendrán mis medidas en vuestra Judea?

Tras esa parrafada el emperador aguardó su respuesta con la boca ligeramente entreabierta, tal como se le representaba en la mayoría de las estatuas. Sereno y pensativo, Josef lo miró de frente. Sabía cuánto habían despreciado a aquel hombre su padre y su hermano, y Domiciano sabía que él lo sabía. Había heredado el firme y agudo mentón de Vespasiano. De joven había sido más apuesto que el padre y el hermano, pero ahora, si se fijaba uno bien, se parecía muy poco a sus estatuas. Si se le despojaba de los atributos del poder, si se lo imaginaba uno sin ese poder, como un hombre desnudo, ¿qué quedaba? Sin el respaldo de Roma, de esa Roma inmensa y poderosa, no era más que un hombre de mediana edad con la boca abultada, piernas delgadas, vientre incipiente y una calvicie prematura. Era Varriguita. Y, a pesar de todo, también era el Imperator Domitianus Germanicus, y su coraza, la púrpura y el bastón sólo cobraban vida gracias a él.

—Estoy escribiendo una historia detallada de mi pueblo —replicó Josef sereno y cortés. Cada vez que se cruzaba con el emperador éste le dirigía la misma pregunta, y él le replicaba lo mismo.

—¿Del pueblo judío? —preguntó precavido y con cierta malicia Domiciano, hiriéndolo más de lo que se figuraba. Y de nuevo, antes de que Josef pudiera replicarle, prosiguió—: Es posible que los últimos acontecimientos repercutan de algún modo en vuestra Judea. ¿No creéis?

—El emperador Domiciano conoce esos sucesos mucho mejor que yo —repuso Josef.

—Los hechos tal vez, pero no a sus protagonistas —replicó el emperador jugando con el bastón—. Sois un pueblo difícil, y no hay ni un romano que pueda jactarse de conoceros cabalmente. Mi gobernador Pompeyo Longino, que es un buen hombre y no mal psicólogo, me informa de lo que allí ocurre con regularidad y a conciencia. A pesar de ello… admitidlo, mi judío, vos sabéis más que él y conocéis mejor lo que está ocurriendo ahora en Judea.

A pesar de su firmeza, un ligero temor asaltó a Josef.

—Sí, no es fácil entender a Judea —se limitó a replicarle, circunspecto.

Domiciano le dedicó entonces una sonrisa tan franca y maliciosa que no pudo ignorarla.

—¿Por qué sois tan reservado con vuestro emperador, querido Josefo? —le preguntó—. Por lo que sé, estáis al tanto de ciertos procesos que atañen a mi provincia de Judea de los que mi gobernador nada sabe. Si no, difícilmente habríais redactado cierta misiva. ¿Debo recordaros de qué misiva se trata? ¿Queréis que os cite algún párrafo?

—Si conocéis la carta, Majestad —respondió Josef—, sabréis también que no hace más que recomendar prudencia. Recomendar prudencia a gentes dispuestas a olvidar toda cautela es algo que redunda, creo yo, en interés del Imperio y de su emperador.

—Es posible —dijo el emperador con aire soñador sin deponer su bastón—, pero también es posible que no. En cualquier caso, vos —y al decir esto sus gruesos labios se contrajeron, pérfidos— parecéis considerar que ha llegado el momento de que alguien se alce y encomiende a los judíos a otro Mesías de la casa Flavia. ¿Es que no os parece suficientemente consolidada la estirpe Flavia?

La voluminosa cara carmesí del emperador mostraba ahora una expresión abiertamente hostil.

Josef se sonrojó al escuchar esto. De modo que Domiciano daba por supuesto que ese remoto episodio, cuando Josef saludó a Vespasiano como al Mesías en aquella hora decisiva, era un embuste de cabo a rabo. Pero no debe pensar en ello ahora, en este momento hay asuntos más urgentes.

—Creemos actuar en interés del emperador y del Imperio —le explicó de nuevo, tenaz y escurridizo.

—¿Y posiblemente también en interés de vuestros judíos, mi judío, y en el vuestro? —inquirió Domiciano—. ¿O no? De otro modo os habríais dirigido directamente a mis funcionarios y generales advirtiéndoles, informándolos. Cuando os interesa sabéis muy bien cómo encontrar a esos señores. Pero ya puedo imaginarme lo que hay detrás. Habéis querido limar diferencias, apaciguar, salvar a los culpables del castigo.

Mientras lo decía daba golpecitos en la mesa con el bastón.

—Sois unos embusteros y unos intrigantes, eso no es nada nuevo.

La voz se le quebró. Su rostro estaba ahora encarnado. Se dominó y delineó paso a paso lo que había comenzado a insinuar.

—La celeridad —afirmó dulce y pérfido— con que os sometisteis entonces al juego de mi padre fue digna de encomio.

Que Domiciano mencionase la hora en que saludó a Vespasiano como al Mesías le dolió en lo más íntimo. Había apartado de sí ese episodio, no le agradaba recordarlo. ¿En qué medida lo creyó entonces? Vio con nitidez cómo se presentó ante Vespasiano: un prisionero maniatado, probablemente condenado a morir en la cruz. Rememoró la confusión que lo embargara, aquel bullir en su cabeza; cómo brotaron de él las proféticas palabras de aquel saludo mesiánico. Recordó cada detalle: a Vespasiano escrutándolo con sus claros y afilados ojos azules de campesino, al príncipe Tito, que no dejaba de escribir; a Cenis, la amiga de Vespasiano, recelosa, hostil. Entonces lo creyó. Mas ¿no cabía pensar que hubiera fingido para salvar su vida?

Por mucho que ahondase en su conciencia no habría sabido decir dónde terminaba la mentira en aquello que proclamó y dónde comenzaba el sueño. Y ¿no es el sueño la más alta verdad? Ahí está esa historia que cuentan los mineos del Mesías que murió en la cruz. Él, el historiador Flavio Josefo, conoce bien sus entresijos, es capaz de discernir lo que tiene de leyenda; de demostrar de qué rasgos se compone la figura del Mesías de los mineos. Pero ¿qué ganaría con ello? ¿Qué le quedaría excepto un pedazo de saber muerto? Y ese Mesías de los mineos, ese Mesías soñado, literario ¿no es una verdad mejor que la verdad de los hechos, meramente histórica? Y, así, nadie podrá afirmar con certeza en qué medida respondía a la verdad ese sueño que concibió su alma, el Mesías Vespasiano, que más tarde se hizo realidad. Él mismo no sabría decirlo, y mucho menos este emperador Domiciano que tiene ante él observándolo con aire burlón.

—¿Qué me reprocháis, en realidad, mi judío? —le preguntó el emperador Domiciano con una voz aguda y melosa—. A mi padre y a mi hermano les servisteis bien: ¿me tenéis por mal pagador? ¿Me consideráis roñoso? Seríais el primero. Pues habéis de saber que pago realmente bien, Flavio Josefo; tomad buena nota para vuestra obra: no escatimo nada, ni en lo bueno ni en lo malo.

Josef había palidecido ligeramente, pero aún era capaz de sostener la mirada del emperador. Domiciano avanzó hacia Josef envarado, envuelto en su púrpura dorada; éste sintió como si se le acercara una suntuosa estatua andante. Después, cortés y confiado, ese hombre dorado y purpúreo le pasó el brazo por los hombros y le confió zalamero:

—Si de verdad queréis servirme, mi Josefo, ahora tenéis ocasión de hacerlo. ¡Id a Judea! Tomad las riendas del levantamiento como hicisteis entonces, hace veinte años. Roma está destinada a gobernar, eso lo sabéis tan bien como yo. No tiene sentido rebelarse contra la fortuna. Ayudad al destino. Ayudadnos para que podamos devolver el golpe a tiempo, igual que antaño fuisteis capaz de reconocer, en el momento preciso, a vuestro Mesías.

Había un sarcasmo diabólico en la dulzura de sus palabras.

Humillado en lo más hondo, Josef replicó casi mecánicamente:

—¿Es que deseáis que Judea se rebele?

—Lo deseo —replicó el emperador quedo, y después, fríamente, sin soltarle—: Lo deseo también por vuestros judíos. Sabes que son unos locos que acabarán por alzarse a pesar de las advertencias de los más prudentes. Será mejor para todos que lo hagan cuanto antes. Mejor será que aniquilemos ahora a quinientos dirigentes que vernos obligados más tarde a ejecutar a quinientos cabecillas más cien mil secuaces. Quiero que haya paz en Judea —concluyó firme, vehemente.

—Y ¿no se puede alcanzar la paz de otro modo que no sea a costa de tanta sangre? —preguntó afligido Josef con voz queda.

En ese instante Domiciano se apartó de él.

—Ya veo que no me amáis —constató—. Veo que no queréis servirme. Queréis escribir vuestras viejas historias para mayor gloria de vuestro pueblo, pero para gloria mía no estáis dispuesto a mover un dedo.

Volvió a sentarse blandiendo el bastón de mando.

—Lo cierto es que sois un insolente, mi judío, ¿lo sabíais? Creéis que, porque repartís fama e ignominia, podéis permitiros toda clase de lujos. Pero ¿quién os ha dicho que me importa la posteridad? ¡Andaos con cuidado, mi judío! No seáis arrogante sólo porque yo os haya favorecido alguna vez. Roma es poderosa y puede permitirse tanta generosidad. Pero no olvidéis que os vigilamos.

Aunque Josef no era un hombre temeroso le temblaban todos los miembros, y notaba el paladar seco, mientras lo conducían a su casa en la litera. No temblaba sólo por la posibilidad de que Domiciano actuara contra él. El emperador le había despertado el recuerdo de aquel ambiguo saludo que dirigiera a Vespasiano. Lo que entonces, desesperado, proclamó para salvar su vida, ¿era verdad o el insolente embuste de un aventurero? No lo sabía, jamás lo sabrá, y de nada valía que su profecía se hubiera cumplido. Por otra parte, tampoco significaba nada que Domiciano le hubiese llamado embustero con ese descaro. Pero su seguridad se había esfumado y, aunque no tardase en ahuyentar el temor de que vinieran a buscarlo los esbirros del ministro de policía Norban, tras aquella conversación con el emperador pasaron semanas, y aun meses, antes de que lo abandonase el recuerdo de su primer encuentro con Vespasiano. Muy lentamente logró serenarse y retomar su trabajo.

Un día después de su conversación con Josef el emperador ordenó abrir el Templo de Jano como signo de que el Imperio volvía a estar en pie de guerra. Las pesadas puertas se abrieron rechinando y apareció la efigie del dios bifronte, el dios de la guerra, el dios de la duda. «El principio es sabido, pero nadie conoce el final».

Sea como fuere, los romanos no se tomaron muy en serio la guerra dacia. Entusiasmados, se apostaron junto a la calzada por la que el emperador abandonaría la ciudad camino del frente. Sabía que sus romanos deseaban que los representase con dignidad, recordaba vagamente a la imagen de la estatua ecuestre cuyo modelo le había mostrado el escultor Basílides, y no tenía mala planta a caballo.

En su fuero interno se alegró cuando salieron de Roma y pudo subir a su litera.