Capítulo primero
Viajan en tres carruajes. En el primero van Mara, Jaita, que cuenta ya quince años, Daniel, de trece, y uno de los esclavos. En el segundo viaja Matías, de catorce, con dos esclavos varones y gran parte del equipaje; y en el tercero el resto de éste y Jarmatja, liberta de Mara. Josef cabalga junto a la carroza de Mara, el cortejo lo cierra su mozo de caballerías. De cuando en cuando Matías toma el caballo del mozo y le deja su puesto en la carroza.
Es un hermoso día otoñal, muy fresco, del mar les llega una ligera brisa, el luminoso azul del cielo aparece moteado de un par de nubes blanquísimas. Josef está de buen humor y muy animado.
Antaño, hace nueve años, cuando compró la propiedad de Be’er Simlai, le prometió a Mara que regresarían a Judea cuando terminara su obra. Ahora ha concluido su Historia Universal. Pero afortunadamente ha encontrado una solución intermedia, de modo que pueda permanecer en Roma todo el invierno. Mara, Jaita y Daniel los precederán, mientras que él y Matías se les unirán en la primavera. Se alegra de poder pasar todo el invierno con su hijo Matías.
Ama a Mara, la ama tiernamente, hace ya veinticinco años que viven juntos, salvo breves interrupciones; ella se ha endurecido en esos años, él admite que a veces le ha puesto las cosas muy difíciles. Pasaron muchos años antes de que desapareciera la ciega veneración que ella sentía por él; hubo un tiempo en que deseó que aprendiese a pensar por su cuenta, también sobre él. Pero ahora que ya no es así, y ve cómo acepta sus debilidades con un cuidado casi maternal pero dejándole notar que las percibe, piensa que prefiere a la Mara de antes. Pues a veces su crítica le duele por muy moderadamente que la exprese. Es la tenacidad de esa crítica lo que lo irrita; sabe perfectamente que tiene razón, por mucho que su habilidad dialéctica trate de desarmarla.
Ante todo tuvo razón al insistir durante todos esos años queda pero firmemente en que debían abandonar la ciudad de Roma. Desde que el emperador ordenara retirar su busto de honor del Templo de la Paz sus amigos lo habían conminado una y otra vez a que dejase esa peligrosa Roma y se alejase del emperador, de Mesalino, de Norban. Juan de Giscala le había expuesto mil argumentos de peso ante los que los suyos, los de Josef, no se mantenían como ante los de Mara, y tras las últimas persecuciones incluso Justo había llegado a decirle que quedarse en Roma era un gesto más efectista que valiente. En una ocasión fue a Judea para recorrer su nueva propiedad de Be’er Simlai. Pero al constatar que bajo la excelente administración de su viejo Teodoro bar Teodoro la finca prosperaba tanto como bajo la suya regresó a Roma.
Se alegra de que haya sido así, de haber permanecido en Roma todos esos duros años, lejos de los acontecimientos y, sin embargo, en el centro de todo. Ha terminado su libro, y la excusa que le permitía justificar su estancia allí ante sí mismo y ante Mara, la excusa de que para escribir su obra necesitaba estar lejos de Judea, ya no tiene validez. Ha llegado el momento de cumplir su promesa. Pero no habría sido capaz de embarcarse en esa nave para enterrarse en Judea. Y había encontrado una solución intermedia, un nuevo argumento para poder quedarse por un tiempo en Roma. Para que surta efecto la Historia Universal, se ha dicho a sí mismo y a Mara, su publicación requiere su presencia, es prácticamente imprescindible; además, se lo debe a Claudio Regino, que ha invertido tanto amor, paciencia y dinero en la obra facilitándole su trabajo. Un argumento muy frágil. Mara había sonreído resignada, amargada, y transcurrieron unos minutos muy desagradables antes de que se atreviera a proponerle que se adelantase; que él los seguiría con Matías en la primavera. Pero esos terribles minutos ya están olvidados; llevan seis días de camino, y mañana, como mucho pasado mañana, llegarán a Brindisi, la nave zarpará y conducirá a Mara y a los niños a Judea, y después llegará el invierno. Y hasta la próxima primavera no tendrá que pensar en viajar a Be’er Simlai.
El viento tuesta y curte el rostro de Josef. No delata que haya sobrepasado con mucho la cincuentena. No soporta la lentitud de las carrozas y se adelanta con su caballo.
Los cascos resuenan claros sobre el sillar de la calzada. Eso hay que concedérselo al emperador Domiciano: la Via Apia está en mejores condiciones bajo su mandato que bajo el de sus predecesores. Hileras interminables de transeúntes avanzan por ella. Josef adelanta a los carruajes y a los jinetes sin dejar de cruzarse con más jinetes y literas. Un mozo le grita al ver que su caballo intenta abrirse paso entre una carroza y una litera:
—Eh, eh, ¿a qué tanta prisa? ¿Acaso huyes de la policía?
Y Josef, dicharachero, le replica:
—No, me espera una dama —y todos se echan a reír.
Se detiene en un alto, ha dejado muy atrás la carroza, aguarda. Su hijo Matías lo alcanza, no aguantaba en la carroza, llega a su encuentro sonriente, forzando el galope de su torpe jamelgo. Josef se deleita con la vista de su hijo. Ahí llega, alto; a sus catorce años es casi tan alto como él. Su Matías tiene su misma cara enjuta, huesuda; la misma nariz aguileña, su mismo pelo negro y grueso. Su piel está enrojecida por la brisa; el pelo, aunque no muy largo, ondea al viento; los vehementes ojos brillan de alegría por la carrera. ¡Cuánto se le parece, y cuán poco! Matías carece de esa arrogancia que tantos éxitos y tantas desgracias le valieron a él; en lugar de eso ha heredado el talante afable y armonioso de la madre, ese carácter infantil que ha conservado hasta hoy. Es abierto como ella, de trato fácil y afectuoso sin ser insistente. No, no es un chico guapo, piensa Josef al ver a Matías cabalgando hacia él con la cabellera al viento; en realidad ninguno de sus rasgos es hermoso, y, sin embargo, ¡cuán adorables!, cómo se refleja su corazón abierto e infantil en su cara y en sus movimientos, cierta belleza viva e ingenua. Ya es un muchacho y, sin embargo, un niño en todo, no es extraño que haga amistad con todos. Josef le envidia ese talante infantil, y lo ama por su causa. Él nunca fue niño, a los diez años ya era un chico precoz, un adulto.
Matías se detiene a su lado en el altozano.
—¿Sabes? —dice con una voz que suena sorprendentemente profunda y varonil en sus labios rojísimos—. No hay quien soporte el paso de tortuga de la carroza. A la vuelta será otra cosa, cuando tú y yo cabalguemos solos.
—Tengo curiosidad por saber —responde Josef— si no sentirás no partir con ellos cuando veas el barco.
—¡De ningún modo! —replica vehemente el muchacho—. No quiero estar en Judea durante mis años de formación, ni los del ejército ni los de la administración.
Josef contempla el rostro avispado de su hijo y se alegra de conservarlo a su lado, en Roma. Juventud, esperanza, mil anhelos brillan en los vivos ojos del chico.
—Y, sobre todo, los de la corte, supongo —agrega Josef para completar su frase. Se ha precipitado, según reconoce en el efecto que tienen esas palabras en el muchacho. Y es que los hijos de las estirpes aristocráticas debían pasar un tiempo en el ejército, en la administración y en la corte para completar su formación. La formación en la corte no estaba al alcance de todos; pasaba por ser una distinción especial, y había que tener muy buenas relaciones con el Palatino para que lo admitieran en ella.
—¿Crees de verdad —pregunta a su vez Matías, y su rostro se ilumina por la ansiedad— que sería posible? ¿Lo permitirías? ¿Podrías conseguirlo?
—¡No lo des por hecho! —dice Josef tratando de enmendar su precipitación—. Aún no lo he decidido, no te puedo decir nada. Confórmate, querido Matías, con pasar el invierno en Roma. ¿O es que no quieres? ¿No te basta?
—Sí, sí —replica Matías de todo corazón—. Sólo que —dice pensativo, y sus ojos se abren al soñar con ello—, ¡qué triunfo! ¿Qué diría Cecilia si me admitiesen en la corte?
Josef no había tenido que indagar mucho para saber lo que ocurría con esa Cecilia. Es la hermana de un compañero de la escuela que se había peleado con él un día, vaticinándole que acabaría de buhonero en la margen derecha del Tíber, donde vivían los judíos pobres. Matías nunca había sufrido por ser judío. Josef lo había enviado a una escuela en la que era el único judío. Había ocurrido alguna vez que sus compañeros se rieran de él por serlo. Él, Josef, no lo habría tolerado de estar en su lugar. Le habría dado vueltas durante meses o incluso años, habría odiado a quien se atreviese a burlarse de él. Pero su Matías parecía más sorprendido que ofendido por el sarcasmo de los otros, no se lo tomaba a pecho; sencillamente se enzarzaba en una pelea y terminaba riéndose con sus camaradas, con los que, en general, se llevaba bien.
Únicamente la frase de la pequeña Cecilia se le había quedado grabada. Pero a Josef le parece bien. Aprueba que su hijo tenga amor propio.
La carroza ya los ha alcanzado. Josef cabalga durante un trecho junto a Mara. La ama tiernamente, también ama a sus otros hijos, a Jaita y a Daniel. ¿Cómo es posible que se sienta de pronto tan unido a Matías, mucho más que a los otros? Un año antes aún era Mara quien se ocupaba de la educación del adolescente, cosa para él incomprensible. Incluso siente ciertos celos por haberlo dejado en sus manos tanto tiempo, y se regocija pensando que pasará el invierno con él. ¿Cómo es posible que ahora ame a uno de sus hijos mucho más que a los demás? El Señor lo bendijo en su día con Simeón, el primogénito de Mara, y él permitió que se le escapase. Después el Señor lo castigó y lo maldijo con Pablo. Ahora lo ha bendecido por segunda vez con Matías, y esta vez no lo arruinará. Este Matías es su felicidad, su Cesarión, una mezcla perfecta de espíritu griego y judaísmo. Si no lo logró con Pablo, esta vez sí lo conseguirá.
Dos días después llegaban a Brindisi. La nave Felix estaba preparada; zarparía al día siguiente de madrugada. Una vez más, por enésima vez, Josef comentó con Mara lo que debía saber. Ya le había entregado las cartas dirigidas al gobernador de Cesarea, además de un escrito con las recomendaciones de Juan de Giscala para su administrador Teodoro. Lo más importante era que se entendiera con Teodoro para poder hacer de Daniel un buen administrador. Daniel era un chico tranquilo, ni demasiado listo ni demasiado apocado. La idea de llegar a Judea y ver Be’er Simlai lo llenaba de satisfacción; cuando Josef llegue a su propiedad en primavera encontrará allí a un buen ayudante. Ese día no hablaron de nada personal. Habían vivido muchas cosas juntos, buenas y malas; aunque no conociese tan profundamente a los hombres y no pudiese seguir cabalmente su filosofía, Mara lo conocía mejor que nadie. Él sabía que lo amaba con un amor femenino y maternal, que conocía cada una de sus debilidades, y que las combatía veladamente al tiempo que las aceptaba.
Matías exploró de inmediato el barco hasta el último rincón. Era una nave sólida, fuerte y amplia, pero a él le pareció demasiado lenta. Excitado, no dejó de comentárselo a su padre y a su hermano Daniel; confiaba en que cuando les siguiesen en primavera tomarían un barco más rápido que ese Felix. Navegar deprisa, alcanzar al viento con todas las velas desplegadas en un barco pequeño, ligero, eso es lo que él quería. Sus ojos brillaban al decirlo.
Zarparon al día siguiente. Matías y Josef los despidieron en el muelle; Mara estaba en cubierta con los niños. Aún soplaba la agradable y vivificante brisa, aún podían verse un par de nubes blancas y apresuradas en el cielo. En torno a ellos, gritos y bullicio en el barco y en tierra. Poco a poco la nave se fue alejando, y con ella las caras de Mara y los niños. Josef seguía en el muelle mirándolos muy concentrado, su mirada parecía querer empaparse de los tres; pensaba en todo lo bueno de todos esos años de convivencia con Mara. Oyó su voz que le gritaba desde cubierta:
—¡Venid en primavera, con el primer barco!
Lo dijo en arameo, y sus palabras casi se perdieron entre el bullicio y la brisa en torno a ellos. Y después, de pronto, le pareció que estaban muy lejos y que, a pesar de la opinión un tanto despectiva de Matías, el barco avanzaba deprisa con el viento a su favor.
Josef los siguió con la vista hasta que ya no pudo distinguir sus rostros, tan sólo el borroso contorno de la nave; y durante ese tiempo todos sus pensamientos se concentraron en la ternura que sentía por Mara. Pero después, en cuanto se volvió, fue como si ella misma desapareciera con el barco, y todo su ser se entregó a la idea de pasar un invierno delicioso en Roma con su hijo Matías.
El viaje de regreso fue muy alegre. Josef y su hijo, que habían dejado atrás al criado con su jamelgo alquilado, cabalgaban deprisa. Josef se sentía ligero, pletórico, rejuvenecido. Charlaba con el muchacho y su cabeza bullía de ideas placenteras.
¡Cuánto ama a este Matías, ahora en verdad su primogénito! Pues Simeón está muerto y Pablo es tan inaccesible como si lo estuviera. Un ligero escalofrío le recorre la espalda al pensar que Mara se dirige al país donde vive Pablo, ahora su enemigo: el peor enemigo que pueda imaginar.
Pero aún tiene a su Matías, durante todo un invierno estará junto a él. ¡Qué distinto es su carácter, tan abierto, al suyo, por mucho que intente parecérsele! Matías atrae a los demás, se gana sus corazones; él, en cambio, Josef, nunca ha sabido moderarse, y cuando se sincera con alguien nota muchas veces que éste se retrae ante tanta desmesura.
¿Cómo es posible que de pronto todo su amor se concentre en este hijo suyo, en Matías? El muchacho ha vivido a su lado durante todos estos años y él, Josef, ni siquiera había reparado en él. Mientras lo observa piensa que no tiene el talento de Pablo, ni siquiera el que tuvo Simeón. ¿Por qué cree ahora, después de haber visto fracasar su plan de hacer de Pablo su continuador y heredero, que lo conseguirá con Matías? ¿Por qué pone todas sus esperanzas y su amor entero en él?
¿Por qué? Así le dice también Matías una y otra vez, preguntando cosas que ningún mortal es capaz de responder. En muchas ocasiones, él, Josef, debe contentarlo con vaguedades, o bien admitir abiertamente: «No lo sé».
Le ocurre con Matías lo que a él mismo le ocurría en su día en la universidad. Cuando surgía un problema sobre el cual habían debatido los doctores durante decenios, incluso siglos, cuántas veces le pasaba que precisamente cuando el asunto se complicaba más y se volvía más interesante debía conformarse con la respuesta: kaschja, que significaba: problema sin resolver, dudoso, sin solución.
Llegaron a Roma antes de lo que pensaban. Cuando Josef terminó de ducharse, por la tarde, dos horas antes de que anocheciese, aún era demasiado temprano para cenar. Por breve que hubiera sido su ausencia, Josef sentía como si hubiera regresado de un largo viaje, y decidió entretenerse hasta la hora de la comida dando un paseo por la ciudad.
Deambuló dichoso por sus animadas calles, que refulgían bajo la violenta luz del atardecer otoñal. Tras haber cabalgado tantas horas le sienta bien poder estirar las piernas. Se siente libre y ligero como hace años que no se encontraba. Ha terminado su libro, no le aguarda ningún deber en casa, ninguna mujer con un quedo reproche. Es otro, los años no le pesan, siente como si tuviera una piel nueva y un nuevo corazón. Su mente divaga por otros derroteros. Contempla la ciudad, tan familiar, con otros ojos.
Después de haber vivido tantos años en Roma, con todas esas calles, templos, casas a su alrededor, se da cuenta de que no ha reparado en lo mucho que ha cambiado todo desde que lo viera por primera vez. Recuerda su llegada a la ciudad, bajo Nerón, poco después del gran incendio. En aquel entonces la ciudad no estaba tan bien organizada, no era tan limpia; era más desordenada, pero también más liberal, variopinta, más divertida. Ahora es más romana que antaño; los Flavios, sobre todo Domiciano, la han hecho así. Ahora es más disciplinada. Los puestos ya no ocupan la mitad de la calzada, los buhoneros y las sillas de mano de alquiler no molestan al transeúnte, tampoco corre uno peligro de tropezarse con la basura o de que le arrojen los detritus desde una ventana. El espíritu de Norban, el espíritu del ministro de policía, reina en la ciudad. Ésta se yergue alta y poderosa, las casas brillan grandes e insolentes, lo moderno y lo antiguo se mezclan hábilmente poniendo de relieve su poder y su riqueza. La ciudad no oculta que domina el mundo. Pero lo muestra no con la amable arrogancia de la vieja Roma sucia y liberal de Nerón, sino con ademanes fríos y amenazadores. Roma equivale a orden, poder; pero el orden en sí y el poder en sí, un poder falto de espíritu, sin sentido.
Josef recuerda perfectamente las ideas y sentimientos que le inspiró la ciudad la primera vez que la vio. Quiso conquistarla, ganársela con su astucia. Y en cierto sentido lo ha logrado, aunque después comprobara que su victoria había sido desde un principio una derrota encubierta. Ahora los frentes están más claros. Esta Roma domiciana es más dura, más desnuda que la de Vespasiano y la de Tito, nada queda en ella del talante jovial de aquella Roma que conquistó el joven Josef. Ahora es más difícil de conquistar, quien quisiera vencerla necesitaría más fuerza; pero, al exhibir su poder de ese modo, resulta imposible confundirse y subestimar la envergadura de la empresa.
Josef se da cuenta de pronto de que, al igual que entonces, le invade un inmenso amor propio, un deseo irrefrenable de vencer a la ciudad. Quizá por eso ha luchado con todas sus fuerzas para no abandonarla. Es posible que sea eso, ese placentero cosquilleo de toda lucha, lo que lo retiene aquí, en Roma. Pues ese combate sólo puede tener lugar aquí. Un combate con el amo de la ciudad de Roma, con Domiciano.
No, ese litigio aún no está concluido. Si el emperador se obstina en guardar silencio no es porque haya olvidado, sino porque ha aplazado el gran debate. Pero pronto llegará el momento, y si no lo hace el emperador será él, Josef, quien lo provoque. Siente que ha llegado el momento propicio. Ha concluido su obra, ha terminado la Historia Universal: ésa es la piedra con la que el pequeño Josef abatirá al gigante Domiciano. Y percibe en sí la fuerza que le insufla su hijo, se siente rejuvenecido por la juventud de su Matías.
Está tan absorto en sus pensamientos que no oye ni ve nada en torno a él. Pero de pronto lo despiertan una risa y un alegre parloteo procedentes de un templete de mármol, y deja de ser el enconado luchador, el altivo, para ser sencillamente el hombre que ha concluido la obra de muchos años, satisfecho y ligero por haberse librado de esa carga, que pasea por la gran ciudad que ama y que, a pesar de todo, se ha convertido en su patria. Sonríe al escuchar las risas y la alegre conversación. Roma cuenta con cuatrocientas de estas letrinas públicas. Cada asiento posee lujosos respaldos de madera o mármol, y allí suelen sentarse los romanos a charlar amigablemente mientras se alivian. Entienden de confort, eso no se les puede negar. Viven bien. Josef sonríe entre divertido y amargado al escuchar la agradable charla de los hombres que se desahogan en el bello edificio blanco. Tienen comodidades, riquezas, poder. Tienen todo lo externo, lo superfluo.
Sí, Roma es el orden, el poder sin más. Y Judea es Dios, la realización de Dios, el poder dotado de sentido. Lo uno no puede vivir sin lo otro, ambos se complementan. Y ambos confluyen en él, en Josef, Roma y Judea, espíritu y poder. Está llamado a reconciliarlos.
Pero ya está bien. De momento prefiere olvidarse de ello. Ha concluido un arduo y largo trabajo, ahora quiere descansar.
El paseo por la ciudad le ha cansado. ¡Qué grande es Roma! Si regresa ahora a pie tardará casi una hora en llegar a su casa. Pide una litera. Corre las cortinas, se aísla del bullicio de la calle que tanto lo ha impresionado. Se pone cómodo en la silla, envuelto en penumbra, agradablemente fatigado; no es más que un hombre cansado y hambriento que ha terminado una gran obra, una obra válida, y que ahora cenará con enorme apetito en compañía de su querido hijo.
—Os felicito, doctor Josef —dijo Claudio Regino estrechándole la mano; no solía hacerlo con nadie, por lo general se conformaba con rozar la mano del otro con sus rechonchos dedos—. Es verdaderamente una historia universal —prosiguió—. He aprendido mucho con ella, a pesar de no desconocer precisamente vuestra historia. Habéis escrito un libro excelente y haremos todo lo posible para que el mundo lo conozca.
Eran palabras inusualmente cálidas y firmes en labios de Regino, por lo general tan escéptico y retraído.
Animado, le expuso sus planes, para que el libro alcanzase mayor resonancia. Los aspectos técnicos, la composición y la distribución, eran cuestión de dinero, y Claudio Regino no era cicatero. Pero era después cuando comenzaban los problemas. ¿Qué características debía tener, por ejemplo, el retrato del autor que por costumbre precedía al texto?
—No es por halagaros, querido Josef —le dijo—, pero en estos momentos vuestro aspecto se asemeja mucho al mío, es decir, parecéis un viejo judío. A mí me gustáis como sois ahora, pero me temo que el público no será de la misma opinión. ¿Qué os parece si retocamos ligeramente el retrato? ¿Sí pintamos al elegante Josef imberbe de antes, aunque, desde luego, levemente envejecido? Mi retratista Dacón hace esas cosas divinamente. Por otra parte, sería estupendo que desempolvarais al hombre de mundo y dejarais de ser el sabio eremita. No os sentaría mal afeitaros de nuevo la barba, por ejemplo.
Josef aceptó de buena gana los burdos comentarios de Regino, pues sabía que lo respetaba y que era un experto en la materia. En los últimos tiempos parecía que sus asuntos se enderezaban. El interés de Regino garantizaba prácticamente el éxito de su Historia Universal, y Josef ansiaba ese éxito. Lejos quedaban los tiempos en que asistió indiferente a la retirada de su busto del Templo de la Paz.
Josef aprovechó el buen humor de Regino para hablarle de otro asunto que lo preocupaba, la educación de Matías. Había sido un inconsciente al alimentar sus esperanzas de pasar una temporada en la corte. Sólo Regino podía ayudarlo en ese asunto.
Josef le explicó, por tanto, de qué se trataba. Hacía ya más de un año que Matías había celebrado su bar-mitsva, la fiesta por la que se le aceptaba en la comunidad judía, y ya era hora de que se le invistiera la toga y se le declarase, por tanto, adulto y ciudadano romano. Con motivo de esa celebración era costumbre anunciar la futura carrera del muchacho. Josef deseaba para sí y para su hijo que no sólo superase su aprendizaje en el ejército y en la administración, sino también en la corte. Sintió el impulso de decirle algo más a Regino, de cuya amistad estaba seguro.
—Me siento —afirmó— más ligado a Matías que al resto de mis hijos. Matías será mi plenitud, mi Cesarión, la fusión perfecta del espíritu griego y el judaísmo: Con Pablo no lo logré.
Era la primera vez que lo admitía ante otra persona.
—La herencia gentil del griego Pablo era demasiado fuerte, y se rebeló contra mis planes. Matías es mi hijo en todo, es judío y los acatará gustosamente.
Regino había bajado la cabeza carnosa, sin afeitar, ocultando los soñolientos ojos bajo la frente abultada. Pero lo escuchaba atentamente.
—¿Vuestra plenitud? —dijo, y a continuación le preguntó con amable ironía:
—¿Qué Josef culminará en este Matías, el sabio encerrado en su alcoba o el político y el soldado? ¿Es ambicioso vuestro Matías?
Y, sin aguardar su respuesta, concluyó:
—¡Traedme al chico en los próximos días! Quiero conocerlo. Y después veré si puedo daros un consejo.
Cuando días más tarde Josef apareció con Matías ante la puerta de la villa de Regino, a la que había sido invitado, los recibió su secretario. Regino había tenido que acudir junto al emperador de improviso, pero confiaba en que no los haría esperar mucho tiempo.
—Por cierto, aquí hay algo que seguramente os interesará —opinó el secretario con amable diligencia mostrándole el retrato que acababa de enviarles el pintor Dacón para la Historia Universal.
Josef lo miró temeroso, y, sin embargo, fascinado, con los ojos brillantes. Pero la curiosidad del chico era aún mayor. La larga cabeza morena, los vehementes ojos, las pobladas cejas, la frente alta, abombada; la nariz larga, aguileña; el negro pelo, fuerte y brillante; los finos labios combados, ¿era esa cara desnuda, altiva, noble, la cara de su padre?
—Si no lo hubiera sabido —dijo, y su voz salió grave, viril, y tan conmovida de sus rojísimos labios que el secretario alzó la vista—; si no lo hubiera sabido habría dudado de que se trataba de ti, de mi padre. Puedes ser así cuando quieres.
—Todos debemos mostrarnos al mundo un poco distintos a como somos —replicó Josef tratando de bromear, pero levemente inquieto. Lo asustó el orgullo que llevaba al chico a idealizar de ese modo a su padre. Por lo demás, decidió seguir el consejo de Regino y hacerse afeitar la barba.
El secretario les propuso dar un paseo por el parque hasta que llegase Regino. Era un jardín grande, y todavía disfrutaban de un tiempo otoñal, templado y benigno; fue un paseo agradable. La brisa lo tonificó. La compañía de su hijo rejuvenecía y animaba a Josef; podía hablar con Matías como si fuese un adulto y también como si fuese un niño. ¡Qué ojos tenía! ¡Con qué viveza brillaban bajo la frente ancha y bien proporcionada! Ojos felices, jóvenes, que no habían visto los horrores que colmaban los suyos; que no habían visto arder el Templo. Lo único que sabía Matías de los padecimientos de los judíos eran las burlas de una chiquilla.
Llegaron a la jaula de los pavos reales. Matías estudió a los espléndidos animales con una alegría infantil. El cuidador pasó a su lado y, al ver el entusiasmo con que el chico observaba a sus pavos, refirió a los invitados de su amo detalles de sus animales. El primer año habían sido siete: cinco criados por el famoso Dídimo y dos traídos de la India. Ahora no era la mejor época para verlos, acababan de perder parte de su plumaje. A finales de febrero, cuando entraban en celo, se mostraban en todo su esplendor.
El cuidador siguió hablando y Matías no se cansaba de escucharle. Charló animadamente con él, le preguntó cómo se llamaba. Resultó que era oriundo de Creta y que se llamaba Anfión, y el chico lo animó a seguir hablando. Matías acariciaba entre tanto el azulado y brillante pecho de uno de los pavos; éste se dejaba hacer, lo que lo aproximó aún más al cuidador, que le contó los problemas que le ocasionaban. Eran orgullosos, dominantes y voraces. A pesar de todo, los quería con locura. Logró que varios abrieran la cola al mismo tiempo, y a Matías le entusiasmó el colorido. Era como un campo lleno de flores, dijo; sus innumerables ojos le hacían pensar en el cielo estrellado, y estalló en aplausos. Pero en ese instante los pavos se asustaron y cerraron sus colas, llevándose su esplendor, alejándose en medio de terribles graznidos.
Josef permanecía sentado en un banco escuchando a medias su conversación, perdido en sombríos pensamientos. El pavo, pensó, es el animal emblemático de esta Roma: espléndido, gritón, dominador, insoportable, vanidoso, estúpido y voraz. Apariencia, brillo: eso es lo único que les importa a estos romanos.
No le molesta que su Matías se interese tanto por los pavos reales. Y es que es un chiquillo, lleno de interés por todo lo nuevo y, así como vuelve la espalda a los problemas generales, se interesa por todo lo concreto, lo vivo. El orgulloso padre constata lo bien que se entiende con el cuidador. El celo del chico le hace sonreír. Por su aspecto se diría que es muy maduro, pero no es así; en realidad es en todo un niño.
Con una leve sonrisa comprueba con qué ansia inocente se esfuerza por agradar a alguien tan irrelevante como ese criado. Matías no es precisamente vanidoso, pero es consciente del efecto que produce, y, sin saberlo, busca ese efecto una y otra vez.
Por fin llegó Claudio Regino. Lo vieron acercarse con paso torpe; sus asuntos no le habían retenido mucho tiempo en el Palatino y antes de sentarse a la mesa deseaba estirar un poco las piernas. Estaba de buen humor y pronto se demostró que el muchacho le agradaba. Se refirió de nuevo al libro de Josef, a su Historia Universal, y preguntó a Matías qué pensaba del gran libro de su padre. Con su voz grave y viril Matías explicó con modestia y liberalidad que no era un buen lector; que se demoró largo rato en su estudio, pero que lo que realmente lo había conmovido eran los acontecimientos más recientes. Seguramente no tenía luces para comprender la historia anterior. Lo dijo con gracia, como disculpándose, pero no ocultó que no le importaba demasiado no ser más inteligente. Solía ocurrir que lo que decía resultaba anodino, ni demasiado inteligente ni demasiado insulso; pero siempre parecía algo especial gracias al candor y al desenfado con que lo exponía.
Josef ha ido a verlo para conseguir un puesto para él en la corte; aprueba los planes de su hijo, su ambición. El chico no vale para continuar la labor de sus ancestros, sabios, sacerdotes, escritores, intelectuales, ni la suya, y eso está bien. Aunque él mismo haya decidido aprovechar únicamente el aspecto contemplativo de su ser, aunque haya reprimido ese impulso hacia la acción que tantas veces sintiera, ¿por qué no habría de permitirle al chico acceder a ella? ¿Por qué no facilitarle el camino? Así lo ha decidido, y está bien, le parece razonable. A pesar de todo, ahora lamenta oírle hablar con tanta modestia de su libro, que se le escape el sentido de su obra. Pero no tarda en consolarse por esa falta al comprobar que el chico agrada a Regino. Al mismo tiempo se dice, recreándose en inocentes cálculos, que precisamente esa frescura y esa ingenuidad de su hijo causarán un gran impacto en el Palatino.
Después se sentaron a la mesa. Regino tenía un cocinero alejandrino muy famoso. Matías comió con apetito; no así Regino, que protestaba por tener que seguir un régimen estricto. Charlaron de esto y aquello, fue una conversación superficial y alegre, y Josef se alegró de ver lo poco que tardaba Matías en ganarse a ese anciano difícil, estrafalario y gruñón que era Regino.
Al terminar Regino le espetó sin preámbulos:
—Está claro, querido Josef, que vuestro Matías debe pasar un tiempo en el Palatino. Debemos meditar a quién se lo confiaremos como paje.
La cara morena del chico se sonrojó de alegría. Pero, por mucho que lo desease, la alegría de Josef se enturbió pensando que si Matías entraba en la casa y en el círculo de algún notable debería separarse de nuevo de él, después de haberlo tenido para sí tan poco tiempo.
Regino, rotundo como siempre, consideró ciertos aspectos prácticos.
—El chico podría servir en mi casa —opinó—; no le vendría mal, aprendería muchas cosas. El emperador me confía muchos y muy variopintos negocios, y vuestro Matías no tardaría en comprender que en el Palatino el camino más intrincado es a menudo el más corto. Pero me temo que yo ya soy un viejo carcamal. ¿Tú qué piensas, muchacho?
—No lo sé —repuso Matías sonriendo abiertamente—. Me pilláis desprevenido, lo confieso. Pero creo que nos llevaremos bien, y vuestra casa y vuestro parque son extraordinarios, sobre todo los pavos reales.
—Bueno —respondió Claudio Regino—, eso está muy bien, pero no es que sea decisivo. También está Marullo —prosiguió—. De él podría aprender un par de cosas útiles que yo no le puedo enseñar, como por ejemplo modales. Por lo demás, Marullo también es un viejo cascarrabias, y tan poco romano como yo. Tiene que ser algún amigo de la primera nobleza —calibró— no tan viejo como nosotros, y que simpatice con los judíos. Tres cualidades que no es fácil ver reunidas.
Matías escuchaba en silencio cómo se dirimía su futuro; sus ojos vagaban confiados de uno a otro.
—¿Cuándo le investiréis la toga? —preguntó Regino abiertamente.
—Todavía podemos esperar dos o tres semanas —respondió Josef—, no ha cumplido aún los quince.
—Pues tiene un aspecto muy viril para su edad —observó Regino—. Tengo una idea —continuó—, pero tendríamos que tomarnos el tiempo necesario, sondear a algunas personas, hacer ciertos preparativos, sin precipitarnos en ningún momento.
—¿En qué estáis pensando? —preguntó Josef intrigado, y observó que los ojos de Matías, aunque callase por educación, no perdían de vista los labios de Regino.
—Tal vez podamos convencer a la emperatriz de que lo admita en su séquito —dijo ecuánime con su gruesa y aguda voz.
—Imposible —replicó asustado Josef.
—No hay nada imposible —le corrigió Regino encerrándose en un hosco silencio. Pero no por mucho tiempo, pues pronto se animó de nuevo—. Con Lucía podría aprender un montón de cosas —explicó—. No sólo maneras y costumbres cortesanas, sino también a conocer a los hombres, el mundo de la política y algo que ya sólo podemos encontrar en ella: romanidad. Por no hablar de los negocios. Os aseguro, querido Josef, que esa mujer con sus tejares es capaz de endosarme los mismos ladrillos tras lavarlos nueve veces.
—¡La emperatriz! —exclamó Matías entusiasmado—. ¿En serio creéis que sería posible, mi señor?
—No quiero que os hagáis ilusiones, pero no está descartado —respondió Regino.
Josef vio cómo se iluminaba el rostro de Matías. Ése debió de ser su propio aspecto hacía una generación, cuando le anunciaron que la emperatriz Popea lo esperaba. Sintió algo parecido al miedo, pero no quiso reparar en ello. Esa chica, Cecilia, pensó, se ha equivocado, no cabe duda. Mi Matías no acabará en la margen derecha del Tíber.
Su Historia Universal no fue exactamente un éxito, a pesar de los esfuerzos de Regino. La mayoría de los lectores judíos consideró que la obra era excesivamente fría. Esperaban una entusiasta descripción de su glorioso pasado; en lugar de eso se encontraron con un libro que aspiraba a que griegos y romanos aceptasen a los judíos en el círculo de los pueblos civilizados que contaban con un gran pasado. ¿Acaso era necesario? ¿No tenían ellos, los judíos, una historia más ilustre que esos gentiles? ¿Era preciso que ellos, el pueblo elegido de Dios, rogaran humildemente que dejasen de tomarlos por bárbaros?
Pero ni los griegos ni los romanos se sintieron conmovidos. El libro interesó a muchos, pero éstos no se atrevieron a opinar. El emperador había ordenado retirar el busto del escritor Josefo del Templo de la Paz; no parecía aconsejable, pues, entusiasmarse con su obra.
Tan sólo hubo un grupo de lectores que osó alabar el libro pública y abiertamente, y eran gentes con cuya aprobación Josef no había contado en absoluto: los mineos o cristianos. Estaban acostumbrados a que cuando un autor se ocupaba de ellos se limitase a burlarse o a atacarlos, por lo que se sorprendieron al ver que ese Josefo no los insultaba, sino que se avenía incluso a narrar respetuosamente la vida y opiniones de ciertos predecesores de su Mesías. Consideraron el libro como una adenda profana a la historia de su Salvador.
El hombre cuyo juicio Josef más temía y esperaba aún no se había pronunciado. Justo callaba. Finalmente Josef lo invitó a su casa. Justo no acudió. Poco después fue Josef a visitarlo.
—En los treinta años que llevamos tratándonos —dijo Justo— no habéis cambiado, ni yo tampoco. ¿Por qué, entonces, me atosigáis? Sabéis muy bien lo que opino de vuestro libro.
Pero Josef insistió. Casi podría decirse que anhelaba el dolor que el otro iba a infligirle, y no cejó hasta hacerle hablar.
—Vuestro libro es flojo y ambiguo, como todo lo que habéis hecho en la vida —dijo finalmente Justo soltando esa risita nerviosa, desagradable, que tanto irritaba a Josef—. Decidme, ¿qué pretendíais en realidad con él?
—Quiero —respondió Josef— que los judíos aprendan por fin a considerar fríamente su historia.
—Entonces —replicó el otro cortante— habríais debido contarla más fríamente. Pero no habéis tenido el valor de hacerlo. Temíais el juicio de la amplia masa de judíos.
—También me he propuesto —quiso defenderse Josef— que los griegos y los romanos aprecien la gran historia de nuestro pueblo.
—Entonces —le atajó Justo decidido— habríais debido mostrar más calor, más entusiasmo. Pero tampoco os atrevisteis: temíais el juicio de los entendidos. Ya os lo he dicho —concluyó—, vuestro libro no es ni carne ni pescado; es un libro moderado, un libro malo.
El rechazo dibujado en la cara de Josef lo animó a seguir hablando, y no tuvo reparos en exponerle todas sus críticas.
—Nadie sabe mejor que vos que el objetivo que subyace en una política puede ser moral o inmoral, pero no así los medios de que se vale. Los medios sólo pueden ser útiles o perjudiciales para el fin en cuestión. Vos en cambio confundís a vuestro antojo peso y medida. Hacéis juicios morales sobre los procesos políticos, a sabiendas de que no son más que estúpidas y baratas convenciones. Sabéis muy bien que sólo puede enjuiciarse al individuo, y jamás al grupo, a la masa, al pueblo. Un ejército no puede ser valiente: se compone de valientes y de cobardes, vos lo habéis vivido; lo sabéis, pero no queréis aceptarlo. Un pueblo no es nunca necio o pío: se compone de necios y de sabios, de santos y de canallas; lo sabéis, lo habéis vivido, pero no osáis admitirlo. Siempre confundís los valores por mor del efecto final, por un cálculo efectista. No habéis escrito un libro histórico, sino un libro edificante destinado a los más necios. Y ni siquiera eso: pues habéis querido escribir para ambas partes, y ni siquiera habéis tenido el valor de usar esa demagogia en la que habéis probado ser un maestro.
Josef lo escuchaba tras abandonar todo intento de defenderse. Por mucho que Justo, su amigo-enemigo, exagerase, sus críticas eran acertadas. Una cosa estaba clara: el libro en el que había invertido tantos años, tanta vida, no era lo que esperaba. Se había obligado a narrar fríamente la historia de su pueblo y a contemplarla objetivamente. Con ello la había despojado de su vitalidad. Todo era cierto a medias, y, por eso, una rotunda mentira. Si vuelve a leer ahora su libro comprobará que está escrito desde un punto de vista erróneo. Los sentimientos reprimidos se vengan, resucitan siempre con renovado ímpetu, y el lector Josef no le creerá ni una palabra al escritor. Ha cometido un error fundamental: ha escrito con la cabeza y a menudo en contra de sus sentimientos, y por eso gran parte del libro carece de vida y de valor; pues la palabra viva sólo surge allí donde se funden sentimiento y razón.
Josef lo vio con meridiana y cruel claridad, lo admitió sin paliativos. Pero después decidió dejar a un lado su Historia Universal del pueblo judío de una vez por todas. Lograda o no, él ha dado lo que podía, ha cumplido con su deber; ha luchado, trabajado, renunciando a muchas cosas, y una vez terminada la obra deseaba vivir para sí, libre de ella. El retrato que Regino ha elegido para encabezar la obra le ha hecho reparar en lo mucho que ha envejecido. No le queda mucho tiempo. Decide no malgastar el tiempo que le queda con meditaciones inútiles. Que filosofe Justo; él en cambio quiere vivir.
Y resurgen en él mil deseos y sentimientos que había creído muertos. Se alegra de que no lo estuvieran. Se alegra de sentir aún sed, sed de hechos, de mujeres, de éxito.
Y de estar en Roma y no en Judea. Decidió afeitarse la barba y le mostró al mundo el rostro del antiguo Josef. Era más duro, más agudo; pero era un rostro más joven que el que había tenido todos esos años.
La oscura vivienda del distrito de «Baños» se le antojó de pronto demasiado estrecha y humilde, aunque ya no vivieran en ella Mara y los niños. Fue a ver a Juan de Giscala y le rogó que le proporcionase una casa más elegante y moderna para alquilarla. Con ese pretexto tuvo una larga charla con Juan. Éste había leído atentamente la Historia Universal, que comentó muy animada y razonablemente. Josef sabía, por supuesto, que Juan no era un juez imparcial. Tenía una azarosa vida a sus espaldas, como él mismo, y en principio era un fracasado, por lo que estaba inclinado a ver la historia del pueblo judío desde su misma perspectiva, recelando de todo entusiasmo. Sea como fuere, el reconocimiento de Juan lo animó y lo consoló un poco del rechazo de Justo.
Se volvió más locuaz al vivir solo con Matías en Roma; se abría más fácilmente que antes. Confió a Juan sus intenciones con respecto a Matías. Juan se mostró escéptico.
—Todavía corren tiempos —opinó— en que un judío puede permitirse el lujo de satisfacer su amor propio. Habéis llegado muy lejos, estimado Josef, hay que admitirlo, así como Cayo Barzaarone; yo también he hecho algunas cosas. Pero considero que es más inteligente no exponer a la luz nuestros méritos; no exhibir nuestro dinero, nuestro poder, nuestra influencia. Eso no haría más que despertar envidias, y ni somos lo bastante fuertes ni estamos lo bastante unidos como para atajarlas.
La cara de Josef, que irradiaba alegría al informar a Juan de sus dudas y esperanzas, se ensombreció. Juan se percató de ello y no insistió, sino que agregó:
—Pero si queréis que vuestro Matías haga algo en la vida, en cualquier caso debéis renunciar a vuestro plan de regresar a Judea en primavera. A mí me alegraría —añadió amable— teneros en Roma más tiempo.
Josef se dijo que Juan era un buen amigo y que tenía razón. Si encontraba un tutor para Matías en el Palatino no tendría más remedio que quedarse en Roma, y si se iba a mudar de casa sólo tendría sentido hacerlo si la usaba para una estancia más prolongada. Pero en principio se sentía feliz de poder posponer su viaje a Judea, su regreso a Judea, y cualquier pretexto le servía; pues curiosamente sentía que simbolizaba la renuncia definitiva a todo aquello para lo que se requería juventud, como si ese regreso fuese a transformarlo definitivamente en un viejo. En cuanto a la primera advertencia de Juan, que no consideraba sensato aspirar al lujo y a los honores públicos, seguramente no le faltaba razón. Pero Josef había visto la luz que irradiaba la cara de su hijo y ya no podía renunciar a su plan. Por Matías. Por Matías, y también por él.
No tardaron en encontrar una vivienda apropiada y Josef se instaló en seguida. Matías lo ayudaba afanoso, proponía toda clase de ideas. A Josef se le veía mucho por la ciudad, buscaba compañía. Si en los últimos meses había permanecido solo y recluido, ahora acudía casi a diario a los círculos frecuentados por Marullo y Regino. Sus amigos asistieron a esa transformación benévolos, un tanto burlones y levemente preocupados. Matías lo amaba, y lo admiró aún más por ello.
Josef comentó con Claudio Regino los reparos de Juan. Regino opinaba que Juan era un hombre inteligente, pero que en los últimos tiempos se mostraba incapaz de comprender a la juventud judía, que no había visto arder el Templo, para la que el Templo y el Estado no eran más que un recuerdo histórico, un mito. Él, Regino, era en cierto sentido un ejemplo de que el poder, incluso el visible, no siempre perjudicaba a los judíos. A Josef no le agradó el ejemplo, jamás habría aprobado que su Matías se apartase del judaísmo tanto como Claudio Regino. De cualquier modo, permitió que su alegato reforzase su intención de llevar a cabo su proyecto, y lo escuchó expectante cuando Regino le comunicó que había sondeado a algunos conocidos del Palatino y que, a pesar de que a más de uno le hubiera sorprendido la osadía de querer emplear en el séquito de la emperatriz a un joven judío, la mayoría había opinado que lo novedoso de la idea no impedía su realización. Pensaba, por tanto, que podían ponerse manos a la obra. Le propuso celebrar públicamente la fiesta de la investidura de Matías al modo romano, a pesar de que no era lo usual, e invitar a ella a la emperatriz para contrarrestar de antemano cualquier crítica. Había sido una necedad no aprovechar más el favor que Lucía le había demostrado en varias ocasiones. Ahora se le presentaba una magnífica ocasión de recuperar el tiempo. Debía llevarle a la emperatriz su nuevo libro y aprovechar la ocasión para invitarla a la fiesta de Matías. Lo peor que podía ocurrirle era que rechazase su invitación, y, a fin de cuentas, había sufrido ya peores derrotas.
Josef estuvo de acuerdo. La idea lo tentaba. Mediaba ya la cincuentena y no fue como antaño, cuando todas las fibras de su ser se tensaron al ir a ver a la emperatriz Popea. Pero experimentó una emoción que no sentía hacía tiempo al presentarse ante Lucía con su libro en la mano.
Claudio Regino le había preparado el terreno, comentándole a Lucía la transformación de Josef. A pesar de todo ella pareció sorprendida al verlo aparecer con el rostro desnudo, rejuvenecido.
—Mira por dónde —dijo—, ahora que han retirado el busto el modelo ha ocupado su lugar. Me alegro de ello, querido Josefo.
Aun habiendo rebasado con creces su primera juventud, su rostro fresco y luminoso reflejaba abiertamente su regocijo.
—Me alegro de que hayas terminado el libro y de que volvamos a tener entre nosotros al Josefo de antes. Me he reservado la tarde para ti. Ya es hora de que charlemos largo y tendido.
Ese cálido recibimiento lo animó. En su fuero interno se burló de sí mismo y se dijo que seguía siendo el mismo loco que fuera en su juventud. A pesar de todo, su corazón rebosaba de gozo como antaño ante la emperatriz Popea.
—Lo que me agrada de ti —lo alabó Lucía— es que, con toda esa filosofía y ese arte, en esencia sigues siendo un aventurero.
El cumplido no le gustó mucho, pero ella no tardó en darle un giro a sus palabras de modo que resultasen halagadoras. No tenía ningún mérito, opinó, que el aventurero fuese un don nadie, alguien que tuviera, por tanto, poco que perder. Pero, en cambio, si quien poseía bienes y disfrutaba de una posición estable optaba por la aventura, ello significaba que poseía un alma inquieta, viva, en suma. Aventureros así, es decir, no por sus circunstancias externas, sino de alma, habían sido Alejandro y César. Ella misma sentía en sí algo de ese anhelo, y consideraba que existía cierta afinidad secreta entre los aventureros aristócratas de todos los tiempos.
Más tarde rogó a Josef que le leyese un fragmento de su libro, y él no se hizo rogar. Le leyó las historias de Yael, Jezabel y Atalía. Y también le leyó las historias de las fieras, orgullosas y ambiciosas mujeres que rodeaban a Herodes y de las que él mismo descendía.
Las observaciones de Lucía sorprendieron a Josef. Para él, los seres que describía no pertenecían al mundo real, sino que actuaban sobre un escenario que él mismo había construido; eran figuras estilizadas, castillos en el aire. Que Lucía los considerase personas de carne y hueso como las que circulaban en torno a ellos le resultó sorprendente y lo irritó. Al mismo tiempo le fascinó que él, a la manera de un pequeño dios, hubiera sido capaz de dar vida a todo un mundo. Él y Lucía se entendían a la perfección.
No le resultó difícil hablarle del asunto que le interesaba. Le habló de su hijo Matías, que no tardaría en ser investido con la toga.
—He oído —dijo Lucía— que es un chico muy agradable.
—Es un muchacho estupendo —se aprestó a confirmarle Josef.
—¡Ah, veo que estás orgulloso de él! —replicó Lucía sonriendo.
La invitó a asistir a la fiesta que daría con motivo de la investidura de Matías. La cara de Lucía, que reflejaba cada una de sus emociones, se ensombreció de pronto.
—Desde luego, jamás he sido enemiga de lo judío —dijo— ¿pero no te parece que el hecho de que precisamente tú celebres esta ocasión con tanto fasto despertará recelos? No estoy tan versada en el origen de nuestras costumbres como Varriguita. Pero ¿no es esta fiesta de investidura fundamentalmente un acto religioso? No creo que los deberes romanos y el culto a nuestros dioses coincidan siempre, pero estoy segura de que nuestros dioses tienen algo que ver con esa festividad. Soy la última persona que desearía inmiscuirse en las relaciones que mantienes con tus compatriotas, pero me temo que los judíos no se alegrarán mucho de que des tanta importancia a ese acto. No estoy rechazando tu invitación —se apresuró a añadir al notar que el rostro de Josef se turbaba al escuchar sus reparos—, pero, en calidad de amiga tuya, te ruego que lo medites bien antes de tomar cualquier decisión.
El hecho de que Lucía tuviera unos reparos similares a los que le expresara Juan lo conmocionó. Pero su decisión era firme. Había introducido a su hijo en la comunidad judía mediante el bar-mitsva, ¿por qué no iba a aceptarle la romana, a la que desde luego pertenecía, mediante el correspondiente rito? Le pareció emblemático dar el mismo lustre a ambas ceremonias, aunque ello diera pie a tergiversaciones: sabía por experiencia que todo lo que hacía se tergiversaba. Por otra parte, le había prometido celebrar la fiesta a su hijo, que sólo pensaba en ella, y no se sentía con fuerzas para decepcionarlo.
Replicó a Lucía con ambigüedad; le agradeció su consejo, prometió volver a pensárselo, pero en su fuero interno estaba firmemente decidido. Ya en su casa preguntó a Matías medio en serio, medio en broma:
—Si alguien te preguntara si te consideras romano o judío, ¿qué le responderías?
Matías se echó a reír y le espetó con su voz grave:
—¡Qué preguntas haces!, le respondería: Soy Flavio Matías, hijo de Flavio Josefo.
A Josef le agradó esa respuesta. Apartó de su mente las objeciones que había escuchado. ¿Acaso podía demostrar menos arrojo él, Josef, que el viejo Claudio Regino, que no veía ningún peligro en enviar al muchacho al Palatino?
Comenzaron a preparar la fiesta. Matías iba de un lado a otro como flotando. Invitó a Cecilia, que le replicó con la insolencia de siempre. Él le comunicó entonces que la emperatriz asistiría a su fiesta. Cecilia palideció.
Como Josef debía evitar todo lo que pudiera interpretarse como culto a una deidad romana, como idolatría, se vio obligado a modificar la ceremonia. En su casa no se erigieron altares para los dioses domésticos, ni Matías llevaba la filacteria dorada propia de los muchachos romanos y que éstos colgaban de dicho altar. La ceremonia doméstica se limitó por ello a que Matías cambió su toga orlada de muchacho por la blanca y lisa del hombre adulto. Esa nueva y sencilla vestimenta le sentaba estupendamente; su joven y, sin embargo, viril rostro destacaba alegre y serio al tiempo sobre la sencilla y pura túnica.
A continuación, Josef y un inmenso cortejo de amigos encabezados por la emperatriz acompañaron al joven al Foro, en la ladera sur del Capitolio, y después se dirigieron al Archivo para que se incluyese su nombre en la lista de los favorecidos por el derecho de ciudadanía. A partir de entonces el chico se llamaría Flavio Matías Josefo. La emperatriz le puso la sortija dorada que indicaba su pertenencia a la segunda nobleza.
Mientras los invitados no judíos se dirigían a su casa, donde se celebraría el ágape, Josef, Matías y los invitados judíos procedieron a un acto que la ciudad, y el Imperio entero, comentaría durante semanas. La costumbre exigía que el nuevo ciudadano se dirigiese al templo de la diosa de la Juventud para realizar allí un sacrificio y entregar una ofrenda en forma de moneda. Como el joven Matías no podía hacerlo se encaminó en lugar de ello hacia la correspondiente oficina del Tesoro, hizo que lo incluyesen en la infamante lista de los judíos, y entregó los dos dracmas que debían ofrecer los judíos a Júpiter Capitolino en lugar de al Templo desde que éste fuera destruido. Que Josef convirtiera en un acto festivo la tributación que todos consideraban indecorosa hizo que muchos judíos le perdonasen que convirtiese a su hijo en romano con tanta pompa.
A la emperatriz le agradó el valor de Josef. También le gustó su hijo. Lo vio recibir el anillo con gracia principesca en aquella feliz hora; después, durante la comida, le refirieron que se había sometido a la humillación del impuesto con la misma sencilla alegría. Tenía al muchacho a su lado. Sus ojos la seguían con infantil respeto, sin perder por ello su frescura. Le habló. Él era consciente de lo bien que le sentaba la túnica blanca, y sabía que todos los ojos estaban puestos en él, pero su franqueza y su naturalidad no se resentían por ello.
Claudio Regino había preparado ya a Lucía anticipándole que Josef le rogaría que aceptase a su hijo en su séquito. A nadie se le ocultaba que el muchacho le había caído en gracia, y Josef podía estar seguro de no ser rechazado. A pesar de ello, no expuso su solicitud con la seguridad que lo caracterizaba, y Lucía dio su consentimiento con la voz extrañamente velada; en el rostro de ambos se observó una rara turbación.
El corazón de Josef estaba henchido de gozo. Había elevado a su querido hijo al puesto que había soñado para sí. Pero su oído era fino, y en medio de su dicha no olvidó las voces de los amigos que le habían advertido.
Y, así, Matías entró a formar parte del séquito de la emperatriz, pasando la mayor parte del tiempo en el Palatino. Ocurrió lo que Josef había previsto: Matías, el joven ayudante judío de Lucía, era considerado algo especial en el Palatino con su juventud y su belleza seria y alegre a un tiempo. Se hablaba mucho de él, muchos anhelaban ser honrados con su amistad, las mujeres lo animaban. Él siguió siendo el mismo; todo aquello le parecía natural y no le concedía mayor importancia, pero habría preferido pasar inadvertido.
Al pertenecer ahora Matías al séquito de la emperatriz Josef la veía a menudo. Lucía se había cruzado ya varias veces en su camino, pero nunca lo había mirado con ojos tan receptivos como ahora. Su opulencia, su alegre y valiente franqueza, ese carácter romano tan luminoso y vivo que emanaba, su belleza femenina y madura lo impresionaron más que nunca. Josef empezaba a envejecer, pero descubrió que desde los días en que se consumía por Dorión jamás había sentido tal deseo por estar con una mujer como ahora en sus encuentros con Lucía. No le ocultó sus emociones, y ella se dejó querer. Mucho de lo que él decía, y mucho de lo que ella decía, era ambiguo; las insinuaciones volaban del uno al otro, y comenzaron a mirarse y a rozarse de otra forma. Él atribuía un carácter simbólico a su relación. El hecho de que le atraiga de esa forma, de que también ella se muestre receptiva, ¿no constituye un símbolo? ¿No se trata de la misteriosa relación que a menudo se establece entre vencedor y vencido? En una ocasión no pudo evitar hacer una observación en ese sentido. Pero Lucía se limitó a reír y le espetó:
—Lo único que pasa es que quieres acostarte conmigo, querido amigo, y el hecho de otorgarle un significado tan profundo sólo prueba que tú mismo te percatas de lo insolente de tu deseo.
Josef llevaba una vida ajetreada y alegre en esa época. Disfrutaba de sus privilegios, que no eran pocos. Veía diariamente a Lucía, y cada vez se entendían mejor perdonándose sus debilidades, gozando de las excelencias de cada cual. Su querido hijo, del que parecía irradiar una luz, obtenía todo cuanto él había deseado. Puro y luminoso avanzaba entre las intrigas y los vicios del Palatino, todos lo amaban, y jamás llegaron a rozarle los celos ni la hostilidad que allí reinaban. Sí, Dios favorecía a Josef. Así se lo demostraba obsequiándolo con tantas alegrías poco antes de traspasar el umbral de la vejez y en posesión aún de las fuerzas necesarias para disfrutarlas.
En Roma se hablaba mucho de Josef y de su hijo, demasiado en opinión de los judíos. Y por ello fueron a ver a Josef, en nombre de los judíos, Cayo Barzaarone y Juan de Giscala. Le expusieron preocupados que su suerte, su brillo, despertaría envidias aún mayores y mayor hostilidad aún contra el judaísmo si seguía exhibiéndolos como hasta entonces. En todo el Imperio crecía el odio y la opresión de que eran víctimas.
—Cuando un judío es feliz —lo amonestó Juan de Giscala como ya hiciera en una ocasión— debe guardar su felicidad entre cuatro paredes y no sacarla a la calle.
Pero Josef no les hizo caso. Su hijo Matías era así, brillaba, y era propio de la luz ser visible. ¿Acaso debía esconder a su querido hijo? No tenía la menor intención. Estaba obcecado, ciego de amor por su hermoso y adorable hijo y su fortuna.
Las palabras de sus amigos no surtieron ningún efecto y continuó disfrutando de lo que le había caído en suerte. Cosechaba éxitos por doquier. Únicamente había un asunto que lo irritaba. Su libro, la Historia Universal, había pasado inadvertido.
Peor aún, resultó que Justo de Tiberíades publicó —también con Claudio Regino, su propio editor— su Guerra judía, un libro en el que había estado trabajando durante decenios.
El libro de Josef sobre la guerra judía había destacado entre todas las obras en prosa de su época. Todo el público lector del Imperio había leído esa Guerra de los judíos, no sólo por el tema que trataba, sino ante todo por su brillante estilo; Vespasiano y Tito habían alabado el libro y ensalzado a su autor, y la obra era considerada un clásico casi una generación después de su aparición. De manera que era una osadía indescriptible que Justo publicase ahora un libro sobre el mismo asunto.
Josef había leído años atrás un fragmento de la obra, y al hacerlo había sentido la insignificancia de su persona y su obra al lado de Justo y su libro. Temeroso, leyó la versión definitiva del trabajo de su amigo-enemigo. Justo rehuía toda palabra altisonante y cualquier efectismo. Su descripción era de una objetividad dura, cristalina. Tampoco parecía querer polemizar con el libro de Josef. Pero sí mencionaba la participación de Josef en la guerra; sus movimientos durante la época en que fue comisario de Galilea; las actividades de Josef, por tanto, como político y militar. Se limitaba a describirlas, evitando toda valoración. Pero precisamente por ser una descripción despojada de juicios aparecía como un oportunista, un pobre tipo vanidoso, un ser dañino para la causa que decía defender.
Josef continuó hasta el final. En su día había logrado forjar una espléndida leyenda sobre sus actividades en Galilea, relatándola en su libro; hasta él mismo se la había creído, y gracias a su obra había logrado que poco a poco se la reconociese como una verdad histórica. Ahora, en el libro de Justo, ese hombre entrado en años veía la guerra como realmente había sido, se vio a sí mismo tal y como era, y vislumbró también el libro que le habría gustado escribir. Pero lo había escrito Justo y no él.
Todo eso lo vio. Pero no quería verlo, no podía verlo si quería seguir viviendo.
Tenso, esperó la reacción que provocaría la obra de Justo, lo que diría el público. No suscitó un gran revuelo. Sin duda hubo quien reconoció la importancia de la obra, personas cuyo juicio valoraba Josef en mucho, pero fueron muy pocos. De cualquier forma, tuvo que soportar cómo a los ojos de esos pocos la obra de Justo desbancaba a la suya; cómo ese Justo, que había desdeñado su propio quehacer, se convertía para ellos en juez supremo e insobornable.
Josef se esforzó por olvidar el amargo sabor que le deparó esa experiencia. Se dijo que como escritor lo habían mimado como a nadie en su época, y que la opinión de esos pocos no valía gran cosa frente a una fama bien cimentada. Pero tales razonamientos no lo consolaron, la amargura quedó. Sí, incluso creció. Josef era el amigo y favorito de la emperatriz; había aupado a su querido hijo al lugar que ambos deseaban para él, una vez más se había convertido, tal y como quería, en uno de los hombres más relevantes de su tiempo. Pero ese amargo regusto le arruinaba el disfrute de la dicha.
Se dijo que se le había agriado el carácter; que estaba envejeciendo y ya sólo era capaz de percibir lo negativo, no lo agradable de la vida. A continuación se dijo que había permitido que la desmedida y envidiosa crítica de Justo destruyese su fe en sí mismo y en su obra. Retomó su Historia Universal. Leyó algunos capítulos, los mejores, y se dijo obstinado que Justo no tenía razón en sus críticas.
Pero nada alteró el hecho de que su historia, en la que tanto había trabajado, no fuera un auténtico éxito a pesar de los esfuerzos de Regino. Estaba acostumbrado a los avatares del éxito y del fracaso exterior, pero precisamente en esos momentos ansiaba más que nunca triunfar como escritor. De nada le valían el resto de sus logros. Lo único que podría ayudarlo sería la resonancia de su obra, un eco capaz de sofocar la voz de Justo. Necesitaba esa corroboración de inmediato, aunque sólo fuera por su querido hijo, para poder seguir ayudándolo.
Amargado y en tono acusador preguntó a Regino a qué se debía la falta de éxito de su Historia Universal. Regino le explicó parsimonioso que el mayor escollo radicaba en la actitud del emperador, pues las personas realmente influyentes no se atrevían a opinar sobre la obra mientras no supieran qué pensaba Domiciano. Incluso en el caso de que DDD emitiese una opinión desfavorable gozarían de una ventaja, pues podían contar con la oposición. Pero DDD, retorcido como siempre, callaba; ni siquiera había expresado su rechazo, no decía nada. Él, Regino había tratado de romper ese silencio hostil. Había preguntado a Varriguita si aceptaría la obra de manos de Josef. Pero Varriguita hizo como si no lo hubiera escuchado, y no se pronunció a favor ni en contra.
Josef lo escuchó sombrío e irritado. En él resurgieron los pensamientos que le ocuparon a su regreso a Roma, tras enviar a Mara a Judea. Entonces se había alegrado pensando en su combate con Domiciano, en su lucha con Roma. Había visto renacer en él una segunda juventud y creyó poder contar con un arma nueva, su obra. Ahora, en cambio, el emperador rehuía el combate. Sencillamente, no se ponía a tiro.
Lo que Regino le dijo a continuación no hizo sino corroborar su opinión. Hacía mucho tiempo, le refirió, que DDD no pronunciaba su nombre, lo cual resultaba curioso. Sin duda había oído hablar de su amistad con Lucía, del modo provocador con que había incluido a su hijo en el censo de los judíos, y del nuevo paje judío de su esposa. Por otra parte, si el emperador no tenía intención de hacer uso de su poder, que le permitía aniquilar de un plumazo a Josef, dicha táctica era, desde el punto de vista de DDD, la más inteligente. Pues su silencio no hacía otra cosa que sembrar el silencio en torno a su obra, un silencio que acabaría por anularla.
Josef se preguntó cómo podría romper ese obstinado silencio; cómo tentar al emperador para que saliera de su escondite, para obligarlo a enfrentarse con él. Era costumbre que con ocasión de la publicación de una obra el autor leyese un fragmento de ella en público. Josef no había querido hacerlo cuando se editó la suya, aún no se había desprendido de la atmósfera bajo la cual había surgido el libro. El público despreciaba al Josef que había escrito la Historia Universal. A ese Josef le habría resultado indiferente lo que dijese, o incluso pensase, Domiciano de su libro. Pero el Josef que ahora se presentaba ante Claudio Regino era otro.
—¿Qué os parece —le propuso— si organizamos un recital en el que yo mismo lea varios fragmentos del libro?
Regino lo miró sorprendido. Que se presentase de nuevo en público después de haber callado tanto tiempo causaría sensación. Posiblemente sólo hubiera un medio, ése, de quebrar la reserva del emperador. El plan lo atraía, aunque no le ocultó que su propósito entrañaba un grave peligro: era una osadía exigirle que se pronunciara. Pero al ver que Regino no se oponía Josef se entusiasmó de inmediato con su plan. Como un actor que desea un nuevo papel se dijo, y expuso ante Regino, todo lo que hablaba en favor de la empresa. No leía mal, el ligero acento oriental de su griego agradaba más a la gente de lo que la irritaba; después de haber vivido retirado tanto tiempo toda Roma se congregaría curiosa ante esa reaparición en público. Y después, sobreponiéndose a su pudor, le confesó a Regino, a su querido amigo, el íntimo deseo que había surgido en él en el mismo instante en que concibió la idea del recital.
—¡Cuánto me gustaría —dijo— poder lucirme ante el muchacho, ante Matías!
Ese rasgo de ingenua vanidad y de amor paterno le valió las simpatías de Regino, que le respondió:
—Sigue siendo una empresa endiabladamente peligrosa; pero, si estáis dispuesto a arriesgaros, viejo jovenzuelo, yo os apoyaré.
Josef se dedicó en cuerpo y alma a preparar la velada. Durante largo rato debatió con sus amigos dónde debía celebrarse. Regino, Marullo, y ante todo Lucía, discutieron el problema como si se tratase de un asunto de Estado. ¿Debía organizar el recital en su propia casa ante un pequeño grupo selecto? ¿O ante un público más extenso en casa de Marullo o en la de Regino? ¿O quizás incluso en el mismo Palatino, en el amplio salón de las dependencias de Lucía?
Lucía tuvo una idea. ¿Qué les parecía que leyera en el Templo de la Paz?
¿En el Templo de la Paz? ¿En el recinto de donde el emperador había ordenado retirar su busto? ¿No era una provocación inconcebible? Posiblemente acudieran muy pocas personas a un espectáculo tan peligroso, y, en tal caso, el templo estaría casi vacío. Incluso cabía la posibilidad de que el emperador ordenase apresar a Josef antes del recital.
Tras escuchar todas esas objeciones Lucía les espetó:
—Así no llegaremos a ninguna parte. Siempre terminamos tropezándonos con el mismo escollo: DDD. No pienso seguir aguantándolo. Nos quiere machacar con esa táctica. Quiere acabar con nuestro Josefo a base de silencio, pero no lo conseguirá. Quiero saber a qué atenerme. Voy a verle.
En cuanto Lucía le anunció su visita, supo Domiciano que se trataba del judío o de su hijo.
En los últimos meses había coincidido pocas veces con Lucía. Casi siempre estaba de mal humor; su cuerpo engordaba y se debilitaba, veía a muchas mujeres sin disfrutarlo en demasía. Le informaban puntualmente de todo lo que tenía que ver con Lucía. Desconfiado y perverso, pensaba que había introducido en la corte al joven judío, al hijo de ese peligroso Josefo para que, como éste envejecía, lo representase su hijo.
El emperador recibió a Lucía muy cortés, con una afabilidad distante e irónica. Hablaron largo rato de banalidades. Lucía observaba al grueso emperador, calvo, ajado; no era mucho mayor que ella, pero él era viejo y ella seguía siendo joven. Tenía la sensación de que se había alejado de ella, de que ya no tenía poder sobre él; y se preguntó si no haría bien en desistir y no mencionar siquiera a Josef. Pero luego su innato arrojo venció a su prudencia.
En los últimos tiempos, comenzó con el fin de llevarle poco a poco a su terreno, ha oído hablar mucho de las persecuciones y las vejaciones de que son objeto los judíos de la provincia e incluso los judíos de su ciudad. Ella tiene amigos judíos, como sin duda él sabe, y por eso se interesa por el asunto. Y él haría bien en ocuparse de ellos.
—En una ocasión me explicaste, querido Domiciano —le recordó—, que tienes un litigio con el dios oriental. Yo en tu lugar meditaría cada uno de mis pasos en ese combate antes de darlo. Yo misma soy —prosiguió sonriente— un tanto laxa en cuanto a los deberes religiosos. Pero soy una buena romana y creo en los dioses. Aunque no me esfuerce por demostrarles mi respeto evito todo lo que pueda ponerlos en mi contra. Es verdad que, con la expansión del Imperio, ha aumentado el número de sus dioses. Me parece, querido Domiciano, que estamos de acuerdo en que, en calidad de censor, te corresponde la protección de todos los dioses del Imperio. No sé qué es lo que sabes de ese extraño dios, Yahvé, a quien tienes por enemigo. Es un dios difícil, y tal vez te convenga informarte bien sobre su ser y sus modos.
—¿Estás pensando en nuestro judío Josefo, querida Lucía? —le preguntó Domiciano sonriendo afable, contemplando su luminoso e imponente rostro con sus ojos miopes y un tanto saltones.
—Sí —le explicó ella sin más—. Acaba de publicar el libro en el que ha estado trabajando todos estos años, y considero que se trata de un libro que los romanos debemos leer con la mayor atención. Cuando lo hayáis leído, querido Domiciano, sabrás muchas más cosas sobre tu enemigo, el dios Yahvé.
—¿Has olvidado, querida Lucía —respondió el emperador sin cambiar de tono, siempre afable—, que ordené retirar el busto de nuestro Josefo del Templo de la Paz después de leer algunos fragmentos de ese libro?
—Lo recuerdo muy bien —replicó Lucía—. Ya entonces me pregunté si no te precipitaste al infligir esa terrible ofensa a un gran escritor que tanto ha hecho por Roma. Y después de leer su libro estoy convencida de que así es. Te aconsejo, amo y dios Domiciano, que leas su libro. El resto lo encomiendo a tu criterio.
—¡Déjate de rodeos, Lucía! —dijo el emperador; su sonrisa se había convertido ya en mueca, pero seguía hablando en tono cortés, casi susurrando—. ¿Qué quieres que haga?
Lucía notó que aquel día su influjo sobre él no era grande. De nuevo pensó, durante un breve instante, en renunciar a su plan. Pero decidió intentarlo por otros medios, los de antes. Se acercó a él y le acarició la cabellera, cada vez más exigua.
—Has debido perder al menos veintisiete pelos —opinó— desde la última vez que los conté. Habría un medio muy sencillo —continuó sin preámbulo alguno— de reparar de un golpe la injusticia que has cometido contra el hombre, y tal vez incluso contra su dios, al tiempo que recibes por boca de un experto ciertas enseñanzas sobre ese dios Yahvé. No tienes más que asistir a un recital que nuestro Josefo quiere organizar con tu beneplácito.
—Interesante —respondió Domiciano—, muy interesante. Mi Josefo, nuestro Josefo, tu Josefo quiere, por tanto, leer públicamente su nuevo libro. Y a ti ¿te gusta mucho ese nuevo libro suyo? ¿Lo consideras realmente bueno?
—De no ser por tu silencio —repuso ella muy convencida—, el mundo entero lo declararía un segundo Livio. Ya recibió ese título al publicarse su primera obra bajo Vespasiano y Tito. Sólo ahora, después de que retiraras su busto y lo mandaras fundir, el público titubea.
El emperador hizo una mueca.
—Cierto —dijo—, a mi padre le gustaba conversar con él, y Tito lo amaba y lo apreciaba. Posiblemente tú tuviste algo que ver con ello. Y ahora quieres convencerme de que debo honrar el nuevo libro de tu protegido. Déjame decirte, por si no lo sabes, que he leído algunos fragmentos de ese libro. No son ni aburridos ni interesantes. Y en cuanto al resto, personas en absoluto sospechosas de ser hostiles a tu Josefo me han dicho sencillamente que es demasiado prolijo, ni bueno ni malo.
—No estaría de más —insistió Lucía— que tú mismo lo escuchases y te formases una opinión. Estoy firmemente convencida de que no puede perjudicarte recabar más información sobre Yahvé.
Domiciano sintió cierta inquietud al escuchar esa advertencia. Contempló el rostro valiente y abierto de Lucía, un rostro que no se esforzaba por ocultar su interés y su disgusto.
—Te muestras muy interesada en tu protegido —dijo—. No podría encontrar mejor defensora.
Tras sus maliciosas palabras había desconfianza, celos. Lucía lo percibió. Varriguita creía que se acostaba con Josefo, o eso fue lo que ella imaginó. Sonrió. Después lo miró de frente y se echó a reír.
A él en cambio su risa lo liberó de un peso. A pesar de sus recelos jamás había pensado que Lucía y el judío pudieran enamorarse. Ella era una auténtica romana, aunque a su manera, y ese dios Yahvé y sus gentes debían de resultarle en cierta medida ajenos y un tanto ridículos.
—¿Quieres quedarte y comer conmigo, querida Lucía? —le preguntó—. A ver si se nos ocurre qué hacer con tu Josef.
Los recitales eran muy populares en Roma. Se tenía la convicción de que la palabra hablada cala más profundamente y perdura más que la escrita y que refleja en mayor medida la esencia de su autor. En los últimos años se habían multiplicado, los romanos habían llegado incluso a cansarse de ellos, y ya no era frecuente que los autores que las organizaban llenaran las salas. Se esgrimían toda clase de argumentos para evitar asistir a tales lecturas. Sin embargo, nadie quiso perderse la de Josef. Hubo incluso quien acudió de otras provincias para escucharla. No era sólo su fama lo que atraía a los oyentes, sino que ahora, después de que el emperador proclamase con la promesa de su presencia que nadie más podría objetar nada a ese autor, muchos, ya fuesen romanos, griegos o judíos, se sintieron felices de poder anunciar públicamente que apoyaban al escritor y su obra.
Josef se preparó tan cuidadosamente para el recital como jamás lo había hecho. En diez ocasiones procedió a seleccionar los capítulos que iba a leer, seleccionó, desechó, seleccionó y desechó de nuevo; debía tener en cuenta tanto el punto de vista literario como el político, y dudaba si anteponer el valor o la cautela. Buscó el consejo de sus amigos; les leyó los párrafos elegidos a modo de ensayo, como si fuese un principiante.
También se ocupó de los detalles externos. Sopesó vestimenta y peinado cual actor o joven fatuo, meditó si la mano que sostendría el manuscrito debía aparecer adornada o desnuda. También tomó bebedizos y pócimas para fortalecer su voz y hacerla más suave. No sabía ante quién quería brillar más, si ante el emperador o ante Lucía, los romanos o los griegos, sus amigos literatos o sus rivales; si ante los judíos, o ante Justo o Matías.
Cuando llegó la hora se sintió en forma y seguro de sí. Su peluquero y el esteticista de Lucía se habían afanado largo rato con su cabeza. Presentaba un aspecto viril, imponente; observaba a su público con una mirada vehemente y, sin embargo, contenida. Se habían congregado todos los personajes importantes de Roma; los amigos del emperador, porque no podían faltar allí donde apareciera su amo; sus enemigos, porque tomaban por el reconocimiento de una derrota el hecho de que el emperador asistiese a la lectura de un autor en una sala de la cual había desterrado su busto. Josef los miró y los reconoció: a Lucía, con la que se sentía íntimamente ligado; al emperador, su poderoso oponente; al joven Matías, radiante, a quien amaba, y a los literatos, al acecho de la menor flaqueza. Al contemplar ese mar de rostros claros y oscuros se sintió seguro de sí, y se alegró de poder someterlos a todos a su obra y a su credo.
Primero leyó algunos capítulos sobre los orígenes de su pueblo, los más cálidos y enaltecedores que pudo encontrar. Leyó bien, y lo que decía parecía adecuado para interesar a un público sin prejuicios. Sus oyentes lo eran, pero no osaban expresarse. Percibían que cualquier pronunciamiento, tanto la aquiescencia como la crítica, podía ser peligroso, sabían que los esbirros de Norban y de Mesalino mantenían los ojos y los oídos abiertos y que vigilaban de cerca las manos y bocas de los asistentes. Incluso los animadores contratados por Regino tenían órdenes de no aventurarse antes de que el propio emperador se pronunciase.
Pero Domiciano no se pronunció. Escuchaba erguido, imponente, con los brazos a la espalda, circunspecto e incómodo aunque no vestía de gran gala. Con sus ojos saltones y levemente miopes miraba ora a Josef, ora al frente; en ocasiones llegaba incluso a cerrar los ojos; a continuación carraspeaba. Escuchaba atentamente, pero también cabía pensar que se aburría.
A la emperatriz le disgustó la actitud de Domiciano. Consideraba el evento como un asunto personal, y DDD lo sabía. Tensa, se preguntaba si persistiría en esa actitud durante toda la velada, pues en la última parte Josef se proponía leer un fragmento extraído del decimosexto volumen de su libro, es decir, ciertos capítulos que relataban con gran maestría y emoción la historia de la familia de Herodes. Era una lástima que sólo pudiese leer el comienzo y la parte que versaba sobre la imbricación de sus destinos, las confusas y extrañas relaciones del rey judío con sus hijos: cómo los difama y los apresa y los juzga. No llegaría a leer el final de la historia, cuando Herodes ejecuta del modo más cruel a sus hijos, pues si leyese esa parte recordaría a los asistentes que DDD mandó ajusticiar al príncipe Sabino y a Clemente. Lucía lamentaba que Josefo tuviese que omitir lo mejor: el final de su relato y su valoración, particularmente afortunada, del proceder de Herodes.
Sea como fuere, los acontecimientos que precedían a la ejecución fueron narrados con maestría. Josef leía espléndidamente, se veía cómo lo emocionaban aquellos sucesos, y Lucía notó satisfecha con qué atención lo escuchaban todos. Pero ni el rostro ni la actitud del emperador se alteraron. Lucía no pudo tolerarlo más; no quería permanecer callada por más tiempo y prescindió de los modales cortesanos, de su corrección. Cuando Josef concluyó un fragmento escrito con un brío muy especial y, sin embargo, sereno, se puso a aplaudir y a vitorearlo con su voz clara y sonora. Algunos la secundaron, y los animadores hicieron lo suyo. Pero la mayoría alzó la mirada hacia el emperador, y como éste permanecía callado también ellos callaron y no se movieron.
Josef oyó los vítores, vio la cara de Lucía y la adorable, feliz, admirada de su hijo Matías. Pero también vio el rostro tenso, frío, reprobador del emperador, del enemigo. Sabía cómo alterar esa expresión, y eso era lo único que le importaba. Supo que aquel hombre, su gran enemigo, estaba decidido a no deponer su táctica de silencio, a no permitir que se le moviese una ceja, con lo que enterraría la obra de Josef por siempre. En ese instante sintió una ira inconmensurable y se juró a sí mismo: ¡lo obligaré a cambiar de expresión!
Y no se detuvo donde tenía previsto hacerlo, sino que continuó leyendo. Perplejos, y después con una excitación creciente, mezcla de temor por semejante atrevimiento, admiración por su valor y una salvaje curiosidad por saber lo que ocurriría, Lucía, Marullo y Regino, es decir, los que ya conocían el libro, escucharon su narración. Modulando admirablemente, con frases bellamente talladas y una serenidad tenaz e indignada, Josefo refirió cómo el rey de los judíos Herodes ordenó juzgar a sus hijos y permitió que se les ejecutara del modo más bárbaro.
Mientras lo hacía era perfectamente consciente de que era una locura lanzarle al emperador a la cara semejante historia, y más ante miles de espectadores. Por insinuaciones mucho menos osadas habían llevado a los tribunales al filósofo Dío y había perdido la vida el senador Prisco. Pero, al tiempo que se decía eso, Josef fue capaz de concentrarse plenamente en lo que hacía, y leyó de un modo contundente aunque relajado. Con una honda satisfacción se percató de que por fin lograba conmover aquel rostro pétreo. Sí, era cierto; el emperador se había sonrojado, chupaba con ahínco de su labio superior, y sus ojos comenzaron a lanzar chispas con gesto adusto. Josef se animó; un bendito sentimiento de grandeza le dio alas y sintió una dicha aún más intensa por saber que un instante después sería arrojado al abismo del modo más despiadado. Pero siguió leyendo; leyó la imponente valoración psicológica de Herodes, la moraleja con que coronaba su descripción. Quizá tenga que pagar con la vida lo que está leyendo. Pero verdaderamente vale toda una vida recitarle al emperador romano, a su enemigo, esas frases, su credo entero.
Mientras leía estaba cada vez más seguro de que era imposible ignorar los paralelismos entre su Herodes y el emperador que tenía ante sí. Sin duda, en esos momentos no había nadie entre los miles de asistentes que lo escuchaban conteniendo la respiración que no pensase en los príncipes Sabino y Clemente. Pero precisamente por eso Josef seguía leyendo: «Si realmente se sentía amenazado por ellos habría bastado con tomar la precaución de encerrarlos o expulsarlos del Imperio, a fin de dejar de temer un ataque repentino o cualquier otro acto violento. Pero asesinarlos por odio y en un arranque de pasión, ¿qué otra cosa delata sino la crueldad propia de un tirano? El hecho de que el rey pospusiera por largo tiempo la realización de su plan, la ejecución, agrava su delito en lugar de disculparlo. Pues que alguien llegue a cometer actos tan crueles llevado por un primer impulso es terrible, pero comprensible. Pero cometer semejante sacrilegio tras meditarlo detenidamente y después de grandes vacilaciones no revela otra cosa que un carácter brutal y sanguinario».
Josef había concluido, calló; su propia osadía le robó el aliento. El silencio en la amplia sala era tan denso que todos oyeron el crujir del manuscrito que enrolló maquinalmente. Una aguda carcajada rompió entonces el silencio. No era siquiera una carcajada maliciosa y, sin embargo, todos se sobresaltaron como si se les hubiera aparecido la misma muerte. Sí, Domiciano se reía, se reía con una risa aguda, no demasiado alto ni por demasiado tiempo, y con ese tono estridente tan suyo dijo sin alzar la voz, rompiendo el amplio y hondo silencio:
—Interesante, muy interesante.
Pero aquella carcajada irritó sumamente a Josef. Ahora que todo estaba perdido y que probablemente jamás podría volver a organizar un recital, ¿por qué no va a demostrar ante toda la ciudad allí congregada, y con la grandeza propia de los judíos, cómo se muere?
—Y para concluir —exclamó en la sala presidida por un silencio mortal— os leeré, a vos, mi amo y dios Domiciano, y a vosotros, mis estimados invitados, un salmo que reproduce el sentido entero de mi Historia Universal, el estado de ánimo con que escribí la obra, y la concepción del mundo que domina la historia del pueblo judío. No son versos puros, son versos balbucidos en una lengua que no es la lengua materna del autor. Sin embargo, me parece que la claridad de su contenido no sufre por ello ninguna merma.
Y a continuación recitó los versos del Salmo del valor y proclamó:
Por eso digo:
salve al hombre que se hace reo de muerte
por decir la palabra que le dicta su corazón…
Y por eso digo:
salve al hombre al que no puedes forzar
a decir lo que no es.
Los asistentes, varios miles, escucharon sobrecogidos cómo aquel judío se atrevía a provocar a Roma y al emperador en su propia cara. Petrificados, volvieron la vista a su emperador, que escuchaba sin moverse. Todos permanecieron inmóviles cuando Josef dio por concluida la sesión, y durante medio minuto la congregación continuó inmóvil, el pálido Josef en su tribuna y el emperador en su estrado.
Finalmente se oyó la voz de Domiciano rasgando el inmenso silencio:
—¿Qué opinas tú, Sileno, mi bufón? Me parece que eres responsable de ese salmo.
Y Sileno, imitando al emperador como solía hacer, con los brazos a la espalda, le replicó:
—Interesante, eso que acaba de decir ese hombre desde su tribuna, una concepción muy interesante.
Después, siempre envueltos en silencio, Domiciano se volvió hacia la emperatriz.
—Me aseguraste —le comentó— que asistir al recital de nuestro judío Josefo me resultaría edificante. Así ha sido, en efecto. Y ahora, ¿me acompañas, mi Lucía? —le preguntó.
Pero Lucía repuso con cierta contención:
—No, mi amo y dios Domiciano, me quedo.
El emperador la saludó con gran ceremonia y, seguido por su bufón, se dirigió hacia la salida avanzando entre los asistentes, que lo saludaron inclinándose en silencio.
La sala no tardó en vaciarse. En torno a Josef sólo quedaron los más allegados. Y poco después también éstos se marcharon. Primero Cayo Barzaarone, después Marullo y Juan de Giscala. Finalmente, Josef se quedó a solas con Lucía, Claudio Regino y Matías.
La tensión y el empuje que Josef había necesitado para superar aquella hora aún no se habían disipado. Tuvo bastante presencia de ánimo para decirles a sus amigos muy relajado, esbozando incluso una sonrisita:
—De todos modos, hemos hecho bien en organizar el recital.
Regino miró hacia el lugar donde un día se irguiera el busto de Josef.
—No creo que os erijan aquí un nuevo busto —opinó—, pero, desde luego, ahora podéis estar seguro de que el libro se leerá.
—Ha sido un momento glorioso —dijo candoroso Matías—. Y si no te han entendido bien no es tan grave. En este tipo de lecturas —dijo con aire sentencioso, impertinente— suele primar lo sensacional, lo llamativo.
—De eso ha habido bastante —afirmó Claudio Regino. Lucía intervino entonces:
—Yo sé valorar el coraje. Pero ¿qué te pasó por la mente, querido Josefo, para que de pronto te decidieras a atacar por tu cuenta y riesgo al Imperio romano en pleno?
—Yo mismo ignoro lo que pretendía con ello —replicó Josef. La artificial tensión que lo sostenía desapareció en ese instante, y se desplomó fatigado en uno de los bancos; a pesar de la pericia del esteticista de pronto les pareció viejo—. Me volví loco —dijo, tratando de explicarles lo ocurrido—. Cuando vi que ese hombre se había propuesto no abrir la boca, al constatar la cobardía de los presentes y que nadie se atrevía a seguirme, querida Lucía, y que, por el contrario, se limitaban a mirarlo a él, y al ver la burla y la inquina dibujadas en su rostro, me volví loco. Desde el principio me comporté como un loco, como un necio, al concebir siquiera la idea de este recital, al rogarte que lo invitaras. Vosotros no podíais saber, queridos amigos, lo arriesgada que era la empresa, pero yo sí debí preverlo. He tenido varios enfrentamientos con él y debía saber que terminaría así. No debí convocar esta lectura. La ira impotente que me sobrevino al constatar que lo había hecho terminó por trastornarme.
—No entiendo de qué te quejas —dijo Matías disgustado con su voz joven, profunda, inocente—. Considero una victoria inmensa, inconcebible, que el emperador de los romanos haya venido a escuchar a Flavio Josefo. Tú dices que es tu enemigo, padre mío. Mayor es entonces la victoria. El emperador, representante de cientos de millones de romanos, considera al individuo Josef ben Matatías como su enemigo, al que debe batir con sus propios medios. Josef ben Matatías a su vez no se muestra temeroso y le dice la verdad. Yo creo que ha sido una victoria enorme.
Los tres adultos sonrieron para sus adentros, conmovidos por los torpes intentos del muchacho de consolar a su padre. Claudio Regino y Lucía especulaban, y en esta ocasión no sin preocupación, sobre las intenciones de Domiciano. Pero eran impredecibles, sólo cabía esperar. Tampoco se les ocurría ninguna medida preventiva. Sería una insensatez, y no habría hecho más que acrecentar el peligro, que Josef intentase por ejemplo abandonar la ciudad.
Josef era el único que sabía con certeza que lo que acababa de hacer respondía a la misma locura que diez años atrás había empujado a los «Fanáticos del día» a organizar su insensata revuelta. Pero lo que aún podía justificarse en esos jóvenes imberbes no podía tolerársele a él, el hombre maduro de cincuenta y dos. Y, a pesar de todo, era una derrota honorable; una derrota que llenaba el corazón del vencido de un dolor altivo, arrogante, una derrota cien veces mejor que aquellas vacuas victorias de la razón que habían dejado su corazón tan frío y yermo en años recientes. No se sentía fracasado; estaba orgulloso de su derrota, e incluso la expectación ante lo que desencadenaría lo colmaba de felicidad.
Por otra parte, su atrevimiento no le valió más que alegrías en un primer momento. Matías lo miraba con un amor y una admiración mayores que las que le habría procurado el mayor de los éxitos. Lucía lo reprendía, pero sus reproches dejaban traslucir una comprensión mezclada de ternura hacia el viejo y, sin embargo, joven corazón. Los judíos, y esta vez los de todo el Reino, ensalzaron entusiasmados a Josef. Los reparos de los más precavidos se vieron arrastrados por una ola increíble de popularidad. Josef, el hombre que había sido capaz de lanzarle a la cara al emperador hostil a los judíos la verdad de Yahvé ante miles de personas, se convirtió en el gran agitador de su tiempo. Claudio Regino no se había equivocado: pronto la Historia Universal tuvo más lectores que los que tuviera en su día la Guerra de los judíos.
En un primer momento no fue Josef, sino Matías, quien salió perjudicado por aquel memorable recital. Pues, con la excepción de unos pocos amigos íntimos, la nobleza de la ciudad de Roma le cerró las puertas al escritor, lo que repercutió aún más en Matías que en su padre.
La popularidad de que gozara palideció particularmente en los círculos más ilustres, y Matías lo percibió en su siguiente visita a Cecilia. En los últimos meses Cecilia lo había tratado con un respeto cada vez más patente, y nunca más le hizo recordar aquella premonición relativa a la orilla derecha de Tíber y el trabajo de buhonero. Por eso el golpe resultó más brutal. Su preceptor le había hablado, durante la hora de Homero, de Apión, el gran comentarista homérico medio egipcio medio judío. Con tal motivo había mencionado también sus famosos libros en los que atacaba a los judíos, y Cecilia se había apropiado de algunos de sus argumentos más despreciables y taimados. Se los expuso afanosa y turbada a Matías, y le reprochó pertenecer a esa tribu brutal, sucia y bestial capaz de profesar tales supersticiones.
Matías se lo contó a Josef, a quien aquel tonto incidente afectó sobremanera. No sólo le dolió comprobar de nuevo que su osadía obstaculizaba la carrera de su hijo, sino que le molestó tropezarse de nuevo con Apión. Recordó con amargura aquel enfrentamiento con Fineas, cuando increpó neciamente al preceptor de su Pablo por culpa de los argumentos de Apión. Al referirle ahora Matías las palabras de Cecilia, el odio que le inspiraba el difunto Apión se avivó de nuevo. Muchos, muchos años antes había llegado a conocerlo. Él era muy joven, y Apión ostentaba el cargo de rector de la Universidad de Alejandría. Aún lo recordaba, vanidoso, hinchado, pagado de sí, con sus sandalias blancas, emblema en Alejandría de los enemigos de los judíos. A lo largo de su mudable vida Josef se había tropezado una y otra vez con él; todos los enemigos de los judíos bebían en el pozo envenenado de Apión. Y la imagen de aquel enemigo ridículo, rastrero, presuntuoso y triunfador que había logrado propagar por todo el mundo injurias tan necias como arteras se convirtió para él en el símbolo de la hostilidad al judaísmo, incluso de la ignorancia que reinaba en el mundo. Y él, como Sócrates, equiparaba ignorancia con maldad.
Caminaba de un lado a otro en el despacho de su hermosa y luminosa casa debatiendo mentalmente con Apión, su enemigo, tan locuaz como insulso. ¡Cuán distinto era este Josef de ahora, lleno de su Dios, preparando su próxima obra, al que escribiera la Historia Universal! Tal vez al concebirla se había propuesto una meta más alta, sólo alcanzable por medio de la fe en la razón, como la que profesaba Justo. Él, Josef, se había propasado al aspirar a ella. No era lo suyo, y lo había hecho todo mal. Ahora sabe quién es, ha logrado cierta claridad, ahora le importa un comino ese fin tan alto. Regresa al lugar del que partió. Ha perdido muchos años, pero no es demasiado tarde. Su Matías lo ha rejuvenecido.
Aliviado siente cómo se deshace de la pesada carga de la responsabilidad crítica, del limitador deber de cribar sus sentimientos en el cedazo de la razón. Piensa en Justo, y de pronto nota que no le queda ningún rastro en el corazón de su acre sentimiento de inferioridad, de su odio enamorado por el superior. Ahora no fijará la vista en ningún juez ni en la posteridad. Se dejará llevar. Escribirá lo que le dicte su corazón, no objetivamente, sino con celo y con ira; con toda la acritud que merecen sus enemigos, sus modales distinguidos, su frivolidad, su necedad. Les dará su merecido a ese muerto Apión, a los que lo precedieron y a los que lo siguieron, a los que se mofaron de lo más santo y lo más alto, a lo que jamás podrán llegar: Yahvé y su pueblo.
A continuación se sentó y comenzó a escribir su libro Contra Apión o sobre la antigua cultura de los judíos. ¡Qué bendición poder cantar sin cortapisas la alabanza del propio pueblo, sin el constreñimiento de ese dichoso afán de precisión! Jamás había sentido un placer semejante al que experimentó en esas dos semanas, cuando escribió, de un tirón, las cinco mil líneas de la obra. Los veía ante él. A los sandalias blancas, a los enemigos de los judíos, a esos egipcios helenizados, a Manetón y a Apión. Allí estaban, llenos de ínfulas, y él los machacaba a ellos y sus argumentos, los reducía a polvo hasta no dejar nada de ellos. Las palabras acudían a él hasta el punto de no poder contener aquel torrente, y al escribir los capítulos más brillantes pensaba en la griega egipcia Dorión y en su hijo Pablo y se le figuraba que habían sido Apión y Manetón quienes los habían alejado de él. Se burló mordaz de esos grieguecillos, de esos enanos cuyo único tesoro eran sus hermosas, ligeras, aladas, elegantes y delicadas palabras. Y les opuso a los auténticos griegos, a los grandes, a Platón o Pitágoras, a quienes los judíos conocían y valoraban, ya que, de no ser así, no habrían incorporado fragmentos de sus doctrinas a las suyas.
Y después de arremeter de tal modo contra sus oponentes erigió sobre esa negación una encendida, una brillante e imperiosa afirmación. Nada quedaba en él de su afán de cosmopolitismo. Todo lo que había reprimido penosamente durante el tiempo en que trabajó en la Historia Universal, todo ese valiente y desmesurado amor por su pueblo, fluía ahora en ese libro. Exaltó la nobleza de su pueblo. Había sido origen de sabiduría, escritura, preceptos, historia, mucho antes de que existieran los griegos. Había alumbrado a un gran legislador un milenio antes de que surgieran Homero y la guerra de Troya. Ningún pueblo veneraba a su dios con tanto fervor como el judío, ningún otro aspiraba como él a la virtud, y no había libros más ricos que los de su pueblo. Hemos elaborado un canon compuesto de los miles de libros que tenemos, y de esa miríada hemos seleccionado tan sólo veintidós, y esos veintidós los hemos reunido en un único libro. ¡Pero qué libro! ¡El libro de los libros! Y nosotros somos el pueblo de ese libro. ¡Cómo lo amamos, cómo lo leemos y lo interpretamos! El libro es nuestra propia vida, nuestra alma y nuestro Estado. Nuestro dios no se manifiesta en una forma determinada, se manifiesta en el Espíritu, en ese Libro.
En apenas dos semanas terminó su obra. Pero después, tras aquel arrebato que lo exaltara durante su redacción, tras el entusiasmo del trabajo, experimentó cierto decaimiento. Temió haber vertido su entusiasmo en un molde poco apropiado, que podía derramarse arrastrando a otros consigo. Una vez más surgió el recuerdo de Justo y la sensación de que su Apión no resistiría la comparación con la Guerra judía de aquél.
Se apresuró a presentarle el libro a Claudio Regino. Éste se mostró escéptico, debido a la celeridad de su composición. Descansaba perezoso en el diván y rogó a Josef que se lo leyese. Permaneció tumbado con los ojos entornados, poco inclinado a creer en la obra, y no tardó en interrumpir su lectura afirmando burlón:
—A nuestro Justo no le va a gustar este libro.
Algo parecido había pensado Josef mientras leía, y tuvo que hacer un esfuerzo para continuar. Pero poco a poco se apoderó de él el entusiasmo que lo había guiado durante su redacción y pronto abrió también Regino los ojos incorporándose; y finalmente, después de aproximadamente media hora, le arrebató el manuscrito, diciéndole:
—Vais demasiado despacio, permitidme que lo lea yo.
Y mientras Josef lo contemplaba en silencio, Regino siguió leyendo, ávido, hasta que le espetó:
—Mañana mismo pondré a trabajar a mis escribas —y, con una animación inusual en él, prosiguió—: Si los judíos celebrasen unos juegos olímpicos deberíais leerles este libro como Herodoto leyó a los griegos en Olimpia su obra histórica.
Aquella frase emanaba un entusiasmo como Claudio Regino no había sentido en años.
Y tal como le ocurrió a Regino les sucedió a todos los demás. Lucía, conmovida por la fuerza y la vehemencia del libro, afirmó:
—No sé si todo lo que has escrito responde a la verdad, querido Josefo, pero tiene el sonido de la verdad.
Matías estaba encantado. Ahora tenía el material que necesitaba para replicarle a Cecilia y a su Apión. Ahora sabía por qué estaba tan orgulloso de su pueblo, de su tribu, de su padre. Todo el mundo, amigos y enemigos, estaba arrebatado con el libro, que se convirtió en un éxito mayor de lo que Josef soñara jamás. Ya no cabía duda de que Flavio Josefo se había convertido en el primer escritor de su tiempo.
Hubo momentos, sin embargo, en que aquel éxito se le antojó vano. Evitó tropezarse con Justo, pero algunas veces, a solas y sobre todo en la noche, discutía con él. Escuchaba sus burlas y trataba de justificarse apelando al entusiasmo de los demás. Pero ¿de qué le servía? Había traicionado su misión. Sabía que Justo tenía razón y no los que lo aclamaban. Y se sentía fatigado, fatigado de las victorias y de las derrotas.
Pero esos momentos de flaqueza no fueron demasiados. Había esperado ese éxito mucho tiempo, y ahora se alegraba de él. Se deleitaba pensando que los mismos judíos que lo habían denostado sin conocerlo lo saludarían por fin como su defensor más eficaz. Se deleitaba pensando que sus enemigos griegos y romanos por fin constatarían la inspiración que subyacía en su libro. Y aquel éxito tan ansiado le sirvió asimismo para afirmarse ante Lucía y, sobre todo, ante Matías.
También Mara leyó el Apión. Escribió a Josef unas palabras sencillas y cándidas comunicándole entusiasmada lo que pensaba. Era un libro que entendía enteramente, era un libro que agradaba a su corazón. Y a continuación le refirió los últimos acontecimientos de su propiedad de Be’er Simlai. El administrador Teodoro bar Teodoro era un hombre de buen entendimiento y fiel corazón, e instruía a Daniel con éxito en sus menesteres. A Daniel se le daba bien la agricultura, todos estaban a gusto a pesar de que vivían en Samaria, cerca de Cesarea, entre gentiles, y los pocos vecinos judíos tampoco les hacían la vida fácil; miraban de reojo todo lo que tuviera que ver con Josef, sobre todo por los privilegios que le concedían los gentiles. Pero quizá las cosas cambiasen tras la publicación del Apión. Su hija Jalta tenía un pretendiente que le agradaba. Tenía el título de doctor por la Universidad de Yabne y, a pesar de ello, no era engreído y ejercía con modestia y celo el oficio de orfebre. Cierto que trabajaba fundamentalmente para gentiles, y ella no sabía si eso constituía un impedimento para sus relaciones. Como la primavera ya había llegado y Josef se pondría pronto en camino para reunirse con ellos, él mismo podría ocuparse de todo. También sería bueno para Daniel someterse de nuevo a la vigilancia paterna, y para Matías no permanecer mucho tiempo en Roma. En la nave Felix habían comido en abundancia, aunque las viandas no habían sido las mejores. Josef debía cuidar de que no le arruinasen el estómago.
Josef ve a Mara mientras lee y lo inunda un cálido sentimiento de ternura. Pero no tiene ninguna intención de regresar a Judea. Ahora más que nunca pertenece a este lugar, a Roma. Precisamente ahora, tras la aparición del Apión. Se siente dichoso, la felicidad le ha llegado en el momento justo, en una época en la que aún puede disfrutarla, en que aún conserva la energía que requiere el placer. Y Roma es el marco adecuado, el único posible para esa dicha. Ahora se siente llamado a seguir escribiendo según el dictado de su corazón, ha sido elegido para cantar la alabanza de su pueblo y defenderlo. Y eso sólo puede hacerlo en la capital enemiga.
Además, ¿cómo podría abandonar ahora a Matías? Llevárselo de Roma, arrancarlo del servicio de Lucía es impensable so pena de quebrar los ambiciosos sueños del muchacho, su propia estima. No, no tiene intención de hacerlo. Y tampoco quiere separarse de él. Lo mejor que tiene es el brillo que emana de su Matías, el amor y la admiración de su hijo. ¡Cuánto lo ama! Lo ama como Jacob el patriarca amó a su hijo Josef, como a un dios, con un amor sacrílego así lo ama. Y Josef entiende que Jacob le regalase la suntuosa túnica que le acarreó envidias y desgracia. Él haría lo mismo, adornar a su Matías con todo el lujo del mundo. Y aunque haya quien lo dude ha hecho bien en introducirlo en el centro del esplendor del Palatino. ¿A quién no se le alegra el corazón al ver al muchacho? El Palatino le queda incluso pequeño. Su túnica no es lo bastante lujosa. Por otra parte, desde la aparición del Apión, hasta Juan de Giscala calla y no pone ningún reparo.
Y eso que el peligro sigue ahí, el peligro que él mismo ha convocado con su atrevimiento. Pero él se lo toma a broma. Aunque Domiciano quisiese vengarse del autor de la Guerra de los judíos, de la Historia Universal, del Apión; aunque arremetiese contra su vida, ¿qué podría ocurrir? Con una muerte semejante Josef no haría más que ofrecer de nuevo testimonio en favor de Yahvé y de su pueblo, coronaría su libro y aseguraría la inmortalidad de toda su obra.
Josef se paseaba por Roma feliz, radiante, como si fuese el hermano mayor de su Matías. Acudía diariamente al Palatino a ver a Lucía. Esa mujer le resultaba imprescindible. Sentía por ella una amistad en la que subyacía un deseo que a veces le trababa la lengua, a él, el elocuente, y lo hacía enmudecer. No hablaban de su relación, la luminosa y abierta Lucía tampoco permitía, al igual que él, el hábil Josef, que aquello se plasmase en palabras. Precisamente ese silencio cargado de muchas cosas y muy confusas hacía más atractiva su amistad.
Ella despertaba en él sentimientos y pensamientos largamente olvidados; sentimientos e ideas que había sentido cuando, siendo muy joven, se retiró al desierto para dedicarse a Dios y al conocimiento. Le pareció que Dios consideraba meritorio que se comportase castamente, como si privarse de Lucía le confiriese nuevas fuerzas.
En una ocasión, estando reunidos, Lucía le dijo con una extraña sonrisa en los voluptuosos labios:
—Mi querido Josefo, si él lo supiera.
—Se pondría hecho una furia —le replicó él—, se pondría furioso y callaría, y me prepararía una muerte digna de un mártir. Pero no sería un martirio tratándose de ti.
—¡Ah —se rió Lucía—, te refieres a Varriguita! No pensaba en él. Pensaba en Matías.
Y de pronto le espetó muy seria mirándolo con esos ojos suyos excesivamente separados:
—¿Sabes, mi Josefo, que estamos engañando a tu hijo Matías?
Porque el muchacho se había enamorado de Lucía, como tantos otros. Lo fascinaban su carácter abierto, su alegría, la plenitud que emanaba de su vida entera, la insaciabilidad con la que tomaba y daba la vida. Ser como ella era lo más excelso a que podía aspirar un mortal. Ella bromeaba con él a menudo a su manera confianzuda e inocente, y eso la unía más a él. Pero también lo tomaba en serio y escuchaba sus consejos. Para él fue decisivo que, por indicación suya, instalase sendas jaulas de pavos reales en su villa de la Via Apia y en su posesión de Bajae, y que encargase su cuidado a las personas que designó su amigo Anfión, el empleado de Regino. No sabía cómo llamar a ese vínculo tierno, palpable, que lo unía a Lucía. Le habría parecido un sacrilegio llamarlo amor, ni aun en pensamientos, y se asustó al ver surgir en él algo que difícilmente podría haber denominado de otro modo que deseo. Desearla era un atrevimiento tan insensato como que un joven romano desease a la diosa Venus.
Eso no impedía que de vez en cuando envidiase a su padre por la forma en que lo miraba Lucía y cómo le permitía ella que la mirase, pues sucedía que ambos no hacían alarde de su amistad pero tampoco se esforzaban seriamente por ocultarla. Matías se prohibió cualquier pensamiento irrespetuoso para con su padre o la emperatriz, su ama, pero no por ello acalló sus dudas. Trató de dominarlas incrementando la admiración que profesaba a su padre. ¿Dónde podría encontrarse en el orbe otro hombre que pudiese conmover por el mero poder de su palabra los corazones de gentes de todo rango y clase; capaz de emocionar tanto al sencillo campesino judío de Galilea como a los sutiles y viciosos griegos, e incluso a esa mujer grande, excelsa, a la emperatriz?
Ante ella, ante Lucía, se mostraba doblemente servicial precisamente a causa de esas raras sospechas rápidamente desechadas con que la inculpaba a ella y a su padre.