Capítulo segundo
Por fin se ha marchado, y ella ni siquiera lo lamenta. Siente un vacío en su corazón, es cierto, pero si lo analiza cuidadosamente no lamenta que se haya ido.
Las esperanzas que había concebido en torno a su Pablo no se han cumplido. Se ha convertido en un ser plano y vulgar. La educación de Fineas y la suya propia no sirvieron de nada. Es arrogante su Pablo, pero no con ese orgullo esteticista de su padre, el gran pintor Fábulo, ni tampoco con el orgullo fiero, nervioso, de Josefo ni la aguda, dominante altivez que ella misma tuvo un día. No, el orgullo de su hijo no es más que el necio, vacuo y brutal orgullo nacionalista de los romanos: el orgullo de formar parte de los que han logrado conquistar el mundo a hierro y sangre.
La litera se bambolea suave y rítmicamente sobre los hombros de los expertos porteadores capadocios. Dorión regresa de la segunda piedra miliar de la Via Apia, hasta donde había acompañado a su hijo. Sí, la litera avanza casi sin moverse. Tiene ciertos privilegios; el corredor que le abre paso sostiene el escudo color óxido con la corona dorada, y también las cortinas marrones de la litera la exhiben: indica que hay que cederle el paso, ya que forma parte del ajuar de un ministro del emperador. Pero esa comodidad no dulcifica los pensamientos de la dama Dorión.
Pablo ha emprendido, pues, el regreso a Judea. Ha llegado lejos, ha demostrado ser un buen soldado, lo han nombrado ayudante del gobernador Falco, se le escucha; en esta última visita ha agradado particularmente a su padrastro Annius, su marido. Hará carrera. Destacará en la próxima campaña y, puesto que tanto lo desea y no le falta energía, llegará a ser gobernador de Judea y los judíos sabrán lo que es un romano. Y no está descartado que satisfaga su mayor sueño y consiga dirigir los ejércitos del Imperio, como ahora Annius. Es muy romano, y los tiempos son muy romanos, también lo es el emperador, y Annius ama al extraordinario oficial Pablo, ¿por qué no habría de sucederlo?
¿Y qué ocurrirá cuando alcance todo eso? Pensará que ya ha llegado a la cumbre. Y creerá que también ella, Dorión, está satisfecha con sus logros. ¡Ah!, qué poco sabe de ella su hijo Pablo.
Recuerda con amargura los soeces accesos de ira contra los judíos a los que Pablo, antaño tan distinguido, se ha entregado en la mesa. Sus acres y necias palabras le habían repugnado doblemente por haber leído poco antes el Apión. Había vacilado en hacerlo pero, como todo el mundo hablaba del libro, lo leyó. Y le ocurrió como a los demás: le pareció escuchar la voz de Josef mientras lo leía, no logró zafarse de su voz, y en ocasiones se le figuró que le hablaba únicamente a ella. El libro la llenó de ira y de vergüenza y, ¿por qué no reconocerlo?, también la conmovió al hacerle revivir todos esos viejos, apasionados sentimientos que la unían al hombre que le hablaba desde ese libro con ese fervor y esa pasión.
En varias ocasiones había pensado darle el libro a Pablo. Siempre se reprochará no haberlo hecho. Pero en el fondo se alegra de ello, pues probablemente no se le habrían ocurrido, a propósito del Apión, más que comentarios vacuos y malignos, y eso le habría dolido aún más.
La vida está llena de extrañas coincidencias. Quizá, después de vivir semejante decepción con Pablo, su segundo hijo, Junio, le depare más alegrías. Por el momento no parece que así sea. Por el momento parece que sale al padre, a Annius, y que se convertirá en un joven dominante, disciplinado, ruidoso y seguro de sí, y sobre todo muy romano. Y que se adaptará bien a los tiempos. Ella trata de negarlo, y quiere ver en él lo que no hay. Pero ahora, mientras regresa en su litera de la segunda piedra miliar de la Via Apia, también eso se le antoja turbio y falto de esperanza.
A través de las cortinas de la litera le llega el bullicio de Roma. Todos se detienen a su paso, los ciudadanos de la gran ciudad le ceden el paso brindándole honores. Sin duda la envidian. ¿No ha llegado también muy lejos la hija del pintor que se consumía en su amor propio jamás saciado? Él habría disfrutado al ver lo que ha conseguido. Tiene un marido amante y fiel, el ministro de guerra Annius Bassus, que goza del favor del emperador desde hace ya muchos años. Tiene dos hijos, ¿cómo se dice?, hermosísimos, ambos sanos. Pertenece a la primera nobleza del reino y, según todos los cálculos, sus vástagos accederán a los cargos más relevantes del Imperio. ¿Qué más puede desear?
Desea muchas cosas y, aunque durante el día logre ahuyentar los malos pensamientos, sus noches están llenas de amargura. ¿Dónde está la frágil Dorión de antaño con su fino y puro perfil y el rostro tierno, altivo? Cuando se mira en el espejo no ve más que una mujer enjuta, amargada, infeliz, que envejece, y de poco le vale que su fiel Annius no repare en ello y siga amándola como siempre. Está en la cuarentena, ya ha llegado, y ¿qué le ha dado la vida? ¡Cuánto más habría podido tener! Ha dilapidado su vida, la ha arruinado con su frivolidad. Ella misma quiso separarse con malevolencia del único hombre a quien pertenece. Y si su hijo lleva ahora una vida vacía, vulgar, ruin, la culpa es suya, precisamente por esa separación. Pues, si se hubiera quedado con ese hombre, Pablo seguiría siendo como fue en un principio.
En los últimos tiempos ha tenido que oír muchas cosas, lo quisiera o no, de su antiguo marido. Fuera donde fuera sonaba su nombre. Supo de la partida de Mara y de los hijos de Josef, se encogió de hombros. Supo de la Historia Universal, la leyó, se encogió de hombros y la dejó a un lado, y supo que a otros muchos les había ocurrido lo mismo. Y eso la llenó de satisfacción. El tipo era un buen escritor siempre que rebosara pasión, como cuando estuvo a su lado deseándola, pero desde que se separó de ella está acabado. Luego supo que había introducido a su hijo en el Palatino, al servicio de Lucía, y se encogió de hombros. Siempre fue ambicioso, ese Josef, y al ver que la literatura no lo encumbraba lo intentó con burdas artimañas de arribista. ¡Que lo intente! A ella le convenía poder nublar su imagen con una pátina de desdén e indiferencia. Y supo más cosas de él. Oyó que quería organizar un recital, curiosamente en el Templo de la Paz, y que el emperador asistiría a esa lectura. A punto estuvo de acudir. Pero pensó que daría lugar a comentarios, lo que disgustaría a Annius, y realmente Josef no le importaba tanto como para pagar ese precio por estar presente y verlo pavonearse ante los demás. Y se encogió de hombros y no acudió al Templo de la Paz.
Pero después escuchó otras cosas y lamentó mucho no haber asistido a la lectura, pues no se había mostrado ambicioso, cualquier cosa menos eso; debió de ser un espectáculo magnífico verlo arrojarle al emperador a la cara su verdad y sus injurias ante tres mil espectadores. No, desde luego no es un cobarde, de ninguna manera. Cierto que tampoco lo es Annius, ni su hijo Pablo. Ambos hacen un buen papel en la batalla. Pero la valentía de Josef es un coraje por completo distinto, mucho más atractivo. Un tanto vocinglero, tal vez, pero grandioso en cualquier caso, pues de no ser por ese valor extraño, llamativo, exhibicionista y grandioso no se habría prestado a ser flagelado por su causa. Y, al recordarlo, su cara morena se turba con un leve sonrojo.
No quiere seguir pensando en ello, no quiere seguir sola, quiere distraerse, ver gente. Ordena detener la litera y descorrer las cortinas. La variopinta ciudad le sale entonces al encuentro con sus mil rostros. Muchos la saludan. Aquí y allá ordena a los porteadores que se detengan y charla con éste o aquél. Y así logra aplacar su desazón.
Al llegar a su casa, sin embargo, se encontró con un visitante que la obligó a enfrentarse de nuevo, y esta vez más intensamente, con su pasado y con Josef. Fineas la esperaba; el griego Fineas, el preceptor de Pablo, el enemigo de Josef.
Cuando Dorión entró lo encontró muy sereno mirándola con su gran cabeza extraordinariamente pálida y las manos largas y descarnadas posadas con gran sosiego. Pero Dorión sabía cuánto esfuerzo le costaba ese sosiego. Fineas amaba a Pablo. Había dedicado gran parte de sus mejores años a convertir a su amado y principesco Pablo en un auténtico griego, pese a lo cual el muchacho había escapado a su influjo convirtiéndose en lo que el griego Fineas más desdeñaba, en un verdadero romano. A pesar de todo, seguía amándolo. Cuando Pablo visitó Roma dos años antes Fineas se esforzó enconadamente por ganárselo, por retomar la relación con su querido pupilo. Pero Pablo se le resistió; se mostró tenso, rígido, lleno de fría afabilidad, y a su madre la conmovió la dignidad con que se lo tomó Fineas, sin asomo alguno de sarcasmo, al estilo griego. Pero esta vez, en la última visita de Pablo, ¡qué temerosa expectación había debido embargar a Fineas, cuánto habría anhelado que lo llamase o lo visitara!
Pero Pablo estaba harto de aquel incómodo personaje y se marchó sin que su preceptor llegase a verlo.
Allí tenía, pues, a Fineas, aguardando ansioso noticias de Pablo. Pero no reveló su impaciencia en ningún momento e inició la conversación refiriéndose a asuntos intrascendentes.
Dorión sintió lástima de él. A pesar de la reserva de su trato, se conocían muy bien: él conocía sus turbias relaciones con Josef. La decepción por el hijo que se le escapaba, cada día más ajeno, más vulgar, los unía, y Fineas era seguramente la única persona capaz de entender cuán poco la satisfacían su propia y esplendorosa vida y la brillante carrera de su hijo.
De modo que no esperó a que le preguntase para hablar de Pablo. Le refirió las conversaciones que habían mantenido, con objetividad, sin valorarlas, sin quejarse y sin hacer reproches. Pero, al concluir, dijo:
—La culpa de todo la tiene Josef —y, aunque su actitud y su voz no se habían alterado en ningún momento, en sus ojos color mar brilló una ira incontenida.
—Puede ser —replicó Fineas— y también puede que no. No alcanzo a entender a Flavio Josefo; lo que es, y lo que hace, sigue siendo ajeno a mí, incomprendido e incomprensible como un animal. Y si alguna vez me ha parecido entrever sus móviles siempre resultó que su encadenamiento era otro. Hace poco nos asombramos, sin ir más lejos, del valor con que fue capaz de lanzarle al emperador a la cara sus insolentes y levantiscas convicciones. Lo que hizo y dijo, y cómo lo hizo, nos pareció ciertamente ridículo y contrario a la razón, pero reconocimos el coraje que manifestaba en su absurdo comportamiento. Y ahora resulta que nuestro Josefo no necesitaba tener para su gesto heroico el valor que le alabamos.
Dorión lo miró atentamente a la cara con sus ojos color mar.
—Por favor, continuad, querido Fineas —le rogó.
—El tipo —le explicó Fineas con su voz armoniosa y profunda— no necesitaba tanto valor porque contaba con un importante apoyo, con la más poderosa protectora que pueda tener nadie en el Palatino.
—Me decepcionáis, Fineas —le respondió Dorión—. Primero hacéis como si fuerais a contarme una increíble novedad, y después me decís, dándoos aires, que Lucía defiende a los judíos y, en particular, a Josefo. ¿Es que todavía hay alguien que lo ignore? ¿Y por qué motivo debemos considerarlo menos valiente por eso? Una palabra amable en boca de nuestra emperatriz no es escudo lo bastante seguro contra ciertos peligros.
—Tal vez no una mera palabra —dijo Fineas—, pero sí la seguridad de que la primera dama del reino, la mujer sin la cual el emperador es incapaz de vivir, llegaría a poner todo su empeño, incluso a arriesgar su vida, por protegerlo a él, a su héroe, de cualquier peligro.
Dorión palideció.
—No os tengo por un charlatán, querido Fineas —dijo—, que repita los cotilleos del Palatino sin comprobar su veracidad. Supongo que, si propagáis infundios tan peligrosos, tendréis razones y pruebas de lo que decís.
—No los propago —la corrigió con suavidad—, únicamente os lo cuento a vos, mi ama Dorión. ¿Razones y pruebas?
Sonrió preparándose para un largo discurso.
—Ya sabéis, ama Dorión, que no estoy de acuerdo con muchas de las afirmaciones y actos de nuestro amo y dios Domiciano. Más bien, jamás os he ocultado nada, paso por ser un enemigo del Estado en el sentido que da Norban al término, pues exijo más autonomía para Grecia de la que disfrutamos, por lo que pongo en peligro la continuidad del Reino, y vos y Annius Bassus no deberíais en realidad admitirme en vuestra casa, y es prácticamente seguro que acabaré mal. Es un milagro que el emperador aún no haya ordenado mi ejecución o no haya decidido exiliarme allende vuestras fronteras como ya hiciera con mi gran amigo Dío de Prusa.
—Ahora sí os mostráis excesivamente locuaz —dijo Dorión impaciente— y os desviáis del tema.
—Sí, lo soy —le replicó Fineas sin ofenderse— todos los griegos lo somos, nos deleitamos con la palabra bien dicha. Pero no me estoy desviando de nuestro asunto. Como muchos senadores insatisfechos conocen mi talante y saben que soy enemigo de este régimen se expresan sin ambages ante mí y no me excluyen al exponer sus críticas al Palatino. Sé, por tanto, que el senador Próculo manifestó a sus íntimos que en tres ocasiones se le había brindado la oportunidad de observar al judío Josefo conversando con la emperatriz, creyéndose ambos a solas. Se percató de ciertas miradas, medias palabras, pequeños gestos, nada más. Y, sin embargo, estaba persuadido, y con una seguridad tan irrebatible como si hubiera asistido a su tálamo, de que algo más que la admiración por un escritor con talento ata a la emperatriz Lucía a ese hombre. Al senador Próculo se le pueden reprochar muchas cosas, es un republicano pertinaz y un romano impenitente, pero hay que concederle una cualidad: tiene ese don psicológico práctico tan característico de los romanos. Eso es todo lo que tenía que deciros, ama Dorión, y ahora afirmad otra vez que me he desviado del tema.
Dorión estaba lívida. Jamás había sentido celos de Mara ni de las numerosas mujeres que cortejó Josef. Pero si era cierto que tenía relaciones con Lucía, como afirmaba haber percibido ese senador Próculo, aquello la trastornaba en lo más íntimo. Su vitalidad siempre había sido artificial, se había visto obligada a extraerla de los más remotos rincones de su ser. Ahora había agotado la parte que le correspondía y se había convertido en una mujer vieja, pero como Annius seguía viendo en ella a la Dorión de antes no quiso desengañarlo; también Josef, al pensar en ella, recordaría sin duda a la Dorión de antaño. Pero Lucía encarnaba todo aquello que Dorión habría querido ser: la vida que bulle, salvaje. A pesar de las diferencias entre ambas, Lucía representa a una Dorión más perfecta, más joven, mejor. Y Lucía es más bella, Lucía es más vital, Lucía es la emperatriz. Si es cierto lo que ha creído ver el senador Próculo, Lucía conseguirá borrar del corazón de Josef el último rastro de Dorión. Entonces no quedará nada de ella en Josef.
Pero no es posible. No son más que chismes de un senador insatisfecho, de un republicano impenitente al que el odio hace ver visiones, a lo que se suma el odio del propio Fineas.
Y, aunque así fuera, ¿qué pasaría? ¿Acaso todavía ama a Josef?
Naturalmente que lo ama. Siempre lo ha amado. Fue una estúpida al separarse de él. Ahora tiene a Annius en lugar de a Josef. Y Josef, el sabio, el afortunado, la ha cambiado por Lucía. Y ni siquiera lo deseó. Sólo la amaba a ella, pero ella lo obligó a buscarse una sustituta, ella arrojó a Josef en brazos de Lucía.
Pues no. No lo tolerará. Las cosas no pueden quedarse así. No tiene ninguna intención de permanecer al margen, como espectadora. Le arruinará ese bocado.
—¿Y Domiciano? —le pregunta sin más.
Fineas la mira de frente y reconoce en sus ojos un destello perverso, astuto, odioso, familiar. Eso es lo que quería ver. Ha preparado el terreno con maña guiándola precisamente hasta ese punto; el plan debe surgir de ella. Como antaño la Universidad de Yabne, ahora ha encontrado de nuevo el talón de Aquiles de su enemigo; cierto, el asunto requiere habilidad, pero el punto es débil, vulnerable, y grandes las expectativas de poder acertar y derribar por fin al odiado Josefo.
—Sí, Domiciano —replicó, por tanto—, ésa es la cuestión: ¿qué piensa Domiciano de todo ello?
Dorión repuso entonces con la misma lentitud, con su voz fina, sinuosa:
—Es muy desconfiado. A menudo sospecha más de lo que hay. ¿Cómo no habría de descubrir lo que es cierto?
Fineas le respondió:
—¿Quién conoce los pensamientos del emperador? Es aún más inescrutable que el judío Josefo.
—De cualquier modo es curioso —Dorión siguió dándole vueltas— que no arremetiese contra Josef tras aquel famoso recital. Quizá tenga algo que ver. Quizá sea verdad que DDD sabe algo y no quiere admitirlo.
Fineas sugirió entonces:
—Quizás haya un modo de obligar al emperador a admitir que su mujer mantiene una amistad de todo punto perniciosa con el judío Josefo.
Dorión, a su vez, le replicó con el mismo fulgor levemente perverso en sus ojos color mar:
—Sea como fuere, os doy las gracias, querido Fineas. Vuestro prolijo informe no estaba tan alejado del tema como creí en un principio.
A partir de ese momento se intensificaron los comentarios que circulaban en Roma sobre la relación que mantenía la emperatriz con el judío, y no hubo rincón donde no se escucharan.
Norban no había olvidado la ira del emperador al contarle el chiste que se había permitido Aelio a su costa, y consultó con Mesalino si debían informar del rumor a DDD.
—Lucía está ahora en Bajae —sopesó Mesalino—, el judío Josefo ha pasado varias semanas allí. No veo ningún motivo para ocultárselo a DDD.
—DDD se extrañará de que se le informe de tal cosa. No tiene nada de particular y es del todo intrascendente que el judío quiera estar cerca de su hijo, en Bajae. A DDD le parecerá grotesco que un hecho tan nimio dé pie a semejantes sospechas.
—Y lo es —admitió el ciego con su dulce voz—. Y, sin embargo, no estaría de más informar a DDD de que la emperatriz muestra un interés por el judío y su hijo que irrita a muchos.
—Sería conveniente —replicó Norban—, pero es un asunto espinoso. ¿Podríais ocuparos vos, estimado Mesalino? Prestaríais un gran servicio al Imperio romano.
—DDD debe caer en la cuenta por sí mismo —afirmó entonces Mesalino—. Considero que entre vuestras funciones está que DDD caiga en la cuenta por sí mismo.
—Pero, aunque llegue a concebirlo, bastará con una carcajada de Lucía para hacer desaparecer tales sospechas, dejando tan sólo el encono que le inspiraría el hombre que le hubiera hecho reparar en ello.
—No es bueno —repuso Mesalino sentencioso— que el amo y dios Domiciano dependa de tal modo de una mujer. Tal vez sí deberíais atreveros, querido Norban, a hacerle reparar en el asunto. Es competencia vuestra, y con ello prestaríais un gran servicio al Estado.
A Norban esa entrevista le dio qué pensar. Era amigo del emperador, le era fiel, le tenía por el mejor romano, y odiaba a Lucía por muchos motivos. Sabía muy bien que pertenecía a una estirpe mejor que la suya, y el modo afable aunque indiferente con que lo trataba de cuando en cuando lo irritaba sobremanera. Habría preferido mil veces que lo odiase y que tratase de poner a DDD en su contra. También lo ofendía que ella, a quien el amo y dios Domiciano honraba con su amor, no supiera aparentemente apreciar ese amor en lo que valía. Creía sinceramente que su influjo perjudicaba al emperador y al Imperio. El mero trato con Josef era una afrenta para DDD, mermaba su popularidad y, por lo demás, no era impensable que Lucía se acostase con el judío.
Pero ¿qué podía hacer él, Norban, para impedirlo? A Mesalino le resultaba fácil decir: «¡Haced que el emperador repare en ello!». Pero ¿cómo? ¿Qué podía hacer Norban para que se decidiese a proceder contra el judío y contra la mujer?
Mientras se debatía con esos pensamientos encontró un día entre su correspondencia una misiva confidencial de Falco, gobernador de Judea, sobre la situación de la provincia. En su escrito el gobernador le informaba, entre otras cosas, de que habían encontrado en su archivo una lista en la que figuraban los llamados descendientes del rey David. Tiempo atrás se encomendó a sus antecesores la vigilancia de esas gentes, si bien en los últimos años el asunto parecía relegado, al olvido. Tras abrir una nueva investigación se descubrió que en Judea sólo quedaban con vida dos de esos descendientes del viejo rey: un tal Jacob y un tal Miguel. En los últimos tiempos se había vuelto a oír hablar de ellos, que por cierto no se hacían llamar judíos, sino cristianos, o mineos. Él mismo los mandó apresar y, al considerar conveniente alejarlos del país, los había embarcado rumbo a Italia para que pudiesen observarlos de cerca en el Palatino y decidir su destino. Los retoños de David, Jacob y Miguel, estaban, por tanto, de camino hacia Roma.
Mientras leía el escrito del gobernador Falco Norban recordó el delicado pabellón de verano del parque del Albano y, ante él, las solemnes figuras de los doctores de Yabne; y reparó en que también el judío Josef descendía de David, por lo que tanto él como su hijo Matías tenían ciertos derechos sobre el dominio del orbe. De pronto vio el Salmo del valor que Josef había tenido la insolencia de declamar ante el emperador bajo una luz distinta, mucho más peligrosa; también la amistad de Josef y de su hijo con Lucía adoptó de pronto otro cariz, más siniestro. Era una declaración de guerra dirigida contra el emperador y contra el Imperio. El rostro ancho y cuadrado de Norban se desfiguró dibujando una sonrisa que descubría sus grandes dientes amarillos, sanísimos. De pronto vio la forma de señalar a su amo el peligro que emanaba de las relaciones de Josef con Lucía sin arriesgar su propia vida. Al recordársele la superstición judía de los herederos de David y del Mesías el emperador sin duda dirigirá sus pensamientos en la misma dirección que él. Cuando mencione, o incluso le presente a ese Jacob y a ese Miguel, le recordará que Josefo y su hijo pertenecen a la misma estirpe, y el precavido y desconfiado DDD no podrá por menos que reflexionar detenidamente sobre el judío Josefo y su hijo, y la amistad que los une a Lucía.
Envió a un correo al Albano para preguntar si el amo y dios Domiciano tendría la deferencia de recibirlo en los próximos días.
El amo y dios Domiciano solía pasar ahora la mayor parte del tiempo solo en el Albano. Acababa de estallar la primavera, pero él era incapaz de disfrutar de ella. Dormitaba en sus invernaderos y observaba a sus animales salvajes, pero tenía tan poca conciencia de los frutos artificialmente madurados como de la pantera que lo miraba soñolienta desde un rincón de su jaula. Se forzaba a trabajar, pero se distraía. Mandaba llamar a sus consejeros y escuchaba sus informes sin gran entusiasmo, pero después dejó de oírlos. Hizo que le llevasen mujeres, y las dejaba partir sin tocarlas.
No ha olvidado la insolencia del judío Josefo, y no tiene la menor intención de dejar impune su crimen. Pero el castigo debe ser cuidadosamente meditado. Pues tal monstruosidad, declararle la guerra a él, a su mundo y a sus dioses, en público, no respondió a un impulso de su corazón, sino a la voluntad de su dios. Y que Lucía lo convenciera de asistir a aquella recitación del Salmo del valor no se debió a un capricho suyo, sino que también obedecía, sin que ella lo supiera, a un designio de su peor enemigo: el dios Yahvé. Es extraño, y lo atormenta más allá de su propio interés por Lucía, que Yahvé haya logrado poner a esa mujer de su parte arrebatándosela a Júpiter, a la que por nacimiento pertenece. Es un dios artero ese Yahvé, y Domiciano debe sopesar detenidamente cada uno de sus pasos.
Rechaza cualquier sospecha de que el vínculo que une a Lucía con el judío tenga algo que ver con el sexo. Si se tratase del placer carnal ambos ocultarían su relación. En lugar de eso el judío le ha declarado la guerra ante Roma entera y con la aquiescencia de la emperatriz, cegado, sin duda, por su dios.
Lo más sencillo sería, naturalmente, acabar con todos: con el judío Josefo y su retoño Matías, y, para terminar, con Lucía. Pero por desgracia Domiciano sabe muy bien que esos métodos tan directos no son tan eficaces como cabría pensar. Muchos se han dejado ya contagiar por el veneno de ese frenesí judío, y la muerte de un par de infectados no asustaría a los otros, sino que los haría ansiar aún más el veneno. Cuando la demencia atrae a la muerte ésta no resulta amarga, sino dulce.
¿Cómo erradicar la manía oriental? Cualquier medio le parece válido: argucias, amor, amenazas. Pero ¿por dónde empezar? No lo sabe.
Trata de concentrarse, entra en su capilla doméstica y se dirige en busca de consejo a su diosa, la diosa de la claridad, Minerva. La halaga, la amenaza, y vuelve a alabarla. Se ensimisma en su contemplación. Mira fijamente con sus grandes ojos miopes y saltones los grandes ojos redondos, de lechuza, de la diosa. Pero ella no se deja domeñar, no se aviene a hablarle; muda y oscura lo mira con sus fieros ojos. Él en cambio le ruega de nuevo, se esfuerza lo indecible, la conmina. Y finalmente logra su objetivo, le arranca la ansiada palabra, ella abre la boca y le dice:
—¡Oh, querido Domiciano, mi hermano, mi predilecto, mi protegido!, ¿por qué me obligas a decirte lo que no deseo? Mas Júpiter y los hados me lo han ordenado. De modo que atiende y ten valor. Debo abandonarte, no puedo seguir aconsejándote, mi efigie en tu capilla será a partir de hoy una cáscara vacía carente de vida. ¡Oh, cuán grande es mi pesar, Domiciano, amado mío! Pero debo alejarme de ti, no puedo seguir protegiéndote.
A Domiciano le tiemblan las piernas, se le corta el aliento; un sudor frío envuelve todo su cuerpo y tiene que apoyarse en la pared. Se dice que no ha escuchado la voz de su Minerva; que ha sido su enemigo, el dios Yahvé, quien ha hablado por boca de su efigie, con falsedad, para asustarlo. Todo ha sido un sueño, una de esas falsas visiones que a menudo se producen en la tierra de Yahvé y que conoce por los informes de su soldado Annius Bassus. Pero nada de eso le sirve de consuelo, no remite el pálido y frío temor que lo atenaza.
En aquel tiempo crecieron su misantropía y su suspicacia. Dio al gran chambelán y al prefecto de su escolta orden de que impidieran por cualquier medio que se le acercase nadie o entrase un arma en el palacio. Y encomendó a sus arquitectos forrar las salas y la recepción tanto del Palatino como de su palacio del Albano con metal pulido a fin de percatarse en todo momento, de pie o tumbado, de la presencia de cualquiera que osara acercarse a él.
Así transcurrían los días del emperador en el Albano cuando el ministro de policía solicitó audiencia. Se alegró de ver a Norban. Se alegró de poder salir de su mundo de ensueño y acercarse de nuevo a la realidad. Curioso y afable, incluso con cierta ternura, encaró el rostro fiel, brutal y socarrón de su servidor y se deleitó, como siempre, al ver el grueso y negrísimo cabello caer desordenado y formando bucles sobre la frente de su basta cara.
—Bueno, bueno —dijo animándolo a hablar y arrellanándose en su asiento—, y ahora cuéntame con todo detalle qué novedades hay en Roma.
Así lo hizo Norban, presentándole un prolijo informe de los últimos acontecimientos de la ciudad y el Imperio, y su voz firme y poderosa parecía realmente hecha para ahuyentar los malignos sueños del emperador y devolverlo a la realidad.
—¿Y qué se sabe de Bajae? —preguntó el emperador tras unos minutos. Norban se había propuesto hablar lo menos posible de Lucía, Josefo y Matías; el emperador debía sacar por sí mismo las conclusiones pertinentes.
—¿De Bajae? —repitió precavido sus palabras—. Por lo que sé, la emperatriz se encuentra a gusto allí. Hace mucho deporte, nada a pesar de la época, organiza carreras de remos en la bahía, ve a mucha gente, gentes de todo tipo, y también se dedica a la lectura.
Hizo una pequeña pausa, pero después no pudo reprimirse y añadió:
—Ha escuchado al judío Josefo recitar fragmentos de su nuevo libro, que, según mis colaboradores, es una ardiente apología de la superstición judía, aunque no rebasa los límites permitidos.
—Sí —replicó el emperador—, es un libro vehemente y muy nacionalista. Cuando mi judío Josefo se muestra así, tal como es, me resulta más amable que cuando proclama esa verdad romano-greco-judía, esa pseudoverdad. Por lo demás —meditó, como en su día hiciera el propio Norban—, no es sorprendente que mi judío Josefo se encuentre en Bajae, ya que la emperatriz ha tomado a su hijo a su servicio.
Y, al ver que Norban callaba, añadió:
—Según he oído, está muy satisfecha con el joven vástago de Josefo.
Norban tenía mucho que decir sobre Josefo y su hijo, pero se había propuesto no hacerlo y fue fiel a su determinación. Calló.
—¿Y qué más? —preguntó Domiciano.
—En realidad, no hay mucho más —respondió Norban—. En todo caso, sí, me gustaría proponerle al amo y dios Domiciano un breve y divertido pasatiempo. Tal vez Su Majestad recuerde que en una ocasión constatamos, con motivo de un regocijante encuentro con ciertos doctores judíos, que los judíos consideraban aspirantes al trono del orbe a los descendientes de un tal rey David. A raíz de aquello elaboramos una lista de aspirantes.
—Lo recuerdo —asintió el emperador.
—Pues bien, el gobernador Falco acaba de notificarme —continuó Norban— que ha encontrado a dos en su provincia, Judea. Últimamente han suscitado bastante revuelo, y Falco ha decidido enviarlos a Roma para que dispongamos de ellos. Deseo, por tanto, preguntar al amo y dios Domiciano si le agradaría ver con sus propios ojos a estos aspirantes al dominio del mundo. Se trata de un tal Jacob y de un tal Miguel.
Tal y como había previsto y deseaba Norban, la propuesta despertó en el alma de Domiciano mil y una ideas, determinaciones, deseos, temores, que permanecían latentes en él. Cierto, había olvidado que había quien tenía al temido y despreciado judío Josefo y a su hijo por descendientes de reyes, equiparándolos a él. Pero ahora, tras refrescar Norban el recuerdo de aquella extraña plática con los doctores y sus consecuencias, se le avivó la idea de que ese Josefo y su hijo aspiraban realmente a ocupar el trono y que, por tanto, debía considerarlos rivales. Por muy ridículas que fueran las pretensiones de esas gentes no dejaban de existir, y no eran por ello menos peligrosas, y estaba claro que esos retoños de David pensaban que era hora de reclamar lo suyo. Mientras escuchaba el informe de Norban se le ocurrió que era precisamente esa pretensión, su supuesta relación con los antiguos dioses orientales, lo que había atraído a la fantasiosa Lucía; así era como había logrado el judío que su grotesco vástago entrase a formar parte de su séquito. Y por eso también, apoyándose en sus derechos como heredero real, se había atrevido a arrojarle a la cara sus versos sobre el valor. Él, Domiciano, había tenido razón al suponer que tras ello estaba su gran enemigo, el dios Yahvé.
Pero estas reflexiones no le llevaron ni cinco segundos. El rostro del emperador se había sonrojado, como siempre que se excitaba o se turbaba, pero su actitud no dejó traslucir sus emociones.
—Una excelente idea —afirmó animado—. Bien —añadió—, tráeme a esa gente, querido Norban. ¡Y cuanto antes!
Una semana después condujeron a los descendientes de David Jacob y Miguel al Albano.
Un sargento de la guardia los guió hasta una lujosa sala. Allí permanecieron, robustos, toscos e indefensos, en ese suntuoso marco. Eran hombres de aspecto campesino, iban envueltos en largos y toscos ropajes galileos, y sus rostros serenos mostraban largas barbas; Miguel contaría unos cuarenta y ocho años, y Jacob cuarenta y cinco. Apenas hablaban, el entorno tan ajeno a ellos parecía sorprenderlos, aunque no asustarlos.
Entonces entró el emperador muy envarado seguido de Norban y otros señores, y también por un intérprete, pues aquellos hombres no hablaban más que arameo. Al verlo entrar farfullaron algo en su jerigonza. Domiciano preguntó qué habían dicho; el intérprete le explicó que se trataba de un saludo. Domiciano quiso saber si había sido un saludo respetuoso; el intérprete replicó titubeando que había sido un saludo como el que se usa entre iguales.
—Hm, hm —dijo el emperador. Dio un par de vueltas alrededor de ellos. Eran hombres corrientes, campesinos bastos de miembros y rasgos de labriegos; olían como tales, aunque sin duda los habían bañado antes de llevarlos a su presencia.
Con su aguda y estridente voz Domiciano les preguntó:
—¿De modo que sois de la estirpe de ese rey vuestro, David?
—Sí —replicó escuetamente Miguel, y Jacob añadió:
—Estamos emparentados con el Mesías, somos sus tataranietos. Tras escuchar esto de labios del intérprete Domiciano los miró perplejo con sus ojos miopes y saltones.
—¿Qué quieren decir estos hombres? —dijo dirigiéndose a Norban—. Si son parientes lejanos del Mesías es que piensan que hace tiempo que vino al mundo. ¡Preguntádselo! —le ordenó al intérprete.
—¿Qué quiere decir que sois tataranietos del Mesías? —preguntó éste. Miguel afirmó paciente:
—El Mesías se llamaba Josué ben José, y murió en la cruz para redimir a la humanidad. Era el Hijo del Hombre. Tenía un hermano llamado Judas. Nosotros descendemos de ese hermano.
—¿Los entendéis, señores? —consultó Domiciano dirigiéndose a los que lo rodeaban.
—A mí me parece todo un poco confuso. Preguntadles —ordenó— si ya ha llegado el reino del Mesías, por tanto.
—Está aquí y no lo está —afirmó Jacob—. Josué ben José de Nazaret murió en la cruz y resucitó, y allí empezó todo. Pero volverá de nuevo y entonces se mostrará en toda su gloria, juzgará a vivos y muertos, y dará a cada cual lo que merece.
—Interesante —opinó el emperador—, muy interesante. ¿Y cuándo será eso?
—Eso ocurrirá al final de los tiempos, en el Juicio Final —afirmó Miguel.
—No es que haya sido muy preciso —comentó el emperador—, pero me parece que el tipo quiere decir que aún habremos de esperar. ¿Y quién gobernará en ese reino del Mesías? —preguntó a continuación.
—El Mesías, naturalmente —repuso Jacob.
—¿Qué Mesías? —lo interpeló Domiciano—. ¿El muerto?
—El resucitado, desde luego —replicó Miguel.
—Tendrá que nombrar a sus gobernadores —dijo Domiciano—, a algún representante. ¿A quién llamará? Fundamentalmente a sus parientes, supongo. Decidme, ¿qué clase de gobierno será el suyo?
—No sabemos nada de gobernadores —explicó Jacob remiso, y Miguel insistió:
—No será un reino terrenal, sino celestial.
—Son unos soñadores —opinó el emperador—, es imposible razonar con ellos. ¿Y vosotros descendéis de la estirpe de David? —quiso cerciorarse.
—Sí, así es —replicó Jacob.
—¿Qué impuestos pagáis? —trató de saber el emperador.
—Tenemos una pequeña granja de treinta y nueve acres —le informó Jacob—. Vivimos de su explotación. La trabajamos con dos criados y una sirvienta. Mi recaudador de impuestos ha valorado la propiedad en nueve mil dinares.
Domiciano meditó:
—No es que sea mucho para los descendientes de un gran rey, para quien aspira a gobernar reinos y provincias. ¡Mostradme vuestras manos! —ordenó a continuación. Se las enseñaron; Domiciano las estudió cuidadosamente: eran manos duras de campesino llenas de sabañones—. Dadles bien de comer —determinó el emperador— y enviadlos a su país. Pero en una nave corriente, no los miméis demasiado.
A Norban en cambio le confió cuando se marcharon:
—¡Qué pueblo éste de los judíos, que ve en semejantes tipos a sus pretendientes al trono! ¿No se te antojaron muy cómicos con ese orgullo y esa simpleza?
—Éstos eran cómicos —replicó Norban, recalcando «éstos». En ese momento Domiciano se sonrojó, y después palideció, sonrojándose de nuevo. Pues Norban tenía razón; éstos resultaban cómicos, mientras que otros descendientes de David, Josefo y su hijo, no lo eran en absoluto. Y en Domiciano renació el temor que le inspiraba el judío y su dios Yahvé.
Hasta ese momento la entrevista con los descendientes de David había surtido exactamente el efecto que esperaba Norban. Pero después los acontecimientos tomaron un cariz que el ministro no deseaba, pues el emperador, suspicaz como era, se dijo de pronto que era probable, incluso seguro, que Norban hubiera querido inspirarle esos pensamientos a sabiendas. Por eso sin duda había concedido tanta importancia a esos dos herederos de David, de cuya inocencia debía de estar tan persuadido como él después de verlos.
Domiciano sabía desde un principio lo peligroso que podía llegar a ser Josefo, y si lo que deseaba era avisarle de ese peligro su fiel siervo no había hecho sino cumplir con su deber, y con un tacto que él jamás le habría atribuido. A pesar de todo, le resultaba difícil digerir que ese Norban fuese capaz de adivinar sus pensamientos con tal precisión; lindaba con la traición que un súbdito osase dictarle al dios Domiciano su línea de pensamiento. Ha permitido que se le acercase demasiado. Ahora hay alguien en el mundo que lo conoce demasiado bien. Son éstos los sentimientos que lo agitan; no llegan a ideas, pues en su turbación aún no les ha dado forma, pero no puede impedir contemplar la cabeza de su ministro de policía con desconfianza y con algo parecido al temor. Sin embargo, eso sólo dura una fracción de segundo, pues la cara que ve es fuerte, brutal, digna de confianza: la cara de un perro fiel, exactamente el rostro del ministro de policía que desea tener.
Norban le ha deparado un grato entretenimiento mostrándole a los retoños de David, le ha permitido descubrir algunas cosas. Le está agradecido por ello a su fiel ministro de policía, y se lo dice, pero lo despide con prisas, casi abruptamente.
Al quedarse solo reflexiona sobre todo ello. Lo que entorpece particularmente ese combate suyo con Yahvé es que no puede confiarse a nadie en ese asunto. Norban le es fiel, pero su alma no es lo bastante sutil como para abarcar algo tan complejo, tan abstruso, como la hostilidad de un dios invisible, intocable; y, por otra parte, el emperador no quiere permitirle adentrarse más en su alma. Marullo y Regino tal vez llegasen a entender el sentido de esa lucha. Pero, aunque lograse hacérselo ver, ¿de qué le valdría? Ambos son ya unos viejos perezosos, pacientes, liberales; no son luchadores como los que requiere ese combate sin cuartel. Annius Bassus podrá ser un buen luchador, pero desde luego es demasiado simple para enfrentarlo a un enemigo tan astuto e inaprehensible. Sólo le queda Mesalino. Es lo suficientemente inteligente como para comprender quién es el enemigo y dónde se esconde, posee la fuerza y el valor necesarios, y le es fiel. No obstante, Domiciano no puede olvidar la desagradable sensación que le deparó sentirse escrutado por Norban. Recurrirá a Mesalino, pero únicamente cuando no le basten sus propios medios.
Pero se bastará. Se sienta a la mesa y saca la tablilla. Reflexiona. Trata de concentrarse. No lo logra. Se disipa. Hinca, sí, el buril en la tablilla, pero no son palabras lo que compone sino que dibuja mecánicamente círculos, anillos. Y constata espantado que son los ojos de Minerva lo que ha dibujado, los grandes y redondos ojos de lechuza que ve ahora vacíos, faltos de luz y de consejo.
Y de pronto se le figura que el peligro que tantas veces lo amenazó, el homicidio tantas veces anunciado por sus enemigos, no es ninguna nimiedad, no es algo abstracto como suele ser la muerte para un hombre en la plenitud de la vida como él, algo que llegará más adelante, sino algo tangible, cercano. No es un cobarde. Pero el sentimiento de seguridad infinita que lo ha colmado hasta ahora sabiéndose amparado por su diosa, ese sentimiento, lo ha abandonado. La muerte, que siempre le pareciera tan lejana, se ha convertido de pronto en algo palpable que ha de ser meditado.
Si tuviera que reunirse con los dioses, si tuviera que desaparecer de esta tierra él, el cuerpo material del hombre Domiciano, ¿qué sería entonces de su idea, de esa idea de Roma que ha concebido, más certera y profunda que las de los que lo precedieron? ¿Quién ha de proteger esa idea y garantizar su pervivencia cuando él falte?
Tal y como él la entiende, esa idea de Roma está ligada al gobierno de los Flavios, pues en su fuero interno y en secreto todavía confía en que Lucía le procure descendencia. Pero seguir aferrándose a esa vaga esperanza, ahora que corre verdadero peligro, es una insensatez. ¡Debe desechar para siempre esa esperanza! Fue una lástima que lo amedrentasen los comentarios de sus lenguaraces enemigos, una lástima que no llegase a nacer el hijo que concibió con Julia. ¡Qué hermoso sería poder designar heredero a un hijo propio!
Pero no puede ser. La dinastía Flavia depende ahora de los dos muchachos, de los gemelos Constancio y Petronio. Al menos ellos son enteramente Flavios, tanto por parte de padre como de madre, y ha hecho bien en eliminar toda influencia que pudiese corromperlos enviando a Clemente a la muerte y a Domitila a la isla Balear. Ahora sus cachorrillos crecen bajo la férula de su muy romano Quintiliano, lejos del dios Yahvé.
Aunque no por completo. Pues Lucía se ha hecho cargo de los muchachos durante los meses estivales llevándoselos a Bajae, pues no deseaba que los gemelos, traumatizados por el destino de sus padres, permaneciesen por más tiempo en la casa, ahora yerma, del padre muerto y la madre exiliada, y él lo ha permitido. ¿Cómo ha podido hacerlo? Que haya accedido a que Lucía se haga cargo de los hijos del fallecido Clemente es, sin duda, otra argucia más de ese Yahvé. Es posible que sea de nuevo Josef, el enviado de Yahvé, el responsable de ello. Es inconcebible que él, Domiciano, no se percatara de inmediato. A fin de cuentas, ha actuado como haría cualquier primo, cualquier pariente; no ha querido ser demasiado duro con ellos pues le importaba, y aún le importa, ganarse sus simpatías. Pero, para ser sincero, ante todo no quiso negarse a los deseos de Lucía.
Pero debe acabar con ello. Y sabe cómo hacerlo. Por fin llevará a la práctica su viejo proyecto de adoptar a los gemelos. Los acogerá en su séquito para sustraerlos a las perniciosas emanaciones de Josefo y su Matías. Entonces habrá hecho lo que estaba en su mano para preservar la idea de Roma cuando, habiendo perdido la protección de Minerva, haya de dejar esta tierra.
Su cara entera se distiende, sonríe. Se le ha ocurrido algo que lo llena de gozo. Si adopta a los chicos tendrá motivo suficiente para llamar a su presencia a Lucía. Y cuando la tenga frente a él se aclararán muchas cosas. A pesar de todo, aunque esté ofuscada, siempre se ha mostrado comprensiva con sus ideas, pues es romana. Él, el romano, le hablará a la romana; siente en sí la fuerza que necesita para recuperar a Lucía.
Sonríe. Aunque Minerva no lo proteja, no está perdido. Hasta lo malo tiene su lado bueno. Si no hubiera intuido de nuevo la sombra acechante de Yahvé, habría continuado posponiendo la adopción. Pero ahora matará dos pájaros de un tiro. No sólo garantizará la pervivencia de la idea de Roma ofreciéndoles cobijo y protección, sino que probablemente le arrebatará a ese Yahvé a su nueva aliada Lucía. Lucía es romana hasta la médula; Lucía lo ama, de eso no cabe duda, aunque a su manera tozuda y arrogante. El dios Yahvé la ha trastornado. Pero él, el dios Domiciano, logrará disipar las pérfidas emanaciones con que ha logrado ofuscarla el dios oriental de modo que pueda alcanzar la claridad, como él.
Rápidamente se puso manos a la obra y dispuso todos los preparativos de la adopción. Ese mismo día escribió una larga carta. No la dictó, la escribió él mismo esforzándose por imprimirle un tono cordial y muy personal. Para garantizar la dinastía, decía, y en vista de que no era razonable esperar descendencia de ella, consideraba su deber adoptar a los vástagos de Flavio Clemente, a quien por desgracia se había visto obligado a condenar. Apreciaba a los gemelos, y había oído con regocijo que también a ella le agradaban. De modo que confiaba en que aprobase su decisión. Había pospuesto el asunto demasiado, por lo que ahora lo aceleraría. Ese mismo día ordenaría a Quintiliano que se dirigiese al Albano con los muchachos. Lo adecuado sería investirles la toga inmediatamente después de la adopción, a pesar de su tierna edad. Los romanos debían saber que ofrecía nuevos brotes a la dinastía. Sería para él una gran alegría que se decidiese a realzar con su presencia la importancia del acto.
Al llegar a la villa de Lucía en Bajae acompañados por su preceptor Quintiliano los gemelos habían dado muestras de un gran desasosiego. La muerte del padre y el exilio de la madre habían dibujado una expresión hosca en sus rostros, abiertos por naturaleza; Quintiliano había hecho acopio de toda su prudencia para guiarlos durante ese tiempo sin que padecieran graves trastornos psíquicos. Después, junto a Lucía, fueron relajándose poco a poco y perdiendo su timidez. Antes de partir hacia la isla Balear Domitila le había hecho prometer a Lucía que se haría cargo de sus hijos e intentaría reducir la influencia latina de Quintiliano. Lucía trataba a los chicos como si fueran adultos, con cuidado, pero sin mostrarles abiertamente su compasión. Poco a poco perdieron el temor y recuperaron la confianza y el aire juvenil que siempre habían tenido.
Gran parte del mérito era de Matías. Entre él y los dos príncipes no tardó en surgir una buena amistad. Los gemelos eran agradables, y el brillo varonil que irradiaba Matías los seducía aún más que a los otros; reconocían sin envidia alguna su superioridad. A pesar de los siniestros acontecimientos que habían presenciado podían mostrarse confiados con él, distraerse como antaño y olvidar las intrigas y las luchas que los rodeaban. Con infantil orgullo practicaban toda clase de deportes, se peleaban y bromeaban.
No les importaba que hubiera quien se burlase de su amigo Matías por su origen judío. Gracias a sus padres estaban familiarizados con la mentalidad minea e inmunizados contra las insinuaciones antijudías. Como su padre había muerto por sus tendencias judaizantes consideraban su deber defender a Matías, por quien sentían un gran afecto.
A Matías no sólo le agradaban sus compañeros de juegos, sino que el aprecio de los dos príncipes, los parientes más cercanos del emperador, halagaba su amor propio. En una ocasión escuchó cómo un esclavo egipcio recién llegado le replicó a Cecilia al acudir ésta en su busca: «Los tres príncipes se han ido de pesca». Sintió como si le brotaran alas de puro orgullo.
A Quintiliano lo irritaba esa amistad. Desde el principio tuvo reparos en traer a los príncipes a Bajae, al círculo de influencia de la emperatriz. No podía negar que Lucía era eminentemente romana, y, sin embargo, le molestaba la mayor parte de las cosas que hacía, leía o decía, y le resultaba desagradable saberla tan cerca de sus pupilos. Y, encima, habían trabado amistad con el joven judío. Quintiliano, siempre ecuánime, admitía que no había nada en sus modales que chocase con los principios romanos, por lo que decidió no protestar ante el emperador por las relaciones de los gemelos con el hijo de Josefo, limitándose a ciertas insinuaciones que, sin llegar a ofender a Matías, no podían ser ignoradas por sus pupilos.
De modo que, él por una parte, y Lucía y Matías por otra, libraban un enconado combate por las almas de los gemelos. Se trataba de un combate sordo, subterráneo. Pero en una ocasión sus divergencias se mostraron abiertamente y ante los ojos de todos.
Matías había contagiado a sus amigos su infantil entusiasmo por el criadero de pavos reales instalado en la villa de Lucía. Los tres lo visitaban a diario, habían llegado a conocer bien a cada una de las aves y se divertían llevando a algún que otro animal a la escalera del edificio principal, deleitándose con la visión de las aves con la cola desplegada, como si abanicasen el soleado palacio, dispuestas ante la hermosa y amplia escalinata.
Ocurrió que un día en que el senador Ostorio, un famoso gastrónomo, se encontraba de visita en casa de Lucía, se sirvió una pasta hecha de carne de pavo. En ausencia de la dueña de la casa y de los muchachos el mayordomo y el cocinero habían obligado al infeliz cuidador a entregarles seis ejemplares de los valiosos y amados animales. Los chicos estaban fuera de sí. Quintiliano trató de aplacar su furia y hacerlos entrar en razón. Un placer del paladar, sopesó, no debía irle a la zaga a un placer de la vista, y el ruidoso duelo por el sacrificio de las aves que ponían de manifiesto Matías y los muchachos le parecía indigno de un romano, indicio de un sentimentalismo oriental. Los muchachos callaron, pero comentaron después el asunto en presencia de Lucía y Josef. Josef opinó que le parecía extraño que los romanos fuesen capaces de ingerir la carne de un pavo, ave dedicada a la diosa Juno. Quintiliano le explicó que no era muy realista tomar el significado de una cosa, su idea, por la cosa misma. Era como considerar sagrado el papel de un libro sólo porque en él se hubieran consignado grandes cosas. Semejante equiparación era totalmente ajena al espíritu práctico de un romano. Quintiliano, el gran orador y extraordinario estilista, se mostró más hábil en el debate que Josef, ante todo porque a éste le estaba vedado expresarse en su lengua materna y debía pergeñar sus argumentos en otra, adquirida tardíamente.
Tras este altercado Quintiliano meditó seriamente si, a fin de cuentas, no era su obligación rogar al emperador que apartase a sus pupilos del ámbito de influencia del joven judío. Fue entonces cuando, para su alivio, recibió un escrito del emperador en el que le indicaba que debía dirigirse al Palatino con los muchachos a fin de preparar su adopción.
También a Lucía le deparó más alegría que irritación la determinación del emperador de adoptar a los gemelos. Le disgustó pensar que los muchachos vivirían a partir de entonces en la fría atmósfera del Palatino en compañía del retorcido y riguroso Domiciano, pero le alegró sobremanera que DDD se hubiera decidido a llevar a cabo la adopción, encumbrando a los muchachos.
Por otra parte, cuando residan en el Palatino no lograrán mantenerlos totalmente alejados de ella y de Matías, y ella hará lo posible para proteger a los chicos de la rigidez latina de Quintiliano. Y, además, posiblemente contará con una buena ayudante. Pues, si DDD nombra sucesores a los hijos de Domitila, tal vez esté dispuesto a hacer regresar de su exilio a la madre. Lucía no le tenía mucho aprecio; al contrario, el frío apasionamiento, la obstinación de Domitila le resultaban desagradables. Pero Lucía carecía de ese prurito formalista propio de la Roma flavia. No estaba dispuesta a que se recortase la libertad de opinión, y le indignaba la violencia infligida a Domitila. Pues, ¿qué había hecho, en realidad, Domitila? Se había interesado por la filosofía de los cristianos, eso era todo. De forma que la habían desterrado por un capricho del emperador. DDD debe llamarla, tiene que hacerlo; ella, Lucía, lo convencerá para que lo haga.
Sentía la fuerza necesaria para lograrlo. Era un ser sincero y le costaba mucho fingir. No era capaz de conseguir nada de DDD cuando éste la asqueaba. Pero cuando se sentía atraída por Varriguita podía demostrárselo sin ambages, y entonces llegaba a dominarlo por completo. En los últimos tiempos se había cerrado ante él. Su largo silencio había hecho germinar en ella el temor de que, a su modo lento y taimado, preparaba un golpe certero contra Josef y contra Matías. Su carta la tranquilizó. En realidad, siempre se había sentido atraída por su salvaje rigidez, su infinita arrogancia, su enorme, retorcida y desmesurada tenacidad. También era consciente de que, en realidad, sólo la amaba a ella. Y, así, su carta la confortó y se alegró de poder verlo.
Puso todo su empeño en preparar el viaje al Albano. Con un deleite más que discutible se imaginó la conversación con Varriguita. Seguro que obtendrá de él lo que se ha propuesto. Conseguirá que los gemelos tengan acceso a ella y a Matías, y logrará que haga regresar a Domitila de su isla.
Los tres primeros días de su reencuentro con DDD en el Albano transcurrieron en medio de pomposas ceremonias en torno a la adopción. Se trataba ante todo de ritos religiosos, y no era difícil ver la emoción que embargaba a Domiciano ante su vista. La familia era para él lo más sagrado; el altar de sus dioses familiares, el hogar de la llama eterna que mantenía en su atrio no eran símbolos vacuos, sino algo vivo; y que le fuera dado añadir a los dioses de su familia miembros jóvenes que también serían venerados en el futuro le hacía sentirse pletórico, pues los dioses se mantienen vivos sólo a través de quienes los veneran. Y él mismo, que un día pasaría a ser otra de las divinidades de la casa, aseguraba su propia pervivencia adorando su altar doméstico. Por ello esa fiesta era vital para él, gracias a ella entraba de nuevo en contacto con sus divinos padres. Las palabras de la antiquísima fórmula sagrada revestían un profundo sentido, y no consideraba un acto jurídico fútil, sino algo muy serio, tomar a los muchachos bajo su protección y otorgarles sus nuevos nombres: Vespasiano y Domiciano. Con ello transformaba a ambos jóvenes alterando su esencia. A partir de ese momento tenían responsabilidades y deberes mutuos, los unía un férreo vínculo.
Supo desde el primer momento que Lucía había acudido a verlo de buen grado. Pero era lo bastante fatuo como para retrasar el momento de ocuparse de ella y aclarar sus relaciones. Durante los días en que celebraron la adopción su mente y su corazón estuvieron ocupados con acciones serias, significativas, simbólicas, que no le dejaban tiempo para nada más. Fueron días felices, solemnes. Se complacía en sus nuevos hijos, los cachorrillos; lo único que le molestaba era verlos tan unidos al más joven ayudante de la emperatriz, a Flavio Matías.
Después, tras concluir las festividades oficiales y marcharse los numerosos invitados, Domiciano organizó una comida familiar. Aparte de los gemelos y su preceptor únicamente asistieron Lucía y Matías.
El emperador consideró que lo más oportuno sería, por supuesto, cortar de inmediato y para siempre el vínculo que unía a sus nuevos hijos con el joven judío. Por qué razón no lo había hecho antes, por qué había llegado incluso a admitir a Matías en ese estrecho círculo, era algo que desconocía. Se dijo que lo hacía para averiguar de una vez por todas las intenciones del hijo de Josefo, pues no había podido evitar reconocer al instante que el muchacho tenía un gran atractivo, que de él emanaba una especie de magia, y que, por tanto, no le resultaría fácil borrar su imagen del corazón de los gemelos. Para lograrlo debía analizar antes a ese joven. Y también invitó a Matías —aunque no quisiera admitirlo— por no disgustar a Lucía y a los muchachos. Pero ante todo fue una argucia. Deseaba que Matías y el dios que lo avalaba, Yahvé, se sintieran seguros; pues una cosa estaba clara, que era otro truco del dios Yahvé hacer que un ser como aquél, dotado de tantos atractivos, se hubiera cruzado en el camino de los muchachos que él, Sumo Pontífice de Roma, había designado como futuros dirigentes del Imperio.
Durante aquella comida con Domiciano Matías se sintió pletórico. Recordó las palabras que tantas veces oyera de labios de su madre cuando alababa a Josef: había compartido mesa con tres emperadores. Ahora era él, Matías, quien compartía la mesa con el emperador; él, a quien Cecilia había anunciado que terminaría de buhonero en la margen derecha del Tíber.
La felicidad que lo embargaba lo hacía brillar más que nunca. Su sola presencia, su rostro vivaz y sus movimientos resultaban encantadores; su voz, joven y sin embargo viril, seducía a todos nada más abrir la boca. El emperador conversó más con él que con nadie. Pero mientras hablaba con el joven protegido de su Lucía el emperador tenía pensamientos y sentimientos de muy diversa índole. El encanto natural del muchacho lo complacía, experimentaba el mismo deleite que cuando observaba las torpes poses de las fieras salvajes en sus jaulas. Como era un buen observador no se le escapó el afecto que sentía por Lucía, y la idea de que era él quien iba a compartir el lecho con ella y no el joven y adorable protegido de Yahvé le proporcionó un sentimiento de triunfo, sin duda ridículo, pero no por ello menos fuerte.
Quintiliano hizo lo posible por exhibir ante el emperador la formación latina que brindaba a sus pupilos. Los jóvenes príncipes hicieron un correcto papel sin demostrar ningún talento especial. Tampoco Matías brillaba por ninguna cualidad particular, pero cuando tenía algo que decir lo expresaba de un modo agradable y modesto, y demostró que también él había sido educado al modo romano.
—Inteligente vástago de un padre inteligente —admitió Domiciano. Los gemelos tampoco ocultaron que lo tenían por un ser superior y especialmente dotado, y eso irritó al emperador. De modo que sus temores eran fundados: el dios extranjero, Yahvé, se servía de ese Matías para introducirse cual gusano en las almas de los jóvenes.
Después, concluida al fin la comida, Lucía se quedó a solas con el emperador. Se dirigieron a su despacho, que había ordenado forrar con metal reflectante. Era la primera vez que ella lo veía.
—¿Qué horribles espejos has mandado instalar aquí? —le preguntó.
—Es —replicó él— para poder mirar también a mis espaldas. Tengo muchos enemigos.
Calló unos minutos y después prosiguió:
—Pero he tomado precauciones. Si algo llegara a ocurrirme, tenemos al menos a los cachorrillos. Estoy contento de haberlos adoptado. Fue un arduo trago renunciar a la esperanza de que me dieras hijos. Pero me siento más ligero desde que sé que la llama de mi hogar no se extinguirá.
—Tienes razón —dijo Lucía comprensiva—. Pero —le espetó sin más dilación— no dejo de pensar en Domitila. Esa mujer delgaducha, pretenciosa…, no me gusta, pero a fin de cuentas es quien los ha parido. No me gusta que siga en esa desolada isla de las Baleares mientras tú educas a sus hijos para que gobiernen Roma.
Los recelos de Domiciano renacieron al instante. Ajá, quiere tener una aliada para ganarse definitivamente a los gemelos. Tuvo ganas de replicarle con acritud, pero le gustaba demasiado y se dominó.
—Querida Lucía, trataré de exponerte los motivos por los cuales debo mantener alejada a Domitila. No tengo nada contra ella. Clemente y Sabino me resultaban odiosos; su indolencia, su dejadez, su actitud entera me parecían poco romanas, repulsivas. El caso de Domitila es otro. Es una mujer, nadie puede exigirle que sirva al Estado, y hay cierta dureza, cierta fuerza en ella que me agrada. Pero resulta que en su retorcida cabeza ha prendido esa superstición de los mineos. En principio me importa muy poco lo que crea o deje de creer Flavia Domitila, y podría pasarlo por alto. Pero se trata de los chicos. Estos muchachos deben ser educados por el preceptor que les he asignado, y por nadie más. No quiero que Domitila se les acerque. No quiero que las duras y preclaras doctrinas que les enseña mi Quintiliano se vean turbadas y se reblandezcan con esa grotesca, supersticiosa y afeminada cháchara sobre el dios crucificado. La doctrina entera que desgraciadamente profesa Domitila, su rechazo del mundo, su alejamiento de la realidad, su indolencia frente al Estado, todo eso, resulta peligroso para unas criaturas tan tiernas.
Lucía decidió retomar la lucha y pasar al ataque. Mirándolo de frente con su rostro claro y osado le preguntó:
—¿Acaso también te parece peligroso que se relacionen conmigo?
El emperador titubeó. Habría debido decirle que sí, era su deber ante Júpiter y ante Roma. Pero la cercanía del rostro de la mujer amada lo confundió, y flaqueó. Trató de rehuir su rostro y apartó la vista, pero volvió a encontrárselo por todas partes, reflejado en el metal en torno a ellos. Al observar su vacilación Lucía prosiguió:
—Si me permites que sea franca, tu Quintiliano me parece bastante insulso. Considero muy conveniente que los chicos aspiren otros vientos más frescos.
Domiciano había preparado su respuesta:
—Como es natural —le respondió galante—, no tengo nada que objetar a que mis cachorrillos se regocijen también con tu cercanía. Pero de ningún modo deseo que tu Matías les contagie sus convicciones, ni, desde luego, que el judío Josefo les vaya con su cantinela sobre lo pernicioso que resulta degustar paté de pavo.
A Lucía la irritó que el orgulloso romano Quintiliano no tuviera la dignidad de callarse, sino que acudiera de inmediato a contarle lo ocurrido con Matías y su padre cual vulgar confidente de Norban. Pero tomó las palabras de DDD como una declaración de que al menos a ella no le prohibiría tratar a los chicos.
—Eres muy amable —admitió— al no dictaminar a quién debo ver y a quién no.
No insistió en ese espinoso asunto y se acercó a él, le acarició el ralo cabello y le dijo:
—Debo confesarte una cosa, Varriguita. No te has echado a perder en este tiempo; al contrario, me pareces más atractivo de lo que recordaba.
Domiciano ansiaba el contacto con ella; tuvo que dominarse para que su respiración no se acelerase. Quiere halagarme, dorarme la píldora; debo ser fuerte, no me rendiré.
—Te doy las gracias —le replicó un tanto envarado.
En ese momento Lucía decidió ir al grano y se apartó de él. Pensó en voz alta:
—¿No hay ningún otro medio para mantenerlos alejados de esa doctrina que desterrando a su madre? ¿No piensas que adoptando una medida tan drástica no haces sino dirigir la atención de los chicos a la culpa de la madre y, por tanto, a lo que deseas alejar de ellos? Por lo demás, mucho extrañará a la ciudad y al Imperio que encumbres de ese modo a los gemelos mientras mantienes a la madre en su isla. ¿No mermará esto la popularidad de tus cachorrillos? ¿No encrespará el alma de los muchachos que deseas tan recta?
—Jamás habría sospechado —le espetó malicioso el emperador— que Domitila tuviera en ti a una amiga tan entregada.
—¡Domitila me importa una higa! —repitió Lucía fuera de sí. Pero no tardó en dominarse, y adoptó otro tono y otros modos—. Si te aconsejo que indultes a Domitila —dijo— es sólo por tu bien, Varriguita. También en mi caso —bromeó— te hiciste de rogar antes de permitirme que regresase de mi exilio. ¿Lo has lamentado? ¿No te estás perjudicando? —le rogó entonces—. Has adoptado a los chicos, y eso es fabuloso. Pero si no completas tu gesto indultando a Domitila arruinarás su efecto. Nadie sabe mejor que yo cuán a menudo y cuánto han tergiversado tus actos. Evita que ahora se malinterprete tu gesto en favor de los gemelos pensando en la madre. ¡Llama a Domitila!
Domiciano no quiso replicarla. La miró de arriba abajo con sus ojos miopes y le dijo:
—Estás muy bella cuando te esfuerzas por lograr algo.
Pero Lucía le cortó.
—¿No entiendes —le dijo con voz apremiante, acariciadora— que me esfuerzo sólo por ti?
De nuevo se le había acercado y, rodeándole los hombros con el brazo, le rogó:
—¿Vas a llamar a Domitila?
—Lo pensaré —se escabulló Domiciano—. Te prometo que lo meditaré con Quintiliano.
—¿Con ese pusilánime? —repuso Lucía despachando así, de un golpe, al gran estilista—. ¡Medítalo conmigo! —lo atosigó—. ¡Pero no aquí! No hay quien piense entre estos horribles espejos tuyos. ¡Ven a mis aposentos! ¡Dormirás conmigo y lo meditaremos!
Y dicho esto se alejó sin darle tiempo a responder.
Decidió hacerla esperar. No, no acudirá. Quiere hacerle pagar caro una noche con ella. No, querida, ¡faltaría más! Silba para sí un cuplé de moda. «Hasta un calvo puede hacerse con una beldad / si tiene con qué pagar». Norban había pensado en prohibir el cuplé, pero él no lo permitió. No, no irá a verla.
Media hora más tarde estaba con ella.
Pero ni siquiera en la cama fue capaz de sonsacarle más que una vaga promesa. Si Domitila renunciaba a inmiscuirse en la educación de los chicos, entonces, le aseguró, la indultaría.
Por lo demás, aquella noche Lucía tuvo la sensación de estar engañando a Josef, a pesar de que, o precisamente, porque no se permitía acostarse con él. Era la primera vez en su vida que experimentaba tal sensación. ¿Sería por influencia de Josef? Así que ése era el «pecado» del que tanto había oído hablar. Casi se alegró de haber conocido también esas cosas: conciencia, pecado…
Tras el regreso de Lucía a Bajae el emperador se encerró en su despacho para meditar qué había logrado y en qué había claudicado.
Ahora tiene bajo su férula a esos hijos que prolongarán la familia y harán perdurar su noción de romanidad. Y, sin embargo, no los ha puesto a salvo del veneno de Yahvé. No debió prometer eso a Lucía, indultar a Domitila. Al menos tuvo la presencia de ánimo para aplazar la decisión. Cumplirá su promesa: él, el Sumo Pontífice, protector de los juramentos, ha de cumplir su palabra. Pero antes la pondrá a prueba. Antes debe demostrar su paciencia, que no se inmiscuirá en la educación de sus cachorrillos. Y eso lleva tiempo.
Lucía ha exigido un pago y él le ha remunerado su abrazo; una debilidad y una vergüenza. «Hasta un calvo puede hacerse con una beldad / si tiene con qué pagar». Triste, silba la melodía. Y, a pesar de todo, Lucía lo ama, de eso no cabe duda. Cuando piensa en el ardor que le han procurado sus abrazos el resto de las mujeres se le antojan putas sin talento. Lucía en cambio está viva, es un ser apasionado; es la mujer que le corresponde a él, el Dios, y lo ama.
Pero aun siendo romana de cabo a rabo no ha logrado permanecer incólume. Algo del veneno de ese Yahvé ha penetrado en ella. A pesar de que se ríe de gran parte de lo que intentan inculcarle ese judío Josef y su hijo no ha sido capaz de pararles los pies. Yahvé, ese dios taimado, artero y vengativo, ha elegido a los mejores enviados. ¡Ese chico, Matías! Le parece estar viéndole, los ojos ardientes y, sin embargo, alegres, cándidos; escucha su voz joven y profunda. De estar en el lugar de los muchachos no habría podido sustraerse al encanto de ese Matías. Y mucho menos podrán hacerlo ellos. Desde que viven con él no le han hablado jamás de Matías. Pero Domiciano es desconfiado: sin duda Lucía les ha advertido que es mejor no mencionar por ahora su nombre. Seguramente cuenta con poder restablecer los vínculos entre los cachorrillos y su joven judío una vez que los tenga cerca.
Lucía le tiene apego a ese ayudante Flavio Matías. Su inclinación nada tiene que ver con una pasión ilícita. El emperador los ha estudiado atentamente. Es simplemente el brillo del joven lo que atrae a Lucía; siente por él la ternura de una madre, de una hermana mayor.
¿Qué hay, en cambio, entre ella y Josef? ¡Tonterías! Josef es un hombre experimentado, ya curtido, casi un anciano. Sería ridículo, insensato, inimaginable, que Lucía, la emperatriz romana, cambiase los brazos de un Domiciano por los de ese judío. Nada hay entre Lucía y Josef sino la amistad algo sentimental y esnob entre una dama instruida y un escritor famoso.
Allí hay continencia, continencia de ella con él y viceversa. Él mismo, en cambio, no ha sabido resistirse; ha claudicado ante Lucía por lascivia, por concupiscencia. Su esposa, la emperatriz, la romana, la puta, le ha arrancado con argucias la promesa de llamar a Domitila. Ha cometido una falta contra sus nuevos hijos, ha incumplido su deber con Júpiter y los dioses de su casa.
Tendrá que repararlo. Debe acabar con el enemigo y sus crías; con Josef, que ha osado increparlo arrojándole a la cara sus versos sobre el valor, y con ese Matías, el retoño de David aspirante a su trono, el protegido del dios oriental.
Sin duda por haberlo invitado a su mesa esta tarea le resulta aún más ardua. Debe eliminar al muchacho, pero ¿cómo hacerlo sin atraer hacia sí la justa ira del dios oriental?
Poco después le solicitó audiencia Mesalino, el único ser que le quedaba; el único que aún le prestaría oídos y comprensión.
Era el primer día caluroso del verano. Soplaba el viento del sur y el aire era denso; ni siquiera habían logrado ahuyentar por completo el calor de la sala oscura, hábilmente refrigerada, en la que Domiciano recibió a Mesalino. Del jardín les llegaban mil y una fragancias y el chapoteo de una fuente; su sonido acompañaba rítmica y apaciguadora la conversación de los dos hombres.
El emperador mencionó de nuevo su encuentro con los herederos de David; habló de ciertos detalles con ironía y benevolencia.
—Los judíos —concluyó— no se cubrirán de gloria con estos pretendientes. ¿O crees que un escritor anciano y reseco como nuestro Josefo, por ejemplo, haría buen papel como Mesías? ¿Un tipo que ni siquiera habla bien el griego?
La dulce voz del ciego interrumpió el sosegado chapoteo de la fuente:
—Pero ese Josefo tiene un hijo que, según se dice, es atractivo y posee un alma bien formada.
Al emperador le inquietó que la sola mención del asunto despertase en el otro las mismas preocupaciones que había suscitado en él.
—Matías es un chico bien parecido —admitió tras vacilar por un instante. A continuación aguardó temeroso el comentario de Mesalino. Durante unos minutos, que a él se le antojaron larguísimos, no se oyó sino el fluir regular del agua. Finalmente, Mesalino afirmó a su manera sosegada y afable:
—El cielo me ha robado la luz de los ojos. Pero el amo y dios Domiciano tiene buena vista y podrá juzgar si ese muchacho, Matías, tiene la belleza necesaria para, descendiendo de David, poner en peligro la paz y la seguridad de la provincia de Judea.
—Hablas de cosas —replicó el emperador amortiguando su aguda voz de forma que casi resultó inaudible ante el rumor de la fuente— que tal vez merezcan ser tratadas.
Reunió fuerzas, tragó saliva y decidió confiar su secreto a su interlocutor.
—He pactado un alto el fuego con el dios Yahvé —susurró—. No quiero interferir en sus decisiones. No deseo provocarlo.
Y, alzando la voz y con cierto aire de grandeza, continuó:
—Nadie se verá amenazado por agradar al dios Yahvé o por haber sido elegido por él.
Por fin lo había dicho; su corazón latía con tanta fuerza que le pareció que el otro había de percibirlo a pesar del rumor de la fuente. ¿Le había comprendido Mesalino? Lo temía y lo deseaba. Tenso, esperó el dictamen del ciego.
Y no tardó en llegar.
—Los pensamientos del amo y dios Domiciano —dijo respetuoso, y sin embargo, con el ánimo sereno— son tan excelsos que ningún humano llegará a comprenderlos del todo, sólo podrá intuirlos. Nosotros sólo vemos a Flavio Josefo y a Flavio Matías, a los hombres de carne y hueso. El dios Domiciano, en cambio, sabe lo que representan.
Domiciano se sintió molesto al ver que Norban le entendía; que le entendiese Mesalino supuso una satisfacción. Percibió cierta comunión de sus espíritus. ¡Con qué sutileza había expresado lo que él sentía! Sí, la intuición del ciego lo llevaba a acercarse a su propia realidad, más alta e inescrutable.
—Eres muy sabio, Mesalino —dijo, y su voz sonó entonces firme, más libre—, y eres mi amigo. El único, en realidad. Quizá sea por eso por lo que eres tan sabio. Así están las cosas, exactamente como las has descrito. Desgraciadamente, no he de vérmelas con hombres, sino con un dios. Si no fuese así me bastaría un hálito para eliminarlos. Como me has comprendido tan bien, querido Mesalino, sin duda también comprenderás esto. ¡Medita en ello, medítalo bien y dame un consejo!
De nuevo, durante unos minutos no se oyó sino el fluir del agua. Domiciano aguardaba impaciente, lleno de confianza. Estaba seguro de que el bueno de Mesalino, el fiel, podría aconsejarle. Entonces, en efecto, éste comenzó a hablar. Con gran cautela argumentó:
—Desciende de David y, por tanto, es vuestro enemigo. Vos, en cambio, lo favorecéis y no lo odiáis por ser el heredero y protegido del dios Yahvé, ya que no queréis tener pleitos con ese dios. ¿He comprendido bien la sabiduría de mi amo y dios?
—Sí, así es —respondió Domiciano.
—Sin embargo, ¿qué ocurriría —prosiguió Mesalino— si el retoño de David emprendiera acciones que amenazasen la seguridad del emperador o del Imperio? ¿Lo protegerías también entonces, emperador Domiciano, sólo por pertenecer a la estirpe de David?
El emperador se animó.
—¿Te refieres a que entonces podría castigarlo? —le preguntó.
—No podéis castigarlo —respondió Mesalino— por el crimen de descender de David, pues ése es un crimen del dios Yahvé, con el que no deseas litigar. Pero podríais castigar cualquier otro crimen de Josefo o de Matías, ya que constituirían crímenes humanos que en nada atañen a vuestro combate con el dios Yahvé. Tal es la opinión de un vil mortal —agregó respetuoso—. El dios Domiciano habrá de juzgarla.
—Ante Yahvé —recapituló Domiciano con voz ronca— tengo la obligación de respetar la vida de los descendientes de David. Pero mi responsabilidad ante Júpiter me obliga a castigar a todo aquél que se alce contra él o contra mí. Eres muy listo, querido Mesalino. Has expresado lo que yo mismo había concebido.
El ciego inclina la cabeza aún más para beber las palabras del emperador. Siente una emoción casi voluptuosa. Lo que acaba de hacer es casi una obra de arte. Es posible ser ciego y ver con precisión qué esclusas hay que abrir para desencadenar un torrente. Domiciano ha aceptado sus palabras. Ahora se abatirá un río de desgracias sobre muchos hombres, y él, en su oscuridad, se alegrará de ser el responsable.
—Agradezco al amo y dios Domiciano —dijo reverente— que me haya permitido asomarme al profundo y múltiple abismo de sus sabios y justos pensamientos.
—Eres un hombre tan sabio como fiel, querido Mesalino —respondió Domiciano—. Mereces ser el puño de mis pensamientos.
Y tras esto lo despidió con grandes honores.
Al caer la tarde y refrescar el emperador se hallaba delante de sus jaulas. ¡Sería fabuloso que Matías cometiese alguna falta! ¡Sería fabuloso que él, Domiciano, tuviese un motivo para castigarlo! ¡Sería fabuloso que el chico desapareciese de la faz de la tierra! El recuerdo de la grave voz del muchacho atormentaba al emperador más de lo que lo hiciera nunca la atronadora voz de su hermano Tito.
¡Qué duro golpe para el judío Josefo perder a su agraciado hijo! Correrá a ver a Lucía, gemirá y gritará. El emperador Domiciano se imagina a Josef llorando y lamentándose y no le resulta en absoluto desagradable. ¡Era fabuloso que hubiera hábiles manos trabajando en la red en la que se enredaría ese hermoso y bien formado Matías, heredero de David!
El emperador vio que los animales sufrían con el calor y ordenó que se les diese agua.
Poco después Lucía encomendó a su ayudante Matías una tarea que le causó una gran alegría.
La ciudad de Massilia, cuya protectora era la propia Lucía, le había enviado una joya particularmente bella y bien trabajada hecha de coral, y la emperatriz deseaba corresponder con un regalo digno. Matías debería entregarles ese regalo y, con tal motivo, ocuparse de un par de encargos más que sólo podían encomendarse a una persona de confianza. Tenía que intentar convencer al viejo Charmis, el oculista de la emperatriz, de que la visitara en Bajae, lo que, debido a su avanzada edad, se resistía a hacer. También habría de procurarle ciertos cosméticos que, por su calidad, sólo podían encontrarse en Massilia. Por último, le confió un escrito para que se lo entregase allí a otra persona con el fin de que lo llevase a las islas Baleares.
Matías estaba encantado, se sentía muy importante. Ante todo, lo alegraba que el viaje fuese por mar, en el yate privado de Lucía llamado Gaviota azul. Como Lucía tenía interés en que liquidase sus asuntos cuanto antes, Matías se contentó con despedirse de su padre por carta. Josef había regresado a Roma para no suscitar recelos por su prolongada estancia en Bajae. La respuesta del padre alcanzó a Matías poco antes de zarpar. Josef le rogaba que buscase en Massilia un ejemplar lo bastante fiable y bueno de la Ciencia marítima de Phyteas de Massilia, del que sólo conocía copias defectuosas.
Aunque no pudo ver a su padre el azar quiso que se despidiese de Cecilia. Hacía tiempo que no la veía. No se había atrevido a buscarla y, sin embargo, frecuentaba los lugares donde pensaba poder encontrarla. Ella había hecho lo mismo. Sea como fuere, los rostros de ambos se iluminaron al encontrarse un día antes de su partida.
Cecilia se mostró displicente y levemente sarcástica, como siempre.
—De modo que tienes un honroso encargo —dijo—. Buscarle ciertos perfumes a la ama Lucía. Pero supongo que su peluquero también podría hacerlo, e incluso mejor que tú.
Matías contempló el liso rostro de la hermosa muchacha y replicó muy sereno:
—¿Por qué dices esas tonterías, Cecilia? Sabes perfectamente que no viajo a Massilia únicamente por el perfume.
—Mucho me extrañaría —insistió Cecilia, belicosa— que se tratase de algo más importante. Pues, siguiendo el ejemplo de tus pavos, te gusta exhibir todo lo que pueda adornarte.
Matías le replicó, siempre con la misma tranquilidad:
—¿Me hace falta pavonearme ante ti, Cecilia? ¿Debo jactarme ante ti de la estima que me profesa la emperatriz?
Se acercó a ella, la miró a la cara con sus jóvenes ojos profundos, inocentes, y le dijo:
—Si yo fuera el mequetrefe del que tanto te divierte burlarte no te dignarías tratar conmigo. Hablemos seriamente, Cecilia. Mi misión en Massilia, por muy insignificante que sea, me mantendrá alejado de ti por un tiempo. Permite que conserve de ti la imagen que me mostraste en tus mejores horas.
Y, acercándose aún más y amortiguando la grave voz, aunque sin reprimir su entusiasmo, pronunció, casi sin querer, estas palabras:
—¡Cecilia, eres magnífica! ¡Tu rostro es adorable cuando no lo desgarras con tu sarcasmo y tu malicia!
Cecilia fingió no creerle.
—No son más que palabras —dijo coqueta—. Sólo la amas a ella, a la emperatriz.
—¿Y quién no la amaría? —asintió Matías—. Pero ¿qué tiene eso que ver con nosotros? Adoro a la emperatriz, la amo como amo a mi padre. Es decir… —quiso rectificar sinceramente— no de la misma forma, pero algo parecido. A ti en cambio, Cecilia…
—Ya lo sé —le interrumpió Cecilia, celosa y un tanto ofuscada—, a mí no me idolatras. Te burlas de mí. No soy más que una chiquilla y una tonta. Vosotros los judíos sois tan orgullosos, tan engreídos. Orgullo de mendigo es el vuestro.
—¡Dejemos a un lado a judíos y romanos! —le suplicó Matías—. Te lo ruego, Cecilia.
Tomó su mano, una mano blanca e infantil, y la besó, y besó el brazo desnudo. Ella lo rechazó sin apartarse; él era mucho más alto que ella, la abrazó, casi la alzó del suelo; ella se resistió, pero después, de pronto, se relajó y respondió a sus besos.
—¡No te marches ahora, Matías! —le rogó en voz baja, angustiada—. ¡Deja que sea otro quien vaya a buscar los perfumes! ¡Envía a otro judío!
—¡Ah, Cecilia! —fue todo lo que dijo Matías abrazándola con más fuerza y un deseo aún mayor. Al principio ella lo aceptó, pero después se zafó de su abrazo.
—Cuando regreses —le prometió, e insistió—: ¡Ven pronto!
Poco después Mesalino visitó de nuevo el Albano. Entregó al emperador la copia de una carta.
La carta decía lo siguiente: «Lucía a su Domitila. Sin duda habréis oído hablar, querida, de la suerte de vuestros adorables hijos. Pero al considerar que los muchachos residirán en el Palatino y no en el Albano quizá vuestra dicha se haya empañado. Os escribo para liberaros de esa preocupación. Os prometí en su día que no permitiría que su educación se latinizara en exceso, y haré todo lo que esté en mi mano para que sus corazones no se resequen en la estricta atmósfera del Palatino. Por lo demás, querida Domitila, tengo razones para esperar que, tras la adopción de los muchachos, muy pronto se os llamará. Pero hay algo que debo rogaros: ¡olvidad cualquier intento por influir desde vuestra isla en el destino de los chicos! No hagáis nada, querida, y no temáis por vuestros hijos aunque ahora se llamen Vespasiano y Domiciano. ¡Confiadlos a vuestra Lucía, y cuidaos!».
El emperador leyó la carta con detenimiento. Sintió una ira incontenible. No porque Lucía se cartease con Domitila a sus espaldas, pues no había esperado otra cosa, e incluso lo había deseado. Lo que lo indignó fue su frase sobre los «corazones que se resecan en la estricta atmósfera del Palatino». Su Lucía, la que tan bien lo conocía, se atrevía a escribir aquello. Se atrevía a escribirlo después de las noches que habían pasado juntos.
Releyó la carta varias veces.
—¿El amo y dios ha leído el escrito? —preguntó por fin el ciego con su voz dulce y sosegada. El emperador le replicó con una ira sorda:
—¿Por qué me has traído este papel? ¿Acaso quieres calumniar a Lucía? ¿Te atreves a afirmar que lo que consta en esta mierda de papel son sus palabras?
—No he traído —respondió Mesalino sin perder la calma— esta copia a Su Majestad porque quiera inculpar a la persona que ha escrito, o que pudiera haber escrito, la carta original. Pero en una entrevista que Su Majestad tuvo a bien concederme no hace mucho creí entender que el amo y dios Domiciano profesa un interés particular por el mensajero encargado de hacer llegar el manuscrito original a su destinataria.
Domiciano se acercó bruscamente a Mesalino y lo miró a la cara con tanta expectación como si el ciego pudiese percibir su mirada. Se sentía impulsado por una feliz intuición.
—¿Quién es ese tipo? —preguntó.
—El joven ayudante de la emperatriz, Flavio Matías —respondió Mesalino.
Domiciano respiró aliviado. Pero se cuidó de no revelar su profunda y vergonzosa satisfacción.
—¿Qué habéis hecho con el original? —le preguntó fríamente.
—El original —le informó éste— permaneció apenas media hora en nuestras manos, exactamente lo que tardamos en copiarlo. Después, antes de que el joven Matías se percatase de ello, se lo devolvimos. La carta está ahora en el yate Gaviota azul, como estaba previsto, y seguramente ahora va camino de la isla Balear, incluso es posible que haya llegado ya a su destino.
Domiciano le preguntó entonces, y esta vez se le quebró la voz:
—¿Y Matías? Si no me equivoco, la emperatriz lo ha enviado a Massilia. ¿Dónde se encuentra ahora?
—El joven Flavio Matías —le explicó Mesalino— ha sido honrado por Su Majestad con varios encargos menores. Debe procurarse ciertos cosméticos, buscar al gran oculista Charmis y, seguramente, traerlo consigo a su vuelta, y resolver un par de asuntos más en Massilia. Expresé la opinión de que los encargos de la emperatriz requerían gran cuidado y precisión y me he ocupado de que Flavio Matías permanezca largo tiempo en Massilia.
—Interesante, querido Mesalino, muy interesante —dijo el emperador, un tanto ausente en opinión de aquél—. Massilia —siguió diciendo, siempre con la misma expresión ausente, y le soltó un discurso no muy pertinente sobre la ciudad—. Una colonia muy interesante —afirmó— y muy apropiada para retener por mucho tiempo a un joven ávido de conocimientos. Ha logrado helenizar la Galia mi buena ciudad de Massilia, tiene varios templos bellísimos dedicados a la Artemisa de Éfeso y al délfico Apolo. Es una isla pura, no adulterada, del helenismo en el centro mismo de un mundo bárbaro. También rigen allí, si mal no recuerdo, ciertas interesantes costumbres populares —y de este modo siguió perorando unos minutos de forma aparentemente inconexa.
Mesalino no le replicó. Sabía exactamente que el emperador no deseaba un comentario; el emperador sólo quería ocultar sus pensamientos, y esos pensamientos no se referían desde luego a las extrañas costumbres de la ciudad de Massilia.
Y así era, en efecto. Mientras hablaba, la mente del emperador estaba muy lejos de dicha ciudad. Lucía, pensaba, Lucía. He sacrificado tanto por ella, he pecado contra Júpiter y contra mis nuevos hijos por su causa, le he prometido indultar a esa Domitila, y así me lo paga. En el Palatino, bajo mi influjo, se resecan los corazones según ella. Y de pronto, bruscamente, se interrumpió y comenzó a silbar para sí con poco tino. El sorprendido y divertido Mesalino reconoció la melodía: era ese cuplé de la última sátira: «Hasta un calvo puede hacerse con una beldad / si tiene con qué pagar».
Mesalino seguía decidido a no interrumpir los pensamientos del emperador. Éste, en cambio, despertó súbitamente de su ensueño; se había dejado llevar, había perdido el hilo. Al menos el ciego no podía leer sus sentimientos en su rostro. Trató de dominarse y, como si nada hubiera ocurrido, como si no hubiera habido una pausa y un largo silencio, le dijo fríamente:
—¿Estás totalmente seguro de lo que dices?
—No tengo ojos para ver —replicó Mesalino—, pero, en lo que se le alcanza a un ciego, estoy totalmente seguro.
Está claro que Mesalino sabe cuánto lo conmueve esa noticia; a pesar de su ceguera divisa su interior mucho más profunda y peligrosamente de lo que lo hiciera Norban. Pero, a pesar de ello, el emperador no siente ante él el menor rastro de odio o de flaqueza.
—Lo has hecho muy bien —admite por fin—, y te doy las gracias.
Mesalino se alejó muy satisfecho. A solas, Domiciano reflexiona sobre lo que le acaba de referir. Curiosamente, no siente ningún rencor hacia Lucía; al contrario, casi le está agradecido por lo que ha hecho. Pues ahora ya no hay forma de comprobar si Domitila tiene intención de interferir en los asuntos de los cachorrillos, y esa prueba de lealtad era la condición indispensable del indulto prometido. Del escrito de Lucía se deduce además que también ella achaca a su protegida, Domitila, la intención de poner a los muchachos en contra del emperador y censor. Y con ello queda dispensado de cumplir su promesa ante Lucía, ante sí mismo y ante los dioses. En cuanto a la propia Lucía; no olvidará lo que le ha hecho, pero pospondrá la resolución del asunto. Lucía es como es, en cierto sentido no es la única responsable. Antes bien, la conciencia de que debe protegerla y buscar toda clase de argumentos en su defensa le procura una leve satisfacción. Ni siquiera le dirá lo que sabe de ella. Se guardará el asunto para sí. Nadie debe saber que él, el dios, ha sido engañado por esos tres: por Lucía, Domitila y Matías; engañado y traicionado, él, su generosísimo benefactor. Basta con que lo sepa el ciego. Respeta mucho a los ciegos. En realidad, Lucía y el ciego son las únicas personas que aprecia. Que Lucía siga entregándose a la falsa, infundada y cándida alegría de poder engañarlo; a la postre será él quien la engañe. Y que el ciego, su fiel servidor a quien debe agradecimiento, se regocije en su noche con la idea de compartir un secreto con el amo del mundo.
Pero ¿qué hará con los otros dos, con Domitila y con el joven que ha osado llevar semejante carta a la isla? Debe acabar con ellos, eso es seguro; pero su castigo llegará sigilosamente, de lo oscuro, y nadie conocerá su causa.
Domitila. La exilada. Su padre Vespasiano tuvo que indultar en una ocasión, contra su voluntad, a alguien: a Helvid el Viejo, el padre. Pero Vespasiano, hombre afortunado y precavido como era, tuvo suerte incluso en eso: el indultado murió antes de conocer la noticia de su perdón. También él, Domiciano, demostrará una vez más que es un hombre de suerte y un hombre precavido. Perdonará a Domitila y lo anunciará a bombo y platillo ante Lucía y el mundo entero. Y si la pobre Domitila no llega a conocer su suerte es asunto suyo y no de él.
Y, por lo que se refiere al joven Matías, también a él lo alcanzará un oscuro sino, no un castigo. Tal vez llegue a explicarle algún día a Josefo por qué tuvo que eliminarlo, pues el dios Yahvé y su siervo no deben pensar que se ha ensañado con el joven sin motivo alguno, por inquina al dios. Pero, a excepción del judío Josefo, Mesalino y él mismo, nadie conocerá los móviles. Para los demás debe tratarse de una desgracia que les arrebata al bello paje de la emperatriz.
Las Neptunalias no eran una fiesta muy importante. Sólo un monarca que venerase la tradición aceptaría la molestia de trocar por su causa el frescor estival por el sofocante calor de la ciudad.
Durante tres días el emperador dirigió los festejos. Después, al cuarto, invitó a Josef al Palatino.
La invitación cayó sobre éste como un rayo. Si el emperador había tardado tanto en preparar su venganza por el recital, cuán temible debía de ser. Será una hora infausta, Josef tendrá que hacer acopio de todo su valor. Hubo épocas en que incluso ansió su perdición, pues deseaba ardientemente dar testimonio de su causa con su muerte. Pero ahora, en el cenit de su felicidad, lo espantaba la idea de que le arrancasen la vida.
El emperador lo recibió sin embargo relajado y alegre, sin el menor asomo de ira o de esa temible afabilidad que todos los que le conocían temían más que su fiereza. Su amabilidad era la de alguien algo disperso.
—¿Qué tal le va a vuestro Matías? —le preguntó al rato. Josef le contó que la ama y diosa Lucía lo había enviado a Massilia—. Cierto —pareció recordar el emperador—, en la nave Gaviota azul. Massilia, una hermosa ciudad.
Y de nuevo comenzó a hablar de sus particularidades, incluso le costó no dejarse llevar por su necio parloteo como le ocurriera con Mesalino.
—En cualquier caso, querido Josefo —dijo, deteniéndose—, me parece bien que vuestro Matías vea algo de mundo. Y los encargos que debe realizar allí para la emperatriz no le robarán demasiado tiempo. Creo que debe hacerse con ciertos perfumes y cosméticos y convencer al médico Charmis para que lo acompañe a su regreso. Importantes negocios.
A Josef le extrañó que el amo del mundo tuviera conocimiento de las intrascendentes tareas que debía realizar su Matías en Massilia.
—Es un gran honor, y sin duda extraordinario —bromeó—, que los ojos de Su Majestad sigan a mi Matías con tanta atención.
—¿Llegasteis a verlo antes de su partida? —preguntó el emperador.
—No —replicó Josef.
—En realidad, podría haber pasado por Roma para embarcar luego en Ostia —opinó Domiciano—. Pero a la emperatriz le pareció que sus asuntos eran de la mayor importancia, y tenía prisa. Por cierto que le tiene un gran aprecio, lo he constatado yo mismo. Desde luego es un chico simpático, de buenos modales; me ha agradado mucho. Será cosa de familia que nosotros, los Flavios, y vosotros sigamos tan estrechamente unidos.
Era en verdad extraño ese vínculo que ataba a los Flavios a Josef y su prole. Pero éste no supo cómo interpretar la observación del emperador, no supo qué responder; se sentía sumamente incómodo.
—¿Lo amáis mucho, a vuestro hijo Matías? —prosiguió el emperador.
Josef le replicó, parco:
—Sí, lo amo. Supongo —agregó— que ya estará de regreso en Italia. Tengo ganas de verlo de nuevo.
—Por fortuna —dijo el emperador lentamente, mirándolo de frente con sus ojos saltones y expresión soñadora— acabamos de celebrar las Neptunalias, y yo mismo he participado en ellas. De esta forma hemos hecho todo lo posible para que Neptuno le conceda un feliz viaje.
Josef creyó que el emperador bromeaba y esbozó una sonrisa; pero aquél le dedicó una mirada tan seria, casi siniestra, que se le congeló.
Durante la comida, sin embargo, el emperador se mostró particularmente animado. Habló del escrito de Josef contra Apión. El libro probaba que Josef se había librado por fin de su falsa y distinguida objetividad cosmopolita con respecto a su propio pueblo.
—Por supuesto —añadió—, todo lo que ahora aportáis en defensa de vuestro pueblo resulta igual de infundado y subjetivo que lo que vertieron en su contra vuestros odiados griegos y egipcios. A pesar de todo, os felicito por el libro. Vuestros antiguos ideales de fusión y cosmopolitismo no eran más que quimeras, tonterías. Yo, el emperador Domiciano, me quedo con ese saludable nacionalismo.
Aunque sus desdeñosas observaciones pareciesen más una increpación que un elogio, Josef las escuchó con agrado. Lo aliviaba que el emperador le hablase de sus libros y no de su hijo.
Tras la comida Domiciano continuó hablando de literatura. Se tumbó en el diván, perezoso, y expuso sus ideas. Josef se preguntaba nervioso qué querría de él; se decía que había esperado ya tanto que sin duda podría esperar una hora más, pero se sentía desfallecer. Después, de pronto, Domiciano le ordenó que le recitase de nuevo su Salmo del valor.
Josef se sobresaltó. Por fin estaba claro que el emperador lo había llamado para vengarse de él por su atrevimiento.
—Confío en que comprenderéis, querido Josefo —le explicó el emperador—, que entonces no estaba preparado, no sabía que ibais a leer esos versos. Son versos un tanto extraños, y en aquella ocasión no pude apreciarlos enteramente. De modo que os estaría muy agradecido si me permitierais escucharlos de nuevo.
Todo en Josef se rebelaba contra ese deseo. Fuesen cuales fuesen las intenciones del romano, él no se sentía en absoluto inclinado a recitar esos versos. Ese día no los sentía, se le figuraban ajenos y consideraba indigno fingir e interpretar la farsa que aquel malvado deseaba escenificar a su costa.
—Su Majestad —replicó por tanto— me demostró entonces de forma palpable que no le había agradado mi salmo. ¿Para qué irritar de nuevo vuestros oídos?
Pero Domiciano insistió. Se había propuesto escuchar de nuevo las insolentes palabras de boca de ese siervo de Yahvé; se trataba de su declaración de guerra y deseaba conocer el texto. Impaciente, egoísta, le espetó:
—¡Recitadme los versos!
Josef tuvo que obedecer. Recitó los versos, irritado, sin entusiasmo alguno ni convicción; se trataba de palabras sin contenido.
Por eso digo:
Salve al hombre que se hace reo de muerte
por decir la palabra que le dicta su corazón…
Por eso digo:
Salve al hombre al que no puedes forzar
a decir lo que no es.
Vio la mirada que le dirigía el emperador, una mirada escrutadora, pensativa, maligna; quiso rehuirla, pero entonces vio su propia cara reflejada en el revestimiento de las paredes, por todas partes su propia cara y la del emperador, los ojos del emperador y su propia boca abriéndose y cerrándose. Se sintió como un farsante y el contenido de su Salmo del valor se le antojó una farsa. ¿Para qué decir la verdad ante un mundo que no desea escucharlo? Hace siglos que los hombres vienen proclamando la verdad sin lograr con ello más que su propia perdición.
Domiciano lo escuchó atentamente hasta el final. Entonces repitió con aire soñador:
—Salve al hombre que dice lo que es. ¿Por qué salve? Los dioses ya revelan lo que es en los misterios, y no quieren que se repita incesantemente y ante cualquiera. Lo que proclamáis en vuestros versos, querido, suena muy bien, y es interesante, pero si se analiza detenidamente no son más que insensateces.
Escrutó a Josef como si se tratase de una de sus fieras enjauladas.
—Qué curioso —dijo meneando la cabeza— que se os llegase a ocurrir algo tan extraño. «Salve al hombre que proclama su verdad».
Y durante unos instantes continuó moviendo lentamente la cabeza.
—¿Así que amáis mucho a vuestro Matías? —le espetó retomando su anterior conversación. El Salmo del valor, Matías… un terrible pánico asaltó a Josef.
—Sí, lo amo —replicó angustiado.
—¿Y, naturalmente, queréis que haga carrera? —continuó preguntándole—. Sois ambicioso. Tenéis ciertos planes para él.
Josef le respondió precavido:
—Sé que no merezco las muestras de benevolencia que me ha concedido el amo y dios Domiciano, así como sus antecesores. Pero he tenido una vida llena de sobresaltos, y eso quiero ahorrárselo a mi hijo. Cuando me vaya deseo que disfrute de cierta seguridad.
Y así era; pues todos los sueños de fama y de gloria que había concebido en torno a su hijo lo abandonaron de pronto en ese cruel instante, y tan sólo quería tenerlo de vuelta, junto a él, y sacarlo de Roma tan pronto como pudiera, llevarlo a Judea, seguro y en paz. En su interior rogaba a su dios que en esa terrible hora le diese la fuerza necesaria para encontrar las palabras adecuadas y salvar a su hijo.
—Interesante, muy interesante —respondió entre tanto el emperador—. De modo que eso es lo que ansiáis para vuestro Matías, paz y seguridad. ¿Y os parece que educarlo en palacio es la mejor forma de alcanzar ese objetivo?
Fue un duro golpe para Josef que su enemigo hubiese encontrado de inmediato su punto más débil, su falta. Pues precisamente ése era su pecado: haber lanzado a su hijo por ese peligroso camino. Buscó penosamente qué responderle.
—A la emperatriz le cayó en gracia —dijo finalmente—. ¿Debí negarme cuando me pidió que entrase a su servicio? No habría sido capaz de semejante irreverencia.
Pero Domiciano había entrevisto el punto débil de su enemigo, el siervo de Yahvé, y no estaba dispuesto a dejarlo en paz.
—Si no lo hubierais deseado —dijo reprendiéndolo con el dedo, que se multiplicó en las paredes reflectantes— habríais encontrado el modo. Tenéis planes para él —insistió—, sed sincero, ¡admitidlo! ¿Cómo, si no, lo habríais enviado a servir a la emperatriz?
—Es natural que un padre tenga planes para su hijo —admitió Josef, y se sintió débil y vacío.
—¿Veis? —dijo Domiciano satisfecho, y siguió hurgando en la herida—. En una ocasión me dijisteis que pertenecíais a la estirpe de David. Habéis reconocido tener ciertos planes para vuestro hijo, ¿jamás se os ha ocurrido pensar que tal vez sea él, vuestro hijo, el Elegido, vuestro Mesías?
Con los labios lívidos y la garganta seca, Josef le replicó:
—No, jamás lo he pensado.
Domiciano había creído que sería una tarea ingrata enfrentarse al judío, una tarea que sólo había aceptado para justificarse ante Yahvé. Pero al ver la cara de Josef, esa cara enjuta, torturada, dejó de parecerle un penoso tormento y sintió un placer enorme, salvaje y cruel mientras aguardaba lo que haría, cómo se comportaría aquel hombre, cómo se alteraría su rostro, qué palabras pronunciaría cuando supiese lo que le había ocurrido a su hijo. Los ojos del emperador ansiaban verlo, sus oídos ansiaban escuchar el grito del enemigo herido, de ese odioso ser que le había soltado a la cara todas esas insolencias y que había engatusado a su Lucía.
Y continuó hablando, pensativo, sopesando cuidadosamente cada palabra:
—Si jamás llegasteis a insinuar a vuestro hijo que podría ser el Elegido de vuestro Yahvé, sí que habéis hostigado su amor propio de otros modos, o tal vez os entendiese mal, o quizás es que vuestro dios le insufló desde el principio una ambición desmedida.
Josef escuchaba sus palabras con penosa expectación.
—Soy muy necio —dijo—, o tal vez tenga un mal día y mi cerebro esté anquilosado, pero no sé cómo interpretar las palabras de Su Majestad.
Y, siempre con la misma calma implacable, Domiciano continuó:
—Sea como fuere, está bien que sea eso lo que deseáis para vuestro Matías, paz y seguridad.
Con el corazón y la garganta atenazados por el dolor, Josef le rogó:
—Os estaría eternamente agradecido si condescendierais a dirigiros a un padre acongojado con la claridad que necesita para entender.
—Sois muy impaciente —le reprendió Domiciano—, sois tan impaciente que atentáis contra el respeto que le debéis a vuestro regio amigo. Pero estoy habituado a tener que perdonar, precisamente con vos no he hecho más que derrochar indulgencia. Por lo cual bien puedo hacerlo ahora. ¡De modo que escuchadme, impetuoso! Se trata de lo siguiente: vuestro Matías se ha involucrado en una empresa enormemente ambiciosa. Creo, confío y creo poder adivinarlo ahora en vuestra cara, estoy convencido de que no sabéis nada de todo ello. Y eso me alegra por vos. Pues se trata de una empresa arriesgada y no la ha culminado con éxito. Lamentablemente, también era ilícita.
—¡Tened compasión de mí! —le rogó Josef con voz queda, pero rota por el dolor—. ¡Tened compasión de mí, mi amo y dios Domiciano! ¿Qué le ha ocurrido a mi Matías? ¡Decídmelo, os lo ruego!
Domiciano lo miró con la misma curiosidad serena y objetiva con que estudiaba a los animales de sus jaulas y a las plantas de sus invernaderos.
—Ha realizado los encargos de la emperatriz en Massilia —dijo— tal y como se le encomendaron, y lo ha hecho bien, demasiado bien.
—¿Y ha salido ya de Massilia? —preguntó Josef conteniendo la respiración—. ¿Dónde está ahora?
—Ha embarcado —respondió el emperador.
—¿Y cuándo estará de vuelta? —lo atosigó Josef—. ¿Cuándo podré verlo?
Y, al ver que el emperador se limitaba a sonreírle con una sonrisa lenta, queda, compasiva, Josef perdió todo recato y le espetó, movido por un horror infinito, insensato:
—¿Es que no va a regresar?
Con los ojos fijos en el emperador se le aproximó, incluso llegó a rozar la túnica imperial. Domiciano, a quien repugnaba cualquier contacto con un extraño y lo consideraba como la más atroz irreverencia, se retiró suavemente.
—Tenéis más hijos, ¿no? —le dijo—. ¡Ahora, mi judío, podréis demostrar que vuestros versos sobre el valor son algo más que palabras!
—He tenido un único hijo, y ya no está.
Josef repetía estas palabras, absorto:
—¿De modo que no regresará? —Farfullaba de tal modo que resultaba casi imposible entender sus palabras, pero el emperador sí las entendía, y se deleitaba con la caída de su enemigo.
—Ha sufrido una desgracia —dijo con voz amable, compasiva—. Ha tenido una caída. Hizo una infantil apuesta con uno de los timoneles del barco. Treparon por un mástil, por lo que parece, y él se cayó. No pudieron salvarlo. Se rompió el cuello.
Josef se quedó petrificado, sus ojos aún pendían atónitos de los labios del emperador. Éste esperaba oír un grito, pero no hubo ninguno; en cambio vio cómo se distendía de pronto la cara de Josef y comenzaba a musitar, a abrir y cerrar la boca como si tratase de hablar y no fuese capaz de componer ni una palabra.
Domiciano saboreaba su triunfo. Tenía frente a sí a un hombre al que los dioses habían golpeado; todos los dioses, incluso el suyo, Yahvé. Él, Domiciano, había hecho bien, por tanto; había ganado una importante batalla al dios Yahvé con sus propias armas, con inteligencia y, a pesar de todo, de forma justa, intachable, de modo que no pudiera reprocharle nada. Siguió hablando confiado y, sin embargo, recalcando y regodeándose en cada palabra:
—Vos debéis saberlo, mi Josefo. No es casual que vuestro hijo Matías haya sufrido una desgracia. Ha sido un castigo. Pero yo no soy vengativo, soy clemente, y una vez fallecido no pienso pedirle cuentas. Por eso no debe saber nadie que tuvo que morir por su crimen. Deben creer que ha sido un accidente lo que os ha arrebatado a vuestro hermoso, joven y adorable hijo Flavio Matías. Y, para que veáis que os quiero bien, escuchad: lo enterraremos como si realmente hubiese sido el Elegido; será una ceremonia regia, como si vuestro rey David hubiese sido un romano.
El emperador no tuvo la dicha de observar el efecto que causaban en su enemigo su orgullo y su generosidad, pues parecía que Josef no era capaz de atender sus benévolas y excelsas palabras. Más bien mantenía la vista clavada en él con una mirada vacía, imbécil, y su boca seguía musitando. De pronto, se desplomó.
Pero Domiciano no había terminado de hablar y no pensaba guardarse sus palabras, y como no podía decírselas a Josef despierto se las dijo al desvanecido.
—Vuestros doctores me explicaron que llegará el día. Pero habéis de saber, Josefo, que mientras vos y yo vivamos ese día no llegará.
Una tarde, poco después de esa conversación, un breve, negro y ceremonioso cortejo llegó a la casa de Josef. Le traía el cadáver de Flavio Matías, fallecido mientras servía a la emperatriz al caerse de un mástil a bordo de la nave Gaviota azul. Los embalsamadores de la ciudad de Roma eran excelentes, y Domiciano había llamado a los más encumbrados expertos del ramo. Con pomadas, especias, y seguramente también con maquillaje, habían logrado que el cadáver que dejaron en la casa de Josef pareciese hermoso y casi incólume. Ahí tenía la huesuda cabeza juvenil, con el pelo negro y brillante cuidadosamente peinado, la cara de siempre y sin embargo distinta, pues toda su viveza procedía de los ojos y esos ojos permanecían cerrados. Y, si al verlo por última vez Josef pensó que la hermosa cabeza de su hijo reposaba sobre un cuello infantil, ahora le pareció que la nuez sobresalía en él más prominente y viril que nunca.
Josef volcó con sus propias manos los muebles de la habitación y amortajó al hijo que había regresado. Se sentó junto a él bajo la trémula luz de una lámpara de aceite. A su lado, sobre la cama volcada, yacía el hijo.
Josef se había transformado en esos últimos meses de bonanza; se había convertido en un hombre que rehuía sus propios abismos. Ahora, de pronto, se abrían de nuevo, su alma gritaba desesperada, no había modo de escapar. Al morir su hijo Simeón-Janiki se sintió desgarrado por mil sentimientos dispares. Sintió dolor y se sintió culpable, pero también se justificó y acusó a Dios y al mundo. Pero ahora, junto al cadáver de su hijo Matías, sólo siente una cosa: asco y odio hacia sí mismo.
No odia al emperador. Éste no ha hecho más que eliminar a un joven por sus pretensiones al trono; como emperador está en su justo derecho. Incluso ha procedido con cierta delicadeza. Podría haber hecho desaparecer el cadáver entregándolo al mar y a los peces, y pensar en su hijo muerto flotando sobre las aguas sin sosiego se le antoja una visión aterradora. El emperador ha sido magnánimo, sí, le ha entregado al muerto, incluso lo ha adornado para él y lo ha ungido con olorosas pomadas, su bueno, su generosísimo emperador. No, sólo hay un ser contra el que debe dirigir todo su odio, todo su honor, y ése es él mismo: Josef ben Matatías, Flavio Josefo, el loco, el vanidoso que no por envejecer ha ganado cordura, y que ha mostrado a su hijo el camino que lo llevaría a la perdición.
Josef se hundió ante el cadáver de Matías mucho más que antaño al morir Simeón-Janiki. Esta vez no había nada que meditar o interpretar, esta vez era él el único responsable. Si no hubiera proclamado por pura vanidad intelectual que descendía de la estirpe de David Matías aún viviría. Si no le hubiese retenido movido por su estúpido orgullo de padre, si le hubiese dejado marchar a Judea con Mara, aún viviría. Si no le hubiera enviado a servir a Lucía por pura vanidad, Matías aún viviría. Era su orgullo, su vanidad lo que había acabado con Matías.
Se ha excedido más allá de toda medida. Ese Cesarión, que el gran César no pudo recrear con su propio hijo, él quiso tenerlo en su Matías, pequeño mono que imita al gran hombre. Todo lo que ha hecho en su vida lo ha hecho por vanidad. Por vanidad marchó a Roma siendo joven, por vanidad se hizo pasar por profeta y le anunció a Vespasiano que subiría al trono, por vanidad se convirtió en cronista de la casa Flavia y se dio a conocer como heredero de David. Por vanidad escribió esa engañosa, elegante y objetiva Historia Universal, así como el apasionado y eficaz escrito contra Apión. Y ahora ha matado a su hijo Matías por vanidad.
Como Jacob a José, así ha amado a Matías, con un amor insensato. Y, al igual que aquél regalara a José la brillante túnica que despertó la envidia de sus hermanos, así envolvió él a Matías en un brillo reprobable. Y como le fue anunciado a Jacob: «Desgarrado, desgarrado está tu hijo José», le comunicó a él el enemigo: «Tu querido hijo ha perecido». Pero el padre Jacob no había incurrido en otra culpa que su desmedido amor, mientras que él, Josef ben Matatías, carga con un terrible pecado. Y si aquel muchacho, José, siguió con vida aunque solo y abandonado en lo más hondo de un pozo, su Matías yace ante él muerto, con un brillo cerúleo, maquillado, y con esa nuez prominente; ningún hálito de vida anima su pecho, no hay ninguna esperanza de salvarlo.
Así pasó la noche, una breve noche de verano, y al amanecer acudieron muchos a despedirse del fallecido Flavio Matías. Todos sabían que el emperador estaba muy afectado por la desgracia que había acabado con la vida del protegido de Lucía; circulaban románticas historias sobre su vida y su final, se hablaba mucho de la belleza y el atractivo del joven. Y, así, un interminable cortejo de personas pasó por la sala con los muebles volcados donde yacía el fallecido Matías. Gentes interesadas, curiosas, fatuas. Venían para no perder la oportunidad de agradar al emperador, venían para ver el cadáver, para mostrar su dolor, para expresar sus condolencias. Toda Roma desfiló ante el cadáver. Josef, sin embargo, se mantuvo alejado, encerrado en lo más recóndito de su casa, en cuclillas en el suelo, descalzo, con el pelo revuelto y las vestiduras rasgadas.
Acudieron Marullo y Claudio Regino, y también el anciano Cayo Barzaarone, que pensó cuán poco le faltaba para yacer así; acudió el senador Mesalino y permaneció largo rato ante el cadáver mostrando un respetuoso interés sin que nadie fuese capaz de imaginar lo que sentía; acudió también el cuidador de pavos Anfión, que lloró amargamente, y acudió la joven Cecilia. Tampoco ella se refrenó, las lágrimas le corrían por el rostro liso, luminoso; lamentaba haberse burlado de Matías, haberse resistido a sus abrazos y hacerlo esperar.
Acudieron también los dos príncipes, Constancio y Petronio, o más bien Vespasiano y Domiciano, como se llamaban ahora. Se demoraron un tiempo ante el cadáver, muy serios, acompañados por su preceptor Quintiliano. Les habían reservado un sitio especial; había un enorme gentío aguardando tras ellos, la calle estaba atestada de gente que aún quería ver al muerto. Pero los gemelos no se dieron prisa; ni siquiera se movieron cuando Quintiliano les animó, amablemente, a marcharse. Contemplaban el rostro yerto de su queridísimo amigo. Estaban habituados a la muerte; aunque, eran muy jóvenes habían visto morir a muchos, y pocos lo habían hecho tranquilamente en su lecho. Su padre había sufrido una muerte violenta, así como su abuelo y su tío, y por muy sereno y pacífico que pareciera el semblante de su amigo Matías intuían, estaban persuadidos de que una mano se había abatido sobre él, una mano que conocían muy bien. Eso era lo que pensaban junto a la cama volcada; no lloraban, parecían muy serenos, y, excepto porque no hubo forma de apartarlos de su lado, Quintiliano no encontró nada reprochable en su actitud. Sólo al final, antes de marchar, el más joven no pudo refrenarse y realizó un gesto infantil y reprobable: sacó de su manga una pluma de pavo y se la puso al muerto en la mano para que, cuando llegase abajo, tuviese con qué alegrarse.
La desgracia que había caído sobre Josef sobrecogió a los judíos de la ciudad de Roma; pero a su temor se añadió una leve satisfacción. Lo que ahora abatía a Josef era un castigo merecido de Yahvé. Ellos le habían advertido: no era bueno que alguien subiera tan alto y se jactase como lo hizo Josef. Había hecho mucho por ellos, pero también les había causado graves padecimientos; era un hombre ambiguo, peligroso; lo sentían ajeno, siniestro, y humildemente alababan a su dios, tan justo, que le advertía de esa manera para que se mantuviera dentro de sus límites.
Tal y como prescribe la Ley se mostraron dolidos, interesados, le enviaron los cestos de mimbre con el plato de lentejas propio del duelo. Fueron a consolarlo, mas no lamentaron que no se dejase ver. También era un castigo de Yahvé que su arrogancia le impidiese aceptar el consuelo.
Durante todo ese día en que Roma entera desfiló ante el cadáver de su hijo Josef permaneció encerrado sin ver a nadie. Fue un día largo; no ansiaba otra cosa que la noche, en que tendría a su hijo de nuevo para él. Pero al atardecer llegó alguien a quien se vio obligado a recibir: el primer correo del emperador, un funcionario de primera categoría que deseaba hablar con Josef en su nombre.
El amo y dios Domiciano deseaba brindarle un entierro suntuoso a Flavio Matías, fallecido mientras cumplía órdenes de la emperatriz. Quería erigir una pira funeraria como si se tratase de un miembro de la familia imperial.
A pesar de la habilidad del correo para presentar los mensajes del emperador de la forma más adecuada, en esa ocasión no le resultó fácil por lo mucho que lo impresionó el aspecto de Flavio Josefo. Lo había visto un par de días antes, cuando éste visitó al emperador en el Palatino. Entonces contempló a un hombre en su mejor momento, radiante, capaz de hacer un buen papel en la residencia imperial. Y ahora tenía ante sí a un viejo judío desaliñado, sucio, sin afeitar.
Sí, allí lo tenía, desvalido, ajado, falto de palabras. Pues se sentía desgarrado. Lo que ahora pretendía el enemigo era la burla más brutal e insolente que cabía imaginar. Al mismo tiempo se figuró que su hijo, que tanto amara el lujo, habría deseado un enterramiento tan magnífico y que no le perdonaría que renunciase a tal honor. De modo que calló largo rato, y cuando el correo se decidió a preguntarle respetuoso qué debía comunicar al emperador respondió con vaguedades, con frases que no afirmaban ni negaban. El correo estaba atónito. ¿Qué clase de hombre era ése? ¡Osaba vacilar cuando su amo y dios Domiciano le hacía objeto de un honor sin parangón! Pero, precisamente porque Domiciano quería honrarlo de ese modo, el cortesano no se atrevió a importunarlo y se retiró inquieto y meditando si el emperador no descargaría sobre él su ira por tan extraño comportamiento.
A solas, Josef siguió indeciso. Escuchaba en sí voces contradictorias. Tan pronto se decidía a aceptar el ofrecimiento de Domiciano como se decía que con ello no haría sino darle la razón, negando su causa. Pero entonces veía el rostro de su hijo y sentía como si Matías anhelase ese honroso fuego que iluminaría su última aparición ante el mundo. No sabía qué hacer.
Al día siguiente recibió a sus amigos más íntimos, Claudio Regino y Juan de Giscala. Seguía en cuclillas, con el pelo revuelto, los pies descalzos, la ropa desgarrada y la mente ofuscada, aniquilada el alma; sus amigos se sentaron junto a él. Si la noche anterior se había sentido como Jacob, lamentándose por la pérdida de su hijo predilecto, ahora era Job, a quien venían a consolar sus amigos. Pero también era bueno, que su consuelo se ciñese al práctico consejo; tampoco habría tolerado la condolencia o una compasión descarada.
Y, así, se limitaron a discutir un problema práctico que debía solventarse ese mismo día: el asunto del enterramiento. ¿Qué debía hacer Josef? Si aceptaba la oferta del emperador violaba uno de los preceptos básicos de los doctores. Desde tiempos ancestrales, desde que enterraron a Abraham, a Isaac y a Jacob en la cueva Majpela, les estaba prohibido a los judíos reunirse con sus padres de otro modo que no fuera a través de la tierra, y a Josef le parecía una desfachatez incinerar a su hijo. Pero si lo enterraba al modo judío y rechazaba la pira del emperador, ¿no atraería su cólera, que caería sobre todos los judíos?
Claudio Regino, el pragmático, tomó la palabra.
—Un muerto es un muerto —dijo—, no nota si lo incineran o si lo entierran. Fuego o tierra, tan inocuo es lo uno como lo otro, y tan poco lo regocijarán ambos como la pluma de pavo que el joven y amable príncipe le ha entregado. No puedo concebir que su alma tenga ojos, o incluso una piel, capaces de ver o percibir cómo disponemos de su cuerpo. Y los otros reparos no son más que sentimentalismos. Yo no soy judío, pero quizá por eso puedo evaluar qué ventajas e inconvenientes tiene esta decisión para vuestro pueblo. Dejadme, pues, que os diga que este pueblo vuestro tendrá que pagar caro o, al menos tendrá que renunciar a ciertas ventajas, si tomáis en serio sus supersticiones y su necedad. Si se trata de defender la libertad de los judíos es necesario que aceptéis la propuesta de DDD. Pues el fulgor de esa pira iluminará al judaísmo entero, y el judaísmo, que hace tiempo que avanza a tientas, precisa ese brillo.
—Así es —dijo Juan de Giscala mirando a Josef con sus pícaros ojos grises—. Y, por lo que respecta a vuestras objeciones, doctor Josef, he de deciros que no soy un sabio como vos, e ignoro si una vez muertos sentimos algo o no. Mi corazón ni asiente ni niega. Pero si vuestro Matías pudiera sentir algo allá donde se encuentra sin duda se sentiría feliz de saber que el fuego que quema su cuerpo calienta al judaísmo entero. Y, por lo demás, considero —continuó con una expresión aún más afable y burlona— que el brillo de ese fuego le complacería sobremanera, pues amaba el brillo.
A Josef lo conmovió oír aquello. El brillo que le ofrecía el emperador beneficiaría al judaísmo, y no había forma mejor de honrar la memoria de su hijo que aceptarlo. A pesar de todo le repugnaba pensar en la pira funeraria de Domiciano. Y es que su Matías no era romano; precisamente había muerto por haber querido hacer de él un romano.
Entonces se le ocurrió una idea muy arriesgada. El emperador quería honrar al muerto, luego se sentía en deuda con él. Pero si quería honrar al muerto no debía satisfacer su propio capricho, sino los de aquél. Matías sería enterrado en suelo judío, tal y como conviene a cualquier judío, pero su enterramiento debía tener la suntuosidad que el emperador le había concedido. Josef lo trasladaría personalmente a Judea, y el emperador debía brindarle los medios. Que pusiera a su disposición una de sus naves ligeras, una liburna, una de esas estrechas naves de guerra pilotadas por escogidísimos remeros. Así quería llevar a su hijo a Judea, y allí deseaba enterrarlo.
Así se lo dijo a los amigos. Éstos lo miraron y se miraron entre sí, sin decir nada.
Entonces Josef habló con voz iracunda y provocadora:
—Vos, mi Claudio Regino, sois el hombre más indicado para transmitir mi petición al emperador. ¿Querréis hacerlo?
—No, no quiero —respondió Claudio Regino—, no es un asunto agradable.
Pero en el instante en que Josef se aprestaba a replicarle algo agregó:
—No obstante, lo haré. Ya he aceptado bastantes misiones desagradables en mi vida por amistad. No habéis sido un amigo cómodo, doctor Josef —refunfuñó.
El barco de guerra El vengador, una liburna, pertenecía a la categoría más alta de veleros rápidos. El vengador tenía tres hileras de remeros, era bajo y puntiagudo, ligero y veloz, y a cada golpe de remo avanzaba dos veces su longitud. La marina imperial poseía noventa y cuatro embarcaciones como ésa. El vengador no era la más grande; su desplazamiento de agua no superaba las diecinueve toneladas, su eslora medía cuarenta y cuatro metros, y tenía un calado de 1,7 metros. Lo propulsaban ciento noventa y dos esclavos.
Habían preparado a toda prisa y, sin embargo, cuidadosamente, todo lo necesario para el transporte del cadáver, incluyendo a un embalsamador. Pero no fueron necesarios sus servicios; el tiempo era favorable, el barco navegaba con viento propicio, y las noches frescas permitían mantener el cadáver en la cubierta superior; durante el día lo protegía un toldillo.
Josef permanecía sentado junto a él, solo. Prefería las noches al día. Soplaba una fuerte brisa y pasaba frío al avanzar a esa velocidad. El cielo era profundo, breve la luna, muy negra el agua con franjas de espuma que refulgían tímidamente. Y Josef seguía junto al cadáver, y sus pensamientos iban y venían como las olas y el viento.
Era una huida, y su enemigo, que no era estúpido, le había cedido su nave más veloz de forma que pudiese huir lo más deprisa posible. Huía vergonzosamente de la ciudad de Roma a la que con tanto arrojo y tan seguro de sí llegara hacía ahora treinta años. Ha permanecido allí una generación entera, durante una generación ha luchado convencido de tener la victoria al alcance de la mano. Ha llegado el final. Ignominiosa derrota y huida. Huir, escapar, evadirse rápida e indignamente en el barco que el propio enemigo pone a su disposición con burlona y afable celeridad. Allí, junto a él, tiene lo que ha obtenido de una generación de luchas: el cadáver de un joven. Ha ganado un hijo muerto, tal es el precio por una generación de arrogancia, de superación, de pesar, de humillaciones y engañosa fama.
¡Cómo vuela el barco, el barco con el irónico nombre de Vengador, la insigne nave, la veloz! ¡Cómo baila sobre el agua! El vengador. Ahí tiene, pues, Matías el veloz barco que deseaba para su regreso a Judea, el más extraordinario y rápido que pudiera imaginar. Un honor para su hijo, que gozó de honores tanto en vida como al morir. Un gran honor que le brinda su amigo el emperador. Para él, para su Matías, se esfuerzan, encadenados a sus bancos, esos remeros, un, dos, un dos, sin detenerse nunca; es para él para quien golpea el oficial marcando el ritmo; para él se hinchan las velas artísticamente dispuestas; para él se abre camino sobre las negras aguas la nave, la mejor del emperador romano, orgullo de la ingeniería naval.
Y ¿a qué se debe? ¿Quién puede saberlo? También su Matías preguntaba sin cesar: ¿por qué? Con su profunda y adorable voz lo preguntaba con infantil ademán; y, sin querer, Josef imita su profunda y amada voz y pregunta al viento en medio de la noche, con su voz: ¿Por qué?
¿Hay alguna respuesta? Sólo una, la respuesta que daban antaño los doctores cuando tropezaban con un problema verdaderamente arduo. Tras discutir, debatir, parlotear, examinar y rechazar, en el momento en que todos aguardaban ansiosos la solución respondían: sigue siendo un problema, difícil, sin respuesta, sin dirimir, kaschja.
Kaschja.
Y, sin embargo, no es cierto. Sí hay una respuesta. Alguien encontró una respuesta hace un par de centurias, y ellos lo rechazaron por su respuesta, y por esta respuesta no quisieron admitir su libro en el canon de las Sagradas Escrituras. Su respuesta no es kaschja. Su respuesta es clara y firme, es la respuesta acertada. Cada vez que Josef sufre una conmoción tropieza en su fuero interno con la respuesta de ese viejo sabio, el predicador, Cohelet, que se ha posado en lo más profundo de su alma, y allí la tiene de nuevo, y es la respuesta acertada.
«Conocí que cuanto hace Dios es permanente, y nada se le puede añadir, nada quitar. Lo que es, eso fue ya; y lo que fue, eso será. Otra cosa he visto bajo el sol: que en el puesto del derecho está la justicia, y en el lugar de la justicia está la prevaricación. Por eso me dije: Dios juzgará al justo y al injusto, porque hay un tiempo destinado para todo y para toda obra. Díjeme también acerca del hombre: Dios quiere hacerles ver y conocer que de sí son como las bestias; porque una misma es la suerte de los hijos de los hombres y la suerte de las bestias, y la muerte del uno es la muerte de las otras, y no hay más que un hálito para todos, y no tiene el hombre ventaja sobre la bestia, pues todo es vanidad. Todos van al mismo lugar; todos han salido del mismo polvo, y al polvo vuelven todos. ¿Quién sabe si el hálito del hombre sube arriba y el de la bestia baja abajo, a la tierra?».
Así lo había sentido él, así lo sintió en su corazón, con la misma certeza con que debió sentirlo en su día Cohelet; así lo pensó entonces mientras velaba el cuerpo de su hijo Simeón-Janiki. Y después, más tarde, no había querido pensar más en ello y se rebeló y lo olvidó. Pero ahora Yahvé se lo recordaba por segunda vez con dureza, sarcasmo y acritud, y lo reconvenía como a un alumno descarriado. Ahora puede grabárselo en el corazón, debe grabárselo diez, veinte veces, como le ordena el gran maestro. «Todo es vanidad, apacentarse de viento». Recuérdalo, Josef ben Matatías, grábatelo con sangre diez, veinte veces, tú que quisiste ignorarlo, tú que trataste de enmendar a Cohelet. Llegaste tú y quisiste refutar las viejas doctrinas con tus hechos y tus obras, con tu Guerra de los judíos y tu Historia Universal y tu Apión. Y hete aquí ahora, en esta nave que avanza sobre el nocturno mar movido por el viento llevando contigo lo único que te queda: tu hijo muerto. ¡Viento, viento, apacentarse de viento!
La fina luna estaba ahora más alta; la cara enjuta y maquillada de Matías irradiaba un leve y pálido brillo.
¿Y qué le dirá a Mara cuando se presente por segunda vez ante ella para anunciarle: muerto está el hijo que me encomendaste?
Quedamente se lamentó al viento de la noche:
—¡Ay de mi hijo Matías, el bendito, el abatido, mi predilecto! Un gran fulgor rodeaba a mi hijo, y era agradable a los ojos de todos, y todos le amaban, los gentiles y los elegidos. Yo en cambio lo colmé de vanidad y acabé por matarlo a causa de mi vanidad. ¡Ay, ay de mí y de ti, mi buen hijo, mi hermoso hijo, bendito, glorioso, mi hijo abatido, Matías! Te di una lujosa túnica como Jacob a su José y te envié a la muerte como Jacob a su hijo José, a quien amaba con un amor inmenso, ridículo y lleno de vanidad. ¡Ay de mí, ay de ti, mi hijo bienamado!
Y pensó en los versos que había escrito, en el Salmo del ciudadano del mundo y en el Salmo del yo, y en el Salmo del soplador de vidrio y en el del valor. Y sus versos se le antojaron vacuos, y sólo le pareció sensata una cosa: la sabiduría de Cohelet.
Pero ¿de qué le valía saberlo? De nada le valía, su dolor no era menor por ello. Y siguió lamentándose en la noche, y su llanto ahogó el rumor del viento.
Los oficiales, marineros y remeros pensaban que era un tipo siniestro ése que transportaba por mar un cadáver. Una misión desagradable, ésa que les había encomendado el emperador. Temían que el judío estuviera maldito por los dioses, temían que los dioses enviasen alguna desgracia a su insigne nave. Suspiraron aliviados cuando avistaron la costa de Judea.
Al recibir la noticia de la muerte de su favorito, Matías, Lucía trató de conservar la calma para resguardarse de la sospecha que no tardó en alzarse ante ella. Al principio pensó en acudir a Roma de inmediato. Pero conocía el carácter desmedido de Josef; sin duda pensaría en una argucia y en un crimen, sin examinar, sin sopesar, y no quería contagiarse de la vehemencia de sus sentimientos. Quería mantener la serenidad, quería formarse un juicio certero antes de emprender acción alguna. Escribió una carta a Josef llena de dolor, de compasión, amistad y consuelo.
Pero el correo que debía entregarle el escrito regresó con la noticia de que Josef se había embarcado para llevar el cadáver del muchacho a Judea.
A Lucía no le molestó que Josef no se hubiera dirigido a ella al abatirse sobre él la desgracia que también era suya; que no le hubiera permitido ser partícipe de su dolor, que no le hiciera llegar ni una palabra. Pero de pronto le pareció ajeno a ella ese hombre que se dejaba llevar por completo, que no conocía medida ni norma alguna, cuyo dolor era tan egoísta como su fortuna. No comprendía cómo había permitido que se le acercase tanto ese ser tan desaforado. Lo que hubo entre ellos podía haber continuado desarrollándose y florecer; ahora, en cambio, su repentina partida lo aniquilaba todo. Era un infeliz, infeliz en su tozudez; atraía la desgracia con su furor y su imagen del pecado. Casi prefirió que hubieran roto sus relaciones de ese modo.
No se atrevía a determinar si Domiciano había cometido otro crimen. Se encontraba en Bajae, y él en Roma; no quería verlo mientras la atormentasen las dudas; no quiso hablarle, pues no quería que le impidiese discernir claramente si era culpable. Si lo era, vengaría a Matías.
Recibió de Domiciano un escrito moderadamente afable. Domitila, le comunicaba, había dejado efectivamente de inmiscuirse en los asuntos de los jóvenes príncipes. De modo que, para su satisfacción, se veía en situación de cumplir sus deseos. Había encomendado al gobernador de Hispania oriental la tarea de anunciarle el indulto a Domitila. De modo que pronto podría recibir a su amiga en Roma.
Lucía respiró aliviada. Se alegró de no haber acusado precipitadamente a Varriguita del asesinato de Matías.
Dos semanas después, al referirle las noticias de la mañana, su secretario le anunció que la princesa Domitila había sufrido una muerte espantosa. Había predicado en su isla el evangelio de cierto Cristo crucificado de acuerdo con las doctrinas de los mineos, una secta judía. Se dirigió ante todo a los nativos de la isla, íberos medio salvajes que habitaban en casas más parecidas a las cuevas donde moran los animales que a viviendas humanas. En una ocasión, al regresar con su doncella de una colonia semejante, un puñado de esa chusma rapaz las siguió para atacarlas, robarles y matarlas. Ello ocurrió tras enviar el gobernador de Hispania oriental un correo que debía comunicarle su indulto. El emperador había mandado crucificar a uno de cada diez miembros de la tribu a la que pertenecían sus asesinos.
El luminoso y valiente rostro de Lucía se turbó al escuchar la noticia; dos profundos surcos aparecieron en su frente infantil, sus mejillas se motearon por la ira. Interrumpió el relato del secretario y dio orden de preparar su partida de inmediato.
Aún no sabía lo que haría. Sólo sabía que le arrojaría a Domiciano su ira a la cara. Por mucho que la hubiera irritado siempre conservó algo parecido al respeto por sus modos salvajes, estrictos; no se había extinguido del todo el amor que le inspiraban su orgullo, su vehemencia, su locura, lo extraordinario de ese hombre. Pero ahora sólo era capaz de ver en él a un animal pérfido y sanguinario. Si había eliminado a Domitila sólo por haberle prometido su indulto, también fue su dura garra la que había abatido al muchacho, al joven, ingenuo y luminoso Matías. ¡Ah, no le faltarán orgullosas y grandilocuentes palabras para justificarse! Pero esta vez no la engañará. Ha asesinado al muchacho por todo lo bueno que había en él, sencillamente porque era como era, o quizá sólo porque era de su agrado. Y también a Domitila la había asesinado por su causa, como un niño malvado que rompe el juguete predilecto de otro. Todo eso se lo dirá a la cara; si no lo hiciera se ahogaría. Le arrojará a la cara toda su rabia, todo su asco.
Partió de inmediato hacia Roma.
Domiciano había experimentado una honda satisfacción en su conversación con Josefo. Al rechazar éste su propuesta de enterrar al muchacho con toda pompa se limitó a sonreír. No lo ofendió la insolencia de Josefo; no hacía más que demostrar que había atacado a su oponente en su punto más débil. Ver a Claudio Regino exponerle el insensato ruego del judío constituyó, quizá, la culminación de su triunfo. Pues ahora podría mostrarse, además, generoso, y probar que lo que había hecho no iba dirigido contra el dios Yahvé. El emperador Domiciano tuvo que castigar la falta del muchacho Matías, mas al favorito del dios Yahvé le reservaba los mayores honores. Y esbozó una amplia sonrisa, alegre y a un tiempo siniestra, cuando supo que, de toda su flota, sólo cabía disponer de la nave El vengador, que Josefo se valdría de El vengador para trasladar a Judea a su hijo muerto. ¡Navega, Josefo, mi judío, navega en mi preciado barco, el más veloz! ¡Que tengáis buen viento tú y tu hijo, navegad, marchaos! Huido, desaparecido, lejos está ya Catilina.
Pero cuanto más lejos sentía al enemigo, cuanto más se alejaba de Roma la liburna El vengador, y con ella el muerto y el vivo, más se apagaba su alegría. Se volvió extrañamente perezoso, rehuyendo cualquier acción. Ni siquiera se animó a realizar el corto viaje hasta el Albano y permaneció en la ardiente Roma.
Poco a poco afloraron sus viejas dudas. Había hecho bien en eliminar a Flavio Matías: era reo de alta traición, y él, el emperador, no sólo tenía el derecho, sino la obligación de castigarlo. Pero su enemigo el dios Yahvé es un ser taimado, ingenioso. El ingenio del hombre no puede derrotarlo. Sabrá cómo justificar su ira ante el acto del romano: haberle arrebatado al retoño de David, el Elegido. Él también tiene buenos argumentos. Pero ¿le valdrán de algo ante el dios enemigo? Todo el mundo sabe lo vengativo que es ese dios Yahvé, y cuán siniestro, y cómo cae su mano certera sobre cualquiera.
¿Qué puede recriminarle el dios Yahvé? Su favorito, el enviado de Yahvé, Josef, se atrevió a lanzarle a la cara el infame Salmo del valor ante todo Roma. Y ese mismo enviado de Yavhé incitó a Lucía a mantener relaciones de amistad con él y a desafiarlo al ensalzar su misión ante los ojos de todos. Pero no fue su deseo de venganza lo que lo llevó a deshacerse de Matías. No quería herirlos. Que así ocurriese fue una consecuencia natural del ejercicio de la función sagrada que le habían encomendado los dioses. No, no les guardaba rencor ni a Josef ni a Lucía; más bien les tenía simpatía. No había sido él el causante de sus desgracias, sino los dioses, los hados, y él, su amigo, ansiaba sinceramente procurarles consuelo.
A pesar de todo no pudo librarse de la vaga sensación de ser culpable y, como era usual en él, trató de deshacerse de esa culpabilidad achacándosela a otro. ¿Cuál fue el origen de aquel hecho? Todo comenzó el día en que Norban le presentó a los descendientes de David. Norban lo hizo con un propósito muy concreto. El emperador había olvidado cuál, pero una cosa era segura: Norban le había entregado conscientemente el primer eslabón de la cadena, una cadena que desembocaba en la muerte del muchacho. Si había algún culpable era Norban.
Pero Domiciano se cuidó muy mucho de constatar esta sospecha o de extraer conclusiones de ella. Sentado ante su tablilla no surgían más que espirales y círculos al pensar en su ministro de policía, y jamás palabras, ni siquiera letras; y esos círculos y espirales correspondían a los pensamientos del emperador. Pero si alguna vez mencionaba a Norban, ante otros o ante sí mismo; se limitaba a decir: «Mi Norban, el más fiel entre los fieles».
Cuando Lucía llegó al Palatino encontró a Domiciano recluido en su despacho; había ordenado que no se le molestase. Pero Lucía insistió tanto en verlo de inmediato que el gran chambelán Xantias terminó por anunciarla. Temía que el emperador lo reprendiese, pero éste permaneció tranquilo e incluso pareció que se alegraba de verla.
Naturalmente, Domiciano temía que Lucía intuyese algo sobre el verdadero final de Matías y de Domitila. Pero una vez más su Norban había hecho un excelente trabajo; había testimonios intachables tanto del accidente que le costó la vida a Matías, como del asesinato de Domitila a manos de los salvajes íberos. Y, si era capaz de justificarse exteriormente, aún más fácil le resultaba hacerlo ante su propia conciencia. Matías era reo de alta traición, y no dudaba de la necesidad de eliminar a Domitila para preservar las almas de los muchachos, sobre todo después de conocer el contenido de la ilícita misiva.
Pero, al ver a Lucía prorrumpir en la estancia, alta, furiosa, indignada hasta en el último pliegue de su vestido, su seguridad se esfumó. Siempre se amedrentaba ante ella, y también en esa ocasión sintió la impotencia de sus argumentos. Pero tal debilidad no duró más que una fracción de segundo. Después volvió a ser el Domiciano de siempre, y con dulces y afables palabras le expresó su pesar por la maldición que les había arrebatado a sus queridos amigos.
Pero Lucía no lo dejó terminar.
—Esa maldición —dijo dirigiéndole una mirada adusta— tiene un nombre: Domiciano. ¡No mientas, calla, no digas nada! No estás ante el Senado. ¡No trates de justificarte! No hay justificación válida para lo que has hecho. No te creo ni una frase, ni una palabra, ni un hálito. Tal vez puedas engañar a tu conciencia, pero no a mí. Y esta vez ni siquiera eso. ¡Has cometido una vileza, una cobardía! Has asesinado al muchacho sólo porque te gustaba; porque incluso tú reconociste la inocencia y la pureza que emanaba de él, y porque no podías tolerar algo así cerca de ti. Por pura y mezquina envidia. ¡Y Domitila! ¡Tú mismo dijiste en una ocasión que no había hecho nada! ¡Puaf! ¡Tu alma está emponzoñada! ¡No te acerques a mí, no me toques! Siento asco de mí misma cuando pienso que he llegado a acostarme contigo.
Domiciano había retrocedido y se apoyó en su escritorio, sudando.
—Sin embargo, lo disfrutaste, querida Lucía —dijo esbozando una mueca—. ¿O no? Yo al menos he tenido muchas veces la manifiesta impresión de que te gustaba.
Lo que el expresivo rostro de Lucía manifestaba ahora era un enorme asco, y poco a poco la mueca fue desapareciendo del rostro carmesí de Domiciano, que por un instante palideció. Pero después recuperó, no sin esfuerzo, su sonrisa, y continuó:
—Debiste sentir un afecto realmente grande por el muchacho —meditó en voz alta con cierto sarcasmo—. Y, en cualquier caso, me resulta interesante, muy interesante, lo que me has revelado sobre la historia de nuestras relaciones.
—Sí —respondió Lucía, ya más serena, y esta serenidad hacía que su desdén fuese aún más acre—, es interesante la historia de nuestras relaciones. Pero ahora ha terminado. Me dejé seducir por ti, te he amado. Diez veces, cientos de veces hiciste cosas contra las que se rebelaba todo mi ser, y una y otra vez me dejé convencer. Pero ahora se ha acabado, Varriguita —y esta vez su «Varriguita» no sonó cómico, sino amargo, cínico—. Se ha acabado —repitió recalcando levemente el «acabado»—. Lograste convencerme en innumerables ocasiones, eres tenaz, lo sé muy bien, y no renuncias fácilmente a un proyecto. Pero te recomiendo que te habitúes a la idea de que todo ha terminado entre nosotros. Soy impulsiva en mis decisiones, pero me atengo a ellas, bien lo sabes. Mis palabras nunca son ambiguas como las tuyas. Me despido de ti, Domiciano. Me asqueas, hemos terminado.
Cuando Lucía se marchó transcurrieron unos minutos antes de que se borrase de la cara acalorada de Domiciano la expresión de turbación y sarcasmo tras la que había pretendido ocultar su ira. Sus ojos miopes seguían fijos en el lugar que ocupara, en sus oídos aún resonaba el eco de sus palabras. Después, poco a poco, su rostro se distendió y se puso a silbar mecánicamente la melodía del famoso cuplé: «Hasta un calvo puede hacerse con una beldad / si tiene con qué pagar».
Se sentó a su escritorio, cogió el estilete dorado y pergeñó algo en la tablilla de cera: círculos y garabatos, garabatos y círculos.
—Hmm, hmm —se dijo—, interesante, muy interesante.
Así que lo despreciaba. Más de uno le había dicho ya que lo despreciaba, pero no habían sido más que palabras, gestos impotentes; era inconcebible que un mortal lo despreciase a él, el amo y dios Domiciano. De todos los mortales, sólo se lo creía de Lucía.
Por un instante dejó que la idea calara en su mente: lo había abandonado. Así pues, interponía un abismo entre ellos. Ese abismo le hacía daño, la frialdad de ese corte se hundía dolorosamente en su carne. Pero después trató de zafarse, se irguió y aceptó que su determinación era irrevocable y que, por tanto, no tenía ningún sentido lamentar lo ocurrido. Sólo había que sacar las consecuencias pertinentes.
Lucía se ha liberado de él, ha renunciado a su protección. Ya no es la mujer que le pertenece, sino la enemiga, la traidora. Ha querido abandonarlo, llamar a Domitila a pesar de que nadie debía saber mejor que ella que Domitila intentaría ejercer una influencia perniciosa en sus hijos. Ya eso podía considerarse alta traición. También se ha carteado con ella, ha tratado de engañarlo para que creyese en la moderación de Domitila y pudiera, una vez cerca y sin trabas, convencerlos para que abjuraran de la religión del Estado. No cabe duda, alta traición. Lucía es una criminal, ha de precipitar el trueno sobre ella.
Decidió quedarse en Roma.
También Lucía permaneció en Roma, a pesar de que el mes de agosto de ese año fue particularmente caluroso. Quizá no regresó a Bajae para no ver la casa y el jardín, que le traerían recuerdos de Matías.
Los príncipes Vespasiano y Domiciano le presentaron sus respetos acompañados por su preceptor Quintiliano. Los últimos acontecimientos le brindaron la oportunidad de inculcarles el lema estoico: «¡No pierdas el juicio en épocas difíciles!». Pero no tuvo necesidad de convencerlos de nada, se mantuvieron serenos, no se lamentaron, sus rostros permanecieron impasibles, rígidos. Eran más hijos de Domitila que de Clemente, auténticos Flavios. Aún no habían recorrido más que una pequeña parte del camino, pero ese camino estaba cuajado de muertos. Debían aceptar la paternidad del hombre que había enviado a su verdadero padre, y seguramente al amigo, al Hades, y a la madre al exilio. Debían vivir a su lado y sólo se les permitía hablar quedo y mediante insinuaciones de lo que más les importaba. El hombre que los llamaba hijos era el hombre más poderoso del mundo, y en ellos recaería un poder inimaginable. Pero se sentían más impotentes que los esclavos que trabajaban en las minas, pues éstos podían hablar de lo que gustasen, podían lamentarse, mientras que ellos, los hijos del emperador, deambulaban en un universo más lúgubre y oscuro que la misma mina, y el sarcástico lujo que los rodeaba no era capaz de ocultar esa oscuridad; únicamente en sueños les era dado despojarse de las máscaras que debían cubrirlos.
Cuando supieron que Lucía había regresado a Roma se sintieron muy aliviados. Pero al verla de nuevo los paralizó la presencia de Quintiliano. Lucía comprobó consternada lo mucho que habían cambiado, cuán distintos eran al vivir en el Palatino. Todo era diferente allí, o quizás ocurriera que sólo ahora era capaz de verlo. No supo qué decirles, los tres buscaban afanosos qué decirse, y el hábil Quintiliano los ayudó más de una vez a superar alguna embarazosa pausa. Pero al fin Lucía no pudo soportarlo más.
—¡Venid aquí —dijo—, no os hagáis los valientes! ¡Sed Constancio y Petronio, y llorad por Matías y por vuestra madre!
Y con estas palabras los abrazó, y olvidaron la presencia de Quintiliano y se entregaron a dulces y tristes recuerdos de Matías y a veladas acusaciones.
Tras ese encuentro Quintiliano habría preferido mantener a sus pupilos alejados de la emperatriz, pero los muchachos se negaron. Domiciano, que, lento como era, no había decidido aún cuándo dejaría caer el rayo sobre Lucía, no quería llegar a una ruptura declarada, de modo que se acordó que los príncipes verían a Lucía cada seis días.
La vida en el Palatino era triste y peligrosa, y el terrible bochorno de aquel verano la hacía aún más insoportable.
Incluso la ciudad se percató de que la situación de Domiciano era cada vez más difícil, y se rumoreó intensamente sobre los malos presagios que se sucedían. En una ocasión, en ese mes cuajado de tormentas cayó un rayo en el dormitorio de Domiciano, y en otra la furia del vendaval arrancó de cuajo la tablilla de su columna triunfal. Los disgustados senadores consideraron oportuno hacerse lenguas de tales sucesos y varios astrólogos afamados declararon que el emperador no sobreviviría al próximo invierno.
Domiciano ordenó enterrar el rayo que había caído en su dormitorio, como prescribía la costumbre, e hizo grabar la inscripción de la columna en el zócalo de modo que ninguna tormenta pudiera borrarla jamás. Norban apresó a uno de los augures; en la cámara de torturas admitió haber sido sobornado por uno de los senadores de la oposición para proclamar lo incierto abusando de su arte. El senador fue condenado al exilio y ejecutado el adivino.
Pero estos presagios no mermaron la simpatía que le profesaban las masas. Se sentían seguros bajo su mandato. Su comedida política exterior comenzaba a dar frutos. Había abandonado su costosa obsesión por la guerra y por alimentar su prestigio, lo que repercutió en el bienestar del país; los gobernadores no se atrevían a esquilmar a las provincias más que moderadamente. Tampoco olvidaban las grandes fiestas y ofrendas que había organizado Domiciano. El pueblo estaba satisfecho con su gobierno, pero los nobles y las clases pudientes lo odiaban. Lamentaban la libertad perdida y el régimen despótico y arbitrario al que se veían sometidos, y había quien se inflamaba de ira al ver el odiado y arrogante rostro del emperador.
Por ejemplo, el viejo senador Corell. Desde que cumpliera treinta y tres años padecía de gota. La abstinencia logró moderar sus sufrimientos por un tiempo, pero últimamente la enfermedad había afectado a todo su cuerpo, desfigurándolo, y sufría unos dolores insoportables. Era un estoico célebre por su valor, sus amigos se extrañaban de que no pusiera fin a sus padecimientos.
—¿Sabes —le susurró en una ocasión a su amigo más íntimo, Segundo—, sabes por qué me domino y soporto esta horrible existencia? He jurado que sobreviviré a ese perro de Domiciano.
Domiciano se burlaba de los malos augurios. Los interpretaban mal, no querían decir nada, bastaba con abrir los ojos para ver cuán afortunado era su gobierno y cómo crecían el bienestar y la satisfacción de su pueblo. Pero era un hombre excesivamente realista para no notar que, a pesar de todo, el odio se extendía en torno a él. Y, con el odio, su misantropía y su miedo.
Se siente terriblemente solo; a su alrededor todos lo traicionan, se venden. Hasta Minerva se ha marchado de su lado, y Lucía ha acabado por abandonarlo. ¿Quién le queda, en realidad?
Pasa revista a los rostros de sus amigos, de sus seres más próximos. Ahí están Marullo y Regino. Pero no son más que ancianos temblorosos, y ni siquiera sabe si puede contar con ellos tras la muerte de Matías. También está Annius Bassus: ése es más joven, y fiable, sin duda. Pero es un necio, un simple soldado, inservible para los sutiles asuntos que trama su fino entendimiento. Y si no ha podido hacerse entender por Lucía a pesar de sus esfuerzos, ¿quién lo entenderá? Norban, quizá. Pero Norban ha ido demasiado lejos, ha visto en el amo y dios Domiciano más de lo que es lícito ver. Y, por otra parte, fue Norban quien puso en sus manos el primer eslabón de la peligrosa cadena. Norban es el más fiel entre los fieles, pero también ha terminado con Norban.
En verdad, sólo queda uno: Mesalino. ¡Qué bendición que los dioses lo hayan cegado! Ante los ojos muertos de Mesalino el amo y dios Domiciano puede descubrir su rostro sin temor, sin pudor. Al ciego Mesalino le es dado conocer lo que ningún otro puede saber. Al menos tiene a alguien en el mundo con quien sincerarse sin que deba temer lamentarlo más tarde.
Domiciano se ha encerrado en su gabinete, pero no está solo, con él, en torno a él están su misantropía y su miedo. ¿Por qué todo eso? ¿Por qué está tan solo? ¿A qué tanto odio? Su pueblo es dichoso, Roma es grande y poderosa, más poderosa y dichosa que nunca. ¿Por qué ese odio en torno a él?
Sólo puede haber un motivo: la hostilidad de ese dios Yahvé. No acepta la reconciliación ese dios. A pesar de sus precauciones sin duda ha logrado, con ese espíritu leguleyo tan oriental, descubrir algo en el suceso de la muerte del muchacho que le da derecho a proceder contra el emperador romano. Seguramente es la venganza de ese dios Yahvé lo que le impide disfrutar de la paz que merece.
¿Es que no hay ningún medio para acallar a ese dios y aplacar su ira?
Hay un medio. Le sacrificará el hombre que ha instigado la muerte del muchacho, el hombre que le puso en la mano el primer eslabón de la cadena, su ministro de policía Norban. Es un gran sacrificio, pues Norban es el fiel entre los fieles.
Continúa ante su tablilla. Pero esta vez no dibuja círculos y garabatos, esta vez consigna nombres. Pues si envía a su Norban al Hades no le dejará recorrer solo el oscuro camino, sino que irá acompañado.
Lentamente hunde el estilete en la cera, con gran pulcritud escribe un nombre tras otro. Ahí está el tal Salvius que osó conmemorar con un festejo a su tío muerto, el emperador Otón, el enemigo de los Flavios por antonomasia. El estilete se recrea grabando el nombre de Salvius en la cera. Ahí está el escritor Dídimo, que en su celebrada historia de Asia Menor había dejado caer insinuaciones que no le gustaron nada. Añade el nombre a su lista y entre paréntesis agrega: «Así como el editor y los escribas». Después, y este nombre lo escribe muy deprisa, viene Norban. Debajo escribe muchos otros sin pensar. A continuación, tras vacilar unos instantes, añade el nombre de Nerva: es un senador entrado en años, que ronda ya los setenta, moderado, precavido, no puede imputarle falta alguna; pero precisamente por ser tan sereno y reflexivo la oposición se congrega en torno a él. Domiciano lee los nombres, hace un buen papel en esa lista. Y sólo entonces escribe lentamente, con cuidado, deteniéndose en cada letra, el nombre de Lucía. Para terminar, como éste no debe ser el último, hace que otros nombres insignificantes cierren el cortejo.
Ha estado muy concentrado en su lista. Ahora que la ha concluido respira con alivio, alza la vista y se siente como tras una victoria. Se levanta, se estira, sonríe, y la cara de Domiciano le devuelve la sonrisa en los espejos de las paredes. Si el dios oriental encontró un argumento para atacarlo, ahora él lo ha invalidado. Le ha sacrificado a su Norban. Ahora habrá de darse por satisfecho, tiene que dejarlo en paz.
A última hora de la tarde cenó con los príncipes. Estaban solos; ni siquiera los acompañaba Quintiliano, que había ido a la casa de un amigo para asistir a un recital. El emperador llevaba algún tiempo mostrándose quisquilloso e irritable incluso con los muchachos, pero ese día, en esa comida, su primo y padre, el amo y dios Domiciano, estaba de un humor excelente. Disfrutaba conversando con ellos. No eran conscientes de lo que le debían, de lo que había hecho para aliviar en algo la carga que los aguardaba.
Los chicos lo miraban serios, pero ese día él no quería saber nada de su seriedad ni de sus penas. Bien, habían perdido a su madre en las últimas semanas. ¡Pero qué madre tan escuálida, reseca, impotente y medio loca! ¡Y qué padre tan grande, tan poderoso, regio y divino habían encontrado en su persona, capaz de poner a sus pies todo su esplendor y sus riquezas! No tenían razón para poner esa cara, y se esforzó por animar a los jóvenes comensales, excesivamente recatados para su gusto. Aún conservaba cierto sentido del humor, un tanto ácido y sin embargo atractivo. Se esforzó por ser amable, se mostró deferente en homenaje a su tierna edad, aun tratándolos como a adultos; les facilitó una respuesta cortés, y terminaron por sonreír afables ante sus bromas.
No, no, esa noche no era exactamente un dios, sino muy humano en ese intento de confraternizar con ellos. Les preguntó por sus entretenimientos predilectos. El príncipe Domiciano le contó cosas sobre los pavos que criaban en Bajae; comenzó con gran entusiasmo, pero después, ante cierta mirada de su hermano, también él recordó a Matías y se fue apagando hasta enmudecer. El emperador pareció no advertirlo, anotó algo en su tablilla, y pasó a hablar de sus propios caprichos y debilidades.
—Me encanta —les confió— sorprender a las personas, tanto en lo bueno como en lo malo. Adoro las determinaciones que cuajan lentamente y la acción súbita que desencadenan. A veces una sorpresa así me cuesta mucho tiempo y esfuerzo.
Vespasiano le dijo entonces:
—¿Y os salen bien siempre esas sorpresas, mi amo y padre?
—Por lo general, sí —respondió Domiciano. Su hermano observó a continuación:
—Habláis como si estuvierais preparando una nueva sorpresa, mi amo y padre.
—Quizá sea verdad —replicó el emperador, jovial y parlanchín.
Los niños levantaron la vista hacia él; en su mirada había temor, odio y curiosidad. Parecía halagarlos que el amo del mundo les hablase con tanta confianza.
—¿Lo veis? —prosiguió el emperador, deleitándose con la expectación que había despertado en ellos—. Os sorprende que vuestro padre os hable, así, sin más, de las sorpresas que prepara. Y eso que lo que pienso hacer no es tan abstruso. Cuando lo haya hecho todos pensarán que era lo más natural. Y, sin embargo, llegará como el delfín que surge de pronto de las tranquilas aguas.
Entonces el mayor de los hermanos, Vespasiano, tuvo un arranque de valor y le preguntó:
—¿Acaso morirá alguien a causa de vuestra sorpresa, mi amo y padre?
Domiciano levantó la vista y lo miró receloso, sorprendido ante tanta insolencia. Pero luego se echó a reír, pues él mismo había dado pie a la pregunta por su familiaridad, y, medio en broma, le replicó:
—Cuando los dioses nos ponemos a bromear no siempre salen bien parados aquéllos con quienes lo hacemos.
Cuando Domiciano les dejó marchar se dijeron:
—Ha planeado un nuevo golpe, el carnicero… Ha de ser una sorpresa y, sin embargo, algo natural… ¿Quién queda aún por matar? ¿Nosotros mismos?… Eso no sería ni una sorpresa ni natural.
Domiciano se había retirado a su dormitorio, como solía hacer en los últimos tiempos después de comer, y los aposentos imperiales quedaron a disposición de los gemelos. ¿No les había incitado el propio emperador a desvelar su sorpresa? Ansiaban saber a quién mataría a continuación. Eran Flavios. Eran dinámicos, vengativos, osados.
Se dirigieron al gabinete de trabajo del emperador. Lo vigilaba un capitán y dos soldados.
—¡Dejadnos entrar! —les rogó el príncipe Vespasiano—. Se trata de una sorpresa, de una apuesta con el emperador. Si pierde él se limitará a reír. Y si ganamos nosotros, capitán Corvin, no olvidaremos que fuisteis vos quien nos franqueó la entrada. Sea como fuere, saldréis ganando, capitán Corvin.
El capitán titubeó. Nunca le había gustado vigilar los aposentos de Domiciano; el menor gesto resultaba peligroso. Los oficiales de su guardia personal solían bromear diciendo: «El que hace guardia con el emperador hace bien en presentar antes alguna ofrenda a los dioses del Hades». Si les impedía entrar, la cosa podía acabar mal; si les franqueaba la entrada, también. No los dejó entrar.
Los muchachos eran Flavios, hijos de Domitila. Las negativas no hacían sino reforzar su tenacidad. Fueron hacia el dormitorio del emperador.
Un capitán y dos soldados vigilaban sus puertas.
—¡Dejadnos entrar! —rogó el príncipe Domiciano—. Se trata de una sorpresa, de una apuesta con el emperador. Si pierde él se limitará a reír. Y si ganamos nosotros, capitán Servius, no olvidaremos que fuisteis vos quien nos franqueó la entrada. Sea como fuere, saldréis ganando, capitán Servius.
El capitán titubeó. Si les impedía entrar podía salir mal parado. Los dejó entrar.
Domiciano yacía sobre su espalda y dormía con la boca entreabierta. Su respiración era lenta y regular; su cabeza, con los párpados encarnados llenos de arrugas y venitas, parecía la de un necio; la barriga se arqueaba hacia lo alto. Un brazo reposaba distendido y como muerto a un lado, con el otro se cubría la cara. Los muchachos se le acercaron de puntillas. Si se despertaba le dirían la verdad:
—Queríamos descubrir tu sorpresa, amo y padre nuestro.
El príncipe Vespasiano metió la mano debajo de la almohada. Encontró una tablilla; él y su hermano leyeron los nombres.
—¿Los recordarás? —susurró el príncipe Vespasiano.
—Algunos, los más importantes —repuso el príncipe Domiciano. El emperador se movió de pronto, un resoplido salió de su boca entreabierta.
—¡Vamos! —susurró Vespasiano. Volvieron a introducir la tablilla debajo de la almohada y se deslizaron fuera de la habitación. El oficial respiró aliviado al verles salir.
—Podéis consideraros afortunado, capitán Servius —dijo el príncipe Domiciano con aire alegre aunque adusto, regio.
—¿Lo has visto? —preguntó Vespasiano—. En la última línea ha escrito: «Pavos príncipes». No quiere matarnos, quiere regalarnos unos pavos.
A pesar de todo decidieron que uno de ellos iría a ver en seguida a Lucía. Vespasiano se hizo cargo de la misión. Llegó hasta ella y se lo contó. Ella lo abrazó, lo besó y le dio las gracias efusivamente. Fue el momento más hermoso de toda su vida.
Antes incluso de que acabara el día se presentó Norban ante Lucía. Estaba indignado por que lo hubiese llamado con tanta premura y misterio. ¿Qué tendría que comunicarle tan importante? Seguramente necias intrigas de amor.
Lucía le contó escuetamente lo que había ocurrido. El tipo rechoncho ni parpadeó; durante su relato no apartó ni un instante de ella sus ojos pardos, los de un perro vigía malvado y fiel. Tampoco ahora dejó de mirarla. Callaba, reflexionando al parecer, no se fiaba de ella.
Después, por toda respuesta, le preguntó en tono objetivo, casi grosero:
—¿Habéis discutido con el amo y dios Domiciano?
—Sí —respondió ella.
—Pues yo no —dijo él, y su tono provocador no llegó a ocultar sus recelos—. Seré franco con vos, mi ama Lucía —prosiguió él—. Tenéis motivos para ser mi enemiga, pero no el emperador.
—Es posible que sepáis demasiado —sugirió Lucía.
—Es posible —meditó Norban—. Pero también puede ser de otro modo. Puede ser que el príncipe Vespasiano se haya dejado llevar por su infantil fantasía y crea que no fue un accidente lo que le arrebató a su camarada Matías y a su madre, sino las perversas intenciones del emperador.
—No debemos descartar —admitió a su vez Lucía— que Vespasiano viniese a verme por ese motivo y me mintiera. Pero no parece probable. En vuestro fuero interno, estimado Norban, sabéis tan bien como yo que Vespasiano dice la verdad y que vuestro nombre y el mío figuran en esa tablilla. Y los dos sabemos muy bien lo que eso significa.
—Me gustaría —gruñó de pronto Norban— retorcerle el cuello a ese petulante de Vespasiano.
Los bucles tan en boga le caían desordenados y grotescos sobre la estrecha frente de su basto rostro; parecía desdichado, un perro fiel y perverso cuyo mundo ha saltado en pedazos. A pesar de su ira, su dolor y su preocupación, Lucía estuvo a punto de echarse a reír ante la burda cólera de aquel ser torvo.
—¿Tanto apreciáis a Varriguita? —le preguntó—. ¿Tanto os saca de quicio que también quiera asegurarse contra vos?
—Yo soy fiel —afirmó Norban obstinado—. El amo y dios Domiciano tiene razón. El amo y dios Domiciano siempre tiene razón, incluso cuando decide eliminarme a mí; el amo y dios Domiciano sin duda tiene sus buenas razones, y hace bien. ¡Y a ese Vespasiano se lo haré pagar! —exclamó furioso.
—¡No digáis tonterías, querido Norban! —replicó Lucía tratando de hacerle entrar en razón—. ¡Considerad las cosas como son! No os resulto simpática, y yo mentiría si dijera que me agradáis. Pero el peligro compartido nos convierte en aliados, lo queramos o no. Debemos adelantarnos a DDD, y no nos sobra tiempo. Los muchachos no recuerdan todos los nombres que figuran en la lista, pero sí algunos. Aquí están. Poneos en contacto con estos señores y haced lo que esté en vuestra mano. Yo por mi parte me ocuparé de que Domiciano pase la noche conmigo. ¡Ocupaos vos del resto!
Norban la miró largamente con sus ojos castaños, vigilantes y sin embargo obtusos, meditando.
—Ya sé —dijo Lucía— lo que estáis pensando. Os preguntáis si no deberíais presentaros ante el emperador para contarle lo que acabo de proponeros. No me parece muy aconsejable, querido Norban. No conseguiríais más que aplazar vuestra propia ejecución, pero sólo eso: aplazarla. Pues entonces sabríais aún más cosas del emperador, y precisamente el dolor que le causaría cumplir con el deber de eliminaros lo haría tanto más perentorio. ¿Tengo razón?
—Tenéis razón —admitió Norban—. ¡Ese príncipe indiscreto! —gruñó, incapaz de serenarse.
—¿Acaso habríais preferido morir ignorando que le debíais vuestra muerte —le preguntó Lucía muy interesada— a adelantaros a él sabiéndolo?
—Sí —reconoció Norban, afligido—. Estoy muy decepcionado —dijo, sinceramente conmovido—. ¿Y estáis segura —preguntó por último insolente y gélido— de que convenceréis al emperador para que duerma con vos a pesar de vuestro enfrentamiento?
A Lucía no le molestó su pregunta, más bien la divirtió.
—Sí, lo estoy —respondió.
Mi amo y dios Domiciano, Varriguita, DDD, no sé qué avieso dios pudo llegar a inspirarme palabras tan osadas y necias como las que os dirigí el otro día. Sirio ha debido cegarme. Pero conozco la benevolencia y la generosidad del emperador Domiciano. Pensad en aquella noche en la nave que nos conducía a Atenas. Pensad en la noche que vivimos cuando tuvisteis la bondad de hacerme regresar. ¡Perdonadme! ¡Venid a verme y decidme personalmente que me perdonáis! ¡Venid esta misma noche! Os espero. Y, si venís, os entregaré los materiales que necesitáis para vuestra villa de Selinunte a la mitad de su precio. Vuestra Lucía.
Domiciano sonrió al leer la carta. Pensó en su lista. Pensó en Mesalino, con quien al día siguiente comentaría la lista. Recordó las noches que mencionaba Lucía.
Le gustaba que aquéllos a los que eliminaba admitiesen que su acto constituía un justo castigo, una medida necesaria. Se alegraba de que Lucía admitiese su falta. Se alegraba de que aún lo amase. Sin duda. ¿Cómo no iba a amarlo habiéndose dignado él hacerla objeto de su amor? Pero eso no alteraba la situación. Su falta no era menor por el hecho de que la traidora Lucía fuese además la mujer que amaba. No flaquearía, no borraría su nombre de la lista.
Pero aceptará su invitación. Es una mujer extraordinaria. Cuando piensa en la cicatriz bajo su pecho izquierdo le tiemblan las rodillas. Los dioses son benévolos al permitirle besar una vez más esa cicatriz. Es una mujer espléndida, la mujer que le corresponde. Una lástima que haya cometido alta traición y que no vaya a tener muchas oportunidades de escribirle más cartas como ésa.
De modo que el emperador fue a verla y durmió con ella. Tras los abrazos reclinó su gran cabeza sobre el hombro de Lucía, que no retiró el brazo. Contempló la cabeza del durmiente bajo la luz mate de la lámpara de aceite buscando en ese rostro hinchado, distendido, cansado, aquél que viera por primera vez cuando aún se le llamaba «Frutito» y era un inútil en quien nadie confiaba excepto ella. Había dejado de amarlo, pero no lo odiaba; no lamentaba su decisión, pero ya no sentía esa amarga satisfacción que la colmara cuando se ganó a Norban para su causa, para su venganza. Esperaba, y sentía el corazón tan cansado y pesado como el brazo en el que reposaba esa cabeza.
Finalmente llegaron Norban y los suyos. No consiguieron entrar tan sigilosamente como habían previsto, pues el siempre cauto Domiciano había acudido con dos oficiales, que hacían guardia en el pasillo delante del dormitorio. De modo que Domiciano acababa de despertarse cuando entraron los conjurados.
—¡Norban! —exclamó—: ¿Qué ocurre?
Norban confiaba en sorprender a su amo dormido. Lo turbó escuchar que lo llamaba, y se detuvo cerca de la puerta.
El emperador se había despejado por completo, vio a los hombres detrás de Norban, vio las armas, la cara y la actitud de Norban. Y comprendió. Saltó de la cama desnudo, buscó una salida, se abalanzó sobre los hombres y pidió auxilio con un chillido. Uno de ellos le lanzó una estocada, que no acertó. El emperador trató de defenderse y forcejeó con el hombre sin dejar de gritar.
—Lucía, perra, ¡ayúdame! —exclamó con la voz quebrada volviendo la cabeza. Lucía se arrodilló sobre el lecho con el torso desnudo y observó con una mirada pesada, triste y expectante a su marido, que luchaba por su vida.
—Es por Matías —dijo, y su voz sonó extrañamente fría y serena. Entonces comprendió Domiciano que era con el dios Yahvé con quien se las veía, y no se resistió.
Antes del amanecer la ciudad entera sabía que el emperador había sido asesinado.
Tras recuperarse del terrible susto y de su indignación, Annius Bassus pensó en proclamar gobernantes a los hijos adoptivos del asesinado, los príncipes Vespasiano y Domiciano. Los oficiales y los soldados de la guarnición apreciaban al muerto, y con su ayuda podría lograr que el Senado reconociese los derechos de los príncipes. Pero no era lo bastante inmoral y hábil como para presentarle al Senado a «sus» emperadores sin consultar antes con Marullo y con Regino.
Cuando por fin logró ponerse en contacto con ellos era demasiado tarde. El viejo Nerva, dirigente de la oposición senatorial que también figuraba en la lista de Domiciano, había sido informado por Norban de los acontecimientos antes incluso de que ocurrieran. Convocó de inmediato al Senado. Si el atentado fracasaba, se dijo, encargaría rogativas a los dioses por haber salvado la vida del emperador; si tenía éxito, sus amigos lo nombrarían sucesor de Domiciano. De modo que, a primeras horas de la mañana, los padres convocados se hallaban congregados, y al aparecer por fin Marullo y Regino en el Senado mientras Annius alarmaba a la guarnición ya se había presentado la propuesta de escarnecer la memoria del muerto.
En cuanto lo supo, Marullo, indignado, quiso oponerse a la medida. Pero los demás no tardaron en acallar su voz y las de los pocos senadores fieles al emperador que se atrevieron a alzarse, lanzando los más terribles insultos contra el muerto. A toda prisa adoptaron una medida denigrante tras otra para erradicar incluso su memoria. Se decidió derribar sus estatuas en todo el Imperio, y destruir o fundir las tablas que conmemorasen sus actos. Y, por último, Marullo y los suyos asistieron a un espectáculo como no había ofrecido jamás el Senado romano desde la fundación de la ciudad. Pletóricos de entusiasmo por el poder recuperado, rememorando con acritud la humillación padecida, las sesiones en las que ellos mismos, los allí presentes, debieron condenar a muerte a los mejores hombres de sus filas, a sus líderes, los senadores convocaron a artesanos y esclavos para llevar a cabo de inmediato y de forma palpable la destrucción de su memoria. Sí, incluso les ayudaron a hacerlo. Querían participar personalmente en el exterminio, en la erradicación del insolente déspota. Avanzando desvalidos sobre sus altas botas con sus lujosas túnicas, echaron mano de mazas, hachas y palancas, se subieron a las escaleras y golpearon los bustos y medallones del odiado emperador. Se deleitaron derribando las estatuas con la altiva faz del muerto; truncaron, mutilaron sus miembros de piedra o de metal, gritando desaforados; erigieron en la recepción de la Curia una especie de pira, y arrojaron las efigies horriblemente desfiguradas.
Después, tras denostar de ese modo al despotismo, al gobierno de un solo individuo, se aprestaron a sustituirlo por el régimen de la libertad, es decir, el gobierno de los sesenta senadores más influyentes, y nombraron emperador a Nerva.
El anciano senador, un hombre muy culto, gran jurista y experimentado orador, benévolo, liberal y altruista, había tenido un día muy movido la víspera, una noche agitada, y una mañana no precisamente tranquila. Durante ese tiempo lo atenazó la duda de si lograría eliminarlo Domiciano a pesar de sus precauciones. En lugar de eso se encontró con que, a sus setenta años, no sólo había logrado sobrevivir al emperador, de cuarenta y cinco, sino ocupar su trono. Pero tras todas esas emociones y la tensión de las últimas horas se encontraba exhausto, y con razón, y la alegría que le causaba la idea de regresar a su casa, bañarse, desayunar y acostarse era casi tan grande como la que le producía su mandato.
Pero no le fue dado disfrutar tan pronto de la ansiada paz. En cuanto llegó a su casa acudió a verle Annius encabezando un importante destacamento y en compañía de Marullo y Regino. Annius estaba disgustado por su propia lentitud; por la lasitud de su cerebro habían sido despojados del mando que legítimamente les correspondía los hijos adoptivos de su venerado amo y dios. Quería salvar lo poco que aún podía salvarse. Interpeló a Nerva y se entregó a terribles amenazas: el ejército no toleraría que se arrebatase el trono a los Flavios, vencedores de Germania, Britania, Judea y Dacia. El nuevo emperador era un hombre de modales serenos, distinguidos; las rudas voces de Annius lo pusieron muy nervioso, y podría haber replicado a su poco objetivo discurso desde la perspectiva jurídica. Pero estaba muy cansado, no se sentía con ánimos, y al otro lo respaldaban treinta mil soldados mientras que él contaba sólo con quinientos senadores. De modo que prefirió no percatarse de la grosería del basto general y en lugar de ello se dirigió hacia sus dos acompañantes, que sabía tratables, y les preguntó muy amable:
—Y vosotros, señores, ¿qué deseáis?
Éstos, realistas como eran, sabían que aunque los respaldase la guarnición de la ciudad era dudoso que los ejércitos de las provincias guardasen fidelidad a los Flavios. Pero el indigno comportamiento de los senadores los había afectado profundamente. La visión de esos hombres entrados en años subiendo por las escaleras con sus altas botas, las túnicas orladas de púrpura y las rodillas temblorosas para golpear la efigie del hombre cuya mano se esforzaban por besar no hacía ni tres días, les había repugnado. Querían manifestar su desaprobación.
El nuevo emperador, adujeron, era jurista. Debía por ello hacer valer el derecho frente a quienes habían asesinado alevosamente a Domiciano. Se dirigieron a Nerva con moderación, sin recalcar cada tres frases «nos respalda el ejército» como hiciera el grosero general. Lo que pedían no era mucho, sólo una cosa: que se castigase a los culpables. Pero su exigencia era tajante y perentoria, y no hubo forma de disuadirlos. Nerva tuvo que entregarles de inmediato —y ésa fue la primera acción del nuevo gobernante, a quien en principio todos consideraban justo y equitativo, incluso benévolo— al principal culpable, Norban, el hombre a quien debía el trono.
Tras esa concesión tuvo Nerva que admitir que debía adoptar de inmediato ciertas medidas que garantizasen su seguridad. No, su vieja y cansada cabeza no podía descansar aún sobre la almohada si no quería arriesgarse a que la separasen por la fuerza del tronco. Antes de retirarse a su dormitorio debía escribir una carta. Y el viejo emperador la dictó con todos los miembros doloridos de cansancio. En ella ofrecía la corregencia a su joven amigo el general Trajano, comandante supremo del ejército que operaba en la frontera germana. Después, por fin, se acostó.
Marullo y Regino fueron a ver a Lucía. Querían salvarla, y castigarla.
—No deseo discutir sobre vuestros motivos, mi ama y diosa Lucía —dijo Regino—, pero habría sido más delicado, y sin duda más inteligente, que os hubierais puesto en contacto con nosotros en lugar de hacerlo con Norban.
—Os tengo por amigos, a vos, Regino, y a vos, Marullo —replicó Lucía—. Pero, sinceramente, si os hubieran obligado a elegir entre salvar a Domiciano o a mí, ¿os habríais decidido por mí?
—Quizás habría habido otra salida —respondió Marullo.
—No había ninguna —dijo Lucía fatigada—, Norban era mi aliado natural.
—Sea como fuere —resumió Regino—, habéis conseguido que nuestros queridos muchachos pierdan su trono para siempre, y vos, querida Lucía, corréis un serio peligro, tanto vos como vuestro negocio de ladrillos.
—De estar en vuestro lugar, querida Lucía —añadió Marullo—, yo habría avisado a vuestros viejos amigos a tiempo para no perjudicarlos, y para que ayudasen a los jóvenes príncipes.
Lucía meditó medio minuto.
—En eso tenéis razón —dijo entonces muy razonablemente.
—Lo lamento por él —dijo poco después Regino—. Se le ha tratado injustamente.
—Si os dirigís a mí —respondió Lucía—, si lo que pretendéis es que os dé la razón, pedís demasiado. Ninguna mujer cuya vida se haya visto amenazada y que se haya librado de la muerte por un pelo puede ser tan objetiva. ¡Y pensad también en mi Matías!
—Y, sin embargo, se le ha tratado injustamente —insistió tozudo Regino.
—Dejemos —propuso el conciliador Marullo— que lo decidan los poetas y los cronistas. ¡Ocupémonos más bien de vuestro futuro inmediato, querida Lucía! Tenemos motivos para pensar que corréis peligro. Annius Bassus y sus soldados no os tienen aprecio.
—¿Tenéis alguna exigencia que transmitirme? —preguntó Lucía, imperiosa—. ¿Os apoya el ejército? —prosiguió, burlona.
—Es cierto que nos apoya el ejército —replicó Regino, amable y paciente—, pero lo que queremos transmitiros no son exigencias, sino consejos.
—¿Qué queréis, pues? —preguntó Lucía.
—Queremos —formuló Marullo— que el cadáver de Domiciano tenga un entierro digno. El Senado ha mancillado su memoria, como sabéis. Una ceremonia pública provocaría disturbios. Os proponemos que le erijáis una pira cuanto antes, si no en la propia Roma al menos muy cerca; digamos, por ejemplo, en vuestro parque de Tibur.
Lucía ya no odiaba al muerto, pero siempre había sentido aversión por los sepelios. Esta aversión se reflejó en su expresiva cara.
—¡Cuánto lo odiabais! —dijo Marullo. En ese momento su cara se distendió.
—No odiaba a Varriguita —dijo; parecía muy cansada, y de pronto se convirtió en una mujer vieja.
—Creo que a DDD le habría gustado —dijo Marullo— que fuerais vos precisamente quien organizase su sepelio. ¡Recordad que fue él quien quiso incinerar a Matías!
—Sería conveniente —añadió Regino— que fueseis vos. Así contrarrestaríamos los rumores de que habéis tenido algo que ver con el crimen del traidor Norban.
—El traidor Norban —dijo Lucía pensativa—. DDD no tuvo a nadie más fiel.
—Tampoco vos le odiabais, querida Lucía —se mofó Marullo, subrayando el «vos».
—Bien —asintió Lucía—, me ocuparé de ello.
Pero resultó que alguien había hecho desaparecer el cadáver de Domiciano. Había sido su vieja ama Filis la que se lo había llevado en secreto corriendo graves peligros.
Se dirigieron a la casa de Filis, una sencilla finca rústica no lejos de Roma. Sí, allí estaba el cadáver. Filis, una anciana increíblemente obesa, no había escatimado nada; el cadáver estaba lavado, ungido, perfumado, preparado, y sólo los mejores especialistas habrían sido capaces de una obra así. Allí estaba Filis junto al catafalco, con las lágrimas corriéndole por las fláccidas mejillas.
Una vez muerto, Domiciano ofrecía un aspecto sereno y digno. Nada quedaba en él de la forzada desmesura que su rostro mostrara en vida. Las cejas, que el miope solía fruncir con gesto amenazador, estaban distendidas, y los párpados cerrados ocultaban los ojos que un día lanzaran miradas tan vehementes y tenebrosas; de toda esa energía sólo quedaba el decidido mentón. Una corona de laurel adornaba el cráneo medio calvo; la vieja lamentaba no haber podido hacerse con otras insignias de su poder. Pero el rostro del fallecido era ahora hermoso, viril, y Marullo y Regino juzgaron que DDD tenía un aspecto más regio que cuando se esforzara por parecer el amo y dios de todo el orbe.
La vieja había erigido ya la pira. Se negaba a que Lucía, la asesina, presenciase la cremación. Los dos caballeros se presentaron de nuevo ante Lucía; propusieron sacar por la fuerza el cadáver de la casa de Filis y llevárselo a Tibur, a la villa de la emperatriz. Pero Lucía se negó. En lo más hondo de su ser se alegraba de tener un pretexto para renunciar al gesto que le habían solicitado. Volvía a ser la Lucía de siempre. Había amado a Domiciano, había obtenido de él cosas buenas y malas, y ella le había dado cosas buenas y malas, estaban en paz, el difunto ya no podía exigirle nada. No temía las consecuencias de su acto, ni a Annius y sus soldados.
De modo que cuando se instaló el cadáver del último emperador Flavio sobre la pira funeraria sólo estaban presentes Marullo, Regino y Filis. Abrieron los ojos al difunto, lo besaron, y después prendieron la madera volviendo el rostro. El perfume de que estaba impregnado desprendía un olor fortísimo.
—¡Salve, Domiciano! —exclamaron—. ¡Salve, amo y dios Domiciano!
Filis lloraba y se lamentaba, se rasgó las vestiduras y se arañó la rolliza carne.
Marullo y Regino vieron arder la pira. Probablemente no había nadie, ni siquiera Lucía, que conociera mejor las debilidades del muerto ni sus virtudes.
Al extinguirse la pira Filis apagó los rescoldos con vino, reunió los restos y los regó con leche, secándolos después con trapos de lino; a continuación los colocó en una urna mezclados con pomadas y perfumes. Con la ayuda de Marullo y Regino logró que se le permitiese entrar de noche y en secreto en el templo de los Flavios. Allí enterró los restos de Domiciano, junto a los de Julia, a quien también había amamantado; pues la temible anciana siempre había pensado que Lucía no era la esposa más adecuada para él, sino que a su águila, Domiciano, le correspondía su palomita, Julia.
Al día siguiente, y en presencia de su amigo Segundo, el anciano senador Corell, torturado por la gota, que hasta aquella hora había soportado sus dolores con viril entereza, se abrió las venas. Había logrado su propósito, había asistido a la muerte del maldito déspota y la restauración de las libertades. Su día había llegado. Moría feliz.
Había llegado el día. El senador Cornelio, el historiador, se encontraba en su despacho reflexionando sobre lo ocurrido. Las profundas arrugas que surcaban su cara ocre, adusta, se agudizaron aún más; hacía poco que había cumplido los cuarenta, pero tenía el rostro de un anciano. Recordaba a sus amigos muertos, a Senecio, Helvid, Arulo; recordó afligido las veces en que quiso hacerlos entrar en razón. Sí, de eso se trataba, de ser razonable, paciente, de guardarse la ira hasta que llegase el día de darle rienda suelta. Por fin había llegado el momento. Se trataba de sobrevivir al terror. Él, Cornelio, lo había logrado.
La sensatez era buena, pero no procuraba la felicidad. El senador Cornelio no era feliz. Recordó las caras de los amigos que marcharon a enfrentarse con la muerte, las de sus esposas en el exilio. Rostros amargados y, sin embargo, de gentes que están en paz consigo mismo. Eran héroes, mientras que él sólo era un hombre, un escritor. Ellos sólo eran héroes, y él un hombre y un escritor.
Era historiador. Había que juzgar con un criterio histórico. Hicieron falta héroes para los tiempos de la fundación del Imperio y de la República, pero para estos siglos, para la Monarquía, lo que se necesitaba eran hombres razonables. El Imperio sólo pudo fundarse con heroísmo. Mantenerlo requería sensatez.
Pero bien estaba que hubieran existido Helvid, Senecio y Arulo. Toda época requería héroes para mantener viva la dignidad hasta el momento en que ya no fuera viable. Y se sentía dichoso de poder expresar con palabras todo el odio acumulado contra el tirano y la amorosa y dolida memoria de los amigos. Extrajo las innumerables notas y apuntes que había pergeñado y se aprestó a esbozar un retrato exhaustivo de la época que abarcaría su libro. Con vehementes y adustas frases ensambladas cual bloques de granito describió el terror y los crímenes del Palatino, y para el heroísmo de sus amigos encontró palabras amplias y claras como el cielo en un día de primavera.