Capítulo treinta y cuatro

El nombre de Linden Manor deriva de la avenida de árboles de lima que dan un sello inolvidable al acceso a la mansión. La casa es un conjunto extendido de construcciones de ladrillo de la época de los Tudor, restaurado durante el siglo XIX por un millonario con delirio de grandezas que añadió la capilla gótica y el toque de locura, una grotesca torre inspirada en las leyendas del rey Arturo. Con todo, el aspecto estético de la mansión de Sydney Garin y Peter Shetland, atestada de antigüedades, era un factor de menor importancia para todos, salvo quienes tuviesen el privilegio de llegar a la propiedad de más de cien hectáreas frente a la cual los turistas vulgares mantenían una distancia respetuosa.

El enorme comedor se percibía aquella noche mediante la luz parpadeante de tres enormes arañas de cristal policromado del siglo XVIII. Las llamas de las velas bailaban reflejadas en la vajilla de plata maciza y permitía distinguir algunos de los cuadros de marinas de escuela holandesa situados más allá de la luz.

—No tenemos en exhibición todo esto cuando vienen a visitamos los nazis —dijo Sydney Garin. Tenía una dicción extranjera y una voz nasal. Las palabras respondían a un elogio de Barbara a propósito del arreglo de la mesa. Con una risa, añadió—: Las cosas que ellos pueden permitirse comprar harían un pobre papel junto a éstas.

Mayhew esbozó una sonrisa un tanto forzada. Las anécdotas de Sydney sobre sus estafas a su clientela no divertían mucho, aun cuando se tratase de nouveaux riches. Aun nouveaux riches nazis. Además, no le interesaba mucho el tema de las antigüedades de Sydney, en el cual se combinan el arte y los negocios, ambos «tabú» en toda mesa respetable de club elegante o casino de oficiales. Pinchó de mala gana su Perdreau à la Normande. ¡Cazar perdices era una cosa, pero comerlas era muy distinto! En cuanto a su preparación según recetas francesas, utilizando calvados, por ejemplo, a juicio de Mayhew era una costumbre repugnante. En vista de todo ello, extendió la comida sobre su plato como para dar la impresión de haber comido algo.

En un extremo de la mesa estaba sentada la señora Garin, una mujercita opaca que tenía aspecto de sentirse incómoda en su reluciente vestido de brocado. Junto a ella estaba su hijo, David. David se mostraba atento con su madre y apenas parecían reparar en la conversación que tenía lugar en el sector opuesto de la mesa.

Douglas observaba a Mayhew. El hombre era un misterio y Douglas cambiaba sin cesar de parecer acerca de él. La actitud aplomada, la energía y los chistes daban la impresión de que era un hombre joven, lo mismo que el rostro apuesto, el cuerpo musculoso y el pelo oscuro y ondulado. Al mirarle de cerca, no obstante, se percibían las arrugas y los dientes algo amarillentos y la tensión que le hacía fruncir demasiado el ceño y jugar con el cuchillo y el tenedor.

Un sirviente llenó la copa de Douglas con Château Léoville. Barbara rió ante algo que dijo Sydney Garin. Al mirar a su anfitrión, Douglas no pudo menos que recordar la forma descortés en que trató a Garin en más de una ocasión. Miró luego al hijo de Garin. David era un muchacho bien parecido, con pelo rizado y los mismos grandes ojos pardos de su padre. El caso era, sin embargo, que David había concurrido a un famoso internado secundario de Inglaterra y allí había aprendido a mantener una expresión impasible y los ojos entornados.

—El día que invadieron mi país, Barbara —dijo Garin, tocándole un brazo— yo me dije: «Garin, tienes que ayudar a expulsarlos».

Mayhew frunció el ceño. Estaba tratando de recordar qué ejército había invadido Armenia y en qué fecha. Acababa de decidir que Garin se refería a los bolcheviques, cuando éste dijo:

—Nosotros, los ingleses, siempre pensamos así. —Mientras hablaba hizo un amplio gesto con el tenedor—. No hemos tenido invasores desde Guillermo el Conquistador. —Dirigiéndose a Mayhew con aire confidencial, aclaró—: Y eso fue en 1066, George.

—¿Sí? —preguntó Mayhew, muy rígido—. Nunca fui muy bueno en historia.

—No le gusta la perdiz, ¿eh? —le dijo Garin, inclinándose a estudiar el plato—. Ah, no importa. La semana pasada recibí a un coronel nazi que dijo que mi mejor caviar de Beluga estaba demasiado salado. ¡Estúpido! Perdona la franqueza, Barbara. —Garin levantó un dedo y dijo a un sirviente uniformado—: Tráigale un plato de rosbif frío al coronel Mayhew. —Seguidamente, dijo a éste—: Eso está más dentro de su estilo, George.

Mayhew tenía la sensación de que era objeto de una burla, o peor aún, de que estaba haciendo un mal papel.

—¡No, no, no, no! —exclamó, levantando una mano en un gesto de cortés negativa.

—Y traiga también un poco de mostaza inglesa —añadió Garin al camarero, a la vez que palmeaba a Mayhew en el brazo—. Conozco bien las cosas que les gustan a ustedes los exalumnos de internados famosos: arroz con leche, carne fría y mucha salsa espesa. ¿Tengo razón o no, George? ¿Tengo razón? —Volviéndose hacia Barbara, dijo—: Qué gente más rara somos los ingleses. A mi hijo David le gusta ese mismo tipo de comida —David se ruborizó—. Y este chico, Peter, también. Es obra de los internados famosos que sirven a nuestros chicos esa comida horrorosa. Si yo se lo permitiera, Peter comería budín hecho con grasa todos los días de su vida.

—¿Te refieres a tu socio, a Peter Shetland? —le preguntó Barbara.

—A lord Campion —corrigió Mayhew, dirigiéndose más a Sydney Garin que a Barbara. A espaldas de ellos, uno de los camareros se puso un par de guantes antes de mover irnos troncos en la chimenea y colocarlos sobre las llamas.

—Yo no me fijo mucho en los títulos —dijo Garin—. Cuando vivía en París, la mitad de los que trabajaban en la cocina eran duques, príncipes y qué sé yo.

—¿Auténticos? —preguntó Barbara.

—Ahora sí que me haces una pregunta difícil —contestó Garin, mirando alrededor de la mesa para asegurarse de que todas las copas estaban bien llenas. Vio que Douglas había terminado casi la entrada de perdiz—. Douglas disfrutó de su perdiz, ¿no, Douglas?

—Está exquisita.

—Más perdiz allí —ordenó Garin—. Comedla cuando está recién preparada, Douglas. No vale nada cuando se enfría —Garin bebió un poco de agua. Apenas había probado su vino—. ¡Auténticos, dijiste! ¿Te refieres a que si los amigos llaman a alguien por el título de «duque», es un duque auténtico, pero si se llama a sí mismo duque, no lo es? —Garin miraba a Barbara, pero no pudo resistir la tentación de mirar rápidamente a Mayhew para ver si picaba el anzuelo.

—¿A qué hora llega este señor? —preguntó Mayhew, consultando su reloj de oro.

—Me gustaría que me dejara acompañarle —le dijo Barbara.

—Y a mí me gustaría poder permitírselo —dijo a su vez Mayhew, apartándose un mechón de la frente y dirigiéndole su sonrisa más atrayente—. El problema es que si la llevo como observadora, aunque sea la periodista más importante en Gran Bretaña, los otros pensarán que es un riesgo para la seguridad.

—¿Y quién va a creer que eres una importantísima periodista norteamericana? —preguntó Garin—. No verán más que a esta criatura radiante de hermosura y dirán en seguida que es otro miembro del harén de Garin. —Al pensar en ello lanzó una alegre carcajada. Su mujer levantó la vista y sonrió apenas. Garin le guiñó un ojo.

Mayhew dejó de sonreír y se dirigió a Garin.

—¿A qué hora dijo que vendría?

El camarero depositó un plato con carne fría sobre la mesa, pero Mayhew apenas lo miró. Desde la chimenea se oyó una serie de crujidos, se vio un breve resplandor de llamas y se dispersó por el ambiente el olor a resina al encenderse el tronco.

Garin extendió una mano y la apoyó en el brazo de Mayhew para tranquilizarle.

—No se preocupe, George. Mi gente encenderá el fuego tan pronto como oigan los motores. Y estoy seguro de que el piloto volará en círculo un par de veces para estar seguro de no dejar caer a su pasajero donde no corresponde. Tiene tiempo de sobra para comer su carne, fumar un cigarro y beber un coñac, y hasta diría, poner los pies en alto unos cinco minutos. —Mayhew tomó su copa y bebió unos sorbos, como si quisiera abstenerse de hablar—. Si se relajase un poco, George, no tendría necesidad de llevar esas píldoras contra la acidez en la cajita de plata dentro del bolsillo de su chaleco.

—Este hombre viene desde muy lejos —dijo Mayhew—. Quiero estar allí para asegurarme de que las fogatas forman el diseño correcto y arden bien. No podemos permitimos cometer errores.

—Mi querido George —insistió Garin con un tono bondadoso y a la vez desprovisto de todo deje de superioridad—. He pasado la mitad de la vida siendo cazado o perseguido. Le doy un buen consejo, amigo, cuando le repito que debe disminuir su ritmo de vida, vivir sólo un día a la vez y aprender a disfrutar de los pequeños placeres… —Garin hizo un gesto vago en el aire—, mujeres bonitas, buenos vinos, buena comida. No podemos vencer a los alemanes la semana que viene, George, sino que será una lucha larga, cuesta arriba. Ahorre fuerzas y piense en planes de largo término.

—¿A qué hora se oculta la luna? —preguntó George.

Garin suspiró.

—Bien, George, bien, termine el vino y vayamos a buscar los abrigos.


Había esa noche otros aviones en el cielo: tres junkers de transporte viajaban con intervalos de cinco minutos, dirigiéndose al oeste en dirección a Holanda y Alemania. Garin ofreció su frasco de plata de bolsillo a Mayhew y a Douglas, pero ambos se negaron a beber. Garin volvió a guardarlo, sin beber él mismo.

—Tienen razón —dijo—. Seguramente estaremos aquí bastante tiempo.

—Sus hombres, allá y en el otro extremo de ese campo de cinco hectáreas, ¿saben que no deben encender sus fogatas antes que nosotros?

—Por favor, George, cálmese. Si sigue paseándose así, me contagiará su nerviosismo.

A poco oyeron el motor del avión. El hijo de Garin hizo arder los trapos impregnados de gasolina y la madera debajo comenzó a lanzar altas llamas amarillas.

Los hombres del lugar del aterrizaje sabían poco o nada de todo lo referente a aviones. Habían cumplido hasta en su menor detalle los mensajes radiados sobre la preparación de la improvisada pista. La primera fogata indicaba el lugar donde el avión debía tocar tierra y las otras dos fogatas, contra el viento, estaban alineadas de forma que ofreciesen puntos de referencia exactos. El avión volaba ya muy bajo sobre el campo iluminado por la luna. El piloto redujo los aceleradores de tal manera que el ruido de los motores disminuyó, mientras confirmaba su posición mediante el control visual. El pasajero vio el lago de curiosos contornos relucir bajo la intensa luz de la luna mientras el piloto observaba la fea torre que en el siglo anterior había sido el punto de emplazamiento de un telescopio astronómico.

Después de describir un círculo, el piloto intentó aterrizar, disminuyendo la velocidad hasta que la gran máquina planeando se deslizó hasta quedar en línea con las tres fogatas al frente. Había casi tocado tierra, cuando las luces se extinguieron. El piloto abrió bruscamente los aceleradores y los motores rugieron al arañar el avión la noche helada y volver a elevarse con esfuerzo. Maldijo en voz baja, como corolario al instante de temor. En forma brusca inclinó un ala hasta que su extremo rozó casi la parte superior de la copa de los árboles y viró el pesado biplano, hasta volver a quedar casi en la misma línea que la pista.

—¿Qué pasa? —preguntó Mayhew.

—No podrá aterrizar en esa pista —dijo Douglas.

—¡Los árboles! —dijo Sydney Garin—. ¿Son demasiado altos?

—No había nada en el mensaje radiado sobre la altura de los árboles alrededor del campo —dijo Mayhew—. ¡Maldito piloto! ¡Tiene que lograrlo! —Douglas miró a Mayhew. Tenía las manos hundidas en los bolsillos y el rostro pálido y tenso.

—Seguramente estará preocupado por la dificultad de la maniobra —observó Douglas—. Probablemente adivina que la tierra está muy mojada, después de tantas lluvias. —El avión volaba sobre ellos, muy bajo.

—Espero que no describa muchos más círculos —dijo Mayhew—. Empezará a llamar la atención si le ven volar sin cesar alrededor de Linder Manor toda la noche.

Sydney Garin no dijo nada. Cuando el avión volvió a acercarse esta vez, no redujo los motores. El piloto comprobaba una vez más lo que había observado antes, mientras recorría toda la longitud de la pista y miraba bien la altura de los árboles. La nariz del avión se levantó y por un instante los hombres en tierra oyeron la fuerza plena del motor al arrastrar las palas de la hélice todo el peso del aparato, conduciéndolo hacia arriba en grandes espirales, como si fuera una gran mariposa nocturna, incapaz de resistir la luz de la luna.

El biplano era ahora sólo un punto contra las nubes que formaban el fondo, cuando el paracaídas se abrió. La luz de la luna se reflejó en las ondulaciones de la seda. Por un instante hubo dos lunas en el cielo, pero una de ellas fue agrandándose cada vez más, hasta que los empleados de la finca de Garin, después de apagar con baldes de agua las fogatas, avisaron a gritos que el paracaídas bajaría en el extremo opuesto del lago artificial.

—No, más lejos —señaló Garin con voz serena—. Tocará tierra en la parte baja del prado. Espero que no hagan demasiado ruido.

—¿Los alemanes?

—No. Tengo una yegua allá que acaba de tener cría. David —dijo a su hijo—. No permitas que nadie moleste a Buttercup.

—Muy bien, papá.

—¡Ustedes dos, no! —gritó entonces a Mayhew y a Douglas cuando éstos se disponían a seguirle—. Los muchachos de la aldea saben callar respecto a lo que pueda caer de un avión… pero que un elegante vestido de etiqueta caiga dentro de una zanja podría imponer un esfuerzo excesivo a sus votos de silencio.

—Será mejor que uno de nosotros esté allí —insistió Mayhew.

—A mis chicos pueden ocurrírseles mil razones para infringir el toque de queda, pero jamás podrán explicar la presencia de hombres como ustedes entre ellos. —Garin dejó escapar otra de sus bruscas carcajadas. No era muy melódica, pero Mayhew y Douglas no pudieron menos que reír a su vez.

Según Garin, llevaría a sus «chicos» solamente media hora volver a Linden Manor con el paracaidista. Sin embargo, el viento había llevado a éste más lejos de lo previsto por la gente que había distribuido las fogatas. El hombre se torció un tobillo al caer en un sector de malezas ásperas junto a las márgenes barrosas del río. Desplegó, además, exageradas precauciones al ignorar las llamadas del grupo que le buscaba y sólo fue posible localizarle gracias a la conducta de un perrito ordinario, propiedad de uno de los muchachos de las caballerizas.

—Su madre siempre iba detrás de los galgos de caza —dijo el muchacho lleno de orgullo cuando volvió con el paracaidista.

Habían transcurrido casi dos horas cuando llegó al salón donde Mayhew, Garin y Douglas esperaban llenos de impaciencia, después de haber recibido la noticia del aterrizaje del hombre. Era el mismo salón donde se habían reunido antes de la cena. Los cortinajes de seda estaban corridos ahora, como lo habían estado antes, y el fuego no había disminuido mucho. A pesar de ello, la atmósfera había cambiado, como suele ocurrir con todos los ambientes al avanzar la noche. Todos los ruidos se percibían con mayor intensidad y claridad. En el silencio oyeron un búho, árboles que se agitaban bajo el viento. El ruido rítmico del reloj con su escultura dorada de un esqueleto, los movimientos del carbón al caer sobre la rejilla, y por fin los pasos de un criado al avanzar por el pasillo. El salón estaba saturado del aroma de los habanos de Mayhew.

—Su visitante, señor —dijo el mayordomo al anunciar la llegada del paracaidista. Era norteamericano, no joven ya, pero al mismo tiempo, como muchos de entre sus compatriotas, con los movimientos y los gestos de un joven. Parecía inquieto, pero no tenía la inquietud nerviosa observada por Douglas en Mayhew esa noche. Era más bien ese tipo de impaciencia que muestran los atletas poco antes de comenzar un encuentro deportivo. Tenía un rostro apuesto, con mandíbula cuadrada, curtido, con ojos algo entrecerrados. Era el rostro de un hombre que había pasado buena parte de su vida en alguna llanura bañada de sol, o bien el desierto. ¿O acaso en playas de moda, o junto a piscinas de natación? Tenía el pelo rubio y cortado muy corto. Douglas había oído hablar de este estilo nuevo e insólito de cortarse el pelo, pero era la primera vez que lo veía. En Gran Bretaña se veía sólo entre algunos prisioneros recientemente liberados y entre algunos miembros del ejército de ocupación alemán.

Como si tuviese conciencia de la impresión producida por su corte de pelo, el norteamericano se pasó una mano por el cráneo. La mano de un hombre puede revelar todos sus secretos y estas manos eran suaves, blancas, sin callosidades y levemente arrugadas, con uñas bien cuidadas y venas visibles. Eran las manos de un hombre rico, con hábitos sedentarios y sin destreza manual, un hombre más próximo a la cuarentena que a la treintena de años y con vanidad suficiente para hacerse atender con regularidad por una manicura.

Junto a la chimenea, el enorme perro lobo irlandés de Garin se movió para contemplar al recién llegado, bostezó y volvió a dormirse, mientras Garin entregaba un vaso limpio al invitado e inclinaba sobre él la botella de whisky. El norteamericano hizo un gesto y Garin le sirvió una buena ración. Apareció un criado con un transmisor de radio portátil. Formaba parte de la carga traída por el paracaidista y su estuche de lona tenía por objeto hacerlo pasar por un acordeón. Sin embargo, ¿qué probabilidades habría tenido este hombre de pasar por un músico ambulante?

—Creímos que el viento le llevaría a las tinieblas del centro de Essex —afirmó Mayhew.

El norteamericano bebió su whisky.

—Oí los tambores de la selva —dijo—. ¡Mmmm! Es la primera vez que bebo en tres semanas.

—Los barcos de guerra norteamericanos son partidarios de la ley seca —comentó Mayhew—. Me advirtieron sobre eso.

—Era un barco británico, un mercante de quince mil toneladas —recalcó el norteamericano—. Será mejor que recuerde esto. Pintamos las insignias del avión para ocultarlas y su gente dio al piloto un grado de oficial en la Armada Británica, por si acaso.

—Esperamos que no necesite invocar este rango —dijo Mayhew.

Al levantar el vaso, el norteamericano para brindar por esto hizo un gesto de dolor y se frotó la espalda.

—Despegamos por catapulta desde el barco, utilizando una vieja catapulta de uno de sus cruceros. Por un instante temí que me hubiese arrancado la cabeza.

—Su conductor estaba un poco nervioso —dijo Mayhew.

—¿Vio esos transportes junkers?

—Los alemanes traen otra división de infantería aerotransportada —dijo Mayhew—. Iban vacíos, y volvían en busca de más.

—No había bastante espacio para meterse en esa pista —observó el norteamericano— y la verdad es que no queríamos dejar un avión estrellado sobre el cual tuviesen que dar explicaciones ustedes por la mañana.

—Muy considerado de su parte —dijo Garin—. ¿Tiene hambre?

—Comimos un gran bistec antes de volar. Es suficiente con el whisky, gracias. —El hombre se miró el zapato. El impacto del paracaídas contra la tierra le había separado totalmente la suela del cuero. Frotó el zapato contra la alfombra para apreciar el espacio abierto.

—¿Habló con su gente en Washington? ¿Cuáles son las disposiciones?

—Hablé —dijo el norteamericano—. ¡Y cuánto hablé!

—¿Y?

—Y dicen que no.

Mayhew le miró, atónito.

—¿Que no? —repitió.

—Llegué a hablar con el mismo presidente… durante media hora. Mantuvo esperando al secretario de Trabajo mientras conversábamos. —Al disiparse la excitación de la llegada, el hombre tenía aspecto de extenuado. Después de atravesar el salón, se dejó caer en un sofá y estiró el cuello para aliviar la tensión de los músculos—. Hablé, además, con amigos personales en el Departamento de Estado, así como por la subcomisión establecida en el Senado para negociar con la gente de ustedes.

—¿Y la armada y el ejército? —preguntó Mayhew.

—Hablé con la armada y el ejército.

—¡No puede ser que los judíos norteamericanos no comprendan que hay que detener a Hitler! —exclamó Garin.

—No hay muchos judíos en el despacho del jefe de Estado Mayor —dijo el norteamericano lacónicamente—: Su rey sería una carga para los Estados Unidos. ¿Imagina usted que Roosevelt desea figurar en los textos escolares como el hombre que invitó al rey de Inglaterra a volver a los Estados Unidos? ¡No! ¿Y qué diablos harían con él? ¿Pretenden que le demos habitaciones en la Casa Blanca, como me dijo un almirante, o bien tendríamos que construirle un palacio propio?

—Estoy seguro de que el presidente no dijo nada de eso —dijo Mayhew.

—Conviene que deje de pensar ya que Roosevelt es un anglófilo fanático. Es un político y en el lugar de donde yo vengo esto significa ser un buen zorro.

—Claro, es algo complicado desde el punto de vista político —continuó Mayhew.

—Perdone, pero debo corregirle. Desde el punto de vista político, equivale al suicidio. Todos los políticos están prometiendo no mezclar a nuestros chicos en una guerra extranjera. ¿Cree usted que nadie va a invitar a su rey allá, cuando es el nudo de toda la disputa europea?

—Guerra —aclaró Mayhew, en una fría objeción al uso del término «disputa»—. Nosotros lo llamamos «guerra».

—Llámenlo lo que quieran, pero para la mayoría de la gente en Estados Unidos, es algo que pertenece al pasado. Y los alemanes son quienes lo pusieron en pasado.

—Pedimos demasiado de ustedes —afirmó Mayhew—. Tal vez sir Robert Benson debería haber viajado a Washington.

El norteamericano se apoyó en el respaldo del sofá y cerró los ojos. Era difícil determinar si estaba cansado, desilusionado, o bien contando hasta diez antes de explotar de furia.

—Hace varias semanas que discutimos ya todo esto —dijo en voz baja—. Ustedes eran quienes tenían tanto entusiasmo por enviarme. Dijeron que un norteamericano bien informado, amigo de Gran Bretaña, tendría las mayores posibilidades de éxito. —Antes de proseguir, cubrió con una mano su vaso para rechazar el whisky que le ofrecía Garin—. No crean que economicé esfuerzos. Y no crean que Estados Unidos está ciego en cuanto a lo que sucede en el mundo. El Congreso ha dado al ejército seis mil millones de dólares en los últimos seis meses, para que tengamos una fuerza de combate mejor y compremos mejores aviones para la Fuerza Aérea. Sucede que tenemos nuestro propio Hitler, sólo que con cara amarilla y ojos oblicuos. Su firma es Tojo.

Mayhew apoyó una mano en la repisa de la chimenea y se quedó mirando con fijeza las llamas.

—Será necesario avisar al rey —dijo con tristeza—. Iré a Canadá, eso es todo.

Al descubrir un trozo de barro pegado a su pantalón, el norteamericano lo despegó y lo arrojó al fuego.

—Tengo la impresión de que no consigo hacerme entender. ¿Es por culpa de mi acento, o algo por el estilo?

—¿Cómo dijo? —preguntó Mayhew con viveza. Se volvió para mirar de frente al norteamericano.

—Quise decir que el rey no será bien recibido en América del Norte. Y con ello me refiero tanto a las tierras nuestras como a las del norte del paralelo cuarenta y nueve.

—Washington no osará prohibir a los canadienses que concedan asilo a su soberano.

—Washington no prohíbe nada. Canadá no lo recibirá. Estuve en Ottawa, conversando con ellos. Tienen los mismos problemas políticos que nosotros. Tener un rey emperador como residente reducirá enormemente la autoridad de su primer ministro.

—El rey se abstendrá de participar en la política del Canadá —dijo Mayhew.

—Los canadienses sintieron la pesada mano paternal de Londres durante muchos años, coronel. Por fin cuentan con cierto grado de independencia. Ahora ustedes pretenden que el rey fije residencia allí. Ningún político desea arriesgarse a lo que puede hacerle la oposición si es parte de semejante paso hacia atrás.

—Cuentan con todo el oro de Gran Bretaña, estimado en seiscientos treinta y siete millones de libras esterlinas tradicionales, oro. Y cuando el HMS Revenge llevó ese primer envío, fueron allá, además, más de mil millones de libras en valores.

—No tiene importancia —dijo el norteamericano—. Los valores están depositados en el edificio de la compañía de seguros Sun Life en Ottawa. El oro está en Montreal. Nadie piensa despojar al rey de su dinero.

—No es dinero del rey —señaló Mayhew, con un destello de indignación.

El norteamericano hizo un gesto de disculpa con la mano, pero Mayhew se había vuelto para sacudir la ceniza de su cigarro sobre el fuego y parecía estar sumamente interesado en el reloj.

En una postura inconfundiblemente norteamericana, el hombre estaba arrellanado en el sofá, con un pie apoyado en la rodilla de la otra pierna, acariciando su zapato roto como si fuese un animalito que necesitase ser reconfortado.

—Tiene los zapatos destrozados —le dijo Douglas. Sabía, no obstante, que el norteamericano no llamaría la atención en un país donde la mitad de los abrigos se confeccionaban con mantas del ejército y las mujeres se hacían vestidos con las cortinas.

—No tiene importancia —replicó el norteamericano, y dejando de acariciarse el zapato, abrió la mano para examinarse los cortes sufridos cuando el paracaídas le arrastró por encima de un cerco. Tenía las palmas manchadas por generosas aplicaciones de tintura de yodo—. Volveré en barco la semana próxima.

—¿Está esperándolo un barco? —le preguntó Douglas.

—Escuadrón de Destroyers 2, el USS Moffet y sus amigos. Es parte de los ejercicios de otoño de nuestra flota en el Atlántico.

—¿Tan cerca de las costas británicas?

—Libertad de los mares, señor. No entramos dentro del límite de las tres millas.

Douglas miró a los otros hombres. Mayhew seguía contemplando el fuego y Garin abría una caja nueva de cigarros con ayuda de un pequeño cortaplumas con mango de marfil.

—¿Alguna vez oyó usted hablar de explosiones atómicas? —preguntó Douglas al norteamericano. No obtuvo respuesta. Prosiguió, entonces—. La Armada de los Estados Unidos ha enviado un escuadrón de destructores a una distancia que resulta una provocación para Gran Bretaña, por aguas que continúan bajo la clasificación de zona bélica. Además, permanecen en las inmediaciones, mientras usted pasa una semana paseando en Londres. ¿Por qué motivo?

Mayhew se irguió y tiró de sus puños. El norteamericano seguía mudo.

—Está a punto de hacer un trato con usted, coronel Mayhew —le dijo Douglas, sin dejar de mirar al norteamericano—. Y para asegurarse de que tenga las mayores ventajas posibles para los Estados Unidos, comienza diciendo «no».

—Pero ¿por qué? —preguntó Mayhew, mirando a ambos sucesivamente.

—Quieren que se destruyan esos cálculos de Spode, coronel.

El norteamericano miró a Douglas con ojos muy abiertos, pero sin que su rostro registrase la menor emoción. Douglas advirtió, no obstante, la forma en que sus dedos tiraban de la suela del zapato rota hasta romperla más aún.

—Un mecanismo atómico en la bodega de un barco. Es el único tipo de arma que podría lograr la conquista de los Estados Unidos por parte de una potencia europea. —Douglas se detuvo muy junto al norteamericano y se dirigió directamente a él, como si no hubiese nadie más allí—. Si Hitler obtiene esta arma, la utilizará contra ustedes, puede estar seguro de ello.

—Lo sé —admitió el norteamericano. Sacando luego una enorme colt automática del bolsillo, preguntó—: ¿Puedo dejar esto en alguna parte? Me ha hecho ya un agujero en el bolsillo —Sydney Garin la tomó y la estudió a la luz, antes de guardarla en el primer cajón de una cómoda antigua.

El norteamericano estaba cansado, con una expresión que Douglas había visto otras veces en otros rostros. Llegaban a un punto en que no les importaba ya mucho ajustarse a la propia historia de los hechos.

—¿Quiere decir —preguntó Douglas— que nadie le habló en Washington del profesor Frick? ¿O del trabajo de investigación en física nuclear que se ha realizado en el Laboratorio Clarendon de Oxford, en el Ciclotrón de Liverpool, en Chadwick, o bien en el equipo de Rutherford del Laboratorio Cavendish? ¿Ni tampoco del trabajo realizado por los alemanes desde que se hicieron cargo de las investigaciones de Bringle Sands?

—Nadie en Washington hablaba de física nuclear —dijo el norteamericano, y al pensar en ello desplegó una ancha sonrisa.

La negativa era demasiado lacónica para convencer a Douglas.

—Entonces, ¿no es usted más que un emisario cualquiera? —preguntó—. ¿Por qué enviar barcos de guerra cuando podrían haber despachado una carta que dijese «no»? —Haciendo una pausa, Douglas bebió unos sorbos de su vaso, sin sentir casi el gusto al whisky—. Supongamos que yo le dijese que a otros gobiernos les interesan también los cálculos que tenemos.

—¿Los rusos?

—Los alemanes pueden ofrecer más.

—¿Qué?

—La revisión de los términos del tratado de paz, —dijo Douglas. Era una improvisación desesperada—. Podremos tener un pequeño ejército, una armada costera y un verdadero gobierno civil que reemplace a los obsecuentes que componen este gobierno colaboracionista. Podríamos dirigir nuestros ministerios de Asuntos Extranjeros y de Defensa. La zona ocupada sería solamente una franja costera y controlaríamos todas las importaciones esenciales, tendríamos una flota mercante, y lograríamos que se ajuste el valor de la libra esterlina en relación con el Reichsmark. Las reparaciones serían reducidas a un mínimo.

—¿Todo eso por unas pocas páginas de cálculos? —preguntó el norteamericano.

—Por muchos años de trabajo duro, millares de horas pasadas sobre máquinas de calcular, por la colaboración voluntaria de nuestros mejores físicos. ¿Sabe usted que los alemanes han comenzado a hacer funcionar su propia pila? Obtendrán plutonio cuando se enfríe. Desde ese punto, hay sólo un par de pasos hasta obtener un mecanismo de explosión atómica.

—Una comisión del Congreso estuvo analizando esta idea —admitió el norteamericano, renunciando a seguir fingiendo—. Hablaron con Einstein. Pero los cálculos de costos llegan a los millares de millones de dólares y no hay certeza de que llegue a ser posible jamás obtener la explosión.

—No subestime la importancia de un resultado negativo. Unos millares de millones de dólares sería un precio bajo por el descubrimiento de que los nazis no podrán destruir la ciudad de Nueva York de la noche a la mañana.

Poco a poco el rostro del norteamericano se iluminó con una ancha sonrisa.

—Usted es el inspector de policía —señaló—. De pronto me di cuenta de quién era. Es ese famoso sabueso de Scotland Yard de quien oí hablar tanto.

—No interesa quién soy —dijo Douglas, sorprendido y un poco irritado—. ¿Tiene poderes para negociar sobre el asunto del rey?

—Me gusta su estilo, ¿sabe? Me gusta su estilo. Barb me dijo que me caería bien y la verdad es que me cae bien —agregó sonriendo—. Es la primera vez que capta algo bien desde el día que me casé con ella, o desde el día antes, quizá.

—¡Usted es Danny Barga!

—El teniente de navío Daniel Albert Barga en persona.

—De modo que le metieron en la Armada de los Estados Unidos —dijo Mayhew, estudiando la ceniza de su cigarro.

—A insistencia del Departamento de Estado.

Mayhew hizo un gesto, como si comprendiese. Incorporar a un hombre a las fuerzas armadas no se diferenciaba mucho de incorporar obreros en huelga. Era una forma de asegurarse de que hicieran ni más ni menos que lo que se les ordenaba.

En aquel momento llegó de prisa al salón uno de los criados y susurró un largo mensaje a oídos de Sydney Garin, quien hizo un gesto afirmativo y luego se puso muy serio. Cuando el hombre se retiró, Garin dijo:

—Me temo que los alemanes encontraron trozos del paracaídas de nuestro amigo.

Danny se levantó.

—Tuvieron que cortarlo —señaló. Estaba enredado en un árbol y no podían llegar a algunas de las cuerdas.

—Alguien debió verle cuando bajaba. Hay un pelotón de infantería que en este momento marcha en formación, revisando mis prados.

—¿Vendrán aquí? —preguntó Mayhew.

—Sin duda —respondió Garin, muy tranquilo—. Los soldados son metódicos, y en especial, los alemanes. Revisarán cada una de las casas de las inmediaciones, incluida ésta. —Garin intentó sonreír, pero no le resultó fácil.

George Mayhew apagó su cigarro con rapidez, como si no quisiera que los alemanes lo sorprendiesen fumándolo.

—Será mejor que nuestras versiones concuerden.

Danny Barga se levantó y dijo:

—Figuro en esa maldita Sonderfahndungsliste que tienen.

—¿No tiene documentos de identidad con otro nombre? —le preguntó Garin.

—Están esperándome en Londres. Las falsificaciones de Washington siempre resultan un poco desactualizadas.

—¿Puede esconderle, Garin? —le preguntó Mayhew.

Antes de que Garin tuviese oportunidad de responder, se oyó una conmoción en el pasillo, que aumentó de volumen hasta que se abrió la puerta del salón. Apareció un criado, con la cabeza baja en la actitud de un toro pronto a atacar. Recuperó con trabajo el equilibrio, antes de caer, por poco, sobre la chimenea y luego se volvió para hacer frente al hombre que le había empujado con tanta violencia dentro del cuarto.

—Me llamo Oskar Huth. Soy el Standartenführer, doctor Oskar Huth —dijo, mirando a los otros—. Ah, inspector Archer, supuse que le encontraría aquí… y al coronel Mayhew y al señor Sidney Garin. Todos rostros que reconozco por figurar en mis archivos confidenciales.

Nadie dijo nada. El criado se frotó la muñeca, en el punto que le había asido Huth para doblarle el brazo contra la espalda. Huth atravesó el cuarto por detrás de todos, pero nadie se volvió a mirarle. Lo oyeron decir entonces:

—Encontraron un paracaídas en las inmediaciones, señor Garin. ¿Estaba enterado?

Garin no repuso. Huth ladraba como un sargento en el patio de instrucción.

—¿Está enterado de ese paracaídas? —repitió.

—Me lo dijeron mis criados —dijo en voz baja.

—¿Y no hizo nada?

Garin se encogió de hombros.

—¿Qué podía hacer?

—Y usted, coronel Mayhew —dijo Huth—. ¿También usted contuvo la curiosidad? ¿Cómo puedo dejar de admirar semejante flema británica? —Un SS-Scharführer asomó la cabeza por la puerta—. Todo en orden aquí, Scharf —añadió Huth—. Asegúrese de que los criados permanezcan fuera de los edificios exteriores y luego congregue a todo el mundo en la sala de servicio. —El sargento hizo entrechocar los talones y se alejó por el pasillo.

—¿Y usted? —preguntó Huth acercándose a Danny Barga—. ¿Quién es usted?

—Soy un ciudadano norteamericano —repuso Barga.

—Siéntese, ciudadano —dijo Huth, apretando de pronto con fuerza los hombros de Barga. El gesto tomó desprevenido al norteamericano, que con poco equilibrio sobre el tobillo dañado, cayó torpemente sobre el mullido asiento.

Huth se acercó a la chimenea y luego se volvió para mirar a todos.

—Desconfío de todos —dijo—. Tienen actitud de gente culpable.

—Usted llega aquí inesperadamente —comenzó a decir Mayhew.

—¡Cállese! —exclamó Huth. Mayhew cayó—. Están todos arrestados —dijo, y dirigiéndose a Mayhew, añadió—: Y no discuta mis órdenes.

Huth se volvió a observar el movimiento del péndulo del reloj. Todos estaban totalmente inmóviles y ahora que el viento había amainado, no se oía nada, salvo el tictac del reloj.

Douglas dio un paso hacia la cómoda, abrió de prisa el cajón superior y sacó la automática colt 45 que había traído el norteamericano. Apuntó entonces con ella a Huth.

—No, Standartenführer —dijo.

Huth se volvió hacia él y sonrió, como si Douglas hubiese cometido un error inexcusable.

—No sea tonto, inspector Archer. Tengo un pelotón de infantería de las SS conmigo.

—Deme el silenciador, Garin —dijo Douglas. Tomándolo, lo colocó en la pistola.

—Baje esa pistola y le prometo olvidar esto —le propuso Huth.

—Si llega a moverse, le mataré —repuso Douglas.

—No se atreverá —afirmó Huth, pero no se movió.

—Quítele la pistola, coronel —dijo Douglas—, y manténgase bien apartado de él mientras lo haga.

—¿Está seguro de lo que hace, amigo? —le preguntó Mayhew.

—Nunca estuve más seguro de nada —dijo Douglas. En su interior, no obstante, sentía latir su corazón con fuerza suficiente como para tres hombres. Tenía, además, un nudo de ansiedad en el estómago. Antes de que pensase nada más, Mayhew estaba ya abriendo la pistolera y retirando de ella el arma de Huth.

—Qué pena me da verle firmarse la propia sentencia —le dijo éste.

—¿Cuántos vehículos? —preguntó Douglas al criado, sin apartar los ojos de Huth.

—Cinco camiones y una motocicleta con sidecar —contestó el criado.

Douglas hizo un gesto mudo. Era el número que había imaginado.

—Hable abajo, por el teléfono interno —ordenó a Huth—. Diga a su Scharführer que cargue a sus hombres en los camiones y se disponga a partir.

—¿Y yo? —preguntó Huth.

—Haga lo que le digo —repuso Douglas, acercándole el teléfono.

—No —dijo Mayhew. Douglas se quedó inmóvil, con la pistola en una mano y el teléfono en la otra—. Probablemente el Standartenführer y yo podamos llegar a un acuerdo —agregó—. ¿Puedo hablar a solas con usted, Standartenführer?

Los dos hombres permanecieron encerrados durante cerca de media hora. Cuando reaparecieron, Huth dijo, mirando a todos:

—Muy bien. Muy bien. El coronel Mayhew me ha explicado la presencia de ustedes aquí esta noche. Por el momento, no iniciaré acción alguna. —Levantando su pistola de la mesa, se la guardó en la pistolera—. Pero les advierto… —dijo, volviéndose para mirar fijamente a Mayhew— les advierto que cuento con una devolución de favores. —Dicho esto se dirigió hacia la puerta, sacudió varias veces el picaporte y antes de abrirla, se volvió para mirar a todos otra vez—. El coronel Mayhew me ha persuadido de que no hay nadie relacionado en modo alguno con el paracaídas. Con todo, quizá puedan ustedes hacer circular la información de que la Luftwaffe cuenta con equipo detector de radio que sigue día y noche los movimientos de aviones en cualquier clase de tiempo.

Cuando se hubieron alejado los camiones y la motocicleta de Huth por la larga avenida bordeada de árboles de lima, Mayhew dijo:

—Olvidará el episodio de la pistola, Archer. Me lo prometió y yo le creo.

—¿Y qué le prometió usted?

La respuesta de Mayhew fue evasiva.

—El sol, la luna, todo. Le prometí lo que quisiera, a cambio de un poco de tiempo. Ahora debemos sacar al rey de la custodia de los alemanes —Mayhew miró a Danny Barga—. Y mostraremos a nuestros amigos norteamericanos que un presidente que cuenta con la bomba atómica puede ser reelegido aun cuando tenga al rey residiendo dentro de su territorio.