Capítulo veintinueve

El coronel Mayhew llegó a las ocho. Douglas y Barbara sintieron una especie de satisfacción infantil al recibirlo en la salita y fingir que no habían observado su llegada desde la ventana del dormitorio, arriba.

Mayhew dejó su bien enrollado paraguas en el paragüero junto a la puerta y colgó el abrigo y el sombrero con la espontaneidad familiar de quien es un visitante habitual. Douglas sintió resentimiento. Mayhew le sonrió, pero la sonrisa era la mueca que indica ansiedad más bien que placer.

—¿Se enteró de la noticia sobre Harry?

—¿Harry Woods?

—Le arrestaron…

—Sí —dijo Douglas—, pero está bien. Fui a buscarlo esta tarde y lo encontré…

—¡Entonces usted no está enterado! —Mayhew miró a Barbara y nuevamente a Douglas, frotándose las manos—. Harry participó en un incidente con disparos esta tarde. Dicen que le hirieron, pero no tengo confirmación. La muchacha que estaba con él… Sylvia Manning, que era su empleada, Archer…, murió.

—Dios mío —dijo Douglas. Sintió que se le apretaba el estómago de remordimiento y la noticia de la muerte de Sylvia le afectó más de lo que hubiera imaginado.

—Pasaron por el alambrado de púas del cerco exterior, en el centro de detención del mercado de Caledonian. Trataron de escapar según dijo el centinela. Seguramente fue eso.

—Estuve allí hasta las cuatro de la tarde —dijo Douglas—. Tenían dispuesta su salida, más o menos. Habían sobornado al oficial de guardia, según me contaron.

Mayhew hizo un gesto afirmativo.

—No querían complicarlo a usted, diría yo —Mayhew suspiró—. Excelente persona, Harry. No quería que usted se viese mezclado.

—Pero ambos dijeron que estaba todo arreglado —insistió Douglas. Estaba muy afectado.

—Una docena o más lograron salir del recinto —dijo Mayhew—. Ellos tuvieron mala suerte. Trataron de huir demasiado tarde. Los guardias se pusieron nerviosos. Tal vez el sargento mayor les dirigió una arenga y esto les impulsó a disparar en seguida. Usted sabe cómo son las cosas.

—¿La muchacha murió, dice usted?

—Volvió para tratar de arrastrar a Harry a un punto seguro. Es el tipo de acto de valor que merece una Cruz de Victoria en época de guerra, o bien un ascenso en el campo de batalla. Hay que admirar el coraje de la chica, ¿no? Estaba ya lejos y a salvo. ¡Claro, era joven! Pudo correr más rápido que Harry y quizá el centinela titubeó en disparar contra una mujer la primera vez. Pero cuando ella volvió… —Mayhew hizo un gesto expresivo.

—¿Y Harry está herido?

—La Gestapo ha pedido que el ejército lo entregue. Como es un funcionario de la policía en activo, dicen que el ejército no tiene derecho a mantenerlo detenido.

Barbara tocó o Douglas en el brazo y le preguntó:

—¿Le torturarán para obtener información?

Mayhew movió la cabeza.

—Harry no sabe nada —dijo.

—Harry estaba trabajando en un grupo de la Resistencia —señaló Douglas.

—Sí, los restos del batallón de Camden Town de la Guardia Territorial; anduvo poniendo azúcar en los tanques de gasolina de los vehículos del ejército, asaltando a soldados ebrios y escribiendo lemas groseros sobre Hitler en las paredes.

Douglas hizo un gesto con la cabeza. Había oído hablar del batallón de Camden Town.

Mayhew hablaba con un tono opaco y frío.

—Harry Woods conoce solamente a la muchacha que estaba con él y a otros dos hombres con quienes trabajaban.

—Idiota —dijo Douglas. Su desesperación se tomaba ahora en furia contra Harry, como la de la madre que reprende a un hijo que acaba de salvarse de morir en un accidente de tránsito.

—Hace falta mucho valor —señaló Barbara—. Yo estaría orgullosa de cualquiera de mis compatriotas que hiciera cosas como ésas contra el invasor.

—Por suerte no llevan panfletos encima —dijo Mayhew—. Una maleta llena de contrabando, o aun repuestos de radio, y uno podría tener una probabilidad en un millón de convencerles de que le dejen en libertad. En cambio, los que llevan panfletos políticos llevan con ellos la propia condena a muerte si los sorprenden.

—Qué desperdicio —dijo Douglas.

—Sea como fuere, los otros dos hombres de su célula, o pelotón, como prefieren llamarlo en la Guardia Territorial, están enterados del arresto de Harry. Desaparecerán… No, Harry no sabe nada que pueda resultar de interés para la Gestapo. Con todo, que lo lleven o no a la sede de la Gestapo en Norman Shaw North, no es algo que podamos recomendar a nadie que requiera descanso o calma.

—Será mejor que vuelva allá —dijo Douglas.

—Un momento, Archer —dijo Mayhew con un tono de voz diferente, apremiante—. Eso que les haría interesarse por Harry. No está usted en condiciones de ánimo apropiadas para encarar a esos señores. Si sospechasen que usted y Harry tienen algo que ocultar, se pondrían cómodos y comenzarían por arrancarles las uñas de una en una.

—Es un riesgo que debo correr —dijo Douglas.

—Es posible —concedió Mayhew, pero al mismo tiempo se interpuso entre Douglas y la puerta—. En cambio, no es un riesgo que deba correr el resto de la organización.

Mayhew tenía razón, sin duda. Tampoco tenía él mismo el temple que tenía Sylvia. Se sentó otra vez.

—Ahora, mire esto —dijo Mayhew, y sacando un ejemplar de Die Englische Zeitung del bolsillo lo desplegó para mostrarle la primera página—. Esta es la edición de mañana —dijo. En tipos góticos gigantescos, y en todo el ancho de la página, decía: «Standrecht».

—¿Qué quiere decir? —preguntó Barbara.

—Ley marcial —repuso Douglas—. Los alemanes han implantado la ley marcial en toda Gran Bretaña.

—Uno de nuestros hombres de la central telefónica se enteró temprano —dijo Mayhew—. Pero lo único que tenía era un diccionario de bolsillo y la palabra no figuraba en él.

Douglas estaba aún leyendo la comunicación oficial del diario que sostenía Mayhew.

—A partir de hoy a medianoche, Hora Central Europea —dijo.

—Todos los soldados deben presentarse en sus cuarteles y se cancelan todos los permisos —añadió Mayhew—. Deben portar armas en todo momento. Las unidades de las Waffen-SS en Gran Bretaña deben incorporarse al ejército y esto quiere decir que se utilizarán como fuente de reemplazos. Será un amargo golpe para Heinrich Himmler.

—¿Qué diferencia habrá con la ley marcial? —preguntó Barbara.

—El ejército alemán adoptó precauciones para la eventualidad de que la explosión de Highgate sea el comienzo de una rebelión en gran escala en todo el país. Después comenzó a hacer presión para que se reconozca de jure una situación de facto. Aparentemente, lo ha logrado.

—Habla como un verdadero burócrata, Archer —dijo Mayhew; dejando su vaso, aplaudió sin hacer ruido.

—Convendría que entienda, coronel Mayhew —observó Douglas con tono monótono—, que los alemanes son burócratas. Es la clave de todo lo que dicen, lo que hacen… y de todo lo que no dicen y lo que no hacen.

—Es verdad, es verdad —dijo Mayhew con un gesto conciliador y una sonrisa calculada como para calmar a Douglas.

—Y no me diga que no estuvo esperando que ocurriera precisamente esto. Apuesto a que sus amigos de la Abwehr están brindando con champaña esta noche.

—Mis amigos de la Abwehr son demasiado puritanos para hacer nada tan humano como beber champaña. Su idea de festejar algo consiste en hacer cincuenta flexiones seguidas de una ducha helada.

—¿Es la ley marcial algo que deba festejar el ejército? —preguntó Barbara.

—Cambia la estructura, Barbara —repuso Douglas. Quería llamarla «querida», pero no se atrevió—. Coloca a Kellerman y a su policía, las unidades de la SD y de las SS directamente bajo el control del ejército. La vía jerárquica hasta Himmler queda reducida a un simple canal a través del cual pueden quejarse de las órdenes que reciben… ¡pero después de haberlas recibido!

—¿El ejército se hará cargo de las nóminas de arrestos? —preguntó Barbara.

Mayhew metió una mano en un bolsillo y encontró un brazalete rojo, blanco y azul con una leyenda en la banda blanca: «Im Dienst der Deutschen Wehrmacht». Automáticamente hacía de quien la llevase un «Wehrmachtmitglied» y le confería una categoría legal equivalente a la de un soldado alemán.

—Muy ingenioso —comentó Douglas. Con eso Mayhew podría resistirse a la orden de arresto impartida por Huth.

—El ejército tomará todas las nóminas de arresto de la policía y de las SS —dijo Mayhew—. He dejado de ser un hombre «buscado».

Douglas hizo un gesto afirmativo.

—¿Y enviará el ejército centinelas en reemplazo de los hombres de las SS que custodian al rey en la Torre de Londres? ¿O bien se limitarán a supervisar las cosas para que algún pobre tipo de rango inferior de las SS cargue con la culpa cuando algo marche mal?

Mayhew sonrió.

—¿Por qué no me dan otro trago de ese excelente whisky? —preguntó.

Cumplió todo el ritual de agregarle agua, olerlo y probarlo, como si contemporizase con la situación. Probablemente estaba disfrutando mucho de la comedia.

—Mañana por la noche —dijo— llegará un visitante. Lo necesitaremos, Archer. Trate de dormir un poco durante el día. Póngase su ropa interior de invierno y traiga con usted algún papelote de las SS, por si debemos convencerles de que nos dejen pasar. —Mayhew sonrió y se enjugó la boca con el dorso de la mano—. Si Washington aprueba el plan, tendremos al rey fuera de la Torre la semana próxima y fuera del país el mismo día. —Dicho esto, Mayhew ofreció a Douglas un cigarro de su cigarrera de piel de cerdo.

—Yo no contaría mucho con ese brazalete de la Wehrmacht que tiene —señaló Douglas—. Permanecerá en las listas de arrestos por lo menos seis días más y no muchos jefes de patrulla de la Feldgendarmerie dispondrán de suficiente tiempo libre para revisar todas las comunicaciones sobre cambios para borrar su nombre de ellas. Cualquiera que figure en las nóminas será metido en los camiones primero y luego lo interrogarán.

Mayhew reflexionó.

—¿No le gusta ese cigarro, Archer?

Douglas contempló el cigarro con el cual había estado jugando y repuso:

—Claro, Mayhew. Es un excelente Romeo y Julieta. Encontré uno a medio fumar en un bolsillo del doctor Spode. Estaba pensando en ello, eso es todo.

—Bien, no hace falta ser detective para resolver ese interrogante, Archer. Los alemanes los importan en bodegas completas, a cambio de herramientas mecánicas y automóviles que exportan a Cuba. Cualquiera que esté, empleado por los alemanes y que sea considerado un amigo valioso puede tener en su poder una provisión permanente de buenos habanos.

—¿Es así como los consigues tú? —preguntó Barbara. Era parte de su habilidad como periodista ser capaz de formular preguntas como aquélla sin ofender.

Mayhew dejó escapar una carcajada brusca y desprovista de humor, una especie de relincho, y le dirigió una sonrisa forzada.

—La próxima vez que vea al general de división Von Ruff le pediré algunos —afirmó—. Quizá le dé seguridades acerca de mi buena fe. —Apartando el humo con la mano, añadió—: ¿De modo que no ha avanzado nada hacia la solución del asesinato de Spode?

—El hermano confesó —dijo Barbara.

—¿Fue así como sucedió? —preguntó Mayhew. Inclinándose sobre la mesa, ofreció a Douglas sus propios fósforos.

—El legajo sigue abierto —contestó Douglas. En el silencio, el rumor del fósforo al frotar la caja resultó extrañamente fuerte.

—Bien, esperemos que encuentre una manera satisfactoria de cerrarlo —Douglas reparó en que Mayhew no había utilizado la palabra «resolverlo».

Mayhew se levantó y se puso el abrigo.

—Mañana por la noche pasaré a buscarle por su casa, Archer. ¿De acuerdo?

Desde la llegada de Mayhew, Douglas había pasado por un tormento de dudas en cuanto a la posibilidad de entregarle la película. Ahora, con un gesto espontáneo, extendió la mano y se la entregó.

—Aquí tiene la película de los papeles que quemó Spode en la chimenea. Dudo que nadie sepa que existe, pero sus amigos de la Abwehr pueden haber hallado el soporte para tomar copias y llegado a sus propias conclusiones.

Mayhew destornilló la tapa y miró el rollo de negativos.

—Conque fotografiaron todo —dijo, y después de mirar largo rato a Douglas, le dio las gracias con un gesto.

—¿Mañana por la noche, entonces?