Capítulo diecinueve
Le resultó muy difícil a Douglas no sentirse satisfecho consigo mismo cuando reparó en aquel hombre. Era ni más ni menos el hombre que inevitablemente habría elegido Huth. De unos veinte años, tal vez algo más joven, un hombre macizo con tez rubicunda que mostraba aún las erupciones de la adolescencia. Llevaba un abrigo con cinturón y un sombrero de tweed de los usados por pescadores y profesores universitarios. Tenía un paraguas arrollado con descuido y un plano callejero que consultaba cada vez que Douglas se detenía.
En el Haymarket Douglas subió a un autobús que pasaba, cuya plataforma estaba ya bastante llena, pero los demás le hicieron lugar. Se volvió y vio al joven abrirse paso desesperadamente entre los empleados que volvían a casa y estirar el cuello para no perderlo de vista. En Piccadilly Circus comprobó que no veía ya a su perseguidor. En mitad de Regent Street bajó del autobús y se dirigió hacia el Soho.
Como era demasiado temprano para el bar de Bertha, subió al piso superior a éste y devolvió el smoking a Charlie Rossi. Charlie se quejó de unas marcas que tenía, pero sin malhumor, y bastaron dos cigarrillos para que callase. Allí, preparado, estaba su propio traje, doblado con mayor cuidado que nunca en toda su existencia. Recordó Douglas la época en que el servicio de alquiler de ropa de etiqueta de Charlie se había destacado por el uso de cantidades de papel seda blanco y negro, docenas de alfileres y hermosas cajas con el nombre de Rossi en letra cursiva. Ahora el viejo le había envuelto el traje en papel de diario y no se había permitido usar más de dos hojas.
Douglas insistió en pagarle por el alquiler del traje y Rossi respondió al gesto sacando de debajo del mostrador una botella de Marsala y dos vasos. Comparado con sus colegas comerciantes, Rossi tenía suerte. Como italiano, gozaba del privilegio especial de ser aliado de los alemanes. Pero, como decía el viejo muy serio pero con ojos llenos de malicia, los británicos nunca lo internaron al comenzar la guerra, lo cual fue su ruina. En realidad, los dos sabían que Charlie había sido famoso durante más de una década por sus chistes sobre Mussolini.
Cuando salió a la calle llena de gente del Soho, comenzaba a oscurecer. A pesar de las restricciones en cuanto al uso de la electricidad, había aún muchos letreros luminosos y muchos alemanes de toda clase y tamaño, vestidos con todos los uniformes imaginables, gastando su dinero en las delicias que se ofrecían en todas partes. En el extremo del Old Compton Street, la unidad de la Feldgendarmerie adscrita a la central de policía del West End estaba a cargo del puesto principal de control. El suboficial reconoció a Douglas y le dejó atravesar la barrera delante de dos oficiales tanquistas con sus amigas. Los hombres se quejaron, pero el Feldwebel de la Gendarmerie les informó de que Douglas era funcionario de la SIPO, dato que hizo callar de inmediato a los oficiales.
Douglas avanzó, algo avergonzado. Se dirigió hacia el sur, pasando frente a las ruinas del Palace Theatre, en aquel momento un «jardín» de malezas y flores silvestres que, según se decía, prosperaban mucho con los rastros de cordita. Hacia el final de Charing Cross Road se detuvo para mirar un anaquel sobre la acera, lleno de libros usados. Y entonces lo vio otra vez. Era lógico que Huth hubiese encomendado la tarea a un hombre experimentado. Se preguntó si ello tenía algo que ver con la llamada del coronel Mayhew, aunque en el momento en que se produjo Huth no dio la impresión de haberlo notado. Se detuvo a dar una moneda al viejo que hacía funcionar un piano con manivela y se volvió para mirar a su alrededor. El hombre se detuvo y estudió su mapa.
Con cierta irritación Douglas decidió deshacerse del hombre de una vez por todas. Avanzó con paso rápido entre la multitud, manteniéndose muy junto a los edificios, de tal modo que cuando llegó a la entrada del subterráneo de Leicester Square pudo bajar rápidamente las escaleras, sorteando el obstáculo de la gente que subía. Una vez abajo, atravesó corriendo el vestíbulo y pasó delante de las ventanitas, máquinas y quioscos. Mostrando su pase policial, cruzó la barrera con un gesto de aprobación del inspector de billetes. Luego bajó de prisa por la escalera mecánica que llevaba a la línea más baja de trenes de la red de Piccadilly.
La plataforma estaba llena de gente y Douglas imaginó al joven luchando todavía con su cambio junto a la ventanilla o discutiendo con el inspector. No contaba con ello, sin embargo. Se abrió camino entre la gente que aguardaba allí y subió al primer tren que llegó. Un empleado debió empujar a los últimos pasajeros para que subieran. Las puertas automáticas se cerraron con un golpe seco y el tren se puso en marcha con gran ruido.
En la parada siguiente, Piccadilly Circus, esperó hasta que las puertas estuviesen a punto de cerrarse antes de bajar a la plataforma. Cruzó entonces al andén de trenes en dirección norte y esperó hasta que uno de ellos descargó sus pasajeros antes de mezclarse entre la multitud y alejarse con ella por los túneles de salida.
Estaba al pie de las escaleras mecánicas cuando vio al hombre otra vez. Este había renunciado ahora a todo esfuerzo por disimular sus intenciones y esta vez, cuando Douglas miró hacia atrás, no consultó su mapa. Douglas llegó a las escaleras mecánicas y permaneció quieto sobre ellas, dejándose llevar hacia arriba. Ambos necesitaban unos instantes para recobrar el aliento. Fingiendo ignorarse mutuamente, contemplaban los anuncios que flotaban delante de ellos y aspiraban grandes bocanadas de aire cálido y confinado.
En este punto la prueba era de fuerza. Cada uno se había persuadido de que nada era más importante que ganarla. En su estado de tensión y fatiga Douglas comenzó a temer que sería el blanco de todas las burlas de la Policía Metropolitana si no lograba librarse de aquella sanguijuela. Se volvió para estudiar al hombre. Los trenes de la línea de Piccadilly corren a mayor profundidad que ninguna otra en la red de subterráneos de Londres, y en este punto pasaban por los sectores más hondos. La escalera mecánica que los comunica con la calle es de una longitud impresionante. Douglas miró detenidamente a su seguidor. El hombre estaba jugando con el mango de su paraguas y no levantó la vista. Quizá esto fuese un buen signo. Si acaso pensaba que Douglas había renunciado a toda esperanza de deshacerse de él, una última estratagema podría dar tal vez resultado.
Cuando por fin Douglas llegó al final de la escalera mecánica, agitó su pase delante del cobrador, pero en lugar de salir volvió a bajar por la escalera mecánica paralela a la que subía. Los dos hombres no tardaron en encontrarse el uno junto al otro, pero trasladándose en direcciones contrarias. La cara del hombre se llenó de furia. Después de enganchar el mango de su paraguas en el cinturón de su abrigo, comenzó a trepar para pasar de una escalera en movimiento a la otra. Con una mano aferró el montante de luz eléctrica y luego se balanceó hasta lograr apoyar un pie en el pasamanos en movimiento del lado de Douglas. Por un instante pareció que caería, pero con la agilidad y la firmeza de manos de un atleta, apoyó todo su peso en el pie con el que dio una patada que le desplazó lo bastante lejos como para asirse al pasamanos con la mano libre. El paraguas mal arrollado se le deslizó y cayó con estrépito por los escalones. El hombre fue tras él. Una mujer gritó.
Había caído pesadamente, con la rodilla flexionada y el cuerpo doblado hacia delante, como si estuviese a punto de desmayarse o de vomitar. Cuando se incorporó, tenía el paraguas aferrado con ambas manos. Las manos se apartaron y Douglas vio la larga y brillante hoja de acero que encerraba el bastón de bambú. Y de pronto el hombre saltó hacia él.
Se lanzó con la fuerza desesperada del asesino, los brazos extendidos, sin preocuparse por su propia seguridad, blandiendo la hoja con puño crispado. La hoja descendió, iniciando una curva que habría terminado en el corazón de Archer, si el terror no hubiese hecho que la víctima trastabillase en el borde, de su escalón. La filosa hoja rasgó la presilla del hombro del impermeable de Douglas y la sangre le brotó de una oreja.
Una mujer gritó varias veces y se oyó otra voz llamando a gritos a la policía. El hombre blandía la hoja otra vez. Tenía el rostro tan cerca de Douglas que éste sintió su aliento, vio los ojos dilatados fijos en su propio pecho, mientras calculaba la puñalada al corazón. La experiencia y la formación profesional le indicaron que permaneciese calmo y que recurriese tan sólo a ese mínimo uso de la fuerza permisible en casos de defensa propia. El instinto, en cambio, le ordenó que peleara.
Dio entonces el golpe. El hombre gritó de dolor y Douglas sintió el contacto de su puño con la cara de su agresor. El golpe, no obstante, no contribuyó a detener el movimiento hacia abajo. Todo su peso cayó contra Douglas y por un instante pareció que ambos caerían, pero Douglas se tomó del pasamanos en movimiento para poder así apartarse. Apretado contra el pasamanos, Douglas dio un feroz puntapié. Su zapato golpeó al hombre en la rodilla y esta vez el grito de dolor fue más fuerte. El atacante seguía avanzando. Con las rodillas dobladas y los brazos extendidos caía ahora escaleras abajo, golpeando los escalones con un ruido terrible. Rebotó varias veces y sus brazos y piernas cortaron el aire, pero nada podía detenerlo. Como un montón de trapos en una cinta trituradora, siguió dando tumbos por la escalera sin fin. Cuando llegó al pie, pareció desintegrarse: zapatos, sombreros, paraguas y mapa volaron en distintas direcciones y los botones saltaron del cinturón y del abrigo y por último éste le ocultó la cabeza.
Se había congregado una pequeña multitud cuando Douglas llegó al pie de la escalera y poco después apareció la policía de tránsito urbano. El hombre estaba muerto, con el cráneo fracturado y el rostro brutalmente destrozado. Douglas le revisó la ropa. Dentro de la chaqueta, un bolsillo especialmente hecho contenía panfletos de la Resistencia, reducidos ahora a pulpa sangrienta. La billetera contenía doscientas libras en billetes de cinco libras y un pase de horas del período de queda que no habría engañado ni al más miope de los jefes de patrulla.
Douglas esperó hasta que retiraron el cuerpo y conversó con el oficial de turno de Scotland Yard, para asegurarse de que se elevase un informe completo al Standartenführer Huth para su atención inmediata. Rechazó la sugerencia de someterse a un examen médico y se hiciese curar los cortes en el cuello y en la oreja. Llegaría tarde ya a su cita con Barbara Barga.