Capítulo dieciséis
La sirena ronca y quejumbrosa de un automóvil alemán, un patrullero blindado que recorría Knightsbridge a gran velocidad, despertó a Douglas. Miró su reloj: las cuatro menos cuarto de la madrugada. Barbara dormía junto a él y no veía ropa de ninguno de los dos en ninguna parte. El fuego de gas llenaba el cuarto con su resplandor rojo. Los movimientos que hizo despertaron a Barbara.
—No te vas, ¿no? —preguntó, medio dormida.
—Debo irme.
—¿A tu casa?
—No voy a la oficina, si es lo que querías decir.
—No te enojes —le dijo ella, pasándole una uña afilada por la piel desnuda—. Estoy tratando de descubrir si hay otra.
Sentía deseos de abrazarlo, de retenerlo, pero no lo intentó.
—¿Otra mujer? ¡De ninguna manera!
—Esa certeza surge solamente de una relación amorosa que ha terminado.
—Es verdad.
—Bésame.
Douglas la besó con ternura y luego se apartó con suavidad del abrazo, se levantó y pasó al cuarto de al lado. Allí recogió su ropa y se vistió a la luz del fuego. Barbara le observaba.
—Querría que te quedases un momento más —dijo— para poder hacerte el desayuno. ¿Quieres que te haga café? Seguramente hace un frío glacial en las calles a estas horas de la noche.
—Quédate donde estás. Duérmete.
—¿Necesitas máquina de afeitar y otras cosas?
—¿Quieres decir una máquina de hombre?
—No me mires así. Es de los que viven aquí. Está en el armarito del cuarto de baño. En el estante de arriba.
Douglas se inclinó para besarla otra vez.
—Perdona —le dijo—. ¿Volveremos a vemos?
Barbara había temblado ante la idea de que no se lo preguntase.
—¿Me permites que conozca a tu hijito? ¿Le gusta ir al zoológico? A mí me encanta el zoológico.
—También a él —respondió Douglas—. Dame un par de días para organizar las cosas. Hace mucho que no me pasa nada como esto.
Había temido que ella se riese, pero no se rió.
—Douglas —le dijo—. La gente con quien hablaste anoche… Sir Robert Benson y el coronel Mayhew, Staines…
—Sí… ¿Qué?
—No les digas que no. Diles que sí, díselo la semana que viene, o bien diles que puede ser, pero no les digas que no.
—¿Por qué? —Dio un paso hacia el dormitorio para poder verla mejor. Había vuelto el rostro y estaba muy quieta—. ¿Por qué? —repitió. Tenía la sábana plegada alrededor del cuello, como un cuello isabelino, y los largos mechones caían en hebras sobre su piel, como el veteado de un mármol rosado—. ¿Quiénes son «ellos»? ¿Estás mezclada con ellos?
—Me dijeron que fuera a esa tienda de antigüedades de Peter Thomas ese día. Me pidieron que te preguntase si habían encontrado un rollo de película.
—¿Y tú lo hiciste?
—No. También querían que fuese a la morgue e identificase el cadáver como el de Peter Thomas.
—Eso habría sido un delito grave.
—Y vi que tú serías alguien bastante difícil, de modo que me negué. No tenía obligación con ellos.
—¿Qué más?
—Nada más, salvo que un amigo mío, periodista destacado en la Casa Blanca por el Daily News, dice que Bernard Staines vio al presidente tres veces el mes pasado. ¡Una de las citas tuvo lugar en el yate presidencial y duró cerca de dos horas!
—¿Con el presidente Roosevelt?
—No, con el presidente de la tienda de Macy’s. Esa gente anda en algo importante, Douglas. Te digo que no vuelvas allá para decirles «No es posible».
Douglas gruñó.
—Te matarán —afirmó Barbara.
Le costaba mucho creerlo, pero eran tiempos de locura y no convenía desechar ni la más absurda de las ideas.
—No lo dices en serio —dijo.
Barbara se volvió en la cama para poder verle.
—Soy periodista de guerra, Douglas. He visto miles de hombres como éstos en todo el mundo. Si se trata de elegir entre tu vida y la posibilidad de lograr que el gobierno de los Estados Unidos reconozca la organización de Conolly, ¿crees que vacilaría un solo instante?
—¿Está también la reina en la Torre? —preguntó Douglas a esta mujer que parecía saberlo todo.
—La reina y las dos princesas están en Nueva Zelanda, radicadas allí como personas comunes. No tienen importancia política.
«Por lo menos mientras el rey estuviese con vida», pensó Douglas, pero no lo dijo.
—¿Puedo usar tu teléfono para pedir un coche? —preguntó.
—Habla, querido —dijo Barbara, y se hundió en las almohadas.
—Barbara…
Barbara levantó la vista. Douglas tenía ganas de decirle «te quiero», pero se interponía el recuerdo de habérselo dicho a Sylvia. Se lo diría otro día.
—A Douggie y a mí… a los dos nos encanta el zoológico —dijo.
Marcó Whitehall 1212 y solicitó hablar con el oficial de turno de la CID, el departamento de investigación criminal. Después de haber dado su nombre y oído infinidad de ruiditos de conmutadores y de una larga espera, llegó por fin la voz de Huth.
—Llama para pedir transporte. ¿Dónde está?
¡Maldición! Tendría que hacer figurar a Barbara en el asunto, a menos que mintiera deliberadamente.
—Estoy en el sector más apartado de Belgrave Square —dijo, y luego dio una dirección doblando la esquina.
—¡Qué tonto es! —dijo Huth, pero sin ningún dejo de exasperación—. ¿Por qué cree que autorizamos un servicio de automóviles para esas fiestas grandes?
Era evidente. Los conductores debían informar sobre quiénes volvían a casa, quiénes desobedecían el toque de queda y aún podrían citar comentarios hechos por lenguas desatadas por el alcohol.
—Está con la chica, ¿no? —le preguntó Huth.
—Sí, señor. —Creía que Huth haría algún comentario, pero no dijo nada.
—Espere allí. Enviaré a alguien a recogerlo para que venga a verme.
—¿A Scotland Yard?
Huth había cortado la comunicación sin responder.
Se afeitó con la mayor rapidez, sin despertar a Barbara. Y cuando llegó el momento de bajar la escalera ella seguía durmiendo, señal de una conciencia tranquila.
Era una motocicleta BMW enorme, con un sidecar en forma de nave espacial y un eje que conectaba las dos ruedas posteriores. Con un aparato como ése, era capaz de subir a una montaña. Tenía chapas de las SS y una que la identificaba como del Estado Mayor de este cuerpo. Douglas se metió en el acoplado e hizo un gesto al conductor, después de lo cual tuvo que aferrarse a la montura para ametralladoras mientras la motocicleta rugía por Grosvenor Place, haciendo un ruido que seguramente despertó a todo Londres.
Había en la atmósfera la niebla verdosa y cargada de hollín típica de las calles londinenses, pero el conductor no aminoraba la velocidad. Una patrulla de a pie de la Gendarmerie marchaba por el vestíbulo principal de la estación ferroviaria Victoria, pero no reparó en la motocicleta de las SS. La niebla se volvió espesa al aproximarse ellos al río y Douglas percibió su olor desagradable. Pasado el puente de Vauxhall, el conductor dobló a la derecha y se internó en una calle con casitas bajas y muros altos de ladrillo, salpicadas de carteles con avisos que solicitaban mano de obra de voluntarios para trabajar en las fábricas alemanas y otro, recientemente pegado, sobre la Semana de la Amistad Germano Soviética que brillaban, empapados por la lluvia, en medio de la niebla.
Cuando estuvieron en la orilla meridional del río, el conductor de la motocicleta la estacionó en un aparcamiento oficial construido de prisa, una sección de la calle rodeada de alambre de púas y centinelas, delante de un feo edificio que rezaba «Brunswick House, Ferrocarril del Sur». La niebla era mucho más espesa en este terreno abierto que bajaba hasta los depósitos de galpones, sobre el río. Desde el Pool llegaba el rumor de los barcos que se alistaban para la marea alta, que se producía en media hora.
Fuera del edificio, rígidos como estatuas y sin reparar, aparentemente, en la niebla que se arremolinaba, había dos centinelas de las SS provistos de los guantes blancos y cinturones del mismo color de una guardia de ceremonia. El conductor entró con Douglas hasta la puerta y, dirigiéndose al centinela, dijo:
—El inspector Archer, citado por el Standartenführer Huth.
Un oficial de las SS de cierta edad estudió el pase de Douglas y seguidamente le dijo en un excelente inglés:
—Tiene que dirigirse hasta el final de los patios. Será mejor que sigan con su vehículo. Sólo que uno de mis hombres los acompañará para estar seguro de que han pasado.
No muchos vehículos podrían haber cubierto el corto trayecto. Las ruedas saltaban sobre las vías y sobre durmientes semienterrados. Douglas nunca había visitado el lugar con anterioridad. Era Nine Elms, una de las zonas ferroviarias de carga más grandes de Europa. Un lugar desolado, con el suelo cubierto de desperdicios y escombros que aparecían de pronto delante del faro de la motocicleta. Había ruedas de trenes herrumbradas, cajones destrozados y, lo que era peor, las señales de cambios de agujas que se levantaban de pronto como infantes armados con lanzas, mientras el conductor se abría paso entre las largas hileras de vagones de mercancías que resonaban y crujían alrededor en medio de la niebla de color verde oscuro.
Al frente vieron los reflectores y la infantería de las SS arrebujada en enormes abrigos de piel de camero, largos hasta los tobillos, en general destinados a las tropas destacadas en climas más crudos del norte. La casilla de un guardabarrera había sido transformada en garita de centinela. Junto a la barrera volvieron a inspeccionar el pase de Douglas, antes de llamar por teléfono para alertar sobre su llegada. Le permitieron luego atravesar los últimos doscientos metros acompañado por un centinela armado. Cruzaron otras vías y debieron inclinarse bajo las cadenas de un tren de carga. Sólo entonces vio Douglas adónde se dirigían. Una línea de luces amarillas de forma rectangular se extendía hacia lo lejos, hasta perderse en la niebla. Era un tren.
Pasaron frente a otro vagón de pasajeros detenido al lado del tren y oyeron entonces el zumbido del aire acondicionado y el rumor de música de Franz Lehar. Provenía de un gramófono de cuerda en los camarotes asignados a los centinelas. Les llegaba asimismo el olor de cebollas fritas.
Douglas veía bien ahora el tren al cual se dirigía. Era muy largo, con vagones de compartimientos donde unos hombres con casco y equipo de combate estaban emplazados detrás de las ametralladoras pesadas.
—¿Qué tren es éste? —preguntó.
—Estamos casi allí. No se puede fumar —le dijo el hombre que le acompañaba.
Subieron por los escalones a uno de los vagones. No era un tren común. El interior era de un diseño exquisito, terminado con acero cromado y cuero. Las sillas y mesas para escribir se plegaban para que cuando el tren estuviera en movimiento el vagón se transformase en uno de observación. Douglas se sentó en uno de los mullidos sillones de cuero.
Hacía dos o tres minutos que esperaba, cuando se abrió una puerta en un extremo del vagón y por ella apareció Huth. Al ver a Douglas le saludó con un gesto y volvió a desaparecer, pero antes de que la puerta se cerrase del todo, Douglas vio a un hombre en mangas de camisa. Estaba vuelto de espaldas y tenía el pelo tan corto que se le veía la blancura del cuero cabelludo. En el momento en que se cerraba la puerta, el hombre se volvió para decir algo a Huth. De pronto Douglas se encontró mirando el rostro redondo, el pequeño bigote y los lentes de pinza del Reichsführer de las SS, Heinrich Himmler.
Pasaron cinco minutos antes de que Huth volviera de su conferencia. Douglas se quedó atónito ante su aspecto. El príncipe de aspecto italiano con su hermoso uniforme estaba ahora encorvado de fatiga y tenía los ojos inflamados y rodeados de ojeras de agotamiento. Tenía el uniforme arrugado y manchado y el abrigo de cuero, puesto sobre los hombros, estaba desgarrado y sucio de barro, al igual que las botas.
Huth no estaba solo. Le acompañaba un hombre en quien Douglas reconoció al profesor Springer, con uniforme de Gruppenführer de las SS, con las típicas solapas del gabán forradas en plata, reservadas a las filas superiores de las SS. En el séquito de Himmler —una serie de matones callejeros, burócratas ambiciosos, abogados inescrupulosos y expolicías— el profesor Maximilian Springer era el único intelectual auténtico. Y sin embargo, como tantos otros alemanes, Springer asumía con facilidad las actitudes de un general prusiano. Era alto y delgado, con una tez curtida y un porte bien erguido. Una vez fuera de la presencia del Reichsführer, Springer se quitó los anteojos con un gesto brusco y se los guardó en el bolsillo. No correspondía a un soldado usar anteojos.
—¿Quién es? —preguntó Springer.
—Mi asistente —dijo Huth—. Puede hablar en presencia de él.
Springer desenrolló los papeles que llevaba en la mano. Era la misma carta que había hallado Douglas en el portadocumentos de Huth. Allí estaban los símbolos mágicos del agua y del fuego y la espada mágica que representaba la «omnipotencia de los adeptos».
—¿Alguna vez oyó usted hablar de la «bomba atómica»? —le preguntó Springer.
—Antes de la guerra… aparecieron artículos, pero nadie los tomó muy en serio.
Springer hizo un gesto de asentimiento y se volvió. Solamente mediante un disfraz como aquél, con las jergas de la Magia Negra, le era posible presentar los aspectos más complejos al Reichsführer de las SS. Aun en aquel momento, muy pocos creían en sus cálculos sobre los daños que podría provocar una explosión atómica y menos aún eran capaces de seguir la línea de razonamiento que llevaba a tal conclusión. Douglas permaneció apartado, mientras Springer conversaba con Huth.
No tardó en resultar obvio que los conocimientos de Huth se reducían a unas lecturas rápidas de teorías relacionadas y aplicadas con destreza a la realidad de los problemas cotidianos. Pero aun así, el vocabulario empleado superaba el alemán fluido y excelente de Douglas y las ideas discutidas estaban más allá de su dominio de la ciencia. Comprendía, en cambio, de qué manera los dos hombres habían logrado el apoyo del astrólogo personal de Himmler. Con ayuda de la carta de Magia Negra, consiguieron persuadir al Reichsführer de las SS de que la explosión atómica era parte de un destino prefijado, un medio por el cual Himmler y su Führer conducirían al pueblo alemán a la conquista del mundo. Pero Springer y Huth no abrigaban ilusiones en cuanto a la Magia Negra. Les preocupaban aspectos más prácticos del futuro.
—¿Qué se sabe en cuanto a los progresos alcanzados por el ejército en su programa? —preguntó Springer a Huth.
—Seguramente la pila estaba funcionando —respondió Huth—. Probablemente se recalentó demasiado y la reacción se escapó a todo control. Es la única manera de explicar las quemaduras en el cuerpo de Spode.
—El ejército ha guardado bien su secreto —dijo Springer—. Seguramente capturaron los trabajos de los británicos más o menos intactos.
—Mi esperanza es que podamos descubrir si las quemaduras de Spode fueron provocadas por uranio o bien por plutonio.
—Plutonio, no —dijo Springer—. Si llegaron a ese punto, jamás lograremos obtener el control del programa.
—Este funcionario está trabajando en el asesinato de Spode —le informó Huth.
Springer se volvió para mirar a Douglas como si advirtiese su presencia por primera vez.
—¿Sabe en qué consiste la radiactividad? —preguntó.
—No, señor —repuso Douglas. Prefería no arriesgar una respuesta al azar en presencia de aquel hombre peligroso.
—Es la emisión de radiación de núcleos atómicos inestables: partículas alfa, nucleones, rayos gamma, electrones y demás. Para el organismo humano puede ser fatal. Lo denominamos enfermedad por radiación —dijo Springer.
—¿Quema la piel? —preguntó Douglas—. ¿Como quemaduras de sol?
—Sí —dijo Huth, anticipándose a la pregunta siguiente—. El doctor Spode estaba muriéndose por causa de ellas.
—¿Es infeccioso, o contagioso?
—No —repuso Huth.
—No lo sabemos —dijo Springer, mirando a Huth con severidad—. Pero cuando no está protegida, cualquier sustancia radiactiva puede matar a un número ilimitado de personas.
—¿Convendría que revisemos bien la casa de Shepherd Market? —preguntó Douglas, ansioso.
—Ya la revisamos —dijo Huth—. No hay nada allí. Tengo una unidad especial, provista de aparatos detectores, de guardia permanente, día y noche.
Springer confirmó lo dicho por Huth con un gesto.
—Debo volver a reunirme con el Reichsführer —dijo, y arrolló el diagrama—. Me alegro de que se haya dado cuenta de que esto puede significar el fin de todos.
Se preguntó Douglas si Springer se refería a la destrucción de toda la humanidad, o solamente al porvenir político de su amo y su círculo inmediato. Springer hizo chocar sus talones y se despidió con un brusco gesto de la cabeza antes de volver al cuarto de mapas.
—Existe una disposición permanente —señaló Huth a Douglas con furia— de que todos los funcionarios superiores de la policía deben proporcionar siempre una dirección donde establecer contacto con ellos, o bien un número telefónico, día y noche.
—Muy bien —dijo Douglas.
—Día y noche —repitió Huth, como si tuviese ganas de provocar una disputa. Luego su enojo se disipó. Palmeando a Douglas en el brazo, dijo—: Salgamos de aquí. Quiero darle una lección que no olvide nunca —abriendo la puerta del vagón, bajó por los escalones. En algún punto, en el costado más lejano de la explanada, una locomotora de vapor gruñó y resopló y se oyó después una larga serie de ruidos, al ubicarse un tren de carga en sus rieles y avanzar unos centímetros.
Cuando llegaron junto a la motocicleta, Huth apartó al conductor y, pasando una pierna calzada con bota sobre el asiento, se sentó primero, para poner en marcha el motor. Si tenía conciencia del peligro que corría un alemán uniformado al recorrer las calles oscuras, no dio señales de ello.
Se lanzaron entonces en una carrera escalofriante a través de la niebla, con Huth encorvado sobre el manubrio como una bruja que cabalga su escoba. Se había pasado los cordones plateados de la gorra por debajo del mentón sacando un par de gafas de un bolsillo de su chaqueta de cuero. La suciedad de su rostro correspondía a la silueta de las gafas y a su nariz aguileña. Parecía haber olvidado la presencia de Douglas a su lado. Le movía una furia, una fuerza motivante que le daba energías para continuar en actividad mucho después de haberse agotado su fuerza física.
Nunca habría de olvidar Douglas aquel viaje a una velocidad alocada entre la maloliente niebla de Londres, una niebla que se agitaba delante de los faros y a veces les cegaba con una valla de luz verde reflejada, y otras se abría para revelar pasajes largos y tétricos que terminaban en miserables calles grises. Y todo el tiempo les acompañó el rugido ensordecedor del motor. Expuestos, sin amortiguadores, los cilindros gritaban y chillaban a las calles angostas del sector sur de Londres, expresando el desprecio y la furia de Huth.
Esa noche Douglas temió por la salud mental de Huth. Como un loco, iba doblando sobre el manubrio, sin mirar a derecha o a izquierda, como si gritase al mundo: «¡Les mostraré! ¡Ya verán!», o luego: «¡Verán cómo son sus amigos!». Y aunque el viento le cercenaba o mutilaba la voz, Douglas reconocía las palabras, pues Huth las repetía sin cesar como una letanía de ira.
El trayecto les llevó a través del deprimente sector urbano de la orilla sur del río, un páramo silencioso y desierto, salvo por los pasos y voces de santo y seña de las patrullas. Después de Clapham vieron signos cada vez mayores de daños causados por la batalla, que habían quedado sin reparar después de la lucha callejera del invierno anterior. Pozos abiertos por bombas, escombros apilados, señalados tan sólo por medio de cintas amarillas, sucias y mustias entre sus varillas improvisadas.
En mitad del curso de Wimbledon High Street —en la esquina que ofrece un punto ideal para una emboscada— estaba el esqueleto ennegrecido de un Panzer IV, monumento a algún joven anónimo que armado con una botella de cerveza Worthington llenada en la estación de servicio en lo alto de la colina y una caja de fósforos Swan Vesta, pasó a ser leyenda y a inmortalizarse en canciones entonadas a veces en voz baja, lejos de los oídos de los alemanes.
El «Common» de Wimbledon ostentaba todavía la calavera con tibias cruzadas y la leyenda «¡Achtung Minen!», hechos en una noche por una compañía de ingenieros del Cuerpo Real y plantados en el césped, cuando, no quedándoles ya más de una docena de minas antitanques, trataron de detener a punta de lanza a dos divisiones Panzer que intentaban flanquear las defensas organizadas en la cima de Putney Hill. La tierra removida en ese espacio abierto era prueba del fracaso de la maniobra.
Se encontraron en Motspur Park antes de que Douglas cayese en la cuenta de que debían estar dirigiéndose a Cheam Village, pueblito donde en una época vivió él mismo y fue tan feliz. Era pequeño, ubicado entre parques, canchas de golf, campos de deportes y sanatorios para enfermos mentales. Para la mayoría de las personas se recuerda tan sólo como el lugar donde se cambia de dirección al dirigirse a Sutton. Esta gente que pasaba sin detenerse por Cheam conocía de él solamente las feas casas modernas alineadas en la carretera, pero detrás de esta fachada, Cheam era un pueblito pintoresco. La calle donde vivió una vez Douglas pasaba entre una serie de casitas recubiertas con tablones de madera blanca, construidas mucho antes de que la reglamentación contra incendios prohibiese este tipo de construcción. Por este motivo sufrieron tantos daños a consecuencia de lo que el cronista oficial de la División 29 de Infantería Motorizada registró simplemente como Plänkelei, o lucha callejera. En Sycamore Road, la infantería que combatió utilizó cohetes y granadas de humo y los incendios destruyeron mayor número de casas que cinco ataques efectuados con anterioridad por aviones Stuka.
La horquilla para ametralladora del sidecar golpeó a Douglas en un costado de la cabeza cuando Huth lanzó la pesada motocicleta a toda velocidad sobre el césped y entre los restos de la casa de un vecino. En aquel momento Douglas las vio: las ruinas de su casa desgarradas y con el interior quemado expuesto. Al bajar del sidecar, sintió bajo los pies el crujido de la ceniza que ni aun después de meses de lluvia había desaparecido, los fragmentos enterrados y quebrados de su vida. Y percibió el olor único, inconfundible, de la guerra, curiosa mezcla de olores orgánicos, carbón, polvo de ladrillos vetustos, tierra impregnada de materiales cloacales. Este olor persiste mucho después de haber desaparecido el de la carne en putrefacción. Douglas olía esto ahora y sintió gratitud, ya que alejaba el lugar de su vida y hacía más tenues sus recuerdos, como en un sueño experimentado en medio del dormir lleno de inquietud.
—¿Se trata de Jill?
Huth se limpió la cara sucia con el borde de la mano.
—¿Qué?
—Mi mujer. ¿Tiene algo que ver con mi mujer?
—No —dijo Huth.
Douglas siguió la mirada de Huth hasta el punto donde un camión del ejército alemán, una ambulancia y dos automóviles estaban estacionados en lo que había sido una vez el jardín de su vecino. Ahora no había manera de establecer dónde terminaba una propiedad y dónde comenzaba la siguiente. Desde aquel punto veía casi asimismo el lugar donde la hilera siguiente de casas quedó aplastada sobre el suelo con el fuego de artillería de contraataque que destruyó dos cañones alemanes de 8,8 cm. Aún se veían los caños retorcidos.
Aquí, en el límite de Surrey, la niebla se había disipado, pero unas nubes bajas corrían delante de la luna, de modo que el vago resplandor de ésta cambiaba sin cesar de forma y a veces desaparecía, sumiendo en la oscuridad toda aquella escena de desolación.
Huth se volvió para gritar a dos ingenieros que estaban instalando un cable de electricidad.
—¡Escaleras! ¡Traigan escaleras! ¡Ya mismo! —Era la voz perentoria del matón de cuartel y los soldados de las SS respondieron a la orden con redoblados esfuerzos. Llegaron corriendo dos hombres más por el suelo disparejo, llevando un carrete por medio de una varilla de metal. Detrás de ellos el cable llegaba al punto donde dos hombres más luchaban con el motor de un generador móvil que acababan de poner en marcha.
—Venga conmigo —le dijo Hut, y sin esperar que llegase la escalera, comenzó a caminar entre los escombros apilados. Douglas le seguía muy de cerca y ambos pasaron sobre vigas sueltas, desparramando cenizas y yeso a su paso. Huth tosió y dejó oír una imprecación cuando la hebilla del cinturón de su abrigo entreabierto se enganchó en un alambre enmarañado y cubierto de herrumbre y se desprendió del todo. Se abría camino hundiendo la punta de los pies en el yeso y los restos de papel con dibujos de ositos que habían pertenecido una vez al dormitorio del hijo de Douglas, hasta que pudo levantarse hasta la balaustrada casi intacta del rellano del piso alto.
Respiraba con afán y no hizo ademán alguno de ayudar a Douglas cuando éste subió detrás de él, pero se apartó para hacerle lugar en aquel punto de apoyo precario. Al apoyar Huth su peso contra la barandilla de madera, Douglas oyó el crujido de astillas y aferró a Huth del brazo en el instante en que cedía parte del piso. Los dos hombres se acercaron el uno al otro y oyeron el estrépito de la madera rota al caer sobre los escombros del piso bajo.
Si Douglas esperaba una palabra de gratitud por haber salvado al Standartenführer de una fractura o de un cráneo roto, la esperanza era vana. Lo único que recibió fue una de las sonrisas frías y hoscas de Huth, la cual duró sólo el tiempo necesario para que el hombre sacase un pañuelo y estornudase en él con gran ruido.
—¿Está bien, Standartenführer? —les llegó una voz desde la oscuridad de abajo.
—Es sólo un resfriado de cabeza —respondió Huth, y se sonó la nariz. Debajo de ellos alguien rió en voz baja—. Pase con cuidado a este lado —dijo Huth.
Douglas le siguió cuando desapareció por lo que había sido una vez el armario de la ropa blanca. La caldera de agua caliente, retorcida hasta ser casi irreconocible, colgaba hacia el cuarto, más abajo. En esta parte de la casa, la del frente del piso alto, quedaban bastantes vigas de sostén del piso para aguantar el peso de la gran cama de bronce que había sido el regalo de bodas hecho por los padres de Jill.
—¡Arrojen el cable! —gritó Huth. De inmediato le arrojaron un cable. Con gran destreza y rapidez, aseguró el extremo del cable e izó una lámpara portátil hasta donde la necesitaba—. ¡Denme luz, malditos! —gritó cuando descubrió que no podía encenderla.
—¡De inmediato, Standartenführer, de inmediato! —gritó una voz que buscaba desesperadamente los breves instantes que le conferían una respuesta conciliadora.
En este punto los ojos de Douglas estaban ya habituados a las sombras entre los restos del dormitorio. Vio la cama con el bronce torcido, la cabecera deformada definitivamente, y los resortes, una maraña de alambre oxidado. Y sin embargo, se le ocurrió que algún depredador debió haberla codiciado, porque la habían inclinado sobre un extremo, apoyando éste contra lo que había sido la ventana del dormitorio que miraba hacia los diminutos jardines de Sycamore Road. Las nubes se apartaron de prisa para permitir que la luna brillase algo más sobre la cama. Y entonces Douglas vio algo más. Había alguien allí con ellos. Tendido con los brazos abiertos sobre la cama, en una postura que parecía desafiar todas las leyes del equilibrio.
—¡Luz! —volvió a gritar Huth—. ¡Luz, dije! —Era un tipo de orden que Douglas había aprendido a reconocer. Se oyó un breve rumor alemán, seguido por un par de intentos de hacer funcionar el generador, y por último unas exclamaciones y juramentos cuando no funcionó.
Desconcertado, Douglas avanzó apenas. Debajo veía las linternas de los soldados. La estructura de la casa crujía y había viento suficiente para hacer silbar los cables telefónicos que colgaban de las vigas chamuscadas del techo. Por fin, con una tos, un tartamudeo y un rugido, el generador comenzó a marchar, pero no llegó la luz para la lámpara que tenía Huth en la mano, ni tampoco para los reflectores instalados en el jardín.
—¿Alguna vez le dijo alguien que los alemanes son una raza de hombres competentes? —preguntó Huth.
—Todo es cuestión de prioridades —repuso Douglas. Estaba hablando cuando las luces parpadearon y por fin se encendieron. Sus haces cortaban la noche como bisturíes de acero en busca de un punto donde encontrarse. Douglas cerró los ojos y se apartó del resplandor antes de poder fijar los ojos en la cama y en su ocupante.
Vestía tan sólo prendas interiores destrozadas y cubiertas de sangre, tenía las manos atadas con alambre al colchón elástico, la cabeza inclinada hacia un lado, el rostro ensangrentado, como un Cristo, según lo planearon los hombres que le habían torturado.
—¡Jimmy Dunn! —exclamó Douglas.
—Usted ya ha visto antes un hombre muerto —dijo Huth.
—¡Pobre Jimmy!
—¿Cumplía una misión para usted?
—Investigaba el asesinato —contestó Douglas.
Huth extendió una mano y con ayuda de un palo, movió el gran pedazo de cartón atado con alambre al pecho del hombre: «Fui un perro de caza inglés que trabajó para los cazadores alemanes», rezaba el cartel, escrito con caracteres toscos.
—Pobre muchacho. —Conque Harry Woods tenía razón. Era demasiado peligroso para un policía joven e inexperto, y ahora Douglas se sentía atormentado por la propia responsabilidad ante esa muerte.
—¡Los valientes patriotas ingleses! —dijo Huth—. ¿No le hacen sentirse orgulloso? —Douglas apartó la cabeza—. ¡No, no! ¡Nada de eso! —le dijo, y trató de obligarle a volverse para contemplar una vez más el cuerpo iluminado y lleno de cortes y quemaduras que señalaban las últimas horas del tormento sufrido por el joven policía. Los dos hombres se trabaron en lucha allí, sobre una pila de escombros, hasta que un puñetazo de Douglas fue bastante fuerte para provocar a Huth un gruñido de dolor. Seguidamente Douglas se soltó y comenzó a alejarse paso a paso entre las ruinas. Huth le siguió.
—¡Por fin! —exclamó—. ¡Por fin un rastro de emociones! Creí que nunca llegaría a verlo.
—Jimmy era un buen policía —dijo Douglas.
—Y esto es la fase fundamental en su código, ¿no?
—Yo lo envié.
—Y sus amigos de la Resistencia lo asesinaron —Huth tropezó, pero recobró el equilibrio—. En cambio, usted me pega a mí —dijo.
—Mi mujer está enterrada en algún lugar aquí, bajo estos escombros —dijo Douglas a modo de explicación, aunque no había disculpa en su tono.
—Lo sé, lo sé —dijo Huth.
—¿Cuándo sucedió?
—Una patrulla del ejército lo encontró allí arriba a las 22.27. Hay dos horas entre cada ronda… ¡Patrullas regulares! Estos idiotas del ejército jamás aprenderán a enfrentarse a los guerrilleros.
Los dos hombres se dirigieron a los vehículos.
—Con esto le anuncian que piensan matarlo —le dijo Huth en voz baja—. Se da cuenta de esto, ¿no?
—Es posible.
Cuando llegaron junto a los automóviles, Huth se volvió hacia un joven oficial de las SS que aguardaba ansioso en las cercanías, en posición de firme y con cara de granito, deseando tan sólo oír una voz de mando.
—Que suba allá el fotógrafo —dijo Huth—. Quiero que este cuadro grotesco sea desarmado y que desaparezca antes del amanecer. —Dirigiéndose a Douglas, añadió—: Será mejor que vuelva a casa y se cambie esas ropas ridículas. —Douglas se miró el smoking que llevaba debajo del abrigo entreabierto—. Lleve un coche —agregó Huth.
Estaba desencajado y tenía arrugas visibles, además de barba en el mentón. Después de frotarse la cara, esperó para estornudar, pero no estornudó.
—Estoy agotado —dijo en una de sus raras admisiones de debilidad.
—¿Piensan bajar a Jimmy ahora?
—Váyase a casa —le dijo Huth—. Ese no es «Jimmy». Eso es un cadáver. —Al seguir Huth la mirada de Douglas añadió—: Hemos despejado todas las casas hasta la estación del ferrocarril. Ninguno de sus vecinos de antes debe haber visto nada.
Huth tenía el perverso don de adivinar los procesos mentales de Douglas y ello hacía que Douglas se despreciara a sí mismo. ¿Qué le importaba que esos vecinos viesen lo que esta gente había hecho a Jimmy y por qué habría de sentirse él culpable? Sin embargo, se sentía culpable.
—¿No han tendido puentes aún? —le preguntó Huth—. ¿Nadie le hizo preguntas sutiles sobre si le encanta trabajar para los nazis?
—¡No! —dijo Douglas. Responder afirmativamente habría bastado para que Huth investigase a cada uno de los invitados de la fiesta de Garin y para que amenazase y ejerciese presión hasta descubrir la reunión clandestina—. No —repitió, pero esta vez lo hizo con menos énfasis.
—Curioso —Huth resopló y se limpió la nariz con un pañuelo de color—. Muy curioso —confió a su pañuelo—. Esperaba que estuviesen ya husmeándolo y lamiéndolo para esta época.
—Me iré a casa —dijo Douglas—. Puede que esté esperándome allí una paloma mensajera.
—Guarde los chistes para Harry Woods. Los sargentos tienen que festejar los chistes del jefe. —Huth se sonó la nariz—. Esta es gente peligrosa, mi amigo. No trate de jugar en ambos bandos contra el medio.
Douglas abrió la puerta del Volkswagen.
—¿Conoce usted algún buen remedio para mi sinusitis? —le preguntó Huth.
Sorprendido, Douglas repuso:
—¿Probó un inhalador de bolsillo?
—Tengo la nariz llena de cosas ya —dijo Huth sonriendo. Luego ordenó al conductor—: Lleve a este señor a su casa.
El viento hizo huir a las nubes, para dejar al descubierto una noche de color azul marino. Y cuando llegaron al centro de Londres, el alba comenzaba ya a trazar líneas rojas en el cielo hacia el este. Douglas cerró la puerta sin hacer ruido para no despertar a nadie en la casa, pero la señora Sheenan había oído el coche.
—¿Es usted, señor Archer?
Subió las escaleras de puntillas. Desde el comercio de aceites llegaban los olores de la leña recién cortada y de la parafina. Estaba ya habituado a ellos y era como si le diesen la bienvenida.
—Lamento haberla despertado, señora Sheenan.
—Estoy tomando té. ¿Quiere?
Desde que tenía sus dos pensionistas, dormía en el cuarto del frente, encima del comercio. Douglas la encontró sentada en la cama, bien arrebujada en un grueso chaleco de lana tejido a mano, tomando su té en pequeños sorbos.
—Saque una taza y un platillo del armario, ¿quiere?
Con dos niños en la casa, la señora Sheenan había decidido juntar en este cuarto diminuto todos los frágiles recuerdos de su vida de casada. Había perros de porcelana que ladraban su origen de Margate o Southsea, una novia joven en una fotografía de color sepia, una tetera de porcelana de Staffordshire, un poco cascada, el reloj de bolsillo con el nombre de su padre grabado en la tapa, junto con los mejores deseos de su patrón al cabo de veinticinco años de servicios, dos fotografías coloreadas de su marido y sus cuatro tarjetas postales del campamento para prisioneros de guerra.
Sirvió una taza de té a Douglas y luego le preguntó:
—¿Llueve?
—No. Y se ha disipado la niebla —dijo él y bebió su té—. Qué buen té —dijo.
—Es una cucharadita de té de verdad agregado al ersatz. Siempre me despierto alrededor de las cuatro, y nunca vuelvo a dormirme realmente.
—No tiene buen aspecto, señora Sheenan. Anda circulando bastante gripe.
La señora Sheenan reparó en el smoking que llevaba debajo del abrigo, pero no hizo ningún comentario.
—¿Cree que volveré a ver a Tom, señor Archer? —Al hacer la pregunta revolvió el té con exagerada atención y cuidado—. Mi hijo me lo pregunta todo el tiempo y la verdad es que no sé qué decirle.
Al levantar ella la vista, Douglas advirtió que había estado llorando. Sabía que no tenía parientes y que la responsabilidad de criar a su hijo era un gran peso para ella.
—Tom volverá, señora Sheenan.
—Tenemos noticias sólo cada dos o tres meses. Y aun entonces, sólo le permiten mandar una tarjeta impresa que dice que está bien.
—Es mejor que una carta larga en la que diga que está enfermo —observó Douglas. Con algún esfuerzo, la señora Sheenan sonrió.
—Es verdad, tiene razón —dijo.
—El armisticio no menciona fechas, pero los alemanes han prometido devolver los prisioneros de guerra lo más pronto posible.
—¿Qué les importa a ellos? —dijo la mujer con amargura—. Las madres y las esposas alemanas tienen a sus hombres junto a ellas desde hace meses. ¿Qué les importan nuestros muchachos? Los utilizan como mano de obra barata. ¿Qué puede ofrecerle nuestro gobierno en cambio de ellos?
No había argumentos que oponer al razonamiento. En aquel momento los alemanes prometían cambiar un prisionero de guerra británico por cada diez trabajadores que se ofreciesen como voluntarios para trabajar en las fábricas alemanas. La espera sería larga para Tom.
—Que su hijo no vea que se siente tan triste, señora Sheenan —dijo—. Esto podría afectarle más que el hecho de tener lejos a su padre.
—En la escuela tienen un maestro nuevo que les dijo que Churchill… y todos los soldados británicos… eran criminales. Mi chico volvió a casa y me preguntó por qué.
—Hablaré con él —prometió Douglas—. Y dígale que su padre es un hombre excepcional.
—Les dicen que deben delatar a los padres que se oponen a la propaganda.
—Estos alemanes trajeron ideas malvadas.
—Mi hijo tiene un gran concepto de usted, señor Archer. Y no me refiero solamente a la tarjeta de racionamiento, o al dinero.
Douglas tenía expresión algo confusa.
—Ah, olvidé mencionar el paquete —prosiguió la señora Sheenan rápidamente.
—¿Qué paquete?
—El rótulo impreso dice que es de Scotland Yard. Pensé que quizá el sargento Woods lo hubiese mandado. Sé que quiere a Douggie como un padre.
—¿Un paquete para usted? —preguntó Douglas.
—No, para Douggie. Dirigido a Douglas Archer hijo, como en esas películas norteamericanas… —Al notar el temor en el rostro de Douglas, prosiguió—: Lo puse en su cuarto. No hice mal, ¿no?
—No, no. Lo abriré. —La señora Sheenan le oyó entonces subir las escaleras muy deprisa.
Estudió el paquete con mucho cuidado. La etiqueta con la sigla HSSOF y el sello de Scotland Yard parecían auténticos y los tipos escritos a máquina mostraban todas las características de las nuevas máquinas Adler instaladas por los alemanes en sus oficinas. Se había pagado el franqueo, pero no con estampillas comunes, sino con las etiquetas autoadhesivas especiales, «dienstmarken», con que se abonaba el franqueo previo en toda la correspondencia oficial alemana.
Douglas levantó el paquete y decidió que no era suficientemente pesado para ser una bomba. La verdad era que estaba demasiado cansado para tomar las precauciones habituales y cortó las cuerdas y la envoltura con su cortaplumas. El paquete contenía un modelo de automóvil proveniente de la fábrica de juguetes Schuco, de Nuremberg. Era de excelente confección, con palanca de cambios, dirección en miniatura, diferencial y un capó que se abría para dejar ver un motor con mucho detalle. Acompañaba el regalo una tarjeta en la cual, en la escritura armoniosa del general Kellerman, había el siguiente mensaje: «A Douglas Archer, magnífico muchacho, en ocasión de su cumpleaños. Cariñosamente, Fritz Kellerman».
Douglas sabía que su hijo se quedaría extasiado con el automóvil y que le apreciaría más aún por la nota que lo acompañaba. A pesar de ello, sintió aprensión.
Guardó el lujoso juguete otra vez en la caja y envolvió ésta en sus papeles de embalaje. Faltaban todavía tres semanas para el cumpleaños de su hijo. Para entonces era posible que todo el mundo hubiese cambiado.