V

A noticia cayó como una bomba, y aunque muchos quisieron negarla frente a frente de la evidencia misma, estrellábanse sus negaciones contra un documento oficial, legítimo y auténtico, que había circulado el día anterior por todas las casas de la Grandeza. Era un oficio de la mayordomía mayor de su majestad, en que el jefe superior de Palacio decía letra por letra y punto por punto a todos los Grandes de España…: «Excelentísimo señor: Su majestad el rey don Alfonso XII (q. D. g.) se ha servido señalar la hora de las dos de la tarde del día 7 de febrero para la ceremonia de cubrirse ante su Real presencia los señores Grandes de España que al margen se expresan, etc., etc.». Y entre aquellos nombres al margen expresados, por riguroso orden de antigüedad inscritos, recordando todos ellos la grandeza de los caracteres, la firmeza de las virtudes, la nobleza de los pensamientos y el valor de las hazañas de que está llena nuestra historia, leíase con todas sus letras, puesto el segundo, el del excelentísimo señor don Jacobo Téllez-Ponce Melgarejo, marqués de Sabadell.

El caso era curioso, y los aficionados a investigar la razón íntima de los actos del prójimo, los inteligentes en escudriñar los puntos oscuros de los más sencillos eventos de las vidas ajenas, los más hábiles peritos en el arte sutilísimo de atar cabos con cabos, encontraron al punto empalmes subterráneos entre el oficio del jefe superior y el suelto que había publicado La Flor de Lis algunos días antes. Según esta, susurrábase que cierto personaje de gran importancia, retirado algún tiempo de la política, volvía de nuevo a la arena del combate, seguido de numerosa mesnada y enarbolando en su robusta mano, con honrada independencia, la bandera de Alfonso XII.

Una dama angelical, conocidísima en los altos círculos por su ingenio, su elegancia y su belleza, habíale arrancado, en un banquete, una confesión explícita, aunque no pública, de sus nuevas simpatías dinásticas… Un ramo de violetas había sido la ocasión, y un ángel fue el instrumento. ¡Feliz el atleta que entra en la nueva senda bajo tan poéticos auspicios!…

El suelto delataba por lo cursi la pluma de Pedro López, y el resto de la charada fue descifrada sin mas que una leve duda… En buena hora que Martínez fuese el atleta; ¿pero cómo diablos podía ser Currita el ángel de la adivina?… Uno descifró el enigma.

—De manera muy sencilla… También Lucifer lo fue.

Quedaron todos convencidos, y el Ministerio de Instrucción Pública, confiado a las lenguas murmuradoras, comenzó a analizar con investigadora atención el hecho de que se trataba…

Desde luego, saltó a la vista de todos una particularidad, por decirlo así, de índole doméstica: Jacobo era tan sólo marqués consorte, y veníanle sus derechos a la Grandeza exclusivamente por su mujer, de la cual estaba separado hacía doce años… Discutióse el punto, y quedó convenido, por unanimidad, que el hacer uso de este derecho era, por parte de Jacobo, una verdadera indecencia.

Una vez fallado este punto, pasóse a considerar los hilos diplomáticos que unían la charada de La Flor de Lis con el oficio del jefe superior de Palacio…

Jacobo habíase afiliado después de la Restauración en la mesnada revolucionaria capitaneada por el atleta Martínez, que tan sólo había reconocido hasta el presente al nuevo monarca en un banquete privado y bajo el símbolo de un ramo de violetas presentado por un ángel no inscrito en las jerarquías celestiales… El hecho, pues, de presentarse el marqués consorte en Palacio indicaba a las claras que el buey Apis, su jefe, daba otro paso adelante, enviando un fiel explorador a la fértil tierra de Mesopotamia…

El hecho resultaba evidente, y quedó también convenido que el caso, sin dejar de ser una indecencia, era al mismo tiempo un acto político: cosas ambas que, según dictamen de peritos, podían aunarse y darse las manos en amigable consorcio, como se las habían dado ya el atleta, el ángel y el ramo de violetas…

Otro tercer problema apareció al punto sobre el tapete, como consecuencia legítima del primero y secuela irremisible del segundo… ¿Quién sería el padrino que presentase al héroe en la corte?… ¿Quién tendría valor suficiente para apadrinar una indecencia y correr los futuros contingentes de un avance político?…

Era tradicional costumbre entre los Grandes que habían de cubrirse convidar, para ser apadrinados en la ceremonia, a aquel otro Grande ya cubierto que de cerca o de lejos fuese el jefe de la familia; y éralo de la de Sabadell el anciano duque de Ordaz, prototipo de honradez y de nobleza…

Los olfatos más diestros en aquello de seguir la pista a un enredo pusiéronse al punto en movimiento, y a poco quedó averiguado que Jacobo había tenido la desfachatez de convidar al viejo duque, y el noble anciano el decoro de negarle la demanda. La incógnita quedó, pues, sumida en el pozo del misterio, sin que lograsen sacarla a flote los retorcidos hilos de la conjetura; una esquelita litografiada, que vino, siguiendo paso a paso al oficio de Palacio, encargóse dos días después de tirar de la manta. Los curiosos batieron palmas:

¡Albricias, albricias!

Padrino tenemos…

En la esquela decía: «El marqués de Villamelón y de Paracuéllar, conde de Albornoz y de Calatañazor, suplica a vuestra excelencia se sirva asistir a la ceremonia de cubrirse de Grande de España el excelentísimo señor don Jacobo Téllez-Ponce Melgarejo, marqués de Sabadell, de quien es padrino, para cuyo acto se ha servido su majestad señalar el día 7 de febrero de 1878, a las dos de la tarde, en su Real Cuarto».

El éxito sobrepujó a la expectación, y añadióse al caso, nemine discrepante, otro tercer carácter… Sin duda era una indecencia, de cierto era un acto político y de seguro prometía ser un sainete chistosísimo.

El día amaneció nublado, era el viento muy frío, y gruesos copos de nieve comenzaron a caer, entrada ya la tarde, cual espesa lluvia de jazmines. Un gran landó desembocó entonces como un rayo por la derecha del Real, describió un rápido semicírculo en torno de la plaza de Oriente y se detuvo frente a Palacio, en la puerta del Príncipe, de repente, en firme, con una de esas paradas maestras con que sólo la férrea mano de Tom Sickles sabía sujetar un tronco sin destrozarlo. Su cara de remolacha aparecía, en efecto, en lo alto del pescante, zambullida en enorme cuello de pieles, y su cabeza cuadrada quedó al descubierto cuando, saltando Friz del asiento como empujado por un resorte, abrió la portezuela, tieso, acompasado y expedito, como verdadero lacayo elegante y correcto.

Asomóse entonces por la portezuela un sombrero de tres picos con plumas blancas erizadas, y luego un zapato de charol con hebilla de oro, y una pantorrilla bien rellena, calzada con media de seda blanca. Sonó después dentro del coche un ¡Berr! formidable, vehemente y angustioso, como el del que se arroja a un estanque de agua helada, y apareció al fin, uniendo aquellas extremidades, un magnífico abrigo de pieles de marta que envolvía al marqués de Villamelón, vestido de gran uniforme. Hubo un momento de pausa, en que Fernandito daba pataditas en el suelo, diciendo con gran impaciencia: —¡Vamos!…

Apareció entonces la formidable cabeza del buey Apis, y a poco, el excelentísimo Martínez de cuerpo entero estaba a su lado, envuelto en su levitón y con su inseparable garrote en la mano. Otra pequeñita, oculta bajo un guante oscuro, asomó entonces por la portezuela, posóse en la de Villamelón, y sin tocar casi en el estribo, viose saltar en tierra la elegante figura de la marquesa de Valdivieso.

Hubo una nueva pausa, hubo nuevas pataditas de Fernandito, repitiendo ¡vamos!, y apareció entonces, muy despacito, la roja cabecita de la Albornoz, engarzada en un sombrerito negro; recorrió con rápida mirada los varios coches detenidos a uno y otro lado de la puerta de Palacio, y bajó después lentamente, mirando siempre en torno suyo y diciendo al cabo muy disgustada:

—¡Pues no ha venido todavía!…

—¡Si no tiene formalidad ninguna! —replicó Villamelón muy impaciente—. Apuesto a que llega tarde. ¿Sabes?

Y como si el reloj de Palacio quisiera aumentar su zozobra, dio en aquel momento la una y tres cuartos. Villamelón ofreció el brazo a la Valdivieso para subir la gran escalera, y Currita subió detrás apoyada en el del buey Apis. Por el ramal opuesto subía al mismo tiempo un viejo gordo, con la barba blanca muy recortada, hablando vivamente con otro viejo flaquito, muy atildado y pulcro; el gordo vestía sencilla levita abrochada, y el flaco, uniforme de teniente general con sus accesorios de gala.

Al verles Currita, apretó vivamente el brazo del buey Apis, diciéndole muy por lo bajo:

—Mire usted quién va allí, Martínez… Gallego, el ministro de Gracia y Justicia… En cuanto le vea a usted se asusta… ¡Anda!…, ya nos mira… ¡Qué delicia!… De fijo que esta noche se declara en el gabinete la crisis…

La presencia del buey Apis produjo, en efecto, honda impresión en el viejo gordo, designado por Currita como ministro de Gracia y Justicia; detúvose un instante sorprendido, llamó la atención de su compañero y dialogaron breve rato, él como extrañado y suspenso, el otro como asombrado de su extrañeza.

La cosa íbase formalizando; desde la caída de Amadeo no había entrado Martínez en Palacio, y su presencia allí en aquel momento, aunque fuera sólo como curioso, prestaba al acto de Jacobo una sanción pública que acrecía su importancia. El excelentísimo Martínez, mirando de reojo al ministro, manifestó deseos de conocerle; Currita no le dejó acabar.

—Pues nada más fácil… Ahora mismo; ya verá usted…

Y contestando con un gracioso saludo al profundo que ya en lo alto de la escalera le hacían los dos viejos, dijo de pronto:

—¡Gallego!… Un momento… Tengo que pedirle a usted un favor… Necesito una cruz sencillita…, una encomienda de Isabel la Católica o de Carlos III, cualquier cosa… Se casa un chico de mi apoderado de Granada y quisiera hacerle ese regalito… Es un poquillo vanidoso y le gusta colgarse dijes… Con que le mandaré a usted una notita… ¿Eh, Gallego?…

Y luego, de repente, como cayendo en la cuenta:

—¡Ay, por Dios, dispénseme!… ¿No conocía usted a Martínez?… Martínez…, el señor Fernández Gallego, ministro de Gracia y Justicia… Mi buen amigo, don Juan Antonio Martínez…

Saludáronse ambos personajes con grandes cortesías, y Currita, con el airecillo de princesa de los Ursinos, propio de las mujeres cuando juegan en público a las muñecas con los hombres políticos, comenzó a caminar entre ellos hacia la puerta de la Saleta. Allí la esperaba Villamelón, nervioso, azorado, impaciente, mirando sin cesar hacia la entrada de la escalera…

—Pero, Curra, por Dios, te quedas parada por todas partes. ¿Sabes?… ¿Y Jacobo no ha venido?… De fijo que llega tarde… Tú busca un buen sitio y llévate a Martínez. ¿Me entiendes, Curra?… Con esa calma, ni vas a oír a Jacobo, ni me verás a mí tampoco… ¡Anda!… ¡Las dos ya en Palacio!… ¡Se acabó! Me deja plantado; ahora sí que llega tarde…

Y tarde y apresurado llegaba, en efecto, Jacobo en aquel momento por el extremo de la galería, airosamente terciada la capa blanca de santiaguista con que encubría su pintoresco uniforme de maestrante de Sevilla.

Villamelón no le dejó respirar; apenas si pudo cruzar una cariñosa sonrisa con la dama, un apretón de manos con Martínez, y el impaciente padrino, tirando de él a la rastra, llevóselo por la puerta de la Saleta. Esperaban allí los Grandes que habían de cubrirse y los que habían de apadrinarles, formando un brillante conjunto de vistosos y variados uniformes, entre los que se destacaban las negras manchas de alguno que otro frac de severo e irreprochable corte.

Mientras tanto, disponíase en la antecámara la aristocrática ceremonia, instituida en rigor de verdad por el emperador Carlos V, cuando limitó el privilegio de cubrirse ante el rey, común antes a todos los títulos, a doce Grandes de España, que se llamaron desde entonces Grandes de primera clase, y fueron los duques de Medinasidonia, Alburquerque, Infantado, Alba, Frías, Medina de Rioseco, Escalona, Benavente, Nájera, Arcos, Medinaceli y el marqués de Astorga.

De entonces acá apenas ha variado esta ceremonia, que acostumbra a celebrarse, como la mayor parte de los actos de etiqueta, en la antecámara de los reyes.

Forma esta pieza un vasto cuadro, de severa magnificencia, cuyo techo, pintado por Maella, representa una alegoría capaz de infundir pavor a todos los grandes personajes que por allí pasan, destinados a figurar en la historia: la Verdad, descubierta por el Tiempo. Entrando por la puerta de la Saleta ábrense a la derecha dos balcones que dan a la plaza de la Armería, a la izquierda dos puertas que llevan a los aposentos interiores, y al frente una mampara que comunica con la cámara.

Hállase tapizada toda la pieza de rica tela azul muy oscura, con grandes flores de lis, y las iniciales A y B entrelazadas y realzadas en terciopelo; cuatro grandes retratos de Carlos IV y María Luisa, Fernando VII y la reina Amalia III ocupan los huecos correspondientes a uno y otro lado de las puertas de la cámara y la Saleta. Alrededor de los muros hay banquetas de la misma tapicería que cubre a estos, y cinco soberbias consolas de mármol y bronce sosteniendo candelabros y bustos de Isabel II y Francisco de Asís, Felipe V y Fernando VI.

Entre los dos balcones, sobre una de estas consolas y frente a una chimenea de mármol jaspeado que corona un colosal espejo, vese otro gran busto de Carlos III, cubierta por el manto real la armadura, ricamente cincelada.

Hallábanse abiertas todas las puertas de la antecámara, excepto la de la Saleta, y apiñábanse detrás de las cortinas las familias y amigos de los Grandes, deseosos de contemplar el señoril espectáculo. Ante la puerta de la cámara veíase una mesa cubierta por rico paño de terciopelo granate, y un gran sitial destinado al rey.

A las dos en punto entró este por la puerta de la cámara, seguido del mayordomo mayor, el Grande de servicio, los ayudantes y todos los Grandes ya cubiertos; vestía el rey uniforme de capitán general y traía el tricornio en la mano. Sentóse y cubrióse, y los Grandes se cubrieron y quedaron en pie a uno y otro lado de la Saleta.

Iba a comenzar la ceremonia.

El secretario de la Real Estampilla, destinado a dar fe del acto, abrió entonces la gran puerta de caoba maciza y dijo, anunciando:

—Señor…, el marqués de Benhacel.

Era este el Grande que, como más antiguo, debía de cubrirse primero; entró entonces un joven dando la mano derecha a un anciano y la izquierda al mayordomo de semana que estaba de servicio. Vestía el joven el uniforme de gala de capitán de artillería, y el viejo, decrépito y encorvado, el de almirante de la Armada, con todo el pecho lleno de cruces: era el duque de Algar, abuelo y padrino en aquella ocasión del joven marqués que iba a cubrirse. Traía el viejo el tricornio puesto, y traía su ros en la mano el joven, dejando al descubierto una cabeza enérgica y muy española, un poco tostado el rostro por el sol, con ojos negros vivísimos, que parecían retratar el temple de acero de una raza de valientes.

Su entrada fue magnífica, y un murmullo de respetuosa simpatía acogió a la ilustre pareja, que apareció en la puerta, apoyada en la juventud la vejez, como una esperanza evocando un recuerdo, como una alegoría de la experiencia conduciendo de la mano al valor, a depositar una espada sin mancilla en las gradas del trono.

En el dintel mismo de la puerta hicieron ambos la primera reverencia de corte, en el centro del salón la segunda, y frente a frente ya del rey la última; saludaron después a los Grandes colocados a derecha e izquierda, y estos contestaron al punto quitándose los sombreros.

El viejo duque y el mayordomo hiciéronse entonces un paso atrás y quedó solo el Grande novicio en mitad de la sala. El rey, haciendo un saludo militar, dijo:

—Marqués de Benhacel, cubríos y hablad.

Cubrióse en el acto el marqués, y dirigiéndose al rey, pronunció un breve discurso, en que, según la costumbre, trazó a grandes rasgos la gloriosa historia de su familia, que comenzaba en aquel Fortún de Torres, que peleó con Alfonso el Sabio y murió en el Alcázar de Jerez, agarrando con los dientes la bandera de su rey, por no poderla ya sujetar ni defender con sus dos manos mutiladas…

La voz del artillero, tímida y entrecortada al principio, fuese poco a poco vigorizando, cual si aquellos hechos gloriosos encontraran en su corazón eco suficiente para imitarlos, y cuando llegó a describir un episodio de Trafalgar, que llamó último timbre de su familia, su acento vibraba con esas misteriosas inflexiones del sentimiento que parecen elevar al orador a una esfera más alta, prestándole no sólo facultad para persuadir y fuerzas para conmover, sino hasta derecho para mandar…

Gravina agonizaba en la cámara, y el navío Príncipe de Asturias volvía a Cádiz desmantelado, al mando de un hombre que entró en el combate con tres hijos y volvía a su hogar con uno solo, el más joven, guardia marina de pocos años. La tempestad arreció al promediar la noche y fue necesario picar un palo, que quiso la desgracia quedase sujeto por un cable a la cofa, haciéndole escorar con riesgo cierto de hundirse; tres gavieros subieron uno tras otro a cortar el cable, y a los tres los arrebató la borrasca y los sepultaron las olas.

Entonces, aquel hombre de hierro, que vio a la diezmada tripulación temblar ante la horrible obediencia, volvióse a su hijo, único que le quedaba, ídolo de su corazón y esperanza última de una gran familia, y díjole tan sólo:

—Señor guardia marina… A usted le toca.

El niño, con el hacha entre los dientes, trepó hasta la cofa, y porque la Virgen María le ayudó, cortó el cable…

Y en medio de ese profundo silencio que ata las lenguas y humedece los ojos, cuando lo sublime embarga el corazón y levanta el pecho con el temblor de un sollozo, volvióse Benhacel lentamente al viejo duque y añadió, mostrándolo:

—Aquel guardia marina niño era mi abuelo; el héroe era su padre. El mío —prosiguió con una voz en que se notaban dejos del llanto— sirvió también a su rey en la Armada real hasta el año 68…; en el mes de septiembre se arrancó los entorchados y rompió su espada… Yo, señor, desenvainé la mía por primera vez en la batalla de Alcolea, y fiel a las tradiciones de mi raza, vengo a ofreceros hoy como Grande la que ya os di como soldado…

Y al llevar, diciendo esto, la mano derecha a la empuñadura de la espada, vieron todos que le faltaban en aquella los dos dedos de en medio. Un casco de granada se los arrancó en Alcolea.

Benhacel calló, y en medio del homenaje más grande que pueden prestar la admiración y el respeto, el silencio, descubrióse, hincó una rodilla en tierra y besó la mano del rey; saludó después a los Grandes de uno y otro lado, y acompañado de su abuelo, fuese a colocar entre ellos. El viejo lloraba como un niño; uno le dijo:

—¡Llora el almirante, y no lloró el guardia marina!…

Por desdicha, no acabó aquí la ceremonia; el secretario de la Real Estampilla abría de nuevo la puerta de la Saleta y tomaba a anunciar:

—Señor…, el marqués de Sabadell.

El sainete comenzaba, y apareció entonces Villamelón, solemne, imponente, erguida la cabeza, tieso el torso ya algo panzudo, trayendo de la mano a Jacobo, que ofrecía el tipo de hombre más hermoso, elegante y señoril que pudiera imaginarse. Ajustaba su airoso talle la casaca encarnada de los maestrantes de Sevilla, con sardinetas y charreteras de plata, y cruzaba su pecho, de un lado a otro, una de esas grandes bandas que se crean para premiar el mérito y fomentar la virtud, y se usan para satisfacer vanidades o adornar buenos mozos; el calzón de punto blanco ceñía la bien formada pierna, y la alta y charolada bota y el tricornio con finísimo penacho blanco completaban aquel pintoresco traje.

Cumplido el ceremonial, Villamelón abandonó la mano de su ahijado y quedóse atrás, en actitud señoril, pero estudiada, contemplando estático las grandes narices de Carlos III, que tenía frente a frente, mirando de cuando en cuando con el rabillo del ojo a uno y otro lado, y diciendo para sus adentros:

—Mucho me miran… Debo de estar hermoso.

Quedó Jacobo solo en medio de la antecámara un poco cortado; mas al sentirse blanco de una atención, que harto comprendió él no serle benévola, crecióse su orgullo y despertó su natural audacia, y lanzó en torno una mirada que quiso hacer altiva y fue sólo insolente, quiso hacer serena y fue solo provocativa.

Los curiosos se apiñaban tras las cortinas, y Currita, en primera fila, devoraba a Jacobo con la vista; Martínez, a su lado, estrujado casi contra el quicio mismo de la puerta, no podía verle, mas prestaba oído atento, lleno de ansiedad, mordiendo con la cabezota baja el puño de su garrote.

Tras la mampara de la cámara, a espaldas mismas del rey, sentíase el crujir de algunos trajes de seda; díjose después que desde allí había presenciado la reina la ceremonia.

Los Grandes alargaban las cabezas, ansiosos de oír a Jacobo… Acababan de ver retratado, cual en un espejo, en el discurso de Benhacel, lo que debe de ser un Grande, lo que significa aquel lema de la antigua hidalguía: nobleza obliga, que no exige ciertamente que cada título de Castilla sea un genio, ni cada Grande de España un héroe, ni cada apellido ilustre un santo; porque ni el genio se hereda, ni la inteligencia se vincula, ni el heroísmo es un pergamino, ni la santidad un mayorazgo. Pero que exige e impone, con la fuerza imperiosa de un deber de conciencia, la obligación de considerar en la Grandeza una carga a la vez que un honor; de servir de ejemplo en los pensamientos, en las palabras, en las acciones y en las costumbres; de sostener la dignidad de las glorias que representa; de echar, como Breno, el peso de la espada o el peso de la inteligencia en la balanza en que oscilan la ruina y el esplendor de las naciones; de sentir algo más que voluptuosidades; de querer algo más que placeres; de saber defender un trono cuando se hunde, como en España el 68; de saber morir como un rey cuando le degüellan, como en Francia el 93.

Y entonces, reciente aún aquella impresión nobilísima que elevaba las inteligencias y movía los corazones, iban a ver en Jacobo lo que es esa misma grandeza cuando refleja en un charco los rayos de su gloria, cuando el vicio la deslustra y la bajeza la empuerca, y el olvido de la propia dignidad la pone al servicio de un Martínez, que apoya en ella la pataza para encaramarse en lo alto y darle después, una vez arriba, desde la cumbre de su insolencia, la más ignominiosa de todas las coces: la coz del asno…

Jacobo hablaba bien, y era la más mimada de todas sus vanidades la vanidad de su elocuencia; mas no osó, sin embargo, confiar su discurso a la memoria, y limitóse a leerlo, temeroso de pasar por alto alguno de los habilidosos rodeos con que procuraba sortear los grandes escollos que por todas partes le cerraban el paso.

Hízolo, en efecto, con notable maestría, en que creyeron descubrir algunos las macizas huellas del buey Apis, y cuando cesó de hablar, las miradas significativas de todos se cruzaron de uno a otro lado…

El hecho era cierto: Martínez y su mesnada cantaban la palinodia, y el Grande de España consorte era el encargado de hacer llevar el reverente clamor a los oídos del monarca.

Alarmáronse los parciales del Gobierno, y el señor Fernández Gallego, que entre los curiosos andaba agazapado, frunció el acento circunflejo que sobre la nariz tenía, a la vista de aquella nube de bárbaros hambrientos que salían de los bosques talados de la Revolución y amenazaban invadir las fértiles llanuras del presupuesto, que ellos solos cultivaban. ¿Cuál sería la actitud del monarca?

Esto se preguntaban todos los ojos y esto excitó todas las curiosidades, mientras los doce Grandes que aún quedaban por cubrir leían sus discursos y terminaba la ceremonia.

Levantóse al fin el rey, y con la cabeza descubierta dio una vuelta a la antecámara, hablando y saludando a todos los Grandes.

Nadie chistaba; había llegado el momento de conocer si el memorial de Martínez era acogido o rechazado, si era necesario pactar con los invasores o perseguirlos, como a perro que huye, con maza al son de almireces y cencerros, hasta los confines de sus bosques desiertos.

Hubo un mal síntoma: el rey pasó ante Villamelón sin hablarle, haciéndole tan sólo un leve saludo; detúvose después un gran rato con el viejo duque de Algar y su nieto, y llegó al fin a Jacobo, que se hallaba de pie en pos de estos. Hubiérase podido escuchar en la antecámara el vuelo de una mosca, percibir el rumor de la huella más callada, del paso mismo de la muerte.

Paróse el rey ante Jacobo y le miró sonriendo con cierta chusca malicia.

—¿Qué tal, Sabadell?… ¿Y su amigo de usted, Martínez?… Me han dicho que le gustan mucho las violetas… Dígale usted que en la Casa de Campo las hay muy tempranas… Por allí iré yo el jueves, a las cuatro…

Y sin añadir una palabra más volvióle la espalda.

Harto había dicho, sin embargo, y un resoplido inmenso resonó entonces tras la cortina de la izquierda, como el aliento de un pechazo comprimido que al fin se desahoga: era el buey Apis, el excelentísimo Martínez, que hubiera soltado en aquel momento un relincho, como en sus expansiones de alegría los mozos de su tierra, y estrujando entre sus brutales brazos, como un Hércules que abrazara a un insecto, a su ilustre aliada Currita.

Ella, sin poder disimular tampoco el vivo gozo del triunfo, díjole imprevisoriamente:

—Martínez… Encargue usted el uniforme.

Y una vocecita burlona, que jamás se pudo averiguar de dónde había salido, contestó a su espalda:

—Con que vuelva del revés el de don Amadeo, sale del paso sin gastos…

Quedaba aún la parte más pintoresca de la ceremonia, que había de ser para Jacobo la apoteosis del triunfo. Retirado el rey a sus habitaciones, salieron de la antecámara por orden de antigüedad los Grandes recién cubiertos, para ser presentados al Cuerpo de Alabarderos.

Hallábanse estos formados a uno y otro lado de la doble escalera, y los Grandes, llevando a la derecha a sus padrinos, debían de bajar por un ramal y tornar a subir por el otro, al son del golpe de las alabardas, que les hacían el saludo de honor.

Los curiosos llenaban el frente de la galería y la parte baja de la soberbia escalera, cuya bóveda, pintada por Giaquinto, representaba a la España ofreciendo a la Religión sus virtudes y trofeos.

Cuando Jacobo puso de nuevo el pie en la galería, y salieron a su encuentro Currita y otros amigos, ansiosos de darle la enhorabuena, el orgullo satisfecho reflejaba en su semblante una especie de vértigo, y hubiera gritado como el Nabucodonosor de la ópera:

lo non Ré, so Dio!…

Buscó con la vista a Martínez y viole a diez pasos de distancia, con la cabezota ladeada, apoyado en su garrote, y su risa de paleto sobre los labios, recibiendo también sus homenajes.

Un grupo de palaciegos le rodeaba, oprimiéndose y estrujándose por estrechar su velluda manaza entre las suyas finas y enguantadas, al compás de previsoras lisonjas. El general que acompañaba antes al ministro de Gracia y Justicia invitábale muy finamente a una cacería en sus tierras de Pardillo; era Grande de España, y llamábanle en Palacio el cuclillo indicador, por ser siempre el primero en adivinar la mata por donde había de saltar un ministro.

Nevaba furiosamente, y angustiado Fernandito, daba prisa por marcharse. Currita convidó a comer a Martínez y a Jacobo, y ambos aceptaron; mas este quiso llegar antes a su casa para quitarse el uniforme.

En la bandeja destinada en la antesala a recibir las tarjetas y las cartas, vio un gran oficio entrelargo y lo recogió al paso, mientras le quitaba Damián la blanca capa de santiaguista, con la roja cruz en el lado izquierdo. Molestábale mucho una de las altas botas del uniforme, y sin esperar a Damián, quiso quitársela él mismo, en cuanto entró en la alcoba; no pudo, sin embargo, conseguirlo del todo y quedóse con ella a medio descalzar, sentado en una butaca, esperando al ayuda de cámara. Tardaba este, e impaciente Jacobo, abrió mientras tanto el oficio.

Sobre un pliego de papel blanco vio destacarse ante su vista el sello rojo que había cerrado en otro tiempo el sobre exterior de los documentos masónicos.

Miróle un momento aterrado. Parecíale una gota de sangre.