II

RA aquella misma tarde poca la animación y escasa la concurrencia en el fumoir de la duquesa de Bara. Casi tendida ésta en una chaise-longue, quejábase de jaqueca, fumando un rico cigarro puro, cuya reluciente anilla acusaba su auténtico abolengo: tenía sobre las faldas, sin anudarlo, un delantillo de finísimo cuero y elegante corte, para preservar de los riesgos de un incendio los encajes de su matinée de seda cruda, y sacudía de cuando en cuando la ceniza en un lindo barro cocido, que representaba un grupo de amorcillos naciendo de cascarones de huevo en el fondo de un nido.

Pilar Balsano fumaba, haciendo figuras, otro cigarro no tan fuerte, pero sí tan largo como el de la duquesa, y Carmen Tagle se desquijaraba chupando un entreacto que se mostraba algún tanto rebelde.

—Está visto que no tira —dijo de pronto.

Y para cobrar nuevas fuerzas se bebió poquito a poco, y con aire muy distinguido, una tercera copita del whisky, bastante fuerte, que juntamente con el té, los brioches y sandwiches, habían servido en rico frasco de cristal de Bohemia.

La señora de López Moreno, gorda y majestuosa como las talegas de su marido, contraía sus gruesos labios para chupar un cigarrito de papel, y reíase maternalmente al ver a su hija Lucy, recién salida del colegio, dar pequeñas chupadas en el cigarro mismo de Angelito Castropardo. Chupaba la niña y tosía haciendo monadas; chupaba Angelito para darle magistral ejemplo, y tomaba a chupar y a toser la colegialita, encontrando el juego muy divertido. Parecía complacerla mucho tener por maestro un grande de España, y procuraba estudiar el chic de aquellas ilustres damas, que como modelos de distinción le proponía su madre. Todavía, sin embargo, encontraban en ellas sus ojos de colegiala cosas harto extrañas.

Disgustaban a la duquesa las risotadas de la banquera; pero pasaban de dos millones las hipotecas que el cónyuge de esta tenía sobre los bienes de aquella, y ante la perspectiva de una prórroga necesaria, era preciso preparar el terreno con paciencia y amabilidades.

Leopoldina Pastor, varonil solterona que pasaba ya de los cuarenta, guapa y muy erudita, despachaba una buena ración de brioche milanaise, disputando con don Casimiro Pantojas, antiguo director de Instrucción Pública, académico de la Lengua y celebérrimo literato. Habíase inaugurado aquella semana el tranvía del barrio de Salamanca, y lamentábase el académico de que el vulgo de Madrid se empeñase en hacer masculino el nuevo vehículo, contra el dictamen de algún colega suyo, que por femenino lo tenía.

La señorita de Pastor, ardiente defensora de los fueros gramaticales, prometióle hacer por todas partes propaganda de la tranvía; pero escapósele al bueno de don Casimiro que era el académico en cuestión don Salustiano Olózaga, y Leopoldina varió al punto de dictamen, exclamando muy enfadada:

—¡Imposible que sea femenino!… Olózaga es un indecente amadeísta que ha impuesto a Thiers el Toisón de oro; y eso no se lo perdona ninguna alfonsina… ¡Pues no faltaba más!… ¡El tranvía se dice, y el tranvía se dirá!…

Y todos convinieron en poner pantalones al tranvía, incluso Fernando Gallarta y Gorito Sardona, gomosos del Veloz; y el grave marqués de Butrón, ministro plenipotenciario antes de la gloriosa, y gastrónomo distinguido únicamente después de ella. Era el marqués en extremo peludo, y la reina Isabel solía llamarle Robinsón Crusoe, porque, según aseguraba, sólo con la cara de su ministro plenipotenciario podía figurarse al famoso náufrago vestido de pieles en su isla desierta. Y en honor de la verdad, aquellos destinos del orbe entero, que encerraba Napoleón en el pliegue vertical de su frente, podían quedar entre las cejas del marqués perfectamente arropados, como entre dos pellejos de conejo.

Frunció, pues, Butrón el formidable pliegue, y mirando la ceniza de su cigarro, dijo solemnemente:

—¡Olózaga!… El y sólo él sirve de puntal a esta situación que se desmorona… Sin su habilidad y sus esfuerzos, tendríamos ya la Restauración planteada hace medio año.

Indignáronse mucho las damas, y Carmen Tagle exclamó lastimeramente:

—¡Y tanta apoplejía vacante!… ¡Tanta pulmonía desperdiciada!…

El marqués, que estaba realmente al tanto de los manejos de la política reaccionaria, siguió perorando, y Carmen Tagle dejó de prestar atención para ponerla a lo que pasaba a sus espaldas, detrás de un caballete de terciopelo rojo, medio cubierto airosamente con una pieza de seda del siglo XVI, sobre la cual se destacaba una linda acuarela de Worms. Asomaban por entre las rojas patas del caballete las faldas de una dama y las piernas de un caballero, y eran estos incógnitos María Valdivieso y Paco Vélez, que sostenían allí hacía media hora una pelotera de dos mil demonios. La colegialita Lucy alargaba también la oreja a ver si pescaba algo, y pescó, en efecto, por dos o tres veces, el nombre de Isabel Mazacán y el de cierto actual ministro, muy joven y muy guapo, llamado García Gómez. A poco hizo otra pesca más gorda: habíasele escapado a la dama un iracundo ¡Canalla!, y al caballero una grosera palabrota que hizo a Lucy pegar un respingo, poniéndose muy colorada, y a Carmen Tagle exclamar entre dientes, con su proverbial frescura:

O mon Dieu; quel gros mot!…

Y levantando la voz un poco, dijo volviendo el rostro hacia el caballete:

—Pero, María, ¿no vienes?… Mira que se está enfriando el té…

Apareció entonces la Valdivieso por el laberinto de monerías y riquezas artísticas que llenaba la pieza, y vino a sentarse junto a Carmen Tagle, muy sofocada y echando por los ojos relámpagos de ira. Paco Vélez salió por el otro lado del escondite con las manos en los bolsillos, coloradas las orejas y mordiéndose los labios, y se detuvo a examinar, con aire de inteligente, una bellísima lámpara de cobre repujado que sobre una columna salomónica hacía pendant con el caballete. Lucy, que no conocía a la Valdivieso, preguntó muy bajito a su maestro Castropardo, si aquel otro señor era su marido.

¡Su marido!… ¡Jesús, y qué risa tan grande y tan guasona le entró entonces a Angelito Castropardo!… Pero ¿de dónde diablos había sacado aquella criatura la peregrina idea de que fuese aquel un matrimonio?…

—¡Como reñían de ese modo!… —dijo, muy apurada, Lucy.

Castropardo sufrió otro acceso de hilaridad, y pudiendo apenas decir entre su risa «¡Pues tiene sombra la pregunta!», fue a contar al oído de la duquesa la ocurrencia de la colegiala.

Pasóseles por alto a todos los demás este pequeño incidente, distraídos con la negra pintura de la situación actual, que deliberadísimamente les hacía el peludo diplomático; sabía muy bien que eran el brazo derecho de los políticos de la Restauración las señoras de la grandeza, y tenía él a su cargo enardecer y dirigir el celo de tan ilustres conspiradores. Ellas, con sus alardes de españolismo y sus algaradas aristocráticas, habían conseguido hacer el vacío en torno de don Amadeo de Saboya y la reina María Victoria, acorralándolos en el palacio de la plaza de Oriente, en medio de una corte de cabos furrieles y tenderos acomodados, según la opinión de la duquesa de Bara; de indecentillos, añadía Leopoldina Pastor, que no llegaba siquiera a indecentes. Las damas acudían a la Fuente Castellana, tendidas en sus carretelas, con clásicas mantillas de blonda y peinetas de teja, y la flor de lis, emblema de la Restauración, brillaba en todos los tocados que se lucían en teatros y saraos. Allí mismo y en aquel momento, la señora de López Moreno llevaba una colosal, empedrada de brillantes; y con mejor gusto para aquella hora y aquel traje, llevábanla también las otras damas, de oro mate con esmaltes. Leopoldina Pastor lucía una de trapo del tamaño de una zanahoria, colocada en lo más alto de su sombrero.

Pavoroso era el cuadro que el marqués dibujaba… Aislado el pobre rey, miraba sin cesar hacia la frontera, esperando la contestación a su discurso del 3 de abril que aún no había obtenido respuesta el 21 de junio. Sucedíanse las crisis ministeriales, frecuentes, periódicas, como calenturas de terciana, hasta engendrar un ministerio llamado de Santa Rita, por ser esta Santa abogada de imposibles. Sublevábanse en las provincias tropas y paisanos; los tenderos se amotinaban en Madrid y daban una pedrada al alcalde; y cinco días antes, el 18 de junio, un populacho soez recorría las calles apedreando los cristales, y rompiendo los faroles de la iluminación con que celebraban muchos el aniversario del pontificado de Pío IX, mientras un gentío inmenso, de todos los colores y matices, aplaudía en los jardines del Retiro El Príncipe Lila, grotesca sátira en que designaban al monarca reinante con el nombre de Macarroni I. Varios gomosos del Veloz-Club, de los cuales era uno Paco Vélez, habían pagado a tres saboyanitos para que, escondidos en un palco proscenio del teatro a que asistía don Amadeo, interrumpiesen de repente la función, cantando al son de sus violines y arpas el conocido estribillo:

Cicirinella tenía un gallo

E tutta la notte montava a caballo,

Montava la notte bella

¡Viva il gallo de Cicirinella!

Divertía esto mucho a las damas, porque claro está que ello había de allanar el camino de la Restauración porque ansiosas trabajaban; pero lo temible, lo negro —y el marqués acentuaba los pavorosos tintes de su rostro, enarcando las pieles de sus cejas—, era que los carlistas comenzaban a removerse en el norte, y los republicanos en todas partes, y hacíase difícil defender de tanta boca abierta la única y apetecida tajada.

—La Restauración es cosa hecha —concluyó Robinsón con acento profético—; pero sólo llegaremos a ella atravesando un charco de sangre… ¡Preveo para España un noventa y tres con todos sus horrores!…

Sobrecogiéronse las damas, y en voz queda, contenida, cual si viesen asomar, como María Antonieta por las ventanas del Temple, la cabeza de la Lamballe, clavada en una pica, comenzaron a hablar de la guillotina… Morir las aterraba. ¿Qué sabían ellas lo que era morir? Tan sólo lo comprendían en el Teatro Real, dejándose caer poco a poco en la poltrona de Violeta Valery, cantando al compás de la orquesta y en los brazos de Alfredo: Addio d'il passato!

La duquesa dijo con voz desfallecida que ella había visto en Londres, en la galería de madame Toussaud, la guillotina misma en que murió Luis XVI. La señora de López Moreno se llevó la mano a su gordo pescuezo, como si ya sintiese allí el filo de la fatal cuchilla. Leopoldina Pastor no se asustaba: de morir ella, moriría como Carlota Corday, despachando antes media docena de indecentes, como Marat. Carmen Tagle dio un suspiro, sacó un poquito la lengua y preguntó si aquello dolería mucho.

—Tan sólo se siente un ligero frescor —contestó a lo lejos una voz cavernosa.

Volviéronse todos asustados, creyendo encontrar la sombra de Robespierre, que venía a comunicarles el dictamen de su experiencia.

Tan sólo vieron a don Casimiro Panojas, sonriente, apretándose con una mano el gaznate, rompiendo con la otra el rabo de un conejito de porcelana de Sajonia que, entre mil costosas baratijas, adornaba una mesa. Distraído siempre el buen señor, trituraba de continuo lo que cogía al alcance de sus dedos de espárrago, y a estos destrozos sin cuento de muebles y cachivaches debía el apodo de el Ciclón Literario.

Riéronse todos; y la salida del académico, que no era otra sino el informe de Guillotín a la Asamblea francesa sobre su terrible invento, vino a aclarar algo la sombría atmósfera. Una racha viviente, un huracán femenino que apareció en la puerta, acabó de despejarla del todo; entró Isabel Mazacán, con su paso de Diana cazadora, alta la cabeza, altiva la mirada; demasiado señoril para cocotte, demasiado desvergonzada para gran dama.

Besó a la duquesa, quitóse un guante, bebió dos sorbos de té…

—Butrón, un cigarro —dijo, y con el aplomo de un veterano, de repente, sin preámbulos, hizo estallar esta bomba:

—Está nombrada la camarera mayor de Palacio.

La sorpresa hizo saltar de sus asientos a damas y caballeros, y desapareció como por ensalmo la jaqueca de la duquesa.

—¿Quién es?…

—Pero ¿quién podía ser?…

Porque ¿quién podía ser, en efecto, si la gran habilidad de las señoras alfonsinas había estado en desairar a la reina María Victoria, dejando vacante el cargo de camarera mayor, que exige como requisito indispensable la grandeza de España, y es de suyo tan alto y delicado que no recibe, sino presta autoridad a la persona misma de la reina?…

—¡Bah! —exclamó al cabo la duquesa—, alguna coronela de Alcolea…

—Alguna burguesa distinguida —dijo Carmen Tagle.

—Miss Zaeo, artista ecuestre —opinó Gorito Sardona.

Y Paco Vélez, en crudo, sin repulgos, sin que ninguna dama se espantase, ni ningún caballero le cruzara el rostro de una bofetada, añadió:

—Paca la alta… artiste anonyme

Angelito Castropardo, en pie detrás de la gorda López Moreno, la designaba con gesto picaresco, guiñando un ojo como si preguntase si era ella; mas la Mazacán, con mucha pausa y sin que la voluminosa banquera pudiese comprender por la expresión de su rostro qué decía, ni a quién hablaba, le contestó, subrayando las palabras:

—No es gorda de España… Es grande de España.

Recrudecióse la sorpresa con asomos de indignación, y hasta el mesurado diplomático contrajo sus pellejos de conejo, exclamando:

—¡Imposible!… ¡Imposible!…

—Será alguna grande de provincia… Alguna indecente que nosotros no conocemos —dijo Leopoldina Pastor.

—No, señor; es grande de la corte, y de la cepa… y me extraña no encontrarla aquí…

—¿Aquí? —gritó la duquesa irguiéndose amenazadora.

Y revolvió los ojos en todas direcciones, como buscando debajo de alguna mesa o en lo alto de algún étagére a la nueva camarera.

—Pero ¿quién es?… ¿Quién es? —gritaron todos.

Isabel Mazacán dejaba escapar una sonrisita maliciosa, como quien saborea un triunfo anticipado; presentó una copa a Paco Vélez para que se la llenase de whisky, vacióla de un trago, y acabó al fin de soltar la bomba.

—Curra Albornoz —dijo.

Lo enorme de la afirmación destruyó su efecto. Un «¡bah!» general de incredulidad brotó de todos los labios, y la duquesa se hundió de nuevo en las profundidades de su chaise-longue, exclamando:

—¡Eso es una canard!

—¡Sí, señor!… ¡Un camelo! —añadió Gorito muy indignado.

Tocóle la vez de enfurecerse a Isabel Mazacán, y mientras el viejo Butrón disimulaba un repentino sobresalto, como si juzgase aquel nombramiento cosa de grave peligro, dijo ella muy contrariada por el fiasco de su noticia:

—Pues, señor, ¡me pasmo de su pasmo de ustedes!… ¿A qué viene ese espanto?… ¿Acaso Curra ha tenido alguna vez vergüenza?

—¡Eso es otra cosa! —replicó con fresquísima naturalidad la duquesa—. Pero la enormidad que tú le atribuyes sería peor que una culpa; sería una pifia… ¡Camarera mayor de la Cisterna!… ¡Qué ridiculez!…

—Mira que lo sé de buena tinta…

—Vamos, mujer, dilo sin miedo, que ninguna de nosotras se ha de poner colorada —exclamó María Valdivieso con la intención de un toro de ocho años—. ¿Te lo ha dicho García Gómez?…

La Mazacán titubeó un momento, y sin ruborizarse tampoco por las comentadas intimidades que con el lindo ministro tenía, dijo al cabo:

—García Gómez me lo ha dicho.

—¡Pues aunque lo diga San García Gómez no lo creo! —replicó impertérrita la duquesa—. Necesitaría yo verla en el coche de la Cisterna para comprender.

—Ya lo irás comprendiendo, mujer, no te apures —la interrumpió Isabel Mazacán con mucha sorna—. ¿Te acuerdas de que Currita estaba en París cuando la abdicación de la reina? ¿Te acuerdas de que nadie se acordó de invitarla a la ceremonia?… Bien se guardó ella de decirlo; pero su marido, ese Villamelón, que tiene más de melón que de villa, lo dejó escapar una noche en casa de Camponegro… ¡Pues ahí tienes la madre del cordero!… Ella no ha perdonado el desaire, y quiere ahora sacarse la espina; porque, ¡pásmate, Beatriz, pásmate!… Ni aun siquiera le han ofrecido el cargo; ¡ella, ella es quien lo ha solicitado!…

Horrorizáronse todos, y la Mazacán continuó:

—Verdad es que se hace pagar carillo, porque ha sacado seis mil duros de sueldo, y…

—¿Seis mil duros de sueldo?… ¡Qué barbaridad!… Pero si ningún sueldo de Palacio pasó nunca de tres mil duros…

—Pues para Curra pasa de seis mil, porque, además de ellos, se ha sacado también…

Aquí intercaló la amiga de García Gómez una risita de todos los diablos, y añadió muy despacito:

—… la Secretaría particular de don Amadeo, para ese Juanito Velarde, que es ahora su consejero íntimo.

—¿Velarde? —exclamó Pilar Balsano muy sorprendida—. ¡Yo nada sabía!…

—¿Ahora te desayunas de eso?… ¡Vamos, Pilar, que estás siempre en Belén con los pastores!…

—Lo veía mucho con Villamelón, pero nada sospechaba…

—¿Y querías mayor indicio?… En ese matrimonio modelo son comunes hasta las afecciones; el consejero más íntimo de Currita es el amigo que Villamelón pasea… En eso conozco yo quién está de turno.

Riéronse todos, como siempre que la Mazacán empuñaba la tijera, y la señora de López Moreno dijo muy satisfecha:

—¡Qué Isabel esta!… ¡Con qué gracia crucifica a todo el mundo!…

No sentó bien a la Mazacán aquel familiar Isabel, y como no tenía sobre sus tierras hipoteca ninguna de la banquera, la contestó recalcando mucho el nombre de pila de esta:

—Por eso tengo la seguridad de que a nadie calumnio, mi señora doña Ramona…

La duquesa, que aún no se daba por convencida, quiso replicar algo; pero el marqués, desasosegado y nervioso, impuso silencio, extendiendo una mano que parecía tener, como las de Jacob, mitones de cabrito…

—¡Basta, basta, señores! —dijo—. ¡Están ustedes jugando con fuego!…

Y lanzando en torno una mirada escrutadora, que brillaba entre sus cejas como el sol entre nubarrones, añadió:

—Todos tenemos aquí los mismos intereses, y se puede hablar claro… De ser cierto lo que Isabel dice, el tal nombramiento traerá cola… Lo de la abdicación es exacto, pero fue un olvido; yo estaba allí también, y me lo contó Pepe Cerneta, y la misma señora me lo repitió, lamentándose de ello… Por eso, cuando noté que Currita se había resentido, escribí yo mismo a la reina, aconsejándola que la desagraviara…

—¡Pues muy mal hecho!… ¡Lástima de tiempo perdido! —le interrumpió Isabel Mazacán con un mohín graciosísimo.

—¡No, Isabel, no!… Que cuando un partido está en desgracia, su política ha de ser siempre la de barrer para adentro… Por eso la señora me contestó hace poco que la invitaría para la primera comunión de nuestro príncipe en Roma… ¡Figúrense ustedes el compromiso que será para mí si la señora da ese paso en falso!… ¡Jesús, Jesús, qué disparate!… Pero, Isabel, cabeza de pájaro, ¿por qué no me dijiste eso a mí solo?…

—¡Pues me gusta la salida!… ¿Para que se lo guardara usted muy tapadito?…

—¡Pues claro está!, ¡para eso mismo!… Es menester que todo eso quede entre nosotros, y hable yo cuanto antes con Currita…

—Aquí la tendrá usted de un momento a otro.

—¿Aquí?…

—Aquí mismo… Quedé citada con ella para ir a la visita de los niños de la Inclusa; ella es de la Junta de Damas.

—¡Oh, sí! —exclamó Carmen Tagle en tono muy devoto—. Currita tiene a esos pobrecitos niños un afecto tiernísimo…

—Maternal —dijo Gorito en el mismo tono.

—Verdaderamente maternal —repitieron varios muy compungidos; y todos se echaron a reír, incluso la colegialita, con sencillez candorosísima, mientras Butrón, muy apurado, repetía con el ademán de Neptuno pacificando los mares:

—¡Juicio, señores; juicio, por Dios!… Que nadie diga una palabra, ni se den por entendidos con ella, hasta que yo le hable.

—¡Ay, no, no; lo que es eso no! —exclamó la Mazacán muy desolada—. Por nada del mundo renuncio yo al gustito de hacerla rabiar un rato…

—¡Pero si eso no puede ser cierto!… ¡Si todo podrá arreglarse!

—Pues mientras usted lo arregla, nosotras nos divertiremos…

Butrón quiso invocar los fueros de su autoridad, pero ya era tarde… A través de la puerta del fumoir vieron todos adelantarse, por el salón vecino, a una dama muy pequeñita, flaca, que caminaba con menudos pasos sobre sus altos tacones, dando golpecitos en el suelo con el regatón del largo palo de su sombrilla de encajes. Tenía el pelo rojo, el rostro lleno de pecas, y sus pupilas grises eran tan claras que parecían borrarse a cierta distancia, haciendo el extraño efecto de los muertos ojos de una estatua.

Al verla, Leopoldina Pastor corrió al soberbio piano de Erard, que estaba en un ángulo, arrancó de un solo tirón la rica y antigua colcha brocada que lo cubría, y se puso a tocar furiosamente el flamante himno de doña María Victoria, una de las intemperancias filarmónicas en que tan fecundo fue siempre el partido progresista. Gorito Sardona saltó frente a la puerta, sobre un puff de badana japonesa, y cogiendo a guisa de sombrero una de las bandejas del té, de cincelada plata antigua, se descubrió ante la dama lentamente, tieso, sin mover la cabeza, extendiendo el brazo hasta formar con el cuerpo ángulo recto, como solía saludar por todas partes el rey don Amadeo.

Currita se detuvo un momento en el dintel, sin perder su aire de niña tímida, de ingenua colegiala; oyó el himno, vio a Gorito, abarcó la situación con una sola y rápida ojeada… y dobló de repente el cuerpo con distinción exquisita, para contestar al saludo amadeísta con otro saludo de corte, profundo, pausado, a la derecha, a la izquierda, poniendo en elegantísima caricatura la ceremoniosa reverencia usual de la reina doña María Victoria.