IX
OS periódicos ministeriales de la tarde guardaban un estudiado silencio sobre la visita de la policía al palacio de Villamelón, como si obedeciesen todos a una misma consigna. Los diarios oposicionistas, por el contrario, soltaban, ocupándose del suceso, todos los registros de sus respectivas trompeterías, prorrumpiendo en gemidos o gritos de horror, según les soplaba el viento, a la elegía o al ditirambo…
Ningunos gemidos, sin embargo, tan perfumados; ningunos gritos de horror tan rítmicos, como los lanzados por la pluma del espiritual Pedro López en el artículo El primer paso, que publicaba aquella tarde La Flor de Lis. Indudable era que Pedro López había mascado raíz de lirio antes de lanzar aquellos suspiros confitados, que había modulado sus gritos de horror sobre aquellos trinos de Stagno:
Voi parlate di patria
E patria piu non è.
que había llorado sobre el rosado papel lágrimas de agua de Colonia; que había, en fin, creído, al empuñar la pluma en sus manos lavadas con pâte agnel, tremolar una bandera con un palo de sombrilla por asta y un encaje de Bruselas por lienzo… ¡Oooh!… Cuando Pedro López posó su turbada planta en el palacio de los marqueses, cuando vio profanadas por groseros pies de sicarios de un poder bastardo y despótico aquellas mullidas alfombras que tantas veces habían hollado en rítmicos movimientos del baile las bellezas más valiosas de la corte, angustia mortal oprimió su corazón, nube de sangre cegó sus ojos, y una palmada de su propia mano vino a herir su frente sin que —¡pásmese el lector!— notase Pedro López que sonaba a hueco… Sonóle a un ¡ay! fatídico, a voz triste, lejana, misteriosa, crepuscular, que murmuraba a lo lejos: ¡El primer paso!… ¡El primer paso dado hacia el noventa y tres… el primer paso dado hacia el Terror!… ¡Oooh!… Allí había visto Pedro López sumida en el más profundo desconsuelo, y vistiendo elegante saut du lit, con falda plissée, de fular de seda y encajes crema a la bella condesa de Albornoz, ideal como la Ofelia de Shakespeare a orillas del lago, digna como la María Stuard de Schiller en el castillo de Fotheringhay, sublime como la princesa Isabel, la hermana de Luis XVI, que llamó la posteridad el Ángel de la guillotina… ¡Aaaah! Allí había visto Pedro López y estrechado su mano al hidalgo caballero, al pundonoroso marqués de Villamelón, postrado en el lecho del dolor, cual león enfermo, derramando lágrimas de varonil despecho por no poder desenvainar, en defensa de su noble hogar allanado, la gloriosa espada de cien ilustres progenitores… ¡Oooh!… Y en torno de aquellas dos nobles figuras realzadas aquel día por el infortunio, elevadas por ruin despotismo de un gobierno sobre el gloriosísimo pedestal de la picota de sus iras, Pedro López había visto agruparse, más hermosas mientras más doloridas, y tan elegantes en su sencillo negligé; de mañana como en sus soberbias toilettes de otras ocasiones, a las bellísimas duquesas de A., B. y C.; a las lindísimas marquesas de D., E. y F.; a las encantadoras condesas de G., H. e L; a las preciosas vizcondesas de J., K. y L.; a las monísimas baronesas de M., N. y Ñ., y a las espirituales señoras y señoritas de O., P. y Q. También el sexo feo estaba dignamente representado por el venerable marqués de Butrón, espejo de caballeros, y por los duques, marqueses, condes, vizcondes, barones y señores de tal o cual, y por otras muchas personas notables que, en lo inmenso de su emoción, quizá dejaba Pedro López involuntariamente de enumerar… ¡Aaah! ¡El primer paso!… Todas las frentes parecían inclinarse bajo el peso de un mismo pavoroso pensamiento… Mas habló el ilustre marqués de Butrón, y al eco de su mágica palabra irguiéronse las nobles cabezas y viéronse allí ilustres vendeanos dispuestos a disputar palmo a palmo el terreno; garridas Marfisas y Bradamantes, capaces de realizar con el brillo de sus ojos las proezas de aquellas heroicas amazonas de las primeras cruzadas…
Aquí ponía Pedro López cuatro líneas de puntitos suspensivos, y añadía luego:
«Nosotros oímos sus palabras, y un rayo de celeste esperanza se deslizó en nuestro pecho».
Más puntitos suspensivos.
«El villano atentado del gobernador de Madrid ha sido el primer paso dado hacia el Terror… Mas —¡renazca la esperanza!— ya
… El león de Castilla
Sacude la melena!!!»
Y a renglón seguido:
»Excusado es decir que la esplendidez proverbial de los marqueses de Villamelón proporcionó a la ilustre concurrencia un exquisito lunch improvisado, en que llamaran la atención de todos los delicados sorbetes de naranja, servidos en la misma cáscara de la fruta, que no obstante lo impropio de la hora, hizo el calor del día deliciosos. Felicitamos a los marqueses de Villamelón por haber introducido esta elegante novedad, que no tardará en ser imitada en las mesas y salones de la corte».
Todas estas y otras majaderías por el estilo leía Currita con ávido deleite, mirando con desdén, desde la altura de su triunfo, a Metternich y a Pitt, a Cavour y a Bismarck. Parecía muy natural que la llamasen a ella Ofelia, María Stuard y Ángel de la guillotina; reíase allá en sus adentros de ver transformado a su marido en león enfermo y pundonoroso caballero, y dejábalo correr todo junto, porque sabía muy bien que nadie sube hoy al templo de la fama sin alas hechas de recortes de periódicos. Vino entonces a colmar su satisfacción el director de cierta famosa revista, que con grandes reverencias y aspavientos, y presentándole una tarjeta en que el marqués de Butrón eficazmente le recomendaba, manifestó su deseo de publicar en la revista el retrato de la heroica condesa y algunos grabados de actualidad relativos al suceso que todo Madrid discutía. Recibióle ella con esa amable condescendencia, propia de las grandes señoras con cualquier pelafustán que las adula, y concedióle su petición al punto, quedando convenido que la revista publicaría el retrato de la condesa con el traje que había de lucir aquella misma tarde en la manifestación de mantillas y peinetas de la Castellana, y otros dos grabados conmemorativos, representando uno la fachada del palacio en el acto de ser invadido por la policía, y otro el momento en que salió Currita con varonil entereza al encuentro de los invasores.
—Convendría entonces —dijo el periodista— tener algunas fotografías del local, que sirvan de pauta al artista para marcar bien los detalles.
—Desde luego —replicó Currita muy complacida—. El señor marqués es muy aficionado al arte, y tendrá gusto en proporcionárselas a usted él mismo.
Y sin pérdida de tiempo envió un recado a Fernandito, suplicándole viniese en el acto al salón en que se hallaban. Pronto trajo un lacayo la respuesta: el señor marqués había pedido a las cuatro la berlina y aún no había vuelto a su casa.
Fernandito corría, en efecto, en aquel momento, detrás de una duda misteriosa que ansiaba resolver. Con grandísima zozobra había recibido el B. L. M. del gobernador, y tranquilo ya, después de leerlo, púsose a registrar cuidadosamente los papeles devueltos. Leyó la primera de las veinticinco cartas sin comprenderla; en la segunda tropezóse con esta frase, escrita de puño y letra del artillero: «En cuanto a tu marido, bueno será que le suprimamos el villa y le dejemos melón: está probado que el pobre pertenece a la familia de las cucurbitáceas».
Fernandito no leyó más: con la boca y los ojos muy abiertos quedóse largo tiempo suspenso, hasta que, levantándose de repente y entrando en su cuarto de vestir, cogió un bastón con puño de plata, una delgada caña de bambú nudosa y flexible que cortaba el aire con silbidos de culebra al esgrimirla con gran furia Villamelón, dirigiéndose presuroso y descompuesto a las habitaciones de la espiritual Currita, de la vaporosa Ofelia, de la sentimental María Stuard, a quien amenazaba, sin duda, en vez del poético lago o del dramático tajo, un trancazo soberano, una paliza descomunal.
No quiso Dios, sin embargo, que acabase de manera tan prosaica criatura tan ideal; a la mitad de una gran galería, adornada con plantas exóticas, jaulas de pájaros y curiosidades de todos géneros, salió al encuentro de Villamelón el gran perro de Kamschatka, meneando cariñosamente la cola, y de repente, cual si resonasen en sus oídos aquellos acentos de Otelo:
… a compir la vendetta
il ciel me invita,
descargó en la cabeza del perro el trancazo descomunal que reservaba, sin duda, para la poética Ofelia… Luego, como el borracho que, engolosinado con la primera copa, no para ya hasta apurar la botella, comenzó a menudear sobre los lomos del animal una granizada de golpes, una lluvia de palos, como jamás se registró igual en los anales perrunos de la helada península Kamschatka. Jadeante y sudoroso, volvió a su cuarto, desnudóse apresuradamente y se metió en la cama.
Morro, ma vindicato
Si, doppo lei morro…
Diez minutos después volvió a levantarse y pidió la berlina; fuese derecho a Fornos, después al Casino, luego al Veloz, recibiendo por todas partes enhorabuenas e interpelaciones acerca del suceso que todo Madrid comentaba; hacía con grandes reserva y disimulo, al oído de cuantos amigos prudentes se iba encontrando, cierta pregunta misteriosa.
Encogíanse algunos de hombros; otros se echaban a reír; contestábanle todos que no, y Villamelón seguía adelante con su enigmático empeño. Encontróse, al cabo, en un apartado gabinete del Veloz, a un viejo con grandes patillas canas y una cabellera blanca y espesísima, más digna de coronar la frente del rey Lear que aquel rostro encarnado y granujiento en que había dejado impresa su huella todos los vicios. Contrastaba su indisputable aire de gran señor con su traje abandonado y hasta sucio, y dábale todo ello el aspecto de un anciano monarca disfrazado de tendero. Hallábase sentado ante una gran botella de ginebra, que despachaba poco a poco en una inmensa copa de cristal, echando de cuando en cuando algunos terrones de azúcar. Llamábase Pedro de Vivar, era segundón de una gran casa, vivía del juego el tiempo que no estaba borracho y hacíanle famoso en Madrid su cinismo y sus cuentos chocarreros, conociéndole todo el mundo por el nombre de Diógenes. Era de esas personas que han llegado a tener cosas, y una vez en posesión de esta ejecutoria, pueden ya cometer a mansalva toda clase de desmanes sin otro temor que el de ver a las gentes encogerse de hombros murmurando:
—¡Cosas de Fulano!
Sabíalo él muy bien y aprovechábase de ello para decir a todo el mundo las mayores desvergüenzas con el acierto que le inspiraba siempre su claro entendimiento y su mucha práctica del mundo. Era un sinapismo ambulante, que dejaba siempre al pasar algunas ampollas levantadas.
Acercósele, pues, el inocente Villamelón, preocupado por su idea, y después de algunas palabras insignificantes que dieron tiempo a Diógenes para vaciar por dos veces la copa, soltó al fin la pregunta misteriosa mirando a todas partes con cuidado:
—¡Hombre, Diógenes!… Tú que conoces a todo el mundo, ¿podrías decirme quién es la familia de Cucurbitáceas?
Miróle Diógenes un momento de hito en hito, pensando sin duda que más presto se conoce la necedad o el talento de un hombre por sus preguntas que por sus respuestas, y díjole al cabo:
—¡Ya lo creo!… Ven acá…
Y llevándole frente a un espejo, y cogiéndole con una mano por el cogote, diole con la otra una gran palmada en la cabeza, añadiendo muy serio:
—Aquí tienes a la madre…
Luego, gritóle desaforadamente al oído:
No se envanezca de su ilustre raza
Quien debió ser melón y es calabaza!!!…
Al otro día, los periódicos ministeriales de la mañana rompían al fin la estudiada reserva que se habían impuesto, y uno de ellos, La España con Honra, publicaba un pequeño suelto en que se veía la manaza de Martínez levantando la punta del velo que encubría el suceso, con esa táctica refinada de la malicia que, sin necesidad de nombrar, designa señalando con el dedo.
«Ayer —decía el periódico— ha sido objeto de grandes comentarios en todos los círculos la visita de la policía al palacio de los señores marqueses de Villamelón, previo auto del juez y orden del gobernador, según prescriben las leyes vigentes. Por un lamentable descuido del jefe del orden público fueron comprendidos entre los papeles políticos incautados en las habitaciones de la señora marquesa algunas cartas importantes de índole puramente doméstica. El señor gobernador devolvió al punto caballerosamente estos papeles al señor marqués de Villamelón, comprendiendo que en asuntos conyugales sólo al marido toca hacer reclamaciones. Creemos, sin embargo, que el lance no tendrá consecuencias de ningún género, dada la prudencia proverbial de las personas interesadas».
Otro periódico ministerial, El Puente de Alcolea, completaba estas noticias con el siguiente sueltecito, en que no asomaba ya la manaza, sino la pataza del excelentísimo Martínez, descargando una coz digna de la formidable pezuña del legítimo buey Apis:
«Es completamente inexacto que el registro llevado a cabo por la policía en el palacio del señor marqués de Villamelón no produjese resultado alguno. El señor gobernador no erró la pista: tan sólo equivocó la pieza, y en vez de saltar la liebre saltó un venado».
Y más adelante añadía, describiendo el concurso de personajes ilustres que habían acudido al palacio de Villamelón en aquellos momentos críticos:
«Con gran asombro de todos, llegó también presuroso el señor marqués de Butrón, trayendo blanca por completo su poblada barba, negra de ordinario, como las alas del cuervo. No es creíble que el sentimiento y el sobresalto del señor marqués fuesen tan grandes que le hicieran encanecer la barba de repente: creemos más bien que habría olvidado aquella mañana los secretos de alquimia de su tocador, sin duda por no tener presente la siguiente anécdota que le recomendamos:
»Cuentan de Carlos V que, visitando una vez cierto convento de Alemania, vio un monje que tenía la barba negra y el pelo blanco por completo. Preguntóle la causa de tan extraño fenómeno, y el monje contestó:
»—Señor… He trabajado más con la cabeza que con los dientes.
»Presentóse algunos meses después al César un embajador polaco que tenía el cabello negro y la barba blanca. Recordó entonces Carlos la respuesta del fraile y dijo a sus cortesanos:
»—He aquí un embajador que ha trabajado más con los dientes que con la cabeza.
»Sea, pues, más cauto en lo sucesivo el ilustre diplomático, si no quiere que se haga sobre su persona la reflexión que sobre el embajador polaco hacía Carlos V».
Villamelón y Currita leyeron cada uno por su parte todas estas noticias y guardáronse muy bien de comunicarse mutuamente sus impresiones, pareciéndole a ella más prudente hacerse la sueca y a él más fácil hacerse el desentendido. El marqués, por su parte, había ya desahogado su corazón en el perro amarillento de Kamschatka, y Currita se apresuró a desahogarlo también en la fina amistad de Juanito Velarde, que acudió muy alarmado a pedir categóricas explicaciones del hecho. La sola fecha de las cartas bastó para tranquilizarle por completo, y este fiel amigo tomó entonces a su cargo acortar las distancias y echar a la mar pelillos, repitiendo al oído de uno y otro cónyuge la frase del pato de la fábula:
Paz, caballeros, paz.
Firmáronse, pues, estas sin grandes repugnancias, y aquella noche comieron los tres juntos en familia, para ir luego a casa del marqués de Butrón, donde Currita quería presentar a su amigo y protegido Juanito Velarde.
Mientras tanto, las gacetillas de La España con Honra y El Puente de Alcolea corrían por todo Madrid, entre las rechiflas, burlas y sarcasmos de tirios y troyanos, capuletos y montescos. ¡Cosa singular! Los que con más ahínco clavaban el diente y más satisfechos corrían de un lado a otro comentando la noticia, eran los ellos y las ellas que la tarde antes honraban a Currita en la Castellana como a una reina y se aprestaban a honrarla del mismo modo aquella noche en el baile del marqués de Butrón; que no parece sino que en ciertas sociedades quita la envidia con una mano lo que la adulación da con la otra, sin comprender que mientras más al desnudo deja la deformidad del ídolo que adora, más indecoroso y repugnante aparece el culto que le tributa.
A las once, el calor y la afluencia de gente hacían ya insoportable la estancia e imposible el tránsito por los salones del marqués de Butrón: hallábanse abiertas de par en par cuantas puertas y ventanas había en la casa, y más que concurso de gentes, parecía aquello un confuso revoltijo de joyas, plumas, flores, telas vistosísimas y mujeres medio desnudas, entre las que se destacaban las manchas oscuras de los hombres, revolviéndose entre ellas sofocados y sudorosos, como un enjambre de gusanos negros que hubiera fermentado aquella compacta masa de mundo, demonio y carne… En el gabinete más próximo al vestíbulo, el marqués y la marquesa de Butrón recibían a sus convidados, viendo desfilar con la misma amable sonrisa grandes nombres y grandes vergüenzas, inocencias completas y malicias refinadas, honras sin tacha y reputaciones escandalosas, barajadas y confundidas en aquella casa, sin disputa alguna noble y honrada, por la impúdica y funesta tolerancia de las grandes sociedades modernas.
A las doce menos cuarto llegó la condesa de Albornoz, imponiendo a todo el mundo su desvergüenza y su cinismo, haciendo fango en el mismo cieno, según la enérgica expresión de un historiador antiguo. Venía apoyada en el brazo de Juanito Velarde y caminaba a retaguardia su marido. El marqués y la marquesa de Butrón salieron a su encuentro, y mientras Fernandito les presentaba al adorado amigo, decía Currita con su encantadora vocecita de niña tímida:
—¡Es un pícaro, Butrón, un pícaro!… No diré yo que sea un converso, pero es un catecúmeno que por primera vez se pone hoy nuestra enseña.
Y con su abanico de plumas señalaba la fiel partidaria de los Borbones el lacito azul y blanco que, una vez desechada la Secretaría particular de don Amadeo, aparecía también en el frac de Juanito Velarde. Butrón estrechó la mano de este, murmurando algunas frases corteses, y metiendo Currita la cabeza entre ambos con el descoco más infantil del mundo, dijo muy bajito, saltando casi de alegría, con la pueril vanagloria de la niña que pescara en una fuente un pececillo encamado:
—¡Conquista mía, Butrón, conquista mía!… Ya ve usted si me debe el partido…
Mientras tanto, la llegada de Currita había producido un murmullo general y unísono en que se hermanaba la obscena chocarrería que con un guiño truhanesco cambiaron entre sí los lacayos del vestíbulo, con las pulcras y aceradas observaciones que se comunicaban al oído las damas más relamidas que llenaban los salones. Nadie, sin embargo, dejó de apretarse y estrujarse por estrechar la mano de la heroína del día y alcanzar, aunque sólo fuera desde lejos, alguna de las sonrisas de sus labios que a diestro y siniestro iba prodigando.
Bailóse entonces, en honra suya, una especie de rigodón de honor, en que tomaron parte las damas más ilustres y los caballeros más empingorotados que se hallaban presentes. Butrón bailó con Currita, la marquesa con Fernandito, Juanito Velarde, como presentado de la heroína, con la duquesa de Astorga, una de las mujeres más sensatas y honradas que figuraban en la corte.
Creció la marejada al compás de aquel rigodón, comenzando a sublevarse los pudores de todas las que se creían con derecho a tomar parte en aquella honorífica cuadrilla.
El calor arreciaba con la mayor afluencia de gente, y muchas señoras se habían refugiado en un salón bajo que se prolongaba en un pequeño jardín también atestado de gente y vistosamente iluminado con farolillos a la veneciana. Varios lacayos con pelucas empolvadas y gran librea verde y amarilla, colores de la casa, cruzaban por todas partes, ofreciendo a la concurrencia, en grandes bandejas de plata, sorbetes a la Albornoz. Eran los famosos helados de naranja, servidos en la mitad de la cáscara de la fruta, artísticamente vaciada al efecto. Currita, impulsada por el repostero de Butrón, llegaba a las columnas de Hércules de la celebridad femenina.
—¡Magnífico! —exclamó tomando uno la duquesa de Bara—. El pensamiento es oportuno… Curra simbolizada por un sorbete… No se puede dar imagen más completa de su frescura. ¿No es verdad, Diógenes?…
Diógenes acudió, arrastrando los pies, y se dejó caer en una silla.
—Estoy malo —dijo.
—¿Qué tienes, hombre?…
—¿Qué ha de tener? —dijo Carmen Tagle—. Lo que tienen las cepas: oidium…
Diógenes soltó una atrocidad, acompañada de la interjección favorita que solía emplear entre señoras, sustituyendo a otras más enérgicas: ¡Polaina!… Había merendado aquella tarde en San Antonio una ensalada de pepinos y se le habían indigestado algún tanto. Riéronse mucho las damas, entonando el consabido estribillo: —¡Qué cosas tiene!— y Carmen Tagle, para desagraviarle, le ofreció un sorbete diciendo:
—Vamos, hombre… Tómate un Curra Albornoz y te curas… No es más indigesta la ensalada de pepinos que el suelto de El Puente de Alcolea, y ahí la tienes a ella bailando tan fresca.
—¡Sí, es mucha Curra esa! —dijo lastimeramente una señora vieja, avellanada, pringosa, que asomaba entre rasos y blondas, como en su papelillo calado un dulce de almíbar.
—Yo nunca creí que tuviera valor para presentarse aquí esta noche —observó otra.
—¡Bah!… A eso y mucho más llega su desvergüenza.
—¿Su desvergüenza? —preguntó Diógenes—. ¿Y por qué?
—¿Por qué?… Capaz serás tú de defenderla.
—¡Pues ya lo creo que la defiendo!… ¡Su desvergüenza!… La desvergüenza de ustedes justifica la suya… Si vosotras la tenéis para recibirla, ¿por qué no la ha de tener ella para presentarse?…
—¡Vaya! —exclamó escandalizada la marquesa de Lebrija, presidenta general de tres asociaciones piadosas—. Yo quisiera que me dijera usted qué se hace entonces en Madrid con esa clase de personas…
Miróla Diógenes de hito en hito, y con la procaz desvergüenza de su lenguaje de taberna, con la inexorable lógica de su profundo buen sentido, contestó al cabo:
—¡Cerrarles a piedra y lodo la puerta, o no quejarse, señora mía!… ¡Polaina!… Si levanta usted la tapa del común, ¿con qué cara viene a quejarse luego de que apeste?…