I

EMORABLE fue aquella noche… Pedro López aseguró al día siguiente, bajo su firma, en las columnas de La Flor de Lis, que el espíritu de Meyerbeer había abandonado la mansión de las armonías para inspirar en el Real el estreno de Dinorah. Algo impalpable y armónico que se reflejaba en las voces de los cantantes y en los ecos de la orquesta lo había visto él, Pedro López, descender del carro de Febo, que decora el techo, y dinfundirse por la atmósfera embriagadora de la espléndida sala…

También Villamelón había visto algo; sentado de espaldas al escenario, en el fondo del palco, apoyada la pensadora cabeza en el débil tabiquillo y fijos los ojos en el techo, recibía de lleno el formidable soplo de aquel feísimo Eolo que, por detrás del carro de Febo, parece lanzar pulmonías y catarros sobre las calvas, vistas en proyección, de los melómanos faltos de pelo.

Currita, sentada en primer término, frente a Leopoldina Pastor, hallábase arrobada por aquel sublime terceto de la compañía, final del primer acto, cuando retumba el trueno a lo lejos entre los sordos bramidos de los contrabajos y el suave murmullo de los violines, dulce, delicado, bellísimo, que parece revelar el hálito tibio de la tormenta que se acerca, el tenue susurrar de las hojas de los árboles que sacuden ya las primeras ráfagas, el vago perfume de la tierra que anuncia la cercana lluvia.

Che oscuro è il cieli!…

Y Currita, tan conmovida como Dinorah misma, que intenta en vano detener a Bellak, la blanca cabra querida, miraba de reojo al palco del Veloz-Club, donde charlando y riendo entre sí, asomaban Gorito Sardona, Paco Vélez, Diógenes, Angelito Castropardo, y por detrás de todos, descollando entre ellos por su gallarda apostura y su aire altanero, Jacobo Sabadell, flechando los gemelos con descaradísima insistencia a otro palco que Currita no podía ver porque estaba colocado justamente encima del suyo.

—¡Delicioso! —decía Currita más y más conmovida, porque la cabra se escapaba en aquel momento. Dinorah corría en su busca, Höel arrastraba a Corentino medio loco de terror y la orquesta se apagaba lentamente, pianissimo, en un suave murmurio que dejaba sobresalir lejos, cada vez más lejos, hasta convertirse en un eco apagado, misterioso, mágico, las vibrantes notas de la campanilla de plata de Bellak, la cabra blanca[13].

El telón cayó entonces, y el público permaneció un segundo mudo, atónito, escuchando aún en aquel silencio que hubiera permitido oír la caída de una hoja, embargado por esa especie de pavor suavísimo que infunde en el alma el sentimiento de lo sublime. Una tempestad de bravos y de aplausos estalló al fin en el teatro, y Villamelón salió entonces de su arrobamiento, exclamando con aire de reconcentración profunda:

—¡Lo dije!… El vol-au-vent de codornices se me indigesta siempre…

Currita, prescindiendo también de su emoción artística, inclinóse vivamente al oído de Leopoldina, para preguntarle rabiosa y preocupada:

—Pero, mujer… ¿A quién mirará tanto Jacobo en ese palco de arriba?…

Leopoldina volvió lentamente la cabeza, con ese arte inimitable que tienen las mujeres para ver sin mirar, y echó una rápida mirada al palco del Veloz.

La garçonniere andaba revuelta, y Jacobo, de pie en el palco, flechaba los gemelos con distinguidísima insolencia en la dirección marcada por Currita, sin hacer caso de las chistosas observaciones que, a juzgar por sus risas, parecían hacerle los compañeros. Diógenes, mirando también hacia el mismo sitio, cogió a Jacobo por un brazo y echó al mismo tiempo, con la mano izquierda, una gran bendición en el aire. Riéronse los del palco estrepitosamente, y Leopoldina dijo muy seria:

—¡Anda!… Ya los casó Diógenes…

Currita, muy alterada, volvió a preguntar:

—Pero ¿quién puede estar ahí?…

Leopoldina, furiosa dilettante, que recorría siempre de gorra todos los palcos del Real, tenía al dedillo los abonos de cada turno y los abonados a cada localidad. Calculó un momento la dirección en que los del Veloz miraban, y dijo al cabo:

—No sé quién puede ser…; ese palco no está abonado.

Fernandito, con las manos en los bolsillos del pantalón, daba pataditas en el suelo, diciendo tímidamente:

—Estoy fastidiado… ¿Sabes, Curra?…

Curra nada sabía, ni parecía tampoco querer averiguarlo, y aconsejaba mientras tanto a Leopoldina que fuera en aquel entreacto a visitar a Carmen Tagle en su platea, desde donde podían perfectamente descubrirse las incógnitas o incógnita del palco de arriba. Hízole a Leopoldina poquísima gracia la propuesta, pero érale imposible rehusar aquel pequeño servicio a la amiga generosa, en cuyo palco, coche y mesa, tenía un lugar siempre dispuesto; porque era Leopoldina de esas personas de clase inferior, entrometidas y gorronas, que sufren toda especie de molestias y desaires a trueque de aparecer a los ojos del vulgo, codeándose en todas partes con las primeras figuras de la moda y de la Grandeza. La faja de su hermano y la Capitanía general de Madrid, que desempeñó este algún tiempo, habíanle abierto las puertas del beau monde, y allí se había encastillado ella y tomado carta de naturaleza.

Villamelón, dando sus pataditas, repetía por centésima vez muy angustiado:

—¿Sabes, Curra?… Malo estoy.

—Fernandito, ¡por Dios!… No me lo digas…

—Indigestión… El vol-au-vent de codornices. Lo tengo dicho: siempre se me indigesta. ¿Me entiendes?…

—¡Vaya por Dios, vida mía!… Mira, pasea un poquito y eso te vendrá bien… Acompaña a Leopoldina y vuélvete pronto…

Y cada vez más impaciente, advirtió a esta por lo bajo:

—Que no se huela Carmen a lo que vas… Mira que las pesca al vuelo.

Villamelón, haciendo figuras, se atrevió a decir:

—Quizá en casa…

—¿En casa?… Jesús, hijito mío, y ¿qué te vas a hacer allí solo?… ¿Y si te da algo?… No, por Dios; ve con Leopoldina y vuélvete despacito.

El duque de Bringas entró en el palco, y a poco llegó el tío Frasquito acompañando a su sobrina Valdivieso, que rebosaba, como siempre, entusiasmo y necedad, chismes y enredos.

La Ortolani era un portento. ¡Qué berceuse aquella: Si carina, carprettina!… El tío Frasquito no estaba conforme: gustábale más la romanza L'incantator della montagna, y estábala ensayando en la flauta, sin cuidarse para nada del percance del rey Midas, que desde mucho tiempo antes le tenía pronosticado Diógenes. El duque de Bringas estaba muy enfadado porque no le llenaba la partitura; aquello no era sino una ópera cómica francesa, convertida en ópera italiana; en cuanto a la Ortolani, ¡pchs!… no vocalizaba mal, pero ¡estaba tan flaca!…

—¡Como si tuviera que cantar con los mofletes! —exclamó María Valdivieso con muy buen sentido.

Y variando de conversación púsose a contar a Currita una historia muy chistosa de la duquesa de Bara, que se hallaba un poco más abajo, en el palco de los consortes López Moreno, restaurados ya en su trono de Matapuerca. Lucy se casaba al fin con Gonzalito, conformándose la duquesa a tragarla por nuera. Paco Vélez se lo había dicho.

—¡Ya me lo figuraba yo! —exclamó Currita con maligna complacencia—. Si quien habla mal de la pera, la bendice y se la lleva.

—¡Exacto! Lo mismo dijo Paco Vélez… Ahí los tienes a los dos tan amartelados en el palco, publicando las amonestaciones… ¡Dice Paco Vélez que ha habido unas historias!… López Moreno sitió a Beatriz por hambre, y entre el embargo y la boda no hubo más remedio que capitular. Beatriz entrega el ducado, el otro perdona la deuda, y pata… Pero lo más chistoso es que Lucy dota a Gonzalito en cuatro millones…

—¡Qué delicia!… De modo que, en caso de viudez, Gonzalo quedará siempre prince douairier, es decir, douairier de Matapuerca.

El duque y el tío Frasquito creyeron morirse de risa al oír la agudeza de Currita, y la de Valdivieso añadió entre carcajadas:

—¡Exacto! ¡Qué frase tan feliz!… Se la contaré a Paco Vélez… ¡Le prince douairier de Matapuerca!… Es menester que le dejemos el nombre; justamente andan muy afanados ahora buscando el árbol genealógico de Lucy…

—Pues mira, mujer, yo se lo daré hecho… En la primera rama que pongan al Mal Ladrón, y en la última a López Moreno ahorcado…

—¡Pero, Curra, mujer, estás de vena esta noche! —exclamó muerta de risa la Valdivieso—. Cuánto daría Beatriz porque el árbol de Lucy rematase de ese modo… Dice Paco que López Moreno está riquísimo…

Aquí se detuvo como espantada un momento, y mirando atentamente hacia la sala, añadió con su intemperancia ordinaria:

—Pero, mujer, ¿no has visto eso?… ¿No ves allí a Jacobo con la Mazacán?… ¡Pero qué escándalo!… ¿Cómo permites tú eso?…

¡Vaya si lo había visto Currita!… Como que el berrenchín que tenía por dentro era la nerviosa musa que inspiraba aquella noche sus aceradas agudezas, y desde que terminó el acto no había perdido de vista un momento a Jacobo, viéndole comenzar su toumée por los palcos de las damas, que le recibían todas en palmas, mimándole y agasajándole con sus más encantadoras sonrisas y sus más dulces palabras. Isabel Mazacán, sobre todo, parecía querer comérselo, y por dos o tres veces, mientras le tuvo en el palco lanzó al de Currita una mirada que parecía decirle: ¡Rabia de firme!… Él acogía todos aquellos homenajes con la exquisita naturalidad, el desembarazo distinguidísimo del elegante de raza que se reconoce de moda, del leader del día cuyos saludos se mendigan, sus frases se repiten, sus trajes se copian, sus toses y estornudos se numeran y comentan.

Jamás había otorgado Madrid un perdón tan generoso y tan amplio como el que concedió al antiguo revolucionario al saber su novelesca aventura de Constantinopla y al verle entrar de nuevo en el redil aristocrático, a la sombra de Butrón y la Albornoz, arrepentido, pero con la cabeza alta; no implorando protección, sino ofreciéndola a todo el mundo.

Allá en los profundos rincones de los boudoirs y en los secretos conciliábulos políticos murmurábanse cosas extrañas. Decíase en estos que Jacobo había prestado un gran servicio al partido restaurador, echando a pique con ciertos misteriosos papelitos a tres personajes intrigantes y tramposos que, ávidos siempre de poder y dinero, habían querido en Biarritz, después de la caída de Amadeo, injerirse traidoramente en la restauración del trono, que ellos mismos habían contribuido a hundir cinco años antes. Fuera o no esto cierto, éralo, sin embargo, que el respetable Butrón había aparecido de repente, cubriendo a Jacobo con el manto protector de su confianza; que Currita habíale proporcionado la desinteresada amistad de su caro esposo Fernandito, y que así, en aquellos ocultos rincones de los boudoirs como en las amplias aceras de las plazas públicas, designábanse a los tres personajes con los nombres de el joven Telémaco, el prudente Mentor y la invulnerable Calipso, murmurándose al mismo tiempo que Jacobo estaba arruinado, que el partido restaurador garantía su porvenir asegurándole una cartera en pago de sus servicios, y Currita atendía a su presente con una esplendidez que amenazaba dar al traste con la hasta entonces bien cimentada fortuna de la opulenta casa de Villamelón.

—Y es natural —había dicho una noche la duquesa de Bara—. Curra está ya muy fanée, y Jacobo no es ningún Juanito Velarde que se mantenga con un destinillo de veinte mil reales.

Mientras tanto, Leopoldina Pastor entraba en la platea de Carmen Tagle, y besándola en ambas mejillas, decíale al oído:

—Vengo huida…

—¡Mujer!… ¿Quién te persigue?

—Curra… Esa Curra… que es atroz, hija, atroz… ¡No vuelvo a presentarme en público con ella!… No me gustan evidencias; no quiero escándalos… Por eso dije: aunque sólo sea este entreacto, me la quito de encima y me voy con Carmen…

—Gracias por la elección, querida…

—Pues nada… Empeñada en saber quién estaba en el palco de arriba… Y todo porque el otro no hacía más que mirar para allá poniendo varas.

Al decir esto, Leopoldina cogió a Carmen Tagle sus gemelos de nácar y púsose a mirar hacia el palco que tanto inquietaba a Currita. Había en él dos señoras: una, joven, sentada en primera fila, y otra, de edad ya madura, casi oculta en el fondo… Parecía la primera una verdadera niña, delicada, fantástica, una de esas espirituales gatitas rubias que se crían a orillas del Sena y suelen tener, en efecto, todas las solapadas mañas de la raza felina. Sentada de espaldas al escenario, parecía no haber roto un plato en todos los días de su vida, y paseaba la vista por la espléndida sala, sin fijarla en ninguna parte, con esa indiferencia con que se mira una multitud del todo desconocida: más bien que para ver, parecía estar allí para ser vista, y la exagerada elegancia, algún tanto extravagante, de su traje de terciopelo negro con camelias rojas indicaba claramente el plan preconcebido de atraer todas las miradas. Su compañera, que podía muy bien ser su madre, era una mujer muy flaca, de aspecto distinguido, con el pelo gris peinado a la inglesa, un traje de terciopelo negro cerrado hasta arriba y un vistoso aderezo de brillantes falsos. Ambas parecían extranjeras, y en toda la noche no habían cruzado entre sí una sola palabra.

Examinólas Leopoldina detenidamente, y dijo al cabo, meneando la cabeza:

—Negro y encarnado… ¡Malo!… Los colores del diablo… ¿Y quiénes son esas individuas?…

Carmen Tagle se echó a reír encogiéndose de hombros, y Leopoldina volvió a mirarlas, diciendo por debajo de los gemelos:

—Pues te digo que con el terciopelo que gastó la madre en cubrirse hasta las orejas podía haber subido un poquito el escote de la hija… ¡Vaya con la indecente!… Y la chica es monísima… ¿Cómo se llama?…

—Si nadie la conoce… El martes se presentó en ese mismo palco vestida de blanco con camelias rosa… Ayer estaba en la Castellana en un milord muy bonito, con camelias blancas en el sombrero y en el pecho… Hoy, terciopelo negro con camelias rojas…

—Pues ya tenemos nombre que darle —exclamó Leopoldina riendo—: La dama de las camelias.

Y sobre estos varios motivos improvisaron las dos amigas una alegre fantasía, hasta que Leopoldina volvió al palco de la Albornoz momentos antes de comenzar el acto segundo. Currita la esperaba impaciente, y la falaz exploradora apresuróse a decirle, con cierto maligno gustito, que la incógnita en cuestión era una muchacha monísima, de todo el mundo desconocida, a quien acababan de bautizar ellas, por tenerlo muy bien merecido, con el significativo nombre de La dama de las camelias.

—Por supuesto, que no se enteraría Carmen de que yo te enviaba —dijo Currita muy pensativa; y Leopoldina, con el hociquito fruncido y los ojitos entornados, como quien se ofende de la pregunta, contestó:

—¡Mujer!… ¿En qué cabeza cabe?… ¿Acaso soy yo boba?…

Comenzó el acto: Villamelón seguía indigestado; Currita, emberrenchinada y con el rabillo del ojo alerta; Leopoldina, que era, en efecto, aficionada e inteligente, sin perder una nota, y el tío Frasquito, que allí se había quedado, muy satisfecho por hallarse al lado de Leopoldina, una de las sobrinas espurias a que más predilección mostraba, por su allure varonil y decidida y sus excéntricas genialidades.

En el palco del Veloz habían quedado solos Diógenes y Jacobo; despatarrado aquel frente al público, como si quisiera indicarle que todo él junto no se le importaba un comino; mirando este sin cesar, como un cadete, al palco de la dama de las camelias. En la escena, Dinorah, la pobre loca, cantaba la bellísima aria que la inspira su propia sombra proyectada en el suelo por la blanca luz de la luna, una de las más felices inspiraciones de Meyerbeer, que interpretaba admirablemente la entonces célebre Ortolani.

Cambió la escena de pronto, y la cascada, el precipicio y el torrente arrancaron un murmullo de admiración a los espectadores, que pocas veces habían contemplado en aquel género una obra de arte tan acabada y tan bella. Höel quiere obligar al gaitero Corentino a buscar el tesoro en el fondo del precipicio; de nuevo el cielo se encapota, y entonces aparece otra vez el terrible Meyerbeer, el genio de los Hugonotes y Roberto el diablo, que sabe describir con las ocho notas del pentagrama toda la rabia de los elementos y todos los furores del corazón.

De improviso, rompe la orquesta bruscamente la cadencia, rugen los contrabajos estrepitosamente, las flautas dejan oír agudos silbidos, el metal, desencajado, truena con espantosa violencia, los timbales redoblan convulsamente. Ya no parece aquello una tempestad, ni un huracán, sino un cataclismo que amenaza desquiciar la tierra, y en aquel momento, el supremo de la ópera, apareció por entre las cortinas de terciopelo carmesí que cerraba el fondo del palco de Currita una cabeza peluda y cetrina, que el tío Frasquito tomó por la del terrible Adamastor, genio de las tempestades, y Fernandito por el bilioso espectro de la indigestión, que evocaban ante él sus jugos gástricos alterados.

Era Butrón, el respetable Butrón, que entraba de puntillas, con el dedo sobre los labios, haciendo gestos de que nadie se molestara, y yendo a sentarse en la silla que, no obstante su susto y su entripado, se apresuró a cederle Villamelón, al lado de Currita.

La tempestad seguía rugiendo: Höel y Corentino gemían aterrados, y Dinorah, la pobre loca, desencajada, con el cabello flotante y el rostro iluminado por la luz de los relámpagos, desafiaba la furia de los elementos, dominando con su voz pura y vibrante los roncos estampidos del trueno y los estridentes alaridos del viento, que encubrieron también estas breves palabras deslizadas por Butrón al oído de Currita:

—Llegó la hora… ¡Concha está con nosotros!…

Escapósele a aquella una leve exclamación de sorpresa, que el tío Frasquito pescó al vuelo; mas un azulado relámpago iluminó en aquel momento la escena; un inmenso diseño cromático, nacido en las alturas de la orquesta y resuelto en las profundidades de los bajos en un rumor apagado y fatídico, anunció la caída del rayo, y entre truenos y relámpagos y sublimes convulsiones de los instrumentos de cuerda, escapósele lo que Butrón añadía, pudiendo percibir tan sólo estas palabras dichas por el diplomático con grande insistencia:

—Mañana, a las cuatro, en casa… ¡Por Dios!, que no faltes, ni dejes de avisar a Jacobo…

La curiosidad hizo al tío Frasquito perder la cabeza, y por querer fiscalizarlo todo a un tiempo, ni vio a Bellak, la cabra blanca, cruzar como una flecha el rústico puentecillo, ni a Dinorah caer en el fondo del barranco, ni a Höel precipitarse desesperado en su auxilio, ni a Currita que ceñuda y apretando con inexplicable rabia las varillas del abanico, decía a Butrón muy por lo bajo:

—¿A Jacobo?… ¿Acaso le veré yo esta noche?… Ya ha correteado todos los palcos y todavía no me ha dirigido un saludo.

—¡Ah, ingrato! —susurró Butrón— Corro a traértelo.

Y de nuevo se fue como había venido, de puntillas, sonriendo a todos, haciendo muchos ademanes para que nadie se incomodara, y dejando al tío Frasquito estupefacto… ¡Oh!, pues lo que es a él no se la pegaban… ¿Currita a las cuatro en casa de Butrón y avisando antes a Jacobo?… Algo gordo sucedía cuando el prudente Mentor, el joven Telémaco y la invulnerable Calipso se avistaban en secreto, con la extraña circunstancia de acudir la dama a casa del caballero, y no los caballeros al palacio de la dama, como parecían dictar las más elementales leyes de la galantería.

—¡Cosa más singularr!…

Y mirando a Jacobo a lo lejos, aumentóse su curiosidad al ver que aparecía Butrón por detrás de la cortina del palco del Veloz, hacíale una seña y llevábaselo consigo, siguiéndoles a los dos, sin que ninguno le llamase, el cínico Diógenes… Al terminar el acto, Butrón, triunfante y satisfecho, entraba otra vez con Jacobo en el palco de Currita, y empujándole hacia la dama con aire de papá bonachón que satisface un capricho de la niña, cogió con una de las suyas las dos manos que ella y él se estrechaban al saludarse, murmurando, con sentenciosa indulgencia, aquellas palabras de Shakespeare:

Old, old history!…

Hecho esto, el espejo de caballeros, según Pedro López, el integérrimo diplomático, el sesudo político, el anciano venerable y fervoroso que tenía ya un pie en el sepulcro, miró al reloj, enarcó las cejas y despidióse apresuradamente. Eran ya las once, y estaba citado a las once y cuarto con el cardenal arzobispo de Toledo: tratábase de un atentado de la canalla gubernamental republicana contra la Iglesia y deseaba él representar en aquel conflicto el papel de Constantino.

Ensanchósele el corazón al tío Frasquito, creyendo llegada la hora de averiguar algo, y aguzó las orejas y aprestó la lengua para sondear con habilidad a Jacobo y a Currita. Mas, de repente, una mano aleve cogió el mediato lazo de su corbata blanca, y dándole una rápida vuelta, vino a ponérselo sobre la nuca. Volvióse indignado y sorprendido, y vio inclinada sobre la suya la gran cabezota de Diógenes, que, sonriendo y babeando, le decía amorosamente:

—¡Francesca mía!… ¡Si soy yo, Paolo!…

Verde de ira y amarillo de miedo púsose Francesca, cual si viese asomar por detrás de Paolo la sombra siniestra de Gianciotto, y gruñó entre dientes:

—¡Qué cosas tienes!… De verras que erres pesado…

Y despidiéndose atropelladamente por temor de alguna más grave demasía, fuese a componer la corbata en el espejo del antepalco, dejando vacío su asiento, que era lo que buscaba Diógenes. Ocupólo este entonces con la mayor frescura y dando una gran palmada en el muslo a Villamelón, díjole tal atrocidad, relativa a su entripado, que Jacobo y Leopoldina se miraron espontáneamente, como quien dice: «¡Animal!». Currita, muy enfadada, dijo: —¡Jesús, hombre, qué cosas tienes!… ¡Eres shoking, shoking, de veras!— Y Fernandito, con resignada sonrisa, contestó:

—El vol-au-vent de codornices… Siempre se me indigesta. ¿Sabes?

—¡Pues ya lo creo que lo sé, polaina!… Por eso tomo yo siempre vol-au-vent de sopa de ajo —replicó Diógenes.

Y cediendo a su instinto natural de desvergonzada capigorronería, añadió:

—Oye… ¿Y quién me lleva a mí luego en su coche, tú o Jacobo?

—Lo que es yo no te llevo —replicó vivamente este—. Me voy ahora mismo.

—Ni yo tampoco —añadió al punto Currita— Fernandito no se siente bien, y no hemos de andar por ahí dando vueltas.

—Pero, mujer, si te coge al paso… Me dejas en la calle de Alcalá, en la chocolatería de doña Mariquita… Por nada del mundo pierdo yo mi gran jícara con su par de mojicones

—Son sabrosos —opinó Villamelón.

—¡Qué delicia! —dijo Currita—. Si te los dieran todas las noches en los dientes no tendrías la lengua tan larga.

—¡Polaina!… Si te los dieran a ti donde yo me sé, no darías motivos para que te alcanzasen las lenguas.

Currita se mordió los labios comprendiendo que era imposible la lucha con aquel cafre, que parecía complacerse en poner de relieve, con sus crudezas, las vergonzosas condescendencias del mundo, y Jacobo se despidió afectuosamente al comenzar el acto con un ambiguo hasta luego, que dejó a Currita muy complacida. A la mitad del acto cuando Dinorah recobra la razón y quiere recordar la bellísima plegaria ¡Sancta María!, entre sublimes vacilaciones de la orquesta, que parecen revelar los esfuerzos mentales de la pobre loca, envolvióse Currita en su soberbio abrigo de terciopelo granate, forrado de pieles blancas, y aceptando en señal de reconciliación el brazo de Diógenes, salió del palco escoltada por Villamelón y Leopoldina, gozoso él por irse a dormir su indigestión, furiosa ella por marcharse sin oír el coro final de la romería.

El foyer estaba aún desierto, y los lacayos, zambullendo las encarnadas narices en sus inmensos cuellos de pieles, comenzaban a asomar ya, para avisar a los señores la llegada de los coches. Antojósele entonces a Currita sentarse en un diván, para esperar la salida de la gente. Angustióse Villamelón.

—¡Pero, hija mía, por Dios!… ¡Si esto está helado, Curra!…

Y se liaba a toda prisa al pescuezo un gran foulard finísimo, y levantábase el cuello del gabán a la altura de las orejas…

—Te digo que vale más volver al palco, si…

Un estornudo formidable le cortó la palabra y le acrecentó la angustia.

—¿Lo ves?… ¿Lo ves?… Ya pillé un constipado… Fortuna tengo hoy… ¿Sabes?… ¡Ya tengo para una semana!…

La gente comenzó a desfilar por delante de Leopoldina y la Albornoz, que, dejando estornudar a Fernandito y sin perder de vista su negocio, saludaban a diestro y siniestro a los innumerables conocidos que iban pasando. De pronto, Leopoldina tiró suavemente del vestido a Currita, diciéndole muy bajo:

—Mírala… ¡Esa es!…

No vio nada: dos fantasmas blancos pasaban por delante, arrastrando por debajo de los amplios albornoces las largas colas de terciopelo negro, dejando asomar la vieja por el abrigado capuchón una corva nariz caída y afilada, luciendo tan sólo la joven unos ojazos azules, que creyó Currita se fijaban en ella con provocativa insolencia. El blanco albornoz de la incógnita pasó rozando el terciopelo granate del abrigo de Currita, y una frase alemana, que esta pudo oír y no pudo entender: «Ahí la tienes», pareció caer entonces de la nariz corva y afilada, y ambos fantasmas desaparecieron entre el gentío precedidos de un groom monísimo que apenas contaría doce años.

—Pero, hija, ¿arrancaremos al fin? —decía Villamelón mientras tanto—. Diógenes, dale tú el brazo… ¡Buen constipado he pillado!… ¿Qué haces tú cuando te constipas, Diógenes?

—¿Yo?… Estornudar…