Este es el final

La comandante Creviston guardó la pistolita, y se volvió hacia míster Cavanagh, que estaba lívido, petrificado, incapaz de reaccionar.

—Ahora sí —dijo ella—: quisiera regresar a casa, señor.

Cavanagh la miró, a sus ojos regresó la luz de la realidad, de la comprensión total…, del espanto.

—Hemos… tenido durante años a un… espía cubano en… en la Sala de Guerra…

—Eso parece.

El jefe del Grupo de Acción de la CIA sacó un pañuelo, y se lo pasó por la frente.

—Pero esto es increíble…

—¿Por qué? Hay muy buenos espías en el mundo, señor. La CIA no tiene la exclusiva. Salgamos de aquí: tenemos que avisar que el pobrecito capitán Bastida ha fallecido de un… colapso cardíaco.

—Los… los cubanos y los rusos no creerán eso…

—No. Pero oficialmente, sí lo creerán. No pueden decir que durante años, el capitán Bastida ha estado trabajando para ellos y que finalmente los quiso traicionar porque no le interesaba que se restableciesen las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba a fin de que sus amigos de Cuba dedicados a la exportación de guerrillas y armas pudiesen seguir haciéndose millonarios con revoluciones que no ocasionaban más que muertos por un lado, y dinero por otro. Los rusos «creerán» lo que se diga oficialmente sobre la muerte de Bastida, las negociaciones respecto a las nuevas relaciones entre Cuba y Estados Unidos seguirán, los espías seguiremos trabajando, como sí nada hubiese ocurrido Eso es todo, señor…, por esta vez. La pregunta es: ¿quién y por qué querrá en cualquier momento organizar una guerra atómica, o una pequeña guerrilla para cometer asesinatos y pillaje, o…?

—Salgamos… —murmuró Cavanagh—. Me siento enfermo.

—Pues esto, en una clínica, no parece muy consecuente, señor. ¿Quiere venir a casa conmigo, en el helicóptero? Le invito a champaña con guindas.

—¿De verdad?

—De verdad. Pero no olvide que todavía me debe una cena a base de manjares chinos.

Cavanagh movió la cabeza, y se dirigió hacia la puerta. La abrió, dejó pasar a Brigitte Montfort, es decir, a la comandante Creviston, salió y cerró. No… No podía irse con ella, a pesar de lo mucho que lo deseaba. Tenía que atender todo aquello… Pero en cuanto tuviese oportunidad…

Se volvió hacia la comandante Creviston, en el momento en que se abría la puerta de otro cuarto, y el sargento Terence Ormandy, imponente, atractivo, recio, con la pipa entre los dientes, aparecía en el pasillo, en pijama. Al ver a la comandante Creviston enrojeció, y se cuadró inmediatamente, retirando la pipa de un manotazo.

La comandante Creviston se echó a reír.

—Vamos, sargento, no sea niño… —exclamó—. No tiene por qué cuadrarse ante mí en estas circunstancias.

—Es que… Bueno, me ha sorprendido… Estoy en pijama.

—Se supone que una persona no permanece en la cama con abrigo y bufanda. ¿Podemos hacer algo por usted?

—No, no, gracias, comandante… Iba a charlar un rato con Bast…, con el capitán Bastida. Estaba en el turno anterior al mío, y es un muchacho muy simpático.

—Sí que lo es… —admitió la comandante Creviston—. Pero será mejor que no le moleste ahora: está descansando muy profundamente.

—¡Ah, bien…! Por supuesto que no le molestaré, no… Perdone, comandante: ¿no nos hemos visto antes?

—Yo le recordaría a usted —aseguró Hortense.

—Sí, claro… Bien, debo estar confundido… Me recuerda usted a otra persona, una… joven. Bueno —se sofocó—, no es que pretenda decir que usted no es joven… Quiero decir que era una chica de ojos azules, que… que… Bien —miró a Cavanagh—, usted me entiende, señor. Me refiero a… Vino con usted hace unos días.

—¡Oh, sí, la señorita Montfort! —farfulló Cavanagh.

—Exactamente. Le parecerá una tontería, pero la comandante me recuerda a la señorita Montfort. ¿A usted no?

—No… —masculló Cavanagh—. No, no.

—A mí, sí, de veras. Pero, claro —sonrió Ormandy—, lo que no puedo imaginarme es a la señorita Montfort como comandante en la Sala de Guerra del Pentágono. Cuando la vea, salúdela de mi parte.

FIN