Capítulo VII
Cuando salió del dormitorio en el que se había encerrado para ponerse las ropas que le había traído míster Cavanagh, los Simones estaban todavía lívidos, inmóviles en la salita. Les sonrió cariñosamente.
—No se preocupen tanto: la culpa fue mía.
—Pe… pero nosotros debimos… interesarnos por aquel camión de mudanzas… Claro que la vimos abrir tranquilamente, luego vimos cómo se llevaban la caja… Bueno, pensamos que le habían traído algo que usted había comprado, o… Bueno…
—Está bien, ya pasó.
—Habíamos dado la alarma general —musitó míster Cavanagh—. A las dos de la tarde llegó la capitán Elsa Roark, estuvo llamando, luego entró sin que nadie le hubiese abierto… Salió al poco, con expresión de sorpresa, mirando a todos lados. Entonces, ellos comprendieron, y se acercaron a la capitán Roark, le preguntaron… Casi segundos más tarde, la alarma estaba dada. En fin, como es costumbre en usted, se las ha arreglado sola. Como siempre, sí… Y veamos si podemos aclarar esto.
—Se lo he explicado ya —alzó las cejas Baby—. ¿No me ha entendido?
—Creo que sí. Excepto una cosa. Pero veamos antes si es cierto que lo he entendido: engañaron a Norberto Aguirre, que vivía escondido, inválido, cualquiera sabe dónde. No sabemos lo que le dijeron para convencerle de que se presentase como imagen del nuevo intento cubano de expulsar a Fidel Castro. Pero sí sabemos que pretenden que un oficial de la Sala de Guerra, controlado mentalmente, envíe a los rusos una declaración de guerra por uno de los teletipos.
—Exacto.
—¿Con qué objeto?
—No lo sé…, aún. Pero, a mi entender, y teniendo en cuenta ciertos detalles y lo que han hecho con Norberto Aguirre, no se trata de nada que favorezca a los exiliados cubanos. Libertad no está actuando en beneficio de Cuba, ni de los exiliados. Lo juraría. Pero no se me ocurre qué pretende enfrentando a Estados Unidos y Rusia… Aparte de que me parece todo tan absurdo…
—¿Absurdo? ¿Por qué?
—Caramba, señor, las cosas no son tan sencillas… ¿Usted cree que basta enviar a los rusos una declaración de guerra para que ésta se ponga en marcha? ¿Así, tan sencillamente? Por Dios, eso sería atrozmente inhumano y absurdo.
—No parecen considerarlo así Libertad y su grupo.
—Pues no lo entiendo. Pero, de todos modos, hay que impedir que esa declaración de guerra sea cursada. Espero que los demás militares de la Sala de Guerra estarán mejor custodiados que yo.
Los agentes de la CIA que habían acudido con Cavanagh enrojecieron intensamente, pero el jefe del Grupo de Acción se limitó a sonreír.
—Hemos doblado la vigilancia sobre ellos. Y no habrá más descuidos…, espero. Por esa parte, no se preocupe.
—De acuerdo. ¿Están aclaradas todas sus dudas, señor?
—No, no… Sigue quedando una, y es ésta: ¿qué querían de usted exactamente?
—Información respecto a las medidas tomadas por el Pentágono respecto a esos desvanecimientos de los oficiales de la Sala de Guerra. Me eligieron a mí porque estaban convencidos de que era amiga personal del general Rumsey, y, por tanto, debía saber algo más que los demás oficiales.
—¿Y usted qué les dijo?
—Que estaban todos vigilados.
—¿Y aun sabiendo eso… cree usted que lo intentarán?
—Ojos se ha quedado cerca de aquí, buscando un oficial que se ponga a su alcance. Es muy posible que tuviese planeado salir mañana de Estados Unidos, hacia Nassau, con Luis Azpeitia, desde Nueva York.
—O sea, que debe estar cerca del Pentágono… Está loco. O tiene algún plan infalible para conseguir sus propósitos.
—Lo mismo pensé yo. ¿Ha cursado esa orden respecto a lo que sea que se llame Calígula?
—Sí… Mientras usted se vestía llamé a la Central, para que enviasen a Nassau la orden a todos los agentes y colaboradores que tenemos allí de que dejen lo que estén haciendo y se dediquen a buscar, donde sea, algo que se llame Calígula.
—Quizá estemos perdiendo el tiempo —murmuró Baby—, pero no tenemos más pista que ese nombre y el pasaje en avión de Luis Azpeitia. Si no coinciden, mala suerte… De todos modos, me voy a Nassau, inmediatamente.
—Supongo que es lo mejor —Cavanagh cogió algo del sillón y lo alzó—. Su maletín.
—Piensa usted en todo —sonrió la divina.
—Incluso en un avión que la está esperando en el aeropuerto, listo para despejar. Son las —Cavanagh miró su reloj—, cuatro y cinco. Puede estar usted en Nassau entre las seis y media y las siete. Apenas llegar, póngase en contacto con los agentes de allá, y… Bueno, ¿para qué decirle lo que tiene que hacer?
—Para nada —rió Baby—. ¿Quién me lleva al aeropuerto?
—Yo mismo, mientras ellos siguen buscando algo interesante en esta casa. Cuando guste.
Baby dirigió una mirada al bulto que formaba el cadáver de Norberto Aguirre bajo la manta, movió la cabeza, y se dirigió a la puerta.
Poco después, Cavanagh conducía hacia el aeropuerto, y ella examinaba el contenido del maletín, asegurándose de que todo estaba en orden. Pensó en sus cabellos, teñidos de gris a mechones, y que, ciertamente, no encajaban con su actual aspecto, juvenil y despreocupado… Pero, a fin de cuentas, el vuelo iba a ser privado, así que no habrían curiosos para sorprenderse. Y cuando llegase a Nassau, se pondría la peluca rubia, las lentes de contacto de color verde… Ni a mil millas recordaría a la comandante Creviston.
—¡Oh! —Exclamó de pronto Baby—. ¡La Sala de Guerra…!
—Yo me ocuparé de eso —dijo Cavanagh—. Su turno no empieza hasta las doce, así que hay tiempo de ocuparse del asunto. Tendré que volver a llamar al general Rumsey, y decirle que elija él mismo un oficial para el puesto que deja usted vacante… ¿Qué tal se lo pasaba en la War Room?
La espía más hermosa del mundo sonrió angelicalmente.
—Fatal —aseguró—. A mí, eso de estar recibiendo y enviando chismes nunca me ha gustado. ¡Santo cielo, era de lo más aburrido que pueda imaginarse, señor!
—Pero allí, al menos, estaba segura, a salvo.
Brigitte Montfort, alias Baby, que pensaba ya en el sol, las palmeras, y las transparentes aguas de las Bahamas, sonrió de nuevo, mirando de reojo a su jefe.
—Pues eso era precisamente lo aburrido, señor.
A las siete y tres minutos, la señorita Montfort salía del edificio del aeropuerto Oakes Field, de Nassau, en la isla de Nueva Providencia, con un ejemplar de la revista Cosmopolitan bien visible en su mano derecha. En la izquierda, el maletín rojo con florecillas azules.
En seguida vio al hombre alto y atlético, de risueña mirada, que esperaba en el exterior, apoyado en un coche. Se acercó a él, mirándole no menos risueña, y le tendió la revista.
—¿Me sostiene esto un momento, señor? Tengo que rascarme la nariz.
El hombre sonrió ahora de oreja a oreja.
—Si quiere, la ayudo.
—Oh, no es necesario… Tengo deditos, ¿los ve?
—¿Ha tenido buen viaje? —rió ahora el agente de la CIA viendo a Baby rascarse la nariz.
—Pues sí. Viajo demasiado, pero cuando lo hago sobre el mar, me siento recompensada. Bien, Simón, cuando le he llamado por la radio y hemos convenido este encuentro tan agradable, me ha dicho que tenía una sorpresa para mí. ¿Cuál es?
—Hemos encontrado ese lugar llamado Calígula. No ha sido difícil en absoluto.
Baby se quedó con dos deditos en la nariz, entornados los ojos color cielo.
—¿De veras? —Murmuró—. ¿Y dónde está?
—Es un dancing de Main Street.
—Un dancing… ¿De qué clase? Bueno, quiero decir: ¿es caro, barato, de buen tono, vulgar…?
—Es de muy buen tono. ¿Por qué?
—Porque no me gusta ir a bailar a sitios ordinarios… ¿No hay nada más en Nassau que se llame Calígula?
—Seguimos buscando —sonreía Simón—, pero hasta el momento es todo lo que hemos encontrado. ¿Piensa ir a bailar allá?
—Desde luego.
—¿Le sirvo de pareja?
—Jamás he rechazado a un muchacho tan guapo como usted —rió la divina—. ¿Este es su coche?
—Ajá… ¿Vamos directamente a ese dancing?
—Sí.
Simón abrió la puerta, cerró cuando la espía hubo ocupado el asiento, y él fue a sentarte ante el volante.
—Me he interesado por ese local —dijo, poniendo el coche en marcha—, y, la verdad, no parece que pueda haber ahí nada relacionado con el espionaje. Es un local que hace bastante tiempo que funciona… Unos tres años. Limpio, agradable, buenas orquestas, precios un poco altos… Por las tardes, en ocasiones, se convierte en discothéque; ya sabe, que se baile con música de discos. Pero por la noche, siempre se… convierte en un club elegante, con orquestas de calidad. No quisiera desanimarla, pero temo que no es eso lo que estamos buscando.
—De todos modos, echaremos un vistazo. ¿Tenemos nombres vigilando ese lugar?
—Sí, desde luego. Nos avisarán por la radio si viesen algo… especial. Mientras tanto, naturalmente —añadió a toda prisa—, tienen órdenes de no hacer nada: sólo informar.
—Así me gusta. Y hablando de gustos: ¿le gustan a usted las rubias? Con ojos verdes, desde luego.
Simón la miró sorprendido, pero en seguida volvió a sonreír, comprendiendo.
—Me encantan las rubias de ojos verdes… ¿Qué digo…? ¡Me vuelven loco!
—Pues está usted de suerte —rió Baby—. ¡Va a bailar con una rubia de ojos verdes!
Abrió el maletín, sacó la peluca rubia, y se la colocó rápidamente, con la habilidad de la mucha práctica. Luego, se colocó las pequeñas lentillas de contacto de color verde, y, finalmente, se maquilló de modo un tanto exagerado. Es decir, del modo en que la señorita Brigitte Montfort jamás lo haría.
—¿Qué tal? —pidió la opinión de Simón.
Éste la miró, y movió la cabeza.
—Impresionante —murmuró—, pero, Ja verdad: me gustan más sus ojos azules.
—A mí también.