Capítulo primero

La propietaria de Rachel’s, posiblemente la más lujosa casa de modas de la Quinta Avenida de Nueva York, no salía de su asombro, como cada vez que la señorita Montfort acudía a su tienda para reponer vestuario.

Auxiliada por su ayudante, la señorita Shelby, estaban probando uno de sus modelos exclusivos a tan excepcional cliente. Excepcional, en todos los sentidos. Para la señorita Shelby, lo más excepcional de la señorita Montfort era que nunca la fastidiaba, ni le hacía perder el tiempo, ni hacía preguntas estúpidas. Miraba los últimos modelos, señalaba tres, cuatro, cinco o seis, pasaban al probador por si había que hacer alguna corrección en los vestidos, y en veinte minutos todo estaba listo. Una cliente que se gastaba sin pestañear a veces hasta veinte mil dólares, terminaba sus compras en veinte minutos. Pasmoso.

Pero, para mistress Rachel, la señorita Montfort era excepcional en muchos otros sentidos. Especialmente, en uno: era tan bella, tan elegante, poseía un cuerpo tan armonioso, que a mistress Rachel no le entraba en la cabeza que la señorita Montfort no tuviese la menor intención de posar como modelo.

—Sería usted —dijo por millonésima vez desde que la conocía— la modelo más formidable que jamás hubiese pasado por Rachel’s. Es decir, la modelo más elegante de Nueva York…

—Y por lo tanto —sonríe la señorita Montfort—, la más elegante del mundo, ¿no es así?

—Sin la menor duda, señorita Montfort.

—Es usted muy amable, Rachel, pero ya tengo un trabajo que me gusta. Sí —asintió—, éste también me lo quedo.

Con lo cual, una vez más, la señorita Shelby sonrió encantada de la vida. Lo único que había hecho notar la señorita Montfort en el modelo, y con toda la razón, por supuesto, era que le quedaba un poquito ceñido en el pecho, lo cual se podía arreglar con toda facilidad. Por lo demás, perfecto. Así que… ¿para qué perder el tiempo?

La señorita Shelby ayudó a Brigitte Montfort a quitarse el vestido, y luego se la quedó mirando en una de las imágenes del triple espejo del probador.

Fantástica.

Increíble.

Sensacional.

Pasmosa.

Admirable.

Única.

La señorita Montfort había quedado solamente en sujetadores y pantaloncitos, y su espléndido cuerpo, que parecía hecho de seda y de oro, relucía como si dentro del probador hubiese un rayo de sol… Miss Shelby suspiró: «¡Ah, si ella tuviese la gracia y el cuerpo de la señorita Montfort…! Ciertamente que no sería modista, ciertamente. Sería la modelo más famosa del mundo, y…».

—¿Miss Shelby? —La miraba extrañada mistress Rachel.

—¿Eh…? Oh, perdón.

La señorita Shelby regresó de sus sueños a la realidad, y se dispuso a probar el último modelo a la señorita Montfort, que la contemplaba sonriente. Por un momento, la señorita Shelby tuvo la turbadora sensación de que miss Montfort estaba adivinando sus pensamientos, pero, claro… ¡no podía ser! Y de todos modos, la sonrisa de miss Montfort era tan amable y dulce… Cuando sonreía, sus enormes ojos azules parecían llenarse de luz, todavía más; y su boquita sonrosada se estiraba graciosamente, igual que el hoyuelo vertical que tenía en la barbilla. ¡Dios bendito, qué hermosa era! ¡Si ella pudiese ser tan hermosa como miss Montfort, en vez de ser tan flaca, desgarbada y hasta un poco miope…!

—Cada persona tiene una cualidad —dijo de pronto Brigitte Montfort—, y esa cualidad, y no otra, es la que tiene que desarrollar. La señorita Shelby tiene la cualidad de hacer sentirse cómoda a las clientas en su compañía… ¿Le paga usted lo suficientemente bien esta cualidad, Rachel?

La señorita Shelby quedó aterrada, porque comprendió que, en efecto, miss Montfort había adivinado sus pensamientos. Y, mientras ella enrojecía, mistress Rachel miraba casi respingando a Brigitte Montfort.

—Pues creo…, creo que Shelby no tiene quejas de… del sueldo que le pago. ¿O sí, Shelby?

—No, no, mistress Rachel… No.

—Estupendo —sonrió de nuevo miss Montfort—. Yo creo que si una persona hace bien lo que sabe hacer bien, y recibe por ello la recompensa adecuada, tiene motivos más que suficientes para sentirse feliz y satisfecha. Digo esto, Rachel —miró con sonriente malicia a la señorita Shelby—, como respuesta a sus insistentes ofertas para que pase modelos de su casa. Yo soy periodista, me gusta serlo, creo que lo hago bien, y me considero recompensada por mis esfuerzos… Sería una tontería por mi parte querer ser otra cosa de lo que soy.

—Oh, estoy segura de que sería una modelo maravillosa, señorita Montfort… ¡La mejor! Además, no es que yo pretenda que dejase usted de trabajar en el periodismo, no… Pero sería estupendo que cuando pasemos los modelos para la próxima primavera pudiera disponer de una modelo como usted. Sería un favor personal, en realidad.

—¿Por qué no le concede una oportunidad a miss Shelby?

Rachel quedó pasmada, y miss Shelby enrojeció ahora de tal modo que su rostro pareció el disco rojo de un semáforo.

Y en aquel instante apareció una de las dependientas de Rachel’s, asomándose tímidamente.

Mistress Rachel, en la tienda hay un caballero que pregunta por la señorita Montfort.

—¿Está citada aquí con alguien, señorita Montfort? —preguntó Rachel.

—¿Cómo es el caballero? —preguntó a su vez Brigitte.

—Bastante mayor, un poco calvo, ojos oscuros, bajito…

—Dígale usted que entre o que me espere afuera, a su gusto. Yo sólo tardaré cinco minutos.

La empleada se retiró, y, al parecer, el caballero decidió esperar los cinco minutos… Así que miss Montfort, mientras le probaban el último vestido elegido en aquella ocasión, pudo dedicarse a pensar en qué podía estar ocurriendo en el mundo, tan importante como para que Charles Alan Pitzer, jefe del Sector Nueva York de la CIA, acudiese a Rachel’s en busca de su espía favorita, la agente Baby. La implacable e infalible agente Baby, de la CIA, doble personalidad de miss Montfort. Bien… Fuese lo que fuese lo que estuviera ocurriendo, no cabía duda de que podía esperar cinco minutos a que Baby fuese puesta en antecedentes…

—Como siempre —dijo la señorita Shelby—: habrá que retocar un poco el pecho, señorita Montfort. ¿Le parece bien?

—Me parece perfecto. Rachel, ¿no le parece que mis senos son demasiado grandes?

—¡Oh, por Dios, claro que no! —Protestó con vehemencia mistress Rachel—. Una cosa sólo es demasiado grande cuando no guarda proporción, cuando rompe la armonía. Por ejemplo, si Shelby tuviese los senos de usted, serían demasiado grandes. Pero en usted son perfectos.

—Me está adulando tanto —rió Brigitte— que quizá alguna vez la complazca presentando sus modelos, Rachel.

—No es adulación… ¡Pero si supiese que adulándola la iba a convencer, la adularía hasta el límite!

Se echaron a reír las tres, miss Montfort se puso el vestido con el que había llegado a Rachel’s, y salió del probador. Vio a Pitzer en seguida, sentado en uno de los confortables sillones, un tanto mosqueado. Él se puso en pie inmediatamente al verla, esperó a que se sentase en otro sillón, colocado enfrente, y se volvió a sentar.

—¿Quiere que pidamos té, tío Charlie? —sonrió Brigitte.

—No. Me chincha estar aquí. Además, Simón nos está esperando afuera, con el coche.

—Le van a poner una multa.

—La CIA la anulará. ¿Podemos partir?

Miss Montfort encendió un cigarrillo, sonriendo a la señorita Shelby, que salía del probador, un poco sofocada. Miró alrededor, sonrió de nuevo, saludando a la esposa del gobernador de Nueva York, que le hacía señas con la mano, y, de aquel modo suyo tan especial, tan dulce y penetrante a la vez, volvió a mirar, por fin, los negros y pequeños ojos de Pitzer.

—Partir… ¿adónde?

—Nos están esperando en una pequeña clínica privada, en el estado de Maryland, cerca de Baltimore.

—¿Y vamos a ir en coche?

—Un helicóptero sería más aparatoso. Y parece que debemos ser muy discretos.

—Entiendo. ¿Qué es lo que pasa exactamente?

—No lo sé. Su antiguo y querido Simón ha llamado a la floristería por la radio, y me ha ordenado que la lleve a usted inmediatamente a esa clínica.

—¿Ha hablado usted personalmente con míster Cavanagh?

—Sí, desde luego: con su viejo y querido Simón. Parece que alguien se está metiendo con el Ejército.

—¿Con nuestro Ejército? —Alzó las cejas Brigitte.

—Sí. Algunos oficiales han sufrido… extraños contratiempos. No sé cuáles, no me haga más preguntas, porque no podré contestárselas.

—Espéreme en el coche, por favor.

Brigitte se puso en pie, y Pitzer la imitó, dirigiéndose hacia la puerta. Allí, se volvió, y vio a la divina espía departiendo con la esposa del gobernador, a la cual se había unido la del senador Forrester… Las dos mujeres escuchaban atentamente a Brigitte. De pronto, soltaron una carcajada. Brigitte las saludó agitando los deditos, y se dirigió a la salida, mientras las dos damas seguían riendo.

—¿Qué les ha contado usted? —preguntó Pitzer, abriendo la puerta.

—Un chisme de señoras —rió Brigitte—. ¡Y no se lo pienso contar a un caballero, puede estar bien seguro!

Afuera, en efecto, estaba el coche de Pitzer, con Simón, su ayudante en la floristería y en las tareas del sector, al volante.

Simón esperó a que entrasen los dos en el coche, en el asiento de atrás, y entonces se volvió.

—¡Hop! —exclamó.

Al mismo tiempo, hacía un pase mágico con la mano, y en ésta parecía una rosa roja, que Brigitte tomó, riendo.

—Gracias, Simón —se adelantó en el asiento y le besó en una mejilla—. ¿Cómo va la úlcera de estómago?

—¿La úlce…? ¡Pero yo no tengo ninguna úlcera, Baby!

—Usted, no. Pero tío Charlie, sí, y cuando le molesta, se pone de un humor pésimo. Por eso pregunto cómo va la úlcera de él, lo cual es lo mismo que interesarme por cómo le trata.

—Oh… —rió Simón—, ya nos hemos acostumbrado el uno al otro, así que el engranaje funciona a la perfección.

—Eso quiere decir que usted está aprendiendo a ser tolerante —sonrió Brigitte—. Bueno, vamos a Maryland. Supongo que ya han avisado a Peggy.

—Sí, claro… Ella nos dijo dónde estaba usted. Dijo…

—Menos charla —gruñó Pitzer—, nos están esperando.

—Me parece —Brigitte movió la cabeza—, que la úlcera está haciendo de las suyas. Y se me ocurre una gran idea, tío Charlie: ya que vamos a una clínica… ¿por qué no se hace examinar ese irritable estómago suyo?

—¿Lo ve, señor? —Sonrió Simón—. ¡Ya le digo siempre que Baby le quiere de veras!

—Puede que sí —masculló Pitzer—, pero a usted le ha besado, y a mí no.

—¡Zambomba!, como diría Frankie, ¡qué vejete tan celoso!

Y dicho esto, Brigitte besó a Pitzer en ambas mejillas.

—A mí sólo me ha besado una vez —frunció el ceño Simón.

—Me parece que sería el cuento de nunca acabar —rió de nuevo Brigitte, deliciosamente—. Así que vamos a la clínica. Tengo curiosidad por saber qué es eso de que se están metiendo con nuestro Ejército.