Capítulo V

Y a juzgar por el segundo servicio que prestó en la Sala de Guerra, parecía que así iba a ser, en efecto. El trabajo le iba pareciendo más interesante, pero no era el que ella acostumbraba a realizar.

A las seis de la mañana menos un minuto, llegó el relevo matinal, y Hortense y Elsa se despidieron poco después camino del enorme estacionamiento, subiendo el cuello de sus abrigos para protegerse del frío vientecillo de la madrugada. Por encima de ellas, miles de estrellas en un cielo negro, despejado.

—Entonces, a las dos —dijo Elsa Roark—. Iré a su casa después de almorzar, la ayudaré a terminar de colocarlo todo en su sitio, y volveremos aquí directamente desde su casa.

—Estupendo… Muchas gracias.

La comandante Creviston llegó a su casita a las seis y media de la mañana. Dejó el coche en la avenida, entró en la casa, se desvistió mientras fumaba un cigarrillo, y se acostó. Podía estar despierta tres días completos, si era necesario; pero no lo era.

«Me parece —se dijo— que voy a llamar a míster Cavanagh para decirle que este trabajo no es para mí».

Se acostó, y en pocos segundos quedó dormida.

Despertó en el acto, apenas sonar el timbre de la puerta. Se sentó en la cama, y miró su relojito de pulsera. Las nueve y cuarto. Por la ventana se veía el día claro, soleado. Saltó de la cama, se puso una bata, y fue al pequeño vestíbulo. Miró por la ventana, y, delante de la casa, un poco más arriba que su coche, vio el gran camión de mudanzas. Ladeándose, miró hacia el porche, donde vio a los dos hombres, con gesto impaciente, y el gran cajón dé madera depositado en el suelo; a un lado, la palabra «frágil», y la indicación de que se mantuviese siempre en aquella posición.

Acabó de anudar el cordón de la bata y abrió la puerta.

—¿Qué desean?

—Buenos días, señora… —Uno de los hombres se tocó la gorra del uniforme de la casa de mudanzas con dos dedos—. ¿Es usted la señora Hortense Creviston?

—Sí…

El hombre señaló la libreta de reparto que llevaba en la otra mano, y con ella, luego, el gran cajón.

—Traemos esto para usted.

—¿Quién lo envía?

—¿Quién lo…? —El hombre miró la libreta, frunció el ceño, y miró a Hortense como desconcertado—. Aquí pone el Ejército, señora.

—Ah… Bien, sí. ¿Quieren pasar, por favor?

Entre los dos hombres alzaron la pesada caja, entraron en la casa, y uno de ellos miró interrogante a Hortense.

—¿Dónde lo dejamos?

—Pues no sé… En el living. Vengan por aquí.

—Los precedió hacia el living, pensativa. ¿Qué le enviaba ahora míster Cavanagh en una caja tan…?

Luego, despertó.

Sí, despertó.

¿O no se había dormido? ¿O ni siquiera estaba despierta? ¿Qué ocurría?

Estaba segura de que tenía los ojos abiertos, y, sin embargo, no veía nada. Intentó moverse, y se dio cuenta de que estaba sólidamente atada de pies y manos… También se dio cuenta de que estaba amordazada; no podía abrir la boca.

¿Qué había ocurrido?

Rápidamente, lo comprendió: la habían dormido aquellos dos hombres, posiblemente con algún gas de efectos tan fulminantes como el que ella solía utilizar. Sí… Eso había ocurrido. Y ahora estaba atada y amordazada dentro de la caja de madera… Eso tenía que ser. Es decir, que se la iban a llevar con ellos. ¿Realmente? A los demás, simplemente, los habían dormido durante tres o cuatro minutos y luego les habían pinchado en la nuca. O quizá el pinchazo de algún diminuto dardo era el que introducía algún narcótico de efectos fulminantes… ¿La habían pinchado a ella? Movió la cabeza hacia atrás, buscando un contacto que le hiciese sentir la sensación del pinchazo en el cuello, pero no tuvo tal sensación. Ni le dolía ligeramente la nuca… ¿A ella no la habían pinchado…, y se la llevaban, en cambio? ¿Por qué?

Oyó el rumor de voces de hombre. Luego, la caja se puso en movimiento. Primero, Hortense fue contra una de las paredes, luego contra la otra. Finalmente, se estabilizó. Notaba el desplazamiento en un suave sube y baja… Oyó el motor de un coche. Luego, la caja se movió…, osciló…

¡Bom!, resonó fuertemente, mientras ella salía disparada de cara contra uno de los lados. Rebotó, y volvió a quedar tendida boca arriba, Ya no se movía la caja. Pero a los pocos segundos, el camión comenzó a trepidar. Se iban. Se la llevaban… ¿Adónde? ¿Adónde y por qué se llevaban precisamente a la comandante Creviston?

Unos diez minutos más tarde según sus cálculos, el camión se detuvo. Y al poco, la caja fue movida… La estaban sacando del camión. Volvió a viajar en suave ondulación… ¡Bom!, tiraron de nuevo la caja, sin miramiento alguno. Y a los pocos segundos, todo volvió a trepidar, pero más suavemente.

«Han trasladado la caja desde el camión a otro vehículo… —Comprendió—. Seguramente, una camioneta. Y deben haber dejado abandonado el camión. Quizá era robado…».

El viaje prosiguió durante unos veinte minutos más. El vehículo se detuvo, el motor fue parado. La caja volvió a moverse y volvió a quedar quieta. Y en seguida, oyó el chirriar de clavos al ser arrancados. En la caja entró un rayo de luz difusa, que se agrandó al ser arrancada otra tabla de la tapa. Arrancaron otra tabla, y vio al hombre que estaba manejando la palanqueta de hierro. Por fin, toda la tapa fue arrancada. Vio un techo de vigas, luz de sol que debía entrar por una ventana… El hombre se inclinó, y le arrancó brutalmente la tira de esparadrapo que ceñía sus labios, pero ella contuvo la exclamación de dolor. Se limitó a mirar al hombre, que sonreía.

—¿Ha tenido buen viaje, comandante? —se interesó.

No contestó. Apareció el otro hombre, y entre los dos la sacaron de la caja, dejándola de pie. Le quitaron la cuerda que los sujetaba, pero no la de las manos. Ella miraba alrededor, impávida. Estaban en un garaje, y habían llegado allí, en efecto, en una camioneta pequeña.

La pregunta era: ¿se habían dado cuenta los Simones que la «custodiaban» de que se habían llevado a Baby delante de sus narices?

—Tiene buen temple la comandante… —comentó uno—. Ni siquiera hace preguntas.

Hortense Creviston los miró a ambos, con tal indiferencia que comprendió que se mosqueaban. Y fue justo entonces cuando recordó que no llevaba las lentillas de contacto, ni los aros que deformaban su nariz, ni las almohadillas de espuma que hinchaban ligeramente sus mejillas… Salvo los cabellos convenientemente teñidos, aquellos dos hombres estaban contemplando el auténtico rostro de la agente Baby.

Uno de ellos recogió las zapatillas de dentro de la caja, y las tiró al suelo, ante sus pies.

—Póngase eso y camine: la están esperando.

El otro señaló la pequeña puerta situada a un lado del garaje, fue hacia allá, la abrió, y señaló con el pulgar. Aparecieron en una cocina, recorrieron un corto pasillo, llegaron a un vestíbulo, y de allí pasaron a una salita.

—La comandante Creviston —anunció uno de los hombres.

Había tres hombres en la salita, y, a primera vista, el más llamativo era el que estaba en una silla de ruedas, con una manta sobre las piernas, mirándola con suma atención. Debía tener unos sesenta años, sus cabellos eran completamente blancos, contrastando con sus ojos negrísimos. Sus facciones eran correctas, nobles, firmes los rasgos.

Sentado en un sillón, muy cerca del anciano, había otro hombre, también bastante notable por su bello aspecto y su sardónica sonrisa. Éste tendría unos cuarenta años, y no parecía muy alto, pero sus hombros eran anchísimos, su cuello fuerte, y la línea de su boca era de una dureza impresionante.

Y, sin embargo, el más impresionante de los tres, el más interesante, era el de menor corpulencia, el que físicamente resultaba menos llamativo. Quizá tendría irnos cincuenta años, era muy delgado, hombros caídos, facciones inertes y muy pálido… Su vulgaridad, su insignificancia, habrían sido totales de no ser por los ojos. Eran de una negrura increíble, grandes, y miraban con una fijeza tal que parecían de cristal. Dos bolas de negro cristal dentro de las cuales parecía arder un fuego negro y rojo capaz de abrasar a la persona u objeto mirados…

—Por eso le llamamos Ojos, simplemente —dijo el hombre de la sardónica sonrisa, adivinando la impresión que el otro estaba causando en Hortense—. Yo soy Libertad. Y él —señaló al anciano— es Norberto Aguirre. ¿Lo conoce usted?

La memoria fotográfica de la mejor espía del mundo se había disparado ya, como una computadora, al oír aquel nombre. Y en esa memoria apareció la fotografía de aquel hombre, pero más joven. Exactamente ocho años más joven, cuando sus cabellos eran grises, su rostro más vivaz y enérgico, su mirada más ardiente… Norberto Aguirre, el gran líder de los cubanos exiliados en Estados Unidos y que tantos intentos habían hecho para regresar a Cuba y eliminar a Fidel Castro y su régimen sovietizado. Norberto Aguirre, el gran patriota cubano…, que, según los informes recibidos hacía años por la CIA, había muerto…

—No… —dijo la comandante—. No le conozco.

—¿Y a mí? ¿Y a Ojos?

—No. A ninguno. Todo esto me hace pensar que ustedes están sufriendo una equivocación, señor… Libertad.

—Ninguna equivocación, a menos que usted no sea la comandante Creviston. ¿Lo es?

—Sí. Pero no comprendo qué desean de mí.

—¿Ni siquiera pregunta qué le pasó? ¿No quiere saber cómo se quedó dormida de repente? ¿No siente interés por ello?

—Bueno…

—Lo que ocurre, comandante, es que usted ya sabe algo de todo esto… ¿Verdad?

—¿De qué?

—Si no estamos mal informados, es usted amiga personal del general Rumsey. ¿Cierto?

—Sí.

—En ese caso, realmente, es usted la persona que nos interesa, comandante. Queremos información… Y, por favor —añadió rápidamente—, no nos diga que no sabe de qué le estoy hablando. Tenemos la muy fundada sospecha de que usted ha sido elegida expresamente por el general Rumsey para ocupar un puesto en la Sala de Guerra por motivos que él debe considerar muy convenientes. Siendo amiga personal suya, la eligió, y debió confiarle lo que estaba ocurriendo. ¿No es así?

Hortense se pasó la lengua por los labios.

—Sí.

—O sea, que usted está al corriente de todo eso de los desvanecimientos de algunos de sus compañeros de armas, y ese… pinchazo que presentan luego en la nuca… No —rió—, no se moleste en mover su nuca: usted no lo tiene… todavía. Con usted solamente hemos empleado el gas, para dormirla. Lo de la inyección vendrá más tarde, si procede.

—¿Qué inyección?

—Dejaremos eso para más tarde. Ahora, como le hemos dicho, queremos que sea usted quien nos informe a nosotros. ¿Qué medidas ha tomado el general Rumsey respecto a lo que está sucediendo? Eso es exactamente lo que queremos saber…, si es que ha tomado alguna medida, claro. La verdad es que parece que no esté sucediendo nada… Los hombres afectados por ese desvanecimiento son retirados, se les sustituye, y todo sigue adelante, normal. Eso es lo que parece, pero nosotros tememos alguna… jugada genial del general Rumsey que pueda perjudicarnos. ¿Existe esa jugada?

—Perdone, pero… no le entiendo muy bien. Y otra cosa: ¿ustedes tienen algo que ver con todo eso?

—Naturalmente.

Hortense parpadeó, confusa.

—¿Y qué pretenden ustedes haciendo que algunos hombres sean retirados de su servicio en la Sala de Guerra?

—No pretendemos tal cosa. La verdad es que hemos tenido unos fallos… científicos, que me parece han sido subsanados.

—No comprendo nada.

—Comandante Creviston, usted ha sido traída aquí sólo para que conteste a mis preguntas. Dígame: ¿ha tomado el general algunas medidas al respecto?

—No lo sé.

—Por favor, recapacite. Yo necesito saber eso, para seguir con mis planes o dejarlos. ¿Ha tomado medidas especiales el general, sí o no?

—No lo sé.

Libertad hizo un gesto hacia detrás de Hortense, y, en el acto, ésta recibió un tremendo puñetazo en el centro de la espalda, que la tiró de bruces al suelo. Fue puesta en pie por los dos sujetos del camión, y recibió otro golpe, ahora en pleno estómago, que la dejó sin sentido, colgando del que la sujetaba por detrás… que la soltó, dejándola caer, como muerta.

Norberto Aguirre miró a Libertad.

—¿Es necesario esto? —musitó.

—Lo siento, señor Aguirre, pero sí. ¿Qué importa que esta mujer reciba unos cuantos golpes a cambio de saber si podemos seguir adelante o no con nuestro magnífico plan? Reanimadla, Jaime.

—Ve a por agua, Luis —dijo Jaime.

El otro salió de la salita, regresó con una jarra llena de agua, y la vació sobre la desvanecida Hortense, que se agitó, murmurando algo, abrió los ojos, y se quedó mirando el techo durante unos segundos, la mente en blanco… De pronto, sus ojos se dilataron, movió la cabeza…, y su mirada pareció chocar con la de Libertad, que sonrió secamente.

—Nos está obligando a ser toscos y brutales, comandante. Y para nada, porque usted acabará contestando a todas mis preguntas, se lo aseguro. ¿Ha tomado el general Rumsey algunas medidas interesantes sobre este asunto?

Hortense asintió con la cabeza, desviando la mirada. Estaba muy pálida, demudado el rostro, en el que sentía un frío intenso…

—¿Qué medidas?

—Está… está haciendo vigilar a todos los que trabajan en la Sala de Guerra, por si… por si le ocurriese lo mismo a otro oficial.

—¿Todos los que trabajan en la Sala de Guerra están vigilados?

—Protegidos, es lo exacto. Sí, todos… Bueno, todos los del grupo de noche, ya que solamente a ese personal le… le está ocurriendo eso… de los desvanecimientos y…

—¿Quiere decir que a los componentes de los otros grupos no los están protegiendo?

—No.

—Vaya… ¡Magnífico! Bien, en realidad esto nos contraría Un poco, pero tendremos que arreglarnos así, ahora que hemos subsanado el fallo científico. Tendremos que utilizar a un oficial de la Sala de Guerra, sea como fuere.

—¿Utilizarlo… en qué?

—Queremos utilizar el famoso Teléfono Rojo para enviar un mensaje a Moscú —sonrió Norberto. Aguirre.

La comandante Creviston quedó estupefacta.

—¿Están locos? —Exclamó en seguida—. ¡Jamás podrán utilizar los teletipos de la Sala de Guerra!

—Sí podremos, ahora que se ha solucionado el fallo científico —dijo Libertad—. Y puesto que parece que aún podemos intentarlo, lo haremos esta misma noche…

—¿De qué habla? ¡No me diga que tiene la esperanza de sobornar a uno de los oficiales de la Sala de Guerra!

—No, no… —Frunció el ceño Libertad—. Respecto a eso, tenemos la seguridad de que jamás lo conseguiríamos. Pero tenemos nuestros medios, comandante Creviston.

—¿Qué medios?

—Control mental.

—¡No! —Palideció Hortense.

—¿No me cree? —sonrió de nuevo Libertad.

Se sintió tan aterrada de pronto que sólo acertó a mover negativamente la cabeza.

—¿No? —Alzó las cejas Libertad—. Pues quizá llegue a enterarse de que ha estado muy equivocada, comandante Creviston. Hasta ahora, parece ser que la droga ha sido la causante de cuatro fallos, pero Sabio asegura que ya está solucionado el problema. Está trabajando en el laboratorio. Mejor dicho, creo que lo está recogiendo todo. Venga, va a conocer a Sabio, comandante. Ojos, tú quédate aquí, y te avisaremos del momento en que debes hacer tu trabajo.

—Está bien —susurró Ojos.

Hortense fue llevada a un cuarto interior de la casa donde, en efecto, un hombre estaba empaquetando utensilios de laboratorio, en cajas llenas de paja. No podía estar más claro que estaban desmontando un laboratorio, para ser trasladado.

—Terminaré pronto —dijo aquel hombre—. Siento todo esto, Libertad. Sé que fue una gran molestia tener que instalar aquí un laboratorio, pero había que terminar el trabajo. Maldita sea, estaba seguro de que todo estaba bien, pero la droga no estaba completa. Faltaba…

—Está bien, Sabio, ya no tiene remedio. Ella es la comandante Creviston: no cree que podamos… controlar una mente a distancia.

—Ah… —Sabio sonrió—. ¿No lo cree? Bueno, bueno…

—He pensado que podríamos hacerle una demostración.

Sabio se quedó mirando con sarcasmo a Hortense. Era un hombre menudo, calvo, con lentes de gruesos cristales, de rostro sonrosado… Su edad no debía ser inferior a los sesenta años.

—No vale la pena molestarse, Libertad —movió la reluciente cabeza.

—Yo creo que sí —sonrió Libertad—. Quiero decir que podrías hacerle una demostración a la comandante Creviston, y, al mismo tiempo, asegurarnos nosotros de que esta vez no habrá fallos científicos.

—¡Oh…! Sí, eso está mejor, sí… ¡De acuerdo, lo vamos a probar! ¿Está Ojos cerca?

—Sí.

—Bueno —rió Sabio—, mientras no esté más lejos de cinco kilómetros, estoy seguro de que puede lograrlo, ahora. Oye, Jaime, tendrías que traerme otra caja para estas cosas…

—Hay una en el garaje —asintió Jaime—. ¿La traigo ahora?

—Sí, sí. Mientras tanto, prepararé una dosis… ¿Te gustaría probar los efectos?

Jaime sonrió anchamente.

—Depende de lo que Ojos me obligase a hacer, la verdad.

—Ya buscaremos algo divertido… y convincente. Ve a buscar esa caja.

Jaime salió, y Libertad miró a Hortense, que a su vez miraba a Sabio, que estaba sacando un estuche de una de las cajas. Lo colocó sobre uno de los tableros ya vacíos, y sacó una jeringuilla de delgadísima aguja, y un frasco de cristal muy pequeño, que contenía un líquido que parecía agua.

—Es de mi invención —rió Sabio—. ¡Algo totalmente nuevo, se lo aseguro! ¿Y si lo probásemos con ella en lugar de con Jaime, Libertad?

—Mmm… No. No, no. Jaime siempre ha sido muy terco… No le será fácil a Ojos dominarlo. Y yo quiero estar seguro esta vez, Sabio.

—Ya te convencerás…

Con la delgadísima aguja, pinchó la tapa del frasco de cristal, y absorbió un poco de líquido. Poquísimo.

Libertad miraba a la muy atenta comandante Creviston.

—Para inyectarle esta droga a sus compañeros de la Sala de Guerra, tuvimos que dormirlos antes, disparándoles unas cápsulas de gas, también invención de Sabio. Uno no se da cuenta de nada en cuanto ese gas queda liberado cerca de él; se duerme, y eso es todo. Oh, pero usted ya sabe eso, ¿verdad?

—Sí.

—Bien. Una vez dormido el sujeto, se le inyecta la droga, que no produce trastorno físico alguno, ni deja molestias o posos en la sangre. En realidad, es como si el sujeto no hubiese sufrido inoculación de ninguna clase… Pero su cerebro queda…

—Debilitado —rió Sabio.

—Bueno, digámoslo así —rió también Libertad—. Queda tan debilitado que Ojos puede controlarlo a distancia, y ordenarle todo lo que quiera, en cualquier momento. Así se procedió con esos oficiales que ahora están siendo examinados en una clínica. Pero…, al parecer, la droga no estaba completa, y, a pesar de los esfuerzos hipnóticos de Ojos, no pudo conseguir nada. Ahora, Sabio asegura que la droga está terminada, así que lo comprobaremos.

—Y si da resultado, la inyectarán a algún oficial de la Sala de Guerra y le obligarán a enviar determinado mensaje a Moscú por medio de los teletipos del Teléfono Rojo.

—Sí.

—¿Qué mensaje?

—Una declaración de guerra.

Brigitte Montfort, alias Baby, alias comandante Hortense Creviston, quedó blanca como la leche. Abrió la boca, pero no pudo pronunciar ni una sola palabra… Afuera se oía el arrastrar de la caja que traía Jaime. Y en el laboratorio, Libertad, Sabio y Luis miraban fijamente a Baby, que por fin pudo tragar saliva y balbucear:

—Pe… pero, eso es… es una monstruosidad, y… y… ¡Los rusos no lo creerán!

—Oh, sí. Lo creerán, se lo aseguro.

—No… No, no, no… ¡¡No lo creerán!! ¡¡NO!!

—Ya lo veremos —sonrió fríamente Libertad.

—Pe… pero… ¿para qué? ¿Qué pretenden, por qué quieren que Estados Unidos declare la guerra a Rusia…?

—Aquí fuera está la caja —apareció Jaime, enfurruñado, mirando a Luis—. Maldito seas, ya podrías haber venido a ayudarme, ¿no te parece?

—Ayúdale y terminemos —masculló Libertad—. Tenemos que marcharnos pronto, nos están esperando en Calígula. Jaime, ¿te vas a dejar inyectar, o no?

—No sé… Bueno, está bien —encogió los hombros Jaime.

—Voy a decírselo a Ojos, para que se concentre en ti. Sabio, inyéctale ya.

Sabio esperó a que entre Jaime y Luis entrasen la caja. Luego, con hábil gesto, pincho la delgada aguja en la nuca de Jaime, un poco de abajo arriba, introduciéndola quizá un centímetro, y apretó el émbolo, tranquilamente.

—¿Has notado algo? —preguntó.

—Hombre, claro… Pero, ¡bah!, no es nada…

Libertad regresó, y miró a Sabio, que asintió con la cabeza, mostrando la jeringuilla, ya vacía.

—Ojos empezará dentro de un minuto —murmuró Libertad.

Hortense miraba de uno a otro, tensa. ¿Sería posible…? ¿Daría resultado? Porque si daba resultado tenía que escapar de allí inmediatamente, fuese como fuera. Y tenía que matar a Sabio, destruir aquella droga, matar a Ojos… ¡A todos! Disimuladamente, tensó los brazos, para comprobar la potencia de las cuerdas. Pero los nudos estaban bien hechos, fuertemente apretados… Podía intentar vencer a aquellos hombres utilizando como armas sólo las piernas, pero debían tener pistolas… No podría conseguirlo.

Estaba ya notando en su frente las gotitas del sudor de la angustia cuando, de pronto, observó una crispación en la boca de Jaime.

—No… —dijo Jaime—. No, no…

Todos le miraban fijamente. Jaime movió la cabeza, negando de nuevo.

—No… ¡No!

Sus ojos estaban muy abiertos. Desorbitados. La crispación en la boca se repitió, todo su cuerpo se tensó… De pronto, se relajó. Su rostro quedó normal, la respiración se regularizó. Parecía tranquilo, normal.

Metió la mano derecha en un bolsillo del pantalón, y sacó una navaja de resorte. Apretó el botoncito, y la hoja salió, con un chasquido. Jaime alzó la navaja, la miró; la estuvo contemplando unos segundos.

Inesperadamente, la giró, apuntando hacia su pecho, y la hundió allí, con seco golpe. ¡Choc!, se oyó al golpear la navaja en su carne. Inmediatamente, el rojo líquido apareció bajo la mano de Jaime, que bajó la cabeza, la miró, y sus ojos volvieron a abrirse mucho…, mientras caía al suelo, donde quedó de bruces, inmóvil.

—Era demasiado terco, en efecto —dijo fríamente Libertad—. Ya estaba harto de él.

—¿Esto es lo que le has dicho a Ojos que ordenase mentalmente a Jaime? —preguntó Sabio.

—Desde luego. Y, como puede ver, comandante —Libertad la miró con más sarcasmo que nunca—, si Ojos puede ordenar a un hombre que se mate, no tendrá la menor dificultad en… ¡Eeeehhh…!

El rodillazo de la agente Baby le alcanzó en el bajo vientre, empujándole contra Sabio, que lanzó un chillido y se apartó, tan torpemente, con tanta precipitación, que cayó sentado al suelo, sin dejar de chillar.

Mientras tanto, la comandante Creviston recuperaba rápidamente el equilibrio, dispuesta a volverse hacia Luis…

—¡Cloc!, sonó su cabeza, mucho menos dura que la pistola con que la golpeó Luis, por detrás.