El sapo guardiero

Éstos eran los mellizos que andaban solos por el mundo: eran del tamaño de un grano de alpiste.

Éste era el bosque negro de la bruja mala, que hacía inerte el aire; y éste era el sapo que guardaba el bosque y su secreto.

Andando, andando por la vida inmensa, los mellizos, hijos de nadie.

Un día, un senderito avieso les salió al encuentro y, con engaños, los condujo al bosque. Cuando quisieron volver, el trillo había huido y ya estaban perdidos en una negrura interminable, sin brecha de luz.

Avanzaban a tientas —sin saber a dónde— palpando la oscuridad con manos ciegas, y el bosque cada vez más intrincado, más siniestro —terriblemente mudo—, se sumía en la entraña de la noche sin estrellas.

Lloraron los mellizos y despertó el sapo que dormitaba en su charca de agua muerta, muerta de muchos siglos, sin sospechar la luz.

(Nunca había oído el sapo viejo llorar a un niño.)

Hizo un largo recorrido por el bosque, que no tenía voz —ni música de pájaros ni dulzura de rama— y halló a los mellizos, que temblaban como el canto del grillo en la yerba. (Nunca, nunca había visto un niño el sapo frío.) Donde los mellizos se le abrazaron sin saber quién era —y él se quedó estático—. Un mellizo dormido en cada brazo. Su pecho tibio, fundido; el sueño de los niños fluyendo por sus venas.

Tángala, tángala, mitángala, tú juran gánga.

Kukuñongo, Diablo Malo, escoba nueva que barre suelo, barre luceros.

¡Cocuyero, dame la vista que yo no veo!

Espanta Sueño, tiembla que tiembla; yo tumbo la Seiba Angulo, los Siete Rayos, la Mama Luisa...

Sarabanda: brinca caballo de Palo; Centella, Rabo de Nube... Viento Malo, ¡llévalo, llévalo!

El bosque se apretaba en puntillas a su espalda, y le espiaba angustiosamente. De las ramas muertas colgaban orejas que oían latir su corazón; millones de ojos invisibles, miradas furtivas, agujereaban la oscuridad compacta. Abría, detrás, su garra el silencio.

Sorprendido, el sapo guardiero dejó a los mellizos tendidos en el suelo.

Duela a quien duela, Sampunga quiere sangre.

Duela a quien duela, Sampunga quiere sangre.

Al otro extremo de la noche, la bruja alargó sus manos de raíces podridas.

Dio el sapo un hondo suspiro y se tragó a los mellizos.

Atravesó el bosque, huyendo como un ladrón; los mellizos, despertando de un rebote, se preguntaban:

Chamatú, chekundale,

Chamatú, chekundale, chapundale

Kuma, kuma tú

¡Tún, tún! ¡Túmbiyaya!

¿Dónde me llevan? ¡Túmbiyaya!

¿Dónde me llevan? ¡Túmbiyaya!

En el vientre de barro.

Polvo de las encrucijadas.

La tierra del cementerio, a la media noche, removida.

Tierra prieta de hormiguero, trabajando afanosamente —sin dolor ni alegría— desde que el mundo es mundo, las Bibijaguas, las sabias trajineras...

Barriga de Mamá Téngue, Mamá Téngue que aprendió labor de misterio en la raíz de la Seiba Abuela; siete días en el seno de la tierra; siete días, Mamá Téngue, aprendiendo labor de silencio, en el fondo del río, rozada de peces. Se bebió la Luna.

Con Araña Peluda y Alacrán, Cabeza de Gallo Podre y Ojo de Lechuza, ojo de noche inmóvil, collar de sangre, la palabra de sombra resplandece.

Espíritu Malo. ¡Espíritu Malo! Boca de negrura, boca de gusanos, chupa vida. ¡Allá Kiriki, allai bosaikombo, allá kiriki!

La vieja de bruces escupía aguardiente, pólvora y pimienta china, en la cazuela bruja.

Trazaba en el suelo flechas de cenizas, serpientes de humo. Hablaban conchas de mar.

«Sampúnga, Sampúnga quiere sangre.»

—Ha pasado la hora —dijo la bruja.

El sapo no contestó.

—Dame lo que es mío —volvió a decir la bruja.

El sapo abrió apenas la boca y manó un hilo verde, viscoso.

La bruja tuvo un acceso de risa, una tempestad de hojas secas.

Llenó un saco de piedras. Las piedras se trocaron peñascos; el saco se hizo grande como una montaña...

—Llévame este fardo lejos, a ninguna parte.

El sapo, con sus brazos blandos, levantó la montaña y se la echó a cuestas sin esfuerzo.

El sapo avanzaba brincando por la oscuridad sin límites. (La bruja lo seguía por un espejo roto.)

Chamatú, chekundale

Chamatú, chekundale

Kúma, kumatú

Tún, tún, tumbiyaya. ¿Dónde me llevan?

¡Tumbiyaya!

¿Dónde me llevan? ¡Tumbiyaya!

Ahora el sapo, su pecho tibio, alegremente cantaba a cada tranco:

San Juan de Paúl

De un solo tranco,

San Juan de Paúl

Así yo trago.

Allá lejos ¿dónde? —pero ni cerca ni lejos— el sapo hizo salir a los mellizos de su vientre.

De nuevo encerrados en la noche desconocida —despiertos— volvieron a llorar amargamente.

La carota grotesca del sapo expresó una ternura inefable; dijo la palabra incorruptible, olvidada, perdida, más vieja que la tristeza del mundo, y la palabra se hizo luz de amanecer. A través de sus lágrimas, los mellizos vieron retroceder el bosque, deshacerse en lentos girones de vaguedad, borrarse en el horizonte pálido; y a poco fue el día nuevo, el olor claro de la mañana.

Estaban a las puertas de un pueblo, a pleno sol, y se fueron cantando y riendo por el camino blanco.

—¡Traidor! —gritó la bruja retorciéndose de odio; y el sapo, traspasado de suavidad, soñaba en su charca de fango con el agua más pura...

La bruja iba a matarlo; pero ya él estaba dormido, muerto dulcemente, en aquella agua clara, infinita. Quieta de eternidad...

Cuentos negros de Cuba
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