Apopoito Miamá

Era una mulata de ojos claros que tenía el pelo lacio; sandunguera —más retrechera que Oyá—,16 sonsacadora de maridos y siempre soltera. Enamoraba a los hombres, y los hombres por ella abandonaban a sus mujeres.

Éste fue su placer y en ello cifraba orgullo.

Las casadas, que por usadas y feas no podían competir —ni ilusionar—, la temían más que al Diablo y a la Viruela. La maldecían.

Y llegó una vez al pueblo donde ella vivía, un matrimonio de afuera, que parecía dichoso. Se instaló a dos puertas de su casa, casi frente por frente en la calle de la Cruz Verde, en el número 7, donde había un farol.

Juana Pedroso, negra achinada, carigorda —recibidora—, muy encomadrada y muy diligente, no tardó en ponerse mantilla y hacerle a la mujer visita de cortesía.

—Juana Pedroso, para servir a Dios y a usted, y que viene a ofrecerle su casa, pobre pero honrada; bajando, la tercera a mano derecha: la de la cotorra que grita «Viva el Presidente!» —y a renglón seguido, creyó de su deber endilgarle a la vecina:

—¡Ay, niña! En mala hora se le ocurrió venir a este pueblo con ese negro tan lindo que se ha traído, y que Dios se lo conserve por muchos años con agrado. ¿No sabe que a la otra puerta vive la mujer que solivianta a los hombres? Le digo, vecina, la mulata de ojos verdes que no se quita del postigo y siempre le está comprando al chino jabones y sederías... ¡Es muy parejera! Ya estará ella en remojo, afilándose los dientes y gandisiosa de su marido. ¡Cuidado, vecina, tiene jiribilla!... No sea cosa que después diga que por qué yo no se lo dije... O que a mí se me quede en la conciencia clavado como una espina. Ahora mismo me lavo las manos. Esa individua separa cuanto matrimonio se tropieza en su camino, y no hay negro ni blanco a quien no revire. ¡Ay, mi alma!, si no fuera porque da la casualidad, que por ahora yo no tengo marido, no estaría en este momento abanicándome tan a gusto en su portal, sino muy lejos de sus alrededores, que con mi oficio donde quiera me ganaría la vida. ¡Y el que no guarda lo suyo y lo amarra corto...!

«Pregunte, pregunte por Juana Pedroso, la comadrona, que no dice mentira, ni le gustan habladurías, ni cuando las cosas no van bien en el vecindario, va ella a casa de nadie con “ñe-ñe-ñe”, no sea que una mala lengua, que nunca falta, aventure que fue ella quien llevó “algo”. No la duerma con cuentos esa mulata cachorra y pindonguera... A tiempo se lo advierto, vecina. Que cuando venga (porque es muy entrometida), “¿vecina, tiene un poco de aceite, que el mío se acabó?”, “vecina, ¿me presta una cebollita?”, le dé con la puerta en las narices, porque es otra cosa lo que anda buscando la muy atrevida...

Cerró ruidosamente Juana Pedroso su pericón de visiteo y se puso en pie.

—Con esto se retira una servidora... Si no tengo que brindarle más que pobreza, Orula17 es pobre y todos le quieren, y yo de la consideración en que me tienen vivo agradecida, me sobra, hijita, un corazón, ¡un corazón, por mis santos se lo juro!, que no me cabe en el pecho, para darle un buen consejo...

—Mi negro y yo —dijo la vecina sin inmutarse, después de oír con atención a Juana Pedroso, a quien encontró muy fina, aunque un tanto redicha— estamos casados, sacramentados a estilo de blancos. Nos casó con cura la Señora nuestra ama, allá en la capital. Y... ¡con sacramento no se juega! Si se le falta, se sufre para morir, y en el hoyo, aunque sea debajo de una cruz, se morderá la tierra. Con que si la mulata se me lleva a José María... Mire, no le arrancaré el moño, ni armaré escándalo; ¡pero juro que la haré andar hasta que encuentre a Apopoito Miamá!...

Entonces Juana Pedroso, cumpliendo su deber, fue allí a contarle a la mulata todo lo que la recién llegada le había dicho.

Ella entornó los ojos, se contoneó y se echó a reír.

—¡Pues ande a decirle, Juana Pedroso, que su marido ya es mío, con sacramento y todo!

Y no pasaron muchos días sin que el hombre la viera —que parecía de ámbar— en su ventana; sin que se la tropezara en la calle, con su pañuelo de burato rojo, y tanto tronío para moverse, y haciendo tanta música con las chancletas, y lo dejara envuelto y turbado en un olor de canela y jazmín —que aquella mulata olía mejor que un cafetal—, sin que se hablaran en la bodega, donde la mulata lo enamorara y lo embaucara. No hay peor brujería que la de los ojos lindos. Así lo prendió mirándole muy hondo la mulata... Y el negro se puso triste. No iba al trabajo, no dormía, no comía. Ni fumaba su tabaco. Emperrado, pensando y pensando siempre en la vecina. Y ya no quiso más que a ella y su sabrosura.

La mulata, triunfante al fin, se lo metió en su casa, y con ella lo tuvo encerrado una semana.

Decía Juana Pedroso, muy sofocada, corriendo de puerta en puerta, como una cucaracha loca:

—¡Mi boca es un templo! ¡Un templo! ¿Yo no se lo dije a la otra, que al cheche se lo llevaba?

Y aquel hombre era de buena condición... Cuando a la mulata se le pasó el capricho y lo echó de su lado, su mujer ya no estaba en el pueblo.

Dicen que él de allí se fue a un ingenio y en el trapiche perdió los brazos.

Pasó un año...

Ya no lucía la mulata; ya no le compra al chino perfumerías, ni se pone a la ventana, ni daba en su casa el sol.

Se acabaron las medias de seda, los pañuelos de precio y las rumbantelas.

Quien la viera no la conociera. Se le cayó el pelo —su vanagloria—, porque era lacio y la cubría hasta las corvas y brillaba igual que azabache; como el pelo de la Virgen de Regla, que hizo para el Cabildo Juan Kilate, con pelo de blanca, hija de blanca.

Perdió los dientes.

La juventud se le fue de los ojos y el baile de los pies. Todo lo bonito en su cuerpo se había muerto. Seca, flaca como bejuco de Altibisí.

—Está lazarina —rumoreaba la gente.

—Dicen que no la remedia ni el agua de san Pedro, que le dio el congo de Barrio Azul; y eso que todo lo cura el agua de los santos.

Aseguraban las vecinas que ahora podían ser compasivas, añadiendo:

—Castigo de Dios... por puta y jactanciosa de sus carnes, así está podrida.

Con ella se iban también muriendo en su patio los helechos, las albahacas y las maravillas; la enredadera de coralillos que subía hasta el alero y la higuera retorcida que daba de almíbar los higos.

No cantaba el canario... ¡Qué tristeza decían las gotas del tinajero!

Todo lo que a su lado había vivido con alegría, vivía sin vida, empañado, sumiéndose en desgracia.

¡El espejo de luna que para mirarse entera le regaló aquel gallego rumboso de Ribadeo —el almacenista dueño de Las Cuatro Brisas, cuando la dejó para irse a España, a curarse del pecho con vino rojo—, se hizo como una agua turbia, jabonosa, una neblina donde se formaba y se deshacía la cara de una vieja en muecas horribles!

Cuando el sol caía a plano, en la calle de la Cruz Verde, relumbraban como si fueran a estallar de luz, los cristales del farol, y los muros encalados cegaban de blancura, las paredes de su casa quedaban en sombra... La casa, a todas horas, se hundía en una penumbra de atardecer cansados, que encogía el corazón. De ella nunca salía la noche, como si hubiera agonizante o tendido. Ni un ruido ni una voz que se mezclara a las otras voces del vecindario.

Era la casa de la Mala Sombra —de la muerte viva—, de la ventana cerrada.

No se supo cuándo se fue la mulata del pueblo, ni nadie se acordaba de ella.

Andaba arrastrándose por los caminos del mundo; años, siglos, penando por los caminos solos.

Los árboles todos le negaron su sombra, huían de ella... El suelo se erizaba de púas, le mordía la planta de los pies. No hubo yerba ni blandura que no se le convirtiera en piedra. Frescura que no se tornara polvo. El sol se ensañó en sus espaldas, ulcerándolas, y la lluvia se hizo helada y afilada para penetrar en sus huesos y dolerle más agudo. Padeciendo hambre, sin poder comer; muriéndose de sed, viendo correr agua, sin poder beber.

Cubierta de lacras, roído y recorrido el cuerpo de gusanos, camina y camina y camina noche y día, buscando a Apopoito Miamá.

Apopoito Miamá

Apopoito Miamá

Apopoito Miamá

Apopoito Miamá

Y yo hiciere, a mí justiciere.

      ¡Con qué Mambelle, Mambelle, oh!

Las bocas de los pozos hondos, no más le contestaron:

—¡Sigue, sigue tu camino!

Y los caminos no tenían fin.

Apopoito Miamá

Apopoito Miamá

Apopoito Miamá

Apopoito Miamá

Y yo hiciere, a mí justiciere.

¡Con qué Mambelle, Mambelle, oh!

Nadie la quiso enterrar, porque vieron que no estaba bien muerta cuando la tierra se negó a envolverla.

Era lunes de encenderles velas a las Ánimas y de ponerles comida. «Maíz finado.» Pasadas las doce todos los perros de aquella noche le ladraron a la luna manchada de lepra.

Algunos viejos y las santeras vieron un fantasma que atravesaba la sábana... El aire que pasaba, quejándose y perseguido. Pero nadie tuvo el valor de oír lo que la luna pugnaba por decir, como en secreto.

—¡Endumba picanana!18 —clamó la vieja voz que vive en el fondo de los pozos y se extiende por el silencio como una culebra de tiniebla.

La cabeza inerme de Apopoito Miamá descansaba en mitad de la llanura sobre un fúnebre cojín de terciopelo negro, bordado con gruesos hilos de plata. La cabeza gigantesca y lívida de Mambelle.

Apopoito Miamá

Apopoito Miamá

Apopoito Miamá

Apopoito Miamá

Y yo hiciere, a mí justiciere.

¡Con qué Mambelle, Mambelle, oh!

—¡Acércate! —le dijo a la mulata Apopoito Miamá, la cual juntando las manos y temblando avanzó penosamente.

Entonces Mambelle levantó los párpados espesos, verdes, —de cera—, que le pesaban mucho y no vio más que el cielo: no sabía mirar de soslayo y los ojos se le quedaron inmensamente abiertos; dos charcas ciegas de luna...

—Sube a mi cabeza —dijo Mambelle—. Y la mulata obedeció, trepando como pudo, por las sogas gruesas que eran los cabellos de Apopoito Miamá.

¡Yo hiciere, a mí justiciere!

—Ven al medio de mi frente. Acércate a mi oreja, que te oiga bien.

La mulata no podía hablar: Mambelle no escuchaba más que el crujir de su miedo.

—¡Acércate a mi nariz, que te huela bien!

Y la «Endumba picanana» tuvo vergüenza...

—¡Acércate más, más!

Mambelle abrió la boca. La noche eterna de bajo tierra, su fosa cavada... La mulata gritó:

—¡Morir no, morir, nunca!

Y la oyó un Cangrejo. El Cangrejo que todo lo había presenciado y en quien Mambelle, imposibilitado de mover la cabeza, no había reparado... Tirándole con una tenaza, de un girón de la bata, la hizo vacilar y caer: la mulata en vez de hundirse en la boca de Mambelle, en la nada, rodó al suelo y se salvó.

Mambelle escupió de rabia. La saliva le cayó al Cangrejo en la cabeza; desde entonces no tiene cabeza y anda hacia atrás, por precaución, y lleva en el carapacho estampada una imagen que es la cara de Mambelle, de Apopoito Miamá.

Inmortal y sabio es el cangrejo; untó de sal y sol las bubas de la mulata y le volvió la alegría, la juventud y la gracia.

Eterna Endumba Picanana...

Cuentos negros de Cuba
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