Tatabisako
Las mujeres se iban desde muy temprano a laborar la tierra. Sembraban maní, ajonjolí, arroz, yuca y ñame y qimbombó. Los hombres a la selva, a cazar.
Esta mujer labraba ella sola su campo en una margen de la laguna. Tenía un hijo de pocos meses que se llevaba atado a la espalda, como un fardo. En llegando a su campo se deshacía de él prontamente y se ponía a guatequear. El matojo se quedaba sin sombra, el sol empezaba a caerle a borbotones, en plena cara, al negrito; lo invadía todo abrasando. Lo picaban los mosquitos, las hormigas. Las moscas se le metían en la boca; se levantaba el viento y le llenaba los ojos del polvo ardiendo. Lloraba todo el día. La madre nunca interrumpía su faena. No lo oía. El Amo Agua de la Laguna tuvo compasión del hijo de aquella mujer.
Una mañana le llamó desde la orilla. Era muy viejo, el pecho de lodo negro, verdoso; sus barbas se extendían por toda la superficie del agua.
—Moana —le dijo—, dame tu hijo. Soy Tatabisako, el Padre de la Laguna. Dámelo, lo cuidará Tatabisako mientras trabajas. Cuando termines, llámame y subiré con él.
La mujer le entregó el niño.
—Tatabisako, Tatabisako, Tatabisako, toma hijo.
No sabía hablar: no supo darle las gracias, como era debido.
Desde aquel día, en cuanto llegaba a su campo, al amanecer, se asomaba al borde de la laguna —que dormía todavía— y llamaba a Tatabisako.
El viejo Padre Agua contestaba desde el fondo:
Tatabisako, Tatabisako, Tatabisako,
Tatabisako, Tatabisako, Tatabisako,
Tuá dila Moana a mé
Kuenda y brikuendé
¡Tatabisako!
Invisible le tomaba de los brazos a la criatura; la mujer no veía nada. Nada más que la transparencia del agua, sin color; las primeras puntadas de los peces más pequeños, que cruzaban sus hilos imperceptibles en la superficie.
Se entregaba ella a su labor. Trabajaba sin descanso hasta ponerse el sol. Entonces Tatabisako, a las voces que le daba, aparecía con el niño. La mujer volvía a colgárselo a la espalda y corría a su choza, sin detenerse a hablar con las mujeres que bajaban en grupos de sus campos.
Preparaba la comida. Llegaba el marido del bosque. Comían, y rendidos de fatiga se echaban luego a dormir pesadamente en sus tarimas.
La mujer seguía guatequeando dormida. El espíritu del hombre se tornaba al bosque... Fantasma en los senderos de la caza, con su arco mágico y su gran cuchillo, perseguía toda la noche los fantasmas alargados de los animales en fuga: cacería vertiginosa, del bosque a la explanada del firmamento.
Cuando la mujer echó en los surcos las simientes, le hizo regalo de un chivo a Tatabisako. Pero hablaba muy mal. No supo ofrendárselo con palabras justas. Le dijo:
—Coma chivo con hijo tó.
Y el viejo se retiró muy ofendido en su corazón.
Así fue que aquella tarde, al acercarse la mujer a la laguna, llamando:
—Tatabisako, Tatabisako, Tatabisako —y así llamó muchas veces, el viejo no acudió.
Aún era la tarde grande y clara, puro el azul. La laguna dejó de reflejar el cielo para ponerse toda color de encerrada tormenta. Y la mujer, muy lejos de comprender el enojo del agua, siguió gritando e impacientándose:
—Tatabisako, Tatabisako, Tatabisako.
Los juncos de la orilla, extrañamente, se retorcieron —silbaron— y se alargaron ondulando, transformados en negras culebras venenosas; las piedras avanzaron solas, enormes cocodrilos con las fauces abiertas. Los Güijes, grises, llorones —hijos de las lluvias inconsolables, de tristeza inmemorial—, mitad de plumas mitad de hilachas de agua de fiebre, le lanzaron señudos sus guijos, por tantas lágrimas afilados. Hirvió la laguna negra, roja de sangre. La voz de Tatabisako retumbó como el trueno:
¡Ungué, wó!
¡Ungué, wó!
Y la noche, torva, maléfica, subió de la laguna. Una noche de fango y de sangre.
La negra se encontró en el camino con las otras mujeres que volvían de sus campos.
El marido de la hermana menor de la Luna —oyó que contaba una de ellas—, le mató su hijo y se la dio a comer.
En cuanto llegó a su choza, le cortó la cabeza a un carnero, lo metió en una cazuela y la puso a cocer al fuego.
A poco apareció su marido, pidiéndole de comer, y ella comenzó a dar alaridos y a revolcarse por el suelo.
El hombre creyó que su mujer sufría de cólicos o que la había mordido en el vientre algún perro rabioso. Fue a acarrerar un poco de agua del pozo, para calmarla. En tanto ella salió a llamar a los vecinos, lamentándose y alborotando por todo el villorrio. Le preguntaban qué había ocurrido, y redoblaba sus ayes y sus lloros, sin que nadie lograra comprender por qué se afligía a tal extremo.
Al fin se sacó en claro que el marido de esta mujer había metido a su hijo en una cazuela y puesto al fuego, asegurándole que no le sucedería ningún mal. Luego el hombre había tapado la cazuela y su hijo había dicho:
¡Ungué, wó!
¡Ungué, wó!
parecido al trueno... y lo que había en la cazuela era una cabeza de carnero: el hombre se iba a comer esta cabeza de carnero, que era la cabeza de su propio hijo...
Al escuchar todo aquello, también el hombre empezó a dar alaridos y a revolcarse como un hechizado por el suelo.
Gritaron las mujeres y se mesaron las greñas con la madre, que se hería la cara y los pechos; jóvenes y viejas se lamentaban en coro, llorando a lágrima viva. Los niños se apretaban contra ellas, espantados, y arreciaba el griterío. Pedían gimiendo que se ajusticiara al asesino de su propia carne, de sus propios huesos. Los hombres, los viejos, hallaron que esto era justo. Pero el jefe tenía a aquel hombre en mucha estima. Era un buen cazador: nunca volvía de la selva con las manos vacías. Sabía atraer a los animales. Comprendía su idioma. Conocía el origen, las trastiendas de cada uno; y el canto que los cautiva de antemano, untado en la flecha. (Y todo esto dicen que se lo enseñó, por miel, el Pájaro Demonio de la Selva.) El jefe, antes de teñir su cuchillo en la sangre de este hombre, quiso consultar a Babá, el Adivino. Éste vivía a poco más de una legua, solitario.
Babá tenía una «prenda» que mandaba al Aire Grande y un cuerno de venado, que mandaba el Aire Chico: Aire Grande le traía intactas todas las palabras que se decían; Aire Chico le contaba todo lo que había visto. De modo que mucho antes de que viniese a buscarle el mensajero, ya él se había puesto en camino y todo lo sabía.
—Este hombre es inocente —fue lo primero que dijo el Adivino.
No había manera de acallar al mujerío, que se había cubierto de cenizas y sentado en redondo y llevándose las manos a la cabeza y a la cintura, balanceaban sus cuerpos a compás del llanto.
Babá ordenó que hicieran silencio, y oyeron como el ruido que hace lejos en la oscuridad una agua caudalosa, al desbordarse.
El Aire Chico va y viene y le dice al Adivino que Tatabisako se hincha y se dispone a inundar la tierra, a arrasar los sembrados; que en su cólera el Viejo Agua no perdonará a ningún hombre, que todos perecerán ahogados, porque subirá hasta las últimas ramas de los árboles más altos. Y el Adivino manda a Aire Grande que contenga las aguas y vaya disuadiendo al viejo de su propósito; escoge doce chivos y doce cabras y se los lleva a todos, hombres, mujeres y niños, a la laguna, y allí hacen un «ebbó»;* y es la media noche.
Babá, desnudo, se pasa por el cuerpo una paloma blanca, se purifica y purifica... Luego, llama tres veces:
Tatabisako, Tatabisako, Tatabisako,
Tatabisako, Tatabisako, Tatabisako;
Tuá dilá Moana a mé
Tatabisako, Moana tuá dila mé
Tatabisako, kuenda y brikuendé
¡Tatabisako!
Echó a flotar una calabaza, que se dirigió al medio de la laguna y allí se detuvo.
¡Ungué, wó!
respondió Tatabisako.
El Adivino metió a los doce chivos en el agua. Nadaron hacia el medio de la laguna y allí se hundieron.
¡Ungué, wó!
volvió a decir Tatabisako.
El Adivino mandó después las doce cabras, que desaparecieron en el mismo punto que los chivos.
Dijo en el fondo Tatabisako:
¡Tatabisako, túa dila Moana mé,
Tatabisako, kuenda y brikuendé
Tatabisako, kuenda y brikuendé
Kuma imbinbo yo, yo!
Ante la tribu sobrecogida y muda, apareció el Viejo, las barbas resplandecientes de plata viva, de peces despiertos; porque al mismo tiempo brilló la luna.
El negrito dormía en el hombro del Padre Agua; dormía acunado en la noche grande, ya serena.
Tatabisako dijo que se daba por desagraviado, que no les haría ningún daño.
Le extendió su hijo a la mujer, que no se atrevió a tomarlo, ni a levantar la cabeza del suelo.
El Cazador se llevó a su hijo. El negrito dormía... Y ella, la mujer, escondiéndose como un animal entre las sombras, como un animal que va a morir, se fue muy lejos —y para siempre—; no se supo nunca adónde.