La carta de libertad
Cuando los animales hablaban, eran buenos amigos entre sí y se entendían con el hombre, ya el perro era esclavo. Ya amaba al hombre sobre todas las cosas.
En aquella época —de horas largas y poca prisa—, el Gato, el Perro y el Ratón eran inseparables. Los mejores compadres de Cuba solían reunirse en el traspatio de una gran casa de la Alameda, en cuyos vidrios de colores, todavía no hace mucho, venían a morir los reflejos del mar. Allí, al pie de un laurel —que el tiempo nuevo asesinó con todos sus pájaros— pasaban charlando la prima noche.
Una vez que el Gato y el Ratón, que tenía gran comercio con los libros, era un erudito, hacían el elogio de la libertad y discutían largamente los derechos de todos los hijos de la tierra, sin exceptuar los del Aire y los del Agua, el Perro se dio cuenta de que él era esclavo y se entristeció... Al día siguiente fue a ver a Olofi:
¡Badá didé odiddena!