CAPÍTULO DIECISIETE

EL ABISMO

17 de junio

En las afueras del Complejo Caraco, Chantilly, Estado de Virginia

Helen Gray estaba tendida sobre el pastizal debajo de las ramas abiertas de un roble gigantesco. Sam Farrell estaba a su lado, estudiando el portón principal del iluminado complejo Caraco a través de los prismáticos que habían tomado del automóvil de McDowell. Estaban a pocos metros del camino y a unos cincuenta de la cerca perimetral que rodeaba la propiedad.

Peter Thorn estaba más atrás, oculto entre los árboles, apuntando una pistola contra la cabeza gacha de McDowell.

Helen permaneció inmóvil cuando el convoy de tres vehículos —dos automóviles y una minivan— pasaron junto a ellos, aminoraron la marcha y tomaron por el sendero de entrada que llevaba al portón.

—¡Aquí están! —dijo Farrell—. Tienen que ser ellos.

Helen asintió. Era lo que habían calculado, con unos minutos de sobra para que Wolf se diera cuenta de que no iban a caer inocentemente en su trampa y varios más para que el jefe de seguridad de Caraco y sus hombres se reagruparan y volvieran al complejo.

Uno después de otro, los guardias uniformados que estaban a cargo del portón revisaron los tres automóviles y luego los dejaron pasar. Todos giraron hacia la izquierda y estacionaron junto a uno de los tres edificios, el que tenía una jungla de antenas de radio y microondas en el techo.

—Vaya, vaya, vaya —masculló Farrell—. Ahí está el mal nacido... sin esos anteojos falsos.

Le pasó los prismáticos a Helen.

—Wolf acaba de bajar del primer automóvil. Es alto, tiene pelo gris y no tiene nada en las manos.

Ella los enfocó y apuntó hacia donde Farrell le había dicho. El rostro furibundo del hombre al que conocían como Wolf apareció ante ella. Apretó los dientes. Conque éste era el villano que había mandado matar a tantas personas, entre las cuales estaba Alexei Koniev. En ese momento, comprendió que si hubiera estado mirando por la mira telescópica de un rifle de alto poder en lugar de un par de prismáticos, habría apretado el gatillo sin vacilar.

Satisfecha en cuanto a que reconocería al alemán cuando volviera a verlo, Helen observó a los otros miembros del grupo. Estaban todos vestidos con colores oscuros y llevaban maletas negras, de las que se utilizan generalmente para transportar armas.

En grupo, el contingente de Caraco entró en el edificio y des-apareció.

Helen bajó los prismáticos, tocó a Farrell en el hombro y luego se deslizó hacia atrás hasta quedar fuera de vista de la calle. El general la siguió más lentamente, haciendo mucho más ruido a pesar de sus esfuerzos. Helen disimuló una sonrisa. Sam Farrell era un amigo querido y un estratega brillante, pero sus tácticas estaban mucho más oxidadas de lo que él admitiría jamás.

Se reunieron con Peter junto al automóvil de McDowell. Después de relatarle lo que habían visto, Farrell hizo la pregunta obvia.

—Bueno, ahora que sabemos que Wolf es uno de los malos de la película ¿qué hacemos? Todavía no tenemos pruebas suficientes como para ir al FBI o a la policía.

—No —concordó Helen de mala gana.

Nada de lo que habían visto era una prueba contundente, al menos no de la clase de prueba que se necesitaría para poder entrar por la puerta principal del Edificio Hoover o tener posibilidades de obtener una orden del juez para allanar el complejo Caraco. Por eso Helen había dicho que debían capturar a Wolf y a sus hombres en el sitio donde planeaban la emboscada, una idea que tanto Farrell como Peter habían rechazado de plano. Los dos habían argumentado que atacar a un número desconocido de hombres armados, sobre terreno elegido por ellos y a oscuras era casi un suicidio. Lo peor era que no tenían certeza de que el jefe de seguridad de Caraco le hubiera dicho a McDowell la ubicación real de la emboscada. En un juego traicionero donde los engaños eran moneda corriente, no se podía confiar en nada hasta tener seguridad absoluta.

—Bien. Necesitamos más pruebas, así que sugiero que demos los pasos necesarios para obtenerlas —dijo Peter.

—¿Tienes un plan, Pete... o solamente intenciones nobles? —preguntó Farrell.

—Un bosquejo, nada más —admitió Peter y se encogió de hombros-Sabemos que hay un sujeto que tiene todas las respuestas que necesitamos. Así que propongo que esperemos a que el señor Wolf salga de su guarida y después nos juntemos con él a conversar.

—¿Estás sugiriendo que lo secuestremos? —preguntó Farrell, muy serio.

—Llamémoslo arrestar a un ciudadano —respondió Thorn, sonriendo. Asintió en dirección a todo el equipo que habían conseguido en el baúl y el asiento trasero del Taunus. —El señor McDowell fue tan amable como para darnos todos los elementos necesarios.

McDowell abrió la boca para protestar, pero la cerró casi de inmediato cuando Peter le acercó la pistola. Ya le habían dicho anteriormente que no abriera la boca a menos que le hicieran una pregunta directa.

Helen no quería parecer aguafiestas, pero no podía pasar por alto la pregunta más obvia.

—¿Qué te hace pensar que Wolf va a salir de allí?

—Estuve pensando en eso —explicó Thorn—. Mira, no creo que él sea el jefe de esta operación. Está demasiado involucrado con los detalles. Alguien más tiene que estar manejando los hilos, mirando todo desde arriba. Como Wolf no pudo atraparnos, tengo el presentimiento de que irá corriendo a pedirle instrucciones al jefe. Y no creo que lo haga por teléfono. Pienso que irá en persona.

—¿A ver a Ibrahim? —aventuró Farrell.

—Creo que sí.

—Es lo suficientemente inteligente y duro como para manejar esto —dijo Farrell en tono pensativo—. Aunque no entiendo por qué se metería con asuntos de contrabando... ¡y de un arma nuclear, encima de todo! Caraco es una corporación multimillonaria, lo que significa que Ibrahim debe tener una fortuna personal de más de doscientos millones.

—Quizá no le alcance con el dinero —dijo Peter—. 0 puede que el dinero no haya sido nunca el verdadero objetivo... sino un medio para lograr un fin. Este fin.

Helen intervino.

—Dejemos el motivo para la oficina del fiscal general, Sam. —Frunció el entrecejo. —Creo que Peter tiene razón. Por lo que nos has contado, Caraco pertenece casi totalmente a Ibrahim. Dudo de que Wolf pueda manejar una operación de esta magnitud sin que él lo sepa o esté de acuerdo.

—Sí, suena lógico. —Farrell se volvió hacia Peter. —Lo que nos deja con un problema. ¿Cómo piensas dividir las tareas para este plan que tienes?

—De la forma más natural —dijo Helen después de una rápida mirada a Peter—. ¿Tienes un teléfono celular, no?

Farrell asintió y se palmeó el bolsillo de la chaqueta.

—Me lo regaló Luisa el año pasado para Navidad. No me gusta nada usarlo, pero ella quiere tenerme bajo control cuando no estoy en casa.

—Bueno, con eso más los prismáticos de McDowell serás el vigía —dijo Peter—. Con tu Beretta y ésta... —agitó la SIGP228 con la que estaba apuntando al pálido McDowell—...Helen y yo no deberíamos tener demasiados problemas para convencer al señor Wolf de que entre en razón.

Al ver que Farrell adoptaba una expresión obstinada, Helen le apoyó una mano sobre el brazo.

—Por favor, Sam. Déjanos hacer esto a Peter y a mí. Esta guerra fue nuestra en un comienzo.

No mencionó la otra razón por la que quería dejar al general allí como vigía. Por más que Peter tratara de dorar la píldora, lo que proponía se asemejaba mucho más a una privación ilegítima de la libertad que a un arresto. Si las cosas no salían bien, quería poner la mayor distancia posible entre el bueno de Sam y las acciones suyas y de Peter.

Farrell se quedó mirando el suelo unos segundos antes de levantar la vista nuevamente hacia ellos.

—Está bien. Me quedaré aquí a vigilar. —Entregó su pistola y asintió en dirección a McDowell. —¿Qué hacemos con este cabrón? ¿Se queda conmigo o va con ustedes?

—Viene con nosotros —respondió Helen casi sin darse cuenta. Fulminó a su ex jefe con una mirada cargada de veneno. —Quiero estar ahí cuando el señor McDowell se encuentre cara a cara con su verdadero empleador.

La palidez de McDowell se intensificó aún más.

18 de junio

En los alrededores de la ruta 50, cerca de Middleburg, Estado de Virginia.

(D menos 3)

Era casi la una de la mañana. A pesar de la hora, Reichardt iba sentado muy tieso en el asiento del pasajero del Chrysler LeBaron perteneciente a Caraco. Contempló el panorama oscuro que pasaba volando sin ver nada, ni las figuras negras de los árboles que se elevaban hacia el cielo estrellado ni los parpadeos ocasionales de luz que indicaban la presencia de casas.

En apariencia, Ibrahim lo había llamado para que se presentara en Middleburg para una reunión donde se debatirían revisiones menores que debían hacerse con respecto a la Operación. En realidad, Reichardt sabía que el príncipe árabe quería ventilar su enojo ante la incapacidad de Reichardt para eliminar a los cuatro norteamericanos como habían convenido. El alemán apretó la mandíbula. El traidor del FBI había revelado sus intenciones de algún modo.

Reichardt hizo una mueca. Había pensado en eliminar a McDowell, pero no había podido prescindir de la información que le daba él para rastrear a Thorn y a Gray. Y ahora todo había salido mal. Tal vez hubiera cometido un error al no deshacerse antes de McDowell.

Johann Brandt, su asistente y guardaespaldas, giró el volante y tomó por la calle angosta que pasaba por la imponente propiedad de Ibrahim Al Saud. El camino ondulante subía y bajaba por las colinas y luego atravesaba un bosque denso y oscuro.

—Nos están siguiendo, señor —dijo Brandt de pronto, después de una rápida mirada por el espejo retrovisor.

Reichardt sintió otra vez el mismo escalofrío por la espalda. En los últimos días, demasiados planes habían salido mal. Comenzaba a perder fe en su astucia y sus poderes de cálculo.

—¿Está seguro? —preguntó con aspereza.

Brandt asintió.

—Es el mismo automóvil. Dejó la carretera enseguida después que nosotros. Y ahora se está acercando.

Reichardt había visto el brillo de las luces por los espejitos laterales, pero no les había prestado atención. Muchos de los ricos ejecutivos y abogados que vivían en la zona tenían fama de trabajar hasta muy tarde.

—¿A qué distancia estamos de la propiedad? —preguntó.

—Siete u ocho kilómetros.

Demasiado lejos. Reichardt giró la cabeza para tratar de tener un atisbo del automóvil que los seguía. Nada. Solamente el brillo de los faros. Entornó los párpados ante la luz cegadora.

Apareció una nueva luz encima del automóvil que los perseguía. Relampagueos rojos y azules cortaron la oscuridad del bosque a cada lado del camino.

—¿La policía? —murmuró Reichardt, más para sí que para Brandt. ¿Por qué? ¿Qué habían hecho mal?

—¿Quiere que los evada? —preguntó Brandt, echado hacia adelante sobre el volante.

Reichardt sacudió la cabeza. Estaban en un camino aislado, lejos del camuflaje útil del ruido, caos y confusión de las calles de la ciudad. Las probabilidades de poder escapar a una persecución policial eran nulas. Además, Ibrahim no le iba a agradecer que llamara tanto la atención cerca de su casa.

Tal vez Brandt había sobrepasado el límite de velocidad o violado alguna arcaica ley de tránsito de ese estado. No tenía importancia.

—Deténgase a un costado, Johann —le indicó—. Jugaremos a los turistas alemanes perdidos, aceptaremos la multa o la advertencia de buen grado y seguiremos nuestro camino.

Obediente como siempre, Brandt frenó con suavidad y detuvo el LeBaron en la angosta banquina. Oprimió luego el botón que bajaba la ventanilla del lado del conductor. El aire fresco de la noche entró empujado por una suave brisa que traía el aroma de pinos y musgo.

El automóvil policial se detuvo detrás de ellos; la luz del techo seguía relampagueando.

—¡Desciendan del automóvil! ¡Primero el conductor! ¡Y con las manos donde pueda verlas! —ordenó una voz autoritaria.

Reichardt frunció el ceño. Este no era el procedimiento habitual para un control de tránsito ¿o sí?

Le indicó a Brandt que obedeciera. Quizá la policía de Virginia fuera más cautelosa en los caminos desiertos, de noche. No tenía sentido resistirse a las autoridades, si los abogados de Caraco podían alisar cualquier malentendido.

Brandt abrió la puerta, puso un pie en el piso y luego quedó inmóvil cuando una voz gritó:

—¡Es una trampa, Wolf! ¡Corra!

Oyeron el ruido de un golpe.

¡McDowell! Las vendas cayeron de los ojos de Reichardt en un instante de horror. ¡Thorn y esa maldita mujer estaban detrás de él! Tomó el maletín de cuero y se volvió hacia Brandt.

—¡Mátelos!

Thorn vio que el conductor del LeBaron se arrojaba de cabeza por la puerta y rodaba desesperadamente por el camino, tratando de salir de la luz y esconderse. Una llamarada brotó de su pistola mientras rodaba.

El parabrisas del Ford estalló, y una lluvia de esquirlas cayó sobre Thorn.

Mierda. Thorn se inclinó hacia un costado para salir de la línea de fuego y buscó la manija de la puerta del lado del pasajero.

—¡Wolf salió por el otro lado! —lo alertó Helen—. ¡Está en el bosque! —Ya había abierto la puerta trasera del lado del pasajero y tenía lista la pistola de Farrell.

—Bueno. —Thorn abrió la puerta y rodó a la banquina, manteniéndose tendido cerca del automóvil. —Ve por él. ¡Yo iré por el conductor!

Otra bala hizo impacto en el Ford; destrozó una ventana lateral y salió por el techo desparramando esquirlas de metal y fibra de vidrio. Helen se arrojo al suelo detrás de Peter, dejando a McDowell gimiendo en el asiento trasero.

Se habían confiado demasiado de que tenían al traidor del FBI bajo control, se dijo Thorn. A pesar del riesgo que hubieran corrido si los detenía la policía, les habría convenido atarlo. Y bien, si lo herían las balas perdidas se lo tendría merecido, se dijo Thorn con frialdad.

Con un rápido movimiento de la cabeza, Helen corrió hacia el bosque, manteniéndose bien agachada, y tomó en la dirección en que había ido Wolf, instantes después desapareció en la oscuridad y la densa vegetación.

Thorn sacó la SIGP228 de la funda que le había quitado al agente del FBI, giró en redondo y se arrastró hacia la parte trasera del Taunus.

Un instante antes de que llegara, otra bala destrozó un neumático trasero, haciendo volar tierra y grava hacia todas partes antes de perderse en el bosque. Thorn se alejó del coche y se ocultó entre la hierba alta que bordeaba el camino. Dios. Si se hubiera movido con más rapidez, su cabeza hubiera estado en la línea de esa bala.

El conductor de Wolf era bueno, demasiado bueno, quizá.

Thorn retrocedió y luego se arrastró sobre el abdomen hacia la izquierda, alejándose de los dos automóviles, pero manteniéndose paralelo al camino. Se detuvo junto a una pequeña roca que estaba enterrada entre las malezas. Con la pistola firme en ambas manos, estudió la línea negra de árboles del otro lado; escuchando con atención, atento al menor ruido o indicio de movimiento.

Todos los ruidos se habían apagado. Ya ni siquiera se oían los gemidos de McDowell.

En la mente de Thorn se agolpaban preguntas sobre el hombre frente al cual se encontraba. ¿Sería el conductor de Wolf un ex soldado acostumbrado a luchar en terreno boscoso? ¿O se trataría de un antiguo matón del Stasi que se sentía más a sus anchas en un panorama urbano?

Había una sola forma de averiguarlo, se dijo. Buscó entre la hierba una piedra de buen tamaño, la encontró y luego la lanzó hacia arriba con un rápido movimiento de lanzamiento de granadas. La piedra se elevó y trazó un arco en dirección a los auto-móviles. Rebotó sobre el capó del Ford y rodó al suelo.

El tirador reaccionó de inmediato y disparó dos veces seguidas. Los dos disparos dieron en la parte delantera del coche.

Una para mí, pensó Thorn y sin un momento de vacilación, se puso de pie, cruzó corriendo el camino y se internó en el bosque. Anduvo con cuidado entre los árboles, escuchando con atención y cuidándose de no pisar ramitas que pudieran hacerlo tropezar o delatarlo ante el hombre al que perseguía.

Sintió el tintineo de metal contra una piedra... muy cerca.

Thorn quedó inmóvil. Estaba acercándose al camino otra vez, a metros de donde había visto los fogonazos de la pistola. El conductor de Wolf no había cambiado de posición después de disparar... al menos, no demasiado. Otra para mí, pensó Thorn.

Podía intuir casi el creciente nerviosismo del hombre. Cada sonido, cada aleteo de pájaros o susurro de animalitos al correr por el suelo, cada soplo de brisa entre las hojas debía estar minando su decisión y su confianza.

Moviéndose despacio y con paciencia infinita, Thorn se apoyó contra el tronco del árbol más cercano, un pino trunco y se deslizó a su alrededor. Sus ojos ya se habían acostumbrado por completo a la oscuridad.

Gol.

Podía distinguir apenas la figura humana que estaba agazapada detrás de una roca cubierta de musgo a unos cinco metros de él. El conductor había encontrado una buena protección contra cualquiera que fuera a dispararle desde el otro lado de la calle. Una brisa agitó las ramas y la luz de las estrellas brilló un instante sobre el cañón de la pistola del otro hombre.

Thorn consideró las opciones que tenía. Si se tratara de una situación de combate, directamente podría ponerle dos balas en la espalda, asegurarse de que estuviera muerto e ir en busca de Wolf. Pero este caso era mucho menos sencillo. Helen y él estaban operando fuera de la ley. Disparar sin previo aviso sería considerado homicidio. Sacudió la cabeza. No podía liquidar al sujeto en estas circunstancias. Además, necesitaban prisioneros a quienes interrogar, no cadáveres.

Qué lástima.

Thorn inspiró y soltó el aire. Dio un paso más, con la pistola afirmada en ambas manos.

Ahora.

—¡Suelte el arma o disparo! —ordenó.

Por una fracción de segundo, Thorn creyó que el otro hombre iba a obedecer. Se equivocó.

El guardaespaldas de Wolf se volvió, tratando desesperadamente de poner su arma en posición de disparo. Una llamarada floreció en la oscuridad y una bala se clavó en el tronco de un árbol, junto encima de la cabeza de Thorn.

Tres para mí, pensó Thorn.

Disparó tres veces seguidas, volviendo a alinear el arma entre cada disparo. Dos balas hirieron al hombre en el pecho. La tercera fue a dar a su cabeza. El hombre cayó hacia delante, con un brazo sobre la roca.

Enceguecido y con los oídos zumbando por la cercanía de los disparos, Thorn se puso de rodillas junto al hombre al que le acababa de disparar. Buscó un pulso. Un aleteo espasmódico... luego nada.

—¡Mierda! —masculló Thorn con una mueca.

De pronto, Thorn sintió que el aire se movía. Alguien corría hacia él. Se volvió, levantando el brazo derecho para bloquear. Demasiado tarde.

Algo duro y pesado le rozó el brazo y se estrelló contra su cráneo. Sintió un dolor cegador y ardiente y luego se sumió en la negrura.

El repentino tiroteo hizo que Reichardt se sobresaltara. Había estado cruzando el bosque lo más rápido que podía, tratando de no hacer ruido. De tanto en tanto, se detenía y escuchaba con desesperación, buscando oír algún sonido de persecución. No había oído ninguno.

¿Estarían los dos norteamericanos persiguiendo a Brandt? Sería demasiada suerte. Johann Brandt era un hombre de poca imaginación, pero era absolutamente fiel y no conocía el miedo.

Permaneció inmóvil un instante más, esperando oír más disparos. Nada.

Jadeando, agitado por la carrera desesperada desde el coche, Reichardt miró a su alrededor. Estaba en el medio del bosque, a cien metros del camino. Las zarzas le habían roto los pantalones de lana, la chaqueta y hasta le habían desgarrado la piel de las manos. Pero todavía tenía la pistola, el maletín y el teléfono celular.

¡El teléfono! Podría pedir ayuda a la fuerza de seguridad de Ibrahim o a la policía local. Buscó en los bolsillos y maldijo cuando no lo encontró. Debía de haberlo perdido durante la carrera. Trató de secarse la transpiración de las manos en la chaqueta, consciente de que debía seguir. Si lograra escapar de sus perseguidores, podría buscar una casa o detener a algún automóvil.

El alemán se puso en marcha otra vez, alejándose todavía más del camino. Por ahora necesitaba mantenerse oculto en el bosque, aunque su avance era más lento de lo que hubiera sido por el camino.

Reichardt tropezó en una rama baja, sintió que una ramita le rasgaba la piel de la mejilla y volvió a maldecir, furioso. Esto no estaba bien. Como servidor del Estado de Alemania Oriental y luego como terrorista freelance había tenido en su poder las vidas de hombres durante más de veinte años. Siempre había sido el cazador...¡nunca la presa!

Avanzó por entre la vegetación y luego se detuvo en seco. Había llegado a un arroyo lento que bajaba por entre los árboles. No era ancho, casi se podía saltar, en realidad. Pero las orillas parecían resbalosas. Los árboles se abrían encima del arroyo, dejando que la luz cayera sobre el agua llena de juncos.

Reichardt frunció el ceño y se volvió para mirar detrás de él. Gruñó, furioso. No se veía nada debajo de los árboles. Nada.

Siguió avanzando y se metió en el agua hasta las rodillas; agitando el agua calma.

—! Quieto!

El grito lo paralizó. Era la mujer, Gray. Se lanzó hacia adelante, en dirección a la orilla contraria.

Bang.

La bala le dio en la parte carnosa del muslo izquierdo y lo hizo volverse. Santo Dios. Cayó hacia adelante. No sentía dolor todavía. El dolor llegaría más tarde. Se afirmó y siguió avanzando, jadeando ahora con más fuerza.

Bang.

Una segunda bala hizo impacto en su hombro derecho. La pistola salió volando de su mano y se predió en la hierba. Reichardt gimió en voz alta. ¡No!

Aferrando el maletín contra su pecho, salió rengueando del arroyo y se refugió en la oscuridad. Había logrado avanzar unos metros cuando la pierna herida cedió de pronto y lo hizo caer de cara al suelo.

Reichardt oyó que alguien más corría por el bosque, de este lado del arroyo. No podía ser esa zorra que le había disparado. ¿Sería Brandt, acaso? Sus dedos se toparon con la herida de salida de la bala en el muslo y los retiró, espantado. Tenía que tratarse de Brandt. ¡Dios, que fuera Brandt, por favor!

Aferrado al maletín, se arrastró sobre el estómago en dirección al ruido.

—¡Johann, Johann! —susurró, sintiendo las primeras punzadas de dolor—. Hilf mir! Hilf mir!

Tocó un zapato. Un zapato de hombre. Reichardt levantó la cabeza, sonriendo, y su sonrisa de congeló.

Lawrence McDowell lo miraba desde arriba. Tenía un magullón en la mejilla y una pistola SIG-Sauer 9mm en la mano.

Reichardt sintió el olor acre de la pólvora en el arma. Había sido disparada hacía muy poco. Se aferró a la botamanga del pantalón del otro hombre y señaló hacia atrás.

—¡La mujer, Gray, está allí! ¡Tiene que matarla, PEREGRINO! ¡Es la única forma en que estará a salvo!

McDowell esbozó una sonrisa desagradable.

—Sí, la voy a matar, Herr Wolf. Pero cuando haya terminado con usted. —Levantó la pistola. —Cancelo mi deuda, maldito. Para siempre.

Reichardt vio que el cañón apuntaba hacia su frente. Horrorizado, observó cómo el dedo de McDowell apretaba el gatillo. —¡N000000000!

Reichardt dejó de gritar cuando la bala le desgarró el cerebro y lo envió directamente al infierno.

* * *

Helen Gray saltó el arroyo con agilidad, resbaló sobre la orilla y recuperó el enseguida el equilibrio. Había estado siguiendo a Wolf cautelosamente, sabiendo que, igual que los animales, un hombre herido podía seguir siendo peligroso. De pronto oyó las voces entre unos arbustos, a varios metros de distancia. ¿Se le habría escapado a Peter el conductor? Su mente no quería aceptar otra explicación.

Peter estaba vivo. Tenía que estar vivo.

El grito agudo, casi femenino y el disparo subsiguiente la tomaron por sorpresa.

Se lanzó hacia adelante por entre los arbustos y se detuvo en seco, espantada, al ver a Larry McDowell, con el arma en la mano y el cadáver de Wolf a sus pies. Su ex jefe seguía sonriendo con maldad al hombre al que acababa de matar. Heinrich Wolf, la única conexión que tenían con el cargamento contrabandeado desde Rusia, la única esperanza que tenían de limpiar sus nombres, estaba muerto.

—McDowell, pedazo de basura —dijo Helen en voz baja. Le apuntó con la Beretta. —Suelte el arma...

McDowell la miró como si la viera por primera vez. En sus ojos había un brillo demencial. Sacudió la cabeza.

—¿Qué vas a hacer, Helen? ¿Matarme? ¿Cómo lo vas a explicar?

—No estoy bromeando, Larry —dijo Helen—. ¡Suelte la maldita pistola! ¡Ya!

McDowell lanzó una risotada.

—¡Vete a cagar, zorra! —Levantó la SIG-Sauer y le apuntó. Enceguecida por una repentina oleada de furia helada, Helen disparó una vez. Dos veces. Tres. Cuatro.

Temblando, soltó el gatillo y se quedó mirando la carnicería que habían creado sus balas. El primer disparo había dado debajo del estómago de McDowell. Las demás balas habían ido subiendo y la última le había destrozado la cara.

Helen se dejó caer de bruces y comenzó a sufrir arcadas, sin poder controlarse. Un frío helado la calaba hasta los huesos, un frío del que nunca se iba a librar.

Cuando terminó, se puso de pie, temblando todavía. Guardó la Beretta en la funda y sacó el teléfono celular que le habían quitado a McDowell en la hostería. Aturdida, marcó un número que había memorizado y oyó que la llamada conectaba.

—Farrell.

—Sam —dijo Helen en voz débil—. Necesito tu ayuda, Sam. Las cosas salieron mal, muy mal...