CAPÍTULO DIEZ

DARSENA DE EJECUCIÓN

11 de junio

Aeropuerto del Distrito de Berkeley, en las afueras de Charleston, Estado de Carolina del Sur

(D menos10)

El aeropuerto del distrito de Berkeley era pequeño, con una sola pista, y estaba ubicado a unos cuarenta kilómetros al noroeste de Charleston, a dos kilómetros de la ciudad de Moncks Corner, cuyas torres de iglesias se veían a lo lejos. Al nordeste estaban los bosques pantanosos de cipreses y pinos bajos que donde se había refugiado Francis Marion, el "Zorro de los Pantanos" durante la Revolución Norteamericana. Las aguas verdosas del Lago Moultrie relucían en la distancia.

Al norte de la pista había varios edificios unidos por caminos de tierra y grava. Las instalaciones de las empresas de aviación general que tenían su base allí —compañías de alquiler de aviones, de reconocimiento aéreo, una escuela de aviación y un servicio de charter aéreo— parecían de juguete comparadas con los tres hangares nuevos de acero de Caraco y los dos edificios más pequeños. Una cerca de alambre rodeaba la propiedad.

Rolf Ulrich Reichardt salió de uno de los hangares y parpadeó bajo la fuerte luz de la mañana. Se secó la frente con impaciencia; el calor y la humedad del sur ya le estaban resultando opresivos. Un avión pequeño Cessna de un solo motor, se acercó zumbando por el aire, tocó la pista y carreteó hacia la hilera de otras aeronaves privadas que estaban en hilera sobre el brillante césped verde. Otro Cessna volaba en círculos a lo lejos, esperando el turno para aterrizar.

Berkeley no tenía torre de control. Los pilotos que utilizaban el aeródromo escuchaban una frecuencia común de radio, Unicom, y solucionaban los problemas de control de tránsito entre ellos.

Reichardt se volvió hacia su acompañante, que esperaba pacientemente a su lado, pendiente de las necesidades de su superior.

Dieter Krauss era uno de los hombres de Reichardt de la vieja época. Era confiable, aunque totalmente carente de imaginación. En un tiempo había comandado un escuadrón de Acción Especial del Stasi utilizado para maltratar a los disidentes cuyas actividades resultaban inconvenientes o irritantes para el Estado. Pero Krauss no había envejecido bien y ya no tenía fuerzas. Demasiados vicios. Ahora, a los cincuenta y tres años, parecía un hombre de más de sesenta y cinco. Todavía era útil como supervisor y en una operación de esta magnitud, Reichardt necesitaba de todos los agentes disponibles.

—¿No has tenido problemas con los locales? —preguntó Reichardt, inclinando la cabeza hacia la casita que alojaba al encargado del aeródromo. —¿No hicieron preguntas difíciles?

Krauss sacudió la cabeza.

—No, todos aceptaron la historia que inventamos.

Reichardt asintió. Los funcionarios municipales que manejaban el aeródromo habían sido informados de que Caraco quería que sus nuevas instalaciones funcionaran como punto de transferencia para los ejecutivos de la empresa que llegaban en avión a Charleston desde las otras empresas de la corporación. Como los costos de aterrizaje, mantenimiento y estacionamiento de aeronaves en el aeropuerto internacional de Charleston eran muy altos, a nadie le resultó sorprendente que Caraco considerara el aeródromo como una alternativa más económica. De todos modos, ningún funcionario local iba a mostrarse quisquilloso ante la promesa de ingresos adicionales en las arcas del aeródromo.

El teléfono portátil de Reichardt sonó. El alemán se fijó en el nombre y el número que aparecían en pantalla y frunció los labios. Interesante.

Con un movimiento de cabeza, despidió a Krauss y lo envió de nuevo a su trabajo. Luego dio media vuelta y cruzó el portón hasta donde estaba estacionado su auto alquilado, un Montecarlo elegante y confortable.

A pesar de que había estacionado en la sombra, el interior del automóvil era un horno. El alemán cerró la puerta con firmeza detrás de sí, a pesar del calor pegajoso. No tenía sentido arriesgarse a que lo oyera algún local ni tampoco a que el hombre al que iba a llamar oyera algo que pudiera permitirle adivinar dónde estaba Reichardt.

El Montecarlo venía equipado con teléfono, pero Reichardt no lo utilizó, sino que sacó de su maletín un teléfono celular digital que contenía un chip codificado que impedía que lo escucharan accidental o deliberadamente.

Marcó un código y luego el número que aparecía en la pantalla de su llamador. Un sistema automatizado desviaba la llamada por varios teléfonos inexistentes antes de marcar el número requerido, lo que complicaba inmensamente cualquier intento de rastrear la llamada.

Una voz cautelosa respondió:

—McDowell.

—Habla Heinrich Wolf —dijo Reichardt en tono afable—, de Inversiones Seguras. ¿En qué puedo ayudarlo, señor McDowell?

—Tiene un problema —le informó McDowell—. Bueno, dos problemas, en realidad.

Reichardt escuchó en silencio y con creciente indignación mientras el funcionario del FBI le relataba el contenido del facsímil que acababa de recibir de Berlín. A pesar de que habían sobrevivido a la emboscada de Kleiner en Pechenga, él había creído que la agente especial Gray y el coronel Thorn habían quedado fuera de juego y se encontraban de regreso en los Estados Unidos, caídos en desgracia. Pero ahora resultaba que seguían aquí, y ahora con información que él había considerado completamente segura. Uno de los cabos sueltos que se había tomado muchas molestias para anudar se había soltado otra vez. De algún modo los norteamericanos habían rastreado la transferencia del cargamento en Bergen.

—¿Dónde están ahora? —quiso saber.

—No lo sé —admitió McDowell de mala gana—. El facsímil fue enviado hace seis horas. Además, podrían haber pedido que se los enviaran con retraso.

Reichardt frunció el entrecejo mientras pensaba a toda velocidad. Con por lo menos seis horas de ventaja, estos dos molestos sujetos podían estar en cualquier parte. Perseguirlos sería inútil, decidió. La caza iba a tener que ser completamente diferente.

Aferró el teléfono celular con más fuerza.

—Necesito más información sobre Thorn y Gray. De inmediato.

McDowell vaciló... pero sólo por un instante. Tanto él como Reichard sabían quién tenía todos los ases en la partida que estaban jugando.

—Tengo fotografías y expedientes de cada uno.

—ien. Envíemelos por fax. —Reichardt le dio uno de los números fantasmas que lo conectarían finalmente con su teléfono, cortó y conectó un cable al teléfono celular.

Unos minutos después, la máquina de fax portátil que llevaba en el maletín escupió dos fotografías y varias hojas de información personal y profesional, con el sello "FBI Confidencial". Volvió a llamar a McDowell.

—Creo que puedo prometerle buenas ganancias para su más reciente inversión.

—No quiero más dinero —declaró el agente del FBI con aspereza—. Quiero terminar. Estoy corriendo demasiados riesgos aquí.

—Todos corremos riesgos, PEREGRINO —lo reprendió Reichardt en tono burlón—. No hay recompensas sin riesgos, ¿no es así?

Hubo silencio del otro lado y Reichardt intuyó que McDowell se estaba maldiciendo. Cada paso que daba le ajustaba más la cuerda alrededor del cuello y le otorgaba más poder al alemán. Era hora de mostrarle un poco de queso al ratón.

—No se preocupe tanto, señor McDowell. Valoramos mucho su ayuda y su deuda se va reduciendo. Pronto no volverá a saber nada de mí.

El funcionario del FBI no pudo ocultar la ansiedad que sentía:

—¿Cuándo?

—Pronto —repitió Reichardt y cortó la comunicación.

Sin prestar atención a la transpiración que le corría por la frente, hojeó los papeles que le había mandado. Arqueó una ceja mientras leía los registros oficiales de las hazañas de los dos estadounidenses como miembros del Equipo de Rescate de Rehenes del FBI y la Fuerza Delta del Ejército. Con razón habían acabado con el pobre Kleiner y sus maleantes contratados.

Estos Thorn y Gray eran peligrosos, reflexionó Reichardt. Demasiado peligrosos. E insistentes. Ya habían roto tres capas del complicado velo con que él había tapado la Operación. Si los dejaba seguir revolviendo, quizá se acercaran demasiado al meollo del asunto y despertaran la atención del gobierno.

Por lo menos ahora sabía adónde se dirigían. Los norteamericanos habían descubierto que el buque al que perseguían, el Aventurero Báltico se dirigía a Wilhelmshaven. Por lo que había leído en los expedientes, Thorn y Gray no iban a abandonar la persecución, cuando el rastro estaba tan fresco.

Reichardt consideró con cuidado las alternativas que tenía y luego hizo varias llamadas telefónicas. La primera fue a su jefe de seguridad en Wilhelmshaven. Esta vez no iba a haber sutilezas. Se acababa el tiempo. Esta vez iba a exigir certeza absoluta.

Wilhelmshaven

Heinz Steinhof alternaba entre caminar de un lado a otro por la Weserstrasse y quedarse parado en la acera de enfrente de la oficina de Autoridad Portuaria. Eran horas avanzadas de la tarde, pero no estaba seguro de que los norteamericanos fueran a llegar hoy... o cualquier otro día. De hecho, por lo que sabía, ya podrían haber llegado y vuelto a irse, y sus hombres seguirían vigilando hasta el día del juicio final.

Cosa que harían, hasta que Reichardt les diera orden de no hacerlo.

La llamada de Reichardt temprano esa tarde lo había sorprendido. Los equipos de seguridad ya casi habían terminado con la tarea de "desinfectar" la oficina temporaria de exportaciones de Caraco en Wilhelmshaven. Dos de sus mejores empleados ya se habían vuelto a los Estados unidos. Ahora había que dejar todo para cazar a los mequetrefes nortamericanos.

No era el trabajo lo que molestaba a Steinhof. Encontrar a dos personas y matarlas. Muy fácil. Ya lo había hecho en otras oportunidades.

Cuando Reichardt lo había descubierto treinta años antes, él era un conscripto rebelde en el Ejército Popular Nacional de Alemania Oriental. Steinhof había estado trabajando como guarda-espaldas de un oficial que se dedicaba al juego en el cuartel, cosa que había llegado a oídos de sus superiores y hasta del Stasi. Reichardt solucionó los problemas disciplinarios del Ejército Popular contratando a Steinhof para que hiciera trabajos secretos para él.

En los años que siguieron, el ex soldado había llevado a cabo diversas misiones para Reichardt: asesinatos, crímenes, bombardeos y contrabando. La mayoría habían sido peligrosas. Todas habían resultado difíciles.

Pero Reichardt había planeado e investigado todas las misiones con sumo cuidado. En eso radicaba la fuerza y la seguridad de Steinhof. Para cuando finalmente ajustaba un alambre alrededor del cuello de alguien, no solamente sabía cuál era el momento ideal para hacerlo, sino por qué el alambre era mejor que el cuchillo o la pistola.

Ahora, sin embargo, lo único que tenía de información eran un par de nombres y dos fotografías enviadas por fax dos veces y ya levemente borroneadas. Aparentemente, Reichardt no sabía cuando llegarían estos Thorn y Gray a la ciudad ni si llegarían. Eso no le gustaba, pero Steinhof sabía que no debía pedir más información. Los hombres que se atrevían a marcarle algún defecto a Rolf Ulrich Reichardt tenían vidas cortas.

Por lo menos, sabía que los dos norteamericanos estarían buscando información sobre el Aventurero Báltico. Eso le permitía darle un punto focal a su plan de vigilancia.

Con los seis hombres que le quedaban, incluyéndose a sí mismo, el ex agente del Stasi solamente podía cubrir la oficina de la Autoridad Portuaria y la Aduana. Pero con eso tenía que alcanzar. Si venían a Wilhelmshaven, los norteamericanos tendrían que ir a uno de esos dos sitios a recabar información sobre el buque.

Steinhof miró las fotos que todavía tenía en las manos. Reichardt le había advertido que se manejara con cuidado con estos dos. Sus registros dejaban bien en claro que eran expertos en combate.

Sonrió. Si sus hombres y él hacían bien el trabajo, los dos estadounidenses ni siquiera se darían cuenta de que estaban en combate hasta ese último instante antes de que la luz y la vida se les apagaran en los ojos.

Oficina De Autoridad Portuaria, Wilhelmshaven

Helen Gray respiró profundamente el aire con olor a sal de Wilhelmshaven mientras trataba de despertarse. Las cuarenta y ocho horas que habían pasado desde que ella y Peter habían abandonado el regreso a Estados Unidos habían sido una locura de vuelos cortos, viajes largos en tren y pocas horas de sueño robadas en cualquier sitio.

Después de volar a Berlín desde Bergen, habían pasado lo que quedaba de la noche anterior en un hotelito para turistas en uno de los distritos más baratos de la capital. Esta mañana se habían subido al primer tren de pasajeros con destino a Wilhelmshaven. El equipaje había quedado en un armario de la estación de ferrocarril. Ninguno de los dos quería quedarse un minuto más de lo necesario.

Vio que Peter también bostezaba y lo pellizcó.

—¿Estás bien como para seguir? ¿O quieres dormir primero? El se encogió de hombros.

—Viejo y cansado como estoy, creo que puedo seguir, señorita Gray. ¿Y usted?

Helen sacudió la cabeza y buscó en los bolsillos las tarjetas falsas que la identificaban como la periodista norteamericana Susan Anderson. Satisfecha, enderezó la espalda y cruzó la calle.

La oficina de Autoridad Portuaria ocupaba la planta baja de un edificio comercial del lado sur de la Weserstrasse. Unas preguntas en la recepción finalmente los llevaron a una desprolija muchacha de pelo castaño llamada Fráulein Geiss, que hablaba el suficiente inglés como para poder responder a sus preguntas.

La alemana tamborileó los dedos con impaciencia sobre el mostrador.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita Anderson? Nuevamente, Helen fue la encargada de hablar.

—Estamos buscando información sobre un buque registrado aquí, el Aventurero Báltico. Necesitamos las fechas de las últimas llegadas y partidas, dónde atracó y qué cargamento traía.

La muchacha estudió la tarjeta de Helen con curiosidad.

—Es reportera ¿verdad?

—Así es —respondió Helen.

—¿Puedo preguntarle para qué necesita la información?

—Por supuesto. —Helen sonrió con amabilidad. —Estamos buscando información para un artículo sobre el comercio del Mar del Norte. La nota analizará los efectos de los nuevos mercados de Rusia y Europa Oriental. Me interesa especialmente ver cómo la creciente competencia de buques mercantes del antiguo bloque soviético afecta las rutas occidentales establecidas y las relaciones con los clientes... —Vio que los ojos de la alemana perdían interés y disimuló una sonrisa. Responder a preguntas incómodas con un alud de información aburrida era a menudo una forma efectiva de evitar que se volvieran a hacer preguntas incómodas.

Después de unos segundos, la alemana levantó una mano.

—Suficiente, suficiente, Fráulein Anderson. Ya entiendo. Permítame que le busque la información.

La mujer se volvió hacia una computadora que estaba sobre el mostrador y tipeó unas palabras. Aparecieron números y letras en la pantalla.

—Ja, tenemos ese buque en nuestra base de datos. —Golpeó la pantalla con una lapicera. —Llegó hace seis días, el 5, y atracó en S43.

Helen se inclinó sobre el mostrador.

—¿El buque sigue en puerto?

Fráulein Geiss ingresó otro código y estudió los símbolos que aparecieron en el monitor.

—No. Partió el día 7, con destino a Portsmouth, Inglaterra. —¿Puede decirnos qué descargó aquí? —pregunto Helen, mientras anotaba— la información en una libreta.

La alemana sacudió la cabeza.

—No poseo esa información. No es nuestra función. Debe obtenerla en la Oficina de Aduanas.

Helen pensó rápidamente. Había tres posibilidades. Una, que la tripulación del Aventurero hubiera descargado los motores aquí en Wilhelmshaven. Dos, que los hubiera llevado en la segunda etapa del viaje. Y tres, que el que controlara los motores los hubiera cambiado a otro buque, como habían hecho en Bergen.

Helen pasó a otra página del anotador.

—¿Tiene alguna forma de averiguar qué otros buques estaban amarrados junto a éste mientras estuvo en puerto?

—Por supuesto. —Fráulein Geiss asintió con expresión avinagrada; era evidente que no le agradaba que una reportera norte-americana pusiera en duda la eficiencia de la oficina de Autoridad Portuaria de Wilhelmshaven.

Esta vez la alemana produjo dos listas. Una era del muelle S42, la dársena a babor del Aventurero. La otra era de S44, la que estaba a estribor.

La S44 había estado vacía cuando llegó el Aventurero, pero un buque de carga con cámara refrigeradora había entrado al día siguiente y había descargado sus productos durante tres días.

La dársena S42 había estado más concurrida. Un buque contenedor, el Caraco Savannah había estado amarrado allí, pero había partido casi inmediatamente. Otro carguero había ocupado su lugar más tarde el mismo día, había recibido el cargamento y había partido enseguida después del Aventurero, el día 7.

Fráulein Geiss esperó a que la lapicera de Helen dejara de moverse.

—¿Eso es todo, Fráulein Anderson?

Helen le sonrió.

—Eso es todo, Fráulein. Pero quiero agradecerle por su tiempo y esfuerzo. —Apoyó una mano sobre la cartera.

La alemana sacudió la cabeza con expresión pudorosa. —Esa clase de agradecimiento no es necesaria. Hago mi trabajo, nada más. Ahora, si me disculpa...

—Por supuesto —respondió Helen—. Entonces la Aduana está... —Extrajo el mapa de bolsillo que habían comprado en el quiosco de la estación.

Fráulein Geiss suspiró audiblemente y le dibujó un círculo alrededor del edificio de aduanas.

Desde el otro lado de la Weserstrasse, Heinz Steinhof, observó al hombre de aspecto serio y a la bonita mujer que salían del edificio de Autoridad Portuaria. Se quedaron en la acera, estudiando algo que la mujer tenía en las manos. ¿Un mapa?

El hombre se volvió hacia el joven corpulento y moreno que estaba a su lado.

—Estuvo bien en hacerme señas, Bekker. Esto parece prometedor.

Sepp Bekker emitió un gruñido como respuesta. Steinhof lo había reclutado hacía varios años, cuando estaba en las filas del Comando de Frontera de Alemania Oriental y éste estaba a punto de disolverse. Bekker medía casi dos metros y tenía facciones anchas, casi eslavas. Tenía poco más de treinta años y era fuerte, rápido y totalmente carente de principios. También tenía gustos extraños que quedaban demostrados por el tatuaje de la cabeza de una cobra que asomaba por encima del cuello de su camisa.

El ex gendarme de frontera se jactaba de sus tatuajes cada vez que tenía oportunidad; les decía a sus compañeros que tenía uno por cada prisionero al que le había disparado cuando intentaba escapar antes de que cayera el muro de Berlín. Steinhof opinaba que le faltaba madurez.

Steinhof era casi tan alto como el joven, pero tenía el pelo canoso y lo llevaba bien corto. Un observador casual podría haber pensado que eran padre e hijo, aunque en el rostro del hombre mayor había una inteligencia que el muchacho musculoso no alcanzaría nunca.

Los dos norteamericanos se habían puesto a caminar hacia el oeste, en dirección a la Aduana.

—Espera aquí.

Bekker asintió y se ocultó en la sombra del edificio. Manteniéndose en la acera de enfrente, Steinhof los pasó con paso rápido, luego cruzó en la siguiente intersección. A esta hora del día, cuando estaba por finalizar la jornada laboral, había mucho tránsito de peatones y era uno más en el grupo que estaba esperando que cambiara la luz del semáforo cuando llegaron los dos norteamericanos.

Los estudió de cerca, cuidándose bien de mantenerse fuera de su línea de visión. Sí, no había dudas. Éstos eran la presa que le había asignado Reichardt: Thorn y Gray en carne y hueso y al alcance de la mano.

Steinhof cargó el peso del cuerpo en la mitad delantera de los pies. Sentía el peso de la Walther P5 Compact oculta por la chaqueta. Allí estaban, a menos de dos metros, distraídos y con la guardia baja. Tuvo un repentino impulso de sacar la pistola y matarlos allí mismo.

El impulso pasó.

Asesinar a dos personas en la calle a plena luz del día era demasiado arriesgado. Por más que deseara ver muertos a estos norteamericanos Reichardt no le agradecería que se hiciera atrapar por la policía.

Steinhof se ubicó detrás de Thorn y Gray y observó cómo abandonaban la calle soleada y entraban en la oficina de Aduana. Vio al hombre que había puesto a vigilar el edificio y con disimulo le indicó que se acercara. La espera había terminado. Era hora de comenzar a montar la escenografía para el último acto de las vidas de los dos norteamericanos.

Plaza Friedrich-Wilhelm, Wilhelmshaven.

Con la pesada bandeja en ambas manos, el coronel Peter Thorn se abrió paso con cuidado entre las mesas abarrotadas y ruidosas del pequeño restaurante al aire libre que daba a la Friedrich-Wilhelm-Platz, un pequeño parque a unas pocas cuadras de la costanera. Del otro lado del sendero, una severa estatua del káiser Wilhelm parecía observar con desagrado la frivolidad de sus antiguos súbditos. Cuando no estaban trabajando, los ciudadanos de Wilhelmshaven se abocaban a sus tres pasatiempos preferidos: comer, beber y navegar.

Thorn esquivó a un hombre de negocios obeso que agitaba el jarro de cerveza para enfatizar lo que estaba diciendo a sus compañeros y se sentó frente a Helen.

Con gesto ampuloso, le señaló la bandeja que estaba entre ambos.

—Dos cafés, señora. Negros. Sin crema ni azúcar. Y como alimento, un delicioso surtido de panes, quesos y salamines.

Un brillo divertido iluminó los ojos de Helen, alejando la expresión perseguida y preocupada que él había visto en ella desde que se habían lanzado a investigar por su cuenta. Helen tomó uno de los cafés.

—Peter, me traes a los lugares más lindos. Debo decir que así es como soñaba hacer mi gran excursión por Europa. Thorn le devolvió la sonrisa.

—Me clavaste la espada.

Helen dejó la taza y comenzó a leer la información que habían recogido en la Aduana. Los cargamentos de los buques que entraban en los puertos alemanes o salían de ellos eran registrados y estaban al alcance del público, aunque el nombre de los dueños, el destino final y el peso de la carga se mantenían confidenciales. Helen sacudió la cabeza, molesta por algo.

—¿Qué pasa? —preguntó Peter.

—Esto pasa. —Helen le alcanzó la página que acababa de leer, una copia del documento de carga del Aventurero Báltico. —Según lo que dice aquí, el buque no transportaba motores de reacción. Ni siquiera uno solo.

—Frunció el ceño.

—¿Se habrá detenido en algún lugar entre Bergen y este puerto?

Thorn estudió el formulario y sacudió la cabeza.

—No creo. Aquí dice cuál fue el último puerto que tocó: Bergen. —Señaló un renglón en la mitad de la hoja.

—¿Entonces dónde diablos están los motores de Serov?

Thorn tampoco veía que figuraran en la planilla. Según la Aduana alemana, la carga del Aventurero consistía en madera, pulpa de papel y chatarra de titanio.

Las comisuras de su boca se curvaron hacia abajo. ¿Acaso el estibador noruego de Bergen les había vendido un buzón? ¿Habría inventado cualquier historia para complacer a la reportera norteamericana? ¿Estarían Helen y él inmersos en una búsqueda inútil inventada por ellos mismos?

Se masajeó la mandíbula mientras estudiaba el formulario de declaración de carga.

—Los motores podrían haber sido ingresados secretamente. Tal vez no los declararon en la aduana —aventuró.

—Es posible —reconoció Helen.

Thorn asintió.

—Mira, prefiero creerle a un ser humano que a un papel. Karl Syverstad estaba segurísimo cuando describió los cajones que vio transferir del Estrella al Aventurero Báltico. Todas las semanas docenas de buques entran y salen de este puerto. ¿Cuánto tiempo tienen los inspectores de aduana para revisar minuciosamente estos formularios?

—No mucho —dijo Helen lentamente.

—¿Qué más tenemos? —preguntó Thorn.

Ella le alcanzó el resto de los documentos.

Otros tres buques habían estado amarrados junto al Aventurero durante su estada en Wilhelmshaven. El buque con cámara refrigeradora que había estado en la dársena S44 había transportado carne desde la Argentina. El primero de los dos buques que amarraron en la S42, el Caraco Savannah, había traído metales y bauxita y había partido transportando automóviles y generadores eléctricos auxiliares. El segundo había llegado vacío y había partido con un cargamento de herramientas.

No había nada que pudiera ayudarlos allí.

Thorn le pasó de nuevo los papeles a Helen.

—Digamos que los motores no aparecen por ninguna parte en esos papeles. ¿Cómo nos deja eso a nosotros?

Helen levantó la vista de las notas que había tomado en la oficina de Autoridad Portuaria.

—Frente al Caraco Savannah, supongo.

—¿Por qué?

—Porque zarpó de Wilhelmshaven unas tres horas después de que atracara el Aventurero —dijo Helen—. Es el mismo patrón que descubrimos en Bergen. Entra el contrabando, lo cargan de inmediato en otro buque y lo sacan del puerto de nuevo antes de que alguien pueda hacer preguntas.

—Muy fácil de decir, pero condenadamente difícil de probar. Los motores podrían perfectamente bien haber sido pasados a un camión —objetó Thorn.

La teoría de Helen le parecía sensata, pero hacer de abogado del diablo era la mejor forma de asegurarse de que estaban en el buen camino. Estaban tratando de analizar la situación con muy pocos hechos: era como jugar a ponerle la cola al burro en un cuarto oscuro donde no se sabía ni si había un burro. El entrenamiento que tenían les permitía ser intuitivos, buscar conexiones y relaciones ocultas. Pero también les había enseñado a confirmar las corazonadas con pruebas tangibles. ¿En dónde estaba esa confirmación, entonces?

Mientras Helen revisaba los formularios de la aduana, Thorn se echó hacia atrás en la silla, tratando de hacer diferentes combinaciones de piezas en el rompecabezas.

De pronto, Helen lo miró.

—El Aventurero Báltico transportaba chatarra de titanio ¿no es así?

—Sí.

—¿Los motores de reacción no contienen mucho titanio? —preguntó Helen lentamente.

Súbitamente vio la luz.

—¡Cambiaron las palabras! ¡Qué fácil, por Dios! Con sólo lubricar una mano en alguna parte, se cambia un renglón en un formulario.

—¿Y se lo vuelve a cambiar cuando se transfieren los motores por segunda vez? —preguntó Helen.

—Es posible —dijo Thorn. Tomó nuevamente los formularios de aduana. —Fijémonos bien qué transportaba el Caraco Savannah cuando zarpó del puerto.

Esta vez lo vieron con la más absoluta claridad. La columna de observaciones del documento alemán describía los "generadores eléctricos auxiliares" como turbinas de gas.

Helen siguió el dedo de Thorn.

—¿Podría decirse que un motor de reacción es también una especie de turbina de gas, no?

—Ajá —asintió Thorn y leyó con atención el informe—. Veamos adónde iba con esos generadores.

Permaneció en silencio unos instantes, luego se volvió para mirar directamente a Helen.

—A Galveston. Sea lo que fuere que Serov y sus amiguitos han puesto en los motores, va camino de Estados Unidos. Helen se quedó mirándolo.

—Por Dios, Peter. Si ese buque zarpó el día 5, ya debe estar cerca de Estados Unidos.

Thorn asintió con expresión sombría, mientras pensaba en la posibilidad de que un carguero pudiera estar acercándose a Estados Unidos con un arma nuclear oculta a bordo.

—Tenemos que avisar, Peter —declaró Helen.

—Sí. —Miró el reloj. —En los muelles ya dejaron de trabajar. Y vamos a necesitar que nos den confirmación antes de que Washington tome alguna medida. Tenemos que encontrar a alguien que haya visto con sus propios ojos cómo transferían los cajones de un buque a otro. Alguien que esté dispuesto a declarar bajo juramento, si resultara necesario.

Helen asintió.

—¿Entonces atacamos los bares otra vez? —preguntó.

—Exactamente. —Thorn bebió el café frío de un sorbo y se puso de pie. —A toda velocidad, Helen. Tengo un mal presentimiento de que estamos corriendo contra el reloj.

La última luz del día caía sobre el Jadebusen cuando encontraron un buen sitio donde comenzar la búsqueda: un bar frente al puerto cerca de la dársena S43, llamado Zur Alten Café.

Era un salón amplio con mesas largas que lo ocupaban casi en su totalidad. La poca luz que sobrevivía al humo moría en el revestimiento oscuro y los pisos de madera oscura. En las mesas había grupos de hombres comiendo de platos enormes y bebiendo jarros de cerveza.

Helen Gray se quedó en la puerta un momento y parpadeó al sentir el humo que colgaba en el aire. Notó de inmediato que era la única mujer en el bar y que su traje de color claro se destacaba como un faro entre la ropa gastada y manchada de los estibadores que llenaban la habitación. Hasta los jeans y el buzo de Peter parecían fuera de lugar en ese sitio.

Helen avanzó por entre la multitud hasta el mostrador, con Peter pisándole los talones. El encargado hablaba muy poco inglés, pero alcanzó a entender que ella era norteamericana y que estaba interesada en un schiff, un buque. Cualquier intento más complicado se deshacía ante el muro de mutua incomprensión.

Helen giró en redondo cuando uno de los otros parroquianos, un hombre mayor y de cabello plateado se acercó a rescatarla.

—Disculpe, pero hablo un poco de inglés. ¿Puedo ayudarla? —preguntó en voz muy alta, tratando de hacerse oír por encima del barullo del salón.

Helen oprimió el botón del encanto y le dedicó una sonrisa deslumbrante.

—Sería fantástico, Herr...,

El hombre de pelo plateado le devolvió la sonrisa. —Steinhof. Heinz Steinhof.

Escuchó con atención la explicación de ella, pero levantó la mano en cuanto Helen mencionó la dársena S43 y el Aventurero Báltico.

—Soy supervisor de cargas, pero ésa no es una de mis dársenas. Sin embargo, mi amigo Zangen se ocupa de esa parte del muelle. Es meticuloso y muy responsable. Estoy seguro de que recordará el buque y cuál fue la carga que trajo y la que se llevó al zarpar.

—¿Dónde podemos encontrar a Herr Zangen? —preguntó Helen—. ¿Está aquí esta noche?

Steinhof parecía divertido.

—¿Zangen? —Sacudió la cabeza. —No, de ninguna manera. Fritz Zangen es un hombre sumamente responsable, un hombre de familia. A esta hora debe de estar en su casa, con su esposa y sus hijos.

Diablos. Helen ocultó su decepción.

—¿Hay alguna forma de contactarse con el? ¿Podríamos pedirle que se entrevistara con nosotros? Esta noche, si fuera posible.

—¿Este es un asunto de urgencia, entonces, Fráulein Anderson? —preguntó el alemán con franca curiosidad.

—Sí, me temo que sí.

Steinhof miró el reloj y se quedó pensando. Luego levantó la mirada.

—Zangen no vive lejos de aquí. ¿No quiere que la lleve a su departamento? Estoy seguro de que no le molestaría.

—¿De verdad que no es mucho problema?

—No, en absoluto. —El hombre de pelo plateado sacudió la cabeza. —Cuanto menos cerveza tome, menos grasa tendré mañana aquí —dijo, palmeándose el estómago—. Vengan, vamos. Una caminata de diez minutos y podrán hacerle todas las preguntas que quieran a Zangen.

Después de saludar con la cabeza al encargado del bar, los dos norteamericanos siguieron a Steinhof y salieron. El tomó enseguida hacia el norte, alejándose del mar.

A esa hora del atardecer, el tránsito estaba pesado por la Banter Weg Strasse, pero pronto tomaron por una calle más chica, Bremer y luego otra callecita, Kruger. El tránsito de autos y peatones disminuía con cada esquina que doblaban. La mayoría de Wilhelmshaben había sido bombardeada por los B-17 norte-americanos cuando trataban de darles a los submarinos nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora estaban en una parte de la ciudad que no había sido bombardeada ni reconstruida y las callecitas eran angostas y sinuosas. Los edificios eran más antiguos, también. Algunos necesitaban reparaciones, pero en general estaban prolijos y bien mantenidos.

Cruzaron a una zona residencial de casas grandes del siglo xix que habían sido divididas en departamentos y fueron perdiendo el sentido de ubicación. Helen trató de recordar el camino, porque para cuando terminaran de hablar con el amigo de Steinhof, ya estaría oscuro.

Vio al hombre que los seguía cuando se volvió para tratar de recordar algo que le había llamado la atención para referencia futura. Era un individuo alto, moreno y estaba a menos de cinco metros de ellos. Lo había visto justo cuando él también se había estado volviendo para ver el camino por el que habían tomado.

Helen sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. Sabía perfectamente bien qué estaba haciendo el desconocido. Lo había hecho ella misma en muchas misiones de vigilancia. El hombre se estaba asegurando de que nadie los siguiera.

La mirada de Helen barrió los alrededores y se enfocó en aquello que los rodeaba. Mierda. Además del grandote que tenían atrás, había por lo menos tres más. Dos estaban adelante, caminando con disimulo y conversando. El tercero estaba del otro lado de la calle, manteniéndose a la misma altura mientras fingía leer un periódico.

Peter y ella habían sido atrapados en una emboscada ambulante, los tenían encerrados a la vista de todos. Hizo una mueca, furiosa por haber bajado la guardia. Después del asunto de Pechenga, debió de haber tenido en cuenta que la única forma de sentirse segura era mostrarse paranoica.

La única otra persona que estaba a la vista iba bastante detrás de ellos y del otro lado de la calle: una anciana que volvía a su casa cargada bajo el peso de una bolsa de provisiones. No iba a poder ayudarlos. Estaban solos.

Helen miró hacia delante. Peter seguía hablando con Steinhof. No había que ser un genio para darse cuenta de que el amable alemán les había preparado la emboscada. No tenía importancia saber cómo había podido encontrarlos, al menos no ahora. Lo que más importaba era ver adónde los estaba llevando.

Dio unos pasos más largos y se puso a la altura de ambos y entrelazó el brazo con el de Peter. Después de unos pasos más, apoyó la cabeza contra el hombro de él. Peter la miró.

—Trampa. Armada como caja —susurró Helen—. Cuatro, más Steinhof.

Sintió que Peter se ponía rígido un instante. Luego la mano de él bajó hacia la de ella y se la apretó.

Steinhof se volvió hacia Helen, sonriendo.

—¿Dijo algo, Fráulein Anderson?

—Solamente que es muy amable de su parte habernos traído hasta aquí, Herr Steinhof —respondió Helen, obligándose a hablar en tono alegre.

El guía sonrió ampliamente.

—No es ninguna molestia, se lo aseguro. Aquí en Wilhelmshaven nos enorgullecemos de tratar a los visitantes como huéspedes de honor.

Helen rechinó los dientes. No creía que al turista promedio se le metiera una bala en la nuca y lo arrojaran al Mar del Norte. Era horrible caminar con displicencia por la calle, sabiendo que estaban metidos en una trampa que podía cerrarse en cualquier momento.

Peter le soltó la mano, pero no sin antes presionarle suavemente la palma, para empujarla detrás de él. Se estaba preparando para la acción.

Helen se atrasó un paso.

Steinhof hizo un ademán en dirección a una calle lateral mal iluminada que estaba unos metros más adelante.

—Aquí estamos. Zangen y su familia viven en una de aquellas casas.

Los dos hombres que estaban delante de ellos giraron a la izquierda y tomaron por esa calle; instantes después, desaparecieron al doblar la esquina. Helen se puso tensa. Ya casi debían de haber llegado a la zona donde tenían planeado matarlos.

Thorn vio desaparecer a los dos primeros hombres por la esquina. Durante algunos instantes más, serían dos contra tres, en lugar de contra cinco. No iban a tener mejor oportunidad. Se volvió hacia Steinhof al tiempo que le gritaba a Helen:

—¡Ahora!

Helen se lanzó sobre el hombre que los estaba siguiendo y desapareció del campo de visión de Thorn.

A pesar de haber sido tomado por sorpresa, Steinhof bloqueó el primer golpe con toda facilidad, alejándolo con el brazo izquierdo. Enseguida su mano derecha salió con la velocidad de una serpiente que ataca.

¡Santo Cielo! Thorn hizo a un lado la cabeza al sentir el aire desplazado abofetearle la cara cuando la palma rígida de Steinhof le pasó junto a la nariz. Un centímetro más cerca y hubiera estado muerto.

Hubo una seguidilla de ataques, bloqueos y contraataques en una vertiginosa nebulosa de acciones instintivas y reacciones; todo era demasiado rápido; no se podía pensar. Transcurrió un segundo, luego otro.

Thorn se movió hacia la calle, trazando círculos defensivos con la mano izquierda abierta, listo para golpear con la derecha no bien viera una abertura. El otro hombre imitaba sus movimientos. Parte de la mente de Thorn tenía conciencia de que el tiempo y las opciones se acababan. Tenía que darse prisa, sacárselo de encima antes de que el resto del grupo se cerrara alrededor de ellos. Pero no se atrevía a dejar a Steinhof con vida. El alemán era letal.

Helen Gray se abalanzó sobre el hombre corpulento y moreno que los había estado siguiendo. Vio que tenía la mano debajo del abrigo y se disponía a sacar un arma. No iba a haber tiempo para nada extravagante, entonces. Solamente tendría que cerrar la distancia y rezar...

Fue a dar justo contra el estómago del alemán. Fue como estrellarse contra una pared. Los brazos de él se cerraron alrededor de la cintura de Helen y la levantaron.

Helen sintió que la lanzaba hacia un automóvil Audi que estaba estacionado a un costado. En el aire, se enrolló como una pelota, dio contra la puerta del coche y rodó hacia un lado, sintiendo fuego en un costado y en la pierna izquierda.

Se puso de pie y quedó inmóvil ante la pistola Walther P5 que había sacado el hombre. Estaba a unos treinta centímetros de ella, tan cerca que podía olerle el sudor y ver la cabeza de la cobra tatuada por encima del cuello de la camisa.

El sujeto sonrió con crueldad y apretó el dedo contra el gatillo. —Wiedersehen, schon Frdulein...

Helen lanzó un golpe contra la mano de su atacante y desvió la pistola en el momento en que disparaba. Una bala de 9mm rompió el pavimento junto a su rodilla y desapareció con un chillido. Antes de que el corpulento alemán pudiera alinear nuevamente el arma, Helen lanzó otro golpe, esta vez contra la mano izquierda vacía.

Clavó los dedos en el pliegue de piel entre el pulgar y el índice del hombre y apretó con todas sus fuerzas, para aplastar la terminación nerviosa de esa zona. Con la mano izquierda, sujetó la muñeca de la mano que sostenía la pistola.

Los ojos del alemán tatuado se abrieron como platos y el hombre lanzó un grito de dolor.

Utilizando la fuerza como palanca, Helen se puso de pie al tiempo que empujaba al hombre hacia abajo. Su cara ancha y de facciones planas se acercó hacia ella.

¡Ahora!

Helen le empujó hacia un lado la mano de la pistola, giró y luego le clavó el codo en la nariz con todas sus fuerzas. Sintió el crujido cuando las astillas filosas de cartílago salieron disparadas hacia el cerebro del hombre. El alemán cayó como una piedra y quedó tendido boca abajo en un charco de sangre.

Thorn intentó colocar otro golpe, sintió que el brazo izquierdo de Steinhof lo desviaba del blanco y cedió terreno. El alemán contraatacó de inmediato, esta vez apuntándole al cuello. Peter lo bloqueó y retrocedió aún más.

Steinhof siguió atacándolo, buscando ese punto débil en su defensa que le permitiría aplicar un golpe mortal.

Thorn desvió otro golpe más con el brazo izquierdo y sintió que la chaqueta del alemán pasaba junto a sus dedos. Se aferró a la manga con desesperación. La tela se desgarró cuando Steinhof se liberó de un tirón.

Pero por un instante, el hombre mayor perdió el equilibrio y trastabilló, presentando un flanco abierto y vulnerable. Thorn lanzó un golpe con todo su peso detrás. La parte inferior de la palma de su mano se estrelló contra la frente de Steinhof. El cerebro se desgarró ante la fuerza del impacto y brotó sangre de la nariz y de los ojos del alemán, que instantes después cayó, muerto antes de tocar el suelo.

Thorn se recuperó de inmediato y giró en redondo, para lanzarse en busca de Helen.

La reyerta no había durado ni diez segundos.

Helen levantó la vista y vio que Peter corría hacia ella. ¡Bam!

Agachó la cabeza justo cuando la bala se estrelló contra el parabrisas de un automóvil estacionado y lo hizo añicos. El tercer alemán del grupo de Steinhof, que estaba en la acera de enfrente, había sacado la pistola y estaba disparando.

Agazapado, Peter corrió hacia ella.

—¡Vamos, vamos, corre!

Sin poder recuperar el aliento, Helen se puso de pie y echó acorrer por donde habían venido, agachada para mantener la hilera de automóviles entre ella y el tirador. Podía oír gritos detrás. El resto del equipo de Steinhof debía haber caído finalmente en la cuenta de que el plan había salido mal. También vio a la anciana inmóvil, rígida de espanto, con las provisiones derramadas en el suelo. La mujer señalaba directamente hacia ellos y gritaba algo en un alemán chillón y desesperado.

Otra bala pasó junto a la cabeza de Helen, desparramandouna lluvia de polvo de ladrillos y trozos de material sobre la acera. Doblaron la esquina y siguieron corriendo, ahora a más velocidad. No hubo más disparos.

Dos cuadras más y salieron a una calle importante, la Bismarckstrasse. Automóviles Mercedes, Fiat, Audi y Volkswagen pasaban rugiendo en ambas direcciones.

Después de echar una rápida mirada hacia atrás, Peter detuvo un taxi y metió a Helen adentro de un empujón.

Golpeó contra el cristal que los separaba del conductor y gritó: —¡Al Bahnhof.! Schnell, bitte!

Se volvió inmediatamente hacia Helen.

—¿Estás bien?

Respirando agitadamente, Helen asintió.

—¿Seguro? —insistió Peter.

A decir verdad, la pierna izquierda le dolía como el mismo diablo. La repentina explosión del violento combate mano a mano había irritado la vieja lesión. Pero al menos estaba viva.

—Estoy bien —respondió—. ¿Y tú? ¿Quién demonios era ese tal Steinhof?

Peter hizo una mueca.

—Un profesional, sin ninguna duda.

—¿Crees que deberíamos irnos de Wilhelmshaven...? —Helen dejó que su voz se perdiera.

Peter volvió a asentir con expresión sombría.

—Sí. ¿Tú no?

Helen pensó en lo que había sucedido en los últimos minutos. Habían dejado a dos hombres muertos en la calle. Y a un testigo, la anciana alemana, que sin duda declararía que Peter y ella habían comenzado las hostilidades en la breve y sangrienta confrontación. Frunció el entrecejo.

—¿No confías en la policía alemana?

—No mucho. Menos en estas circunstancias. —Peter contempló los edificios que pasaban junto a ellos. Podría llevarnos días averiguar qué sucedió realmente. Y no creo que nos queden muchos días. Aun si la embajada lograra sacarnos de aquí cuanto antes, volveríamos a casa bajo fuertes medidas de seguridad y quedaríamos como un par de tontos.

—Además, sabemos que todavía quedan tres de esos malditos sueltos por allí, buscándonos, sin ninguna duda —dijo Helen en voz baja—. Nos estarán esperando en los muelles.

El taxi se detuvo delante de la concurrida estación de ferrocarril. Helen y Thorn corrieron adentro para recuperar el equipaje de los armarios. El próximo tren a Berlín no saldría hasta dentro de unas horas, demasiado tiempo para pasearse por allí sin llamar la atención aun en las atestadas plataformas. Tomaron el primer tren que pasó, uno que iba a Hanover.

Para cuando la policía de Wilhelmshaven comenzó a interrogar a testigos, ellos viajaban hacia el sur a ochenta kilómetros por hora.