CAPÍTULO DIECISÉIS

Aeródromo de Shafter-Minter, Distrito de Kern, Estado de California

Los dos aviones aterrizaron con cinco minutos de diferencia. Ambos eran modelo Jetstream Super 31 de dos motores, con capacidad para una tripulación de dos personas y dieciocho pasajeros. El primero tenía los colores de Caraco, era blanco con una ancha franja negra y el nombre de la compañía en dorado. El segundo avión había sido alquilado a una empresa de vuelos contratados.

Uno después del otro, los dos bimotores pasaron carreteando junto a las hileras de aviones privados más pequeños y aviones de fumigación. Hombres de la tripulación de tierra los hicieron detener afuera del primero de los dos hangares nuevos de Caraco. Otros más se apresuraron a trabar las ruedas en cuanto las hélices detuvieron su marcha.

La tripulación de los aviones, dos hombres en cada uno, se apresuró a descender. Estaban apurados por recibir el dinero prometido y regresar a la base de donde habían venido. Habían sido contratados para un viaje de ida solamente, no como parte de un contrato a largo plazo.

En cuanto los pilotos abandonaron el aeródromo, la tripulación de tierra arrastró los dos bimotores adentro del hangar más cercano. Luego, bajo la mirada atenta de la fuerza de seguridad de Reichardt, los mecánicos y técnicos electrónicos subieron a los aviones como hormigas y comenzaron a arrancar los asientos e instalar nuevas unidades de control en las cabinas.

La fase final de la Operación había comenzado.

REVELACIONES

17 de junio Washington, D. C.

El director asistente interino Lawrence McDowell se sirvió otra medida generosa de whisky de la botella que guardaba en el último cajón del escritorio. Derramó un poco sobre el escritorio, manchando las hojas de los últimos faxes de las oficinas del exterior, que informaban que no habían podido arrestar a esa zorra de Helen Gray y a su novio del ejército. A McDowell eso no le importaba; Gray y Thorn ya no tenían importancia. Estaban a la deriva en Europa.

Lo que sí importaba era que Heinrich Wolf, esa maldita víbora, por fin había metido la pata. El venerado J. Edgar decía siempre a sus subalternos que todo delincuente cometía por lo menos un error. Solamente había que vigilar y esperar. Pues bien, Wolf acababa de cometer el suyo... y justo a tiempo.

Durante casi tres semanas, McDowell había estado haciendo averiguaciones sigilosas para tratar de dilucidar quién diablos era Heinrich Wolf. Pero todos los senderos que había seguido habían terminado contra una pared. Inversiones Seguras, la empresa que él había alegado representar, no existía ni siquiera como fachada de otra firma. Era un invento. Y ninguno de los expedientes confidenciales de antiguos miembros del Stasi que le había pedido a la oficina de Berlín había sacado a la luz algún indicio. A pesar de los esfuerzos de McDowell, Wolf había seguido siendo un fantasma sin cara, una temible presencia en las sombras y en el teléfono.

Hasta ahora.

McDowell brindó por el fantasma de Hoover y tragó el whisky, disfrutando de la forma en que encendía brasas en su garganta y le subía directamente al cerebro.

Las piezas finalmente habían empezado a encajar el día anterior, justo después de que se enteró de que el director había cerrado la investigación del depósito de Caraco en Galveston. No le había costado demasiado enterarse del motivo.

McDowell quedó impresionado, muy impresionado. No todos los ejecutivos importantes de las grandes corporaciones tenían la influencia política necesaria como para hacer que la Casa Blanca y el FBI se pusieran patas para arriba como un perrito que hace gracias. Eso convertía a Caraco en una potencia formidable... y un blanco posible para discretos sobornos. Todo era cuestión de saber cómo hacer los deberes, a quién ir a ver con información ocasional sobre operaciones del FBI que pudieran afectar los emprendimientos de Caraco.

Fue así como solicitó a sus subalternos que armaran un expediente sobre la compañía y los empleados de más jerarquía. El expediente estaba ahora sobre su escritorio.

McDowell sonrió.

Ahí estaba todo; Wolf, Heinrich, jefe de seguridad de la división europea. El arrogante hijo de puta ni siquiera se había molestado en cambiarse el nombre para tratar con él. Pues bien, ese descuido le iba a costar muy caro. ¿Qué dirían sus nuevos jefes si se enteraban de que un ex policía secreto alemán estaba contrabandeando heroína utilizando a Caraco como pantalla?

McDowell sabía que no estaba completamente a salvo todavía. Pero ahora tenía con qué presionar. Si Wolf lo volvía a amenazar con delatarlo, él le devolvería la amenaza. Y si era necesario, podría entregar al mal nacido a la sección de contrainteligencia del FBI como parte de un arreglo judicial.

Tapó la botella casi vacía y volvió a guardarla en el cajón. Tengo que acordarme de traer otra, pensó. El whisky ya no le duraba tanto como antes.

La luz del teléfono se encendió y McDowell respondió enseguida.

—McDowell.

—Habla Wolf.

McDowell tuvo que esforzarse para no soltar una carcajada. Hablando de Roma...

—Hola, Heinrich.

—Tengo una misión pira usted. McDowell sacudió la cabeza.

—No sé si voy a poder ayudarlo, Heinrich. Tomó el expediente de Caraco del escritorio y giró en el sillón para mirar por la ventana. —Sucede que estoy pensando en retirarme...

—¿Del FBI? —la voz de Wolf se endureció. Eso sería un gran error, PEREGRINO. Un error con consecuencias muy serias.

El agente del FBI se encogió de hombros.

—No sé, Heinrich, no sé. Al parecer, hay muchas oportunidades afuera en el sector privado. Entornó los párpados. —Podría solicitar un puesto en Caraco, por ejemplo. Me parece que pronto pueden llegar a necesitar un nuevo jefe de seguridad para sus empresas europeas. ¿Qué opina de eso, Herr Wolf?

El alemán permaneció en silencio varios instantes y luego dijo lentamente:

—¿Está intentando renegociar nuestro arreglo, señor McDowell?

—Sí, puede ser. —McDowell se volvió hacia el escritorio. —Los términos que exijo son simples: déjeme en paz... para siempre. A cambio, mantengo la boca cerrada en cuanto a sus actividades extracurriculares. Y todo el mundo se va contento.

—Sus términos son inaceptables —respondió Wolf con frialdad—. No crea que su posición es tan fuerte, PEREGRINO.

—¿Cómo dice? —McDowell comenzó a dudar por primera vez desde que había descubierto la identidad del alemán. La conversación no estaba saliendo según lo planeado.

—Tal vez logre causarme inconvenientes por un breve lapso —explicó Wolf-y quizás hasta me cueste algo de dinero. Pero creo que para usted eso no sería buen negocio a cambio de años de trabajos forzados en una de sus cárceles federales de máxima seguridad. Y no creo que sus colegas se muestren compasivos con los traidores. Además, como sabe, las prisiones son sitios peligrosos.

Esta vez le tocó a McDowell permanecer en silencio. Se mordió el labio inferior con impotencia. Wolf no se estaba echando a sus pies como había esperado.

—Pero le ofrezco una alternativa, PEREGRINO, como muestra de mi buena voluntad.

—¿Qué clase de alternativa?

—Si cumple con éxito un último cometido, le cancelaré la deuda que tiene con mi organización. Quedaremos a mano y ya no sabrá nada más de mí.

Eso sonaba prometedor. Sin soltar el teléfono, McDowell sacó la botella del cajón con la mano que tenía libre.

—¿Qué quiere que haga?

—La agente especial Gray y el coronel Thorn están en Washington —dijo Wolf con sequedad.

—¿Cómo? —El vaso de whisky cayó al suelo alfombrado y rodó debajo del escritorio. —¡No puede ser!

—Evidentemente, puede ser. Al parecer, Thorn y Gray son muy...perspicaces. Demasiado perspicaces para andar sueltos por allí.

—¿Bueno, qué más quiere que haga al respecto? — se quejó McDowell—. Gracias a mí, ya pueden quedar bajo arresto en cualquier momento. Puedo pasar el rumor a la oficina local del FBI que se están escondiendo por la zona, pero no puedo hacer mucho más.

—No —dijo Wolf—. Quiero una solución permanente al problema.

McDowell se estremeció en forma involuntaria. Carraspeó y dijo al cabo de unos instantes.

—Entiendo.

—Bien —dijo Wolf—. Ahora escuche bien. Su papel no es difícil, pero no debe cometer errores...

McDowell lo escuchó en silencio, deseando con desesperación poder beber otro trago. La sensación placentera que había sentido todo el día ahora se había marchitado y convertido en un dolor sordo entre los oídos.

Hostería Madison Inn, en los alrededores del Zoológico de Woodley Park

El Sol ya había caído.

Peter Thorn estaba tendido sobre la cama con las manos detrás de la cabeza. Con sólo volverse un poco, veía a Helen sentada en silencio junto a la ventana. Estaba de guardia, vigilando la calle por si el FBI o los misteriosos enemigos se habían enterado por fin de su regreso a Estados Unidos. La habitación estaba a oscuras, iluminada solamente por un suave brillo amarillo de los faroles de la calle. Ninguno de los dos quería arriesgarse a no ver a alguien por prender la luz.

Thorn frunció el entrecejo. Hacía días que algo le rondaba la mente. Algo acerca de la trampa en la que habían caído cerca de los muelles de Wilhelmshaven. Había revivido la escena cien veces en la mente, para adelante y para atrás, pero seguía sin entender cómo los hombres que habían tramado la emboscada los habían ubicado tan rápidamente. El hombre llamado Steinhof se les había acercado directamente... en el primer bar que habían visitado.

No podía haber sido una casualidad.

Y a menos que Thorn estuviera dispuesto a creer lo imposible —que las personas a las que estaban persiguiendo tenían suficientes agentes como para cubrir todos los bares portuarios de Wilhelmshaven— entonces Steinhof y sus asesinos los habían identificado antes. ¿Pero, dónde? ¿En la Autoridad Portuaria?

Recordó su paso por esa oficina. No, no había habido nadie cerca cuando habían hecho averiguaciones sobre el Aventurero Báltico. ¿La empleada, una tal Fráulein Geist o Geiss o algo así, podría haber alertado a los rufianes? Sacudió la cabeza al recordar a la mujer austera y tiesa que estaba tras el mostrador. No parecía ser la clase de persona que se involucra en una intriga.

No. Steinhof podría haberlos seguido después de que salieron de la Autoridad Portuaria o de la oficina de Aduanas, pero para hacerlo, tendría que haber sabido qué aspecto tenían y cuándo iban a llegar a Wilhelmshaven.

Lo que apuntaba a una posibilidad perturbadora... —Hay gente, Peter —dijo Helen de pronto.

Thorn saltó de la cama y estuvo junto a ella en menos de un segundo.

—¿Dónde?

—Debajo del segundo farol de la calle, de este lado.

Thorn vio el automóvil de cuatro puertas que acababa de detenerse justo adelante de una bomba para incendios y se puso rígido.

—Mierda.

La puerta delantera del lado del pasajero se abrió y Sam Farrell descendió a la acera. Thorn silbó por lo bajo.

—Qué alivio. Por un momento pensé que...

—No te apures, Peter. Mira quién lo trajo —dijo Helen en voz tensa.

El conductor del automóvil quedó a la vista bajo la luz del farol. Era Larry McDowell.

Santo Dios, pensó Thorn y se volvió hacia Helen.

—¿Nos esfumamos?

Ella suspiró.

—No tiene sentido. Hay otro automóvil más afuera, a una cuadra o dos. Y McDowell es una rata, pero no es completamente idiota. A esta altura ya debe de tener unidades en posición por toda la zona.

Thorn asintió. Vio que Sam Farrell se dirigía a la puerta principal de la hostería, con McDowell pisándole los talones. Ya no había adónde escapar.

El golpe a la puerta llegó un minuto después.

—Agente especial Gray. Coronel Thorn. Soy el director asistente interino McDowell.

Manteniendo un firme control sobre sí mismo, Thorn encendió la luz, abrió la puerta y dio un paso atrás.

Sam Farrell entró primero, sacudiendo la cabeza con pesar. —Pete, Helen, no saben cuánto lamento esto, pero me estaba esperando en la puerta de casa...

—No hace falta que se disculpe con estos dos —lo interrumpió McDowell. Pasó junto a él y fue a pararse adelante de Helen y Thorn. —El coronel Thorn y la agente especial Gray deberían sentirse muy afortunados por tenerme aquí. Los primeros en entrar por esa puerta podrían haber sido los del equipo SWAT.

Helen le dirigió una mirada fulminante.

—Si vino a arrestarnos, hágalo de una vez.

McDowell sonrió con satisfacción.

—Epa, epa, señorita Gray, cuidadito con el tono de voz. —Extendió las manos. —No vine a arrestarlos.

No, claro. Thorn lo miró con ojos entornados.

—¿A qué está jugando, McDowell?

—A nada, coronel. —El otro hombre se volvió hacia Farrell. —Cierre la puerta, por favor, general. Creo que necesitamos algo de privacidad.

Una vez que la puerta estuvo cerrada, McDowell se volvió hacia Helen yThorn.

—Es sencillo, coronel, así que por favor, trate de prestar atención. A pesar de lo que puede haber pensado, el director y yo no hemos estado sentados sin hacer nada estos últimos días. Por el contrario, estuvimos muy ocupados rastreando estos cargamentos ilegales que ustedes alegan que han entrado en Estados Unidos.

—¿Entonces por qué cerraron la investigación de Galveston? —quiso saber Helen.

—Estrategia, agente especial Gray. —McDowell sacudió la cabeza. —Sé que es muy competente en sus tácticas, pero es evidente que tiene una comprensión muy limitada del panorama general.

Levantó inmediatamente una mano para contener la respuesta furiosa de Thorn.

—No me mire así, coronel. Estoy señalando los hechos, nada más. La operación de Galveston era un pozo seco, cualquiera que haya leído los informes se daría cuenta. No había absolutamente nada. Sabíamos que no íbamos a encontrar nada útil allí.

—Pero el asalto generó una respuesta muy reveladora por parte de los ejecutivos jerárquicos de Caraco —prosiguió McDowell. —Y desde entonces, hemos estado investigando silenciosamente a su personal y a muchas de sus instalaciones en Estados Unidos.

—¿Y encontraron algo sospechoso? —preguntó Helen.

—Sí y no —dijo McDowell—. Hemos detectado actividades extrañas en un parque industrial de Caraco cerca de Chantilly. Ahora mismo tenemos equipos de vigilancia en la zona.

—Entonces el pedido de arresto...

—Era una pantalla —le confirmó McDowell—. Necesitábamos sacarlos cuanto antes de Alemania y nos pareció que podía ser la forma menos conspicua de hacerlo —Se encogió de hombros. —Es evidente que subestimamos sus recursos. Y los del general Farrell.

—¿Y qué quiere de nosotros ahora? —preguntó Thorn con suspicacia, luchando contra el instintivo rechazo que le provocaba el superior de Helen. El mensaje que estaba enviando el FBI sonaba muy bien, casi demasiado bien. ¿Sería todo este asunto de que "los pecados quedaban perdonados" una forma de sacarlos de la hostería sin alboroto ni publicidad adversa?

—El director quiere que usted y la agente especial Gray vayan a ver si reconocen a alguien. Algunos de los sospechosos a los que hemos visto en este complejo de Chantilly han llegado hace muy poco de Europa. Queremos verificar la posibilidad de que hayan sido parte de la banda que los atacó en Wilhelmshaven.

Thorn vio una mirada esperanzada en el rostro de Helen. Ella había estado tratando de poner en acción a los jerarcas del FBI desde que había enviado el primer fax a McDowell, instándolo a investigar los muelles de Wilhelmshaven. Y ahora realmente parecía que sus esfuerzos estaban dando frutos.

De pronto, se quedó congelado.

Wilhelmshaven.

Todas las piezas del rompecabezas que lo habían estado preocupando cayeron repentinamente en sus lugares. McDowell sabía que se dirigían a Wilhelmshaven. McDowell sabía por qué. Y el mal nacido tenía acceso a las fotografías de los expedientes, las mismas que le había enviado luego a la policía de Berlín.

Todo tenía sentido. Y formaba una horrible figura de engaño, traición e intento de homicidio. McDowell los había querido eliminar. Una vez. Dos, si se contaba el episodio de Berlín.

Y estaba por hacerlo otra vez.

Sin pensarlo, Thorn giró sobre los talones y luego volvió a girar, enviando un potente derechazo al rostro satisfecho de Mc-Dowell.

La cabeza del agente del FBI saltó hacia atrás por el impacto y luego volvió hacia delante, para estrellarse contra un gancho izquierdo que le dio debajo del mentón y lo dejó fuera de combate, tendido de espaldas en el suelo.

—¡Peter!

—¿Qué diablos hace, coronel? —exclamó Farrell.

Thorn no les prestó atención, sino que se acercó al hombre al que había derribado. Aturdido, McDowell rodó sobre un costado y se incorporó sobre una rodilla. Buscó debajo de la chaqueta con una mano.

—No tan rápido, hijo de puta—. Thorn le sujetó la muñeca con una mano y tiró hasta dejar la mano de McDowell al descubierto. Apareció la culata de una pistola.

Thorn apretó con fuerza.

McDowell lanzó un chillido y soltó. La pistola cayó sobre la alfombra.

Thorn le soltó la muñeca y recogió el arma en un mismo movimiento fluido. Era una SIG-Sauer P228. Le quitó la traba de seguridad con el pulgar y colocó el cañón contra la sien izquierda de McDowell.

El agente del FBI quedó inmóvil. La transpiración le caía por la frente y de un corte en el labio le chorreaba sangre.

—Lindo fierro —dijo Thorn en tono afable—. Presionó con más fuerza contra la frente de McDowell. Me da pena pensar el encastre que va a quedar cuando le vuele los sesos.

Los ojos del otro hombre se abrieron como platos y un gemido brotó de su boca.

—Pete —dijo Farrell en voz baja—. No lo hagas.

Thorn vio que su antiguo comandante había sacado su propia pistola y que estaba apuntando en forma general hacia él. Sacudió la cabeza.

—No me volví loco, Sam. Por ahora, al menos.

—Convénceme —insistió Farrell en tono nervioso.

—Dejaré que el director asistente interino McDowell los convenza en mi lugar. —Thorn vio por el rabillo del ojo que Helen, pálida como una hoja de papel, estaba corriéndose fuera del campo visual de Farrell. Santo Dios, todos estaban caminando por el filo de la navaja. Thorn carraspeó.

—Helen, quédate donde estás.

Ella se detuvo.

Thorn volvió a concentrarse en McDowell.

—Bien, hablemos un poco ¿de acuerdo? Las reglas son sencillas. Yo le hago preguntas y usted las responde. Si no lo hace, le vuelo la cabeza. Si me miente, le vuelo la cabeza. Si dice la verdad, lo dejo vivir un tiempito más.

Hundió la pistola contra la sien del agente del FBI.

—¿Entendió cómo son las reglas, señor McDowell? El hombre asintió rápidamente, todavía con los ojos muy abiertos.

—Perfecto. —Thorn sonrió con dureza, para disimular el hecho de que sentía náuseas. La tortura iba contra todos los códigos de justicia y leyes morales que le habían enseñado. Y lo que estaba haciendo ahora rayaba en la tortura o tal vez se pasaba de la raya. Solamente el recuerdo de Helen aparentemente indefensa y de rodillas sobre esa calle ensangrentada de Wilhelmshaven le daba fuerzas para seguir.

—Primera pregunta —dijo—. ¿No nos llevaba a encontrarnos con un equipo de vigilancia, no?

McDowell se humedeció los labios, haciendo una mueca de dolor al llegar al tajo que le había hecho el puño de Thorn.

—¡Sí, por supues...

—Respuesta incorrecta. —El dedo de Thorn oprimió el gatillo. McDowell apretó los dientes.

—¡Espere!

Thorn aflojó la presión.

—¿Quiere intentarlo otra vez? —Al ver que el otro hombre asentía con desesperación, preguntó: —¿Adónde iba a llevarnos?

El agente del FBI vaciló, sintió la presión de la pistola contra la sien otra vez y admitió de mala gana:

—A un campo en las afueras de Chantilly.

—¿Y quién nos espera allí?

La voz de McDowell se convirtió en un susurro.

—Un hombre llamado Wolf.

—¿Heinrich Wolf? —preguntó Farrell, perplejo.

McDowell asintió con pesar.

Thorn lo miró con repulsión.

—¿Y qué pensaba hacer Wolf... en ese campo en las afueras de Chantilly?

—Matarlos —masculló el agente del FBI. Agachó la cabeza, completamente vencido.

—¡Dios Todopoderoso! —estalló Farrell. Guardó la pistola de nuevo en la funda. —Al parecer, te debo una disculpa, Pete. Thorn sacudió la cabeza.

—No, Sam, en absoluto.

Helen avanzó hacia McDowell con una expresión de desdén en el rostro.

—¿Quién está en ese otro automóvil que está estacionado a una cuadra? ¿Hay más hombres de Wolf?

—¿Qué otro automóvil? —exclamó McDowell, francamente desconcertado—. Farrell y yo vinimos solos. ¡Lo juro! Helen lo fulminó con la mirada.

—Realmente es un imbécil, no hay duda. ¿No se le ocurrió que Wolf lo quiere ver muerto a usted también? ¿Que una vez que hubiera terminado con nosotros, usted ya no le sería de ninguna utilidad?

Thorn vio cómo el rostro transpirado de McDowell iba asimilando las palabras de Helen. Podía oler el alcohol debajo de la transpiración. El agente del FBI empalideció aún más. Thorn volvió a inclinarse hacia delante.

—Ahora que estamos todos en el mismo barco, Larry, empecemos desde el principio.

Paso a paso, pregunta a pregunta, fue extrayendo toda la sórdida historia de boca del otro hombre. Cómo McDowell había vendido su alma al Stasi por un poco de dinero hacía años. Cómo Wolf lo había chantajeado en Moscú, obligándolo a suministrarle información sobre la investigación de la caída del avión. Cómo había seguido las instrucciones de Wolf y había enlodado los nombres de Helen y Thorn con el FBI y otras agencias gubernamentales cada vez que había podido. Lo único que no pudo responder fue si el alemán era el jefe de esa organización criminal. Nunca había tenido contacto alguno con el príncipe Ibrahim al Saud.

Cuando Thorn hubo terminado, apartó la pistola de la sien de McDowell y le puso la traba de seguridad. McDowell se tambaleó y cayó hacia adelante en cuatro patas, con la cabeza gacha, jadeando como si acabara de cruzar la meta de una maratón.

Helen se quedó mirando a su antiguo jefe con frío desprecio.

—¡Maldita rata! Ojalá pase el resto de su vida en la cárcel. —Levantó la vista hacia Thorn y Farrell. —¿Qué hacemos ahora?

—¿Lo llevamos al FBI? —preguntó Farrell.

Helen pensó en esa propuesta, luego negó con la cabeza.

—Algo me dice que nuestro amigo Larry no se va a mostrar tan dispuesto a colaborar sin una pistola contra la sien. En última instancia, va a ser su palabra contra la nuestra y allá tiene todo a su favor.

Farrell asintió.

—Hay una sola cosa que podemos hacer —dijo Thorn en voz baja—. Herr Wolf se tomó muchas molestias para organizarnos una recepción cerca de Chantilly. Lo menos que podemos hacer es encontrarnos con él a mitad de camino.

Unidad de Vigilancia Móvil, Washington D. C.

Max Harzer vio salir a los cuatro norteamericanos de la hostería y subirse al Ford Taunus azul oscuro de McDowell. Con una mano, levantó el teléfono celular del asiento junto a él y marcó el número de Reichardt. Con la otra, puso el motor en marcha.

—Sí. —Era Reichardt. No había forma de confundir esa voz tajante y autoritaria.

—Habla Harzer, señor. Están en camino.

—¿Todos? —preguntó Reichardt.

—Sí, señor. —Harzer vio pasar a los norteamericanos junto a él y enseguida puso el automóvil en movimiento. —Conduce la mujer.

Salió a la calle y comenzó a seguirlos.

—Muy bien, Harzer —dijo Reichardt—. Pero quédese bien atrás. No tiene sentido asustar a la presa cuando está tan cerca de la trampa. ¿Entendió?

—Sí, señor. —El alemán aminoró la marcha, cuidando bien de dejar tres o cuatro automóviles entre el suyo y el de los norte-americanos.

—Manténgame informado.

La llamada se cortó. Harzer dejó el teléfono sobre el asiento del pasajero y se concentró en conducir. En situación ideal, hu biera tenido un compañero en el coche para no perder de vista a los estadounidenses, pero con el apuro que había por completar la Operación, toda la mano de obra de Reichardt estaba ocupada.

Siguió a los norteamericanos por la avenida Connecticut hacia el sur, alrededor del Dupont Circle, por la Avenida New Hampshire hasta Washington Circle y luego por la calle 23. Harzer estaba a cuatro automóviles de distancia cuando el vehículo de McDowell cruzó como una saeta una luz amarilla que se convirtió en roja antes de que él pudiera seguirlo.

Marcó el número de Reichardt otra vez.

—Dígame.

—Los perdí, señor —dijo Harzer y explicó lo sucedido.

—¿Fue una acción deliberada? —preguntó Reichardt.

El alemán se quedó pensando. Desde que había llegado a Norteamérica había notado que para la mayoría de los conductores, la luz amarilla representaba lo que una capa roja para un toro español. Dudaba de que la agente Gray fuera distinta.

—No, señor. No creo.

La luz volvió a ponerse verde.

—¿Y siguen con dirección al Puente Roosevelt?

Harzer asintió en el teléfono.

—Sí, señor. No hay indicios de que vayan a desviarse. Ya deberían estar en el puente.

—Entonces siga, Harzer. Debería volver a encontrárselos en la Ruta 50. Cambio y fuera.

Cerca de la Ruta 50, en los alrededores de Chantilly, Estado de Virginia

El lote cubierto de hierba estaba silencioso bajo el cielo oscuro y despejado de la noche. Los grillos cantaban en un zumbido incesante. Una brisa suave agitaba las hojas de los árboles que rodeaban el terreno. Unas pocas casillas de vigilancia, una casilla de construcción a oscuras y un camino nuevo de tierra indicaban que el terreno pronto se convertiría en otro complejo más de oficinas.

Desde su posición en la hilera de árboles hacia el norte, Rolf Ulrich Reichardt miró otra vez el dial luminoso de su reloj. Habían pasado otros diez minutos. Se volvió hacia Schaaf.

—¿Hay algo?

El taciturno ex comando se puso las anteojeras con visor nocturno. Revisó el extremo del lote donde el camino nuevo cortaba el bosque y sacudió la cabeza.

—Nichts.

Reichardt frunció el entrecejo. Schaaf tenía cuatro hombres ocultos en posiciones cuidadosamente elegidas alrededor de la casilla vacía de construcción. Cada uno de ellos estaba armado con una ametralladora MP5 con silenciador. Cuando llegaran los norteamericanos, el grupo de emboscada tenía órdenes de dispararles en cuanto McDowell los llevara hacia la casilla. Thorn, Gray, Farrell y el agente traidor del FBI habrían muerto antes de tocar el suelo.

Cuando llegaran...

Reichardt estaba fastidiado. Ya deberían estar aquí.

El celular que llevaba colgado del cinturón vibró suavemente. Reichardt lo abrió enseguida.

—Reichardt.

—Habla Harzer. Estoy al final del camino de tierra. Pero no veo señales del automóvil de los norteamericanos.

Increíble.

—Despeje el área, Harzer. Regrese al complejo. —Reichardt cerró el teléfono y se volvió hacia Schaaf. —Algo salió mal. Llame a sus hombres. ¡Nos iremos ahora mismo!

Se internó más en el bosque mientras Schaaf cruzaba hacia la casilla de construcción. Un estremecimiento instintivo e irracional le corrió por la espalda. Thorn y Gray habían adivinado sus planes de atraparlos. ¿Pero cómo? Y lo que era más importante aún, ¿qué harían ahora?