CAPÍTULO DOCE
13 de junio
Viena, estado de Virginia
El mayor general Sam Farrell, retirado del Ejército de los Estados Unidos, había terminado de escribir por ese día cuando sonó el teléfono. Apagó el televisor en la mitad de una entrevista por la CNN. ¿Quién diablos podía llamarlo después de la medianoche.
Se levantó de la silla reclinable y extendió la mano hacia el teléfono que estaba sobre el escritorio. Al igual que su estudio, el escritorio estaba ordenado hasta lo imposible: impecable y con cada cosa en su lugar. Farrell le echaba la culpa de su pasión compulsiva por el orden a los treinta y tantos años pasados en el ejército. Louisa, su esposa, simplemente decía que tenía demasiado tiempo libre.
Levantó el teléfono cuando sonó por tercera vez.
—Habla Farrell.
—General, soy Peter Thorn.
La nota de fastidio en la voz de Farrell dejó lugar a una clara alegría.
—¡Pete! ¡Qué bueno oír tu voz!
Conocía a Thorn desde los primeros tiempos de su carrera, aunque él era bastante mayor. La comunidad de combate especial era una fraternidad de lazos estrechos, donde se forjaban amistades duraderas.
Desde que se había retirado, había tenido noticias de Thorn una vez por mes, aproximadamente: una postal, un mensaje en el correo electrónico o una llamada. Y siempre una tarjeta para las fiestas. Farrell no llamaría a la relación una de padre e hijo, porque había conocido también al padre de Thorn, mucho antes de que éste hubiera nacido. Nadie iba a reemplazar al gigantón John Thorn en el afecto de su hijo. Pero sospechaba que la amistad entre ellos dos había aliviado un poco el vacío que Thorn había sentido cuando murió su padre.
De algún modo, Farrell intuyó que la llamada no tenía un motivo social. Conocía demasiado bien a Thorn.
—¿Dónde estás, Pete?
—En Berlín, señor.
—¿En Berlín? —Farrell frunció el entrecejo. —Después de ese asunto de Pechenga creí que ya estarías de vuelta.
—¿Se enteró de lo de Pechenga?
—Caray, Pete, ¿cómo no iba a enterarme? Se enteraron todos los que tenían una radio o un televisor. Louisa y yo esperábamos verlos en cualquier momento en un programa de Oprah al que titularían Hombres y Mujeres Bajo Fuego.
No iba a admitirlo ante Thorn, pero también había estado siguiendo ávidamente las noticias de la tragedia del avión de la osi y los acontecimientos subsiguientes en Rusia. Era una historia intrigante e interesante, pero lo que más le importaba era que Thorn estaba involucrado en ella.
Farrell se puso serio.
—Me alegro de que hayas salido ileso de ese asunto. Parece que fue serio.
—Sí, señor, lo fue —concordó Thorn.
Esta vez Farrell captó la nota de desesperación en la voz del hombre más joven. Frunció el entrecejo. Nunca antes había oído a Peter desesperado. Furioso, sí. Decidido, también, siempre. Y a veces obstinado como una mula. Pero desesperado, nunca. Sujetó el teléfono con más fuerza.
—Bueno, Pete, dime qué diablos está pasando.
Hubo una larga pausa... que le hizo preguntarse si no se habría cortado la llamada.
Finalmente, Thorn dijo:
—Helen y yo necesitamos su ayuda, señor. Pero para serle sincero, no sé si debería ayudarnos.
¿Cómo? La arruga en el ceño de Farrell se acentuó. —Cuéntame.
—Está bien, señor —dijo Thorn—. La situación en la que estamos es la siguiente...
Farrell escuchó con atención mientras Thorn le contaba lo que él y Helen Gray habían hecho desde que habían escapado ala masacre a bordo del carguero en Pechenga. Sacudió la cabeza con asombro al enterarse de las peripecias por las que habían pasado.
Había creído que la facilidad de Thorn para meterse en líos mientras hacía lo correcto había alcanzado su pico en el ataque de la Fuerza Delta en Teherán. El hecho de desobedecer una orden presidencial directa de abortar la misión debió de terminar en una corte marcial. Después de que Thorn y sus tropas regresaron y fueron recibidos como héroes, Farrell tuvo que mover todos los hilos posibles para mantenerlo en servicio activo. Y desde entonces, el general había oído rumores en el Pentágono acerca de que su propio retiro había sido acelerado por su interferencia a favor de Thorn.
Farrell bufó para sus adentros y corrigió esa idea. Sabía que no hubiera llegado más allá de las dos estrellas y el Comando Conjunto de Operaciones especiales aunque no hubiese ayudado a Peter.
No, no se había arrepentido de respaldarlo. Pero, por Dios, cómo se complicaba la vida el muchacho. Violación de órdenes de movimiento. Viajes no autorizados. Abandono de la escena del crimen. Nadie del Pentágono iba a poder barrer todo eso debajo de la alfombra.
De pronto, Farrell se enderezó, sosteniendo todavía el teléfono contra la oreja.
—¡Helen y tú acaban de derribar a un par de policías alemanes!
—No intencionalmente, señor —explicó Thorn en tono adecuadamente contrito—. El jefe de Helen en el FBI debe de haberles dicho que nos siguieran después de que ella le pidió ayuda para salir del país. Pensamos que pertenecían al mismo grupo que nos estuvo persiguiendo desde el asunto de Pechenga.
—¡Por todos los Santos, Pete! —Farrell se pasó una mano por el pelo canoso. —¿Qué carajo están haciendo? No me importa cuántos kilos de heroína están contrabandeando esos cretinos... Ustedes dos se han pasado de la raya! ¡Por el amor de Dios, estás en el Ejército, no en la DEA!
—No estamos detrás de la heroína, señor —declaró Thorn con firmeza. —Estamos persiguiendo lo que creemos que es un misil ruso robado; va camino de los Estdos Unidos.
Farrell sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. Desde que la antigua Unión Soviética se había desmoronado, la peor pesadilla de los gobiernos occidentales había sido la de la poca seguridad que rodeaba el impresionante arsenal nuclear ruso. Y ahora Peter Thorn le estaba diciendo que la pesadilla podía estar volviéndose real.
Respiró hondo.
—¿Coronel, tienen la agente especial Gray y tú pruebas concretas al respecto?
Esta vez Farrell esperó hasta que Thorn terminó de contarle toda la cadena de pruebas y de razonamientos. Luego dejó escapar un silbido.
—Eso es muy débil, Pete, muy débil. Mucha gente buena e inteligente diría que son ideas descabelladas.
—Ya lo sé, señor.
Farrell no pudo evitar sonreír. Qué diablos, Peter seguía tan testarudo y dolorosamente franco como siempre. ¿Entonces estaba convencido de que su razonamiento era lógico? ¿O se trataba sólo de un acto de fe?
—¿Le han hablado de esto a algún organismo gubernamental?
—Todo el mundo parece haber creído a rajatabla la historia del contrabando de drogas —dijo Thorn.—. Helen se lo contó a su jefe y él trató de mandarnos directamente a una prisión alemana.
Farrell sacudió la cabeza.
—Parecería que te quedaste sin amigos, Pete.
—Espero que no sea así, señor.
Farrell sabía que Thorn jamás le suplicaría algo directamente, pero en su voz había algo que no había escuchado casi nunca.
—¿Qué quieres que haga, Pete?
—Dos cosas, señor. La primera es hacer que alguien con autoridad inspeccione seriamente el Caraco Savannah y su cargamento. Si estamos en lo cierto, hay una horrible sorpresa escondida adentro de esos motores.
Farrell pensó en el asunto. ¿Podría arriesgar su reputación de hombre recto y cabal pidiéndole a alguien con poder que creyera una de las teorías más disparatadas que había oído de boca de un oficial? Lo más inteligente sería decirle a Thorn que le deseaba lo mejor, recomendarle que se busque un abogado y cortar ya mismo.
El problema era que su instinto lo llevaba a creer en lo que Thorn le había dicho. Era la explicación de muchos acontecimientos desconectados: la tragedia del avión del equipo de inspección de la OSIA, los asesinatos del general Serov y el capitán Grushtiny las emboscadas de Pechenga y Wilhelmshaven. La historia de la banda de narcotraficantes también se ajustaba a los hechos, desde luego, pero era un poco demasiado conveniente, demasiado hecha a medida para los burócratas estadounidenses y rusos que no querrían pensar que lo impensable había sucedido debajo de sus narices.
Y diablos, no iba a olvidar que se trataba de Peter Thorn, pensó casi con furia. A pesar de lo que pudiera haber hecho, era un oficial de primera, uno de los mejores que Farrell había tenido bajo su mando.
De manera que actúa según tus creencias, se dijo y suspiró. —De acuerdo, Pete. Veré a quién puedo poner en movimiento. ¿Qué es la otra cosa que quieres que haga?
Thorn vaciló un largo instante antes de responder.
—Para derrotar a estos mal nacidos, Helen y yo tenemos que salir de Alemania y volver cuanto antes a Estados Unidos. Sin pisar una celda de la Polizei, en lo posible.
A pesar de que prácticamente lo había estado esperando, el pedido sorprendió a Farrell, que emitió un silbido por lo bajo.
—Esas son órdenes serias para un antiguo soldado, Pete.
—Ya lo sé, señor —dijo Thorn y carraspeó—. No se preocupe, si no puede hacer nada, lo entenderé perfectamente. Ya ha arriesgado mucho por mi culpa, mucho más de lo que podría devolverle...
Farrell lo interrumpió.
—Eres un oficial de primera, Pete. Y un hombre de primera, también. No me debes nada. —Sonrió. —Además, Louisa me mataría si dejara que les sucediera algo a Helen y a ti. Hace dos años que está planeando la fiesta de la boda.
—Tal vez tenga que cambiar el lugar de recepción a la prisión federal más cercana —respondió Thorn, serio.
—Es cierto. —Farrell sacudió la cabeza. —Mira, Pete, haré todo lo posible. No es fácil, te digo. Y esta vez lo único que podrás hacer para salvar el pellejo es tener razón acerca de este asunto.
—Le aseguro, señor, que preferiría estar equivocado —dijo Thorn—. Si Helen y yo estamos en lo cierto, ese misil ya podría estar sobre suelo norteamericano. Y si es así, tal vez no lo encontremos nunca hasta que estalle.
Farrell alejó de su mente la horrenda imagen de una ciudad entera incinerada por una bola de fuego y se concentró sobre el problema más inmediato.
—Bueno, pensemos en cómo traerlos de vuelta sanos y salvos. ¿Adónde están, exactamente?
—En una cafetería turca del distrito de Prenzlauer Berg que está abierta toda la noche. Estoy utilizando un teléfono público...
Farrell anotó el nombre del lugar y el teléfono en un pedazo de papel.
—¿Pueden quedarse allí un par de horas más?
—Sí —respondió Thorn—. Por el aspecto que tienen algunos de los otros clientes, Helen y yo podríamos vivir aquí por un tiempo, siempre y cuando sigamos pagando el café, claro.
—De acuerdo, Pete. Quédense ahí y no hagan nada. Todavía me quedan uno o dos amigos en Europa que tal vez puedan sacarlos de este embrollo.
—Gracias, señor —dijo Thorn; su voz sonaba aliviada y agradecida—. Se lo agradezco de verdad.
—Hazme un favor entonces —le pidió Farrell.
—Lo que quiera.
Farrell sonrió en el teléfono.
—Ni tú ni yo estamos con uniforme ahora, Pete, así que déjate de llamarme "señor" y dime Sam. ¿De acuerdo?
—Sí, señor... —Thorn se corrigió. —Digo, sí, Sam.
—Así está mejor —respondió Farrell—. Vigila tus espaldas, Pete. Mientras tanto, trataré de reunir a la caballería.
Esperó a que Thorn hubiera cortado y luego colgó el teléfono.
Farrell se quedó pensativo junto al escritorio unos instantes. Ahora comenzaba a ver las implicancias de lo que Peter Thorn alegaba. ¿Adónde podría ir para hacer que alguien iniciara una investigación seria? A ver a los rusos, no, por cierto. Moscú no iba a hacer olas, mucho menos ahora que cualquier arma nuclear que pudiera haber sido robada ya estaba fuera de suelo ruso. Y por lo que había dicho Thorn, el FBI, la OSIA, la CIA y el Departamento de Estado tampoco iban a reaccionar. ¿Quién quedaba, entonces?
Sacudió la cabeza. Ya habría tiempo para eso por la mañana. Ahora tenía dos amigos que estaban en serios problemas. El primer paso era sacarlos de Berlín antes de que la policía alemana los encontrara. Traerlos de vuelta a Estados Unidos iba a ser aún más difícil. Revisó su índice telefónico. ¿A quién conocía en Berlín? ¿Quién era de suficiente confianza como para ocultar a dos fugitivos?
Prenzlauer Berg, Berlín.
El coronel Peter Thorn asomó cautelosamente la cabeza alrededor de la cabina y revisó la parte delantera de la cafetería por enésima vez. Afuera ya era de día.
—¿Ves algo? —preguntó Helen Gray.
Thorn se volvió hacia ella.
—No, todo parece seguir despejado.
Helen asintió y bebió otro sorbo de la tacita humeante que tenía adelante. Tragó e hizo una mueca.
—Peter, te juro que esto cada vez está más fuerte. Hay más borra que líquido.
Thorn sonrió.
—Es un gusto que se adquiere.
Terminó lo que quedaba en su taza y paseó la mirada por los parroquianos que tenían alrededor. La mayoría tenía el aspecto desprolijo y bohemio de los artistas que gravitan hacia las cafeterías después de una noche de juerga en clubes nocturnos y casas de música alternativas. Parecían depender del café, los cigarrillos y la conversación para mantenerse conscientes. Por cierto, ninguno estaba prestando atención a los dos turistas norteamericanos de aspecto cansado que ocupaban el compartimento del rincón.
Nadie salvo el propietario, claro está. Pero Thorn dudaba de que el turco de piel morena que estaba detrás del mostrador fuera a esforzarse demasiado para ayudar a la policía de Berlín. No había lazos de afecto entre la población alemana y los inmigrantes que habían llegado en rebaños para conseguir trabajo en las últimas dos décadas.
Luchó contra el impulso de volver a mirar el reloj. Sam Farrell le había dicho que esperara, así que iba a esperar. De todos modos, las probabilidades de toparse con la policía eran menores aquí adentro que afuera en la calle. A esta altura, las fotografías de ambos podían estar en la primera plana de los periódicos de Berlín y en las pantallas de los noticiarios de la mañana.
—Peter, me parece que vino alguien.
La advertencia en voz baja de Helen le hizo volver la cabeza. Un hombre vestido con traje de hechura impecable había entrado por la puerta principal de la cafetería y estaba mirando las mesas con atención. Thorn vio un individuo fuerte, atlético, de ojos azules despiertos y un elegante sombrero gris.
Sin demasiados problemas, el recién llegado los vio y se acercó a la mesa. Se detuvo a un metro, cuidándose bien de mantener a la vista sus manos vacías.
—¿Peter Thorn? ¿Helen Gray? —Tenía acento inglés de clase alta. —Me llamo Griffin, Andrew Griffin. El general Farrell me pidió que los viniera a buscar.
Thorn se relajó levemente. Griffin. Le sonaba el apellido de algún lado. Revisó su memoria un instante y luego miró al inglés.
—¿El coronel Griffin? ¿Del SAS?
Recordaba haber visto el apellido Griffin en unos informes secretos sobre algunas de las operaciones encubiertas del Regimiento de Servicio Especial Aéreo 22 británico. La Fuerza Delta y el SAS trabajaban mucho en colaboración, compartiendo a menudo entrenamiento, inteligencia y tácticas.
Griffin sacudió la cabeza.
—Ex SAS. Me retiré hace un año.
—Usted estuvo a cargo del ejercicio INCURSIÓN en Cheltenham ¿no es así? —preguntó Thorn.
—Sí, pero el nombre en código era FORTALEZA —lo corrigió el inglés. Sus ojos chispearon un instante. —Como sin duda lo sabe, coronel. Espero que ahora crea que soy quien afirmo ser.
Helen sonrió.
—¿No quiere sentarse, señor Griffin? El café está... —inclinó la taza para mostrar el sedimento oscuro en el fondo —...disponible.
—El inglés le devolvió la sonrisa.
—No, gracias, agente Gray. —Hizo un movimiento de cabeza hacia la puerta.-Tengo el automóvil afuera... y me dijeron que ustedes dos están algo apurados por salir de la luz.
—Podría decirse que sí, señor. —Thorn se puso de pie, captó la atención del dueño y dejó varios billetes sobre la mesa. —Ha sido una noche muy larga.
Juntos, Helen y él siguieron a Griffin por la puerta principal y salieron a la calle, donde esperaba un Mercedes gris con vidrios polarizados. El ex oficial del Sas abrió la puerta, ayudó a subir al Helen al asiento trasero, ofreció el asiento de adelante a Thorn y luego subió detrás del volante.
Griffin se mezcló tranquilamente con el tránsito y tomó hacia el oeste.
—Tengo un departamento de buen tamaño en Charlottenburg, coronel. Nuestro común amigo me pidió que los aloje a usted y a la señorita Gray hasta que él pueda hacer otros arreglos.
—Se lo agradezco mucho, señor —dijo Thorn—. Sé que está corriendo un gran riesgo.
El inglés sacudió la cabeza.
—No hay ningún problema. —Sonrió. —Admitiré que usted y la agente especial Gray han adquirido cierta... celebridad... pero creo que el riesgo es mínimo. 0 por lo menos, fácil de controlar.
Helen se inclinó hacia adelante para participar de la conversación.
—¿Por qué lo dice, señor Griffin?
Griffin la miró por el espejito retrovisor.
—Tengo una empresa de asesoramiento en seguridad aquí en Berlín, señorita Gray. Nos especializamos en asesorar a corporaciones británicas y norteamericanas respecto de cómo lidiar con amenazas terroristas y con los sindicatos del crimen organizado de Rusia y Europa del Este. Así que como verá, mantengo buenos lazos con las autoridades alemanas. Me consideran un empresario sólido y un amigo de la policía. Teniendo eso en cuenta, creo que no considerarían siquiera la posibilidad de que pudiera ofrecer asilo a dos villanos tan notorios.
Thorn hizo una mueca.
—¿Tan mal está la cosa?
Griffin asintió.
—Enviaron a dos detectives de la policía al hospital, coronel. Aunque no en forma permanente, debo decir. Y a las autoridades no les gusta que golpeen a la policía en los callejones. —Dirigió una mirada a Thorn. —Entiendo que fue absolutamente necesario.
Thorn sacudió la cabeza con pesar.
—No, por como resultaron las cosas no. —Frunció el ceño.
—Nos tendieron una celada.
El ex oficial del SAS asintió.
—Así me dijo el general Farrell. —Se encogió de hombros.
—De todos modos, no es tan dramático. Quién les dice, tal vez hasta les hayan hecho un favor a esos policías. Los huesos rotos se les sanarán y quizá la próxima vez no caigan tan inocentemente en una emboscada.
Helen lanzó una risita apenada.
—No es una forma muy agradable de aprender una lección, señor Griffin.
Por un instante, el ex oficial del SAS se quitó la máscara de empresario civilizado y reveló al endurecido guerrero que había debajo.
—A veces las lecciones sólo se enseñan con golpes, señorita Gray. Y siempre es mejor actuar —aunque sea apresuradamente— que vacilar y esperar. Pero sospecho que usted y el coronel Thorn entienden de lo que hablo, razón por la cual siguen con vida, a diferencia de varios de sus enemigos.
Thorn permaneció en silencio el resto del breve viaje al departamento de Griffin, pensando en lo que el inglés había dicho. Tenía razón en cuanto a la necesidad de acción rápida y decisiva. Pero hasta que Sam Farrell pudiera encontrar la forma de sacarlos de Europa, Helen y él iban a tener que quedarse sentados esperando.
Washington, D.C.
Lawrence McDowell estaba sentado en una silla frente al escritorio de Leiter, el Director del FBI, observando discretamente a su superior mientras él echaba un rápido vistazo al informe apresurado que había redactado McDowell sobre el fracaso de la noche anterior en Berlín. Estás en una posición segura, se dijo con nerviosismo. Manténte firme con tu historia. Thorn y Gray no están aquí para contradecirte, así que no pierdas la calma.
Después de un minuto eterno, Leiter levantó la vista del informe. Tenía el ceño fruncido.
—Diablos. La situación está completamente fuera de control, McDowell. ¿En qué carajo estaba pensando?
McDowell decidió hacerse el desentendido.
—¿Cómo dice, señor? No comprendo.
—¡Desobedeció mis órdenes, carajo! —gruñó el director del FBI. —¡Le dije específicamente que no quería que arrestaran a Gray y a Thorn!
—Usted me dijo que no los hiciéramos arrestar por nuestra gente —objetó McDowell; se humedeció los labios—. La policía alemana tomó el asunto en sus propias manos.
—¡Déjese de boludeces! Fue usted el que armó todo esto. McDowell extendió las manos.
—Para ser sincero, señor, realmente no veo que me quedara otra opción después de que la agente Gray me informara de sus actividades ilegales en Wilhelmshaven. Las autoridades alemanas ya tenían descripciones de ellos. —Sacudió la cabeza con pesar. —Usted no hubiera querido que pasara por alto cargos de homicidio y huida para evitar la acusación.
Leiter frunció los labios.
—¿A eso hemos llegado?
—La situación es... ambigua —respondió McDowell, hábil-mente—. Por cierto, la reacción exagerada de Thorn y Gray de anoche habla de sentimientos de culpa o manía de persecución. Los dos policías alemanes a los que atacaron están en el hospital con contusiones. Y uno tiene la mandíbula rota.
El director del FBI frunció el entrecejo.
—Debería haberme pedido autorización, de todos modos, McDowell. Diablos, usted no tenía autoridad para hacer una cosa así.
—Dadas las circunstancias, señor, me pareció mejor manejar el asunto en un escalafón más bajo —respondió McDowell—. Por como están las cosas en el Congreso, pensé que no sería buena idea darles más municiones a los que lo critican. De este modo lo que suceda con la agente Gray es responsabilidad mía y no suya.
Esta va directamente al blanco, pensó.
Debido a una sucesión de errores y abusos del FBI y de alegatos de corrupción no comprobados en algunos de los sectores administrativos, varias comisiones del Congreso estaban llevando a cabo una investigación profunda de la organización. De hecho, el director había pasado la mayor parte del día anterior declarando bajo juramento y delante de las cámaras de televisión, sobre asuntos relativos a esos incidentes. El hecho de que una agente de jerarquía estuviera huyendo de la policía alemana sería la cereza de la torta para los perros de vigilancia del Congreso.
Por un aterrador instante, McDowell temió haberse pasado de la raya. El rostro de Leiter enrojeció peligrosamente. McDowell decidió jugarse la última carta.
—Señor, si usted quiere, renunciaré por causa de todo este asunto... —Dejó que su voz se perdiera, dejando bien en claro sus intenciones: Si no me apoyas, iré corriendo a esas comisiones del Congreso y les contaré que el director del FBI estaba dispuesto a hacer la vista gorda ante los delitos cometidos por uno de sus agentes en el exterior. McDowell estaba seguro de que lo escucharían, pues había invertido mucho tiempo congraciándose con miembros de ambos partidos políticos.
Al ver que la ira del director se disipaba y se convertía en resignación, suspriró para sus adentros, aliviado. Leiter debía de haber llegado a la misma conclusión.
—Está bien, McDowell —dijo el director lentamente—. Lo haremos a su manera, por ahora. Su accionar con respecto a la agente Gray queda aprobado, aunque de muy mala gana. —Garabateó una firma sobre el informe que tenía adelante.
—Gracias, señor. —McDowell hizo una breve pausa para saborear la victoria y luego continuó: —Tengo dos sugerencias más.
El director entornó los párpados.
—Hable.
—Creo que es hora de que anulemos los poderes de los que goza Gray como funcionaria de la ley y de que pidamos su arresto y el del coronel Thorn. Lo más probable es que los alemanes los atrapen pronto, pero quedaría mejor que nosotros estuviéramos buscándolos.
Leiter permaneció impasible un instante, y luego asintió, repentinamente.
—Muy bien, McDowell. Póngalo en marcha.
McDowell salió de la oficina del director mareado de alivio y de triunfo. Había sobrevivido a la trampa de Heinrich Wolf... y había resultado ganador. Y ahora, con Thorn y Gray casi fuera de su vida para siempre, podría concentrarse en encontrar la forma de liberarse de las garras de ese maldito chantajista.
La voz de Leiter lo detuvo en seco.
—McDowell.
Se volvió.
—¿Sí, señor?
El director le dirigió una mirada fulminante.
—De ahora en más me mantendrá bien informado. No quiero más sorpresas desagradables, ¿está claro?
McDowell sonrió.
—Por supuesto, señor. Cuente con ello.
Division de Transporte de la Corporación Caraco, Galveston, Estado
de Texas.
(D menos 8)
El edificio de dos pisos alquilado por Caraco Transport —una de las tantas subsidiarias de Caraco— estaba muy cerca de la costa de Galveston. Tenía un muelle de carga de tres dársenas en el fondo, una puerta de acero en el frente y ventanas de vidrio altas en tres de las paredes.
Como todos los otros edificios de la zona, el depósito de Caraco Transport estaba rodeado por una cerca terminada en alambre de púas. Luces y cámaras de seguridad cubrían todas las zonas. A ninguna de las empresas vecinas les llamaba la atención. Los depósitos portuarios eran un imán para los ladrones.
Las medidas de seguridad que salían de lo habitual estaban adentro, bien lejos de la mirada pública.
La oficina principal del edificio había sido copada por una fuerza de seguridad de ocho hombres, altamente entrenados. En un mueble contra una pared había media docena de rifles automáticos H amp;K G-3. En otros armarios había granadas, lanzadores de misiles rusos RPG y pistolas para una docena de hombres.
Los hombres de las tropas de seguridad eran todos alemanes, veteranos del desaparecido Ejército Popular o del Comando Fronterizo que no habían podido conseguir empleo después de la caída del muro. Su comandante, un antiguo comando taciturno llamado Schaaf, era especialista en tácticas de combate urbano, sobre todo métodos de asalto SWAT y otras técnicas de ataque en equipo.
Su pericia se reflejaba en las defensas del lugar. A pesar de que ya eran consideradas inexpugnables para los ladrones las puertas del depósito habían sido reforzadas con placas de metal y barras de acero. Resistirían los golpes de cualquier arma por tiempo indefinido. Había cargas de demolición y minas direccionales para cubrir las principales avenidas de ataque.
Sus hombres estaban igualmente bien protegidos. Tenían máscaras para utilizar contra gases lacrimógenos. Cascos con protección auditiva incluida ofrecían defensa contra las granadas de estruendo utilizadas por las fuerzas contraterroristas occidentales.
Cuatro hombres de los ocho estaban permanentemente de guardia. Uno monitoreaba una batería de escáneres policiales, alarmas y cámaras de televisión. Otro patrullaba el edificio, buscando merodeadores ya sean físicos o electrónicos. El resto vigilaba el trabajo en el salón abierto del depósito.
Todos comían, dormían y vivían en el edificio. Y según Schaaf, si no protegían sus secretos, quedarían enterrados allí, también.
Werner Kentner se tomó un breve descanso, se quitó las antiparras y dirigió una mirada a la galería alta que daba al salón principal. Uno de los hombres de Schaaf estaba allí, caminando de un lado a otro con el rifle de asalto acunado entre los brazos.
Kentner se secó la cara transpirada con un paño y volvió a concentrarse en el trabajo.
Uno de sus hombres, un joven palestino de la Franja de Gaza, le hizo la señal de que todo estaba bien y salió del enorme contenedor de embalaje.
Kentner asintió.
—Llévenselo.
Un tercer hombre, alemán como él, movió los controles de la grúa que estaba encima del contenedor. Las cadenas se tensaron y apareció un motor de reacción.
En cuanto estuvo libre, el cuarto miembro del equipo de Kentner, un egipcio de nacimiento, entró con un soplete. Volaron chispas por todos lados cuando atacó el contenedor y lo cortó en formas irregulares de tamaños desiguales, que serían demasiado pequeñas para dar indicio alguno de la identidad original del contenedor. A medida que caían los pedazos, el quinto hombre, un palestino algo mayor, los revisaba y luego los arrojaba dentro de un tacho de la altura de un hombre que estaba a un costado. Había una docena de tachos similares ya llenos.
Kentner se volvió para ver cómo el operador de la grúa bajaba el motor con cuidado hasta una cuna especialmente preparada. Cuando estuvo en su lugar, Kentner se adelantó, seguido por el joven palestino. El otro alemán apagó el motor de la grúa y fue a reunirse con ellos.
Trabajando con movimientos tranquilos y ensayados, los tres comenzaron a desmantelar la carcasa externa del motor, utilizando llaves para las partes más fáciles y cortadores hidráulicos y sierras eléctricas para el resto. Preservar intacto el motor no era parte de su misión.
Les llevó casi media hora retirar la mitad superior de la carcasa para revelar lo que debería haber sido una serie de ruedas de turbinas y cámaras de combustión. En su lugar había un arma nuclear TN-1000, cuidadosamente sostenida por soportes de acero soldados. Una gruesa capa de polietileno cubría la bomba. El plástico no sólo había protegido la TN-1000 durante el largo viaje por tren y por mar, sino que también había absorbido cualquier posible radiación emitida por el corazón de plutonio de la bomba.
Kentner dio un paso atrás.
—Aquí está, camaradas —murmuró—. La última de las bellezas.
Palmeó la bomba con afecto. Había servido en la Fuerza Aérea de Alemania Oriental como especialista en artillería. Había visto antes estos monstruos de origen ruso y sabía cómo cuidarlos. El arma nuclear tenía la forma de una bomba convencional, terminada en una nariz con punta roma. Con sus ciento cincuenta kilotones era quince veces más poderosa que las que habían sido lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Una vez que le hubo quitado el protector de polietileno, Kentner inspeccionó cuidadosamente el arma buscando señales de que hubiera sido maltratada o dañada. Veinte años de servicio militar le habían enseñado que algunos rusos eran demasiado haraganes como para limpiarse las manos como correspondía. No veía motivos para suponer que los muchachos de Kandalaksha fueran competentes.
Utilizando un manual técnico impreso en ruso, el especialista en artillería revisó los dispositivos de seguridad de la bomba TN-1000 y luego probó los circuitos internos. Todo estaba en condiciones. Más tranquilo ya, dio la señal para que el operador de la grúa sacara la bomba de su escondite y volvió a trabajar, esta vez inspeccionando la parte inferior.
Sus dos asistentes siguieron destrozando el motor Su-24, arrojando diversos trozos en los tachos con chatarra de diferentes tipos. Siguieron trabajando hora tras hora, sumidos en el torbellino furioso de chispas y chillidos estridentes de sierras eléctricas.
Cuando terminaron, el aire estaba denso de humo y ellos, medio sordos.
La segunda etapa fue menos ruidosa, pero más complicada.
Kentner volvió a colocar la funda de polietileno sobre la TN-1000 y luego utilizó la grúa para levantarla hasta una caja especialmente preparada. Adentro, el arma quedó sostenida por una base de metal. El experto en artillería y su equipo pusieron más soportes sobre la bomba y la dejaron inmovilizada en su lugar. Una tapa de aluminio liviano calzaba perfectamente sobre la caja.
Una vez terminada la caja fue colocada sobre una tarima de madera y luego dentro de un gran cajón. Finalmente, Kentner guió la bomba nuclear de ciento cincuenta kilotones hasta un sector del depósito donde otros cuatro contenedores idénticos esperaban en fila.
Los cinco hombres del grupo intercambiaron sonrisas y de inmediato fueron a guardar sus herramientas. Acababan de empezar cuando sonó la primera bocina grave en la parte trasera de la Dársena de Carga Uno.
Schaaf y tres de sus hombres corrieron al depósito y se ocultaron en posiciones de disparo. Cuando estaban listos, el antiguo comando levantó el pulgar en dirección a Kentner.
—Llegó el primer recolector de residuos —bromeó.
El encargado de artillería asintió y fue a destrabar la puerta de la dársena de carga.
Tommy Perkins era un camionero independiente, un gitano de las rutas al que no le molestaba trabajar hasta tarde. De noche había menos tránsito, de todos modos. Además, no le importaba transportar cargas para Caraco Transport. La empresa a menudo contrataba a independientes, sobre todo cuando estaban apretados de tiempo y necesitaban camiones adicionales. Podían ser todos extranjeros, sí, pero pagaban a tiempo y en efectivo, lo que resultaba muy conveniente cuando llegaba el momento de declarar impuestos.
Y había que admitir que trabajaban como mulas. Cargaron el camión con cinco tachos de chatarra y llenaron todos los formularios casi antes de que tuviera tiempo de orinar en el baño químico que tenían atrás.
Perkins estuvo de nuevo en la ruta a los cuarenta y cinco minutos, camino de un depósito de chatarra en las afueras de Nueva Orleans.
Los otros tres camiones llegaron enseguida después que él se fue. Dos eran independientes y se llevaron el resto de la chatarra de metal, esta vez con destino a depósitos en Missouri y Georgia.
El conductor y el copiloto del tercer camión, un monstruo de dieciocho ruedas, esperaron adentro mientras se cargaban los otros dos. Ambos hablaban un inglés pasable y tenían permisos de conducir válidos emitidos en Estados Unidos. Ambos estaban armados.
Una vez que los independientes se hubieron ido, retrocedieron con el camión hasta la dársena de carga y esperaron mientras Kentner y sus hombres introducían los "compresores" embalados en la parte trasera y los aseguraban en su lugar.
Ya había oscurecido hacía rato para cuando el tercer camión salió del depósito y se fue rugiendo hacia una carretera que llevaba tierra adentro. El equipo de seguridad de Schaaf se preparó para la rutina normal de la noche. Werner Kentner y sus hombres, exhaustos, se fueron a dormir.
De pronto Kentneer sintió que le sacudían un hombro. Oyó una voz lejana que le decía en tono insistente:
—¡Levántese! Raus mit ihr!
Aturdido, con la vista borrosa, rodó sobre un costado y miró sin comprender a los hombres que se inclinaban sobre él.
—¿Qué...? —logró mascullar justo antes de que le arrojaran agua fría en la cara.
Kentner escupió y se puso de pie, furioso, listo para darle su merecido al idiota que...
La vista se le aclaró y vio a Rolf Ulrich Reichardt con una jarra vacía en la mano. El alemán lo miraba con una sonrisa tensa y controlada.
—¿Ya está despierto, Werner o necesita otro poco de agua? —preguntó Riechardt con engañosa amabilidad. —Si es así, estoy seguro de que Herr Schaaf puede traerme otra jarra.
Schaaf, el soldado de piedra, esperaba con aire sumiso un paso más atrás que el ex funcionario del Stasi.
—¿Qué sucede? —Kentner sabía que a Reichardt no se le discutía, pero todavía estaba confundido y tratando de ubicarse en tiempo y espacio. Las ventanas del depósito estaban oscuras. Miró el reloj. Dios... no había dormido más que una hora.
Los otros hombres que ocupaban el improvisado dormitorio despertaron al oír el alboroto. Reichardt les dirigió una mirada y ordenó:
—¡Levántense, todos! ¡Hay más trabajo que hacer! ¡Vamos, ya! En su voz había partes iguales de ira e impaciencia. Kentner se secó el agua que le goteaba por el mentón.
—No entiendo, Herr Reichardt. Estamos trabajando según el programa. ¿Por qué tanto apuro?
El antiguo hombre del Stasi le dirigió una mirada terrible, paralizante. Se inclinó hacia él y le dijo en voz baja;
—Los programas cambian, Werner. —Sus ojos se endurecieron aún más. —No volverá a cuestionar mis órdenes. Nunca. ¿Está claro?
Aturdido, Kentner se apresuró a asentir.
—Bien —dijo Reichart en tono gélido—. Entonces le sugiero que se ponga en movimiento. Ahora mismo.