La traducción es la clave de la terapia. Por ejemplo, a fin de soltar presión, no hay que inventarse un impulso, ni tratar de sentir uno que no existe ni conjurar mágicamente impulsos que aparentemente nos faltan. No digo que si uno puede esforzarse por sentir el impulso de hacer con interés un trabajo, entonces ya no se sentirá presionado. Lo que digo es que si uno se siente presionado, el impulso necesario ya está presente, pero disfrazado como síntoma: la presión. No hay que conjurar el impulso para situarlo junto a los sentimientos de presión, porque esos sentimientos de presión son ya el impulso que necesitamos. Simplemente hay que llamarlos por su nombre original y concreto: impulso. Es una simple traducción, no una creación.

Así, de esta precisa manera, lejos de ser indeseables, los síntomas son oportunidades de desarrollo. Los síntomas señalan con suma precisión nuestra sombra inconsciente; son señales infalibles de alguna tendencia proyectada. Por mediación de los síntomas se encuentra la sombra, y por mediación de la sombra, el desarrollo, una expansión de las demarcaciones, un camino hacia una imagen de sí mismo exacta y aceptable. En una palabra, que uno ha descendido desde el nivel de la persona hasta el nivel del ego. Es casi así de sencillo: persona + sombra = ego.

Sería negligencia de mi parte cerrar este capítulo sin ofrecer al lector una sencilla clave para entender lo esencial del trabajo terapéutico que se lleva a cabo en este nivel. Si se hace caso omiso de la jerga técnica de cualquier terapeuta de la sombra, para escuchar simplemente el sentido general de su conversación, se encontrará uno con que lo que dice se ajusta a cierta pauta o modelo. Si le dices que amas a tu madre, te dirá que inconscientemente la odias; si le dices que la odias, te dirá que inconscientemente la amas. Si dices que no puedes soportar la depresión, te dirá que te complaces con ella. Cuéntale que te sientes enfermo cuando te humillan, y te dirá que secretamente te encanta. Si estás apasionadamente metido en una cruzada religiosa, política o ideológica para convertir a otros a tus creencias, te insinuará que en realidad tú no crees para nada en todo eso, que tu cruzada no es más que un intento de convertir a la parte que tú mismo tienes de incrédulo. Si dices sí, él dice no. Si dices arriba, él dice abajo. Si maúllas, él ladra. Y entonces, si le dices que siempre has sospechado que te enfermaban los psicólogos, pero que ahora estás seguro, te dirá que en realidad eres un psicólogo frustrado, y que secretamente envidias a todos los terapeutas.

Todo esto empieza a parecer ridículo, pero por debajo de toda esa lógica aparentemente retorcida, el terapeuta —independientemente de que se dé cuenta o no— se limita a enfrentarte con tus propios opuestos. Podemos mirar desde esta perspectiva todos los ejemplos de este capítulo, y el hecho es que, en cada una de estas situaciones, el individuo sólo tenía conciencia de un lado de los opuestos. Se negaba a verlos a ambos, a entender la unidad de estas polaridades. Como los opuestos no pueden existir el uno sin el otro, si uno no tiene conciencia de ambos, sepultará el polo rechazado, lo hundirá en el inconsciente y, en consecuencia, lo proyectará. En pocas palabras, esto equivale a erigir una demarcación entre los opuestos y originar así una batalla, pero se trata de una batalla que jamás se puede ganar, que se pierde perpetuamente de mil maneras, todas dolorosas, porque en definitiva cada uno de los dos lados es un aspecto del otro.

De modo que la sombra no es más que nuestros opuestos inconscientes. Por ello una manera fácil de establecer contacto con su sombra es suponer precisamente lo opuesto de lo que usted se propone, desea o quiere conscientemente en este momento. Eso le mostrará exactamente cómo ve el mundo su sombra, y ésa es la visión con la cual ha de reconciliarse, lo cual no significa que actúe en función de sus opuestos, sino tan sólo que tenga conciencia de ellos. Si siente que alguien le disgusta intensamente, tome conciencia del aspecto de usted a quien le gusta esa persona. Si está locamente enamorado, entre en contacto con la parte a quien esa persona no le importa en absoluto. Si un sentimiento o un síntoma le parece odioso, procure percibir cuál es el aspecto de usted mismo que secretamente disfruta con él. En el momento en que uno se da cuenta cabal de sus opuestos, tanto de los sentimientos positivos como de los negativos que experimenta ante una situación cualquiera, muchas tensiones relacionadas con esa situación desaparecen, porque se disuelve la batalla de opuestos que creaba esa tensión. Por otra parte, tan pronto como uno pierde de vista la unidad de los opuestos, la conciencia de que ambos aspectos están en uno mismo los escinde, instalando entre ellos una demarcación y, en consecuencia, confina el polo rechazado en el inconsciente, de donde volverá para acosarnos en forma de síntoma. Como los opuestos son siempre una unidad, solamente la inconsciencia, una desatención selectiva, permite su separación.

A medida que uno comienza a explorar sus opuestos, su sombra, sus proyecciones, empieza a descubrir que está asumiendo la responsabilidad de sus propios sentimientos y estados anímicos. Empezará a ver que las batallas que libra con otras personas son, en realidad, batallas entre uno mismo y sus opuestos proyectados, que sus síntomas no se deben a una acción del entorno, sino a algo que uno mismo se hace, como un sustituto exagerado de lo que realmente le gustaría hacer a los otros, descubrirá que las personas y los sucesos no son la causa de que uno se altere, sino tan sólo las ocasiones apropiadas para que se produzca la alteración. Empezar a entender que uno mismo es quien está produciendo sus propios síntomas es un tremendo alivio, pues ello supone a la vez que puede dejar de producirlos si los traduce de nuevo a su forma original. Uno se convierte en la causa de sus propios sentimientos, en vez del efecto.

En este capítulo hemos visto de qué manera, al tratar de negar ciertas facetas de nuestro ego, terminamos con una imagen falsa y deformada de nosotros mismos, que es lo que se llama la persona. En general, se establece una demarcación entre lo que a uno le gusta (la persona) y lo que no le gusta (la sombra). También hemos visto que esas facetas negadas de nuestro ego (la sombra) terminan por ser proyectadas, de modo que parece como si existieran «ahí fuera», en nuestro entorno. Quedamos entonces reducidos a andar por la vida peleando con nuestra sombra. La demarcación entre persona y sombra se convierte en batalla entre la persona y la sombra, y esa guerra interior es lo que se siente como síntoma. Así llegamos a aborrecer nuestros síntomas con la misma pasión con que al principio aborrecíamos a nuestra sombra, y, una vez proyectada la sombra entre otras personas, odiamos a esas personas como antes odiábamos a la sombra. Entonces tratamos a los otros como si fueran un síntoma, como algo a combatir, y las múltiples formas del combate se sucede en el límite de este nivel.

Elaborar una imagen de nosotros mismos más precisa, es decir, descender de la persona al ego, es tanto como obtener una percepción más amplia de aquellas facetas de nosotros mismos cuya existencia desconocíamos, y esas facetas son fáciles de identificar, porque se revelan como síntomas, opuestos, proyecciones. Recuperar una proyección es derribar una barrera, incluir en nosotros mismos cosas que creíamos ajenas, abrirnos a la comprensión y aceptación de todas nuestras diversas potencialidades, negativas y positivas, buenas y malas, dignas de amor o de desprecio, y así llegar a tener una imagen relativamente exacta de todo aquello que es nuestro organismo psicofísico; es desplazar nuestras demarcaciones, volver a cartografiarnos el alma de manera que los viejos enemigos se conviertan en aliados y los opuestos que combaten en secreto se hagan amigos. Y al final, aunque no todos nuestros aspectos nos parezcan deseables, tal vez nos encontremos en conjunto agradables.