8

McKeever y Benet se encontraron en el Aeropuerto De Gaulle. Después que aquél recuperó su revólver —en varios fragmentos—, Benet le puso al corriente de las novedades.

—Fue una noche bastante ajetreada. Tu chica está bien.

—No es mi chica —se apresuró a aclarar McKeever—. Prosigue.

—Harrison se fue. Su avión despegó hace media hora.

McKeever gruñó:

—¿Lo hiciste seguir en París?

El mofletudo rostro de Benet adquirió un matiz irónico cuando miró de soslayo a McKeever.

—El chófer de Harrison era uno de nuestros hombres. También logramos seguir a Robelle. E intervenirlo.

McKeever levantó la vista:

—¿Intervenirlo quirúrgicamente?

—Intervenirlo poniéndole un micro-manchette. ¿Sabes de qué se trata? Le pusimos un micrófono en los gemelos. Cuando levanta un teléfono para hablar...

McKeever rió:

—¡Formidable!

Se acercaron al aparcamiento donde estaba el destartalado coche de Benet.—Prosigue —dijo McKeever en cuanto se sentaron.

A modo de respuesta, Benet apretó un botón del Sony. Empezó a oírse una cinta.

«...los papeles», dijo una voz masculina con acento norteamericano. «En una caja fuerte de un estudio de TéléFrance 1.»

«C’est fait», dijo un francés: Robelle. «Nos ocuparemos. ¿Algo más?»

«No. ¿Y por allí?»

«Todo listo. La segunda parte se cumplirá a las cuatro y veinticinco.»

«Bien.»

Una pausa.

«Costó muy caro», dijo Robelle lentamente.

«¿Y qué importancia tiene el dinero?»

«Es verdad. Lo recogió anoche. Volará a Roma.»

McKeever miró a Benet, que se encogió de hombros.

«Y tú», dijo el americano, «creo que deberías advertírselo a nuestro amigo de Estrasburgo.»

McKeever volvió a mirar a Benet, que esta vez sonrió.

«Ya lo he hecho», dijo la voz de Robelle desde la cinta. «Pero no estaba muy preocupado. Bon voyage.»

«Gracias. Mantenme informado.»

La cinta terminó.

—Era desde una cabina telefónica —aclaró Benet—. Hace una hora.

—No está mal —reconoció McKeever.

—¿No está mal? —Benet arrugó su cara de manzana—. ¡Hemos dado con el premio gordo y lo único que se te ocurre decir es «no está mal»!

—Estaría bien si supiéramos quién viajará a Roma, qué hizo exactamente para ganar una gran suma de dinero, y a quién y qué buscar en Estrasburgo.

—Por otro lado...

—Sí —lo interrumpió McKeever—. Si ése era Harrison...

—Era Harrison.

—Lo suponía. Entonces ahora sabemos que existe alguna relación entre él y Robelle. Podemos ir a buscar unos papeles en una caja fuerte de TéléFrance, probablemente dejados allí por Maggie Whelan, y una flecha de neón apunta a Estrasburgo. Pero, ¿a qué en Estrasburgo?

—El depósito, mon pote, el lugar donde almacenan las armas.

McKeever rió.

—No tendremos tanta suerte. Vamos.

—¿A dónde?

—¿A dónde? A buscar los papeles que están en esa caja fuerte.

La nota decía:

«Tenía hambre y la alacena estaba vacía. Te compré leche, mantequilla, croissants. Dejé todo en la cocina. Hasta luego. Paul».

Al leerla, Celeste sintió la casi incontenible tentación de llorar.

Eso era todo. Una carta de amor de Paul Metrand, capaz de rivalizar con los mejores poemas de Barrett y Browning.

En lugar de llorar, se echó a reír. Así eran las cosas. Con la luz del día, él había cambiado de idea, había huido de la escena del crimen, no quería mirarla a la cara, no quería darle una explicación. En consecuencia, se lo explicó sin explicárselo. A fin de cuentas, la ausencia es más elocuente que las palabras.

Volvió a dejar la nota en la mesilla de noche. En todo aquello, sólo había un consuelo: no era un golpe inesperado; ella había tenido la previsión, el dominio de sí misma, o el pesimismo, el cinismo —quizás el realismo— de haberle dicho fríamente la noche anterior: Consúltalo con la almohada. No era un gran consuelo, pero, si bien no le ahorraba dolor, al menos salvaba su orgullo. Cuando volviera a verlo —en la cubierta de vuelo, ni un minuto antes— podía mostrarse coqueta, sencillamente, o muy suficiente: Por supuesto que no te creí. Ya te dije que no te tomaba en serio, Paul.

Pero de pie en la cocina, mirando la cafetera que él había dejado llena de café, y los croissants sobre la mesa, cerró los ojos durante un breve y triste minuto, pensando en lo hermoso que habría sido desayunar juntos y volver a hacer el amor. Mientras se calentaba el café se asomó a la ventana.

Era un día soleado. Las calles estarían llenas de parejas, de amantes. Un día apropiado para que una mujer sola se quedara en casa.

Aquel sábado, a través de la ventanilla del taxi, Maggie contempló la soleada mañana parisina: las calles del mercado, con sus tenderetes de fruta, verdura, pescado y flores; las colas frente a las panaderías; las multitudes que andaban bajo el sol con largas barras de pan en el brazo y brillantes bolsas de lona cargadas de queso, vino, un pollo para la cena, un postre sabroso. Volvió a pensar en McKeever: las compras de fin de semana que habían hecho juntos, las cenas que ella había preparado en el horrible hornillo del apartamento de él, los sencillos picnics que habían hecho junto al Sena...

El taxi dobló por la Rue Vaugirard, pasó frente a la horrorosa Torre Montparnasse —cincuenta y seis pisos erguidos como un dolorido pulgar de vidrio— y luego hacia el oeste, en dirección al Sena. Finalmente el conductor volvió la cabeza y dijo:

—Nous voici. Hemos llegado.

Estaban frente al estudio de televisión.

—Gracias —le pagó.

Maggie entró en el moderno edificio y le mostró un pase al guardia uniformado que cuidaba la puerta.

—¿A quién quiere ver? —le preguntó.

—Al señor Ravignol, el jefe de seguridad.

El guardia meneó la cabeza.

—No está. No hay nadie en su despacho.

—¿Vendrá?

—Tarde o temprano.

Después de un instante de vacilación, Maggie sacó un sobre de su bolso.

—Por favor, entréguele esto, únicamente a él... y dígale que lo ponga con el resto de mis cosas.

—Oui, Madame.

—Es muy importante.

—Naturalmente.

El guardia bostezó y se guardó el sobre en el bolsillo. Era un hombre que sabía qué consideraban importante las mujeres: quedarse sin mantequilla, quemar una camisa.

—Es muy importante —insistió Maggie. Esta vez él le dedicó una mirada—. Gracias.

Maggie salió y volvió a encontrarse con el día soleado y vacío.

Tatyana despertó al oír el chirrido de la puerta que se abría muy lentamente.

—Buenos días, Nelli —dijo en voz alta.

Nelli saltó prácticamente hasta el techo y se puso colorada de pies a cabeza.

—Salí a hacer una caminata a primera hora de la mañana —dijo bruscamente la entrenadora.

—E hiciste minuciosamente la cama antes de salir.

—Por supuesto.

—Por supuesto, por supuesto —Tatyana rió entre dientes. Se sentó en la cama y se abrazó las rodillas. Nelli volvió a ruborizarse—. Cuéntamelo todo. Anda, Nelli. Entre dos chicas puede haber confidencias.

—Yo no soy una chica.

—Con el hombre apropiado, cualquier mujer es una chica. Cuéntame. Empieza por París. ¿A dónde fuiste? ¿Qué viste?

—¿Sabías —Nelli se sentó en la cama— que Gregori es realmente un hombre encantador? Muy educado, muy amable. ¿Sabías que ha leído a todos los clásicos? Un hombre sorprendente. Muy sorprendente —Nelli se levantó y se acercó a la ventana. De pronto se echó a reír—. Le dije que era capaz de beber hasta tumbarlo.

—¿Eso le dijiste?

—Sí. Empezamos con champán. Luego tomamos vodka. Bebimos toda la noche. Hablamos y bebimos, bebimos y hablamos.

—¿Eso fue todo?

Nelli sonrió.

—Mi generación es distinta a la tuya.

—Ah —fue todo el comentario de Tatyana.

—La diferencia consiste en que nosotros no hablamos de las otras cosas.

—Ah —Tatyana miró apreciativamente a Nelli—. Bien... para ser una persona que bebió toda la noche, o casi toda la noche, se te ve muy sobria.

—Lo estoy.

—¿Y cómo está Gregori?

—Perfectamente —Nelli rió—. Dormido como un tronco. Debo confesarte que hice algo que nunca había hecho. En la competencia alcohólica lo dejé ganar. Fingí que me mareaba. Me llevó en brazos.

Tatyana sonrió.

—O sea que saliste ganando tú, ¿no?

Nelli se encogió de hombros:

—Quizá. Veremos.

En el sobre había una nota.

Señor Ravignol:

Le ruego que guarde esta cinta en la caja fuerte, con el sobre que le entregué anoche. Es posible que mañana por la noche lo llame desde Moscú para pedirle que la emita. Muchas gracias por su colaboración.

Maggie Whelan

En la soleada oficina de Benet en el Quai des Orfèvres. McKeever puso la cinta en el magnetofón y apretó el botón.

La voz de Maggie dijo: «Señor Ravignol: David Harrison, de Industrias Harrison, me ha asegurado que tiene la intención de informar a las autoridades sobre ciertas transacciones ilegales de armas. Si usted está pasando esta cinta, significa que no lo ha hecho, por lo que le ruego coja los documentos que están en la caja fuerte y se los entregue a... supongo que a la embajada de Estados Unidos, informándoles al mismo tiempo que pienso revelar esta historia. Eso es todo. Agradezco una vez más su colaboración.»

Benet levantó la vista.

—Eso la libra de que la acusen de haber retenido pruebas, ¿verdad?

—Creo que sí —respondió McKeever—. También puede acogerse a la Primera Enmienda —volvió a hojear los documentos que estaban sobre el escritorio—. Pero en todo esto no hay nada que nos permita caer sobre Harrison. Estos papeles demuestran que es el propietario de Municiones Armuco, como ya sabíamos, y que Armuco tiene una subsidiario en París. Los embarques entre ambas sucursales no son ilegales. La subsidiaria de París vendió diversas armas a un distribuidor francés. Eso también es legal. ¿Que faltan algunas armas? Puede decir que las robaron o que están inventariadas en otro documento. Hace negocios con Robelle, pero contra éste nunca pudimos hacer nada por falta de pruebas —arrojó los papeles sobre el escritorio—. Y seguimos con las manos vacías. Harrison puede salir de esto limpio como una rosa.

—Es evidente que es culpable —dijo Benet con tono hosco.

—Yo pienso lo mismo... y él también. Está corriendo de un lado a otro como una gallina decapitada. Pero estos papeles, por sí solos, no prueban nada —McKeever cogió los anteproyectos y les echó un vistazo—. SCAM... ¿Qué demonios...? —se interrumpió, pasó unas cuantas páginas y exclamó—: ¡Atiza!

—¿Qué ocurre? —quiso saber Benet.

McKeever empezó a reír desaforadamente.

—Claude, si esto es lo que yo pienso, lo tenemos.

—¿De qué se trata?

McKeever se levantó.

—Tenemos que conseguir a alguien que entienda de misiles.

—¿A dónde vas?

—A desayunar. Si ocurre algo, me encontrarás en el Select.

Benet enarcó las cejas:

—A la vuelta de la esquina hay veinte cafés. ¿No te parece que el Select está un poco lejos?

McKeever movió la cabeza afirmativamente.

—Pero se trata de un viaje sentimental —después de una pausa se encogió de hombros—. Si los hombres de Robelle intentan violentar esa caja fuerte, si localizas a Cooper o si algún sospechoso trata de marcharse a Roma...

—Me pondré en comunicación contigo.

—De acuerdo.

En la calle, echó una rápida mirada a los sombreados arcos del Palacio de Justicia. El Sena, resplandeciente bajo el sol, le recordó tiempos más apacibles.

Cogió un autobús que bajaba por el Boulevard St. Michel. Caminó por Montparnasse hasta el Select.

Metrand no había dormido. Había permanecido tendido a su lado, envuelto en los brazos de ella y en sus propias promesas, observando en el reloj de la mesilla de noche cómo pasaban las horas.

Quizá la amaba, pero a las cinco de la madrugada eso no parecía tener mucha importancia. A las cinco de la madrugada estaba solo en la oscuridad, con su propia naturaleza —o su segunda naturaleza— y su propio hábito de no amar.

A las 5.30, cuando se volvió para mirar a Celeste, dormida y sonriente, supo que «miedo» era el nombre acertado para sus sentimientos: miedo de que ella no le quisiera, mezclado con el miedo más intenso aún de amarla.

Bien, pensó, ella le había dicho que lo consultara con la almohada; él no había pegado un ojo y a las 6.45 estaba claro que ya no dormiría.

La tienda de la esquina abrió a las siete. Hizo la compra para los dos, fue a su casa y se acostó. Se quedó instantáneamente dormido sobre la colcha.

Sonó el teléfono. Atendió con los ojos cerrados.

—¿Paul?

Abrió los ojos.

—¿Joe? —miró la hora: más de las once.

—Creí que no te encontraría —dijo Patroni.

—¿Entonces para qué llamaste?

—Por si te encontraba. Tenías razón.

—¿En qué?

—Me garantizaste que me enamoraría.

Súbitamente, Metrand se sentó en la cama:

—¿Hablas en serio, Joe?

—Creo que sí —Patroni hizo una pausa—. Es maravilloso, Paul. Acabamos de separarnos. Ella iba a la iglesia.

—¿A la iglesia? —ahora bien despierto, Metrand se frotó la mandíbula y encendió un cigarrillo—. ¿Dónde estás?

—No sé. Viajé en un autobús. Te llamo desde la calle.

—¿Qué calle? Nos encontraremos para desayunar... o para almorzar... o...

—Espera un momento. Veré donde estoy.

Silencio.

Metrand fumó su cigarrillo con el ceño fruncido. Le cayeron cenizas en el pecho y soltó una maldición. Volvió Patroni.

—Boulevard Montparnasse. Esquina Rue de Rennes.

—Es cerca de aquí. ¿Sabes dónde está el café Rotonde? Baja por Montparnasse, aproximadamente dos manzanas. El Rotonde está unas puertas más allá del Café Select. Nos reuniremos allí a las... dame media hora.

—¿Ocurre algo? —preguntó Patroni.

—No. ¿Y a ti te ocurre algo?

—No. Todo es perfecto.

Eso es lo que ocurre, pensó Metrand, y suspiró.

—Hasta luego.

—A bientôt —Patroni rió.

—El avión está listo —Metrand acercó una silla a la mesa de Patroni y se sentó al aire libre, bajo el toldo—. Acaban de llamarme. Está totalmente reparado y bajo custodia. Nos espera en el aeropuerto De Gaulle. Despegaremos a horario. A las tres y cuarenta y cinco.

Patroni le observó:

—¡Qué cara!

—Tú tampoco estás demasiado bonito.

—¿Te sientes mal?

—Me siento bien. Pero no dormí mucho. Después de almorzar volveré a casa y dormiré la siesta. Tú tienes un aspecto inmejorable.

Patroni sonrió:

—Sí. Yo tampoco dormí mucho.

—Me lo imaginaba.

Llegó el camarero.

—¿Qué quieres? —preguntó Metrand a Patroni.

—Huevos fritos con bacon y tostadas.

—¡Qué desastre! —Metrand pidió dos tortillas de queso y pan—. Et deux grand cafés, tout de suite, s’il vous plaît.

—No sé... —Patroni se meció en la silla—. Nunca creí en el amor a primera vista, pero esta Gabrielle... es realmente algo especial.

Metrand lo había pensado y repensado, y había decidido que lo mejor era hacerlo enseguida y con tono ligero.

—Tiene que serlo —dijo—. Me costó mil doscientos francos.

Durante unos segundos, Patroni se limitó a mirarlo fijamente. Luego se inclinó hacia adelante:

—¿Quieres decir... quieres decir que es una...?

Metrand asintió:

—Sí.

Patroni le clavó la mirada otro segundo y repentinamente lanzó una sonora carcajada:

—¡Maldito cabrón! —dijo.

—Pensé que eso era lo que necesitabas.

—Y lo era, lo era. Lo de maldito cabrón era un chiste que me hacía a mí mismo.

—Yo no tenía la menor intención de... oye, Joe, pensé que te darías cuenta.

Patroni seguía riendo. No se lo había tomado a mal: estaba a la altura de las circunstancias.

—Mil doscientos francos... o sea aproximadamente... ¿trescientos pavos? —Patroni sacó un fajo de billetes del bolsillo.

—Es mi regalo de «bienvenida a París», Joe. No...

—¡Un momento! Gabrielle me pidió que te entregase este dinero. Me dijo que tú le habías hecho un préstamo y que ésta era una buena oportunidad para devolvértelo.

Metrand levantó la vista:

—¿Me estás tomando el pelo?

—No —Patroni sonrió—. Es el mejor regalo que he recibido en mi vida. ¡Eh! —Patroni señaló con el dedo—. ¿Ésa no es...? ¿Cómo se llama? ¿Maggie Whelan?

—¿Dónde? —Metrand se volvió.

—Te la perdiste. Acaba de entrar en el Select.