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—¡Maggie, querida! ¿Te traigo algo para beber? Hay vino y vino, y Perrier, naturalmente. —Harris Wilson era un tipo simpático aunque sumamente nervioso. Saludó a Maggie a través de la multitud—. Lamentablemente, estamos un poco retrasados. Debemos agradecer la demora a las fuerzas aéreas. Parece que están jugando a la guerra en nuestro fragmento de cielo. Ahora discúlpame... —saludó con la mano al redactor de notas sociales del «Star»—. El bar está allí, la comida allá y nuestro Concorde —señaló al otro lado de la ventana de la sala de espera— probablemente se encuentra sobre la Bahía de Chesapeake —rió—. Volveré dentro de diez minutos —rió otra vez y se dirigió al enviado del «Star».
Maggie suspiró y observó a la muchedumbre. La sala de espera de la Puerta 17 era un hervidero de gente de la prensa y de la burocracia de segundo orden. Allí no había nadie digno de ser noticia, nada que valiera la pena filmarse: llegaría un avión y todos sonreirían; las bocas en movimiento arrojarían frases hechas y absorberían minúsculos canapés de queso. Lo único que valía la pena destacar era que la FWA había comprado el avión y que el tan controvertido supersónico finalmente se sumaría a la flota nacional.
Eli Sande, el presidente de la línea, aún no había llegado. Tampoco Kleber con el resto del equipo. Maggie se acercó a la ventana y contempló el cielo. Estaba cubierto de nubes grises.
—Hola, Maggie.
Se volvió. Una sonrisa inconclusa se congeló en sus labios.
—Hola, Maggie —repitió él lentamente.
Estaba frente a ella, alto y fuerte, con la misma mirada semiburlona que ella tan bien conocía: McKeever.
Maggie sonrió ahora abiertamente.
—¡Luke! Yo... cómo... creía que...
McKeever sonrió y sus ojos se tornaron cálidos.
—No. Hace más de un año que estoy en Washington. Si te referías a eso.
Maggie rió.
—Creo que sí.
Hubo un momento de silencio. McKeever fijó en ella sus ojos grises. Ella interceptó la mirada, la interceptó y arrugó la frente. Estaba más delgado, más viejo... aunque no tanto envejecido como fatigado. O vacío. Fuera cual fuese la vida que había llevado, no había sido fácil.
—¿Aún sigues en la...?
—Hmmm —sonrió—. Adelante. Estoy esperando el chiste.
—¿Acerca de qué?
—Lo habitual. «¿Derrocaste a algún buen gobierno últimamente? ¿Echaste LSD en el vaso de leche de alguien?»
Ahora la sonrisa iluminó el rostro de Maggie:
—CIA. Corruptores de la Integridad Asociados.
—Sí. Por ahí vas bien.
Ella se encogió de hombros.
—Eso no lo creo. O al menos no lo creo de ti.
—¿Sí? Pues te diré que acabo de poner una droga en tu copa de vino. Dentro de veinte segundos... —McKeever miró la hora— te verás dominada por un violento e incontrolable deseo de fugarte conmigo a España —volvió a recorrerla con la mirada—. ¿Cómo estás, Maggie? ¿Tan floreciente como pareces?
—Estoy muy bien —y sintió que se ruborizaba.
—¿Y qué haces? Aparte de asomar las narices en Washington. Oí decir que te casaste con...
—No —lo interrumpió Maggie con tono cortante—. Ya sabes lo que pienso del matrimonio.
—Sé lo que pensabas en cuanto a casarte conmigo —se encogió de hombros—. Ignoraba que era una doctrina general.
—Lo era... Lo es.
—Bien... si te prometo no casarme contigo, ¿cenarás conmigo esta noche?
—No puedo —respondió ella lentamente—. Esta noche estoy ocupada.
—¿Y mañana?
—Mañana estaré en París, rumbo a Moscú. Una gira preolímpica, que también es el vuelo inaugural del Concorde de FWA, si es que hoy aterriza, y en realidad estoy... —se oyó hablar atropelladamente y prefirió guardar silencio.
Él concluyó la oración:
—Enamorada de otro.
Maggie lo miró. La mirada de él se perdía más allá. Ella volvió la vista en la misma dirección. Él estaba observando a un hombre con abrigo de pelo de camello.
—Sí —dijo Maggie pensando en David y sonrió—. ¿Cómo lo supiste?
—Soy detective. Bien, espero que tengas buen viaje. Yo... supongo que te veré en el campo de aviación.
Ella lo miró alejarse, meneó la cabeza y entró en el bar.
—¿Champán? —le ofreció el camarero.
—Sí.
Miró la hora: las 3.25.
¡POP! El camarero abrió la botella.
El champán era Moët o Dom Perignon: se trataba de algo lujoso. «Pour la nouvelle année», había dicho la anfitriona. Ésta era una princesa, o acaso una condesa: se trataba de algo lujoso. Celebraban el nuevo año en la Île St. Louis, con vista al Sena, en París. Corría 1973.
Sonriente, Maggie aceptó la copa. Probablemente bebió el champán con demasiada prisa, por lo que se atragantó.
—C’est une jolie mort —dijo un hombre a sus espaldas—. Mais, attendez —se acercó y le palmeó firmemente la espalda. Maggie empezó a respirar normalmente y lo miró—. Ça va?
Parecía americano por su tipo fornido y el pelo cobrizo, pero su francés era impecable.
—Ça va —respondió ella.
Él sonrió:
—Tú eres americana.
—¡Uf! —se ruborizó—. Basta que diga una palabra para que todos se den cuenta.
—¿Por qué será que...? —comenzó a decir él: tenía acento bostoniano.
Ella lo interrumpió:
—¡Tú también eres americano!
Él movió la cabeza afirmativamente.
—¿Por qué será —repitió— que los americanos siempre quieren pronunciar como si fueran franceses? —arrugó la frente—. El inglés es un idioma mejor, mucho más ingenioso e infinitamente más directo. ¿Cómo te llamas, quién eres, con quién viniste? ¿Estás enamorada de él?
—Eso... —ella empezó a reír— es bien directo.
En menos de una hora él supo todo sobre ella: que provenía de una granja lechera de Wisconsin, que llevaba en París casi un año, que trabajaba como periodista para una publicación femenina, que su trabajo consistía en cubrir la sección de modas, «en hacer artículos sobre vestidos y sombreros y, de vez en cuando, criticar una película e informar De Qué Habla La Gente».
—Quieres decir de qué hablan en la barra del Ritz y qué opinan del pâté de foie de Fauchon —dijo él con evidente desdén.
Ella lo desafió con vehemencia:
—Muy bien, McKeever, ¿y tú a qué te dedicas?
Él la miró.
—¿Por qué no lo deduces tú a partir de mi aspecto?
Maggie estudió su vestimenta (no era costosa), sus ojos (inexpresivos) y su manera de actuar (directa).
—Si te hubiera conocido en Boston, diría que eres policía.
Él rió:
—No está mal. Soy detective privado.
Aquella fue la primera de las cuarenta mil mentiras que le contó.
Se escabulleron de la fiesta y fueron a la Select, una cervecería que en otros tiempos había sido madriguera de Hemingway. En los meses siguientes volvieron a menudo. Había veces en que ella se preguntaba por qué salía con él o que veía en él. Con frecuencia era evasivo. Nunca hablaba de su trabajo y cuando se referían al de ella —a Maggie le encantaba lo que hacía—, McKeever adquiría la irritante y ligeramente burlona expresión que significaba «ya lo superarás».
En una ocasión ella estalló:
—¡Maldito seas, McKeever! ¿Ni siquiera puedes tratar de fingir que lo apruebas?
—No —movió la cabeza de un lado a otro—. He pasado la mayor parte de mi vida fingiendo, Maggie. Necesito tener a alguien con quien ser sincero.
—Ah. Y con toda sinceridad no puedes aprobar mi vida...
McKeever sonrió secamente.
—La Vida Descarnada. Harapos, huesos, y mechones de pelo que alimentan las notas sociales. Aléjate de eso, Maggie. Tú vales mucho más.
—Es una vida maravillosa. Excitante. ¡Divertida!
Él se encogió de hombros:
—Si tú lo dices...
Ella lo acusó de intolerante, de malhumorado, celoso, ridículo, implacable, y de poseedor del peor rasgo de todos: la importancia personal de ser serio.
McKeever había echado la silla hacia atrás y lanzado una sonora carcajada: era absolutamente imposible enfurecerlo.
No. Imposible no era. Una vez Maggie había entrado en el estudio de él y lo había encontrado hablando por teléfono, en un torrente de improperios en francés. Cuando colgó, no quiso hablar una sola palabra sobre la cuestión. Entonces ella ya sabía en qué consistía su trabajo: antiterrorismo para la sede parisina de la CIA. Le había contado que con anterioridad tenía base en Praga, donde se encontraba cuando la ciudad sucumbió a los tanques rusos en la coyuntura crítica del verano del 68. Sus compañeros de trabajo habían sido capturados y liquidados. La mujer que vivía con él había sido torturada y asesinada. Se lo había contado un lluvioso domingo a las cuatro de la madrugada, asegurándole que aquello era verdad y que todo lo demás que le había dicho eran mentiras, y que casi todo lo que le diría en el futuro sería mentira. «Excepto que te amo. Eso será siempre verdad.» En la oscuridad, él había dado la vuelta en la cama y la había mirado. «Eso te causa pavor, ¿verdad?»
«¿El amor?»
«El amor no. Es el ‘siempre’ lo que te espanta.»
«No sé de qué estás hablando», había respondido ella.
Y la mayor parte del tiempo Maggie no sabía de qué hablaba él. Ella era una joven de veinticuatro años y él un viejo de treinta y uno. Ella había visto muy poco del mundo: él había visto demasiado.
Estaba en la séptima semana de embarazo cuando se hizo un aborto.
No le dijo nada a McKeever. Si él hubiera sabido que estaba embarazada, habría tratado de impedirle que abortara. Habría querido tener el bebé. Ya le había propuesto matrimonio. Lo último que ella deseaba era casarse. Naturalmente algún día, se decía a sí misma, se casaría. La imagen se desvanecía y se volvía brumosa. Un atardecer, en una villa de Cannes, con niños de rostro borroso jugando en el jardín; un hombre parecido a Rossano Brazzi, con canas plateadas en las sienes; una criada. La persona más nítida de la imagen era ella. Segura de sí misma, realizada, cuarenta años como mínimo. Indudablemente, no era la señora de McKeever.
En ocasiones la imagen de la señora de McKeever era penosamente vivida: una mujer en el parque con un cochecillo de bebé, pensando que las chuletas de cerdo estaban cada vez más caras y preguntándose si su marido —en ese preciso momento— estaría muerto, vivo o en un estado intermedio. La señora de McKeever era un símbolo de la frustración o, peor aún, una enemiga a la que había que derrotar. Una mujer aburrida, preocupada y poco atractiva que planificaba el asesinato de Maggie Whelan.
A veces Maggie estaba en un tris de ceder, o comprendía lo fácil que sería ceder, veía que estar en los brazos de McKeever en la oscuridad era casi lo mismo que ahogarse y comprendía que los ahogados, seducidos por la fuerza del mar, dejaban de patalear y de luchar y, después de un rato, se mareaban, soñadores, relajados... y se hundían.
Había ido a una clínica de Suiza «a pasar dos semanas de vacaciones». A su retorno, no respondió a las llamadas de McKeever. Al principio él insistió, pero luego abandonó. Después se marchó... Maggie se enteró, por un amigo, que lo habían trasladado a Berlín.
Una mano en el hombro pareció devolverla al presente.
—Disculpa, Maggie, discúlpame.
Se volvió. Era Kleber, que se rascaba la barba. Llevaba una minicámara en el hombro. Suspiró.
—El tráfico me entretuvo más de lo previsto —Kleber miró el reloj—. Me he retrasado, pero no tanto como el Concorde.
Maggie miró la hora: las 3.26.