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—¿Quién es Maggie Whelan? —Tatyana Rogov estaba tendida en el suelo, con el cuerpo ceñido por un leotardo amarillo y las piernas en ángulo recto, apuntando directamente al cielorraso. En un veloz movimiento levantó completamente el torso y miró a Palmer a través de sus muslos.

—¿Cómo haces eso? —preguntó él, intrigado.

—¿Quién es Maggie Whelan? —fue la respuesta.

Los ojos de Tatyana, en su rostro esculpido, recordaban a Palmer los de un gamo que, sorprendido, levanta la vista desde una hondonada frondosa, al descubrir a un hombre con gorro de cazador de ciervos. Los ojos de Tatyana eran vigilantes, distraídos, temerosos. El temperamento ruso, pensó Palmer, tiene cabida para muchas contradicciones.

—Una periodista —respondió—. Trabaja en el programa.

Palmer observó las pesas que había en el suelo del gimnasio. Tenían que pesar como mínimo cuatrocientos kilos. En ese preciso momento los gigantescos bíceps de Gregori Yeshenko estaban ocupados tratando de quitar una porfiada tapa de una lata de Coca-Cola.

—En seguida vuelvo —dijo Palmer.

Atravesó el gimnasio hasta el lugar donde Arnold Kleber y el equipo de «En el terreno» filmaban a un astro olímpico del atletismo ruso, que frunció el ceño mientras ocupaba rápidamente su lugar.

—¿Qué? —preguntó Kleber y bajó el objetivo. Sonrió a través del bigote, la barba y las gafas de aviador—. ¿Qué conseguiste?

—Eso —Palmer señaló a Gregori, que parecía maldecir en ruso a la lata de Coca-Cola.

Riendo, Kleber apuntó su minicámara, que rápidamente enfocó al gigante. Palmer ya pensaba en la frase que grabaría en el estudio para acompañar la toma: «¿Alguna vez ha sido derrotado por la tapa de una lata? Hasta el campeón olímpico de levantamiento de pesas...».

—Oye, Gregori —dijo en voz alta—, ¿necesitas ayuda?

El gigantesco y calvo ruso movió la cabeza afirmativamente y sonrió.

—Sigue rodando, Arnie —Palmer guiñó un ojo al camarógrafo: de vez en cuando un periodista tenía la suerte de tropezar con una pepita de oro como aquélla.

Palmer avanzó flexionando los músculos. A los treinta y seis años, se mantenía en forma. En otros tiempos jugaba como zaguero de los Jets, pero había abandonado cuando el médico le dijo que si volvía a lesionarse el disco una vez más, ni siquiera podía prometerle que lograría volver a andar, para no hablar de jugar al fútbol. De modo que Palmer se había zambullido de cabeza cuando le hicieron una oferta de trabajo: reportero deportivo de «En el terreno». Seguía en el mismo puesto desde 1976 y allí había adquirido confianza, presencia, estilo y, por encima de todo, una excelente visión periodística.

Palmer tomó la lata de Coca-Cola de manos de Gregori y sonrió. La colocó en posición para un primer plano y tironeó de la tapa.

No se movió.

Levemente ceñudo. Palmer volvió a tironear, esta vez con más fuerza.

Nada.

Desde atrás de la cámara, Kleber rió:

—Adelante, Bobby. Muéstrales cómo se hace.

La cámara zumbó.

Palmer tiró de la tapa con todas sus fuerzas. Nada. Empezó a reír.

—Sigue riendo, tonto —Kleber no dejó de filmar.

Palmer, ahora suspicaz, observó la lata y leyó en voz alta:

—Fabricada por Bufonadas & Co. Todo va mejor con Coca-Cola de verdad.

—¡Cabrón! —dijo Palmer a Kleber—. Entre los dos me habéis hecho la cama.

Gregori rió.

Palmer cogió un micrófono.

—Por el momento no se han confirmado los rumores según los cuales Bufonadas & Co. tiene la intención de abrir una sucursal en Pekín.

—No está mal —Kleber movió la cabeza afirmativamente—. Ya que estás aquí, hagamos una inversión.

Palmer asintió. Mientras contemplaba a Tatyana que avanzaba hacia él, sonrió abiertamente y conectó el micrófono.

—Aquí Robert Palmer. Me encuentro en el gimnasio de la Universidad de Georgetown, donde los miembros del equipo olímpico ruso, que ya concluyen su visita de una semana a Washington, se han ejercitado para mantenerse en forma —miró intencionalmente a Tatyana—. Mañana regresará a Moscú. A mi lado está Yuri Bulkanin —Tatyana frunció el ceño: Bulkanin no estaba allí—. Yuri, ¿qué sientes al saber que mañana volarás a Moscú en el Concorde? —Palmer apartó el micrófono del alcance de la cámara e inclinó la cabeza como si estuviera escuchando la respuesta. Tatyana lo miró significativamente, pensando que estaba loco—. Corte —dijo Palmer y se volvió en dirección a ella, riendo—. Estábamos filmando lo que nosotros llamamos «inversión» —le explicó—. Cuando hice las preguntas Yuri estaba aquí, pero la cámara sólo lo enfocaba a él, no a mí.

—Ah. ¿Quieres decir que tú estabas de espaldas a la cámara y ahora invertiste tu cuerpo?

—Algo parecido.

—¿Me responderás a una pregunta? —dijo ella.

—Por supuesto.

—La que te hice antes. ¿Quién es esa mujer que te llamó esta mañana a las siete en punto?

Kleber levantó la vista:

—Hace un tiempo estupendo. Yo me voy.

—De acuerdo —aceptó Palmer—. Vete a la porra.

Kleber se alejó y empezó a haber nuevas tomas de Gregori.

Palmer apoyó las manos en los hombros de Tatyana.

—Querida —le dijo con tono paciente—, sólo es una mujer que trabaja en el programa. Es bella, inteligente y probablemente tiene otro montón de cualidades maravillosas, pero ocurre que está enamorada de otro y ocurre... —suspiró— que yo te amo a ti.

—Pero esa Maggie llamó tres veces esta mañana.

—Oye... mañana volará con nosotros a Moscú. Todo el viaje está relacionado con las Olimpiadas, ¿no? Pues bien, Maggie no sabe nada de deportes.

—¿Entonces para qué va?

—La red quiere un punto de vista femenino de Moscú. A propósito, me encanta que estés celosa.

Tatyana meneó la cabeza:

—Eso no está bien.

—¿Por qué no? —de pronto Palmer se sintió dominado por la furia—. Ahora estamos a mano. Yo también estoy celoso.

—¿De qué? —Tatyana frunció el ceño.

—De Moscú. Quieres volver en lugar de quedarte conmigo.

—Es una cuestión muy complicada, Robert.

—No. Es algo muy sencillo. Cuando nos conocimos en Montreal hace tres años, te dejé ir y nunca me lo perdoné. Después, cuando se decidió que las próximas Olimpiadas se celebrarían en Moscú, pensé que ya no había remedio, que nunca volverías a salir de Rusia a menos que volvieras a ganar la medalla. En cuyo caso tendremos que aguardar otros cuatro años. Oye, Tatyana, es muy fácil. Todo lo que tenemos que hacer es dirigirnos a la embajada...

—No. Y te ruego que nunca vuelvas a pedírmelo —ella empezó a alejarse.

—¡Entonces no tienes ningún derecho a estar celosa!

Tatyana se volvió y fijó sus ojos de gamo en los de él.

—No tengo derecho a abandonar mi país. No soy libre de entrar y salir como me venga en gana. No soy libre de amarte. Pero... —hizo una breve pausa—. Tampoco soy libre de no amarte —se encogió tristemente de hombros—. Estaremos juntos una semana en Moscú. Volveremos a reunimos el año que viene, cuando asistas a las Olimpiadas. No seas impaciente como todos los americanos, Robert.

Palmer estalló.

—¡Impaciente! ¡He esperado tres años! Tanya...

Pero ella ya se dirigía a los vestuarios. Palmer la siguió con la mirada. Se pasó una mano por el pelo de color arena y por la cara. Después exhaló un suspiro.

—¿Ya está? —preguntó Kleber.

Palmer se encogió de hombros y volvió a suspirar.

—¿Por qué no me habré enamorado de una dirigente del FLN?

—Por la barrera idiomática —sugirió Kleber y Palmer rió.

Kleber miró la hora y silbó:

—Llegaré tarde. Tengo que estar con Maggie en Dulles.

—¿Sí? ¿Qué hay en Dulles?

—Nuestro Concorde.

—¿Siempre llegas a los aeropuertos con un día de anticipación? —se extrañó Palmer.

—Muy gracioso. Hoy entregarán el avión.

—Ah.

—Sí, eso es lo que yo digo —Kleber bostezó—. Será el programa nevera de la noche. Durante su transmisión, todos se levantarán a buscar algo en la nevera.

El técnico de sonido estaba listo para partir. Kleber hizo un saludo con la mano.

—Oye —dijo Palmer—. Dile a Maggie que la respuesta a su pregunta es «tres».

—¿Cuál era su pregunta?

—¿Cuántas patas tiene una mesa de tres patas?

—¿Quieres decir que me meta en mis asuntos?

—Me parece que sí —Palmer sonrió—. Dale mis recuerdos a Maggie.