XXII
La hoja homicida

Desde el bosque donde estaban escondidos presenciaron los acontecimientos Doc y sus cinco camaradas.

—Juan Mindoro se halla a bordo de uno de esos aviones —les explicó el primero—. O por lo menos «debe» estar si he de dar crédito a sus palabras.

—¿Serán de confianza los pilotos que guían los aviones de combate y los comandantes que mandan los buques de guerra? —inquirió, desahogado Ham—. No olvidemos que muchos de ellos están de parte de Tom Too.

—Así es —admitió Doc—. Pero en los papeles que me habéis visto examinar se hallaban los nombres de todos y se los transmití a Mindoro. A estas horas deben de estar detenidos.

Monk dijo, frotándose las velludas manos:

—Y, ¿cuál es nuestro papel en el drama?

Apoderarnos de ese junco —manifestó Doc— en el que, probablemente, se encuentra Tom Too.

EL junco en cuestión se había aproximado a la playa y sus tripulantes echaban un bote al agua, evidentemente para ser utilizado por Tom Too para desembarcar.

En la bahía estalló una bomba y el agua que desplazó levantó el bote con violencia y lo estrelló contra el casco del junco. Doc y sus hombres corrieron a apoderarse de un sampan varada en la playa, cerca del lugar donde se habían refugiado. Se hizo fuego sobre ellos y respondieron al ataque.

Un aeroplano voló entonces por encima de sus cabezas. Como no podía distinguir amigos de enemigos a causa de la creciente oscuridad, Doc guió otra vez al bosque a sus camaradas para escapar a las descargas procedentes de lo alto.

Allí tropezaron con un grupo de doce piratas dispuestos a defender desesperadamente sus vidas.

Acechándose mutuamente, lucharon entre sí los dos grupos, guiándose, para disparar sus armas, por los fogonazos de las balas enemigas.

Los motores de los aviones de combate zumbaban por encima de sus cabezas. Volaban tan bajo, que sus flotadores azotaban la fronda de palmeras.

Al estallar las bombas originaban una conmoción tal, que toda la isla se estremecía. Los hombres chillaban o maldecían en una veintena de dialectos distintos. Las ametralladoras, los rifles, los revólveres, disparaban sin cesar.

—¡Volvemos a los antiguos buenos tiempos! —comentó Renny en las tinieblas. Él y sus compañeros arremetieron contra el grupo amarillo, cansados ya de sostener con ellos una escaramuza.

Doc se valía exclusivamente de sus manos, moviéndose de aquí para allá como oscuro fantasma. Hombre tras hombre sucumbió a la fuerza de sus puños o fue inutilizado por la rotura de sus miembros.

Al cabo se deshizo el grupo pirata y puso pies en polvorosa.

—¡AL sampan! —ordenó la sonora voz de Doc—. Trataremos de apoderarnos del junco.

Corriendo llegaron a la playa, botaron al agua la embarcación y se alejaron a remo.

Un avión dejó caer de su carlinga un paracaídas provisto de una luz de calcio y luego otro y otro, iluminándose la isla entera.

Entonces se vio que el junco de Tom Too trataba nuevamente de abandonar la bahía. Pero los destroyers le cerraron el paso y volvió a dar marcha atrás.

Las luces llamearon y se extinguieron al entrar en contacto con las olas.

Encorvándose sobre los remos del sampan se aproximó al junco el grupo compuesto por Doc y los cinco aventureros.

—Supongo que no esperarán ser abordados por una embarcación tan pequeña como ésta —murmuró Renny.

Doc guió con mano experta el sampan y llegaron, en medio de una profunda oscuridad, junto a un costado del junco. Un pirata les dio el alto.

Doc respondió con acento fingido y, expresándose en el dialecto hablado por el hombre de guardia, mandó a los corsarios que cesaran el fuego.

La borda del sampan rozó con el casco del junco y los seis hombres ganaron de un salto la cubierta de la nave capitana.

Otra bomba que estalló sin causar daño alguno en la costa, llameó con pálido resplandor, descubriendo la identidad de Doc.

Uno de los amarillos se lanzó, aullando, sobre él. Doc se retorció bajo la hoja de una espada que descendía sobre su cabeza, descargando un puñetazo simultáneo al amarillo. Éste cayó hacia atrás con la mandíbula desencajada.

La lucha se extendió rápidamente de extremo a extremo de la nave al diseminarse sobre cubierta los hombres de Doc, que luchaban mejor separados en la oscuridad.

Doc en persona se dirigió a la toldilla en busca de Tom Too.

Excitados, los orientales que se hallaban en el cuarto de máquinas elevaron su presión, mas como no iba nadie al timón, el junco navegó sin rumbo determinado de aquí para allá.

Doc Savage halló un largo palo de bambú improvisado para jugar al béisbol seguramente, y lo convirtió en un arma ofensiva.

Lo manejaba con tanta destreza y agilidad que ante él saltó como bola de billar uno de los corsarios y fue a tropezar con uno de sus compañeros, derribándole.

Las ametralladoras en miniatura tornaban a funcionar. Una vez más dispararon tan rápida serie de balas que, confundidas las detonaciones de unas y otras, producían la impresión de tela que se rasgaba con estrépito.

—¡Uno! —contó Doc.

—¡Dos! —exclamó como un eco la potente voz de Renny.

—¡Tres! —dijo Long Tom. Los demás gritaron, en rápida sucesión—: ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis!

Era ésta una costumbre establecida para cuando luchaban a oscuras, pues no sólo demostraban con sus exclamaciones que el grupo vivía y actuaba, sino que, además, ellas les servían para localizarse unos a otros, evitando pudieran agredirse entre ellos mismos.

Doc descendió por una escalerilla de hierro colado. Deseaba llegar cuanto antes al cuarto de las máquinas para detener el junco y evitar que chocase con otra embarcación.

Hallole sin gran trabajo. Sólo dos orientales le ocupaban en aquel instante, temblando como azogados bajo la pálida luz de una lámpara eléctrica.

No sólo no combatieron, sino que a una orden de Doc arrojaron al suelo sus armas. Doc detuvo los motores.

—¿Dónde está Tom Too? —inquirió luego.

Los amarillos se retorcieron. Estaban amedrentados. Ellos le habían visto morir decapitado y arder su cuerpo gigante con la tienda.

¿Era, acaso, un demonio para haber recobrado la vida?

Uno le indicó la parte de popa.

—Quizás haya ido en aquella dilección —dijo con voz cantarina.

Doc se encaminó al lugar indicado, el mismo alhajado tan suntuosamente que realmente tenía que ser el departamento particular de Tom Too.

Dos orientales le impidieron el paso. Tan oscuro estaba el interior del junco que se dieron cuenta de su presencia cuando ya casi les tocaba.

Doc les dio un violento empujón y, mientras se tambaleaban y daban tajos en el aire, pasó por delante de ellos.

Ante él vio moverse una sombra y distinguió el resplandor de una lámpara de bolsillo.

Después sonó un apagado crujido. ¡Alguien abría un ventanillo en el junco!

Debía ser Tom Too, sorprendido en el acto de ir a lanzarse a las aguas de la bahía.

Doc se lanzó junto al ventanillo y estuvo en un tris que no recibiera la muerte.

Jamás había corrido en toda su vida un peligro mayor, pues Tom Too se había sentado en el ventanillo, con los pies colgando hacia fuera y al divisarle a la luz de la lámpara le arrojó su cuchillo.

Doc distinguió la hoja sólo al atravesar los rayos luminosos, de modo que no se desvió a tiempo y la hoja del cuchillo se le clavó, como aguda espina acerada, en el costado, junto a las costillas.

Tom Too se arrojó al mar. Con poderosas brazadas trató de ganar la costa.

Súbitamente redobló sus esfuerzos y después desgarró el aire un terrible alarido.

Doc se asomó al ventanillo.

Por encima de su cabeza un avión arrojaba nuevo paracaídas luminoso.

No podía ser más oportuno, pues a la cegadora luz de calcio se distinguió claramente la figura de Tom Too.

De él se había apoderado un pequeño tiburón…, y esta vez no tenía con qué defenderse, puesto que había arrojado su cuchillo. Chilló y golpeó al monstruo pizarroso que le tenía asido por una pierna.

El tiburón era poco más largo que él y por un momento pareció que conseguiría escapar.

Pero inmediatamente le atacó otro monstruo mayor, atraído por aquel bocado humano que se le ofrecía.

Antes de hundirse para siempre en el abismo, mostró el capitán pirata su rostro convulso.

Sus facciones eran las mismas de Young, el esbelto y gallardo piloto del mala-venturado «Malay Queen».

Alboreaba y el sol despedía fulgores triunfales desde Oriente. La lucha había concluido. En asustado rebaño, los piratas supervivientes habían sido conducidos a la playa y, bien custodiados, aguardaban en ella a que se les transportase a una colonia penitenciaria.

Los aviones consiguieron aterrizar en la parte más nivelada de la playa y enseguida Juan Mindoro fue a expresar su gratitud a Doc Savage y sus cinco camaradas, que tanto habían hecho por su país.

—Precisamente acabo de recibir de Manila su mensaje por radio —dijo dirigiéndose a Doc—. Gracias a los informes contenidos en los papeles de Tom Too que nos ha dado usted, ha sido preso hasta el último pirata de la isla de Manila, incluyendo al capitán Hickman. Sólo una cosa me preocupa: ¿está seguro de que Young era Tom Too?

—Segurísimo —replicó Doc—. Lo dicen sus mismos documentos. Young o Tom Too sobornó, indudablemente, al capitán Hickman para que le hiciera figurar en la nómina de a bordo como primer piloto.

Mindoro se pasó un dedo por el cuello planchado y balbuceó:

—No sabría expresarle con palabras mi gratitud. Pediré al Gobierno de la Unión que le conceda una recompensa…

—¡No, por Dios! —exclamó Doc interrumpiéndole.

Sonriendo terminó Mindoro de esta suerte: —… una recompensa que le sea posible aceptar.

Mindoro decía bien. La recompensa fue recibida por Doc con entera satisfacción.

Consistía en una sencilla placa de bronce en la que iban inscritas estas palabras: «Hospital Doc Savage».

El hospital fundado con un capital de varios millones, prestaba asistencia médica y quirúrgica completamente gratis y debía durar largos años.

La colocación de la placa tuvo lugar con toda ceremonia antes de que Doc y sus hombres abandonaran la capital del Luzón.

Monk, desconocido bajo el sombrero de copa y luciendo grave levita, sudó copiosamente durante la ceremonia a causa de las burlonas miradas de Ham, por lo cual se alegró sobremanera cuando hubo concluido y pudo desembarazarse de la admirada multitud que les rodeaba.

—¡Uf! —dijo Monk con un resoplido—. ¡Necesito luchar con alguien para volver a recobrar mi personalidad!

E hizo el presente de su sombrero de copa a un pilluelo de la calle, desarrapado y morenucho.

Monk estaba predestinado a no aguardar mucho tiempo la lucha porque suspiraba, pues la fama de Doc Savage crecía como la espuma y era ella precisamente la que debía meterle en otro laberinto de muerte, violencia y superchería.

Era un infierno lo que le reservaba el futuro: un infierno escondido en los desiertos desolados, en los abruptos «cañones» del Oeste de los Estados Unidos.

Allí trabajaban seres humanos en la construcción de un soberbio dique y allí eran sobrecogidos, en ocasiones, por misterioso terror.

Sí. Monk iba a luchar de firme aun cuando no lo supiera todavía.