VI
El cristal robado

En el preciso momento en que pensaba en ellos, Doc Savage y el mogol se hallaban unas cinco manzanas más arriba de la calle. Liang-Sun ascendía los peldaños de una estación aérea de la Tercera Avenida.
Como había llevado una vida aventurera, sabía vigilar. Mas no vio nada sospechoso.
Permaneció con la mirada clavada en la escalera hasta que penetró un tren en la estación.
Éste venía casi vacío y desde él escudriñó el andén que acababa de abandonar, así como el del otro lado de la vía. Allí no había nadie; ni siquiera subió al tren otro pasajero.
Debió vigilar la plataforma posterior del vagón y en ella hubiera visto a Doc Savage. Para llegar a ella había trepado por un pilar de la vía aérea, a corta distancia de la estación y desde allí había corrido vía abajo.
El tren partió en dirección al Sur, dejando varios pasajeros en cada estación por las que pasaba.
Liang-Sun se apeó en Chatham Square, muy cerca de la ciudad china, y para asegurarse de que no se había apeado detrás de él nadie que le pareciera sospechoso, aguardó un instante en el andén hasta que desaparecieron los vagones en pos de la locomotora.
Después salió de la estación más tranquilo.
Doc Savage le aguardaba sentado en un coche estacionado junto a la acera.
Como la primera vez, se había valido de uno de los soportes de acero de la vía para descender a la calle.
Liang-Sun marchaba a buen paso hacia el barrio amarillo, pasando, en su camino, por delante de dos vendedores chinos, que, incluso a una hora tan avanzada, ofrecían a los transeúntes pepitas de melón y otras golosinas de la tierra, en sucias bandejas.
Andando despacio pasó Doc Savage, un momento después, por su lado.
Los dos vendedores tiraron las bandejas en el cesto más próximo para desperdicios y siguieron a Doc.
Sus manos cruzadas sobre los estómagos empuñaban largos puñales escondidos en las amplias mangas. Sus semblantes amarillo-limón habían adoptado una expresión decidida.
Doc no volvió la cabeza. Varias veces se miró la palma de las manos.
En cada una de ellas ocultaba un espejito y éste le mostraba a los dos hombres que seguían sus pasos.
Las facciones de Doc no se alteraron siquiera. ¡Qué hábil era el jefe de los mogoles! Sus hombres seguían a Liang-Sun para ver si se vigilaban sus movimientos…
En su pecho murió la esperanza de localizar al jefe de Liang-Sun por mediación de este último…, a menos que pudiera hacerle hablar por la fuerza.
Su mano izquierda buscó en uno de sus bolsillos como por casualidad y de él extrajo cuatro bolitas de cristal llenas de anestésico, que dejó caer al suelo, conteniendo el aliento.
AL chocar con las losas de la calle se rompieron, dejando escapar el vapor que contenían.
Doc siguió andando.
Detrás de él los dos vendedores ambulantes pisaron las bolitas rotas del anestésico. Casi a un tiempo cayeron de bruces en la acera.
Liang-Sun se volvió casualmente en aquel momento; vio a Doc, comprendió lo que había sucedido y su aullido de terror sonó como el chillido de un ratón en la oscura calle del barrio chino. Después huyó.
Doc se lanzó tras él a toda velocidad.
Liang-Sun introdujo la mano en el cinturón que le sujetaba los calzones y sacó la espada. Evidentemente la llevaba envainada debajo de la blusa.
Doc le alcanzaba rápidamente. El mogol distaba de él cien pasos… setenta y cinco… cincuenta…
Entonces dobló la esquina próxima un agente, atraído por el grito de terror exhalado poco antes por Liang-Sun y le dio el alto, revólver en mano.
El mogol estaba desesperado. Tiró un tajo al policía con su espada y el policía le disparó un tiro a quemarropa, matándole en el acto.
El policía había actuado instintivamente en defensa de su vida, y esperó a que se le reuniera Doc.
—Éste es el primer hombre que mato en mi vida —aseguró—. Espero que lo haya merecido.
Y miró al recién llegado con recelosa expresión. No le conocía.
—¿Es usted el que corría detrás de este pájaro? —inquirió.
—En efecto —admitió Savage—. Le ha matado, pero no se preocupe. Es un asesino. La noche pasada mató a un hombre en la finca del señor Scott Osborne y me parece que en la de su hermano ha debido cometer otros crímenes hace unos minutos.
Doc ignoraba lo sucedido en casa del hermano del secuestrado, pero el hecho de salir Ham corriendo detrás de Liang-Sun demostraba que había pasado algo malo.
Sin embargo, el agente sospechaba de él.
—¡Aproxímese! —le ordenó—. Deseo hacerle unas preguntas.
Doc se encogió de hombros.
El agente le palpó las ropas para ver si llevaba encima algún arma.
El acto le trajo desgracia, pues rompió una de las bolitas de anestésico y un minuto después estaba tendido de espaldas sobre la acera, roncando estrepitosamente.
Doc le dejó donde estaba. Pasado algún tiempo despertaría y así no le vendría mal un ratito de descanso.
Desde un teléfono público dio la voz de alarma al cuartelillo más próximo.
No dio su nombre y después corrió al lugar donde había dejado a los dos vendedores ambulantes.
Éstos debían continuar dormidos, según él, en mitad de la calle. ¡Pero no estaban allí!
¿Les habrían recogido los habitantes del barrio? Doc sospechaba de los afiliados a la banda mogol, pues a pesar de todo lo que se ha escrito sobre ella, la ciudad china es, hoy día, uno de los distritos más pacíficos de Nueva York y ninguno de sus amarillos vecinos se hubiera arriesgado a comparecer ante un tribunal de justicia por haber socorrido a la dormida pareja de supuestos vendedores ambulantes.
Una breve, pero intensa búsqueda por parte de Doc, resultó infructuosa.
La pareja había desaparecido misteriosamente.
Media hora más tarde el hombre de bronce se encontraba en su despacho de la parte alta de la ciudad. A él no había regresado todavía ninguno de sus hombres.
Mediante una mixtura preparada en el laboratorio, borró los caracteres invisibles trazados, poco antes, sobre el cristal de la ventana y escribió en él un nuevo comunicado.
Hecho esto salió, balanceándose, al pasillo, oprimió un timbre y aguardó a que subiera el ascensor. Las puertas de su camarín se abrieron en silencio.
Doc las franqueó y se cerraron automáticamente tras él. AL descender el ascensor, el aire produjo un sonido sibilante.
Al lado del departamento de Doc había una serie de habitaciones que se hallaban desalquiladas hacía meses.
Los tiempos eran malos y los alquileres estaban por las nubes, con lo cual muchos de los departamentos más costosos del rascacielos estaban desocupados.
Pues bien: hubiera tenido que someterse a un examen minucioso la puerta del departamento en cuestión para reparar en que había sido forzada.
Al otro lado de ella se enderezó un hombre que había estado mirando por un agujero abierto limpiamente en la pared del despacho de Doc.
Dicho agujero era poco mayor que la cabeza de un alfiler, pero pegando un ojo a él se obtenía, así y todo, una excelente perspectiva.
El curioso era un individuo de ojos oblicuos y tez amarillo-limón. Corrió fuera y trató de forzar la puerta del departamento de Doc.
Pero la cerradura resistió a sus esfuerzos. La puerta era, además, de acero.
Doc la había hecho construir de tan sólido material para contrarrestar el hábito contraído por Renny de hacer saltar los entrepaños de las puertas con sus puños vigorosos.
Volviendo al departamento desalquilado el mogol se decidió a ensanchar el agujero abierto en la pared medianera.
Para ello se valió de un pico ordinario y en diez minutos había hecho una abertura, por la cual cabía perfectamente su escuálida figura.
Deslizose por ella. Ante todo se aseguró de que podía cerrarse por dentro la puerta de la escalera y la dejó entornada.
La ventana del despacho atrajo después su atención. Él había visto a Doc escribir algo en el cristal y lo examinó atentamente, mas no pudo distinguir ni la menor huella de una inscripción.
Con gran cuidado quitó entonces el cristal de su marco y lo sacó al pasillo, pensando en llevárselo a un lugar donde pudiera examinarlo un perito en tintas invisibles.
Hecho esto pulsó el timbre de uno de los ascensores.
Mientras descendían, el empleado del ascensor le dirigió una mirada de desconfianza.
—¿Trabajas aquí? —inquirió.
—Tlabajalé de hoy en adelante —replicó el mogol con su tonillo cantarín. Y agregó, enjugándose el sudor de la frente y sonriendo—: Quielo tlabajal mucho pala ganal dinelo.
El empleado sintió disiparse sus recelos. Hasta aquel día no había visto en la casa al mogol, pero ¿por qué iba a tomarse la molestia de robar un cristal?
EL camarín del ascensor se detuvo en la planta baja y el mogol se inclinaba ya para coger el cristal, cuando, súbitamente, le ciñó el cuello una argolla de hierro.
Luchó desesperadamente por desasirse de ella y entonces reparó en que eran unas manazas descomunales (las manos de Renny) las que le tenían asido por el pescuezo.
Monk, Long Tom y Johnny danzaban, excitados, en torno al ascensor.
Todos acababan de llegar de la calle.
—¡Eh! —exclamó Monk—. ¿Cómo sabes que este hombre pertenece a la banda?
Lo mismo él que sus compañeros estaban tan sorprendidos como el mogol del súbito ataque de Renny.
—¡Cabra doméstica! —observó entonces Ham—. Repara en que ese cristal pertenece a la ventana del despacho de Doc.
—¿Sí? —inquirió Monk vivamente—. ¿En qué lo conoces?
—En que resiste a los golpes —replicó Ham— y que yo sepa, sólo Doc posee en la casa cristales parecidos.
Monk guardó silencio. Ham estaba en lo cierto.
Renny y el oriental seguían luchando. El oriental descargaba frenéticos golpes sobre su adversario; mas, a juzgar por el efecto que producían, lo mismo le hubiera dado contender con un elefante.
Desesperado, sacó entonces de su vaina un cuchillo que llevaba escondido.
—¡Cuidado, Renny! —gritó Monk.
Pero Renny se había dado ya cuenta del peligro que corría. De un empujón tiró al mogol sobre las losas del portal y el hombre rodó por el suelo empuñando todavía el cuchillo.
Cuando dejó de rodar se puso en pie de un salto y balanceó el brazo para arrojar el arma.
¡Bum! Como por arte de magia había aparecido un revólver en la pálida diestra de Long Tom, que disparaba.
La bala penetró entre los dos ojos del mogol y le derribó al suelo. Su cuchillo salió, de punta, por los aires y se clavó en el techo del portal.
Atraído por el ruido de la detonación, entró un policía en el edificio y se llevó a los labios el silbato de alarma.
Con todo, la muerte del amarillo ocasionó pocas molestias a nuestros cinco hombres, pues todos ellos poseían altos cargos honoríficos en el cuerpo de policía neoyorquino.
Un cuarto de hora después se hallaban, los cinco, en el piso ochenta y seis del rascacielos y examinaban el cristal mediante la lámpara productora de rayos ultravioleta.
El mensaje, escrito por Doc, flameó sobre él con fantásticas y azuladas rectas y curvas. Decía así:
«Para Renny. El jefe de la banda mogol visita, de vez en cuando, unas oficinas registradas bajo el título de “Mercaderías Orientales El Dragón, Sociedad en Comandita”, situadas en el piso décimo de un rascacielos del Broadway, junto al barrio chino. Le reconocerás fácilmente si reparas en que frente a él hay una casa en construcción.
»En tu calidad de ingeniero supongo que no te será difícil obtener trabajo en esa armazón de acero, Renny. Si lo consigues vigila las oficinas de El Dragón y sigue los pasos de todo aquél que entre en ellas».
Con el líquido borra tintas limpió Monk cuidadosamente el cristal de la ventana, no fuera a apoderarse de él otro afiliado a la banda mogol, pues semejante hecho podía acarrear el desastroso fin de Renny.
Dirigiéndole una sonrisa, observó:
—De vez en cuando iremos a echar un vistazo al edificio en construcción, Renny. Quiero ver cómo trabajas.