XI
En peligro

Nuevas preguntas y respuestas revelaron que no había nadie junto al camarero cuando éste miró a su alrededor, tras de recoger la nota del suelo, y, una vez concluido el interrogatorio, el hombre partió, enjugándose la frente.
Aquella noche apenas pudo conciliar el sueño y cuando se adormecía soñaba instantáneamente con unas magníficas pupilas doradas que parecían leer hasta el fondo de su alma.
Entretanto, Renny hacía bélicos preparativos en sus regias habitaciones.
Primero se puso una cota protectora y luego pasó por debajo de sus brazos una correa de la que pendían dos revólveres, procurando que no hicieran demasiado bulto.
—Tom Too no estará inactivo aguardando que le ataquemos —dijo a Savage—. De modo que será conveniente que tomemos nuestras precauciones.
—No es mala idea —dijo Doc—. De hora en adelante dejaremos de bajar al comedor.
—Supongo que no me obligarás a ayunar, ¿eh? —observó Renny, que era algo tragón.
—No. En nuestro equipaje llevo toda clase de alimentos en conserva.
—Oye: ¿podrían envenenarse?
—No, tranquilízate. Es poco menos que imposible sin romper los recipientes que los contienen.
Renny guardó silencio. Después de concluir sus preparativos se estiró la chaqueta y se miró al espejo.
Sus trajes estaban confeccionados de modo que bajo ellos pudiera llevar cómodamente armas ocultas en fundas bajo las axilas. El chaleco protector iba debajo como si fuera una camiseta cualquiera.
En realidad, Renny no parecía una fortaleza ambulante ni mucho menos.
—Bueno, ¿qué piensas hacer? —interrogó a su jefe.
—De momento, proceder con cautela —replicó Doc—. No quiero excitar a ese amarillo, no vaya a ser que asesine a nuestros camaradas… Ven, vamos a hablar con el capitán.
Le hallaron en el puente de mando. Sus cortas piernas y su cuerpo rechoncho y pequeño le daban la apariencia de un huevo que anduviera.
Los vientos ardientes de los trópicos, las galernas y tempestades, habían enrojecido su semblante, de tal modo, que parecía estar constantemente, empapado de remolacha.
Su uniforme resplandecía de galones y botones y charreteras doradas.
Cuatro guardias marinas, admirablemente vestidos, vigilaban la marcha del buque.
El primer piloto paseaba por el puente, vigilando con un ojo a los guardias marinas, con el otro las evoluciones del transatlántico.
El primer piloto parecía un figurín, tan impecable aparecía en su uniforme.
Además, era alto, esbelto, ancho de hombros, de rostro delgado que no carecía de atractivos. Su tez tenía un color tostado oscuro.
Sus ojos presentaban un ángulo ligeramente inclinado, como si algún antepasado hubiera procedido del Oriente, lo cual no tenía nada de extraño, puesto que el «Malay Queen» tocaba en los puertos de las Indias Orientales.
Doc se presentó al capitán Hickman.
—Savage… Savage… ¡Ejem! —murmuró aquél frotándose la barbilla—. Su nombre me suena…
El piloto le sacó de dudas, diciendo:
—Sin duda leyó usted el nombre de este caballero en los periódicos, mi capitán. Doc Savage fue el iniciador de una misteriosa expedición submarina al Ártico.
—En efecto. ¡Ahora lo recuerdo! —exclamó el capitán Hickman. A continuación presentó a Doc el piloto.
—Éste es míster Young, mi primer oficial.
El piloto saludó. Su sonrisa cortés acentuó extraordinariamente su aspecto oriental.
Después, Doc Savage y Renny tuvieron una consulta con el capitán en las habitaciones particulares de este último.
—Tengo razones para creer que a bordo de este buque se tiene secuestrados a tres amigos míos —explicó Doc sin rodeos—. Mas el «Malay Queen» es inmenso y, naturalmente, es casi imposible que dos hombres solos, o tres, o cuatro, lo registren con completo éxito. Además, es muy posible que mientras les buscamos por un lado sean rápidamente trasladados a otro. —
—¿Podría usted prestarnos su ayuda?
EL capitán Hickman se rascó la frente. Se veía que estaba sorprendido hasta el extremo de no saber qué decir.
—Desde luego —continuó diciendo Doc— es importantísimo que la búsqueda sea llevada a cabo con el mayor sigilo posible, pues cualquier imprudencia acarrearía la muerte de mis amigos.
—¡Pero lo que me pide es un imposible y no está previsto en las ordenanzas! —objetó, al cabo, el capitán.
—Lo comprendo.
—¿Tiene usted autoridad alguna para ordenar esa búsqueda?
Las doradas pupilas de Doc comenzaron a tomar un aspecto de oro líquido, señal indudable de cólera.
—Esperaba que cooperaría libremente en ella —repuso con acento glacial.
En aquel mismo instante penetró un radiotelegrafista en el camarote, saludó airosamente y presentó al capitán un parte.
El capitán lo leyó. Su fisonomía sufrió un cambio repentino. Apretó los labios y se le endureció la mirada.
—¡No se hará registro alguno en este buque! —exclamó vivamente—. ¡Quedan ustedes detenidos!
Renny saltó en pie, rugiendo:
—¿Qué enredo es éste?
—Calma, calma —le recomendó Savage con voz suave. Y a continuación preguntó al capitán Hickman—: ¿Puedo ver ese radiograma?
El capitán del «Malay Queen» titubeó un momento antes de entregarle el comunicado, que decía así:
«Capitán Hickman. A bordo del “Malay Queen”. Busque en su buque a un tal Clark Savage, “júnior”, conocido más familiarmente bajo el apelativo de “Doc”, y deténgale en el acto. Punto. Detenga asimismo al coronel John Renwick (Renny). Punto. Ambos están acusados de asesinato perpetrado en Nueva York y en la persona de unos chinos y mogoles. Punto. Vigile estrechamente a los dos. Jefatura de Policía de San Francisco».
—¡Por el toro sagrado! —Renny soltó como un trueno esta exclamación favorita—. ¿Cómo saben esos señores que estamos a bordo?
—Esto es obra de ese tunante de Tom Too —dijo sordamente Doc—. Haga venir aquí al radiotelegrafista, capitán. Deseo saber si realmente ha recibido tal mensaje.
—No estoy a sus órdenes —replicó altivamente el capitán—. Queda usted detenido.
Y uniendo la acción a la palabra abrió un cajón de su mesa y sacó un revólver. La mano bronceada de Doc había surcado el aire y vino a posarse sobre el codo derecho del capitán.
Afianzando su presión, los férreos dedos del hombre de bronce parecieron enterrarse en el brazo carnoso de Hickman.
Los dedos de este último se abrieron involuntariamente y el arma cayó al suelo. AL propio tiempo exhaló un grito de dolor.
Renny recogió el revólver del suelo.
Atraído por el grito de su superior, Young, el piloto, penetró en el camarote.
Renny le apuntó con el revólver, advirtiéndole:
—Ojo con lo que se hace, pollito.
Entretanto, Doc había soltado el brazo de Hickman. El infortunado capitán se dobló, gimiendo de dolor y estrechó contra su pecho el miembro lastimado.
Con los ojos dilatados por la sorpresa, miró la mano broncínea de Doc como si no pudiera creer que unos dedos humanos produjeran tanto daño.
Young permanecía inmóvil y silencioso, con las manos en alto.
—Vamos a interrogar al radiotelegrafista —propuso Savage.
La instalación de radiotelegrafía del «Malay Queen» consistía en un gran hall y de dos habitaciones anejas.
—El parte ha sido librado, en efecto, desde San Francisco —replicó el radiotelegrafista a una pregunta de Doc.
Y le dio la dirección de la estación emisora que había despachado el parte.
Sentándose ante el semiautomático «Cug», llamó a Doc a la estación mencionada y pudo comprobar por sí mismo la verdad de la explicación del operador.
—Veamos ahora la lista de mensajes radiotelegráficos que ha recibido —le dijo.
Una breve requisa de esta lista, llamó su atención sobre un parte cifrado despachado no hacia veinte minutos.
—¿Quién le ha enviado? —inquirió al radiotelegrafista.
—No lo sé —replicó el hombre—. Cuando reparé en él se hallaba encima del mostrador del hall, junto con el precio de coste y una buena propina. Por lo visto, el que lo dejó, no deseaba darse a conocer.
—¡Este Tom Too es un poco duende! —observó Renny entre dientes. Todavía sostenía en la mano el revólver, aunque ni el capitán ni el piloto del buque ofrecían ya resistencia.
Doc estudió el cablegrama, concebido en estos términos: «A Juan Duck, Hotel Kwang, San Francisco de California. Dootc ssear vraag uesao biodr adrorpo».
No decía más ni llevaba firma. Pero este hecho no tenía en sí nada de extraordinario.
—¡Uy! —hizo Renny—. ¿Sacas algo en claro de este baturrillo de letras? Un escrito cifrado se presta a muchas combinaciones. Aquí parecen agruparse las palabras en grupos de a cinco letras…
—Repara en que el último tiene siete —observó Doc—. Veamos si puedo sacar algo en limpio del mensaje.
Tomó asiento delante de una hoja de papel en blanco y lápiz en mano puso manos a la obra. El lápiz volaba sobre el papel a medida que se le ocurrían distintas combinaciones.
Se levantó de la silla al cabo de cinco minutos.
—La cosa no es tan complicada como me figuré en un principio —dijo sonriendo.
—¿De veras? —inquirió Renny en tono de duda.
—Sí, fíjate: la cifra primera es la primera letra del parte —le explicó rápidamente su jefe—. La segunda es la última cifra; la tercera cifra es la segunda del mensaje, la cuarta corresponde a la penúltima y así sucesivamente. Las letras están escritas sistemáticamente, ¿comprendes?
—No mucho —replicó Renny—. Estoy aturdido.
—Parece muy complicado, pero no lo es. Voy a demostrártelo.
Doc transcribió textualmente sobre el papel el mensaje cifrado:
«Dootc ssear vraag uesao biodr adrorpo».
Y debajo escribió la traducción:
«Doc Savage a bordo por radio su arresto».
Renny la examinó con el ceño fruncido. Después vio claramente su significado. Las palabras se hallaban sin espaciar: nada más.
—Doc Savage a bordo —leyó en voz alta—. Por radio su arresto.
—Son las instrucciones enviadas por Tom Too a un subordinado de San Francisco —explicó Doc—. De antemano tenían acordado lo que debía hacerse en el caso de que apareciéramos por aquí.
De la instalación radiotelegráfica del «Malay Queen» formaba parte un excelente equipo radiotelefónico, mediante el cual podían los pasajeros sostener con tierra firme una conversación telefónica lo mismo que si les enlazara una línea.
Valiéndose de ella realizó Doc una pequeña labor detectivesca.
Llamó al hotel Kwang de San Francisco e inquirió al gerente:
—¿Tienen ustedes algún huésped inscrito en el registro del hotel bajo el nombre de Juan Duck?
—Juan Duck se ha despedido de nosotros hace un instante —replicó el gerente.
La segunda llamada de Doc fue para la jefatura de policía.
Por cierto que insertó un altavoz en el aparato con objeto de que se oyera en la habitación lo que tuvieran que comunicarle desde allí.
—¿Ha firmado o le ha sido pedida una orden de arresto contra Doc Savage? —preguntó al agente encargado del teléfono que resultó ser un oficial.
—No, señor. Por el contrario, se nos ha intimado desde Nueva York para que ofrezcamos a dicho señor nuestra cooperación —replicó el hombre.
Las pupilas de Doc se clavaron en la persona del capitán Hickman.
—¿Está satisfecho? —interrogó.
El rostro rubicundo del capitán se había cubierto de sudor.
—Yo…, sí, claro…, naturalmente —replicó.
Doc interrumpió la comunicación con San Francisco.
—Pues bien: solicito su ayuda. Resuelva inmediatamente si puede o no concedérmela. ¡Ah! Le advierto lealmente que si se niega a ayudarme, dentro de treinta minutos habrá dejado el mando de este buque.
El capitán Hickman se enjugó la frente. Estaba furioso, indeciso y un tanto amedrentado.
Doc reparó en su irresolución.
—Consulte si quiere con sus superiores —concedió.
El capitán del «Malay Queen» se apresuró a obedecer. Se aseguró una línea radiotelefónica con tierra firme y una vez obtenida la comunicación con sus armadores de San Francisco, les explicó en resumen la situación.
—Bueno, ¿qué debo hacer? —preguntó al final.
Llevaba auriculares, por lo que sus acompañantes no oyeron la respuesta que se obtenía, pero sí vieron que se le cambiaba el color.
Al colocar el aparato sobre la mesa le temblaban visiblemente las manos y miró a Doc como si intentara adivinar qué clase de hombre era.
—Se me ha ordenado que me ponga incondicionalmente a sus órdenes —dijo— e incluso que resigne en usted el mando del buque, si fuera necesario.
Doc se había quedado estupefacto como si no pudiera dar crédito a lo que oía. Finalmente dijo:
—Voy a ordenar que se lleve a cabo un minucioso registro del buque. Pero tranquilícese. Procuraré llevarlo tan callado que nadie se dé cuenta.
Y salió apresuradamente del camarote.
Doc y Renny regresaron a su regio departamento.
Renny miró a su jefe con expresión de curiosidad.
—¿Querrás decirme qué clase de influencia tienes tú con la casa armadora de este barco? —preguntole.
—La del agradecimiento —repuso Doc lentamente—. Hace unos meses estuvo a punto de declararse en quiebra. Lo supe y temí que se quedaran en la calle muchos miles de hombres. Entonces la puso a flote un préstamo mío.
Renny se dejó caer pesadamente sobre una silla. A veces le inspiraba terror el hombre de bronce. Y una de estas veces era la presente.
No le quitaba el aliento el hecho de que fuera Doc suficientemente acaudalado para echar una mano y sostener una empresa naviera tan importante como la que había construido y fletado el «Malay Queen», sino el giro singular que iban tomando las cosas: la influencia que Doc ejercía en las cinco partes del mundo.
Sabía que poseía una fortuna fabulosa, un tesoro, junto al cual parecía insignificante la fortuna proverbial de un rey. Un capital más que suficiente para adquirir un imperio.
Renny lo había visto. Su vista le había deslumbrado, le había tenido obsesionado varias semanas después.
Se encontraba en el Valle de los Desaparecidos, abismo abierto en la impenetrable región montañosa de la América Central llamada la República de Hidalgo.
Este lugar extraño estaba poblado por unas gentes de piel cobriza, que descendían directamente de los antiguos mayas.
Ellos guardaban el tesoro y ellos lo enviaban a lomos de un tren de caballerías hasta el mismo confín de la Tierra si Doc se lo ordenaba.
Aquel dinero era suyo mediante una condición: la de que lo empleara en bien, exclusivamente, de la humanidad. Los mayas habían insistido mucho sobre este punto. El tesoro debía ser empleado en la causa del derecho.
Mas, su insistencia apenas tenía razón de ser, tratándose de Doc, ya que con cláusula o sin ella, hubiera empleado su fortuna del mismo modo.
Él se había consagrado en cuerpo y alma a beneficiar a sus semejantes y constantemente deambulaba de un extremo a otro del Globo, para defender a los buenos y castigar a los malos.
Tal era el credo que motivaba todos sus actos. El mismo, le unía a sus cinco hombres… así como una extremada sed de aventuras que jamás se veía saciada.