V
El rastro del dragón

El «cab» dejó a Doc ante un puesto de policía de la parte alta de la ciudad, en el que penetró.
La marcada deferencia de los agentes, la celeridad con que se prestaron a concederle lo que deseaba, demostraba que le consideraban persona prestigiosa e influyente.
EL propio inspector de policía no hubiera sido objeto de tanta deferencia.
Se sacó y puso delante de Doc un listín de teléfonos poco corriente, en el que antes de los nombres de los abonados figuraban los números de sus teléfonos, y en él buscó Doc Savage el número pedido en el castillo por Liang-Sun. Era éste el 0117 Océano y junto a él se leía:
«Géneros orientales del Dragón, S. en C.».
Esta Sociedad estaba situada en el Broadway, bastante más al sur de la parte dedicada a espectáculos que se llama la «Great White Way».
Doc tomó otro taxi y ordenó al chofer que le condujera a la parte baja de la metrópoli. El hombre estuvo cavilando todo el trayecto, ¿por qué razón iría el excéntrico pasajero en pie sobre el guardabarros, en lugar de tomar asiento en el interior del coche? ¡Jamás había visto cosa igual!
El edificio que cobijaba la Sociedad en Comandita para la venta de géneros orientales, era un rascacielos de diez pisos, de aspecto modesto, decorado conforme al gusto de la generación anterior a la guerra del 14.
La ciudad china distaba de él unas manzanas, solamente.
Enfrente, al otro lado de la calle, había una casa en construcción, un rascacielos de cuarenta pisos, cuya armazón de acero estaba casi acabada.
Una cuadrilla nocturna de obreros hormigueaba en él. El ruido producido por las máquinas remachadoras sonaba a hueco contra los edificios vecinos y palpitaba en la calle.
Un capataz polvoriento explicó a Doc que la Sociedad del Dragón ocupaba el décimo piso del rascacielos que ambos tenían enfrente.
Un ascensor puesto en movimiento por un hombre que llevaba unos zahones grasientos, subía y bajaba dentro del zaguán.
La cara de luna llena del hombre y sus ojos, ligeramente levantados hacia las sienes, denotaban que sino él en persona, sus antepasados por lo menos, descendían del Lejano Oriente.
El hombre en cuestión no vio entrar a Doc en el zaguán, pues no convenía que diera la voz de alarma y pusiera a su jefe sobre aviso. Así, Doc subió a pie la escalera.
Las oficinas de la Sociedad del Dragón se hallaban instaladas en la parte delantera del rascacielos.
La cerradura de su puerta cedió sin esfuerzo a un gancho delgado de acero que extrajo Savage de uno de sus bolsillos.
Entonces penetró en las oficinas.
Estaban desiertas.
Como único mobiliario poseían un par de mesas-escritorio, sillas raídas y estanterías. Lo mismo éstas que los cajones de las dos mesas, estaban vacíos.
Por ninguna parte se divisaba una hoja de papel ni sobre el teléfono, mesa, persianas o pomo de la puerta, había ninguna huella digital.
La ventana estaba sucia de polvo. Al otro lado de la calle las vigas del edificio en construcción componían una pira semejante a un haz de leña menuda.
El «drum-drum» de las remachadoras se elevaba en incesante zumbido, que producía somnolencia.
El empleado del ascensor no oyó salir a Savage.
Media hora después penetraba éste en el rascacielos donde tenía instalado su despacho.
Con sorpresa comprobó que no estaba en él ninguno de sus hombres y consultó con uno de los empleados del ascensor.
—Hace cinco minutos que salieron, creo que en busca de algo que comer —explicó el muchacho.
—Cuando vuelvan, dígales que he estado aquí —encargó Doc.
Sin embargo, no partió en el acto. Antes se entregó a una mímica poco usual. De un bolsillo sacó un objeto incoloro que tenía la forma de un lápiz y con él escribió rápidamente sobre el cristal de la ventana de su despacho, un largo mensaje. Con todo, al acabar, no quedaba en él huella de lo escrito.
Ni con una lente de aumento hubieran podido leerse las palabras trazadas.
El ascensor le bajó a la portería y se alejó rápidamente del rascacielos.
Diez minutos más tarde, sobre poco más o menos, volvieron sus cinco ayudantes. Sus rostros reflejaban la satisfacción del hombre que acaba de darse un banquete en tierra tras de varias semanas de comer en el interior empapado de grasa de un submarino.
—¿Queréis creer que he echado de menos nuestras mal olientes comidas en el fondo del «Helldiver»? —venía diciendo Monk a sus compañeros. Miró a Ham y añadió maliciosamente—: Eso que estaban riquísimas las patas de cerdo y el sauerkraut.
El distinguido Ham miró con el ceño fruncido a su camarada. Cualquier alusión que hiciera éste respecto a la carne, jamones, etc., de cerdo, le hería en lo más vivo.
El origen de tal antipatía se remontaba a la estancia de ambos en las trincheras.
Ham había enseñado a Monk unos vocablos franceses insultantes diciéndole que sonaban a música celestial en los oídos de los oficiales nativos.
Cándidamente Monk los usó y, naturalmente, fue arrestado.
Apenas se le puso en libertad acaeció uno de los incidentes más embarazosos de la carrera de Ham.
¡Se le acusó nada menos que de robar jamones!
La acusación provenía de Monk; sin embargo, no pudo probarse el hecho y a Ham le dolía, ¡vaya si le dolía la cosa! Sobre todo en vista de que del incidente narrado le quedó un apodo insultante: el de Ham.
—En vista de cómo te has atracado, albergo una esperanza —profirió vivamente Ham.
—¿Cuál? —quiso saber Monk.
—¡La de que revientes de una indigestión! —repuso Ham.
El empleado del ascensor reparó entonces en ellos y les dijo:
—El señor Savage ha estado aquí, pero ha vuelto a marcharse.
Los cinco hombres cambiaron una mirada de inteligencia y sin pérdida de tiempo subieron al piso ochenta y seis.
Long Tom, el mago de la electricidad, se dirigió, ya en el departamento al laboratorio y salió de él llevando en la mano un aparato que se hubiera confundido fácilmente con una linterna mágica.
Se apagaron las luces del despacho, Long Tom abrió una llave en la linterna y la enfocó en dirección a la ventana.
En el cristal surgió entonces el mensaje de Doc, deslumbrante de luz azulada, que le daba un aspecto fantástico.
La linterna era, sencillamente, una lámpara proyectora de rayos ultravioleta y bajo su acción poderosa brillaba con fulgor sobrenatural la sustancia de que se servía Doc para escribir sus mensajes.
Aquél fue leído por los cinco hombres. Era letra de Doc, perfecta, como trazada por una máquina, era tan clara a la vista como los caracteres impresos de un periódico.
«Atiende, Ham: Los mogoles retienen en su poder a Scott Osborne y a su amigo Juan Mindoro. El primero puede ser rescatado. Su hermano recibirá la visita de un mensajero.
»Tu profesión de abogado te habrá puesto, quizás, en relación con el procurador de los Osborne; por su mediación, procura convencer al hermano del que está secuestrado de que debe pagar por él un rescate. Ésta es tu misión. Después seguiremos al hombre que reciba el dinero, pero no, entiéndelo bien, al que vaya a pedirlo».
—Cumpliré tus instrucciones al pie de la letra —prometió Ham haciendo girar el estoque como un molino—. Casualmente conozco al procurador en cuestión y por él me pondré al habla con el señor Osborne.
—¡Calla —le ordenó Monk, rudamente—, y déjanos leer lo que falta!
En silencio los hombres de Doc descifraron el final del mensaje.
«Monk, Renny, Long Tom y Johnny se dirigirán a la finca de Scott Osborne, enclavada en el distrito de Pelham. La conocerán por su aspecto de castillo medieval. En su interior hallarán una docena de mogoles y mestizos. Que les metan en un coche y les lleven a la Institución fundada por mí. Después volverán aquí y aguardarán».
—¡Por el toro sagrado! —exclamó Renny—. ¡Qué misión tan poco excitante!
Una sonrisa distendió los labios de Monk de oreja a oreja.
—Pues yo aún albergo esperanzas —observó cloqueando—. Si al comienzo de la partida ha capturado Doc a tantos hombres, al final serán abundantísimas nuestras ganancias. ¡Preveo que acabaremos mojándonos los pies!
¡Pobre Monk! Era un mal profeta. Mojarse los pies, sí. Antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo se hallaría hundido hasta el cuello en el agua, pero, desde luego, no podía sospecharlo siquiera.
Ham presenció la partida de sus compañeros que iban a expedir a los orientales a la Institución benéfica, enclavada en el Norte del Estado, donde se les sometería a un tratamiento poco común, más eficaz, que debía convertirles en hombres honrados.
Una llamada telefónica púsole después en contacto con el procurador de los Osborne y en pocas palabras le explicó lo que deseaba de él.
—La familia vacilará antes de ceder a los deseos de un extraño —dijo para terminar—, por lo cual necesito de su apoyo. Usted sabe que me mueve el interés por sus clientes, ¿verdad?
—Haré más que esto —declaró el procurador—. Estaré en casa de Osborne cuando usted vaya a visitarle. Hablaré con él y puedo asegurarle que seguirá sus consejos.
—¡Magnífico! —exclamó Ham.
Corrió al estudio que tenía alquilado en uno de los clubs más elegantes y menos conocidos de la ciudad, pues sus socios aspiraban a una vida reposada y tranquila, y en él se cambió de traje.
Una vez ataviado más seriamente, eligió un estoque de la colección y, en un taxi, se dirigió al domicilio de los Osborne.
La morada era extensa. Ham la tomó, de momento, por un edificio dedicado a despachos exclusivamente.
Despidió el taxi y subió unos peldaños. Estaba a punto de llamar cuando se le paralizó la mano.
Un arroyo sanguinolento salía, lentamente, por debajo de la puerta.
Ham escuchó. No se oía nada. Probó de abrir el pomo de la puerta. Giraba.
La empujó y se abrió cosa de dos centímetros, nada más.
Ham adivinó lo que sucedía. Detrás de ella había un obstáculo, seguramente un cuerpo tendido en el suelo.
Esforzándose, consiguió dejar un hueco bastante ancho entre la hoja de la puerta y su batiente y asomó por él la cabeza, adoptando antes ciertas precauciones.
El vestíbulo estaba iluminado a giorno, pero desierto.
Sólo el cuerpo del anciano procurador con quien sostuvo la conversación telefónica yacía en él, bloqueando su entrada. Había recibido lo menos quince puñaladas.
Ham empuñó el estoque y penetró en el vestíbulo. El peso del muerto cerró la puerta con estrépito.
Como si el ruido fuera una señal, atrajo a un desconocido, que surgió inesperadamente por una puerta contigua a la de la calle.
Era un individuo de tez amarillenta, cuyo rostro denotaba malas intenciones.
Además, blandía una espada.
Era Liang-Sun, a quien Ham desconocía, naturalmente. Liang-Sun, el jefe de la banda que atacara el castillo de Scott Osborne.
¡No fue floja la sorpresa que recibió cuando vio desenvainar a Ham la hoja delgada y flexible de su estoque y cargar con furia sobre él!
Rápidamente paró el ataque con la espada que llevaba en la diestra. Estaba sorprendido, pero aún no desesperaba.
Gozaba fama de maestro, aun entre los luchadores de la Mongolia y de la China.
Diez segundos después se desvanecía, empero, su confianza, como nieve fundida por los rayos del sol.
Ante su rostro silbaba una lanza de acero, atormentándole con sus insistentes ataques. Un pedazo de ala de su sombrero fue separado, de un tajo, de la copa y cayó, revoloteando, al suelo.
Liang-Sun experimentaba la sensación angustiosa del hombre que trata de defenderse de los aguijonazos de un enjambre de avispas, con un palo.
Mientras paraba con la diestra los ataques de Ham, con la siniestra trataba de sacar un revólver del bolsillo de su americana.
Hasta entonces no había querido usarlo por el ruido que producirían los disparos.
En aquellos momentos se alegraba de poder utilizarlo, sin embargo.
Un tajo maravilloso y ofuscante de la espada de Ham cortó el bolsillo de su americana, así como un trozo de camisa, y el revólver saltó a varios pasos de distancia.
Los aceros chocaron con estrépito, despidieron chispas, sonidos metálicos…
Ambos enemigos luchaban por la posesión del revólver. Ni uno ni otro consiguieron apoderarse de él.
Luego Liang-Sun sintió una sensación singular en el estómago, como si le hicieran cosquillas. Bajó la vista y vio que tenía la ropa desgarrada.
De haber profundizado más, el tajo hubiera acabado con él.
Entonces retrocedió vivamente, entrando por la puerta que le había abierto paso en un principio. Ham le siguió, sin dejar de atacarle.
Un hombre estaba tendido de bruces sobre una mesa situada en el centro de la habitación. Tenía el cabello blanco y encendido el semblante.
También él había muerto bajo los golpes de un arma blanca.
Ham le había visto ya, hacía precisamente un año. Era el hermano de Scott Osborne.
Una caja de caudales aparecía abierta en un rincón de la estancia.
Sobre la mesa, junto al cadáver, había un montón de billetes, dinero y alhajas.
Este detalle explicó la situación a Ham.
El mensajero mogol había venido a exigirle un rescate, había visto el dinero y decidido que vale más pájaro en mano que ciento volando.
En consecuencia, había asesinado y robado al hermano de Osborne, sin preocuparse del rescate.
El pobre procurador debió hallar la muerte al entrar en el vestíbulo.
Pálido de furor, Ham redobló sus ataques.
Liang-Sun continuó retrocediendo. De un salto inesperado consiguió franquear los umbrales de una segunda puerta, que cerró de golpe.
Ham se abalanzó sobre ella, pero resistió la embestida.
Se apoderó de una silla y la derribó. Atravesó corriendo un comedor, luego una cocina.
En ésta se abría una puerta que daba al patio. Tenía éste una sola salida abierta, a su derecha, entre los edificios.
Al mirarla, divisó Ham, en el acto de escurrirse por ella, una figura humana.
Era su presa. La persiguió. Franqueó ciegamente la salida, se encontró en la calle, y allí, a la luz de un farol, distinguió a Liang-Sun que doblaba en aquel momento la esquina.
Echó tras él, para detenerse en seco. De un portal inmediato acababa de salir una voz imperiosa, que decía:
—¡Yo le seguiré, Ham!
Pertenecía la voz a Doc Savage.
Ham comprendió entonces por qué le había prohibido que siguiera al mensajero que iba a pedir el rescate de Scott Osborne.
Doc pretendía seguir su pista esperando que ella le condujera junto al ser inhumano y duro que ordenaba un derramamiento de sangre tan continuado.
Con objeto de no excitar las sospechas del mogol, Ham continuó detrás de él, pero a la primera esquina tomó, deliberadamente, una falsa dirección.
Al volver junto al portal no halló rastro de Doc ni del mogol.