VIII
«La Casa Blanca era de una incomodidad como mínimo sorprendente —cuenta David Heymann—. Jackie descubrió que su ducha no funcionaba y que la cisterna estaba rota. No había ni papeleras, ni bibliotecas. “¿Eisenhower no leía?”, preguntó ella». Si encendían las chimeneas las estancias se llenaban de humo, las ventanas no abrían. Jackie hace inventario y recorre los pasillos de su nueva residencia, en pantalón y mocasines. No lleva ni maquillaje ni vestidos cuando no está obligada a ello. Se sienta en el suelo, se descalza, toma nota de todo, se toquetea el pelo, se come las uñas; el personal observa, desconcertado, a esta nueva ocupante que convierte a Mamie Eisenhower en un fantasma. «¿Cómo consigue ver con todo ese pelo en la cara?», pregunta la anciana gobernanta. En resumen, es lo que se conoce como un cambio de estilo. Jackie trabaja y acumula notas: «Las 18 habitaciones y los 20 cuartos de baño del segundo piso necesitan una limpieza y repasar las 147 ventanas; dejar a punto de encendido las 29 chimeneas; sacar brillo a los 412 tiradores de las puertas; barnizar los 1.000 metros cuadrados de parqué; limpiar y pulir los 2.500 metros cuadrados de mármol; pasar el aspirador tres veces al día por moquetas y alfombras y quitar el polvo dos veces al día de las 37 habitaciones de la planta baja…».
¡Las sábanas de las camas se han de cambiar dos veces al día y las toallas de baño tres veces al día! En un mes, agota el presupuesto anual de mantenimiento de la Casa Blanca y pide un plus. Suspende las visitas del público para que puedan tener lugar las obras de renovación. Los apartamentos privados se redecoran de acuerdo con la más pura tradición francesa, y los decoradores se suceden a un ritmo infernal. Jackie les escucha y decide ella. Lo repinta todo de blanco con ribetes azules, verdes, rojos. Coloca cuadros en todas las paredes. Se ocupa de que haya ramos de flores por todas partes y de que el fuego esté preparado en todas las chimeneas. Corre, da vueltas y revolotea por los pasillos de la augusta residencia, mareando a todo el mundo. Cuando no ha salido la víspera, se levanta a las ocho. Si no, duerme hasta mediodía. Exige la máxima puntualidad a su ejército de intendentes, pero ella se permite una libertad total. Su habitación es un auténtico cuartel general, de donde parten órdenes, iniciativas y tentativas diversas. Saquea anticuarios y subastas, y compra, compra, compra… Quiere hacer de la Casa Blanca «una mansión grande y bonita. Una residencia histórica». Le horroriza que digan que «redecora», prefiere la palabra «restaurar».
La llegada de Jackie impacta a los habitantes de la Casa Blanca. «¡Una limpieza superficial, qué horror!», declara cuando cambia los muebles. «¡La niñera de Caroline no necesita tener mucho espacio en su habitación: solo para una mesita de noche donde dejar la dentadura postiza y una cesta para las pieles de plátano!».[10] «¿La cocina?, no me importa en absoluto. ¡Píntenla de blanco y pídanle consejo a René!»[11] En cuanto a los cuadros, mandará traer los Cézanne de la National Gallery, donde los había relegado el presidente Truman. «Las cortinas existentes tienen un tono verde que marea, y los flecos parecen de un árbol de Navidad viejo y reseco». Solo el vestíbulo de la entrada tiene cierta gracia para ella: «Parece de De Gaulle». ¡Uf!
Jackie es una centella. No soporta a los que hablan para no decir nada o que le hacen perder tiempo. «¡Que Lucinda[12] deje de excusarse durante diez minutos cada vez que se le cae un alfiler!». Está muy pendiente de las criadas, de los horarios, de los sueldos, de las horas extras.
Dedicada por completo a sus grandiosos proyectos, Jackie no quiere oír hablar de las tareas adicionales de una First Lady. Todo lo que sea visitar scouts, minusválidos, ciegos, tercera edad y asociaciones para la protección de la naturaleza o colaborar con la Cruz Roja le aburre. Jackie confía esas obligaciones a la señora Johnson, esposa del vicepresidente. «¿Por qué debería recorrer los hospitales y representar el papel de dama de la caridad cuando tengo tanto que hacer aquí?». Despide a las criadas contrariadas por el cambio de estilo, hace venir a un chef francés (que se enemista con todo el mundo) y a un chef pastelero, instala a su masajista, a su peluquero y a las institutrices de sus hijos. Persigue su objetivo, sin tener en cuenta las críticas. Sus «enormes trabajos» sobrepasan el ámbito de la Casa Blanca. Tiene en proyecto una gran biblioteca, crear un inmenso centro cultural y… preservar los monumentos faraónicos en Egipto.
Una vez delimitado su campo de acción, se siente mucho más a gusto. Ese es su mundo y ella es la reina. J. B. West,[13] jefe de mayordomos, llevó con maestría la Casa Blanca durante veintiocho años, desde Roosevelt a Nixon, y compartió con Jackie la intimidad doméstica del día a día durante tres años. «Jacqueline Kennedy susurraba; hablaba tan bajo que tenías que acercar la oreja para oírla. Su mirada era una mezcla de decisión, humor, y también fragilidad. Siempre que entraba en una habitación parecía que buscara la salida de emergencia. Yo no creo que fuera tímida. Era su método para convertirse en la dueña de la situación: inspeccionar la sala, sopesar la categoría de los presentes. Nunca hablaba por hablar y limitaba su conversación a los temas que le interesaban. Cuando preguntaba en voz muy baja: “¿Les parece que…?” o “¿Podrían, por favor…?”, no era un deseo, sino una orden».
Cuando se trata de Jackie Kennedy, siempre es mejor dar crédito a los hombres que a las mujeres. Los hombres hablan de ella de forma atenta y matizada, mientras que las mujeres parecen ávidas del mínimo detalle para condenarla. En todos estos comentarios femeninos sobre Jackie se nota perfectamente que les exasperaba. Era demasiado… Demasiado guapa, demasiado rica, demasiado culta, demasiado original, demasiado privilegiada, demasiado cautivadora, demasiado independiente. Casi todas tratan subrepticiamente de manchar su reputación, de rebajarla. Como si nada, dejando ir aquí y allá un comentario agrio. Las mujeres no soportan la insolencia tranquila, la elegancia natural y la indiferencia un tanto altanera de Jackie. Hay que hacerla bajar de su pedestal, para que finalmente forme parte del común de los mortales. No hay peor enemiga para una mujer seductora, guapa e inteligente que otra mujer menos seductora, menos guapa y menos inteligente. Y como Jackie recuerda las relaciones tensas con su madre y raramente presta atención a las féminas, provoca fuertes resentimientos.
«La señora Kennedy nunca buscaba la compañía de las otras mujeres. No tenía amigas que vinieran a tomar el té y a charlar. Su única confidente era su hermana Lee —prosigue J. B. West—. Jackie tenía treinta años menos que todas las demás First Lady a las que he servido, y poseía la personalidad más compleja de todas. En público era elegante, impasible, digna y majestuosa. En privado: distendida, impertinente y revolucionaria. Tenía una voluntad de hierro y más determinación que nadie en el mundo. No obstante, también sabía ser dulce, tozuda y sutil, e imponía su voluntad sin que la gente se diera cuenta. Era graciosa, insolente, muy inteligente y, a veces, boba y limitada, sin el menor sentido del humor. Era muy divertido estar con ella, y sin embargo nadie se permitía la menor familiaridad. Tenía una forma muy personal de marcar distancias con la gente. Odiaba que la presionaran, que le metieran prisa».
Jackie llevó a la Casa Blanca la mesa de despacho de su padre, un escritorio imperio que cuida con cariño. Habla a menudo de Black Jack. Tiene la sensación de que está allí, de que la acompaña a todas partes. Cuando su madre o Rose Kennedy van a visitarla, se muestra educada. Pero en cuanto anuncian a Joe Kennedy, baja las escaleras de cuatro en cuatro, se lanza a sus brazos y le da un beso. Cuando él tiene el primer ataque que le deja paralizado, le trasladan a la Casa Blanca. Jackie se ocupa personalmente de él, le da de comer, le seca la boca, y envía memorándums de siete páginas a J. B. West para que reciba buen trato.
En el tercer piso de la Casa Blanca, en lugar de un gran solárium, ha hecho instalar un jardín de infancia para Caroline y algunos hijos de diplomáticos. Pasa mucho tiempo con Caroline y John-John, pero no es una madre convencional. Los niños están rodeados de niñeras, de institutrices, de chóferes, de camareros, y les sirven las hamburguesas en una bandeja de plata. No es que Jackie sea esnob: la han educado así. Está acostumbrada al dinero, a las grandes mansiones llenas de servicio. Para ella es sencillamente lo normal. No imagina la vida de otro modo. Aunque no lava ni plancha ni cocina, está siempre allí, presente y atenta. Quiere que sus hijos sean bien educados. Insiste en que tengan su propia vida, independiente de la Casa Blanca, y que no les traten como a pequeños príncipe y princesa. «Por favor, si salimos nosotros, no es necesario abrir el portal de par en par. ¡No quiero que los niños se crean oficiales!».
Mientras John-John es un bebé le pasea en cochecito por el parque de la Casa Blanca y Caroline trota detrás. Ella les ha diseñado un terreno de juegos oculto tras los árboles, para que estén protegidos de la mirada de los turistas que deambulan a lo largo de la verja. Allí ha instalado a Macaroni, el poni de Caroline, una casa en los árboles, conejillos de Indias y perros, un trampolín, columpios, un túnel. Jackie salta en el trampolín con ellos y en consecuencia ordena que planten árboles altos y frondosos para que solo le vean la cabeza cuando sobresale y no puedan hacer fotos. El terreno de juegos no está lejos del despacho del presidente, que desaparece para ir a jugar, alborotar, bromear con sus hijos. Kennedy también es otro hombre con Caroline y John-John: les quiere y se deja llevar, les da besos, les acaricia.
A Jacqueline le gusta jugar tanto como a Caroline y John-John. «A menudo, cuando la veía con sus hijos, yo me decía: esa es la verdadera Jacqueline Kennedy —continúa J. B. West—. Parecía tan feliz, tan relajada como una niña que no hubiera crecido». Esos aires de gran dama son una máscara que lleva para afrontar el mundo de los adultos.
Jackie tiene arrebatos infantiles. Después de haber visto Bambi, decide comprar un cervatillo. En otra ocasión, se encapricha con unos pavos reales, y el pobre J. B. West se mesa los cabellos al pensar en la convivencia de todo ese zoológico. Jackie asiste al baño de los niños, cena con ellos todas las noches (o finge que cena), les lee un cuento, les arropa y se va a representar su papel de First Lady. Como una actriz.
¡First Lady! Ella odia esa denominación impuesta. «¡Parece el nombre de un caballo de carreras! Llámenme señora Kennedy», advierte el día de su entrada en funciones.
A veces, al volver de una velada, si los niños están despiertos, los tres alborotan en el cuarto de juegos, y hacen tanto ruido que las criadas se despiertan y se quedan escuchando. Entonces ellos se esconden y se parten de risa. Una tarde a la semana, le toca vigilar a los alumnos de la pequeña aula. Un día en que un niño insiste en que le acompañe a hacer pipí, ella le quita el calzoncillo y le busca el pene. «¡Era tan pequeño —contará más adelante— que habría hecho falta una pinza de depilar para encontrarlo!». Con los niños se ríe con ganas, olvida su voz de niña pequeña y habla en un tono normal, juega al escondite y les enseña toda clase de juegos, canciones infantiles y trastadas. En la Casa Blanca siempre hay un payaso, es Jackie.
Un payaso que se pone serio cuando se trata de revitalizar la residencia presidencial. «Quiero que mi marido esté rodeado de personas brillantes, que le inspiren y le alivien de las tensiones del gobierno». Manda invitaciones a todos los grandes artistas, intelectuales y políticos relevantes de la época.
Y ellos responden. Balanchine, Margot Fonteyn, Rudolf Nureyev, Pablo Casals, Greta Garbo, Tennessee Williams, Isaac Stern, Igor Stravinsky, André Malraux coinciden con sabios y hombres de estado durante cenas refinadas y deliciosas. En abril de 1962, organiza una cena que reúne a todos los premios Nobel del mundo occidental. Es en esta ocasión cuando el presidente Kennedy hace el siguiente comentario: «Esta cena es una reunión extraordinaria de todos los talentos del mundo entero. Jamás hubo tanta inteligencia en la Casa Blanca, con la posible excepción de la época del presidente Thomas Jefferson, cuando cenaba solo». Es Jackie quien ha tenido la idea, ella quien lo ha organizado todo. Multiplicará las veladas de ese tipo hasta que se conviertan en la imagen de marca de la Casa Blanca. André Malraux es un habitual que Jackie honra con un celo extremo: se ocupa de no invitar a nadie que pueda hacerle sombra.
Queda instaurado el estilo Jackie. Gracias a su encanto y a su inteligencia, consigue reunir a personalidades que se ignoran o se desprecian. Jackie recuerda la vieja frase del general De Gaulle: «¡Si hacéis que compartan el mismo guiso de cordero personas que se odian porque no se conocen, se amansarán!». ¡Che Guevara declaró un día que ella era la única norteamericana que quería conocer y no precisamente en una mesa de conferencias!
Bajo su tutela, Washington se convierte en una ciudad brillante, alegre, intelectual y divertida. «Eran veladas culturales deslumbrantes, inspiradas e impulsadas por ella —cuenta su hermanastro Jamie Auchincloss—. Jackie no tenía un espíritu creativo sino más bien preciso y estimulante. Era consciente de las posibilidades que ofrecía su estatus y supo explotarlas. Es verdad que no se plegó jamás a determinadas obligaciones. Soportaba mal el aspecto lameculos de determinados actos oficiales, pero en materia de arte estaba decidida a hacer lo que ninguna First Lady había hecho jamás por su país».
Establece que en la sala de cine de la Casa Blanca, se programen películas como El año pasado en Marienbad o Jules y Jim. Jackie las descubre, fascinada, mientras John ronca a su lado y sus amigos abandonan la sala. ¡Verá repetidamente las obras maestras de Fellini y devorará todos los textos sobre el gran cineasta, a quien recibirá y asombrará con sus conocimientos sobre su carrera!
Naturalmente las críticas no tardan en aparecer. Es una campeona de la fanfarronería, una rica remilgada. ¿Quién paga esas fiestas? ¿El contribuyente norteamericano? ¡Qué es eso de que a la esposa del presidente no se la vea jamás junto a la cabecera de los desfavorecidos, sino siempre con traje largo, bajo deslumbrantes lámparas de araña y rodeada de eminencias grises y rosas!
Ella no hace nada para facilitar las relaciones con la prensa. «A Jackie le gustaría encarcelar a todos los que tienen una máquina de escribir», comenta JFK entre risas. Tiene fobia a los periodistas, y protege ferozmente su vida privada, negándose a que hagan fotos de sus hijos o que aparezcan sus nuevos apartamentos. Un día llega a la Casa Blanca con un perro nuevo, y los reporteros la rodean y le preguntan qué va a darle de comer. «Periodistas», replica ella. Cuando se cae del caballo, su foto sale inmediatamente en todos los periódicos. Jackie irrumpe en el despacho del presidente para que él prohíba que se publiquen ese tipo de cosas. «¡Jackie, si la First Lady se cae de culo, es una exclusiva!», contesta él, divertido. John, por su parte, está acostumbrado a vivir bajo el objetivo de las cámaras. Sus mejores amigos son periodistas. Sabe hasta qué punto la imagen es importante para él. En cuanto Jackie se da la vuelta, organiza sesiones de fotos con John-John y Caroline. Ella descubre el resultado cuando lee la prensa y se enfada, protesta, exige. En vano. Entonces, para protegerse, manda construir muros de ladrillo alrededor del terreno de juegos de los niños, instalar una pantalla de vidrio mate alrededor de la piscina y plantar setos de rododendros gigantescos en todo el parque. Está dispuesta a «prestar» a sus hijos para la imagen de John, pero cuando lo decida ella, y solo de vez en cuando. Quiere controlarlo todo. Sin hacer el menor esfuerzo por reparar sus carencias. Kitty Kelley cuenta que una noche, durante una recepción en honor del presidente Burguiba y su esposa, como Jackie rehúye obstinadamente a las periodistas presentes, John la sujeta con fuerza del brazo, la arrastra al lado de sus antiguas colegas y le dice en voz muy baja: «Saluda a estas señoras, querida». Ella obedece de mala gana y él le suelta el brazo, donde se ven claramente las marcas de los dedos en la piel.
Si bien los periodistas se apresuran a informar del mínimo acto y gesto de Jackie, nadie insinúa ni una palabra sobre las espantadas del presidente. En cuanto ella se ausenta de la Casa Blanca, él organiza fiestas, y los guardaespaldas ven gente joven y desnuda correteando por los pasillos. John recibe a cualquier tipo de chica siempre que sea provocativa. ¡Alguien descubrirá justo a tiempo que una de ellas lleva una pistola en el bolso de mano! A él le da igual. No quiere oír hablar de seguridad, solo de «tías». Tiene ojeadores que le buscan chicas, y ¡si no son suficientemente rápidos, les hace entender que podrían esforzarse un poco por su comandante en jefe! Él no tiene tiempo para salir por ahí, y necesita siempre carne fresca. Como es un jefe simpático, comparte sus conquistas con ellos. Los hombres del servicio secreto, si bien al principio están estupefactos, enseguida acaban cogiéndole gusto a esas peripecias en grupo. «Estar con Kennedy era formar parte de una especie de fraternidad itinerante. Era una fiesta continua y teníamos la impresión de que nada podía acabar mal nunca —recuerda un guardaespaldas—. Nadie pensaba en chivarse o en ir con el cuento a la prensa. Eso se habría considerado una traición e inmediatamente habrían cerrado filas. Si hubiera habido un soplón, todos los demás le habrían cerrado la boca, o bien habrían desmentido formalmente sus afirmaciones». Incluso entre el personal de la Casa Blanca, existe una conspiración de silencio.
A veces hay que recordarle a Kennedy cuál es su sitio. Como cuando coquetea con Shirley MacLaine, disfrazado de chófer de una magnífica limusina, que Sinatra ha enviado para ir a buscarla al aeropuerto. Apenas se cierran las puertas Kennedy pretende a la actriz, que se defiende, salta del coche en marcha y vuelve a subir… detrás. Shirley MacLaine se tomó con buen humor las tentativas del presidente y declaró: «¡Prefiero un presidente que time a las mujeres a un presidente que time a su país!».
Philippe de Bausset, que en aquella época era corresponsal de Paris-Match en Washington, recuerda muy bien a la pareja presidencial. «La administración Kennedy estaba orientada hacia la juventud, representaba la esperanza. Pero no estaba fundamentada en la verdad. La prensa sabía, por ejemplo, que John y Jackie no se llevaban bien, por mucho que JFK intentara fomentar la imagen de hombre rodeado de una esposa cariñosa y unos hijos guapos. El público deseaba ese sueño, y eso es lo que le dimos. La administración Kennedy era un inmenso espectáculo de relaciones públicas. Yo me preguntaba a menudo cómo reaccionaría la gente si se enterara de que Jacqueline Kennedy, que supuestamente era la mujer más deseable y excitante del mundo, era incapaz de satisfacer a su marido. Lo cual no era del todo culpa suya. Kennedy estaba demasiado centrado en su propio placer. Puede que eso no entorpeciera su capacidad de gobernar el país, pero tampoco le ayudó. Nosotros éramos prisioneros de ese mito que habíamos contribuido a crear. Los profesionales de la imagen habían construido una imagen. Los periodistas cayeron en esa trampa y ello les obligó a acreditar esa imagen en el futuro».
Jackie lo sabe perfectamente pero adopta su propia filosofía. Prefiere irse de viaje o de fin de semana y dejar el campo libre a su marido. «Quiero un sitio para poder estar sola», confiesa. Lejos de la Casa Blanca que solo con imaginar qué puede estar pasando allí le provoca náuseas… Pero descubre una prueba. Un día, al ver que una doncella ha colocado entre sus cosas unas braguitas negras que encontró en la cama de John, Jackie se las lleva al presidente y le suelta: «¡Toma, devuélvele esto a su dueña, no es de mi talla!».
Y se venga despilfarrando como una loca. John vocifera cuando recibe las facturas. «¡La nueva frontera va a ser saboteada por una banda de malditos modistos franceses!». Jackie le mira de arriba abajo, glacial, y vuelve a la carga con más ahínco. Por encima de todo quiere evitar que crean que es tonta. O víctima. En una ocasión enseña la Casa Blanca a un huésped ocasional, y al abrir la puerta de un despacho en que hay dos mujeres declara: «Esas dos de ahí son amantes de mi marido».
También se venga con escenas violentas cuando están solos. Un domingo de Pascua, en Miami, John se retrasa para asistir a misa y los periodistas esperan abajo para fotografiar a esa pareja tan guapa y tan piadosa. De pronto, se oye a la primera dama de Estados Unidos gritarle a su marido: «¡Sal de una vez, cabrito, lo has querido tú y es a ti a quien reclama el público! ¡Ponte una corbata, abróchate la chaqueta y vámonos!».
A veces, también para ir a misa, ella se pone un minivestido sin mangas y sin medias, unas sandalias, y les hace una mueca a los periodistas.
A la larga, naturalmente, Jackie acaba por acostumbrarse y le señala a su marido la presencia en la playa de bombazos sexuales con senos enormes (todo lo que a él le gusta) o le coloca, solo para molestarle, entre dos de sus conquistas durante una cena en la Casa Blanca. A lo largo del convite ella se dedica a observar con avidez y deleite la incomodidad de John y el gesto contrariado de sus rivales.
Como revancha, ella mantiene una conducta sentimental ejemplar. No se le conoce ninguna aventura. Y si bien encandila a todos los hombres que se le acercan, nadie puede alardear de ser su amigo íntimo. En ocasiones provoca a Kennedy y baila abrazada a un hombre con lascivia. Él frunce el ceño. Refunfuña. La respeta durante unas cuantas noches y luego vuelve a marcharse tras las primeras faldas que pasan. John se lo permite todo, pero no tolera que ella se le escape. En agosto de 1962, Jackie se va con Caroline a reunirse con su hermana Lee en un crucero por Italia, y se la ve a menudo junto a Gianni Agnelli. Las fotos ocupan las portadas de los periódicos. John le envía inmediatamente un telegrama diciendo: «Un poco más de Caroline y un poco menos de Agnelli».
Le atribuyen aventuras, porque es coqueta y le gustan los hombres, pero nunca podrán demostrar nada. Aunque no tenían reparos en acorralarla. Una vez más, el misterio Jackie seguirá siendo más potente que todos los chismorreos insinuados durante las cenas de la ciudad.
¡Si ha soportado sin decir nada las espantadas de John, no es para que la pillen en flagrante delito de adulterio a ella! Jackie prefería sin duda seguir siendo prisionera de esa imagen tan bella que ella misma había construido. Hay que decir que ese era su único consuelo. Lo único que le quedaba de lo que estuviera orgullosa, aparte de sus hijos. Ella calló la boca a los maledicentes y a los mezquinos. Se situó, nuevamente, por encima de los demás.