XI
Jackie y Ari viven en la isla de Skorpios como en el paraíso. En ciertos aspectos se parecen. Son dos grandes solitarios rodeados de mucha gente que, sin embargo, están solos. Ambos están enamorados de la vida dorada de los multimillonarios y son independientes, voluntariosos, seductores. Si hubieran permanecido recluidos en su isla la felicidad habría durado más. Ari se ocupa de los niños Kennedy y sus atenciones conmueven a Jackie. «Era muy generoso con ellos —relata Costa Gratsos, brazo derecho de Onassis—. Le compró un velero a Caroline, un fueraborda, un juke-box y un mini Jeep a John-John. Les regaló dos ponis Shetland. Aparte de los regalos, trataba de implicarse personalmente. Asistía a las representaciones escolares en Nueva York e iba a Nueva Jersey a verles montar, en representación de Jackie. Y eso para él no era nada agradable. No le gustaban los caballos. Siempre se quejaba de que el barro y el estiércol le estropeaban los zapatos y el pantalón».
Los niños están incómodos con este padrastro que tiene edad de ser su abuelo. Caroline le vigila bajo su melena adolescente. John-John se deja seducir más fácilmente, pero con desgana. Ellos no entienden demasiado bien la elección de su madre, pero la aceptan. Porque es su madre y la quieren más que a nadie en el mundo. Jackie capta estas sutilezas y les agradece que no provoquen conflictos abiertamente.
Jackie y Ari harán todo lo posible para que su felicidad dure. Cuando están solos, se reencuentran. No necesitan hablar: se dan la mano y se sonríen.
Sí pero… rara vez están solos. «Onassis era un hombre de negocios internacional que guardaba todos los expedientes y las cuentas de sus múltiples empresas en la cabeza. Su despacho estaba allí donde él estuviera, siempre rodeado de una docena de ayudantes que se le dirigían en idiomas que Jackie no entendía —cuenta Stephen Birmingham—. John Kennedy también tenía su corte, pero Jackie era capaz de comprender lo que pasaba. Los negocios de Onassis eran tal misterio para ella —¡y para muchos otros!— que juzgó más pertinente no hablarle de ello. Algunos hombres de Onassis le resultaban simpáticos. Otros, en absoluto. Estos últimos se comportaban como si ella fuera un estorbo que se interponía entre ellos y el patrón. La trataban muy mal, sin apenas saludarla, se abalanzaban sobre Onassis y se ponían a hablar con él en voz baja y en griego. Jackie consideraba que eso era una grosería enorme. ¡Y además, parecía que Onassis les apreciaba más que a ella!».
Ahí empieza el malentendido: Onassis trata a Jackie como a una cría ávida de joyas, lujos y belleza, pero ignora su cerebro. Jackie es un objeto decorativo en su vida, una odalisca, una celebridad que mima y domina. Ari siente que la «tiene» física y financieramente y ese poderío le llena de orgullo. Es el amo. Ha triunfado donde numerosos pretendientes, norteamericanos, cultos y de buena familia, habían fracasado. Jackie desea que la malcríen, que la adoren. Pero desea además que la tengan en cuenta. Como John, al final. A ella le gustaría ser su embajadora, su confidente, su aliada en la sombra. Ser un jarrón exquisito nunca le ha resultado satisfactorio. El mundo de Onassis es un mundo de hombres. No hay sitio para una mujer. «Sé bella, gasta y calla». Una mujer no tiene por qué tener otra ambición. A Jackie la hiere esa mirada condescendiente y trata de no pensar. Pero el guisante provoca cardenales en la princesa.
Al principio se adapta. Lleva la vida de Ari: una vida de noche, de salas de fiestas y siempre rodeada de hombres. Si se rebela y hace ademán de marcharse, él hace un gesto de advertencia con el índice o la mira con dureza para llamarla al orden. Jackie vuelve a sentarse, impresionada por el poder que Ari tiene sobre ella. Incluso dicen que la ha domado, que ha transformado a la reina impetuosa en una niñita obediente. Jackie hace todo lo que él quiere. A veces se venga lanzándole pullas. Es su forma de recordar que existe. Se burla delante de todos de su falta de elegancia. «Miradle —dice—, en París siempre lleva el mismo traje azul y en Londres el mismo marrón». Ari finge que no oye nada. Y ella tiene la sensación de haberse anotado un punto.
De hecho, Onassis es muy supersticioso. Siempre que firma un contrato importante conserva el traje que llevaba ese día. Pero él podría decirle lo mismo a su mujer, que casi siempre va con unos vaqueros y una camiseta.
Ari no le habla nunca de sus negocios y solo vive para su imperio. Al poco, Jackie se siente relegada a un segundo plano. Frustrada, repite el mismo esquema que con Kennedy: decora a diestro y siniestro, y atiborra a reventar sus armarios roperos. Hace venir a sus decoradores, recorre las subastas y compra. Acondiciona las mansiones, los barcos, para que ambos se sientan «en casa». Ari no hace el menor comentario, la trata como a una cortesana o pasa como una exhalación. Siempre está en un avión, surcando los mares o al teléfono. Ella redescubre la espera, la frustración y elabandono.
«Él trabajaba mucho y viajaba constantemente —continúa Stephen Birmingham—. Casi nunca estaba. Tenía una suite en el hotel Pierre de Nueva York, y como solía trabajar hasta muy tarde, prefería dormir allí que con Jackie en su piso. A veces, ella le acompañaba en sus desplazamientos. Pero casi siempre se quedaba en casa, disfrutando de la vida de lujo que él le proporcionaba. Económicamente dependía por completo de Onassis. Cuando trató de invertir su propio dinero sin escuchar los consejos de Ari, fue un desastre. Entonces Jackie le pidió ingenuamente que subsanara sus pérdidas. Él, indignado por su falta de criterio, le contestó que lo único que tenía que hacer era vender parte de las joyas y de las obras de arte que le había comprado. Algo que a ella no le gustó».
Jackie sufre con esos comentarios que inmediatamente atribuye a falta de amor. No cuesta demasiado ofenderla, herirla. Se siente segura de su poder y de su capacidad de seducción cuando el idilio está en su cénit, pero a la primera nota en falso lo ve todo negro. Entonces se convierte en una esfinge imperial. Eso satisfacía a Kennedy, que así podía dedicarse a seguir correteando. Pero irrita a Onassis, que no entiende nada y la regaña como a una cría. Él no tiene tiempo para contemplar a Jackie. Si está con una mujer es tanto por impresionar a los demás como por su propio placer. Él solo se exhibe con mujeres célebres. A las otras va a verlas a las dos de la madrugada y se marcha al amanecer.
Jackie, subyugada durante el primer año por la autoridad y la virilidad de Ari, rápidamente se vuelve contra él por esos mismos motivos. Pretende convertirla en su «cosa». Cree poseerla físicamente porque, con él, Jackie se ha relajado para ser feliz. Pero recuperará el control. Nadie, nunca jamás, podrá alardear de haber rebajado a Jacqueline Bouvier. Si Onassis quería una tonta encantadora que le siguiera a todas partes y le obedeciera a pies juntillas o una burguesita conformada porque él paga las facturas y le hace hijos, se equivoca. Ella no es la Callas que abandonó marido y profesión para seguirle. ¡Menuda idiota!, piensa Jackie. Ese es el mejor modo de perderle. A esa clase de hombres hay que ponerles las cosas difíciles. Una vez más Black Jack tenía razón: mantener siempre las distancias y exhibir una sonrisa radiante y enigmática allí donde los demás desfallecen. Jackie pondrá fin a ese delicioso escalofrío que se apoderaba de ella cuando Ari le hablaba como un padre autoritario a su hija, cuando la abordaba en cualquier parte y le hacía perder la cabeza. Pronto él ya no tendrá ningún poder sobre ella. Si el placer físico ha de llevar directamente a la dependencia, a la sumisión y por tanto a la infelicidad, lo eliminará de su vida. Jackie recupera su corazón.
Volverá a sus costumbres de antaño y ya no hará ningún esfuerzo más por él. Y visto que solo es buena para gastar, ¡gastará! Sin medida. El dinero es su vieja arma, su instrumento de venganza. ¿Solo soy una frívola atontada por el dinero? ¡Él sí que se quedará atontado cuando vea las facturas! Orgullosa y ufana, decide plantarle cara y recuperar su independencia moral y sentimental.
A Jackie le gusta levantarse temprano, desayunar con sus hijos y despedirles cuando se van al colegio. Prefiere acostarse hacia las diez, con un libro. O ir a la ópera, al ballet o al teatro, acompañada de gente refinada que lo aprecie y exponga críticas o elogios durante una cena ligera.
Ari es señor y campesino a la vez. Sale todas las noches y duerme cuatro horas. En la ópera, ronca. Le gustan los platos sencillos, las chicas que se entregan sin remilgos, las fiestas populares, el desaliño. Busca pequeñas tabernas griegas, restaurantes donde se puede subir a la mesa y bailar el sirtaki. Vuelve a casa a las tres de la madrugada y se despierta a las siete para telefonear al otro extremo del mundo.
Jackie le ignora y le deja salir solo. ¡Que haga lo que quiera, ya no es su problema! Él se deja ver con modelos, celebridades, y vuelve a ver a la Callas. La prensa publica una fotografía de Ari y María. Jackie reacciona exhibiéndose con su cohorte de pretendientes habituales.
Es la guerra. La guerra abierta. Onassis declara a un periodista: «Jackie es un pajarito que reclama seguridad y libertad y yo se las ofrezco con gusto. Puede hacer exactamente lo que le plazca, y yo haré lo mismo. Jamás le hago la menor pregunta y ella tampoco».
Al leer esas palabras en su piso de Nueva York, Jackie se altera. ¿Qué quiere decir esto? ¿Ari se ha cansado de ella y piensa abandonarla? Ese viejo «desamparo» que la domina resurge, y la orgullosa Jackie vuela hasta París y promete enmendarse. La idea de que él pueda plantearse la separación la destroza. No ha entendido que, como todos los hombres demasiado codiciados y demasiado consentidos, Onassis se ha cansado de su juguete. Ha logrado someter a Jackie, se ha casado con ella, ha escandalizado al mundo. Ha obtenido su rédito en publicidad y honores. Ahora ya puede pasar a otra cosa. Ha vuelto a ver a la Callas y ha recuperado la antigua complicidad y la devoción de la Diva que le ama hasta perder la voz. Ella es griega como él, apasionada y sumisa. Ella le espera, le comprende, le acepta tal como es. Con ella, él descansa. Es su mujer, en el sentido heleno de la palabra.
Todo lo que antes le divertía de Jackie, ahora le aburre. Le reprocha su locura por comprar, su falta de corazón, su indiferencia hacia sus hijos, Christina y Alexandre, hacia su cultura. De manera que Ari se muestra indiferente, cruel, y Jackie baja la guardia. Está dispuesta a todo para conservarle y firma una carta que reduce su porcentaje de la herencia al 2% de la fortuna de Onassis. Todo antes que perderle. No es que aún le quiera —se ha jurado a sí misma poner fin a ese sentimiento peligroso—, pero no soporta la idea de que la abandonen. Jackie rompe cuando lo decide ella. Cuando la decisión es suya. De lo contrario, la separación se convierte en un trauma del que no se recupera. Con John estaba protegida por la Historia: un presidente no se divorcia. Con Onassis, no tiene ninguna seguridad. Ambos establecen un pacto: se comportarán como si todo fuera bien en el matrimonio. Preservarán la imagen. Él seguirá pagando sus gastos, pero recupera su libertad.
Jackie está tranquila: Ari se queda. ¿Las otras mujeres? Una relación única y escandalosa le molestaría, las relaciones discretas le van la mar de bien. Costa Gratsos, gerente de los negocios de Onassis, afirma que «el grado de cariño de Jackie hacia Onassis era directamente proporcional a las cantidades que recibía».
Es más complicado que eso. El dinero, para Jackie, es una forma de oír «te quiero». Cuanto más le autorizan a gastar, significa que más la valoran. Recordemos a Black Jack en las tiendas, puliéndose un dinero que no tenía para sus dos princesitas, animándolas a gastar más y más, regalándoles collares de perlas, pulseras de oro, trajes de equitación hasta que ya no le quedaban cheques para firmar. Y, no obstante, multiplicando sus amantes, imponiéndoselas a Jackie y a Lee. Jackie se consuela, diciéndose que esas mujeres pasajeras no son importantes, que es a ella a quien él quiere por encima de todo. Ella por quien se arruina…
Si un hombre permanece ahí y la obsequia, significa que la quiere. El resto —las amantes, las peleas, las ofensas— lo asume y cierra los ojos. Lleva tanto tiempo tapándose las orejas, que ha aprendido a pasar por alto lo que le molesta. Jackie se encarama a su nube y se cuenta cuentos.
Para dominar la angustia que experimenta, Jackie se vuelve hacia el marido difunto. Perfecto y mítico. Reaviva la llama eterna, sabiendo que de este modo recupera su reputación y mortifica a Ari. Está presente en todas las celebraciones, conmemoraciones e inauguraciones relacionadas con John Kennedy. Puede que Onassis no tenga ningún rival vivo, pero tiene uno muerto, que es mucho más cargante.
«No era fácil para un marido griego y orgulloso vivir a la sombra de otro. De ahí un antagonismo íntimo, que Onassis no había previsto y que se reavivaba en cada aniversario de la muerte de John, de su boda y de todas esas grandes etapas de una trayectoria que Jackie recordaba constantemente a sus hijos», cuenta David Heymann.
Como ya no depende de ellos, Jackie se acerca a los Kennedy. Rehace el antiguo vínculo. Recupera el trato con una tribu que ha recibido la misma educación que ella. No es que les quiera más. Pero al menos a ellos les entiende. Frente al «pack Onassis», ella tiene su «pack Kennedy». Empatados. Y si los hombres de Onassis la desdeñan, los Kennedy, fascinados por su fortuna y su entereza, la alaban. Jackie deja de ser una perdedora inmediatamente. Se pone a la cabeza de la familia con naturalidad, sustituyendo al viejo Joe que ya es poco más que una sombra.
Ella es la primera a quien Ted Kennedy telefoneará cuando el asunto de Chappaquiddick, en julio de 1969. Durante las nueve horas que tarda en comunicar el accidente a la policía local, nueve horas en las que deambula, sin atreverse a asumir su error, trata en vano de localizar a Jackie. Jackie, la mujer fuerte, que resurge de todas las situaciones. Cuando por fin hablan, Jackie consuela a Ted como a un niño pequeño, y le propondrá por carta que sea el padrino de Caroline, que no tiene desde que Bob murió.
Después de ese horrible accidente, la carrera política de Ted está arruinada y el viejo Joe Kennedy se apaga. Su muerte es una pérdida terrible para Jackie, que había declarado poco después de su primera boda: «Después de mi marido y mi propio padre, quiero a Joe Kennedy más que a nadie en el mundo».
Afortunadamente le quedan sus hijos. Está pendiente de sus estudios, monta a caballo con ellos todos los fines de semana, se ocupa de que John-John, de naturaleza indolente, se esfuerce más, y de que Caroline sea una perfecta señorita. «Es mérito de Jacqueline Onassis que Caroline y John júnior sean unos niños serios, equilibrados, ajenos al ojo público. Lo ha conseguido ella completamente sola, cuando lo tenía todo en contra. No era algo evidente, solo hay que pensar en la mayoría de los otros Kennedy de esta generación», afirma la madre de unos compañeros de juego de los pequeños Kennedy. Jackie no tiene miedo de dar amor a sus hijos o a los niños en general. Se ocupa de los amigos de John y Caroline como si fueran suyos.
John aprendió a desembarazarse de los lunáticos, tal como recuerda la madre de un alumno: «Siempre había tres o cuatro buenas mujeres merodeando alrededor de su escuela, ancianas inofensivas con pantalones de chándal y rulos, que preguntaban a todas horas: “¿Dónde está John-John?”. Un día toparon con él y le preguntaron:
»—¿Tú conoces a John?
»—Sí —contestó.
»—¿Cómo es?
»—¡Un tío estupendo!».
Este equilibrio sano es obra de Jackie.
Con los hijos de Onassis, que nunca la han aceptado, tiene más problemas. Alexandre la evita y Christina se burla. Si Jackie la ayuda a escoger la ropa o le aconseja que adelgace, Christina replica que no quiere parecer «una modelo americana insípida». Se casa con el primero que aparece para contrariar a su padre, luego le pide ayuda y que vaya a buscarla. Jackie opina que es maleducada, mimada, una niña de papá. Onassis le reprocha su dureza. Se siente culpable de su relación con su hija. En realidad nunca ha tenido tiempo para ocuparse de ella y, para compensar dicha ausencia, la ha bombardeado a regalos. Christina se convierte en motivo de disputa. El resentimiento de Onassis hacia Jackie aumenta.
Él acaba perdiéndole todo el respeto. Si ella le pregunta qué puede hacer a bordo del Christina porque se aburre, él le sugiere «decorar los menús». Onassis se aleja cada vez más. «Me confesó que su mayor locura fue esa insensata ocurrencia de casarse con Jackie Kennedy. El error más caro y estúpido que ha cometido en su vida», cuenta un allegado.
La clase y la elegancia de su esposa enervan a Onassis que, para exasperarla, se dedica a hacer groserías. Hace ruido al comer, eructa, engulle, escupe. A un periodista que le sigue para hacerle una entrevista, le replica: «¿Quiere que le diga el secreto de mi éxito?», entonces se desabrocha el pantalón, se baja los calzoncillos, exhibe los genitales y exclama: «¡Mi secreto es que tengo cojones!».
Cuando Jackie le corrige delante de terceros, estalla y habla del montante de sus facturas. «¡Doscientos pares de zapatos de una sola vez! ¡Puede que yo sea colosalmente rico pero soy incapaz de entenderlo! ¡Esta mujer está loca! ¡Y no es que la tenga en la miseria, precisamente! ¡Y los zapatos son solo un ejemplo! ¡Encarga bolsos, vestidos, abrigos, docenas de trajes de chaqueta, más de los que harían falta para abastecer una tienda de la Quinta Avenida! No sabe parar. Ya estoy harto. ¡Quiero divorciarme!».
Se mofa de su vocecita, de su corte de amigos neoyorquinos —«¡Todos unas locas!»—, se burla de su manía de envolverse con chales y echarpes, como una auténtica vagabunda. ¡Con todo el dinero que le da! La lleva a cenar a Maxim’s y luego la acompaña hasta la avenida Foch y le dice que suba sola. Él se va a dormir a casa de una seductora modelo. Jackie no rechista, se acuesta y llora. ¿Cómo han llegado a eso? Entonces le viene a la mente el final de Lo que el viento se llevó, y oye a Scarlett gritarle a Rhett: «Pero ¿qué va a ser de mí?» y a Butler-Onassis contestarle con tranquilidad: «Francamente, querida, eso no es asunto mío».
Ella ya no le conmueve. Y ya no paga sus excesos. Jackie revende sus vestidos, sus bolsos y sus abalorios en una tienda de Nueva York para ganar unos dólares. Ari se entera y la llama roñosa. Es verdad que él es enormemente generoso. Según Costa Gratsos, «no solo mantenía a una familia de sesenta personas, sino que trataba a sus empleados y a sus criados como si formaran parte de la misma. Exigía mucho de ellos, pero les recompensaba a base de regalos y mucha amabilidad. Si la mujer de un jardinero de Skorpios necesitaba cuidados médicos, él se aseguraba de que los recibiera. Si ese mismo empleado tenía un hijo brillante, le pagaba los estudios. Cuando cogía un taxi, le daba al conductor el doble de lo que marcaba el contador».
Onassis no temía la escasez. Había conocido la pobreza inmunda y la humillación de ser un don nadie, y había salido a flote. Nada le daba miedo y la falta de dinero, menos aún. Confiaba en sí mismo y sabía que vencería todos los obstáculos, que superaría cualquier dolor.
Todos menos uno. El 22 de enero de 1973, su hijo Alexandre murió en un accidente de helicóptero. Este suceso fue fatal para Ari y le arrebató las ganas de vivir. A partir de ese momento, el hombre rico y poderoso, el hombre sin leyes ni escrúpulos, el genial hombre de negocios se desintegrará lentamente. Jackie, a su lado, no comprende su dolor y lo considera impúdico. Acostumbrada a no expresar nunca nada, se siente completamente ajena a la desesperación de su marido. Uno nunca debe mostrar su dolor en público. Es indigno. Jackie recuerda a Ethel Kennedy, la mujer de Bob, que fue a consultar a un médico justo después de la muerte de su marido, ¡para que le diera un medicamento para no llorar! Jackie aprueba este tipo de comportamiento. Es su educación, su cultura. ¡Siente repugnancia hacia Onassis que grita, solloza y prodiga insultos contra el cielo, los dioses y el destino! Cada vez le parece más repulsivo, y ya no quiere cenar en la misma mesa que él, porque considera que no sabe comportarse. Onassis, descompuesto, descubre a la mujer con quien se ha casado. «Ella quiere mi dinero pero no a mí. Nunca está conmigo».
Onassis rectifica su testamento, la elimina por completo de la herencia, y le asigna una pensión vitalicia y otra para sus hijos. Quiere divorciarse y contrata a un detective privado para seguirla y sorprenderla en flagrante delito de adulterio. El detective vuelve con las manos vacías. Seis meses después de la muerte de su hijo, Onassis cae gravemente enfermo. Los médicos diagnostican miastenia, una enfermedad que destruye los músculos. Cuando ya no puede abrir un ojo, se pega el párpado con un esparadrapo y bromea sobre el tema. Sigue trabajando, pero está desmotivado. A principios de febrero de 1975 sufre fuertes dolores de estómago y se desmorona. Ingresa en el hospital americano de Neuilly para reponerse. Jackie va a verle, pero le parece que no está tan grave y enseguida vuelve a Nueva York.
El 15 de marzo de 1975, Aristóteles Onassis muere. Su esposa está en Nueva York. Acompañada de Ted Kennedy, asistirá al funeral en la pequeña capilla de Skorpios, donde se había casado seis años y medio antes. No dejará entrever en absoluto sus diferencias y pronunciará ante la prensa unas palabras «perfectas» sobre su marido: «Aristóteles Onassis me amparó en un momento en que mi vida estaba sumida en sombras. Él me condujo a un mundo de amor y felicidad. Juntos hemos vivido momentos maravillosos que nunca olvidaré y por los que le estaré eternamente agradecida».
Tras el golpe de la muerte llegaba la hora del culto.
Jackie seguirá haciéndose llamar señora Onassis y en cenas neoyorquinas hablará de Ari con los ojos brillantes, contará las locuras que él organizaba para ella, la felicidad espectacular que le había hecho conocer. Él tiene que seguir siendo, a toda costa, ese ser maravilloso que la hiciera tan dichosa durante unos meses. Ari pasa a ocupar un peldaño en el podio junto a sus otros dos héroes, cuyo recuerdo sigue ornando: Jack Bouvier y John Kennedy. A menudo la realidad puede con Jackie de forma trágica, pero ella insiste en ignorarla, como ignora todo lo que le molesta.