II
Aparentemente, Jacqueline no ha cambiado. Lee tanto como siempre, si no más. Con una clara preferencia por la literatura romántica, precisa David Heymann. Devora la obra completa de Byron y se deleita con sus poemas. Sigue aplicándose en clase de danza y recopila una biblioteca consagrada exclusivamente al ballet. Escucha música, pinta, escribe poemas, dibuja. Compra acuarelas, pinturas al óleo y dibujos. Todo lo que hace lo hace a fondo. Con rabia, incluso. Como si tratara de agotar la ira que hay en su interior. Jackie no pega los sellos, los aplana a puñetazos. No lee, devora. No juega, dirige a los demás niños.
Jackie tiene demasiada energía para dejarse llevar abiertamente por la depresión, por la melancolía. Sigue acaparando primeros premios, ya sea en un baile de disfraces o en un concurso de hípica. Sigue sin tener ninguna amiga íntima y no trata de conseguirlo. Prefiere intrigar y fascinar a las chicas de su edad en lugar de intercambiar confidencias banales a media voz y absurdos ataques de risa. La intimidad le repugna. Ella se coloca por encima del ámbito común. Puede que sea una hija de divorciados a la que señalan con el dedo en la escuela, y ante la cual los adultos se enternecen y murmuran: «¡Pobre niña!», pero es la primera en todo y no se parece a nadie. Jackie rechaza esa compasión mal intencionada, que ve aparecer en la mirada de la gente «de bien». Ella prohíbe que la compadezcan. No desea expresar ni un atisbo de dolor.
Y por otra parte, se ha dado cuenta enseguida de que si mantienes la vida y la gente a distancia, no solamente sufres menos, sino que además te conviertes en un ser especial. Diferente. Y esa diferencia le encanta. La hace importante. Aunque las chicas y los chicos de su edad no la consideran espectacularmente simpática, se sienten atraídos por ella, y Jackie juega con ese atractivo.
«Adivinad en qué canción estoy pensando esta mañana», pregunta un día a un grupo de niños congregados a su alrededor. Ellos se pasan toda la mañana intentando descifrar por turnos los pensamientos de la princesa, que se niega a aclararlo.
Cuando se aburre trepa a los árboles con un libro o retoma su folletín sobre la reina del circo que se casa con el guapo trapecista. Es una historia suya que nadie vendrá a desbaratar.
Naturalmente, no todo es tan fácil ni tan gratificante. No basta con decidir no volver a sentir nada para que la vida deje de afectarte, de repente, como por arte de magia. Bajo ese disfraz impostado de princesa distante, Jackie es una niña como las demás. Por mucho que se entrene para guardar las distancias, a menudo un comentario la hiere bruscamente, o siente un inmenso vacío afectivo. Echa de menos a Black Jack, echa de menos la despreocupación y la alegría de vivir de su padre, sus declaraciones de amor, sus apariciones mágicas. A veces, cuando vuelve del colegio, le busca por todo el piso: «Papá, papá…», y luego se deja caer en una silla y recuerda que él ya no está allí. Se ha ido. Sin ella. Siente vértigo. No puede seguir viviendo sin él. Es demasiado frágil. Está harta de fingir, y entonces querría convertirse en una niña corriente, poder llorar, refugiarse en unos brazos cariñosos. Interrumpir su papel de belleza indiferente y decir «basta». Pero aunque mire a todos los lados, no encuentra a nadie que la consuele. Su madre no sabe nada de mimos, su niñera se ha ido y su hermana es demasiado pequeña. En momentos como ese, la ausencia de una amiga del alma, de una cómplice a quien contárselo todo se manifiesta con absoluta crueldad. Son momentos de gran desánimo que la embargan a menudo, sin que ella sepa muy bien el porqué. Ráfagas de desesperación que la sumen en abismos de tristeza. Jackie se siente entonces terriblemente sola, desamparada. Tiene la impresión de que ya no le queda nada a que aferrarse y siente pánico. Ese desamparo se manifiesta con bruscos cambios de humor que desconciertan por completo a su entorno. Siente rencor contra el mundo entero sin saber por qué. Se enfrenta violentamente con su madre y luego se encierra en su habitación y no quiere salir. Jackie debería haber recibido una educación distinta para atreverse a verbalizar su tristeza, para describir con palabras, aunque fueran torpes, su malestar, para que este se convirtiera en real y ella lo superara o lo aceptara. Pero le han enseñado justamente lo contrario: no expresar nunca nada. De manera que Jackie se aparta todavía un poco más del mundo real y vaga en su mundo imaginario. Ausente.
Necesitaría también una madre más sensible, más cariñosa, más atenta que Janet. Pero para Janet, lo que no se dice no existe, y es mucho mejor así. Del mismo modo que el desorden la incomoda, huye con obstinación del enfrentamiento, de los enfados, de las grandes explicaciones. Y además Janet tiene otras preocupaciones en la cabeza. Lo inmediato es llegar a fin de mes, y luego volver a casarse. Porque una mujer de bien no se queda sola. Y finalmente tiene que mantener la cabeza alta en la terrible pelea que libra contra Jack Bouvier por el amor de sus hijas.
Porque ahora entre Jack y Janet hay guerra y odio. Y Janet no tiene el papel de buena. Como tiene la custodia de las hijas, es ella quien las riñe durante la semana para que se sienten bien en la mesa, den los buenos días, no se repantinguen en los sillones, tengan buenas notas en el colegio, se beban la leche, se cepillen los dientes todas las noches y se acuesten a las ocho en punto. Es ella quien les repite que la vida es más difícil que antes, que ya no pueden mantener al poni, ni comprar ese vestido tan bonito del escaparate, que ahora hay que tener cuidado con el dinero. «El dinero no crece en los árboles», repite a todas horas. Da consejos machaconamente, supervisa, no deja pasar nada. Educa a sus hijas como la estricta directora de un pensionado. Pero sale cada vez más, abrumada por el paso del tiempo —tiene 34 años— y ese marido que no aparece. Siempre bebe demasiado, se despierta tarde, irascible. Grita por nada. Toma somníferos para dormir y vitaminas para reanimarse.
Entonces llega el fin de semana y Jack Bouvier entra en escena. ¡Y empieza la fiesta! Black Jack dispara sus fuegos artificiales uno a uno: paseos a caballo por el parque, comidas en restaurantes elegantes y caros, patinaje sobre hielo en el Rockefeller Center, teatro con visita entre bastidores, cine y fiesta en su apartamento que él ofrece a sus hijas sin pedirles que ordenen, ni que se acuesten a la hora. Las cubre de regalos, y apenas han formulado un deseo para que papá las complazca con un golpe de varita mágica.
Jack Bouvier está encantado de tener a sus hijitas a su disposición. ¡Es tan fácil seducir a los niños! Él está a gusto con ellas, mucho más que en el mundo de los adultos, donde los mediocres chanchullos que se le ocurren para ganar dinero fracasan. Pero el sábado y el domingo no tiene que fingir: puede volver a la infancia que nunca ha abandonado. Black Jack se divierte como sus hijas. Ya nada tiene importancia. Él sabe muy bien que su capital mermó hace mucho tiempo y que ha dilapidado su fortuna con sus alardes. Pero, de momento, se niega a pensar en ello. Primero tiene que arrancar a sus hijas de la influencia de su ex esposa.
Jack Bouvier marca a sus hijas con su sello para que nadie, nunca, se las arrebate. Este hombre que ha fracasado en todo, quiere triunfar en su última aventura y hacer de Jackie y de Lee sus dos criaturas. Inventa una obra de teatro para ellas y la pone en escena cada fin de semana. Stephen Birmingham narra las mil y una estrategias patentadas por ese seductor para deslumbrar a sus dos hijas, las únicas mujeres ante las que no huye.
Él conoce las normas del encanto y la distinción. Le gusta la ropa cara, los conjuntos elegantes. Les enseña que no basta con comprar vestidos suntuosos, además hay que saber convertirlos en únicos, añadirles eso que los hará inolvidables. Las lleva ante los preciosos escaparates de la Quinta Avenida y les explica qué es chic y qué no. Diserta sobre un nudo, un cinturón, el corte de una manga, una botonadura. Luego las examina de los pies a la cabeza, y declara que realmente su madre no tiene el menor gusto. Pero él lo arreglará. Seguidamente es el momento de los alocados desatinos en el interior de las tiendas, donde Jackie y Lee escuchan, fascinadas, las teorías de su padre, y le ven descolgar vestidos, conjuntos y hacérselos probar, añadirles un pequeño detalle, una enagua, un cuello, un broche, escoger seguidamente ese artículo que las hace tan bellas, tan distintas, y guardarlo en papel de seda dentro de grandes cajas de cartón gris y dorado.
Pero, prosigue Black Jack enseguida, tener vestidos bonitos no lo es todo, hay que ser dignas de ello. Crear un estilo propio. Una forma de ser que vuelva locos a los hombres y tristemente banales a las demás mujeres. Y para eso, añade muy seguro de sí mismo, como viejo especialista de la seducción, mostraos altivas y frías. Inaccesibles. Lucid una sonrisa enigmática, misteriosa. El misterio trastorna a los hombres, los pone a vuestros pies. Yo lo sé, murmura, zalamero. Confiad en mí… Ellas hacen más que confiar: ellas le idolatran y él se sacia de ese amor infinito que lee en sus ojos. Allí busca la confirmación de que su sueño adquiere forma, de que Jackie y Lee ya solo le escuchan a él, y depositan su destino de mañana y de pasado mañana en sus manos. Le entregan de antemano todos sus amantes, sus prometidos, sus maridos.
Entonces, seguro, ebrio, él reemprende su discurso. Más adelante, cuando seáis mayores saldréis, y un día en una fiesta os fijaréis en un hombre. Un hombre que os parecerá el más encantador, el más fascinante, en fin, que os gustará muchísimo. Entonces, sobre todo, sobre todo, no mostréis esa ansia, no os lancéis a sus brazos; al contrario, ignoradle. Pasad junto a él, lo suficientemente cerca como para que os vea, para que se fije, pero seguid adelante sin mirarle siquiera. Intrigadle. Sorprendedle, pero no os acerquéis demasiado. Y no os entreguéis. Aunque seguidamente él os invite y le concedáis el inmenso privilegio de acompañaros una noche, mantenedle a distancia. No le hagáis confidencias. Seguid siendo misteriosas, lejanas, que nunca tenga la impresión de conoceros, de poseeros. Un hombre saciado es un hombre que ya huye.
Por ejemplo, continúa, impulsado por la admiración muda de sus dos hijitas, ¿sabéis cómo entrar en una sala llena de invitados? No, no, contestan Jackie y Lee con un gesto de la cabeza, demasiado subyugadas para articular palabra. Pues bien, dice él enseguida, hay que entrar sonriendo, con una enorme sonrisa mecánica que no revele nada de vuestro interior, con la barbilla alta, la mirada hacia delante, ignorando a los asistentes, como si estuvierais solas en el mundo. Desdeñad a las demás mujeres, no os preguntéis si son más guapas o van mejor vestidas que vosotras. Repetíos que sois las más seductoras, sin perder ese aire misterioso, inaccesible, y así…
¿Y así?, preguntan Jackie y Lee con un susurro.
Y así todos los hombres solo tendrán ojos para vosotras y formarán un abanico a vuestro alrededor, como alrededor de Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó.
Jackie conoce a Scarlett. Ha leído y releído la novela de Margaret Mitchell. Sueña con miss O’Hara. Y por otro lado, ¿no se parece su padre curiosamente a Rhett Butler? ¿No le piden autógrafos por la calle, confundiéndole con Clark Gable?
Y hete aquí que su padre deposita a sus pies el manual para ser tan cautivadora como su heroína favorita. Comulga con ella con el mismo fervor. Luego, para comprobar que Jackie y Lee han comprendido bien la lección, les pide que se lo demuestren, allí mismo. Jackie es la más dotada. Se levanta y adopta un aire de belleza indiferente, logra que brillen sus ojos y su sonrisa, y modula una voz de niña perdida. Con una gracia y un aplomo que llenan de alegría y de orgullo a Jack Bouvier. «Hija mía, guapa mía, tú lo eres todo para mí, eres una reina…», dice con una reverencia digna de un príncipe heredero.
Es como si asistiéramos, dos siglos después, a las lecciones refinadas y crueles que el astuto Valmont da a la pequeña Cécile Volanges. Pero no hay que olvidar que Jack Bouvier tiene antepasados franceses y que si bien sus escudos de armas son falsos, por sus venas corre sangre libertina. No es muy distinto del seductor Valmont y también él morirá al perder a su único amor: su hijita Jacqueline.
Cada fin de semana, Black Jack añade un toquecito o un ejercicio práctico a sus lecciones. ¿Les invitan un domingo a una reunión familiar? Hay que contestar que no sabe si sus hijas o él mismo estarán libres ese día. ¡Están tan ocupados! ¡Reciben tantas invitaciones! Luego, el día en cuestión, con un retraso calculado, marca suprema de distinción, los tres hacen su entrada en el pequeño círculo familiar que ya no les esperaba y que aplaude su llegada, les agradece que hayan venido y se congrega a su alrededor. Jackie observa maravillada a su padre: él tenía razón. Y este descubrimiento es como el obsequio encantado de un maestro que ella ejecutará con un talento cada vez más próximo al virtuosismo. La alumna superará un día a su maestro, pero él ya no estará allí para asistir a la coronación de su hija.
Es así como la pequeña Jackie aprende a ser doble, perfectamente doble. A mostrarse siempre impasible y majestuosa en sociedad, aunque la domine el miedo o la timidez. La barbilla alta, sonriente, erguida, le basta con recordar las lecciones de su padre para que ya solo la veamos a ella y para que el nerviosismo que la invadía un minuto antes desaparezca.
Es así como pierde poco a poco el contacto con su verdadero yo. Huye de su verdad, mucho más violenta y complicada. Ella no se parece a su aspecto exterior. Ella no es segura ni indiferente. Ella adopta los andares de una doble que le es ajena, práctica a veces, pero que le impide desarrollarse. Cuando irrumpe la verdadera Jackie, ella es la primera desconcertada. No lo entiende y se tambalea al borde del abismo, presa del vértigo, aterrada. ¿Quién es esa? ¿De dónde sale?
Desgraciadamente, el domingo por la noche hay que volver. Abandonar el mundo encantado de Jack Bouvier para reencontrar ese más monótono y pegado a la tierra de Janet Lee. Janet que, evidentemente, se enerva al ver los magníficos regalos que traen Jackie y Lee. Las ve pavonearse con sus vestidos de fiesta y tiene que soportar la narración detallada de esos dos días maravillosos pasados en compañía de papá. Papá dice que… Papá opina que… Con papá es estupendo porque… Con papá podemos…
Y cuando las manda a la cama, a las ocho en punto, solo recibe un beso protocolario y seco, cargado de reproches, porque el fin de semana maravilloso ya ha terminado.
Como toda hija de divorciados, Jackie ha entendido rápidamente que podía atenuar el puntilloso reglamento impuesto por su madre alardeando sobre las ventajas de la vida con su padre. Janet, furiosa, resiste. Pero a veces cede, impotente. Ella no tiene ni suficiente dinero ni suficiente brillantez para rivalizar con su ex marido. Se doblega, furiosa, promete vengarse, y descarga su rabia sobre sus hijas. Especialmente sobre Jackie. Les pega con una percha o con el cepillo del pelo y le aconseja al ama de llaves que les dé un bofetón cada vez que mencionen a su padre. Si Jack Bouvier les enseña a sus hijas a ser especiales, únicas, a hacerse notar, y sobre todo, sobre todo a no parecerse a nadie, Janet sueña exactamente con lo contrario. Ella odia que Jackie la mire de arriba abajo, que la observe con una mueca y considere la vida de su madre pequeña y limitada. Tiembla ante la idea de perder toda influencia sobre su progenie. Cada vez le guarda más rencor a su marido, y todos los domingos por la noche jura que acabará con su reinado. Entre tanto, está que trina y soporta las múltiples reflexiones a las que la someten sus dos adorables hijas, que saben perfectamente cómo sacar partido de la situación.
Habrá que esperar dos años, hasta 1942, para que el destino sonría finalmente a Janet Lee, ex Bouvier. En la persona de Hugh Dudley Auchincloss, a quien conoce en casa de una amiga y que la pide en matrimonio.
De origen escocés, Auchincloss es una figura de primer nivel del todo Washington. Es muy rico y ha fundado su propia banca de negocios. Posee barcos, casas, caballos, cuadros, invernaderos, Rolls Royce y múltiples cuentas bancarias. Pertenece a los clubs más selectos y le invitan a todas las fiestas de Washington. Sobre todo tiene un aire serio, bondadoso, amable, bien educado: todas las cualidades que Janet valora. Claro que es un poco zopenco, un poco aburrido, y cuenta sin parar las mismas anécdotas nada divertidas. A veces es un poco distraído, y se cae completamente vestido a la piscina. También es —la sangre escocesa obliga— muy tacaño y tiene una imaginación sin igual cuando se trata de ahorrar. En invierno prohíbe el uso de la nevera y otros congeladores, y recomienda dejar al exterior los productos perecederos. Cuando el tiempo mejora, hay que entrarlo todo rápidamente y enchufar los aparatos…
Auchincloss mantiene bien oculto su único auténtico vicio: colecciona pornografía. Tiene toda una biblioteca de libros, películas, ilustraciones y diapositivas sobre las mil perversiones sexuales humanas. Rastrea las tiendas especializadas en busca de documentos raros, y gasta fortunas para conseguir el negativo o la obra que falta en su colección. Incluso frecuenta los burdeles de lujo. Pero es un hombre muy organizado que vive por un lado sus fantasmas y por el otro su vida familiar, sin que ninguno interfiera nunca en el otro. Janet, de todos modos, no quiere saber nada de los eventuales defectos de su nuevo pretendiente. Ese hombre plácido se ha divorciado ya dos veces y es padre de tres hijos, pero eso no la molesta. Ella piensa, como mínimo sinceramente, que ya ha vivido lo peor con Jack Bouvier. Está deslumbrada y no acaba de creerse que él haya puesto los ojos en una divorciada de 36 años con el lastre de dos hijas.
Otra ventaja, vive en Washington. De ese modo Janet no solamente consigue la felicidad, sino que además aleja a sus hijas de Nueva York y de Jack Bouvier. Se cobra la revancha sin aparentarlo.
Para Black Jack el que ella vuelva a casarse es un insulto personal, una venganza mal disimulada; pura y simplemente le roban a sus dos hijas. Ellas se instalarán en Washington y él perderá todo control sobre sus vidas. No se equivoca. Al principio, Jackie y Lee ven con desconfianza la aparición de ese padrastro. Pero enseguida le adoptan, y le convertirán en el tío Hughie, un enorme oso de peluche cuyo tren de vida le hace muy simpático. Las dos niñas han entendido dónde radica su interés. Tío Hughie posee dos propiedades soberbias: Merrywood, en Washington, y Hammersmith Farm, en Newport. Merrywood está situada en medio de un parque de veintitrés hectáreas atravesado por el Potomac, e incluye una piscina olímpica, una pista de bádminton, dos caballerizas, senderos de equitación y un garaje para cuatro coches. La propia mansión tiene ocho dormitorios y ocho cuartos de baño, una cocina inmensa y viviendas para el numeroso servicio. Hammersmith es aún más grandiosa: veintiocho habitaciones, trece chimeneas, un ascensor interior. A un lado, el mar, y al otro, vastas extensiones de césped hasta donde alcanza la vista. Y naturalmente, caballos, criados y Rolls para complacer a todo el mundo. Hammersmith Farm es la casa de vacaciones. Merrywood es la residencia principal. En ambas, Jackie escoge una habitación suntuosa, un poco apartada, que describe en las extensas cartas que le escribe a su padre. Ahora es una adolescente de trece años que valora el refinamiento de su nueva vida. Ha descubierto el latín, materia de la cual se ha «enamorado», y se sumerge en las traducciones y los temas. También ha descubierto a los hijos de tío Hughie, con los que se entiende muy bien. Por fin tiene la impresión de formar parte de una familia que, además, es una familia armoniosa. Es algo nuevo para ella y le da seguridad.
Black Jack echa chispas cada vez que recibe una carta de Jackie. Maldice a voz en grito contra su ex mujer, bebe Martini sin parar, tiene ataques de ira, y se encierra en su casa en calzoncillos y calcetines, lamentándose de su suerte. Se vuelve amargado, mezquino, y ahoga el malhumor con más y más alcohol. No soporta que su hija sea feliz sin él.
Como no puede estrangular a Janet la toma con todo el mundo: con los judíos, los irlandeses, los italianos, los franceses. Todo eso sucede durante la Segunda Guerra Mundial… Pero en el universo de Jack Bouvier, como en el de Janet Auchincloss, ¡la guerra es una peripecia que tiene lugar en un teatro lejano y que en ningún caso debe perjudicar sus vidas!
Y Jackie, aparentemente, es feliz. Sigue siendo tan reservada, solitaria e imprevisible como siempre. Pasa horas sola en su habitación, escribiendo poemas, dibujando y leyendo. En el campo monta a caballo. Ha heredado a Bailarina, la yegua de su madre, y da interminables paseos en los que galopa, salta los setos, persigue a los zorros y medita sus ideas.
Su madre sigue siendo autoritaria y puntillosa, y aprovecha la lejanía de Black Jack para recuperar el control sobre sus hijas e imponer su orden y su criterio. No obstante, sus continuas ocupaciones le impiden estar siempre presente. Antes que nada está su marido y sabe muy bien que con él debe actuar como la esposa perfecta; luego, las dos propiedades que se ha propuesto redecorar para convertirlas en el marco vital de una mujer de la alta sociedad. Esta tarea la absorbe gran parte del tiempo. Recorre las distintas estancias con una decoradora, y dedica horas a escoger telas, muebles, lámparas, bibelots, obsesionada con el mínimo detalle. Todo tiene que ser perfecto. Y de un gusto exquisito. Por ejemplo, en Hammersmith Farm hay una criada dedicada exclusivamente a vaciar las papeleras, que nunca deben estar rebosantes de papel.
Jackie no puede evitar comparar el lujo y la serenidad de su nueva vida con los excesos de su padre. El verano anterior, Black Jack le impuso la presencia de una de sus amantes con la cual se dejaba ver abiertamente, avergonzándola en público, repantigándose sobre ella, y haciéndole el amor en los lugares más insólitos. Ambos comparten habitación en la casa que él ha alquilado. Es la «criatura» quien prepara las comidas de las dos niñas. También la «criatura» se sienta delante en el coche. La «criatura» les acompaña siempre que les invitan a una fiesta o a una excursión. La conducta de su padre incomodó de un modo espantoso a Jackie que, petrificada, no se atrevió a decir nada. Pero el comportamiento de ese padre al que adora, con el cual le hacía feliz pasar todo un mes, le dolió terriblemente. No lo entiende. Cuando las adolescentes de su edad le preguntan quién es esa señora, ella se limita a mirar hacia otro lado y reprime la vergüenza y las lágrimas. Por primera vez en su vida, tenía prisa por volver al universo aséptico de su madre. En casa de Janet y tío Hughie no hay peligro de asistir a escenas de esa clase.
En 1944, Jackie tiene quince años y la envían a un internado en Farmington, una escuela muy refinada para jovencitas de buena familia. El profesorado es excelente, la disciplina severa, y el ambiente sofocante. Todas las alumnas vienen de familias muy ricas y Jackie sufre porque no dispone de tanto dinero como ellas. En efecto, su padre solo le envía cincuenta dólares al mes y su madre la obliga a un presupuesto muy limitado que tío Hughie vigila de cerca. Todas las chicas consideran normal tener su caballo en el colegio. Pero ni los padres de Jackie ni tío Hughie aceptan pagar la manutención de Bailarina. Jackie decide entonces conquistar a su abuelo enviándole esbozos, poemas y solicitándole una asignación. El abuelo accede, y Jackie manda que le traigan a su yegua. Pero el caballo necesita una manta. Jackie le escribe una carta a su madre y menciona de pasada que se ha visto obligada a robar una, porque no tenía suficiente dinero para comprarla. Janet, horrorizada, le manda el dinero a vuelta de correo.
Así Jackie aprende. Aprende a conseguir lo que quiere por todos los medios. Aprende a utilizar a los demás. A hacer trampas, a fingir, a mover los hilos. Algo que no le resulta difícil, después de que a ella misma la hayan manipulado su madre y su padre durante tanto tiempo.
Jackie no es la chica más popular del colegio. ¡Ni mucho menos! Incluso la apodan Jacqueline Borgia por lo desdeñosa, autoritaria y fría que es capaz de ser. No es el tipo de chica a quien se le pueden dar palmaditas en el hombro o pedir prestado un jersey. Pero consigue sorprender a todo el mundo con sus ataques de rebeldía y anticonformismo. Entonces hace el payaso, ostentosamente. O bien, transgrede claramente las normas del colegio: fuma en el dormitorio, se maquilla de forma exagerada, se confecciona conjuntos extravagantes, vuelca una tarta de chocolate sobre las rodillas de un profesor que no soporta, adopta poses lascivas y provocadoras frente a la cámara de una compañera. Después, se reincorpora al orden perfecto del colegio. Sus profesores no lo entienden y están asombrados: ¿cómo una alumna tan brillante puede de repente ser tan infantil, tan lamentablemente infantil? ¿Y por qué se empeña en hablar con esa voz de niña pequeña? Es desconcertante e irritante. Ya sería hora de que creciera.
Fiel a sus costumbres, Jackie está sola. No tiene ninguna amiga íntima y solo le interesan las clases, sus libros y su caballo. De todos modos, en Farmington vivirá lo más parecido a una amistad con Nancy Tuckerman, con quien comparte dormitorio y a quien seguirá unida toda su vida. Si bien Nancy se siente partícipe de la intimidad de Jackie, enseguida comprende que se trata de un privilegio y se otorga el papel de dama de compañía. Nunca intentará estar en primer plano. Eso le corresponde de manera natural a Jackie.
En esta escuela esnob y pretenciosa Jackie perfecciona su técnica y se impone. Es la primera vez que vive en comunidad y que puede poner en práctica los principios de su padre. Empieza a elaborar lo que será su estilo. No es la más guapa: tiene la mandíbula demasiado cuadrada, el pelo demasiado rizado, los ojos demasiado separados, los brazos cubiertos de un leve vello oscuro, el pecho demasiado plano, la piel salpicada de lunares. Pero… Se pone e impone. Los profesores hablan de su inteligencia, de su gran cultura, de sus ansias de aprender, de su interés por todo lo artístico y vanguardista. Ella escucha todo eso pero nunca alardea. Como si fuera lógico. ¡La distancia, siempre la distancia! Jackie se toma la vida con una indiferencia que la convierte en majestuosa. Hay quien la considera pretenciosa, otros fascinante. Todos se sienten cohibidos.
Con sus padres se comporta de forma idéntica. No va a verles tan a menudo como podría. Contesta sus cartas con cuatro palabras garabateadas a toda prisa. Y cuando Black Jack se queja, ella le contesta que tiene otras cosas que hacer: repasar, estudiar, preparar clases, representar obras de teatro —se ha apuntado a los cursos del colegio—, escribir un artículo para el periódico de las alumnas. Él vocifera, amenaza con dejarla sin asignación. Ella le planta cara. Él grita que ya no la conoce, que la han cambiado, que eso es otra mala jugada de su madre y de ese maldito Auchincloss. Jackie no cede. Ahora es ella quien decide a quién ve, cómo se viste, a qué dedica el tiempo. Se acabó la época en que sus padres se la quitaban de las manos y la modelaban a placer, por turnos. Y si tratan de obligarla, es capaz de ser violenta y agresiva. Defiende su espacio de libertad, de independencia. No soporta ninguna orden, ninguna intrusión en su vida personal. Eso no significa que ya no quiera a su padre. Pero no quiere pertenecer a nadie.
Por ejemplo, no es en absoluto sentimental. Los chicos no le interesan. Le parecen «llenos de granos, torpes y aburridos». Programados, como si ya tuvieran la vida trazada. ¡Qué aburrido sería convertirse en la esposa de uno de ellos!, suspira Jackie. Al contrario que las chicas de su edad, el amor no es un tema que le apasione, se imagina perfectamente viviendo toda la vida «sin amor y sin marido». ¡Como una solterona!, le reprocha horrorizada Nancy, testigo de los alardes de su amiga. ¿Y por qué no?, responde Jackie, los hombres no lo son todo en la vida…
Por mucho que trate de defenderse, el único hombre que sigue siendo un modelo para ella, aquel cuya visita espera todos los sábados, es Black Jack. Y cuando por fin llega él, cuando ve su silueta alta, su caminar triunfante y desenvuelto, por el sendero bordeado de casas antiguas y robles enormes que conduce al colegio, el viejo encanto surge de nuevo, cada vez, y su corazón empieza a latir. Como Jackie nunca sabe de antemano en qué estado llegará él, se reprime. Ha aprendido a torturarse. Ya no se echa en sus brazos, ni le devora con los ojos. Le observa y se tranquiliza cuando está sobrio y en forma. Ya no se entusiasma con sus palabras de amor. Desconfía demasiado. Le lanza pullas, le aconseja que se ponga en tratamiento. Deja el entusiasmo para sus amigas, que tratan a Black Jack con un afecto desbordante y se extasían cuando él les dedica el menor requiebro. Él las fascina, las hechiza, hace el payaso, juega a ser Don Juan, pero es a su hija a quien quiere cautivar ante todo. Jackie, conmovida y divertida, le ve hacer su viejo número de Black Jack. Sus reservas se desvanecen y se deja llevar.
Jack Bouvier participa en todas las fiestas y siempre está presente cuando se trata de aplaudir a su hija. Se suscribe al periódico del colegio del que ella es redactora, asiste a las funciones de teatro en las que ella actúa, y constata con orgullo que sus enseñanzas han surtido efecto: Jackie sabe andar, moverse en escena y demuestra una seguridad en sí misma que no siempre tiene en la vida. Es una actriz excelente.
Son tardes maravillosas para Jack Bouvier que comprueba, sin apenas dar crédito, que sigue teniendo el mismo ascendente sobre su hija. Para Jackie, son tardes mágicas y angustiosas a la vez. Cuando él vuelve a marcharse, ella ya no sabe quién es: ¿la Jackie aventurera y especial que desea su padre, o la jovencita bien educada, formada dentro del estricto corsé de la educación materna y de Farmington? Después de las visitas de Black Jack, Jackie siempre se descontrola y escandaliza a sus profesores.
Cuando finalice los estudios, Jack Bouvier leerá con deleite la frase escrita de puño y letra por su hija bajo la fotografía del curso: «Jacqueline Bouvier, 18 años: voluntad de triunfar en la vida y rechazo a convertirse en un ama de casa».
Él se frotará las manos: Janet Auchincloss ha perdido la partida. Su hija nunca será una mujer corriente con aspiraciones corrientes, con una vida corriente rodeada de personas corrientes. La vieja sangre flamígera de los Bouvier ha sido más fuerte que la sangre de poca categoría de los Lee. Sus «Tú serás una reina, hija mía» han acabado por vencer a esas aspiraciones tan conformistas de su ex esposa.