Capítulo 2
Alasdair McGregor estaba siendo perseguido. Era una sensación que llevaba experimentando varios días, desde su llegada a Londres. Cada mañana una muchacha se torcía misteriosamente el tobillo frente a las escaleras que llevaban a la puerta de su casa (después de lo cual las muchachas señalaban la necesidad de una larga recuperación dentro de ella). Por las tardes, las mujeres junto a las cuales paseaba mientras iba en su caballo caían repentinamente a los distintos lagos y estanques de los parques de Londres, lo cual ocasionaba que comenzaran a gritar y a patalear, mientras pedían su ayuda. Y las noches terminaban mientras que los cuerpos calientes y perfumados de distintas viudas sin compromiso se le insinuaban con intenciones de meterse en su cama, sin ninguna consideración a la más mínima forma de etiqueta, como una invitación o por lo menos alguna manifestación de interés por su parte.
Dare había vivido treinta y dos veranos, era alto y tenía unos hombros lo suficientemente anchos como para que las entrometidas viudas se relamieran los labios al pensar en lo placentero que sería encontrarse en su cama y gozar del título del séptimo conde de Carlisle, todo lo cual lo convertía en una apetecible presa a los ojos de las mujeres de la alta sociedad, en particular de aquellas que estaban buscando marido.
—¿Perkins?
—¿Sí, milord?
—Siento un peculiar cosquilleo en la nuca.
—¿Otra vez, milord?
—Sí, otra vez. ¿Alguna señal de ella?
El mayordomo, que iba detrás de su patrón, se detuvo un momento para inspeccionar la calle. Suspiró al volver su lúgubre cara hacia Carlisle.
—Hacia el sureste, milord. En un faetón rosado de un color tan subido que el solo hecho de mirarlo me ha producido un agudo dolor en la parte izquierda de la cabeza.
Dare soltó un insulto en voz baja y alargó el paso.
—Debe ser la señorita Benton. Lleva tres días tratando de llamar mi atención. ¿Está muy cerca? ¿Cree que podremos llegar hasta las oficinas de Dunbridge & Storm antes de que ella nos alcance?
Perkins, que había sido contratado originalmente como mayordomo, ahora, debido a una lamentable escasez en los fondos del conde, desempeñaba las funciones de secretario, ayuda de cámara y dibujante, entornó los ojos para protegerse del sol de la tarde y calculó la distancia hasta la oficina del abogado.
—Lo dudo.
—¡Maldición!
El mayordomo dejó caer los hombros todavía más de lo que era habitual en él. Desgarbado, de ojos y pelo oscuro y con la piel del color y la textura de un limón, Perkins se movía por la vida como si se encontrara siempre bajo una nube de desgracia.
—Estamos perdidos. No hay caso, milord, usted debe sacrificarme y abandonarme, pues yo lo retrasaría demasiado.
Dare disminuyó el paso enseguida y se volvió para mirar a su empleado con gesto inquisitivo. Cuando era sargento, en la unidad que él comandaba en el duodécimo regimiento de caballería de Light Dragoons, Perkins cumplió con su deber para proteger a Inglaterra de Napoleón, pero eso le costó la parte inferior de su pierna derecha.
—Maldición, hombre, ¿por qué no me ha dicho que le dolía la pierna? Habría alquilado un coche.
Perkins encogió los hombros con un gesto que mostraba su actitud servil, su convencimiento de que él no importaba y otra serie de emociones demasiado deprimentes para expresarlas con palabras.
—Yo no soy más que un criado, milord. Yo vivo para cumplir hasta el más mínimo de sus caprichos. Sus órdenes son mis órdenes. Si usted necesita que yo camine hasta terminar con lo que queda de mi pierna y reducirla a meros trozos de piel y hueso, toda mi vida deberá estar dedicada a cumplir esa misión. Usted es el dueño de mi vida. Yo me siento honrado y agradecido de que usted haya elegido poner sobre mis frágiles hombros las múltiples tareas, oficios, trabajos y responsabilidades que tan graciosamente juzga apropiadas para mí. Cada mañana me postro con gratitud, al ver que amanece un nuevo día durante el cual pasaré largas y agotadoras horas trabajando para hacer que usted disfrute de una vida de placer y comodidad; y cada noche me inclino sobre la pierna buena que me queda, aunque agobiada por el reumatismo, para darle gracias al Señor por enviarme a un amo que no acepta mimarme debido a las penosas y casi mortales lesiones que recibí cuando luchaba por mi amado país. Y siento profundo placer, qué digo placer, total éxtasis, de ser capaz de sacrificarme en el altar de su felicidad.
—En otras palabras — respondió Dare con los brazos cruzados sobre el pecho—, le gustaría que contratara un coche.
La nube de desgracia que rodeaba permanentemente a Perkins se levantó por un segundo, lo cual indicó que eso era exactamente lo que el mayordomo quería, pero con la misma velocidad el hombre volvió a adoptar su expresión severa, lóbrega y tenebrosa.
—Nunca soñaría con imponerle algo a su señoría de esa manera. De hecho, mi vida cobraría un inmenso significado si usted me permite arrojarme a los afilados cascos del coche de la señorita Benton, para ofrecer en sacrificio mi cuerpo frágil y enfermizo con el fin de que usted pueda escapar al enorme sufrimiento de tener que pasar por el desagradable deber de saludarla con una inclinación de su cabeza.
El conde entornó los ojos. Perkins llevaba más de siete años con él y, a pesar de su tendencia a hablarle de una manera que desconocía casi por completo el respeto que le debía, Dare le tenía afecto, y sabía que experimentaba un gran placer sintiéndose totalmente miserable, por eso no tomaba muy en cuenta sus palabras.
—Me alegra verlo de tan buen humor para variar, Perkins. Esa actitud retozona y despreocupada le sienta bien. Tengo que acordarme de reducir su salario un poco sólo para impedir que termine cantando en la escalera por las mañanas, mientras desempeña sus oficios.
Perkins torció la boca con un gesto de amargura, pero como tenía un sólido dominio de su expresión, rápidamente sus labios recuperaron su habitual apariencia de tristeza.
—Como usted desee, milord. Pero vea usted que estos frívolos momentos de jocosidad están a punto de terminar con la inminente llegada de una dama. ¿Cuáles son sus deseos? ¿Desea usted que me arroje a una muerte sangrienta y desagradable bajo los cascos de los caballos, o aceptará usted el cruel destino de los caballeros de su noble origen y agradable apariencia de tener que saludar a la señorita Benton?
Dare hizo caso omiso del sarcasmo que destilaban, como siempre, las palabras de Perkins y miró hacia la calle, donde la dama en cuestión estaba frenando su coche y se preparaba para detenerse frente a él. Echó los hombros hacia atrás y se resignó a lo inevitable.
—Reservaré su sacrificio para otra ocasión, Perkins. Y, como usted dice, tendré que hacer lo que me corresponde y saludar cortésmente a la señorita Benton.
—Un caballero hasta las puntas de sus nobles pies, milord — murmuró Perkins y se inclinó de manera servil—. Yo me haré a un lado y lo esperaré junto a ese montón de desechos rancios e infestados de ratas, compuesto en su mayoría por vísceras y lo que parecen ser los excrementos de un caballo extremadamente enfermo, para no ensuciar la presencia de su señoría con mi desagradable compañía.
Dare se preguntó brevemente qué habría hecho para merecer a Perkins, pero la escena que tenía frente a él reclamó rápidamente su atención y lo arrancó de la contemplación de sus pecados. En el momento en que el faetón rosado se estaba deteniendo, un coche escarlata y negro se le adelantó y frenó abruptamente a sólo unos pocos centímetros de las puntas de las brillantes botas de Dare, interponiéndose efectivamente entre él y el faetón, para desaliento de los caballos y la conductora de este último, que no reaccionó precisamente como una señorita bien educada.
—¿Alguna vez había oído semejantes palabras de los labios de una dama? — Preguntó la conductora del coche, mientras que un par de ojos azul profundo brillaron frente a Dare y una cabeza cubierta con un sombrero se inclinaba con actitud inquisitiva—. ¡Uno pensaría que viene de un burdel, por la manera como se comporta! ¿Qué cree que habrá querido decir exactamente con eso de que yo no era mejor que una ramera?
Dare se quedó con la boca abierta cuando pudo ver bien la cara que había debajo de la ancha ala del sombrero azul.
—¿Usted? — farfulló—. ¡Usted está en Italia! Se escapó con el meloso hijo de un conde, ¿no es verdad?
—Él está muerto. He vuelto. — Charlotte le sonrió de manera que brotaron los hoyuelos de su cara, antes de volverse hacia el faetón que quedó detrás—. Señorita Benton, realmente debo expresar mi protesta por su molesto hábito de no guardar distancia. Eso no sólo es muy grosero, sino que sus caballos tienen los peores modales y parecen estar comiéndose la peluca del mayordomo de mi prima. Por favor, tenga la bondad de alejarse un poco.
—¡Ingle! — gritó Dare, al ver la figura que estaba encaramada en la parte posterior del carruaje, tratando de alejar al par de caballos que estaban intentando comerse su peluca empolvada. El conde entrecerró los ojos con sospecha, mientras miraba a Charlotte y al mayordomo y se preguntaba por qué habría tenido un presentimiento tan terrible al ver a la adorable rubia.
—Por favor, milord, ¿lo cree usted pertinente? — murmuró Charlotte, al tiempo que abría de un golpe su abanico y adoptaba una expresión de inocencia que no estaba tan lejos de la verdad como a ella le gustaría.
—Creer pertinente ¿qué? — preguntó Dare y retrocedió un paso, mientras que los caballos de la señorita Benton, luego de comerse la peluca, volvieron hacia él sus narices llenas de polvo blanco.
—Hablar de las partes íntimas de mi persona.
Dare la miró con los ojos desorbitados, sintiéndose como si fuera un trozo de leña atrapado irremediablemente en un remolino. Haciendo un esfuerzo, tragó saliva y preguntó en voz baja y con un tono sereno, que contrastaba totalmente con sus deseos de dar alaridos:
—¿Qué diablos ha dicho usted?
—No se haga el inocente, milord, y no me mire con esa cara de perplejidad. Yo soy una dama. Nunca me acercaría a un hombre y comenzaría a hablar sobre las partes íntimas de su cuerpo. Bueno, eso no es necesariamente cierto, tal vez sí lo haría bajo circunstancias especiales, pero nunca si no es el caballero quien plantea primero el tema, tal y como usted lo acaba de hacer.
—¿Pero qué está usted diciendo? — preguntó Dare, indignado por una acusación tan abiertamente falsa. ¿Él? ¿Hablar sobre las partes íntimas de nadie? ¿Con una dama? Miró por encima del hombro para ver si Perkins había escuchado semejante calumnia, pero el ilustre criado estaba enganchado en una discusión acerca de las amputaciones con el tal Ingle, el pirata ese del gancho al que lord Wessex mantenía como mayordomo y asistente general.
—Sí, lo ha hecho — dijo Charlotte con vehemencia. Luego se dio la vuelta en el asiento—. ¿Acaso no ha sido él quien ha mencionado primero el tema, señorita Benton? ¿El de la anatomía?
Dare hizo caso omiso de los vulgares comentarios que brotaban con creciente veneno del faetón rosado, con el fin de acabar cuanto antes con ese incidente que amenazaba con estropearle la mañana.
—Yo no he hablado de su anatomía...
—Espero que no — contestó Charlotte, resoplando con indignación, lo cual hizo temblar sus delicadas fosas nasales. Luego se alisó el vestido sobre las piernas—. Mis partes íntimas son asunto mío, señor, y ciertamente no son de su incumbencia, independientemente de lo mucho que usted se esfuerce por tratar de volver a introducirlas en la conversación. Es decir, que no son relevantes para usted en este momento, lo cual, de hecho, me lleva al asunto mismo sobre el que quería hablarle.
Dare se sintió ligeramente mareado. Parpadeó varias veces, sacudió la cabeza y trató de concentrar su atención en un tema de conversación más normal. Pero fracasó.
—Ingle, ¿qué es...? — comenzó a decir, al tiempo que movía la mano hacia los dos criados.
—¡Mire, lo ha hecho usted otra vez! — graznó Charlotte y cerró el abanico con una sonrisa disimulada.
Durante un momento Dare consideró las implicaciones de estrangular a la mujer que tenía enfrente, pero finalmente decidió que no valía la pena ir a prisión por ella.
—Me refiero a Ingle. ¡Ingle! Ingle, el mayordomo. No es posible que usted no sepa quién es, el del temible gancho en la mano y una cicatriz que le baja desde la ceja hasta la barbilla. El mayordomo de Wessex. ¡El rufián Ingle!
—Ya sé quién es. — La sonrisa de Charlotte pareció desvanecerse un poco—. Pero su nombre es Inge, Alasdair, no Ingle.
Dare entrecerró los ojos y la miró con sospecha.
—¿De verdad?
—Sí.
—¿Está usted segura?
Charlotte lo pensó por un momento.
—Bastante segura. Puedo haber oído mal a Gillian... Pero no, estoy segura de que es Inge. No sería de buen gusto tener un criado que se llamara igual que las partes íntimas de una persona.
—Ah. Bueno.
—Exacto. Como eso ya está aclarado, ahora puede usted pedirme que lo disculpe por hablar de esas cosas en público. A pesar de lo mucho que usted lo desee, no estoy preparada para oír ese tipo de conversaciones, ni siquiera a usted, aunque si usted quisiera... bueno, ya llegaremos a eso a su debido tiempo. Puede usted rogarme ahora que lo perdone.
Dare se quedó mirándola durante un largo momento con incredulidad.
—Usted, señora, está completamente loca.
Charlotte se hizo la ofendida, pero Dare no iba a creer en semejante despliegue de falsa indignación.
—Usted siempre estuvo un poco loca, pero ahora tengo la prueba — le dijo Dare, al tiempo que la apuntaba con el dedo—. En ningún momento, en absolutamente ningún momento, he hablado de ninguna parte de su anatomía. ¡Usted, en cambio, está deseando sacar el tema! ¡Usted está loca porque se hable de su cuerpo! No sólo fue usted quien mencionó el tema, después de evitar por un pelo un accidente con los caballos de la señorita Benton, sino que no recuerdo haber dicho nunca que yo deseaba sus... eh... esa parte en particular. De hecho, lady Charlotte... — Dare respiró profundamente y se sintió mucho más controlado que cuando vio por primera vez los hermosos ojos azules de Charlotte—. De hecho, me atrevo a decir que usted está obsesionada con su cuerpo. Así que, por favor, tenga la bondad de excusarme y permítame seguir mi camino. Le deseo una feliz mañana.
Después de hacerle una rápida venia a Charlotte y un sencillo gesto con el sombrero a la señorita Benton, que había renunciado a tratar de escandalizar a Charlotte y estaba concentrada en mover su faetón con el fin de embestir con sus caballos al coche negro y escarlata, Dare dio media vuelta y continuó su camino hacia la oficina del abogado, con paso rápido y directo.
—Espere, lord Carlisle — le gritó Charlotte, y agitó las riendas sobre las ancas de los relucientes caballos grises de Noble, haciéndolos avanzar. Inge y Perkins dejaron de discutir sobre el mérito de los torniquetes comparados con la cauterización y se quitaron apresuradamente del camino, mientras que Inge salía corriendo detrás del coche cuando éste pasó a su lado y Perkins terminaba sobre el montón de desperdicios al que se había referido antes. El criado se puso de pie y se sacudió los pedazos de basura empapada y maloliente, que agregaron otro clavo a la cruz que cargaba al estar al servicio de su señoría, antes de salir corriendo detrás de su patrón.
—¡Alasdair, espere! ¡Tengo algo que decirle!
—No recuerdo haberle dado permiso para llamarme por mi nombre, lady Charlotte — dijo con cortesía, haciendo caso omiso de la repentina aparición del coche a su lado. Siguió caminando, consciente de que la gente se había detenido y cuchicheaba abiertamente al ver a Charlotte persiguiéndolo. Pero prefería morirse antes que detenerse a conversar. Se había negado a rendirse ante todas las mujeres que se habían torcido el tobillo, o se habían arrojado al agua, o se habían ofrecido a calentarle la cama, y ciertamente no iba a darle a otra cazadora igual motivo para pensar que lo había enganchado—. Ahora sé lo que debe sentir un zorro — dijo para sus adentros.
—¿De verdad? ¿Sabe lo que se siente al ser despedazado por una jauría de sabuesos que le arrancan a uno la cola a mordiscos? — preguntó Charlotte, mientras seguía avanzando junto a él en el coche.
Dare hizo un esfuerzo por aguantar la risa. Tenía que admitir que lady Charlotte no había perdido ni una pizca de su delicioso y único sentido del humor, el atributo que casi lo lleva a proponerle matrimonio cinco años atrás. Ella era tan distinta a las otras jovencitas de la época, una adorable brisa de ingenio y encanto, en medio de un salón lleno de señoritas corrientes, que no se distinguían la una de la otra. Se había sentido cautivado por el perverso brillo de humor que había en sus ojos, pero los acontecimientos alejaron sus caminos antes de que él pudiera hacer su ofrecimiento. Teniendo en cuenta la situación tan desesperada en que se encontraba su vida en ese momento, había sido lo mejor y, en consecuencia, tampoco debía recordar ahora la atracción que sentía hacia ella. Así que se obligó a hacer un gesto de disgusto.
—No. Me refería a la sensación de ser perseguido, cazado, acosado. — Alasdair le agregó un poco de énfasis a la última palabra y se arriesgó a lanzarle una rápida mirada a lady Charlotte para ver si ella captaba lo que quería decir, pero la muchacha tenía el ceño fruncido mientras reflexionaba.
—¿Quién lo está persiguiendo, Alasdair?
Él levantó una de sus cejas castaño oscuro y la miró.
—Lord Carlisle — se corrigió rápidamente ella.
—A veces parece, lady Charlotte... hummm, ¿cuál era el apellido de su esposo?
—Di Abalongia, pero me puede llamar Char. Todos mis amigos íntimos me llaman así.
—Parece que, señora Di Ablagon... Alb... Alban... lady Charlotte, que todas las mujeres casaderas de la ciudad de Londres han abierto la temporada de caza y yo soy la presa del día.
—Ah, ellas — se mofó Charlotte, mientras dirigía los caballos para que rodearan un carruaje detenido que bloqueaba su camino—. Se refiere a las madres que están buscando maridos para sus hijas — agregó cuando regresó al lado de Dare.
—Y a las viudas — añadió él, con una mirada particularmente significativa que, por desgracia, no alcanzó a percibir su bella cazadora.
—¿Es usted la presa favorita de un montón de mujeres que quieren atraparlo para casarse?
—Sí.
La oficina de su abogado estaba a unos cuantos pasos. Alasdair se detuvo y se preparó para hacer nuevamente una venia.
—¿Y no quiere usted que ellas lo persigan? La mayoría de los hombres se sienten honrados cuando son objeto de la atención de una dama.
Dios, estaba realmente hermosa bajo el sol de la mañana, que hacía brillar los rizos que rodeaban su cara convirtiéndolos en rayos de oro. Alasdair sintió que sus dedos se morían por tocar ese tibio cabello dorado y esas suaves mejillas teñidas con un toque de rosa. Pero entonces apretó los puños.
—Yo no soy como la mayoría de los caballeros. No tengo tiempo para esas tonterías. Estoy en medio de un proyecto de la mayor importancia y, entre el matrimonio de mi hermana la próxima semana y mi trabajo, no tengo mucho tiempo para evitar las trampas matrimoniales que quieren tenderme.
—Aja. — Lady Charlotte se dio un golpecito con el dedo enguantado sobre esos labios que se veían dulces como fresas, mientras fruncía el ceño—. ¿Diría usted, entonces, que sus tristes circunstancias, me refiero al hecho de que lo persigan las mujeres casaderas, están interfiriendo en su vida?
—Esa sería una acertada descripción, sí. Y ahora debe usted perdonarme, tengo una cita con mis abogados. ¿Perkins? Ah, ahí está. ¡Por Dios, está usted cubierto de excrementos! ¿Acaso se ha caído en una pocilga?
Perkins miró brevemente a Charlotte, antes de lanzarle una mirada de mártir a su patrón.
—No, no, no importa — se apresuró a decir Dare, anticipándose a lo que estaba seguro que respondería el criado—. No es lo suficientemente repugnante como para que necesite que se arroje a la muerte bajo los cascos de los caballos de Wessex. ¿Todavía tiene los documentos? Excelente. ¿Vamos?
—Un momento, si es tan amable, lord Carlisle — dijo Charlotte, al tiempo que él se dirigía a la puerta de la oficina—. Creo que tengo la solución a su desagradable situación.
Ahora fue Dare el que frunció el ceño con intriga.
—¿Usted tiene una solución?
—Sí — dijo Charlotte con un ligero aire de orgullo—. La tengo. Es una solución muy sencilla.
—Supongo que se refiere a marcharme de la ciudad. Eso funcionaría...
—No, eso no — lo interrumpió Charlotte—. Sé cuánto le molestaría marcharse de Londres justo cuando la temporada social está en su mejor momento. No, mi solución es mucho más sencilla, mucho más efectiva y tiene muchos beneficios adicionales que estoy segura que usted podrá apreciar cuando lo piense bien.
Dare no se preocupó por corregir la impresión equivocada que lady Charlotte tenía acerca de sus deseos de permanecer en la ciudad. Quería escapar hacia el refugio seguro y oscuro de las oficinas de sus abogados, pero a pesar de lo mucho que trató de dar media vuelta y alejarse, se sorprendió parado junto al coche, con una mano sobre la baranda del asiento, incapaz de desprenderse de los inquietos ojos de la mujer que estaba frente a él.
—Muy bien, estoy dispuesto a escuchar su solución.
—Es bastante sencillo — repitió Charlotte, mientras sus hoyuelos brillaban — Todas esas mujeres lo persiguen porque usted está soltero. En consecuencia, usted debería casarse conmigo. Todos sus problemas se resolverían.
Dare no sabía exactamente qué era lo que esperaba que le sugiriera Charlotte, pero ciertamente no esperaba que le propusiera matrimonio en los escalones que llevaban a las oficinas de Dunbridge & Storm. Volvió a sentirse atrapado en un remolino.
—Su propuesta se basa, desde luego, en motivos totalmente altruistas, ¿no es cierto?
Charlotte sonrió de una manera que habría puesto de rodillas a cualquier hombre menos decidido.
—Sí, claro. Siempre he sido una altrapista. Todos mis amigos lo dicen. Sólo el pasado lunes mi querida prima Gillian, usted la recuerda, ella es la mujer que usted ayudó a secuestrar, en fin, mi querida prima Gillian me decía: «Char, tú eres la mujer más altrumista que conozco», y así es.
Dare contó en silencio hasta diez.
—Usted no sabe lo que quiere decir altruista, ¿cierto?
—¡Claro que lo sé! — Charlotte guardó silencio por un momento—. La definición exacta se me escapa por el momento, pero no soy tan tonta como para hipnorar las palabras de uso diario.
—Ignorar, desconocer.
—Muy por el contrario, nos conocemos desde hace cinco años.
Dare sacudió la cabeza. Nunca había entendido por qué encontraba tan divertido el hábito de lady Charlotte de confundir las palabras, pero así era y, a menos de que hiciera un esfuerzo y se fuera a atender sus asuntos, sin duda terminaría metido en aguas profundas. — En cuanto a su plan...
—Es excelente, ¿cierto? Y además tiene la maravillosa virtud de satisfacer también mis necesidades, porque estoy segura de que le sorprenderá saber que me encuentro en urgente necesidad de encontrar un marido, la verdad es que usted me resulta muy conveniente. — Charlotte agitó sus largas pestañas sobre unos ojos tan azules que harían palidecer a una campanilla, pero Dare no había soportado tres semanas del más intenso ataque por parte de mujeres obsesionadas por el matrimonio, para caer en una trampa de ojos azules, rizos dorados y mejillas con hoyuelos. Haciendo un esfuerzo, retrocedió unos cuantos pasos e hizo una venia.
—A pesar de lo generosa y desinteresada que resulta su oferta, debo declinar su propuesta de matrimonio. Aunque le deseo la mejor de las suertes en la búsqueda de otra víctima para sus planes matrimoniales, la experiencia que tengo con las laberínticas profundidades de su mente me obliga a declarar de manera clara y sucinta que mi negativa es definitiva.
—Pero, milord...
—No continúe incitando a Cupido para que apunte sus flechas nupciales hacia mí. No tengo intenciones de casarme ahora ni en un futuro cercano.
—Si usted quisiera considerar los múltiples y distintos beneficios que le traería el hecho de casarse conmigo...
—Me siento halagado, pero debo rechazar su oferta. Buen día, lady Charlotte. — Dare dio media vuelta y comenzó a subir las escaleras hacia la oficina del abogado, seguido por un silencioso y asombrado Perkins.
—¿Sabe? Creo que me gustaba usted más cuando estaba ideando abominables planes contra Gillian.
Dare se quedó paralizado durante un segundo. Ese episodio era un recuerdo sumamente desagradable y, ciertamente, un suceso que no deseaba discutir con nadie y mucho menos con lady Charlotte. Así que siguió subiendo las escaleras.
—¡Hace cinco años usted no era tan timorato y mojigato! ¡Hace cinco años usted era un hombre interesante!
Alasdair apretó los dientes para no responder, al tiempo que pisaba el último escalón y abría la puerta. Dos pasos más y estaría dentro, a salvo, lejos de la combinación de tentación y exasperación que personificaba lady Charlotte.
—De hecho, muy interesante. Puedo decir con sinceridad que el día que Gillian tropezó y le arrancó su falda escocesa fue uno de los más interesantes de mi vida. Usted sencillamente no es el mismo hombre que era entonces.
Cinco años atrás, él acababa de heredar su título y no tenía idea de la magnitud de las deudas que le habían dejado sus antepasados. Cinco años atrás, no estaba contemplando la quiebra y la bancarrota. Cinco años atrás, él tenía un futuro. Alasdair dio media vuelta para enfrentarse a la rubia que lo observaba con unos ojos que, sin duda, en ese momento estaban llenos de rencor y rabia hacia el hombre en que se había convertido. Así que se permitió torcer los labios en una sonrisa amarga y decir:
—Nunca se han dicho palabras más ciertas, señora.