CAPITULO VII

Troy Campbell se tocó el estómago.

—Y pensar que tengo aquí la causa de todo el estropicio.

Habían corrido mucho para escapar de las garras del sheriff.

Si O’Banion los atrapaba, haría muchas preguntas y, tal como estaban las cosas, Jim juzgó más prudente emprender un largo vuelo.

Pero el vuelo resultó bien corto, porque Troy, con tantas cosas como llevaba en el estómago, se cansó en seguida de correr.

—Eh, Jim, ¿adónde vamos?

—Primero a un lugar donde puedas sacar los diamantes, y luego al hotel donde se aloja el joyero Isaac.

—Demonios, quieres decir que vas a devolver los diamantes.

—Exactamente.

—Y cobraremos el diez por ciento de la recompensa. ¿Es mucho dinero, Jim?

—Unos tres mil dólares, centavo más, centavo menos.

Entraron por la puerta trasera del saloon la Alegría del Cow-boy.

Subieron por una escalera y llegaron a las habitaciones superiores. Una rubia les salió al encuentro.

—Jim, querido, ¿cómo tardaste tanto tiempo en llegarte aquí?

Troy tomó a Jim del brazo, cuando ya éste se lanzaba a cobijarse en los brazos de la girl.

—Eh, Jim, ahora no es momento de efusiones.

—Tienes razón, Troy. Eh, Maggie, queremos una habitación y que nos dejen solos.

Maggie abrió una puerta.

—Aquí estaréis tranquilos.

—Que nos suban una botella de whisky —dijo Troy.

—Eh, Troy —dijo Jim—. Entra ahí. Yo mientras, hablaré con Maggie. Ya sabes lo que tienes que hacer, muchacho. Da a luz a los seis gemelos.

—No me digas que va a tener hijos.

—Sí, Maggie, es justamente lo que va a hacer.

—Has bebido demasiado, Jim.

Miller cerró la puerta cuando Troy hubo entrado en la habitación.

Maggie puso un brazo en jarras.

—Eres un tipo muy raro, Jim.

En aquel momento oyeron los gritos que pegaba Troy.

La mujer miró la puerta.

—Diablos, es verdad... Cómo le duele...

Un hombretón llegó al corredor.

—Maggie, entremos ahí.

—No puedes, Eneas —dijo Maggie—, Hay un tipo que está de parto.

El hombretón, que había bebido un poco, guiñó los ojos.

—¿Es un chiste, Maggie?

—No, Eneas, es la verdad, aunque yo tampoco lo creía.

Jim se cubrió la boca para no sonreír. Maggie era una mujer demasiado ingenua.

Troy seguía pegando gritos en el interior.

Jim abrió un palmo la puerta y asomó la cabeza.

—¿Cómo va eso, Troy? —preguntó hacia adentro.

—Ya estoy a punto de lanzar uno al mundo.

—Animo, muchacho.

—Es cosa de mis riñones... Si lo soportan, tendré las tres parejas.

Jim cerró la puerta y puso cara de circunstancias.

Maggie y Éneas lo miraban asombrados.

—No puede ser un tipo, Maggie —dijo el hombrón.

—Lo es. Se llama Troy Campbell y tiene aspecto de elefante.

—Bueno, ya sé lo que pasa. Es de esos que de pronto se convirtió en mujer... A un amigo mío le pasó en las minas de Colorado. Llegó allí con la barba crecida, y al cabo de dos meses, se puso a trabajar como primera vedette en el Teatro Chino... Qué mujer, volvió locos a todos los hombres menos a mí... Imagínate, durante muchos meses estuvimos viviendo en la misma habitación, ya saben, cuando él era tipo.

En aquel momento, Troy soltó un aullido más grande que los anteriores.

—¡Lo conseguí...! ¡Lo conseguí...!

Geoffrey Lee apareció por el fondo del corredor, seguido de tres pistoleros.

—¿Es usted Jim Miller?

—Si.

—Parece que dejó ya el disfraz de Satán, aunque todavía se le nota algo de maquillaje.

—¿Quién es usted?

—Geoffrey Lee. Por cierto, ¿dónde está su amigo?

—¿A qué amigo se refiere, señor Lee?

—No se haga el listo o va a quedar como un tonto... Usted sabe a qué amigo me refiero, a ese hipopótamo que responde al nombre de Troy y que engaña a la gente pasando por fakir.

Maggie intervino y lo hizo muy inoportunamente.

—Oiga, señor Lee, ese fakir es una fakira. Entró ahí a dar a luz, y si no me cree, que se lo diga Eneas.

Geoffrey Lee entornó los ojos.

—Óiganme todos, si se han puesto de acuerdo para tomarme el pelo, les voy a dar un escarmiento del que se acordarán mientras vivan, o sea, durante dos minutos.

Eneas sacudió la cabeza en sentido afirmativo.

—Oiga, señor Lee, lo que dice Maggie es la verdad. Y no crea que ocurre por primera vez. Yo tuve un amigo en las minas de Colorado que...

El bueno de Eneas no pudo continuar porque Geoffrey le estrelló un puño entre los dos ojos.

El hombrón cayó de espaldas y armó tal ruido, que pareció por un momento que el edificio se iba a venir abajo.

Luego Geoffrey abrió y cerró la mano con que había puesto fuera de combate a Eneas.

—Esto es lo que hago yo con los fabulistas. ¿Lo vio, Miller?

—No tiene mala derecha.

—Pues no quiera saber lo que hago con la izquierda.

—Buñuelos.

—¿Cómo?

—Oiga, señor Lee, mi amigo Troy está muy malito. Deje su tarjeta y pasaremos a hacerle una visita por su rancho.

Lee entornó los ojos y sonrió por la comisura de la boca.

—¿Dónde están?

—¿Dónde están, qué?

—Usted sabe lo que me interesa.

—No, no lo sé.

—Las Estrellas de la Noche.

—No hace falta que se ponga tan romántico, señor Lee. Le aconsejo que se busque una muchacha y que le diga todo lo que quiera de la noche, de las estrellas y de los planetas.

Lee soltó un rugido que lo asemejó a un león hambriento.

En aquel instante ocurrió lo peor.

Troy Campbell abrió la puerta y apareció con la palma de la mano extendida. Y sobre ella relucían con luz propia los seis diamantes del joyero Isaac Jorby.

Quedó interrumpida la respiración de todas las personas que había en el corredor, y eran tantas que ya no cabían.

Miller gimió por lo bajo.

—Troy, la has hecho buena.

—¿Es que no lo ves, Jim? Son las tres parejas de mellizos.

—Sí, ya lo veo, pero también lo están viendo los demás.

Troy echó una mirada a su alrededor y tuvo la impresión de que el suelo se hundía bajo sus pies.

Geoffrey Lee soltó una risita.

—Gracias por conservar para mí esas chucherías.

—Señor Lee, usted se equivoca —repuso Troy—. Esto pertenece al joyero Isaac Jorby y es a él quien vamos a entregarle los pedruscos.

—Pensaba darles una recompensa en dinero efectivo, pero ahora va a ser plomo derretido.

—Eso se lo dirá usted a todos.

—Listos, muchachos, a ellos.

Jim tiró del revólver y empezó el baile.

Dos pistoleros se unieron para formar pareja, pero sólo fue un efecto momentáneo. En realidad, sólo danzaban porque habían sido alcanzados por las balas de Jim. Después de dar tres pasos conjuntamente, decidieron caerse, y se cayeron.

Geoffrey Lee quiso participar en la fiesta y, como tenía el revólver en la mano, se ganó un proyectil en la cabeza.

No llegó a decir nada, se tumbó en el suelo y, para salir de allí, tendría que hacerlo con los pies por delante, listo para ocupar un ataúd.

El último pistolero que acompañaba a Lee levantó los brazos.

—No tire, señor Miller.

Maggie se había arrojado al suelo, junto al hombrón Eneas. Este despertó y, al ver lo que estaba pasando, puso los ojos en blanco y se desmayó otra vez.

Troy se había metido en la habitación y ahora estaba escupiendo los trozos de la navaja de afeitar y otros cachivaches que había ingerido durante la función en la barraca de Marty.

Alguien subió la escalera precipitadamente. Era el sheriff O’Banion, que traía su revólver en la mano.

Al ver el estado en que se encontraba el corredor, O’Banion se puso rojo.

—Por todos los infiernos, ¿quién hizo esto?

—Satán —contestó Miller.

El sheriff fue a contestar, pero se le atropellaron las palabras en la boca.

*

El joyero Isaac Jorby miró con cariño los seis diamantes llamados las Estrellas de la Noche, que estaban depositados ahora en un lecho de terciopelo. El judío, por parte de padre y escocés por parte de madre se frotó las manos sobre el estómago.

Acostumbraba a mirar por encima de sus gafas, quizá para no gastar los cristales.

—Ustedes me han hecho un gran favor.

—Nada de favor —contestó Jim—. Esto ha sido un trabajo. Pague.

—Oh, claro que sí... Vamos a ver, tenía que dar una recompensa del cinco por ciento...

—Un diez.

—Oh, perdonen había olvidado por un momento que era el diez, pero del diez hay que deducir algunas cosillas... La tasa del impuesto sobre mercancía de lujo, un tres por ciento del impuesto municipal sobre artículos para la mujer, más un uno por ciento que he de descontar por pronto pago.

Troy levantó un puño.

—Y yo voy a descontarle a usted un diente si rebaja un centavo del diez por ciento.

—No se hable más, tres mil dólares... Pero yo no tengo aquí tanto efectivo. Solo llevo doscientos dólares. De modo que se los daré y el resto lo cobrarán en un cheque.

—¿Qué te parece a ti, Jim? —preguntó Troy.

—Correremos el riesgo de que el señor Jorby no tenga fondos.

El joyero soltó una risotada.

—Es usted muy chistoso.

A continuación Jim se hizo cargo del cheque y de los doscientos dólares.

El sheriff O’Banion, que asistía a la escena, dijo: —Hay tipos suertudos, pero nunca conocí a dos como ustedes, Jim Miller y Troy Campbell.

—Gracias, sheriff —repuso Jim sonriente—. Cuente con una invitación a un vaso de whisky en el saloon la Alegría del Cow-boy.

—Prefiero que me den otra clase de premio.

—¿Por ejemplo?

—Que desaparezcan de Pratter City, al menos durante los próximos cincuenta años.

—Ya hacía tiempo que no desdentaba a nadie.

—Y usted que lo vea.

Jim pegó una palmada a Troy y los dos amigos salieron de la oficina del sheriff, el lugar donde se había efectuado la entrega de los diamantes al joyero Jorby.

Ya en la calle, Troy respiró a pleno pulmón.

—Caramba, Jim al fin salimos a flote. Ya era hora de que nos saliesen las cosas bien.

—¿Cuándo nos salieron mal?

Troy cruzó los dedos de una mano.

—No hables de eso, Jim. Soy supersticioso.

Pasaban por el establo de Stamp cuando salió del interior un grito femenino.

Jim se detuvo y vio una escena que no le gustó nada. Aquella joven que había dicho llamarse Betty Burns pataleaba en el aire porque un tipo grandullón la sostenía con sus grandes y largos brazos. Otro fulano grandote reía a carcajadas.

—Ya la tenemos, Vince.

Betty trataba de arañar la cara del llamado Vince, pero eso resultaba imposible, porque éste la mantenía alejada de sí para no sufrir el menor daño.

—Quieta, fierecilla

—¡Bastardo, suéltame!

—Claro que te soltaré, nena, pero será en cierto lugar, lejos de Pratter City.

Jim pegó con el codo a Troy en el costado y se dirigió al establo.

—Eh, Jim, ¿es que no podemos salir a menos de cuatro líos por hora?

Jim se detuvo ante Vince, que sujetaba a la muchacha.

—Con permiso.

A renglón seguido, soltó la derecha.

El hombrón recibió el golpe en el hígado.

Dejó a Betty como si ésta se hubiese convertido en una herradura al rojo vivo y 1a muchacha cayó al suelo, aunque no se hizo mucho daño porque había por allí mucha paja.

Vince miró asombrado al hombre que le había golpeado y se escupió las manos.

—Eh, Nils, aquí hay un tipo que quiere echar una siesta.

Nils también se escupió en las manos y rió por la bocaza.

Troy, aunque no le gustaban los jaleos, sintió hervir la sangre al ver que aquellos dos fulanos eran demasiado gordos y grandes para su amigo.

—Esperen, yo también quiero un boleto para este festejo.

—Aquí lo tienes —dijo Nils.

Intercambiaron golpes, que más bien fueron mazazos.

Betty, en el suelo entre los cuatro contendientes, gateó dando chillidos porque temía ser aplastada.

Jim estaba cansado de pelear. Había tenido demasiado trabajo para un solo día, de modo que decidió acabar su partida cuanto antes.

Bloqueó un izquierdazo de Vince, y a su vez, replicó con otro zurdazo.

Vince también lo bloqueó, pero lo hizo con la boca.

Cayó despatarrado dando una vuelta de campana y, para colmo de su desgracia, estrelló la cabeza contra un yunque.

Quedó inconsciente.

Troy hizo volar a Nils, aunque éste no tenía alas.

Se fue hacia la pared y allí se estrelló. Cuando llegó al suelo, ya estaba viendo pajaritos alrededor de su cabeza, que le hacían pío-pío.

La pelea había terminado apenas comenzada.

Troy dio un suspiro.

—Jim, ¿podemos ir a descansar y comer un poco?

—Desde luego. Betty, queda invitada.

La joven se tocó el estomago.

—La verdad es que tengo tanta hambre, que estaba dispuesta a comerme una ración de avena.

—Pues ven con nosotros. Con una condición.

—¿Cuál?

—La de que nos has de contar qué te pasa.

La joven se mojó el labio inferior con la lengua. Titubeó unos instantes y por fin dijo: —Está bien, lo contaré, aunque quizá sea peor para ustedes.

Troy dio un chillido.

—No, Betty, no queremos oír nada... Te pagaremos la comida, pero callate.

Minutos más tarde, Betty y sus benefactores estaban sentados alrededor de una mesa, en el restaurante de Tom Picadilly.

Cada uno de ellos dio cuenta de un grueso filete.

—¿Puedo repetir? —dijo Betty.

También repitió Troy.

Despacharon huevos fritos con jamón, mermelada y dos tazas de café.

—Está bien, Betty —dijo Jim tras prender fuego a un cigarro de medio dólar—. ¿Cuál es tu historia?