CAPITULO II

Jim Miller despertó al escuchar una voz ronca que decía: —Muy bonito. Acabamos de arruinarnos y tú tan campante en el apartamento de una tal Inger, de nacionalidad sueca.

Jim dio un brinco y miró a varios lados.

—¿Dónde está la sueca? —exclamó en un grito—, ¡Inger!

El grandullón de la voz ronca que estaba frente a él hizo una mueca de pesaroso sarcasmo.

—Hace rato que la vieron salir de aquí, primo.

—¿Eh?

—El muchacho del registro acaba de decirme que abandonó muy aprisa esta habitación.

Conque será mejor que te revises los bolsillos para ver si aún conservas el dinero.

Jim dio un manotazo en un cinto-cartera.

—¡Dios santo! ¡Se llevó mi dinero, Troy!

El grandullón Troy hizo una mueca como si quisiera echarse a llorar.

—Era lo que nos faltaba. Primero se me quema el teatro ambulante, luego tengo que devolver el importe de las localidades y, para postre, tú te largas con la primera sueca que te hace ojitos y te limpia nuestros pobres ahorros.

—Sólo eran cuarenta y dos dólares, Troy.

—Oh, casi nada... ¡Maldición, estamos en la quiebra!

—Trata de calmarte, Troy.

—¡Acabo de perder mi negocio! ¡Se me han quemado ochocientos dólares de decorados, quinientos de vestuario y doscientos de artilugios escénicos! ¡Y sólo se te ocurre decirme que me calme!

—No estoy muy ocurrente, Troy.

El grandullón gimoteó dejándose caer en una esquina del amplio diván.

—¿Qué vamos a hacer, Jim?

—Déjame pensarlo, muchacho.

—Anda, dale a la sesera, a ver si encuentras el medio de obtener dos mil dólares que nos hacen falta para poner a flote nuestro teatro ambulante.

—¿Cómo ha podido ocurrir, Troy?

—Siempre será un misterio. El tramoyista tenía que dejar escapar el cohete de humo, como ocurría en todas las representaciones, pero, en vez de humo, sonó una explosión y se armó la gorda.

—Es como si una mano siniestra hubiera querido hundirnos en la negra ruina.

—Tú lo has dicho, Jim. Estamos en el mundo como dos huérfanos. ¿No es para morirse de rabia? Llevábamos una buena racha. Teníamos en perspectiva cien representaciones más de El hombre que vendió su alma por un harén. ¿Y qué nos pasa de pronto?

—Todo arde sin explicación, Troy.

El grandullón lanzo un salivazo furioso.

—Creo que tendremos que volver a vender aquellos parches contra el reumatismo en la vía pública. Lo mismo que antes de empezar nuestros negocios teatrales.

—No me hables de los parches curativos, Troy. Es como hablar de la soga en casa del ahorcado.

—Anda, tipo listo. Inventa algo para que podamos recuperarnos.

—Ya daré con algo, Troy. Déjame pensar... Todo lo que necesito es tener el cerebro en funcionamiento.

—Hala, que yo oiga el ruido de las máquinas.

Jim paseo de un lado a otro del apartamento.

Ofrecía un aspecto muy risible, ya que conservaba el traje de diablo, la cola chamuscada y un par de rotos en las rojas perneras.

—Analicemos la situación, Troy.

—Eso, analicemos.

—Nos encontramos en Pratter City.

—Añade que sin dinero. Anclados forzosamente.

—No me interrumpas, Troy.

—Adelante.

Jim daba coletazos al pasear de pared a pared.

—Estamos en Pratter City porque nuestro agente de espectáculos nos buscó esta ciudad para nuestras actuaciones, dado que Pratter City arde en fiestas debido al rodeo.

—Sí, señor.

—Y si hay rodeo en Pratter City, el dinero tiene que correr como el agua.

—Menos por nuestros bolsillos.

—Y dale con los comentarios depresivos. —Jim se enfrentó con el grandullón—. Troy...

—Estoy a la escucha, Jim.

—Hay que aprovechar el rodeo, la fiesta, la concentración de forasteros en esta ciudad.

—Eh, no me digas que quieres actuar en las carreras de potros. ¿O piensas derribar reses en los concursos?

—Estaba pensando que habrán muchos espectáculos donde podamos actuar. Marty Lerman, nuestro agente de espectáculos, nos conseguirá un trabajo. Conque tenemos que ponernos en contacto con él.

—Marty Lerman está en Pratter City...

Jim dio un brinco.

—¡Repite eso!

El grandullón tosió.

—No pensaba mencionártelo porque ya lo tengo trabajado. Apenas se nos incendió el teatro, fui a pedirle un anticipo. La respuesta fue echar mano al revólver que tiene en el cajón del escritorio.

—Yo soy el que tengo que trabajar a Marty —dijo Jim muy excitado—. Infiernos, ¿qué estamos haciendo aquí todavía?

Troy dio un respingo.

—Eh, no pensarás andar así por la ciudad. Todavía llevas los calzones de Satán. Y tu ropa se quemó en el incendio.

Jim agarró el pomo de la puerta.

—El chico del registro encontrará algo para mí. En ese hotel tienen muchos pantalones de tipos que no pudieron pagar el alojamiento.

Troy siguió rezongando a Jim. No le gustaba el cariz que tomaban las cosas. Todo aquello ocurría cuando estaba en la miseria.

Jim llegó al registro y, apenas comunicó al muchacho sus deseos de cambiar de indumentaria, éste quiso chantajearlo.

Las cosas se arreglaron con la promesa de darle cinco dólares cuando nadaran otra vez en oro.

Jim salió coceando del interior de un cuartucho, vistiendo unos pantalones que le quedaban algo estrechos. Pero siempre eran preferibles a los calzones rojos de Satán.

Tuvo que conformarse con la blusa roja.

Sin perder un instante, se dirigieron al despacho provisional de Marty Lerman, situado en una esquina de la calle Mayor.

Marty Lerman era un tipo de cabello pajizo y ojos claros.

Arrugó las facciones dolorosamente como si sufriera de cálculos en los riñones.

—¡Maldición, Jim. Troy...! ¡No tengo dinero! ¡También me arruiné con su maldito teatro!

Jim se aclaró la voz y frunció el entrecejo.

—¿Quién habla de pedirte dinero, Marty?

—Lo he leído claramente en vuestros ojos. Conque no hacía falta decirlo en voz alta.

—Lo único que necesitamos es un poco de comprensión, de apoyo moral en estas circunstancias, de optimismo...

—¿Puede quedar en un par de dólares todo eso? Sólo puedo ayudar con esa cantidad, y vive Dios que tendré que prescindir de la cena para pasaros esa pareja de dólares.

Jim agarró los dos dólares muy aprisa y, luego, añadió: —Lo que queremos es sólo un trabajo, Marty.

—Aunque os parezca mentira, después del desastre del teatro, también yo ando a la caza de empleo, Jim.

—Eh, déjate de chistes macabros, Marty. Puedes conseguirnos algo en los espectáculos del parque de atracciones. Tú te dedicas a esas cosas.

Marty tenía las facciones torcidas por la pena.

—Escucha bien, Jim. Fui tan tonto que renuncié a representar a los dueños de los negocios de atracciones. Deseché la comisión de tres saloons ambulantes, y dos teatros que están de bote en bote en estos momentos en el parque de atracciones. ¿Y sabéis por qué?

—Dilo tú, Marty.

Marty parecía ir a llorar.

—Renuncié porque puse mi dinero en un teatro ambulante, en colaboración con dos tipos llamados Jim Miller y Troy Campbell.

—Nosotros.

—Sí, señor. Muy listo. Vosotros. Os había prestado mil dólares para levantar esa pantomima. Y todo porque un día, este gorilón llamado Troy Campbell me presentó un libreto hediondo, putrefacto, lacrimoso y risible, todo al mismo tiempo. Un libreto titulado El hombre que vendió su alma por un harén.

—No nos fue tan mal, Marty —replicó el grandullón Troy, molesto por los epítetos dirigidos a su obra.

Marty lo miró malignamente, pero se enfrentó con Jim Miller.

—Jim —dijo penosamente—. Yo supe de inmediato que aquella monstruosidad impresionaría a las sencillas gentes de estos pueblos del Oeste. Tú fuiste el primero en decirme que el libreto era la obra de un retrasado mental.

—Cierto, pero también los inteligentes se equivocan —Carraspeó el joven Jim.

—Yo sabía que nos rendiría muchos dólares aquella carroña escénica. Conque por eso renuncié a todo y puse el cordero entero al asador. Por eso me jugué hasta el último centavo en la obra.

—Y hemos ganado dinero.

—Sí, Jim. Pero siempre dije que era demasiado riesgo jugar con fuego en el escenario.

Aquellos cohetes de humo para la aparición y la desaparición de Satán, los cambios brus-cos de decorado con las explosiones y demás, me olieron a chamusquina desde el primer instante. Conque mira si me equivoqué en algo. Dije que el drama tendría éxito por la sencilla razón de que había sido creado por un cerebro tarado como el de este chimpancé, y mira si lo hubo. Dije que los juegos de humo y fuego nos darían el susto y mira si estuve errado.

Jim cabeceó.

—Sí, Marty. Acertaste en todo. Pero no es hora de llorar por la leche derramada.

—Es que, cuando me acuerdo de mis pobrecitos dólares perdidos, las lágrimas acuden a mis ojos. Conque perdona este llanto.

Jim carraspeó.

—Tengo que darte la buena noticia de que Troy acaba de empezar un drama fantástico titulado provisionalmente Misterio en el verde follaje.

—¡No! —gimoteó Marty.

—Bueno, no te alarmes, Marty. Quiero decirte que, si superamos este bache y ganamos algo de plata para sobrevivir, pronto tendremos un nuevo drama de Troy Campbell que hará estremecer a medio Oeste.

—Soy grande —suspiró Troy, endiosado.

Marty Lerman dio un respingo y abrió el cajón del escritorio.

Troy reculó por si sacaba el Derringer para ahuyentar acreedores.

Pero, todo lo que hizo Marty fue extraer un sucio bloc de notas.

—Veamos —gruñó—, sin convencimiento—. Tal vez tenga algo para trabajar...

Jim sonrió guiñando un ojo a Troy.

—¿Sí, Marty?

—Aquí está.

—Anda, suéltalo.

Marty alzó la mirada.

La clavó en el grandullón Troy Campbell.

—El trabajo es para Troy.

Troy pegó un brinco.

—Eh, Marty. Ya sabes que la parte interpretativa siempre ha sido cargo de Jim. ¿Te acuerdas como bordaba el papel de Satán?

—No se trata de ningún drama, muchachos.

Jim frunció el entrecejo.

—Explícate.

Marty señaló la libreta.

—Aquí tengo la ficha artística de vosotros dos.

—Ya.

—Y en la que Troy dice que trabajó de fakir allá por el sesenta y cinco, en San Francisco.

Troy se puso encarnado. Comenzó a toser.

—Eh, olvida eso. Lo de fakir fue antes de vender los parches contra los dolores de costado, reuma y enfriamientos... Es una mancha en mi historia artística.

—Tendrás que volver a hacer de fakir, Troy.

—No.

—Sí, muchacho. Según la ficha artística, se dice que tienes habilidad para tragar clavos, masticar objetos de vidrio y engullirlos. Además menciona que tienes cierta práctica con el tragado de sables...

—¡No haré ese trabajo!

Jim intervino, carraspeando:

—Eh, Marty. No hemos venido para que ofendas a Troy. Así que busca otra cosa.

—Sólo tengo este trabajo disponible. El fakir del barracón de Bart Shanon se puso enfermo repentinamente. Y lo más paradójico es que sufre infección intestinal a causa de un atracón de caracoles de monte. El solito despachó una olla de caracoles condimentados al estilo Tijuana, ya sabéis, con esa salsa picante que es un demonio.

Conque atrapó esas fiebres y el doctor dice que tiene para rato. Esa es la situación. El dueño del barracón, Bart Shanon, anda loco buscando un sustituto. Troy Campbell es la persona ideal. ¿Lo toma o lo deja?

—¡Ni hablar! —estalló el grandullón Troy, lleno de santa indignación—. ¡No haré jamás de fakir!

—Aquí está el turbante que debe llevar —dijo Marty, y extrajo del cajón un envoltorio de paño. Retiró presto la mano como si temiera contaminarse—. También tengo un tra-bajito adicional para ti, Jim.

—¡Ah!, ¿Sí?

—Se trata de que vayas vestido de Satán al mismo barracón. Estarás al lado de Troy, el fakir, para dar carácter al asunto. Una luz roja os dara a los dos, y así quedará todo más redondo. Será como si las habilidades del fakir fueran cosa de Satanás.

—Tengo ganas de vaciar el estómago —dijo Troy—. Quiero vomitar.

Jim respiró con fuerza e intervino:

—Basta, amigos. Tú, Marty, ¿no se te cae la cara de vergüenza al ofrecernos esa carroña de trabajo? Mejor intentaré buscar trabajo como limpiador de establos...

—Hay diez dólares diarios para los dos —agregó Marty.

—...Prefiero trabajar en un establo. —Jim dio un respingo y se detuvo—: ¿Cómo has dicho?

Marty resolló fatigosamente.

—Dije que hay diez dólares para vosotros dos si tomáis ese trabajo. Amén de alguna propina de entre el público. Por ejemplo, el papá que dice: «Eh, señor fakir, ¿quiere masticar este pedazo de ladrillo para que lo vea mi nene?» Os podéis sacar un par de dólares extra.

Jim atrapó el turbante y lo clavó en la cabeza de Troy.

—Aceptamos. Y ya tardas en buscarme un traje de satán.

Y para dar mayor énfasis a sus palabras, Jim sacó del bolsillo los dos cuernos de diablo y empezó a ponérselos.